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El precio de un juramento

Ariakas permaneció junto a la dama durante todo aquel largo y frío invierno. Recordaba vagamente su intención de dirigirse a Sanction, comprar una residencia palaciega con el guardapelo enjoyado, y luego… luego ¿qué? No podía imaginar nada que resultara una vida más refinada que la que llevaba justo allí.

La primavera hizo su aparición con tormentas de agua y ríos rebosantes, que arrancaron poco a poco la nieve de las cumbres. El guerrero observó el renacer de las montañas y poco a poco una nueva ansia fue creciendo en su interior. No quería abandonar a la dama, pero la torre misma empezó a parecer opresiva, se sentía demasiado aislado, ahora que el clima empezaba a derretir los helados muros que envolvían su prisión.

Un nuevo renacer llegó a las Khalkist. Las laderas que rodeaban el aislado alcázar, que Ariakas había creído no eran más que residencia de granito y cuarzo, se cubrieron de un estallido de flores silvestres. Halcones y águilas que planeaban por las alturas, descendían en picado junto a las murallas de la torre, en tanto que ovejas y cabras se desperdigaban por las cumbres cercanas.

A medida que la cordillera montañosa abría de mala gana sus nevados accesos al resto de Krynn, el guerrero comprendió que su estancia en la torre tocaba a su fin. La vida en un solo sitio, no importa con cuánto lujo, no podía contentarlo, pues él necesitaba más libertad de la que podía hallar aquí. Y con la mujer a su lado, sabía que podía ser feliz en cualquier parte a la que viajara.

Un día de un calor extraordinario, el primer día que podía realmente considerarse casi veraniego, fue en busca de la dama a los aposentos de ésta, cuando hubo terminado su labor de transporte de combustible… labor que no se había aligerado en absoluto, a pesar de la llegada de la primavera.

—Señora, ¿queréis venir conmigo… a Sanction? —preguntó al encontrarla reposando en el mullido sofá.

Ella se alzó, sentándose, y lo contempló con una expresión parecida a la tristeza.

—¿Realmente quieres irte? —inquirió, con una voz curiosamente entrecortada.

—El tiempo pasado con vos me ha mostrado el auténtico valor de la vida —declaró él, hincando una rodilla en tierra—. Y si significara tener que abandonaros, me quedaría aquí con vos para siempre. Pero, pensadlo… Vos y yo, juntos, en esa ciudad de feroz esplendor.

Ella suspiró y bajó la mirada al suelo.

—Tengo dinero —aseguró él, temeroso de que fuera la inquietud de la pobreza el motivo de su vacilante respuesta—. ¡Podríamos vivir como nobles allí! Y además está el tesoro de la habitación de ahí abajo; ¡si cogemos unas pocas de las gemas de mayor tamaño podríamos cambiarlas por otra fortuna! ¡Disfrutaríamos del poder y la riqueza de auténticos monarcas!

—Pero acaso, Ariakas —replicó ella—, ¿no es así como vivimos aquí, ahora? ¿Existe un rey o una reina en todo Krynn que participe de las libertades, placeres y alegrías, que forman parte de nuestra vida diaria?

—Es lo relativo a la libertad —admitió Ariakas—. ¡Esta torre se ha convertido en nuestro palacio, pero también se ha transformado en nuestra prisión! ¿No suspiráis, aunque sea un poco, por escuchar los sonidos de la civilización, sentir la presión de una muchedumbre o el ajetreo de una enorme plaza de mercado?

Ella negó con la cabeza, y él se sobresaltó ante la total honestidad de su negativa.

—No —respondió la mujer—. No lo anhelo. Pero comprendo ahora que tú sí, y eso es lo que es importante… para ambos.

—¿A qué os referís?

—Me refiero a que ha llegado la hora de que evoques tu promesa… ¿recuerdas?

—Desde luego. —Su juramento de llevar a cabo una tarea para ella, sin preguntas, seguía fresco y vivido en su mente—. ¡Es un juramento al que haré honor! ¿Me ordenáis que permanezca aquí con vos? —Aunque Sanction había empezado a cobrar importancia en su imaginación, no habría sentido en exceso tener que obedecer.

—No; ¡ojalá pudiera ser algo tan simple!

La estudió con sorpresa, pues detectó que la mujer estaba al borde de las lágrimas.

