Ferros Viento Cincelador
Alzando la mano, Ariakas volvió a encontrar el resorte de la piedra, y, en cuanto lo soltó, el portal se cerró en silencio a su espalda… y sumió todo el descansillo en una total oscuridad.
Con la espada envainada, el guerrero tanteó con el pie en busca del primer peldaño mientras mantenía el equilibrio con las manos apoyadas en las paredes. Una vez que encontró el borde, dio un paso hacia abajo, y luego otro. La escalera describía una espiral, de modo que no tardó en descubrir que podía moverse con bastante rapidez, incluso en la oscuridad. Sabía que si se encontraba con que faltaba un escalón o con cualquier otro obstáculo, corría el riesgo de quedar malherido, pero no podía soportar la idea de que la dama siguiera prisionera más tiempo del absolutamente necesario.
Durante un buen rato la escalera siguió descendiendo en círculos, y Ariakas descubrió varias saeteras muy estrechas que dejaban penetrar aquellos destellos de la luz de las estrellas que llegaban desde el firmamento. No obstante, a medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, se dio cuenta de que incluso esta débil iluminación le permitía acelerar el descenso.
Al cabo de un tiempo llegó a otro pequeño descansillo. Un rápido estudio le mostró una puerta camuflada que conducía al interior del alcázar, por lo que decidió arriesgarse a abrirla para averiguar todo lo posible sobre su eventual ruta de huida.
Confirmando sus sospechas, la puerta daba a una de las grandes estancias salpicadas de columnas que se encontraban bajo el aposento de la mujer. Cerró la puerta a toda prisa y reanudó el descenso. Dejó atrás otros descansillos, cuyos pisos fue contando mentalmente y, luego, se detuvo para abrir otra puerta.
En esta ocasión, el portal se deslizó a un lado para mostrar un tapiz enmascarador. Estaba a punto de apartar a un lado el cortinaje cuando escuchó el sordo refunfuñar de voces de ogros y, con precaución, atisbó por el borde de la tela. Había llegado a la pequeña estancia donde se encontraba la maquinaria que accionaba el puente levadizo. Había dos ogros junto a la alta ventana, donde la enorme rueda de la cadena accionaba la plancha. La puerta principal de la sala seguía entreabierta, apenas a unos pocos pasos de la entrada secreta. Ariakas hizo una mueca, pensativo; desde luego esos dos guardianes resultaban un obstáculo.
Prosiguió en silencio escalera abajo, dejando atrás varios pisos, hasta que la memoria le indicó que había llegado al vestíbulo principal de acceso a la torre. Allí, donde el guerrero había dejado a dos de aquellos seres riñendo en el portal, escuchó ahora roncos sonidos de diversión propia de ogros, que iban desde maldiciones proferidas a voz en grito hasta sonoras y retumbantes carcajadas. Al parecer, se había organizado toda una juerga alrededor de la puerta de acceso a la fortaleza.
Se alejó de las groseras criaturas y siguió descendiendo por una escalera de caracol muy larga y que carecía del menor rastro de nicho o rellano. El pasadizo estaba totalmente a oscuras, y —contrariado por la forzada lentitud del avance— Ariakas sintió la necesidad de ser cauteloso, de modo que se dedicó a adelantar cada vez la punta del pie en busca del peldaño siguiente, sin dejar de mantener las manos pegadas a cada una de las paredes para no perder el equilibrio.
Por fin notó que había un espacio a la derecha y, al mismo tiempo, el aire se tornó malsano y claustrofóbico, lo que le indicó que había penetrado en una zona que se encontraba un buen trecho bajo tierra. Abandonó la escalera palpando las paredes para guiarse y avanzó con cautela por un pasillo estrecho. El corredor giró bruscamente a la derecha, y un débil resplandor llegó del recodo que tenía delante. La intensidad de la luz fluctuaba como si procediera de una antorcha parpadeante, e, impaciente, Ariakas tuvo que hacer un esfuerzo para permanecer inmóvil y escuchar.
La luz siguió aumentando y disminuyendo, aunque no pudo oír ningún crepitar de llamas. Poco a poco, no obstante, captó un sonido profundo y rítmico; un sonido que parecía un gruñido ronco, que se alargaba durante un buen rato antes de apagarse. A continuación, tras un intervalo similar, el gruñido volvía a sonar… ¡Ronquidos! La profundidad del tono indicaba una nariz grande y un pecho profundo y resonante, por lo que Ariakas no necesitó de mucha imaginación para visualizar la imagen de un centinela ogro dormitando junto a la antorcha, justo fuera del alcance de sus ojos. ¿Sería éste el carcelero mayor que había descrito la dama?
Paulatinamente, fue observando otras características del lugar en el que se encontraba. El pasillo era estrecho, pero no tan angosto como la escalera; a ambos lados de las paredes, y a intervalos regulares, se veían unas aberturas oscuras, y en ellas se encontraban las puertas de innumerables celdas. Al parecer, sólo un guardián las custodiaba, y no muy bien desde luego.
