8

La dama luminosa

Ariakas abrió los ojos, pero los cerró al momento otra vez cuando la violencia de los rayos del sol se los abrasó. No sabía dónde se encontraba, aunque su cuerpo parecía flotar en un colchón de aire, o flotar sobre el agua de un baño de una calidez perfecta. Intentó volver a mirar, esta vez entreabriendo apenas los párpados con precaución, para encogerse ligeramente a continuación bajo el intenso resplandor que caía sobre él. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la luz no procedía del sol en realidad.

Era la dama en persona quien resplandecía. Extendió una refulgente mano hacia la pierna del guerrero, y éste sintió cómo los dedos de ella tanteaban el borde de la casi mortal herida de espada. Milagrosamente, el contacto de su mano no le produjo ningún dolor. Luego, de un modo más sorprendente todavía, el dolor de la herida cesó por completo.

Asombrado, alargó una mano hacia abajo, para tocar la piel por entre el largo desgarrón de sus pantalones. Dondequiera que tocara, la carne estaba firme; no había ni rastro del corte, no quedaba la menor sensación de su existencia… Era como si el ogro no lo hubiera herido. Junto a él percibió los bordes de una almohada, y creyó que se encontraba sobre el colchón, en la habitación de la dama. ¿Cómo había llegado hasta allí? Sin duda no habría sido ella quien lo había transportado.

No obstante, al volver la cabeza, Ariakas vio un reguero de sangre que llegaba hasta allí. La herida no había sido una fantasía, un truco de su febril imaginación. Había sido real, y casi fatal; sin embargo, había desaparecido.

Alzó las manos para tocar a la mujer, y sólo entonces se dio cuenta de que los huesos del brazo izquierdo estaban intactos y sólidos, como si nunca se hubieran roto.

Las manos de la dama se posaron sobre las suyas, y él abrió la boca para hablar, notando que la piel reseca del labio desfigurado se resquebrajaba por el esfuerzo.

Ella lo acalló con un beso, y él se dejó derribar sobre el lecho, embargado por una sensación de calidez y seguridad al estar entre sus brazos. Cuando por fin ella apartó los labios de los del guerrero, éste se llevó la mano a la boca.

Con una inmensa sensación de sorpresa, descubrió que el labio partido y la barbilla brutalmente desfigurada, volvían a estar intactos.

Finalmente, como si contemplara la escena desde algún lugar muy lejano, empezó a recordar la peligrosa situación en que se encontraban. Los ogros podían haberse marchado por el momento, corriendo tras la distracción que les había dado bajo la forma de Ferros Viento Cincelador, ¡pero, tanto si lo atrapaban como si no, estarían de vuelta dentro de poco tiempo! No obstante, su mente forcejeó con un vago recuerdo…, lo que el ogro le había contado. ¿Se burlaba ella de él, con esta amabilidad y preocupación?

No podía creer que así fuera.

Ariakas se esforzó por sentarse y, si bien sus músculos estaban en forma y el cuerpo libre de dolor, tuvo que luchar contra una languidez que amenazaba con inmovilizarlo con la misma efectividad que cualquier parálisis. Le hizo falta un minuto para reunir las palabras que quería pronunciar.

—¡Los ogros, señora… debemos huir antes de que regresen! —La advertencia pareció arrebatarle toda la energía que poseía; pero, no obstante, sintió una profunda satisfacción por haber dicho aquellas palabras. Volvió a relajarse, bañado por la calidez de la sonrisa de la mujer.

—Estamos a salvo —musitó ella—. No tienes por qué preocuparte.

—¿Les ordenasteis… les ordenasteis salir de aquí? —inquirió, y su voz sonó muy lejana.

Ella apartó la cabeza de la de él y lo contempló con perspicacia, entrecerrando los ojos.

—Sí —contestó tras una pausa—, lo hice.

—¿Oberon…?

—No existe ningún Oberon —repuso ella con calma—. O, si lo prefieres, yo soy él.

Consiguió digerir la respuesta con un mínimo de sorpresa.

