7

Tres modos de morir

Tras ponerse en pie, espada en mano, Ariakas tiró de la reja y descubrió que estaba bien cerrada. Sus sentidos se estremecieron alarmados, y los ojos se esforzaron por taladrar las tinieblas. ¿Había oído alguien el choque? Aguardó, pero tras unos segundos su tensión se relajó. El retraso resultaría fatal para quien fuera que le hubiera cerrado el paso; desde luego Ariakas no habría perdido un segundo en acabar con un enemigo que, de un modo tan descuidado, anunciaba su presencia.

Bajó hasta el piso inferior y localizó el resorte de la puerta secreta. Si su memoria no le fallaba —y sabía que no era así— la habitación situada al otro lado era uno de los niveles superiores de la torre. Recordaba la sala circular, con sus anillos de columnas de piedra. Incluso a plena luz del día, habría innumerables lugares en los que ocultarse; por la noche, podría encontrarse llena de ogros escondidos con tanta eficacia que él no podría descubrir a ninguno.

Sin embargo, no tenía otro lugar al que ir si deseaba continuar la marcha hacia la estancia de la dama. Despacio, tan silenciosamente como pudo, empujó la puerta para abrirla. Atisbando con cautela al otro lado, sus ojos se esforzaron por atravesar las sombras de la enorme sala.

Las lunas habían salido, y facilitaban la única iluminación del lugar. La luz roja de Lunitari se filtraba por las ventanas orientales, y la pálida radiación de Solinari brillaba en el norte. La infinidad de columnas de la habitación circular volvieron a darle la impresión de enormes troncos de árboles y del liso suelo de un bosque.

Tenía la certeza de que había ogros en la estancia. ¿Por qué otro motivo se habría cerrado el paso por la escalera secreta? Por un inquietante momento tuvo que enfrentarse a una nueva idea: ¿cómo conocían los ogros la existencia de la escalera secreta? La dama le había dicho que sólo la utilizaba Oberon. ¿Sería posible que fuera ni más ni menos que el poderoso jefe militar quien lo esperaba allí dentro? Ariakas no tenía otra elección que averiguarlo.

Más allá de la torre los sonidos de los ogros que habían salido en persecución del enano se habían desvanecido en la noche, y el guerrero se dijo que los monstruos se habían separado finalmente, pues el estrépito de la ruidosa persecución no había tardado en extenderse hasta resonar desde muchos de los picos cercanos. No se había escuchado ningún alarido triunfal, de modo que parecía que a Ferros Viento Cincelador no lo habían atrapado… todavía. Ariakas esperó que el enano llevara a buen fin su huida, y no sólo porque la persecución resultaría una diversión más efectiva; el valiente hylar merecía su libertad, se dijo el guerrero, sorprendido ante la fuerza de sus sentimientos.

Se mantuvo inmóvil durante un buen rato, escuchando y observando. Los ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, escudriñaron cada sombra, cada oscura arcada entre las columnas, y no tardó en descubrir al primer ogro cerca del centro de la habitación, aguardando a un lado de la escalera principal. El enorme bruto estaba agazapado con un gran garrote o espada sobre las rodillas, y los ojos mirando fijamente hacia lo alto.

El segundo ogro se identificó a sí mismo por una tos sorda que resonó no demasiado lejos del hueco de la escalera secreta. El guerrero varió un poco su posición, pero no pudo ver ni rastro de la criatura. No obstante, a juzgar por el sonido, imaginó que se ocultaba tras un pilar, tres o cuatro columnas más allá de donde él se encontraba.

Ariakas prosiguió sus observaciones durante varios minutos más. No vio otros ogros, ni se repitió la reveladora tos, y, por lo que sabía, el segundo ogro podría haber cambiado de posición desde entonces. De todos modos, con la reja impidiéndole el paso por la otra escalera, no tenía otra alternativa que penetrar en la estancia.

Decidió hacerlo a hurtadillas pero con decisión; así que, procurando hacer el menor ruido posible, tiró de la puerta para abrirla justo lo necesario para poder salir, y luego avanzó sigiloso y veloz hasta el punto donde había oído toser al ogro.