En su sigiloso avance, el guerrero tropezó con algo que la luz no le había mostrado: un montoncito de cascotes en el suelo, por el que su pie se arrastró con estruendo. El ruido resonó como un trueno por el corredor de la mazmorra, pero Ariakas no escuchó ninguna alteración en los sonoros ronquidos. Con sumo cuidado, siguió caminando. Luego de unos cuantos pasos dejó atrás varias gruesas puertas de calabozos para llegar a una intersección con el pasillo lateral.
Tras la esquina, un ogro obeso dormía sobre un banco de madera, mientras una antorcha sujeta a la pared parpadeaba y llameaba sobre su cabeza. Al final de otra hilera de celdas oscuras, el corredor terminaba en una puerta abierta, y otro tramo de escalones conducía hacia arriba.
Dio un paso para doblar el recodo, teniendo cuidado de avanzar tan silenciosamente como le fue posible. Tendría que andar de puntillas hasta llegar junto al ogro para conseguir las llaves, pero estaba dispuesto a correr el riesgo.
—¡Eh! ¡Eh, el de ahí fuera!
El susurro lo detuvo en seco. Giró la cabeza veloz, pero no vio el menor rastro de nadie en el pasillo.
—¡Ayúdame, necesito tu ayuda! —Volvió a decir la voz, que parecía surgir de la nada, pues Ariakas no era capaz de averiguar su procedencia.
Enojado, el humano volvió a refugiarse tras la esquina, fuera del campo visual del ogro dormido.
—¿Quién está ahí? —siseó.
—Aquí dentro —respondió el susurro, que más bien parecía un chirrido, cuando el guerrero le prestó más atención. Daba la impresión de que procedía de la celda que acababa de dejar atrás.
—¿Qué quieres? —inquirió.
—Agua… necesito agua —respondió la voz.
—No puedo ayudarte —respondió Ariakas—. ¡Cállate!
—Ayúdame, o haré más ruido del que puedas imaginar.
Furioso, Ariakas miró la puerta de la celda. El portal era de sólido hierro, con una pequeña trampilla que cubría una estrecha abertura; apenas espacio suficiente para deslizar una taza o un cuenco. Apretó el rostro contra el boquete, sin distinguir otra cosa que oscuridad al otro lado.
—¿Quién eres? —volvió a inquirir; resultaba evidente que el prisionero era un enemigo de los ogros, pero eso no garantizaba que Ariakas fuera a encontrar en él a un amigo.
—Mi nombre es Ferros Viento Cincelador, ¡y todo lo que pido es un poco de agua!
El nombre sonaba a enano. Ariakas había combatido y bebido junto a enanos, y respetaba sus proezas en ambos campos, pero nunca había trabado amistad con ninguno, y tampoco tenía intención de hacerlo ahora.
—¿Intentas obtener el agua mediante amenazas? —siseó el guerrero—. ¿De qué te iba a servir descubrir mi presencia aquí?
—A mí de nada —respondió Ferros, como si tal cosa—. Pero aun menos a ti. Llámalo una amenaza si quieres; yo lo llamo un precio razonable por mi silencio.
—¿Dónde está esa agua?
—El guardián tiene un cubo junto a su banco…, pero ten cuidado: tiene un sueño muy ligero.
A Ariakas no le gustó ni la sugerencia ni la amenaza, pero una cosa que sí recordaba sobre los enanos era su maldita obstinación. No ponía en duda que Ferros Viento Cincelador armaría todo un alboroto si le negaba lo que pedía.
—Te traeré tu condenada agua —le espetó.
—En ese caso, entra y coge mi taza —repuso él con voz áspera.
Sorprendido, Ariakas comprobó la puerta de la celda. Tenía el pestillo echado por el exterior, pero no estaba cerrada con llave. En un principio le pareció una medida muy descuidada, pero cuando descorrió el pestillo y entró en el calabozo, comprendió que los ogros no se arriesgaban en absoluto.
Un débil reflejo de la luz de la antorcha se filtró por la puerta para mostrar una figura menuda y barbuda sentada en la pared opuesta de la pequeña celda. Ferros Viento Cincelador alargó el brazo, y el gesto produjo un fuerte ruido metálico: el enano estaba encadenado por el cuello a una sólida abrazadera del muro, una situación idéntica a la de la dama, excepto por el desolado entorno.
—Gracias, amigo —dijo el enano, tendiendo al guerrero una mugrienta taza de hojalata.
—¿Cómo sabes que no te mataré aquí mismo para facilitar mi tarea? —quiso saber Ariakas.
—No lo había pensado —replicó el enano—. Supongo que podrías hacerlo antes de que yo consiguiera armar demasiado ruido. —Meditó pesaroso esa posibilidad, mientras sus negros ojos miraban reflexivos al fornido humano.
—¡Ah! ¡Al Abismo con todo ello! —refunfuñó Ariakas, más irritado todavía.