—¿Por qué, señora… por qué me hicisteis luchar contra los ogros?

—Era algo necesario…, una prueba —respondió ella sin perder la tranquilidad, y él detectó un rastro de tristeza en su voz, aunque le dio la impresión de que el brillo que veía en sus ojos era producto del deseo.

—Una prueba ¿para qué?

—Para averiguar si eras aquel…, aquél a quien yo debía recibir aquí.

—¿«Aquél»? ¿Quién es ese aquél?

—Silencio —susurró ella, como si él fuera una criatura, y, curiosamente, el guerrero no sintió deseos de discutir—. Tienes que dejar de hacer preguntas… Hay cosas que debes aceptar tal como son.

Se inclinó sobre él y volvió a besarlo, y todo rastro de sospecha se esfumó de su mente.

—¡Acepto! —se comprometió Ariakas, solemne, sin detectar ningún rastro de ironía en su sonrisa.

—Ahora, guerrero, debes decirme tu nombre.

Le pareció que ella se había tornado repentinamente seria, y por lo tanto le respondió con igual seriedad.

—Soy Duulket Ariakas, descendiente de Kortel. —El pensamiento continuó hasta su conclusión lógica—. Y ¿cómo os llamáis vos, señora? —inquirió a continuación.

Una vez más le pareció detectar un atisbo de tristeza en su profunda mirada.

—Mi nombre… carece de importancia —explicó ella, tras un instante de silencio—. Me agradaría que siguieras llamándome «señora». —Él no consideró extraña su petición, pero sus siguientes palabras le produjeron una sensación de desconcierto—. Ven, lord Ariakas —dijo—. Permite que te bañe.

En ese instante se dio cuenta de que la atmósfera de la habitación estaba cargada de humedad, inundada del vapor que surgía de una enorme bañera revestida de losetas, situada al otro extremo de la estancia. Cómo había calentado el agua, no podía ni imaginarlo, pero la idea de relajar los músculos en el baño venció su pudor inicial.

Sin saber cómo, descubrió que ella había retirado el jubón de cuero mientras él meditaba la cuestión. Los pantalones y el blusón lo siguieron y, a continuación, se sumergió dichoso en el agua casi hirviendo.

Durante un tiempo flotó en la frontera del sueño, con el cuerpo bañado en salud y vitalidad, y la mente asombrada ante tanto esplendor… ¿qué esplendor? Los sentimientos eran en cierto modo de una magnificencia mayor de la que había experimentado jamás, aunque al mismo tiempo lejanos, remotos. Era como si hubiera dejado atrás su exhausto cuerpo.

Luego, cuando por fin salió de la bañera y la dama se lo llevó a su lecho, el sueño trascendió el éxtasis y lo condujo a una cúspide etérea. Todavía tenía la impresión de que existía una brecha entre su cuerpo y lo que lo rodeaba, como si se contemplara a sí mismo desde una posición elevada. Sin embargo, cuando la misteriosa dama lo acogió entre sus brazos, todo pensamiento sobre aquella separación se desvaneció, y la urgencia, el arrebato del momento se apoderaron totalmente de él en su implacable abrazo.

Durmieron muchas horas, y para Ariakas fue un sueño de suprema inconsciencia. Si su mente se aventuró en nuevos viajes, lo hizo a lugares que no pudo recordar por la mañana. Cuando la luz del sol penetró por la ventana oriental, despertó lleno de renovado vigor.

Tras saltar de la cama, fue hasta la ventana, cuyo postigo estaba abierto para dejar pasar la helada brisa. Vio copos de nieve arrastrados por el viento y, si bien pudo distinguir la montaña vecina, los picos más lejanos se habían esfumado bajo la nevada. La nieve se había amontonado ya sobre el estrecho sendero que partía del puente levadizo.

—La nieve ha cubierto el sendero… Estamos atrapados —dijo sin más preámbulo, pero también sin amargura.