—¿Qué es, señora…, cuál es vuestra orden? —insistió, y por vez primera sintió una vaga pero creciente inquietud—. ¡Decidme, y se hará!

—Mañana lo sabrás pero quisiera que mañana no llegara nunca —respondió ella, y realmente había lágrimas en los rabillos de sus ojos—. Por ahora, esta noche, debes abrazarme y amarme.

Transcurrió la noche, y con el alba Ariakas recordó sus palabras.

—Decidme, ahora —rogó—. ¿Qué es lo que me ordenáis? ¡Decídmelo para que os pueda demostrar mi amor!

La dama se levantó y fue hacia la enorme espada; el arma que él había arrebatado al ogro que había matado durante su primera noche en la torre. Tras meses de delicados cuidados, la hoja estaba más afilada que ninguna otra de Krynn, y pesaba lo suficiente para partir hueso. Llevando el arma hasta él, la dama le tendió la empuñadura.

—La orden que te doy, lord Ariakas —dijo, sombría—, es ésta: debes tomar este acero y, con él, matarme.

Por un instante, retrocedió horrorizado, seguro de que sus oídos lo habían engañado; pero la expresión decidida de los ojos de la mujer —ya no era tristeza, sino una solemne aceptación— le indicó que había oído bien.

—Pero ¿por qué? Cómo podéis pedirme esto, ¡la única cosa que no puedo hacer! —protestó él.

—¡Puedes y lo harás! —replicó ella—. ¡Tómala!

En silencio, Ariakas sujetó la empuñadura, y la mujer arrancó la larga vaina con un tirón.

—¡Ahora, mátame! —chilló.

—No… ¡Decidme por qué! —exigió él.

—¡Porque ella lo ordena!

—¿Ella? ¿Quién? —Su cólera estalló, enfurecida.

—¡Mi señora! La que me ha dado el poder para curarte, para alimentarte… para amarte incluso —exclamó la mujer—. Es el precio que exige ahora.

—¡Decidme a qué señora servís! —quiso saber Ariakas, furioso.

—Pronto lo sabrás —repuso la dama—. Pero no soy yo quien debe decírtelo. Ahora, te lo ordeno, en nombre de la promesa que me hiciste, ¡mátame! Fue una promesa que hiciste libremente, y recuerda, lord Ariakas… ¡juraste que la cumplirías sin preguntas!

—Aguardad —dijo él en busca de algún rastro de cordura—. Olvidad mi sugerencia de ir a Sanction. Permaneceremos aquí todo el verano; todos los veranos venideros, y seremos felices. No… ¡no puedo hacer lo que me pedís!

—¡Debes hacerlo! —insistió la mujer. Casi desdeñosa se arrancó el corpiño del vestido y dejó al descubierto los pechos en descarado desafío—. Te lo ordeno, lord Ariakas; ¡en nombre del juramento que hiciste! ¡Mátame!

Un furioso arrebato se apoderó de él entonces, haciendo que cayera una neblina asesina sobre su mente que dejó paralizadas las sensaciones de dolor que no obstante lo atormentaban. Sabía que ella tenía razón: había hecho un juramento, y haría honor a la palabra dada.

Le atravesó el corazón con una estocada certera. La hoja hendió la caja torácica y salió por la espalda en medio de una lluvia de sangre. Con un tirón angustiado, arrancó el arma de la herida y esperó a que la dama se desplomara.

Un líquido espeso salió a chorros del corte, salpicando las botas del guerrero al tiempo que formaba rápidamente un charco sobre el suelo. Ariakas retrocedió anonadado: la sangre que resbalaba por el vientre de la dama era de color verde brillante, y se le concentraba entre las piernas, como una charca surrealista de falsa pintura. El humano sintió náuseas provocadas por la estupefacción y la repugnancia.

La dama mantuvo los negros ojos fijos en él, y él le devolvió la mirada con el corazón angustiado, aguardando a que la mirada de su víctima se helara con la bruma de la muerte que tantas veces había contemplado.

¡Pero ella no cayó!

—¡Otra vez! —ordenó, y la voz de la mujer era tan potente como siempre.

Mareado, volvió a asestar otra estocada. Atacó la garganta y liberó otra cascada… Pero en esta ocasión el líquido era de un azul refulgente. Sin hacer preguntas, levantó el arma y le atravesó la parte central del pecho con otra estocada mortal de necesidad. Esta vez fue sangre roja la que brotó. El siguiente ataque se hundió en el estómago de la mujer, y una sangre negra como la noche salió por la herida.

