6

El orgullo de los hylars

Mientras ascendía, sigiloso, Ariakas sintió cómo un instinto refrenaba sus pasos. Aminoró la marcha, y acabó por detenerse, a no más de doce peldaños del fondo de la escalera secreta.

El vivo deseo de rescatar a la dama seguía instándolo a seguir adelante; pero, con las llaves en la mano, empezó a considerar las posibilidades de un plan realista. ¿Cómo conseguiría llevarla a través del alcázar y hacer que cruzara el puente levadizo con un castillo repleto de ogros que vigilaban por todas partes? Cuanto más lo pensaba, más se le ocurría que era esencial alguna clase de distracción para que tuvieran probabilidades de éxito.

Tomada una decisión, dio la vuelta y volvió a bajar la escalera, para avanzar con cuidado por la mazmorra hasta llegar a la puerta que había dejado a medio cerrar. Tras descorrer el pestillo en silencio, se introdujo al otro lado.

—¿Eres tú, guerrero? —chirrió la voz desde el interior de la oscura celda. Los ojos del enano estaba mucho más acostumbrados a las tinieblas que los de Ariakas.

—He venido a darte esa posibilidad de obtener la libertad —anunció éste sin preámbulos—. ¿Sigues queriendo huir?

—Más que nada; pero ¿por qué darme una oportunidad ahora? —La voz del enano estaba teñida de escepticismo; el robusto hylar no podría ser engañado con una excusa cualquiera. Los ojos del guerrero, ya más adaptados a la oscuridad, le mostraron una expresión de astuta evaluación en el rostro lleno de suciedad de Ferros Viento Cincelador.

—Me voy a fugar con la da… con otro prisionero. Cuantos más de nosotros salgamos, más confusión crearemos en los ogros.

—Una maniobra de diversión, ¿verdad? —El enano digirió la información con el mismo pragmatismo que había mostrado hasta ese instante—. ¿Puedes conseguirme un arma?

Ariakas lanzó un sarcástico juramento.

—La daga del guardia serviría —ofreció Ferros, servicial—. De todos modos tendrás que conseguir la llave para esta argolla.

—Ya la tengo —susurró él, alzando el llavero.

El prisionero asintió y cogió el aro de hierro. Probó cuatro o cinco llaves hasta encontrar la que encajaba; entonces, con un satisfactorio chasquido, la argolla se abrió, y el enano quedó libre. Éste se volvió al instante hacia la cadena y el collar que lo habían mantenido sujeto al muro. Tal y como Ariakas había observado antes, un segundo candado unía la cadena a una abrazadera de la pared. Tras rebuscar durante unos instantes, Ferros encontró la llave que soltaba el cierre, y se volvió de nuevo hacia el guerrero; en una mano balanceaba un trozo de cadena de metro y medio de longitud que terminaba en un pesado collarín.

—No es el arma ideal —concedió el prisionero—, pero es mejor que nada.

Ariakas no pudo por menos que estar de acuerdo. Condujo a su nuevo compañero hasta la escalera secreta e inició el ascenso hacia la planta baja.

—Oí a un puñado de ellos en la entrada principal —explicó a su acompañante—. Espero que ahora ya se hayan marchado a realizar otras tareas.

Sin embargo, el alma se le cayó a los pies en cuanto llegaron a la primera salida y escuchó con claridad los gritos estrepitosos de los ogros, al otro lado de la puerta. Se dejó caer contra la pared, con el recuerdo de la mujer danzando en su mente. Por un breve instante pensó en empujar al enano al interior de la estancia llena de ogros, pero sabía que eso no crearía ninguna diversión útil. Tenía que sacar a Ferros de la torre, y conseguir que los ogros salieran en su persecución.

—¿Has visto dónde se encuentra el mecanismo del puente levadizo? —preguntó el enano.

—Sí; la escalera pasa junto a la habitación del torno.

—Bien, si tienes ganas de arriesgarte, yo estoy dispuesto a correr un riesgo mayor —ofreció su compañero—. Vayamos a echarle una mirada.

Preguntándose qué tramaría su achaparrado amigo, Ariakas lo condujo tres pisos arriba hasta la habitación del puente levadizo.

—La última vez que eché una mirada —advirtió el humano en un tenso susurro—, vi a dos ogros, de guardia, aquí.

—¿Sólo dos? —repuso Ferros Viento Cincelador alegremente—. Eso no debería resultar un gran inconveniente.

