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La fortaleza de Oberon

Tardó casi una semana en encontrar la torre; pero cuando lo hizo se disiparon todas sus dudas: ante él se alzaba el austero alcázar en el que estaba prisionera la dama que aparecía en el relicario.

La alta construcción se erguía hacia el cielo como un enorme tronco de árbol azotado por el viento. Elevándose en lo alto de una cumbre escarpada de oscura roca, el imponente edificio cilíndrico parecía desafiar a la gravedad y a toda ley física, mientras se levantaba por encima de los picos de las Khalkist. Las nubes pasaban rozando los parapetos de las murallas superiores en tanto que las brumas cubrían los valles —gargantas en realidad— que se extendían, tras una larga caída en picado, a cada uno de sus lados.

La fortaleza en sí era más alta que ancha, y parecía estar posada como una serena ave de presa sobre el elevado pico. Las negras paredes de piedra se alzaban al mismo borde de los farallones, ascendiendo vertiginosas hasta convertirse en estrechos parapetos; y, cerca de la parte superior, seis agujas laterales surgían desde la torre central y rodeaban las murallas superiores. Un tejado de forma cónica coronaba la estructura principal, aunque las agujas circundantes estaban cubiertas con los bordes almenados de parapetos de piedra.

En su mayor parte, el alcázar y su inexpugnable cumbre quedaban apartados de otras montañas, separados de ellas por enormes simas y cañadas. No obstante, otra elevación, igualmente alta, ascendía a poca distancia de la fortaleza. Un empinado y traicionero camino conducía hasta lo alto de esa cumbre contigua, y un puente levadizo alzado casi a la altura de la pared de la torre podía descender para salvar el espacio entre los pináculos, facilitando así el acceso desde el sinuoso sendero a la única puerta de la fortaleza. Sin embargo, con el puente levantado, al guerrero le dio la impresión de que la torre estaba tan bien protegida como un castillo que flotara en una nube.

Gimiendo de cansancio, Ariakas se dejó caer contra una gran roca. La piedra era dura, llena de ángulos, y tan fría que absorbió todo el calor de su cuerpo a pesar de la capa de piel que se había hecho con el petate del kender. De todos modos, incluso en ese momento, frente a un obstáculo que parecía más invulnerable que cualquiera que se hubiera encontrado antes, no pensó siquiera en dar media vuelta. La temperatura siguió descendiendo, y un viento helado hizo saltar trocitos de nieve, que parecían agujas afiladas, y se incrustaron en la piel del rostro que le quedaba al descubierto. Pero no le pasó por la cabeza la idea de buscar otra cima menos elevada.

En cambio, escudriñó la mirada en derredor en busca de un lugar donde acampar, aunque sabía que el atributo principal de ese campamento no sería ofrecer cobijo, si bien eso resultaba deseable. Lo más importante era encontrar un lugar desde el que pudiera observar la torre al tiempo que él permanecía oculto. Tras una corta búsqueda, localizó una estrecha cavidad en una ladera casi vertical, a unos cuatro metros por encima del sinuoso sendero que llevaba hasta el puente levadizo. Allí quedaba protegido del viento, y dos enormes rocas ocultaban el exiguo campamento de la torre; además podía tumbarse boca abajo y sacar sólo la parte superior de la cabeza entre las dos piedras, para, de este modo, obtener una buena vista de la fortaleza, desde la puerta en la base hasta los elevados pináculos de las seis agujas.

Instalándose todo lo cómodamente que le fue posible, Ariakas se acurrucó sobre el suelo para estudiar su objetivo. Durante las horas transcurridas desde que localizó la fortificación, no había detectado signos de movimiento ni de vida en su interior o en la parte superior del edificio.

Su mirada permaneció fija durante un rato en las grandes puertas, visibles tras el puente levadizo. Daban la impresión de ser dos puertas estrechas, que se elevaban juntas hasta terminar en pico; ante ellas se encontraba la larga plancha del tablero del puente, alzado casi en vertical por las cadenas que surgían de las rendijas en la muralla del alcázar, a unos doce metros por encima de la entrada.

Mientras estudiaba el lugar, su mano fue a posarse en la barbilla y se tocó la profunda cicatriz que había quedado tras la cuchillada de la kender. No tenía espejo con el que inspeccionar el corte; pero sus dedos le habían indicado muchas veces durante la pasada semana que el tajo era ancho, y que llegaba desde el mentón al labio inferior. Podía presionar la lengua entre las dos mitades del corte y, aunque la lesión había cicatrizado sin infecciones, le causaba problemas para comer y beber. Su imaginación le dijo que la carne viva de la herida debía de tener un aspecto horrible y enrojecido.

