La luz en lo alto de la torre
Oculto a la amenaza situada allá abajo, Ariakas aminoró la marcha por la escalera y escuchó en busca de sonidos de actividad. Las pisadas del pasillo se apagaron, aunque oyó el tronar de carcajadas y breves estallidos de riñas procedentes de diferentes lugares de la planta baja. Por encima de donde él se encontraba, todo seguía silencioso. Unas antorchas llameaban desde unos hacheros de pared en lo alto de la escalera, que ascendía sin interrupción al menos un total de doce metros. Ariakas maldijo el limitado campo visual que le permitían las rendijas del yelmo, pero seguía sin osar desprenderse de su disfraz.
Mientras subía los peldaños que le quedaban, empezó a meditar por vez primera sobre la grandiosidad de esa aislada fortaleza. Las escaleras eran de dura madera oscura, aunque las paredes del interior del alcázar parecían del mismo granito que las exteriores. Innumerables tapices cubrían los muros, las antorchas ardían y chisporroteaban en el interior de trabajadas jaulas de hierro y, a ambos lados de la escalera, había unos pasamanos lisos y elegantemente tallados.
Resultaba evidente que ese lugar no había sido construido por toscos humanoides, y Ariakas sintió curiosidad por el misterioso jefe militar ogro llamado Oberon, preguntándose por primera vez si éste sería realmente un ogro. La conservación, hasta cierto punto razonable, del lugar indicaba lo contrario. Al fin y al cabo, había saqueado suficientes guaridas de ogros para recordar con claridad el penetrante hedor a orines y a desperdicios amontonados que las había caracterizado a todas. Sin embargo, allí, alguien se había dedicado a limpiar lo que dejaban, o los había obligado a ellos a limpiar lo que ensuciaban. Estas criaturas incluso utilizaban letrinas, como ya había observado en el piso inferior.
El segundo piso constaba de un amplio vestíbulo en el centro del alcázar. La escalera terminaba en un extremo de este vestíbulo en tanto que una serie de amplios peldaños conducían hacia arriba en el lado opuesto. Una docena de antorchas ardía en las paredes, lo que permitió a Ariakas comprobar que no había ningún ogro en la estancia, y que varios pasadizos oscuros se abrían en su periferia; también allí las paredes estaban cubiertas de floridos tapices.
Sin perder tiempo en mayores investigaciones, el guerrero atravesó, raudo, la habitación y subió por la siguiente escalera. El recuerdo del faro de luz en la noche ardía en su memoria, atrayéndolo hacia lo alto de la elevada fortificación.
La planta siguiente resultó tener un vestíbulo central mucho más pequeño, con muchos más pasillos que partían de él. De algunos corredores laterales surgía la luz amortiguada de las antorchas, en tanto que de otros surgían los profundos retumbos de ronquidos ogros. Además, en este piso, la escalera se estrechaba hasta tener apenas tres metros de anchura; al parecer la zona ceremonial de la fortaleza se encontraba abajo.
A hurtadillas, el guerrero atravesó la corta distancia hasta el siguiente tramo de escalones, para ascender a otro piso similar al que acababa de abandonar. No obstante, el cuarto piso mostraba indicios de estar totalmente abandonado: ni antorchas ni ronquidos alteraban el aire viciado y mohoso.
Ariakas apresuró el paso y subió a toda velocidad. No tardó en encontrarse en el quinto piso, donde la inmensidad misma de la sala provocó que se detuviera, receloso. La agonizante luz diurna se filtraba por las alargadas ventanas de tres de los lados, de modo que comprendió que la estancia era tan ancha como el mismo alcázar. En el cuarto lado, de cara a la montaña contigua, una puerta pequeña cerraba una porción de la muralla exterior. Su objetivo, situado más arriba, seguía instándolo a seguir, pero al guerrero le resultaba sospechosa esta planta. Tan silenciosamente como pudo, se aproximó a la lisa pared de la diminuta habitación. Una puerta gruesa, reforzada con bandas de hierro y equipada con unos soportes para sostener una barra resistente, aparecía ligeramente entreabierta.
Atisbo por el borde de la puerta con cautela, y con un satisfecho sentimiento de confirmación reconoció los enormes cabrestantes y los metros de cadena arrollada que no podían ser otra cosa que la maquinaria que accionaba el puente levadizo. A juzgar por el peso de las cadenas y del puente, supuso que se necesitarían docenas de ogros para alzar la plataforma; bajarla, se dijo con una sonrisa que tiró del labio partido, sería otra cuestión.