—¿Cómo es que un tipo tan lleno de recursos como tú se vio enredado con estos sacos de escoria? —preguntó Ariakas, a quien, muy a pesar suyo, le caía bien ese enano campechano.

—Tenía una… un asunto importante que me llevó a las Khalkist —explicó Ferros—. Y no tomé las precauciones suficientes. Los muy bastardos me hicieron prisionero mientras dormía —admitió pesaroso.

No tardaron en llegar al hueco que conducía a la habitación del puente levadizo, y Ariakas abrió con cuidado la puerta secreta y apartó a un lado el tapiz.

Los dos ogros seguían allí. Uno miraba por una abertura en el muro, donde una cadena de soporte se extendía hasta el puente alzado; el otro refunfuñaba y paseaba por el reducido espacio. Las sombras y las columnas oscurecían la visión del resto de la estancia. La gruesa puerta que conectaba la habitación con el resto de la planta se encontraba abierta, pero no oyeron sonidos de otros ogros en ese piso.

Apartando el tapiz, el humano bajó la voz hasta convertirla en un tenue susurro.

—Corre y cierra el pestillo de la puerta; eso impedirá la entrada al resto de ellos. Intentaré acabar con un ogro en la primera embestida. Luego podemos acabar con el segundo entre los dos.

Ferros asintió. Volvieron a apartar el tapiz e, indicando su avance con una palmada en el hombro del enano, Ariakas penetró como una exhalación en la estancia. Con la espada desenvainada, se lanzó sobre el ogro que miraba por la abertura de la pared.

El enano corrió a la puerta, y el guerrero oyó cómo se cerraba de un portazo, luego el chasquido del pasador al encajar. Acto seguido, el humano lanzó un juramento cuando todo el plan se estropeó.

El ogro que paseaba profirió un gruñido de sorpresa ante la primera señal de ataque, y el sonido fue suficiente para poner sobre aviso al otro ogro contra el que se abalanzaba el guerrero. Aquella criatura bestial giró, apartándose de la ventana, al tiempo que alzaba un garrote nudoso, y Ariakas soltó un bufido al comprobar que su hoja se hundía profundamente en la dura madera. El golpe fue detenido con eficacia, aunque tal vez de un modo algo tosco. Adiós al ataque sorpresa.

Escuchó el rugido de rabia del segundo ogro que se le acercaba por detrás, pero no podía dedicar su atención a ese nuevo ataque.

El oponente que tenía delante liberó de un tirón el garrote del filo de la espada y levantó el arma, amenazador. Ariakas observó cómo el bastón descendía veloz en dirección a su cráneo, pero aguardó a que el monstruo hubiera concentrado toda la fuerza de su musculatura en el ataque para echarse rápidamente a un lado. El arma golpeó el suelo haciendo añicos varias losas a pocos centímetros del punto al que había saltado el guerrero.

La criatura dejó escapar un bufido gutural al hundirle Ariakas la espada en el blando vientre, y acto seguido aulló de rabia y dolor, tambaleándose hacia atrás, mientras el guerrero continuaba con su ataque. Tras retirar la hoja ensangrentada, el humano volvió a hundirla, perforando ahora el muslo del ogro, al que derribó como si se tratara del tronco de un árbol. Una veloz estocada en el cuello zanjó la cuestión.

Giró luego, para enfrentarse al segundo adversario, y se quedó boquiabierto por la sorpresa ante lo que encontraron sus ojos. La enorme bestia yacía de espaldas sobre el suelo, pateando y agitando los enormes brazos y piernas. No se veía ni rastro de Ferros Viento Cincelador, y Ariakas se preguntó por un instante si éste no habría huido, como un cobarde, de regreso a la escalera. Al menos el enano había cerrado y atrancado la puerta. Pero ¿qué podría ser lo que estaba asfixiando al ogro?

Fue entonces cuando observó el collar de eslabones de hierro que ceñía con fuerza la garganta de la criatura; el rostro hinchado se tornó morado y rápidamente pasó a un profundo azul oscuro. Los ojos del ser se desorbitaron, y una lengua ennegrecida apareció, patética, por entre los labios, y una fétida respiración resollante surgió de la garganta. El enorme cuerpo se vio sacudido por un estremecimiento involuntario, y por fin expiró.

—¡Eh!, aparta a este hijo de un buey almizclero, ¿quieres? —se escuchó decir a una voz jadeante.