Desde el enfrentamiento con la kender, Ariakas había pasado muchas horas reflexionando sobre su falta de cuidado. Se sentía muy avergonzado por haber perdido el control, pues sabía que —de haber mantenido la serenidad— habría podido evitar aquel afilado cuchillo. ¿Por qué se había mostrado aquella hembra tan estúpidamente autodestructiva? Meditó aquella pregunta por milésima vez. Sin duda, ella sabía que no tenía ninguna posibilidad contra su espada; o ¿había creído realmente que él perdería por completo el control y que eso le permitiría asestarle una cuchillada mortal?

Una desacostumbrada sensación de intranquilidad impregnó los pensamientos del guerrero; sentía la confianza en sí mismo gravemente menguada por el recuerdo de su último desafío: la simple recuperación del guardapelo, operación que lo había dejado malherido. ¿Era ese fracaso el factor que lo había llevado hasta esa torre formidable, y a pensar en acometer tan demencial tarea? ¿O eran, tal vez, los ogros? No sentía el menor cariño por aquellas bestias, y el asesinato de su padre, más un millar de otros agravios, habían alimentado un profundo deseo de venganza. ¿Era un odio puro el que lo impulsaba a aquella acción suicida?

Sabía que lo impelía algo más que eso. De un modo inconsciente, introdujo la mano en la bolsa colgada a su costado y la cerró alrededor del sólido receptáculo del guardapelo. Luego, como siempre, su imaginación completó para él la idea de una mujer: de la mujer en que ella se había convertido.

Y, como siempre, se sintió estupefacto ante la claridad y la consistencia de su imagen mental. Desde luego, poseía la representación que aparecía en el pequeño retrato como punto de partida, pero su mente había añadido toda una serie de detalles adicionales. Tan sólo las ropas de la mujer cambiaban: en aquel instante, en sus pensamientos, llevaba un amplio vestido, en tanto que por la mañana su imaginación la había mostrado con un diáfano y sedoso traje blanco. Tenía los hombros al descubierto, ya que el vestido era muy escotado, y la larga melena, negra como la noche, aparecía recogida sobre la cabeza con regia majestuosidad.

El rostro era alargado y de una belleza demasiado serena para expresarla en palabras; los oscuros ojos centelleaban, y el esbelto cuello estaba adornado con relucientes joyas. Unos dedos elegantes se alzaron hacia su rostro, como si percibiera su intrusión; pero, al mismo tiempo, era una intrusión que le pareció que ella deseaba, pues los pechos de la mujer subieron y bajaron con el acrecentado ritmo de su respiración, y los labios se entreabrieron, húmedos, en un silencio que él tomó como una invitación.

¿Por qué se sentía obligado a llegar hasta ella? Para los kenders había sido la dama de la torre… Era rica, una princesa, tal vez. A Ariakas le gustaba el dinero, había sentido la atracción de la riqueza toda su vida; incluso había disfrutado de los placeres más extravagantes, cuando las monedas habían corrido por entre sus dedos como el agua por encima de una presa. Era una sensación magnífica —la riqueza— y un imán poderoso.

Pero no era eso lo que lo atraía ahora.

La noche oscureció el cielo, y la torre desapareció de la vista; excepto por una ventana alta, donde una luz amarilla quebraba las estigias tinieblas como una estrella solitaria. Las nubes descendieron, y unos copos de nieve se arremolinaron alrededor de Ariakas; pero la luz siguió brillando como un faro, instándolo a seguir adelante y subir hasta allí.

Descansó durante toda la noche, aunque sin dormir demasiado, pues cada vez que cerraba los ojos, la imagen de la dama crecía y ardía en su cerebro, de modo que tras unos instantes de aquello, despertaba y contemplaba con fijeza la solitaria luz que siguió ardiendo en el cielo, incluso después de que el amanecer empezara a teñir de color el horizonte.

No obstante la agitada velada, se despertó con una sensación de energía y determinación. La neblina se había desvanecido, y la torre se recortaba nítidamente contra el despejado cielo. El sol envió sus primeros rayos desde detrás de la línea del horizonte, y éstos iluminaron los picos más altos… y, poco después, también la torre. Sin embargo, cuando la luz del sol cayó sobre los oscuros muros, pareció como si el resplandor se desvaneciera al penetrar en las negras superficies pétreas.

Su observación se vio interrumpida entonces por un sonido extraño; el primer sonido que había escuchado en muchos días aparte del gemir del viento o el chapoteo de un riachuelo en las montañas. Era el inconfundible tintineo del metal contra el metal y, en unos instantes, Ariakas distinguió el acompasado golpeteo de unas pisadas.