Una sombra más oscura que las tinieblas circundantes se alzó ante él, profiriendo un gruñido de sorpresa. Ariakas lanzó una estocada, y el grosero sonido se convirtió en un rugido de rabia mientras la criatura se retorcía y alejaba del ataque. Se escuchó un sonido sibilante y el guerrero se agachó, estremeciéndose cuando un pesado garrote fue a estrellarse contra una columna a su lado.

Ariakas lanzó otra estocada desde su posición acuclillada y volvió a notar cómo la punta de acero se hundía en la carne. Su adversario gimió, con un sonido profundo y doliente, y el hombre alargó más el brazo, para hundir la espada con todas sus fuerzas. Con un gimoteo estrangulado y borboteante, el monstruo se desplomó sobre el suelo, pateando sin fuerzas e incapaz de levantarse.

Otro rugido desvió violentamente la atención de Ariakas de vuelta a la escalera principal. El ogro que había visto entre las sombras corría hacia él. Tras abandonar a su herido oponente, el guerrero alzó el arma para ir a enfrentarse a ese nuevo ataque. El metal tintineó con fuerza contra su propia espada, y se tambaleó contra un pilar, aturdido por la fuerza del golpe de su adversario. El arma de la criatura era una espada de inmensas proporciones.

La hoja del monstruo silbó de nuevo, y el humano rodó a un lado, justo bajo un estallido de chispas arrancadas por el filo al chocar contra la columna. Ariakas se incorporó de un salto y dirigió la espada hacia el pecho de la criatura, pero el ogro desvió el ataque como un hombre apartaría de un manotazo un mosquito molesto. La gigantesca hoja volvió a descargar un tajo y, en esta ocasión, las chispas centellearon por el suelo, apenas a cinco centímetros de los pies del guerrero.

Fintando, frenético, Ariakas corrió a colocarse tras una de las columnas y luego rodó hacia otra, con su adversario apenas a un paso o dos de distancia. Volvió a incorporarse de un salto y a asestar otra estocada; pero de nuevo el monstruo paró el golpe, preparándose para otro abrumador ataque.

Saltando por entre un remolino de rojo resplandor lunar, el humano empezó a retroceder. El ogro avanzó bajo la misma iluminación, y el guerrero distinguió el pálido brillo del acero en la espada de su enemigo; ¡este monstruo no empuñaba un arma de bronce corroído!

Un leve movimiento en la periferia de su campo visual hizo girar en redondo a Ariakas a tiempo de ver cómo una sombra se cernía sobre él. ¡Un tercer ogro! La bestia había permanecido oculta hasta que el guerrero estuvo totalmente ocupado, y únicamente los caprichos de la luz lunar habían salvado a Ariakas, que se lanzó al frente, rodó entre ambas criaturas y esquivó por los pelos el temible tajo de la mortífera espada y el trastazo de un pesado garrote.

Tras girar a la derecha, Ariakas rodeó una columna y hundió su arma en el costado del ogro que empuñaba el garrote. El monstruo aulló, y giró con tal violencia para alejarse que casi le arrancó al hombre la espada de la mano. Liberando la ensangrentada hoja, Ariakas volvió a zambullirse a un lado, y sintió cómo el acero del otro ogro le cortaba un pedazo del tacón de la bota.

Los dos monstruos se separaron entonces, y empezaron a avanzar con cautela dejando una hilera de pilares entre ellos. Ariakas no tuvo otra elección que retroceder, pues ambas criaturas le cerraban el paso por completo a ambos lados. Hizo una finta en dirección a la mortífera espada pero se vio rechazado rápidamente por un violento tajo; un tajo que lo habría decapitado si se hubiera adelantado más.

En la oscuridad, el tercer ogro, malherido pero todavía vivo, gemía lastimero, y el guerrero aprovechó el ruido para pasar corriendo junto al que empuñaba el garrote. Ariakas volvió a lanzar su espadón contra el fofo vientre, y un chorro de sangre caliente le salpicó la mano al tiempo que la bestia aullaba de dolor, aunque ni siquiera aquella herida impidió al ogro levantar el pesado garrote.

La nudosa madera golpeó al humano en el hombro, lanzándolo contra uno de los pilares, desde donde cayó al suelo.