Sonriendo, aliviado y sorprendido, Ariakas tiró de una de las rechonchas piernas del ogro estrangulado.

Ferros Viento Cincelador, tumbado de espaldas bajo la criatura, empujó con sus poderosos brazos y salió gateando a toda velocidad. Desenrolló la cadena de alrededor del cuello del cadáver y la contempló pensativo.

—Es una vieja tradición enana —anunció con una sonrisa complacida—. Si no disponemos de un arma, convertimos en arma lo que tenemos a mano.

—Ésa ha funcionado condenadamente bien —concedió Ariakas, impresionado.

Dedicaron unos instantes a escuchar junto a la puerta, y les satisfizo comprobar que su breve pelea había pasado, al parecer, inadvertida en el resto de la torre. Enseguida, ambos se volvieron hacia las cadenas y los mecanismos conectados al enorme puente.

—Ésta es mi idea —dijo Ferros, asintiendo tras completar su inspección de la maquinaria—. Tú quieres una diversión, y yo quiero escapar. Pero no nos servirá de nada que me atrapen a treinta metros de la entrada, ¿no es cierto?

—Sigue —indicó Ariakas, con cierta reserva.

Ferros se acercó al ogro estrangulado y le arrancó a la bestia el arma que llevaba al cinto. La hoja de medio metro había servido de daga gigante al monstruo, pero a él le resultaría una espada muy práctica. A continuación, el enano levantó despacio el trozo de cadena, con la argolla sujeta todavía a un extremo. Señaló en dirección a la estrecha ventana, y Ariakas vio que la cadena que sostenía el puente levadizo salía por la abertura y quedaba sujeta por una gruesa armella muy cerca del final de la plancha de madera.

—Engancharé la argolla a ese perno antes de que empieces a bajar el puente —explicó el enano—. De ese modo puedo sujetarme a la cadena en el extremo opuesto de la tabla, y ellos no me verán bajar; al menos, no enseguida.

—¡A lo mejor no te verán nunca! —replicó Ariakas—. ¿Qué clase de movimiento de distracción es ése?

—¡Sí que eres un tipo suspicaz! Espera a que haya terminado. Cuando el puente haya bajado casi por completo, esos rufianes intentarán salir trepando por él, o yo no conozco a los ogros, y los conozco muy bien. Entonces tienes que darme unos minutos. Mantén el puente por encima del suelo, lo bastante lejos para que no puedan saltar a tierra. Yo balancearé la cadena arriba y abajo para coger impulso y poder saltar al otro lado. Los ogros seguro que me verán entonces e, incluso aunque no lo hagan, lanzaré un buen alarido al cabo de un par de minutos. En ese momento, puedes dejar caer el puente hasta el suelo, y te garantizo que saldrán en mi persecución como fieras.

—¿Cómo sabes que no enviarán a un par a perseguirte y dejarán al resto para que se ocupen de mí? —inquirió Ariakas, desconfiando de inmediato del plan de su compañero—. ¿Cómo sé que gritarás? ¿Qué te impide desaparecer en la oscuridad y dejarme aquí con una torre repleta de ogros?

—Tienes mi palabra. Chillaré —respondió Ferros, muy envarado. Dedicó una mueca a Ariakas, como si se preguntara entonces si debía confiar en el humano—. Y, en cuanto a lo primero, ya te dije que conozco a los ogros. No existe el menor cariño entre su raza y la mía. Si imaginan que un enano va a humillarlos, harán todo lo posible por impedirlo.

Ariakas fingió examinar la cadena, el puente levadizo, y los tornos; pero, durante todo ese tiempo su mente repasaba, veloz, el plan. No le gustaba. En cuanto el enano colgara a poca distancia del lejano precipicio, el guerrero perdería el control de los acontecimientos, y se vería obligado a poner su confianza en ese desconocido. Era cierto, desde luego, que los enanos que había conocido habían sido, por lo general, gente sincera; pero ello no garantizaba la veracidad de este individuo en concreto. Y Ariakas odiaba todo plan que dependiera de otra persona que no fuera él.

—Mira, siempre puedes bajar el puente del todo. Yo tengo mucho más que perder que tú —declaró Ferros sin rodeos—. ¡Tenemos que hacer algo y deprisa! ¿Tienes una idea mejor? —concluyó, con contundente lógica.

Ariakas tuvo que admitir que no la tenía. Al mismo tiempo, el apasionado recuerdo de la dama en la estancia del piso superior se removió en su interior, y ansió regresar junto a ella. Por el momento, sólo quería verla, tocarla; que huyeran o no casi se convertía en una consideración secundaria.