—No importa —respondió ella, sorprendiéndolo con la jovialidad de su tono—. Tenemos comida suficiente para una larga temporada… una temporada muy larga, y estamos totalmente a salvo aquí.

—Baños calientes, comida… —observó asombrado Ariakas—. ¿Cómo hacéis todo eso?

—Deja de hacer tantas preguntas —objetó ella, arrojando a un lado la colcha de piel de oso. A la vista de su cuerpo, el resto de preguntas se borró de su mente.

Más tarde, la mujer abandonó el lecho y desapareció en el interior de un pequeño hueco de la habitación, para regresar al poco rato con una bandeja llena de huevos pasados por agua, una hogaza de pan en apariencia recién salida del horno, pequeñas salchichas asadas y leche fresca de vaca. Una vez más, cuando él preguntó sobre el origen de tan fabulosa comida, ella rechazó sus preguntas. El guerrero no protestó ante el cambio de tema: estaba demasiado hambriento.

Pasado el mediodía, la habitación empezó a quedarse fría, y ella le indicó dónde —en el segundo nivel de la torre— estaba guardada una gran provisión de turba y leña. Ariakas pasó varias horas trasladando haces de combustible hasta los aposentos superiores que eran las habitaciones de su señora, sin recordar ya que en una ocasión los había considerado una celda, de tan confortables como los había vuelto la dama. De hecho, una vez terminada su labor con la leña, con el fuego chisporroteando ya en la chimenea, ella le preparó otro baño, y cuando él abandonó la bañera tenía lista una gallina asada, rellena de especias y con una guarnición de patatas y pimientos. De nuevo le ofreció pan, y un queso que tenía el sabor de un envejecimiento experto.

—Habladme, señora, sobre esta «prueba» que me ha traído aquí —aventuró mientras se sentaban ante el fuego y saboreaban un vino transparente.

—Es demasiado pronto —respondió ella—. Apenas has empezado a disfrutar de las recompensas de tu éxito.

—¿Mis «recompensas»? ¿Os referís a este espléndido yantar? —inquirió él, medio en broma; si bien, por curiosidad, contempló con atención sus ojos por si su compañera se ofendía.

En lugar de ello, los ojos de la mujer centellearon, divertidos.

—La comida… y otras cosas —repuso, coqueta, y no pareció mostrar el menor embarazo ante la idea de que, ella, de algún modo, era su recompensa.

—Mis heridas —dijo él, probando una táctica diferente—. ¿Cómo las curasteis tan deprisa… tan bien? ¡Es como si fuera uno de los secretos de los mismos dioses!

—Tal vez lo sea —indicó ella, sorprendentemente parca en palabras.

—¡Pero todo el mundo sabe que los dioses abandonaron Krynn en la época del Cataclismo! —protestó Ariakas—. ¿Cómo podéis afirmar lo contrario?

—A lo mejor los dioses están ahí, para aquéllos que quieran escuchar. Si no todos, puede que uno sí; quizás una diosa muy importante sobrevive y recompensa con poderes a sus leales seguidores.

Se mostraba muy seria, y el guerrero escuchaba con una especie de reverencia. Esta prueba, estas recompensas: ¡sin duda no serían alguna estratagema de un inmortal!

—Aquéllos que deseen servirla, la obedecerán —continuó la dama, con los ojos brillando con una luz fervorosa—, y ésos disfrutarán de un poder como no lo ha conocido el mundo durante siglos.

—¿Poder —inquirió Ariakas, enarcando irónicamente una ceja—, y «recompensas»?

La túnica de la mujer resbaló hasta el suelo.

—Sí —contestó mientras se acercaba a él—. Y «recompensas».

Durante varios días descansaron, comieron a placer y disfrutaron de placeres físicos. La dama hacía cualquier cosa para aumentar el lujo y las comodidades de que disfrutaba Ariakas; la comida que sacaba del misterioso hueco era siempre espléndida, caliente y recién preparada…, y jamás repitió un plato que ya hubiera servido. A sus preguntas sobre el origen de la comida ella se limitaba a sonreír y a posar un dedo sobre sus labios o los de él.