—¡Muere! ¿Por qué no mueres? —inquirió él con voz estrangulada.

Volvió a atacar, lanzando mandobles salvajes con la enorme espada, hasta que le arrancó la cabeza de los hombros de un tajo brutal. El reluciente líquido blanco que brotó de la herida como leche espesa fue la última gota en aquel grotesco horror. Incapaz de soportarlo por más tiempo, el guerrero se dio la vuelta y empezó a vomitar todo el contenido de su estómago.

Sin embargo, mientras la cabeza golpeaba contra las losas y a Ariakas se le partía el corazón, el cuerpo siguió sin caer al suelo. En vez de eso, pareció encogerse, como si la sangre multicolor hubiera mantenido hinchada la piel y ahora la materia de que estaba hecho su cuerpo fluyera al exterior por las heridas abiertas.

Ariakas retrocedió, tambaleante, al darse cuenta de que la sangre que corría alrededor de la mujer ya no era un líquido que se reunía en pegajosos charcos sobre el suelo, sino que se convertía en un humo que ascendía en forma de remolinos y formaba sinuosas columnas que, por fin, adquirieron el aspecto de cinco grandes reptiles. Cada una de las onduladas figuras tenía el color de uno de los tonos de aquella sangre.

Los dedos se le quedaron sin fuerzas, y soltó la espada mientras las reptilianas formas se retorcían para desperdigarse y rodearlo con sus anillos. Contempló cómo unas cabezas feroces tomaban forma en el extremo de cada reptil, cada una con un par de ojos que lo contemplaban con un brillo sagaz. Cinco bocas terribles se abrieron, y los humeantes reptiles fueron materializándose hasta parecer sólidos y reales. Sin embargo, en lo más profundo de su espíritu percibía que estas criaturas no eran auténticas, que tenía ante sí una presencia que provenía de algún lugar situado fuera de Krynn. Había sido el sacrificio de su señora el que había permitido que este siniestro ser apareciera, llegara hasta él y le hablara.

—Dime, lord Ariakas —ordenó uno de los reptiles, el de color rojo, con una voz que era siseante y estaba preñada de poder y energía—. ¿Sabes, ya, a quién sirves?

Él sólo pudo negar con la cabeza.

—Recoge tu espada —indicó el colorado reptil.

Sin saber lo que hacía, el guerrero alargó el brazo y levantó el arma, observando, con distante sorpresa que la hoja estaba limpia, inmaculadamente blanca.

—¿Sabes que he estado a tu lado durante muchos años?

Él asintió, pues creía en sus palabras.

—¿Cuándo desperté en plena noche y supe que alguien había estado en mi campamento… que me habían robado el relicario…?

—Sí, fui yo quien te despertó —sisearon todas las cabezas de reptil—. Y te he estado poniendo a prueba durante años, y tú has estado a la altura de mis exigencias.

—¿Probando? —inquirió el humano con atrevimiento. Señaló con la mano el lugar donde la mujer había caído finalmente—. Esto… ¡esto fue una carnicería!

—Ésta fue la prueba final, guerrero; y una vez más, la has pasado. Has de saber esto, Ariakas: ¡te concederé un poder como jamás has soñado… Te haré fuerte, más fuerte de lo que hayas imaginado nunca! Tendrás mujeres, ¡todas las mujeres que quieras o desees! Y tú me servirás eficazmente durante todos los años de tu vida.

El hombre escuchaba en silencio, con la enorme espada apoyada contra el suelo.

—Pero recuerda, guerrero… —la voz adoptó un tono férreo—, ¡debías obedecer sin hacer preguntas!

Un dolor insoportable se apoderó de las entrañas de Ariakas, estrujando sus intestinos hasta convertirlos en una masa de carne torturada. Cayó al suelo con un alarido agónico, entre sollozos y convulsiones mientras el dolor avanzaba por sus venas, para ascender hasta el cuello, martilleando como un mazo en el interior de su cabeza. Sabía que se moría; nadie podía soportar tal tortura. Y entonces, con la misma rapidez con que se había iniciado, el padecimiento cesó.

—Recuerda bien, lord Ariakas, el precio de la desobediencia.