—De acuerdo —accedió, conciso—. Probémoslo.

—Eso me gusta más —le espetó Ferros—. Al fin y al cabo, ¡soy yo quien tendrá la soga al cuello!

—No pienso apretarla —prometió el guerrero, medio en broma.

Lo cierto era que si el enano hubiera mostrado la menor señal de ir a traicionarlo, el mercenario lo habría arrojado a los ogros sin pensarlo dos veces; pero por ahora, el plan que tenían sobre la mesa, que requería que el enano siguiera vivo, parecía ser el único del que disponían.

Ferros guardó la corta espada en la pretina y se pasó la cadena alrededor de hombros y pecho. Se volvió, una vez, para mirar a Ariakas con una expresión ligeramente evaluativa.

—¿Sabes cómo funciona el puente levadizo? —preguntó.

—Este pasador lo pone en marcha, y estos muelles mantienen la tensión en la cadena para que el puente descienda despacio —explicó Ariakas, seguro de sí mismo.

—Me alegro de haber preguntado —replicó Ferros en tono cáustico—. A menos que hagas funcionar esta barra de fricción, esos muelles no sostendrán nada. ¡Me dejarías tan aplastado como una torta!

—Ah, la barra de fricción —dijo Ariakas, avergonzado. Era una simple palanca, y la empujó hasta colocarla en posición; un detalle que habría olvidado de no habérselo recordado Ferros.

—Deséame suerte —manifestó con voz ampulosa. Saltó hasta la estrecha ventana y comprobó la tensión de la cadena.

Con una agilidad extraordinaria, el enano gateó por la cadena, colgando de ella mientras se sujetaba merced a las anchas manos de largos dedos. La musculatura de los hombros se tensó por la presión, pero alcanzó con rapidez el enorme perno del final de la tabla del puente. Más allá se abría una total oscuridad con tan sólo las zonas nevadas de los picos circundantes, visibles bajo la tenue luz de las estrellas.

Tras auparse sobre el borde del puente, Ferros montó a horcajadas sobre el madero final, unos instantes mientras manipulaba el aro, que sujetó alrededor del mismo perno que sostenía la cadena de la tabla. Luego, tras un veloz saludo con la mano, se dejó caer detrás de la sólida barrera de madera.

Al instante, Ariakas se volvió hacia el mecanismo del torno para asegurarse de que la barra de fricción continuaba en su sitio; a continuación soltó el pasador, y —tal como había indicado Ferros— el peso del puente empezó a arrastrar la cadena con un lento y deliberado repiqueteo.

El sordo zumbido de voces de ogros que el guerrero había escuchado por todo el alcázar cambió de timbre. En primer lugar se escuchó una leve pausa, e imaginó a las criaturas reaccionando con asombro ante el descenso del puente. Luego, como esperaba, oyó gritos de alarma y pisadas atronadoras que ascendían por la escalera.

Una veloz mirada le mostró que a la plancha le quedaba todavía un buen trecho que bajar, de modo que corrió hasta la resistente puerta y comprobó que la barra estuviera bien encajada. Al cabo de un instante sonó un atronador golpe contra aquella barrera y luego otro. Unas voces roncas y enojadas le chillaron e insultaron desde el otro lado; las palabras resultaban ininteligibles, pero la cólera que las provocaba se transmitió con suma claridad.

Estupendo; al menos la primera parte de su plan había cogido desprevenido al enemigo. Corrió de vuelta a la ventana, con cuidado para evitar la cadena que seguía deslizándose hacia el exterior con un continuo chirrido metálico. El puente levadizo se encontraba a mitad de camino del suelo. Aunque la negrura de las montañas había caído sobre él, pudo distinguir con suficiente claridad la oscura plataforma para calcular la distancia que le quedaba para llegar hasta el suelo. A medida que se alejaba del vestíbulo principal, las antorchas llameantes de la entrada fueron proyectando su luz hacia el exterior, y un resplandor naranja empezó a iluminar las tablas.

Los ogros siguieron aporreando la puerta de la habitación, pero la barra era resistente y no mostró indicios de partirse. El puente levadizo descendió un poco más, y Ariakas intentó imaginar la situación de Ferros. Sabía que el enano debía de estar balanceándose de la corta cadena durante todo el descenso, y visualizó mentalmente aquel precipicio aterrador, casi sin fondo, bajo los pies del hylar, hasta que el vértigo le produjo un nudo en el estómago. Tuvo que admitir que Ferros Viento Cincelador era muy valeroso.