Intuyó que los dos ogros se abalanzaban sobre él pero, por un precioso segundo, su cuerpo se negó a moverse. Con un supremo esfuerzo, Ariakas consiguió obligarse a emprender la huida, arrastrándose como un cangrejo para esquivar la espada. La hoja de su adversario volvió a arrancar chispas al suelo desnudo, pero el humano maldijo de dolor cuando el garrote se estrelló contra su brazo izquierdo. Oyó que los huesos se le partían en la muñeca, y, casi al instante, un dolor insoportable se apoderó de su hombro y costado.

Enfurecido, hincó una rodilla en tierra y le hundió la espada con un movimiento ascendente, perforando la blanda carne del estómago del adversario y hundiendo la hoja hasta la empuñadura. El alarido de dolor del monstruo estremeció los travesaños del techo al tiempo que la criatura se doblaba al frente, herida de muerte. Cuando el enorme cuerpo cayó al suelo, Ariakas sólo pudo echarse a un lado para evitar verse aplastado maldiciendo al tener que soltar la espada… para a continuación proferir un grito lastimero al caer e intentar detener el impacto con el brazo roto. Pero de nada le sirvió haberlo alargado porque se dio de bruces contra el suelo y tuvo que realizar un desesperado giro sobre sí mismo cuando el ogro superviviente intentó aprovechar su ventaja.

Un velo de dolor insoportable cubrió los ojos de Ariakas. La sensación martilleó su cerebro, empujándolo a la inconsciencia. Toda su determinación apenas si pudo mantener a raya tal sensación de desfallecimiento; pero, merced a su fuerza de voluntad, se negó a ceder.

La pesada espada cayó de nuevo y, esta vez, el guerrero aulló presa de un dolor terrible en la pierna. Un líquido tibio roció el suelo, y comprendió que se trataba de su propia sangre. El instinto tomó entonces el mando: rodando y gateando, consiguió escabullirse de los repetidos embates del ogro, pero no antes de que la afilada hoja le dejara también una señal en el hombro izquierdo. Finalmente, retrocedió a toda velocidad, realizando una finta a la derecha para luego girar sobre el brazo herido y apoyarse de espaldas contra una columna. El ogro, arrastrado por la inercia de la embestida, arremetió tras la finta y luego perdió el equilibrio, estrellándose contra el suelo.

Desarmado y lesionado, el guerrero se aferró a la columna para incorporarse y avanzó, tambaleante, junto a varios de los pilares de piedra. El retumbo de las pisadas del ogro resonaba a su espalda mientras se agachaba a ese lado y giraba por aquel otro. Su adversario era veloz, pero no ágil; y por fin Ariakas se recostó en una columna, jadeante e intentando reprimir el insoportable impulso de chillar de dolor, al tiempo que el ogro avanzaba a tientas en la oscuridad, algo más allá.

¿Dónde podría conseguir un arma? El ogro muerto había inmovilizado por completo la espada del guerrero en la herida que había acabado con él, y si bien el otro ogro herido se agitaba débilmente en el suelo, agonizante, la única arma que éste llevaba era el enorme garrote: un pedazo de leño que al humano le habría resultado casi imposible alzar con ambas manos. En ese momento, con el brazo aplastado y el cuerpo agotado, el nudoso bastón le era inútil.

Por fin sus pensamientos recayeron sobre la larga daga que todavía guardaba en la bolsa de su cinturón. Resultaba difícil de imaginar cómo una hoja de treinta centímetros podría infligir una herida mortal en un ogro enorme de carnes fofas, pero alargó la mano en busca del arma de fina cuchilla, que era su mejor, su única esperanza. Con el oído muy atento a las retumbantes pisadas de su adversario, que había perdido temporalmente a su presa, Ariakas soltó las hebillas de la bolsa con la mano sana.

El sonido de los cierres hizo que el ogro avanzara ruidosamente hacia él, y el guerrero echó a correr por entre las columnas, resbalando casi en la sangre de la criatura muerta, para enseguida volver sobre sus pasos en la oscuridad hasta dejar atrás de nuevo a su torpe perseguidor. Sólo entonces pudo introducir la mano en la bolsa y extraer la daga justo antes de que el rugiente humanoide lo alcanzara.

Ariakas saltó sobre el ogro muerto, e intentó de nuevo escabullirse dando traspiés. La criatura que iba tras él tropezó entonces con el cadáver y cayó cuan larga era sobre el suelo. El monstruo se incorporó sobre las enormes zarpas y jadeó durante unos instantes mientras atisbaba en la oscuridad con ojos inyectados en sangre.