El guerrero asintió débilmente, con la respiración entrecortada, al tiempo que se incorporaba sobre manos y rodillas. El dolor había desaparecido, pero el sudor todavía perlaba su frente, y el recuerdo del castigo era casi suficiente para hacer que se acurrucara, acobardado, contra el suelo.

—Ahora levanta —continuó ella; la voz ya no era áspera, y, despacio, él obedeció.

»Toma esta espada como mi talismán —siguió diciendo la voz—. Has pasado mis pruebas y demostrado que eres digno. Durante muchos meses has disfrutado de la abundancia de mi magnificencia, y ahora, hoy, has aprendido hasta dónde llega mi determinación.

Él sólo podía escuchar, el corazón latiendo aceleradamente presa de un temor reverencial.

—Irás a Sanction, y allí trabajarás en mi nombre. Serás mi servidor, como lo era esta mujer…, como el prestamista Habbar-Akuk es mi siervo, y miles de otros que son mis agentes. Y tú, de todos ellos, te sentarás a mi derecha, lord Ariakas, esto lo sé, y me comprometo a ello.

—Pero… ¿por qué tuvo ella que morir? ¿Por qué hicisteis que la matara?

—¡Idiota! —La furia de su réplica lo lanzó hacia atrás con violencia y lo obligó a agitar los brazos, desesperadamente, para no perder el equilibrio—. Era una herramienta, su objetivo era encontrarte e iniciar tu adiestramiento. Debes saber esto, lord Ariakas: mientras vivas, como muestra de la generosidad y precio de mi favor, tendrás a cualquier mujer que desees… ¡Pero toda mujer que se entregue a ti morirá en el plazo de un año! Como sucedió con esta dama, su objetivo se habrá cumplido y su vida habrá finalizado. Pero para ti, lord Ariakas, ¡la vida acaba de empezar!

El humano intentó no sucumbir al temor que sentía. Su mente se debatía entre siniestras visiones aterradoras y salvajes fantasías de satisfacción erótica. Ella le ofrecería una y convertiría la otra en el pago estipulado… y sin embargo, él sabía que estaría totalmente dispuesto a pagar.

—¿Por qué me enviáis a Sanction? ¿Qué queréis de mí?

—En esa gran ciudad te dirigirás a mi templo más importante. Ellos te reconocerán, y te enseñarán… Con el tiempo te convertirás en mi más eminente servidor, ¡el primero entre mis señores supremos! Pero, primero, tienes mucho que aprender, y ellos te enseñarán allí en el templo.

—¿Me esperan ya? —inquirió el guerrero, incrédulo.

—Llevas mi talismán en esa espada —respondió el reptil de cinco cabezas con un deje de reproche—. Esa arma será la clave para tus enseñanzas y el instrumento de tu éxito. Te servirá con la misma fidelidad con la que tú me sirvas a mí.

Ariakas observó la hoja de inmaculada blancura, impresionado muy a pesar suyo con la total perfección de su brillo.

—Este talismán… ¿qué es lo que hace?

—Lo averiguarás cuando lo necesites —contestó la visión—. Pero recuerda esta orden, lord Ariakas, y mantenla en tu corazón, no sea que al final me falles. —En este punto las palabras adoptaron un profundo tono rítmico, y la fuerza de la orden, inmovilizó al guerrero allí donde estaba—. ¡Esta espada es mi símbolo, y con ella mandarás enormes ejércitos! Pero no olvides esto, si quieres obtener la gloria definitiva: «Empuña la hoja azul, guerrero… ¡ya que en el corazón del mundo le prenderá fuego al cielo!».

Su mente se alteró ante la importancia de las palabras, si bien éstas lo desconcertaron y no osó pedir una explicación. En su lugar inclinó la cabeza en humilde aceptación.

—Decidme, entonces —inquirió no obstante, dando a sus palabras todo el coraje que pudo reunir—. Quién sois, ¿a quién sirvo?

—Se me conoce por muchos nombres; pero cuando haya efectuado mi regreso, elegiré aquel por el que todo Krynn me conocerá. ¡Tú prepararás el terreno para ese retorno!

—Pero ¿cuál es vuestro nombre? —exigió Ariakas.

—Llámame Takhisis —siseó el reptil rojo en tanto que las otras cuatro cabezas reían entre dientes para expresar su asentimiento—. ¡Pero durante el tiempo que vivas todo Krynn temblará ante mí! ¡Y la gente me conocerá y temerá en todas partes bajo el nombre de la Reina de la Oscuridad!