A toda prisa, regresó a la escalera. Los siguientes pisos a los que llegó eran todos iguales: enormes salas circulares que ocupaban toda la amplitud del edificio. Anillos concéntricos de columnas de piedra rodeaban un gran poste central, lo que daba a las enormes estancias el aspecto de un oscuro bosque petrificado. Los últimos haces de luz solar, que se filtraban por las ventanas occidentales, contribuían al fantasmal efecto como el sol de la tarde cayendo sobre el umbrío suelo de un bosque.
Estos niveles los cruzó veloz, sin dedicarles más que una mirada superficial por si había ogros; y, por fin, la escalera emprendió un largo ascenso, ininterrumpido por otras plantas. Los peldaños se elevaban en dirección a un rellano, luego zigzagueaban hasta el siguiente. Había antorchas en cada descansillo, aunque gran parte del espacio entre ellos quedaba en sombras.
Tras cuatro de tales descansillos, y a pesar de estar rodeado por las paredes de la escalera y la masa del castillo, Ariakas empezó a darse cuenta de que se encontraba no obstante muy por encima del resto de Krynn, pues sus pulmones se esforzaban por respirar el enrarecido aire de la montaña. El oscuro yelmo de metal parecía oprimirle, y la cicatriz de la barbilla y el labio le escocía terriblemente, allí encerrada.
La cautela desterró todas estas preocupaciones cuando —a medio camino del cuarto piso— escuchó unas pisadas sonoras y lentas. Aplastándose contra un barandilla, procuró desvanecerse entre las sombras.
Una enorme figura ocupó su campo visual, cruzando el piso superior, perfilada por la luz de la antorcha de lo alto de la escalera y, a continuación, siguió adelante hasta desaparecer de la vista. Ariakas oyó cómo los pasos se detenían y luego, tras un leve arrastrar de pies, volvían hacia la escalera. Sin moverse, el guerrero observó cómo el centinela ogro volvía a cruzar pesadamente ante su línea de visión, y luego cómo se detenía y daba la vuelta. El rítmico paseo continuó, con menos de medio minuto entre cada uno de los pases de la criatura.
Maldiciendo en voz baja, analizó al formidable adversario. Éste era el primer ogro aplicado que había encontrado en el castillo, y estaba claro que la bestia custodiaba algo de gran valor. La esperanza se reavivó en el guerrero; una esperanza tan fuerte que actuó como su propia confirmación. ¡Allí, justo más allá del guardia, sabía que encontraría a la dama!
Con sumo cuidado, se deslizó escalera arriba, subiendo un peldaño cada vez que el ogro pasaba. Dio gracias de que las sombras fueran tan densas junto al pasamanos, y también de que el ogro no mostrara inclinación a mirar hacia abajo; en lugar de ello, el ser mantenía la mirada fija al frente mientras paseaba de un lado a otro, el repetitivo trayecto formaba el trazo superior de una imaginaria letra «T» configurada junto a la escalera.
Por fin, el guerrero alcanzó el extremo de la zona en sombra, a unos cinco peldaños de la parte superior. El ogro volvió a pasar, marchando a la derecha del mercenario, y Ariakas desenvainó la espada y juntó los pies bajo el cuerpo. Su mente reprodujo con toda nitidez el ataque: saldría agachado y corriendo de la oscuridad, y lanzaría la espada hacia arriba contra la fofa garganta. Una estocada certera en el cerebro produciría la muerte instantánea… Rebanar la yugular la haría algo más lenta, pero no menos segura.
Todavía en tensión, Ariakas se dio cuenta de que el ogro estaría a punto de volver, pero entonces escuchó que las pisadas del guardia sonaban algo más allá. De repente, los pasos se detuvieron y el guerrero oyó un elocuente chorrear.
Subiendo a toda velocidad, alcanzó rápidamente el pasillo situado en lo alto de la escalera, dando las gracias en silencio a quienquiera que había obligado a estas criaturas a usar letrinas. Ariakas buscó en primer lugar otra escalera que condujera arriba, pero no había ninguna, y, puesto que el ogro se había ido por la derecha, él corrió hacia la izquierda. Un destello de luz de antorcha se filtraba desde un pasillo lateral y, en lugar de un humo fuliginoso, un aroma de incienso perfumado surgía al exterior junto con la luz: la dama.