El segundo día, la mujer sacó de la torre los cadáveres de los ogros; los arrojó por las ventanas y contempló cómo caían, entre tumbos, a la profunda sima. Aunque el guerrero carecía de la fuerza necesaria para alzar el puente levadizo, sí se ocupó de cerrar y atrancar la puerta de entrada; aunque no consiguió ver ni rastro de ogros más allá de la fortaleza. Los que perseguían a Ferros parecían haberse perdido en las heladas Khalkist.

El tercer día de su estancia en el alcázar la dama lo envió a las mazmorras a recoger una pesada piedra de amolar que se accionaba con el pie, y le indicó que afilara la enorme espada de larga empuñadura para asirla con las dos manos que le había cogido al último ogro que mató. El guerrero pasó muchas horas afilando el arma hasta dotarla de un brillo letal, y al mismo tiempo se sintió muy impresionado por la calidad y resistencia de la hoja.

Nuevas nevadas cayeron sobre las montañas, pero Ariakas dejó de preocuparse. Pasaba largas horas junto a la ventana abierta, contemplando cómo los aludes rodaban por las cumbres circundantes, y escuchando el atronador poder de las destructivas avalanchas desde la seguridad de la elevada torre. Un buen día se le ocurrió que los puertos de montaña quedarían cerrados a partir de entonces y durante todo el invierno, pero se limitó a encogerse de hombros.

Lo cierto es que empezaba a preguntarse por qué querría alguna vez abandonar ese lugar.

Se mantenía en forma, pues cada día pasaba horas transportando combustible escaleras arriba para alimentar las distintas chimeneas de sus aposentos. La torre resultaba un hogar muy cómodo y, poco a poco, se familiarizó con todos los aspectos de sus pasillos y estancias. Descubrió pasadizos secretos y puertas ocultas y, cuando se los mostró a la dama, ésta aplaudió jubilosa y alabó su ingenio.

Con el tiempo encontró las puertas que conducían a las seis elevadas agujas que rodeaban la gran parte central del alcázar, e, indeciso, se aventuró a subir. Las bases de las delgadas torres estaban construidas en voladizo a la fortaleza, de modo que sobresalían de los muros, sin otra cosa que el abismo a sus pies.

En un principio, el vértigo del guerrero amenazó con dar rienda suelta al pánico, incluso a la histeria, cuando penetró en tales lugares, pero se obligó a explorar, incapaz de soportar la idea de verse deshonrado ante los ojos de la mujer, y no tardó en encontrarse tan a gusto en los parapetos exteriores de las torres que incluso dejó que su mente vagara libremente. Imaginó que la torre flotaba y, durante unos instantes, su mente se dedicó a volar libremente, visualizando la potente e incontenible máquina militar en que podía convertirse una ciudadela volante.

Nuevas exploraciones dejaron al descubierto una puerta oculta en el piso donde se encontraba el mecanismo del puente levadizo y, durante días, se mantuvo ocupado con la cerradura, usando todas las llaves que pudo encontrar, e incluso pedazos de alambre, dagas rotas y piezas de cubertería. Cuando por fin logró hacer saltar el cierre, penetró en una habitación diminuta y se quedó boquiabierto por la sorpresa. Se encontraba rodeado de montones de gemas y de monedas de todos los tamaños, formas y denominaciones imaginables. La piedras preciosas incluían diamantes, esmeraldas, granates, sanguinarias y rubíes, mezclados con pequeños montículos de piezas de menor valor como jades y turquesas.

Cuando corrió escaleras arriba para informar a la dama de su hallazgo, ella sonrió y le dijo que el tesoro era de ambos; aunque también le recordó que tales chucherías carecían de valor para una pareja de humanos que disponían de todos los lujos imaginables.

De vez en cuando, para cenar, la mujer le obsequiaba con una botella de excelente vino —incluso alguna que otra damajuana de potente ron de fuego— y a Ariakas le parecía que jamás un vino había tenido un sabor tan dulce ni un ron había resultado tan fuerte.