Percibiendo que allí estaba la oportunidad esperada, el humano se abalanzó sobre la cabeza del ogro. La enorme espada de la criatura se alzó, pero Ariakas se echó a un lado, y a continuación hincó la daga. El cuchillo parecía arder en su mano, sediento de sangre mientras lo dirigía hacia el abultado cuello. La afilada hoja se abrió paso por entre la piel y el músculo como si la carne del ser no fuera más que un almohadón de plumas.

El monstruo se revolvió con un alarido de dolor y soltó la pesada arma. En cuanto la espada chocó con un ruido metálico contra las piedras, el ogro se lanzó hacia ella, pero una veloz patada del guerrero la lanzó lejos del alcance de su enemigo.

Antes de que el ogro pudiera recuperar el equilibrio, el hombre ya se había abalanzado sobre el arma caída y, si bien precisó de todas sus fuerzas para levantarla con una mano, pues la empuñadura estaba pensada para ser asida con ambas manos, apuntó la enorme hoja al espacio situado entre los dos saltones ojos del monstruo.

—Espera —gruñó éste—. ¡No mates!

—¡No vas a hacer ningún trato conmigo a cambio de tu vida! —rugió el humano, echando hacia atrás la mano para asestar la estocada definitiva.

—¡Deja que hable! —barbotó el ogro, retrocediendo, acobardado, ante el golpe que no cayó… todavía.

—¿Qué tienes que decir? —Ariakas indicó al otro con un movimiento del arma que continuara.

—Esta torre… ¡es trampa para ti! La dama es nuestra capitana; ordena a nosotros que te eliminemos, nos advirtió que eras muy bueno.

—¡Embustero! Cómo te atreves… —Un rubor le cubrió el rostro, y una vez más detuvo su brazo.

—Nos dijo que ir tras el enano… todos menos nosotros. Nosotros teníamos que matarte —farfulló el ogro.

—¿Por qué matarme? ¿Cuál sería vuestra recompensa?

—Tú gran prueba; si yo mato puedo quedarme con mi espada. —La criatura indicó con la cabeza el arma que Ariakas sostenía aún apuntando a su rostro bestial.

Una sensación de náusea ascendió por el cuerpo del guerrero, y éste se sintió peligrosamente mareado. También el ogro percibió su debilidad, y empezó a incorporarse, dispuesto a dar un tremendo salto.

—¡Embustero! —repitió Ariakas, asestando una estocada que atravesó la garganta de su adversario justo cuando éste iba a lanzarse a un lado. Herido de muerte, el ser cayó al suelo, se debatió unos instantes y expiró.

Gimiendo, el guerrero se dejó caer al suelo. Sentía unas terribles punzadas en el brazo, y los pulmones bombeaban aire con dificultad. Mientras se esforzaba por conservar la conciencia mantenía el oído atento a nuevas señales de peligro, pero no oyó nada. Los tres ogros habían muerto, y la respiración resollante que brotaba de su propia garganta era el único sonido de la estancia. A medida que su corazón se apaciguaba, observó que toda la fortaleza estaba en silencio, y sus pensamientos volvieron de nuevo a la dama que lo esperaba en lo alto.

¡El ogro mentía! Tal convicción intentó tranquilizarlo, pero entonces la neblina producida por el dolor empezó a jugarle malas pasadas a la verdad. ¿Cómo conocían los ogros la existencia de la escalera secreta? ¿Por qué le había explicado la mujer exactamente dónde hallar las llaves? Aunque desde luego: ¡si ella hubiera querido que fracasara, jamás le habría hablado del llavero!

Sin embargo, suposiciones y sospechas contradictorias se arremolinaban en su mente, aumentadas por la creciente ofuscación del dolor físico. La sangre manaba por una multitud de heridas, y la muñeca rota le producía terribles pinchazos. ¡Debía llegar hasta la dama! ¡Allí averiguaría la verdad!

Pensó en recuperar su espada e inmediatamente desechó la idea; en cambio sujetó con fuerza la enorme arma del ogro con la mano sana. Intentó encaminarse hacia la escalera, pero se vio obligado a apoyarse en una de las columnas presa de una oleada de dolor y náusea que amenazó con derribarlo. Se sacudió de encima la sensación con un feroz movimiento, como un oso herido se sacudiría de encima los fastidiosos mordiscos de una manada de lobos.