El corazón le latió con fuerza por culpa de algo más que la falta de aire mientras giraba por el iluminado pasillo. Atravesó como una exhalación un umbral, sin aliento y parpadeando bajo la fuerte luz. En un principio creyó que toda la habitación refulgía, pero no tardó en concentrar la mirada en los tres faroles colgados del techo. Vapores neblinosos se arremolinaban alrededor de las luces y, al otro lado de la solitaria ventana de la estancia, se distinguía el negro manto de la noche. Comprendió que ésta era la abertura que había estudiado desde la montaña barrida por el viento; el faro de luz que había brillado, seductor, durante la larga noche.
Entonces, todos los demás detalles se tornaron insignificantes cuando ella se movió. La dama yacía sobre un enorme lecho junto a una pared, y entonces giró la cabeza para mirarlo.
Las rodillas de Ariakas flaquearon, y el guerrero se tambaleó bajo el impacto de tanta belleza. La mujer era el reflejo exacto de la figura de cabellos negros que había atormentado sus sueños…, la imagen dibujada en el platino del precioso guardapelo.
Sin pensar —puede que fuera la debilidad que de improviso se había apoderado de sus piernas—, hincó una rodilla en el suelo ante ella y se quitó el yelmo. Inclinó la cabeza, intentando ocultar la profunda cicatriz, que ahora le resultaba terriblemente grotesca, y se arrodilló con veneración, consumido por un éxtasis teñido de una especie de terror. ¿Quién era la mujer? No importaba.
—Levántate, guerrero, y acércate a mí.
Se estremeció. La voz de la dama lo llenó de exquisita alegría, y se incorporó, despacio. Las piernas todavía parecían a punto de doblarse bajo su peso, pero le satisfizo comprobar que podía andar con normalidad, y dio tres pasos decididos. Atreviéndose a mirarla, permitió por fin que sus ojos absorbieran la belleza que ya había colmado su espíritu y dejó de importarle la profunda y desfiguradora cicatriz de su rostro.
Fue entonces cuando descubrió el bárbaro aro de hierro que rodeaba el cuello de la mujer y se sintió invadido por una terrible sensación de ultraje al ver la pesada y negra cadena, con la gruesa argolla sujeta a la pared junto a la cama. La angustia estranguló su voz de tal modo que no pudo expresar en palabras su dolor ante tal afrenta.
Observó que el cuerpo tendido de la prisionera era esbelto; sin duda, de pie, era tan alta como él. El rostro formaba un óvalo perfecto de singular atractivo, con pómulos prominentes que enmarcaban unos negros ojos que parecían arder llenos de promesas… o peligros; las mejillas se estrechaban hasta finalizar en una enérgica barbilla; los labios, de un profundo carmesí de túnica real, estaban ligeramente entreabiertos y brillaban por la humedad —imaginó— dejada por la lengua al pasar sobre ellos; el cuello era largo y flexible y describía una suave curva para convertirse en unos hombros estrechos y una espalda recta. Un finísimo vestido de seda azul apenas si ocultaba los contornos de sus pechos, las elegantes caderas y las largas piernas.
Únicamente los pies alteraban ligeramente la imagen de su mente. Según ella, deberían haber sido menudos, y cubiertos con unas zapatillas inmaculadas de algún material ornamental apropiado. Sin embargo, la mujer estaba descalza, y la piel de los dedos aparecía agrietada y encallecida.
¡Sus capturadores no le habían permitido la decencia de poseer calzado! La furia formó un velo ante sus ojos, y cerró con fuerza las manos inconscientemente mientras imaginaba la venganza que se tomaría en su nombre. Pero entonces ella sonrió, y todo pensamiento de violencia y derramamiento de sangre desapareció de su mente.
—Has venido a buscarme… te doy las gracias —dijo, y sus palabras fueron los mismos suaves tonos musicales que casi lo habían paralizado antes. No había ni un asomo de pregunta en sus palabras: ella sabía por qué estaba él allí.
—¿Cuáles… cuáles son vuestras órdenes, señora?
—¡Sácame de este lugar, guerrero!
La debilidad de sus piernas desapareció, reemplazada por una inflexible determinación que —casi— le indicó que podría abrirse paso a mandobles por entre un ejército de ogros.
—Sí; para eso he venido. ¿Cuántos ogros hay en la torre, lo sabéis? —preguntó.