Alargó la mano para arrebatarle la taza. Luego abandonó el calabozo sin hacer ruido, dobló la esquina, y avanzó protegiéndose los ojos de la luz directa de la antorcha. Mientras se aproximaba, sigiloso, al ogro dormido, vio el cubo de agua, medio lleno, junto al resistente banco. La criatura siguió dormitando, confiada, en tanto que el guerrero sumergía la taza en la capa superior del líquido para sacar agua suficiente para el enano.
Tras volver sobre sus pasos a toda prisa, entró de nuevo en la celda y tendió el recipiente al prisionero.
—Aquí la tienes… ¡y que quede bien claro que si no cumples el trato, regresaré aquí antes de que los ogros me atrapen! ¡Tú morirás antes que yo!
—¿Trato? —El hombrecillo, cuyo rostro estaba surcado de mugre, consiguió esbozar una mueca de leve perplejidad—. Ah, ¿te refieres a lo de no despertar al guardia?
—¿A qué otra cosa me iba a referir? —gruñó él.
Ferros tomó un largo trago y lo miró con expresión avergonzada.
—A decir verdad, exageré con respecto a que el guardia tenía el sueño ligero. Esa babosa podría dormir durante un terremoto, sin dejar de roncar ni un segundo… no tenías nada que temer de mí.
El primer arranque de rabia de Ariakas se vio reemplazado por un sorprendente deseo de echarse a reír. El guerrero sacudió la cabeza en muda sorpresa.
—¿Supongo que no podría convencerte de que abrieras esta cerradura? —inquirió Ferros, esperanzado—. La llave está en el aro que lleva en el cinturón. Mis primos hylars se sentirían agradecidos.
—No —Ariakas negó con la cabeza—. Lo último que necesito es que se organice todo un alboroto por un prisionero huido. Lo siento, enano.
Sorprendido en su fuero interno, Ariakas se dio cuenta de que realmente sentía lástima por el prisionero. Había algo muy capaz, incluso importante, en Ferros Viento Cincelador, que provocaba en el guerrero un sentimiento de simpatía. De todos modos, aquel sentimiento no era suficiente para anular sus propios objetivos de rescate y huida.
Ferros se dejó caer contra la pared, sin parecer sorprendido.
—Supongo que estás aquí por la dama —aventuró.
—¿Qué sabes de la dama? —inquirió sobresaltado Ariakas, en tono desabrido.
—Muchos tipos como tú han pasado por aquí. Algunos de ellos murieron en la sala situada más allá, después de que el Señor de las Torturas se ocupara de ellos.
—Y por lo tanto da la impresión de que ninguno ha conseguido rescatarla —insistió el guerrero.
—Bien, no… si quieres enfocarlo de ese modo.
El mercenario no perdió tiempo meditando la rara manera de expresarlo que había usado el prisionero.
—¿Cuántos ogros y guerreros humanos hay en esta torre? —inquirió.
—¿Ogros? —Ferros se encogió de hombros—. Demasiados, eso es todo lo que sé. Aunque humanos sólo he visto uno. Llevaba un peto idéntico al tuyo.
—No hay humanos, pues —observó él, sombrío, casi para sí. Luego, sintiendo que su cólera se reavivaba, recordó a Oberon.
Dio media vuelta para marchar; pero en el último instante, ya en el umbral de la celda, indicó al enano:
—Dejaré el pestillo de la puerta descorrido. Si consigues quitarte ese collar del cuello, te deseo buena suerte.
—Adiós, por el momento —respondió él alegremente mientras Ariakas cerraba el calabozo.
Haciendo honor a su palabra, el guerrero corrió el pestillo de tal modo que no llegara a encajar en el otro extremo. No creía que el prisionero pudiera conseguir escapar, y la posición del cierre estaba alterada de un modo tan sutil que sospechaba que el centinela no observaría nada raro la próxima vez que le llevara agua o comida a Ferros Viento Cincelador. Ariakas no quiso especular sobre cuándo podría ser eso.
El ogro de guardia dormía en dichosa ignorancia mientras el humano se acercaba, cauteloso. El hombre pensó en un principio en rebanarle la enorme y fofa garganta, pero descartó la idea enseguida. Sólo faltaba que el reemplazo del ogro descendiera pesadamente por las escaleras y se encontrara a su compañero en medio de un charco de sangre. No, tentaría a la suerte dejando a otro ogro más en la fortaleza.
El aro con las llaves colgaba de una horquilla en el enorme cinturón de la criatura. Docenas de llaves de metal pendían del pesado llavero de hierro, pero el guerrero se llenó de regocijo al comprobar que estaban sujetas por una fina tira de cuero. Un veloz movimiento de la daga hizo que las llaves fueran a parar a la mano de Ariakas, sin que afectaran en absoluto a los ronquidos del ogro dormido.
Sosteniéndolas con cuidado para evitar que tintinearan, retrocedió hasta la mazmorra, dejando atrás, con pasos sigilosos, la celda de Viento Cincelador. Atravesó el pasillo y regresó junto a la base de la escalera de caracol.