Finalmente, vio a unos ogros que gateaban por la inclinada superficie del puente que bajaba —el enano conocía bien a los ogros— y entonces introdujo a toda prisa el pasador en el torno, para detener el mecanismo. Al instante, el puente detuvo su descenso, parándose a una distancia que esperó se encontrara dentro del alcance del balanceo de su compañero, por encima del extremo opuesto de la sima.

El puente dio un bandazo, y cuando Ariakas corrió de vuelta a la ventana, vio que uno de los ogros que gateaban vacilaba y caía, sorprendido por el repentino cese del movimiento. El monstruo rodó por el extremo de la plancha, al tiempo que pedía ayuda con desesperación a sus camaradas… dos de los cuales, en una sorprendente muestra de valerosa lealtad, corrieron a sujetar a su compañero por las manos.

Pero el asidero del ogro era demasiado precario y su peso excesivo para un rescate tan notable. Poco a poco, de un modo inexorable, la fuerza de los dedos se fue debilitando hasta que se precipitó al vacío. La figura forcejeante desapareció, rauda, en las tinieblas del fondo; pero los ecos de su aterrado aullido permanecieron largo rato, resonando en los riscos de los alrededores.

¿Había saltado ya Ferros? Ariakas no podía saberlo, ya que estaba todo a oscuras al otro lado del puente levadizo. ¿Cuánto tiempo debería esperar antes de dejar que descendiera por completo? ¿Y si el enano elegía escapar en silencio, sin atraer tras él a ninguno de los ogros?

Un prolongado grito ululante surgió de las tinieblas, muy lejos del extremo del puente. ¡Ferros había cumplido su palabra! Inmediatamente, los ogros callaron, casi como si el alarido desafiante del enano hubiera afectado algún primitivo y profundo instinto en su interior. Entonces, sus rugidos se convirtieron en un frenesí enloquecedor, y los que se encontraban en el puente treparon desesperadamente hacia el extremo, como si esperaran que su peso solo pudiera hacer bajar por completo la tabla.

Había llegado el momento. Ariakas se encaminó hacia el pasador, pero se detuvo unos instantes y, con una cruel sonrisa que hendió el labio desfigurado, soltó la barra de fricción. Una vez hecho esto, soltó el pestillo.

La cadena silbó junto a él con un chirrido agudo, desenrollándose tan deprisa como el girar de los mecanismos sin frenos se lo permitían. Con un estremecedor estrépito, el puente levadizo fue a estrellarse contra el otro extremo del precipicio, rebotando violentamente antes de volver a posarse. Al menos dos ogros cayeron por los bordes; tal vez fueron más, pero el guerrero no los vio. En cualquier caso, unos alaridos de terror se unieron al alboroto cuando las desdichadas bestias cayeron al vacío, cientos de metros, hasta hallar la muerte.

Pero ahora la tabla estaba abajo y entonces, de nuevo, aquel alarido extrañamente musical volvió a surgir de la noche. Los ogros salieron en tropel de la torre, rugiendo su rabia y enojo al tiempo que corrían en dirección al lugar del que había surgido el sobrenatural grito del enano.

Ariakas escuchó durante unos instantes, cada vez más satisfecho. Incluso los ogros que habían estado golpeando la puerta echaron a correr escalera abajo para unirse a la estampida. «¡Idiotas!». Se jactó en su interior, permitiendo que su alegría se convirtiera en una especie de júbilo.

Apartó rápidamente el tapiz y corrió por la mareante escalera de caracol hacia el último piso, quedándose sin resuello al llegar al siguiente descansillo. Esforzándose por llenar de aire los pulmones, siguió el ascenso, avanzando pesadamente por la oscuridad de la escalera secreta. Dejó atrás un rellano, luego otro.

Unos pocos peldaños por encima de este último, el guerrero fue a estrellarse de cabeza contra una sólida reja de barrotes de hierro. La sacudida del impacto lo lanzó al suelo, de espaldas, en medio de un tintineo de piezas de armadura y de la espada.

Mientras los ecos de la caída resonaban en la oscuridad, alargó el brazo para confirmar con los dedos lo que su intuición ya le había indicado: alguien había cerrado una reja de hierro, impidiendo el paso por la escalera secreta.