Las noches se alargaron, el frío aumentó su intensidad; pero Ariakas no interrumpió su tarea de cortar y trasladar la leña y, de este modo, mantuvo las habitaciones que habitaban cálidas y confortables. Como siempre, su compañera siguió deleitando su paladar con una colección de manjares exquisitos, que al parecer sacaba de la nada.

Pieles lujosas mantenían su lecho caliente ante el intenso frío, y la, en apariencia, ilimitada provisión de velas facilitaba toda la luz que necesitaran o desearan. Si de algo sirvió el frío clima, fue para aumentar la intensidad de su actividad amorosa, y el guerrero calculó que pasaban días enteros acurrucados bajo la montaña de gruesas pieles, compartiendo delicias demasiado intensas y demasiado serenas para ser propias de un ser mortal.

Durante todo ese tiempo, si bien él le preguntaba a menudo, ella jamás le dijo su nombre; su procedencia y planes futuros siguieron siendo tan vagos y enigmáticos como su sonrisa; sin embargo, tenía un modo de hacer que estas cosas parecieran detalles insignificantes, apenas dignos de la atención de alguien como Ariakas.

El humano había deducido que la comida que ella proporcionaba era un producto de los mismos poderes clericales que le habían permitido curar sus heridas. Pero ¿qué dios le otorgaba tales poderes? La mujer recibió con satisfacción su nueva deducción; pero cuando él insistía para que le facilitara más detalles, aconsejaba siempre que tuviera paciencia.

—Un día tendrás toda la información que buscas —reprendió—. ¿No puedes esperar un poco más?

—Aguardaré tanto como me ordenéis, señora —se comprometió—. Sólo espero que el vínculo que formamos aquí, ahora, se refuerce más con el relato.

—Lo hará… Se convertirá en algo tan resistente como el acero —prometió ella en voz baja—. Pero antes de que puedas prepararte para recibirlo, debo pedirte que me des tu palabra sobre algo.

—¡Sobre cualquier cosa! —declaró él en voz sonora y con una reverencia—. ¡No tenéis más que nombrarlo, y será una orden para mí!

—Esto no es una orden —repuso ella—. Sino un juramento que haces libremente, y ahora.

Él asintió, y aguardó a que ella continuara.

—Debes prometerme, lord Ariakas, que en un momento dado, en el futuro, cuando yo te dé una orden, la llevarás a cabo de inmediato y sin una pregunta. ¿Me haces esa promesa?

—Con todo mi corazón, señora; cuando digáis la tarea, yo la llevaré a cabo al instante y sin preguntas. ¡Es un juramento solemne que os hago a vos y a los dioses!

—Te lo agradezco —contestó ella con suavidad, y él se dio cuenta de que la mujer tenía los ojos llenos de lágrimas. A continuación ella se acurrucó a su lado, y por una vez sólo deseó que él la abrazara, lo que el guerrero hizo durante todo el resto de aquella noche extraordinariamente oscura.

Ariakas se dijo que su fuerza sin duda se atrofiaría durante la larga hibernación; pero para evitarlo ella se mostró inflexible: debía llevar a cabo el riguroso transporte de leña y turba cada día, trabajando hasta que todo el cuerpo le dolía y su frente rezumaba sudor. No importaba que en ocasiones encendieran hogueras tan abrasadoras que se vieran obligados a abrir todas las puertas y ventanas para poder refrescarse en la gélida brisa.

Durante todo ese tiempo el guerrero mantuvo la espada de larga empuñadura afilada como una cuchilla de afeitar, mimando la magnífica pieza de acero con todo esmero entre sus manos de veterano espadachín. Y siempre, tras la comida y la bebida, los baños y el trabajo, llegaba el momento de reposar en aquel lecho enorme y mullido. Años después, cuando recordaba la estancia en la torre, a Ariakas le daba la impresión de que había pasado la mayor parte de aquel invierno bajo las cálidas pieles de oso que servían de edredones a la dama.