Bamboleándose de columna en columna, utilizando la mano que empuñaba la espada para apoyarse en cada una de ellas, avanzó a trompicones hasta desplomarse al pie de los peldaños, desde donde miró a lo alto, recordando vagamente los muchos pisos que había que ascender hasta llegar a los aposentos de la prisionera.

Despacio, con animosa decisión, ascendió con fuertes pisadas, de escalón en escalón. Un velo nebuloso, color rojo sangre, cayó ante sus ojos, pero lo apartó igual que antes se había deshecho de la progresiva sensación de inconsciencia. En lugar de sentirse cada vez más débil, parecía como si sus fuerzas aumentaran a medida que subía, avanzando con paso firme y constante para dejar atrás el primer y segundo rellanos.

Siguió subiendo, pasó el tercer piso, y llegó finalmente al cuarto descansillo. Entonces su memoria se despejó, y supo que ascendía el último tramo que faltaba para llegar a la habitación de la dama.

Con una mareante sensación de debilidad y desesperación, escuchó ruido de pasos sobre su cabeza. Sólo en ese instante recordó la existencia del guardia destinado en lo alto de la escalera, y la perspectiva de otra pelea consumió la poca energía que le quedaba. Pero había llegado demasiado lejos —la recompensa era demasiado importante— para dar media vuelta. Siguió ascendiendo con pasos vacilantes, y abandonó toda cautela en favor de la velocidad, en busca de la llameante antorcha que iluminaba la parte superior.

De acuerdo con lo que preveía, el centinela ogro no tardó en pasar junto a ella con sonoras pisadas, marchando a la izquierda del hombre, en apariencia ignorante de la amenaza que ascendía desde el piso inferior. En cuanto la criatura hubo pasado junto al hueco de la escalera, Ariakas se lanzó hacia arriba dando bandazos, con todas las fuerzas que le quedaban. El crujido de las botas delató su presencia; pero el ogro se limitó a vacilar en su monótona patrulla, con la enorme cabeza ladeada para escuchar mejor. La gran espada corrió como una flecha en dirección al cuello del monstruo.

Alguna embotada premonición instó a la criatura a girar con extraordinaria destreza, y Ariakas profirió un juramento cuando la hoja se limitó a agujerear los blandos pliegues que rodeaban el fornido cuello. Con los ojos desmesuradamente abiertos por la sorpresa, el ogro sacó su propia arma: un enorme mazo con el extremo de bronce.

Ariakas volvió a atacar, desesperado por eliminar este último obstáculo. En esta ocasión la espada se hundió profundamente en el abultado vientre, y el ogro emitió un gruñido cuando un chorro de sangre brotó de la herida.

Las enormes mandíbulas se desencajaron, y el mazo se balanceó hacia adelante. Un golpe indirecto sobre el brazo herido del humano arrancó un grito a Ariakas, quien, resollando de dolor, tiró veloz de la espada. Luego la clavó otra vez, dirigiéndola de nuevo al cuello protegido por la gruesa capa de grasa.

—¡Aaaah!

El monstruo profirió el inicio de una palabra en su lengua, pero entonces el frío acero le seccionó la laringe, la yugular, y por fin la espina dorsal. Desplomándose como un saco de patatas, la criatura se estrelló contra el suelo en lo alto de la escalera. El mazo golpeó con un ruido metálico las losas, permaneció en equilibrio unos instantes en el borde de los escalones, y a continuación inició el descenso, tintineando y golpeando contra los peldaños en dirección al piso inferior.

Con la mente nublada por el dolor, Ariakas giró de modo instintivo por el pasillo en dirección a aquella habitación iluminada, a aquella belleza efímera. Sin embargo, antes de haber recorrido la mitad de la distancia, la sensación de mareo volvió a invadirlo, embargándolo, al tiempo que un manto de inconsciencia nublaba su cerebro.

De repente ella estaba allí. Apareció ante él en medio de una repentina claridad. Era poderosa, esta dama, y sabía más sobre él de lo que el humano se atrevía a creer de sí mismo. En aquel instante de comprensión, el guerrero supo que el ogro había dicho la verdad.

No tuvo conciencia del impacto cuando su cuerpo quedó inerte y chocó contra el suelo.