—Sospecho que varias docenas… tal vez medio centenar.
—Eso creo yo, también —coincidió él.
Fue hacia la ventana para atisbar por la abertura, y tuvo que contener una sensación de vértigo cuando la excepcional altura desde la que observaba apareció ante sus ojos. No habría forma de huir por ahí: la pared de la torre caía en vertical más de un centenar de metros y, a continuación, se unía a la ladera misma de la montaña, que era casi igual de empinada. Ni siquiera la oscuridad podía ocultar el alcance de la caída.
—¿Saben que estás en la torre? —preguntó ella en voz baja.
—No; eso al menos lo tenemos a nuestro favor. —Señaló entristecido la cadena y el collar de hierro—. Pero ¿cómo vamos a conseguir sacaros eso?
—Oberon es un señor precavido —repuso ella con un suspiro, dejándose caer de nuevo en la cama—… no será fácil.
—¿Conocéis a Oberon?
—Ojalá no fuera así. —Su sonrisa dejó traslucir un deje de amargura—. Pero es Oberon quien me tiene aquí, de esta guisa. —Señaló a su alrededor.
Por vez primera Ariakas se dio cuenta del auténtico esplendor del aposento de la mujer. Gruesas colgaduras cubrían las paredes; mullidos y lujosos divanes y relucientes mesas de mármol y teca reposaban sobre el suelo. Realmente, excepto por la argolla de hierro y la cadena, podría haber entrado en los aposentos de una condesa, incluso de una princesa o reina.
La visión de aquella cadena que la inmovilizaba provocó un odio feroz en el corazón del guerrero; deseó encontrarse con Oberon, hundir su espada en el pecho del villano con una mueca triunfal. E incluso eso, se dijo Ariakas, sería insuficiente para rectificar tan cruel ofensa.
—Con vuestro permiso… —Alargó una mano hacia la cadena, y la mujer asintió. Sujetó el metal entre los poderosos puños y, primero, intentó doblegar los eslabones, luego arrancar la argolla sujeta a la pared; pero, aunque las venas parecieron a punto de estallarle en las sienes y un velo rojo apareció ante sus ojos, no consiguió doblar ni un milímetro el resistente hierro.
—Estuve prisionera en una mazmorra antes de que Oberon me trajera aquí. Sé que guardaba un aro de llaves maestras, allí, en las catacumbas del subterráneo —indicó ella—. El carcelero jefe, que es un ogro monstruoso, lo lleva en su cinturón. Casi siempre se lo encuentra durmiendo en un banco, justo fuera de la sala de guardia principal.
—¿Bajo el castillo? —Ariakas se dejó caer sobre el lecho, presa de desesperación—. Estoy dispuesto, pero debo advertiros de que las posibilidades de que me capturen son muchas.
—Existe otro camino. A menudo Oberon viene a verme por una escalera secreta, evitando la zona principal de la fortaleza. Está oculta en el muro exterior, y te conducirá hasta abajo.
—¿Dónde… dónde está ese pasadizo? —Animado por una esperanza renovada, el guerrero se incorporó.
La mujer señaló una gruesa cortina de terciopelo azul.
—Apártala. Luego empuja una de las piedras que queden por encima de tu cabeza… alarga el brazo todo lo que puedas.
El mercenario no tardó en encontrar la losa que tenía el resorte, y una sección de muro se deslizó a un lado, en silencio, para dejar al descubierto un pequeño descansillo y una estrecha escalera que descendía girando hacia la izquierda. Sosteniendo la espada ante él, se volvió hacia el pasillo secreto.
Entonces, decidido, dio la vuelta y regresó junto al lecho para arrodillarse junto a la dama. El rostro de ésta aparecía incitante, apenas a unos centímetros de distancia, y sus labios seguían ligeramente entreabiertos, brillando de excitación o deseo.
Sin una vacilación, él la tomó en sus brazos y la besó, ella se fundió en su abrazo, y fue al encuentro de su boca con una fiereza propia, con una fuerza que provocó que se le encendiera la sangre en las venas. Incluso la cicatriz quedó olvidada.
Una sonrisa feroz iluminaba el rostro del hombre cuando regresó junto a la puerta secreta. El guerrero se sentía capaz de enfrentarse a cualquier adversario, a cualquier desafío, sólo por obtener la posibilidad de volver a abrazarla.