Agachándose tras la seguridad de los dos peñascos, el guerrero examinó el sendero que discurría más abajo. Al instante, una voluminosa figura cubierta con una armadura apareció ante sus ojos, ascendiendo por el camino con andares pavoneantes. Ariakas no tardó ni un segundo en darse cuenta de que aquella bestia era un ogro. La enorme y dentuda boca permanecía entreabierta bajo el chato hocico, y los colmillos, amarillentos por el tiempo, sobresalían como los de un jabalí desde los bordes de las fauces. La criatura medía por lo menos dos metros y medio de estatura, tenía un pecho amplio y protuberante, y dos piernas gruesas y achaparradas. Mientras marchaba, el monstruo dirigía los maliciosos ojos a derecha e izquierda, escudriñando diligentemente la ladera por encima del sendero.

Ariakas se acurrucó contra el suelo y permaneció totalmente inmóvil, escuchando cómo la criatura se alejaba con paso bamboleante. Para entonces ya se oían los ruidos producidos por otros caminantes que gruñían, gimoteaban y maldecían bajo alguna clase de esfuerzo, de modo que se arriesgó a echar otra mirada, y vio que el ogro que iba en cabeza había desaparecido en el siguiente recodo del camino. Justo debajo, otra pareja avanzaba penosamente bajo el peso de un tronco enorme que sostenían en precario equilibrio sobre las anchas espaldas. Unos cuantos más aparecieron luego, cada uno arrastrando un leño destinado, supuso el guerrero, a las chimeneas de la fortaleza.

La banda de ogros desapareció por fin tras el recodo, pero Ariakas se mantuvo en su puesto, aguardando y observando el camino. Pasaron los minutos. Los sonidos de los resoplantes seres se apagaron sendero adelante. Aun así, el guerrero siguió sin moverse.

Un hombre hizo su aparición, andando despacio y con cautela, sendero arriba. Al igual que el ogro que había encabezado la columna, escudriñaba las laderas por encima de la senda con diligencia y atención. Su mano descansaba sobre la empuñadura de una larga espada, que se balanceaba en la cadera del desconocido guerrero con una elegancia que daba a entender una larga familiaridad.

Más significativa era la armadura del hombre. Ariakas dejó que su rostro se crispara en una sonrisa, partida por la cicatriz, al ver el yelmo de metal que incluía una visera, bajada de modo que cubría el rostro del otro. Era un tipo de gran tamaño, fornido y de piernas largas y, al igual que el yelmo con máscara, tales detalles también recibieron la aprobación de la figura oculta por encima del sendero.

Ariakas echó una veloz mirada para comprobar que los ogros seguían lejos de allí. A continuación levantó una pequeña piedra, y sostuvo el ovalado objeto en la palma de la mano sin perder de vista al solitario guardia que cubría la retaguardia mientras éste pasaba junto a su escondite. La lisa máscara del yelmo giró hacia arriba, y el guerrero contuvo la respiración mientras la mirada del otro barría la zona y pasaba junto a la cavidad donde se escondía. Por suerte, tal y como había esperado, el estrecho punto de observación y las sombras circundantes ocultaron su presencia.

Entonces, en cuanto el guardia miró más arriba del sendero, Ariakas lanzó la piedra por los aires y contempló cómo caía, perfectamente, a unos tres metros de distancia y al otro lado del hombre, ladera abajo.

El desconocido no habría sido humano de haber hecho caso omiso del repentino sonido de piedras que rodaban. La espada del hombre apareció en su mano al instante, y éste acuchilló el aire instintivamente a su alrededor. Sólo entonces escuchó los ruidos de lo alto.

Girando en redondo, el guerrero levantó la larga hoja para enfrentarse a Ariakas, que arremetió con su espadón, sujetándolo con ambas manos. El guardia se tambaleó hacia atrás. Luego soltó su arma y, por un aterrador instante, Ariakas temió que fuera a precipitarse por el borde del empinado sendero; pero el hombre recuperó el equilibrio, y su yelmo sin rostro se inclinó al frente durante una fracción de segundo mientras buscaba su espada. Aquel instante fue suficiente: Ariakas lanzó una violenta estocada dirigida a la abertura existente entre el yelmo y el peto de su oponente, la hoja se deslizó por el hueco, y el hombre lanzó un gemido, una exhalación de sobresalto y sorpresa, para desplomarse a continuación sobre el suelo, sin vida.

Ariakas tenía que actuar con rapidez. Tras echar una rápida mirada a la elevada torre, no detectó ningún movimiento ni señal de reacción alguna, de modo que esperó seguir pasando inadvertido. A toda velocidad, se despojó de su propia armadura de cuero, que reemplazó por la coraza y el yelmo del hombre muerto. Luego desechó su mochila, aunque cogió el guardapelo, la daga y, tras unos instantes de indecisión, el frasco de ron de fuego y los introdujo en la pequeña bolsa que pendía de su cinturón.

Tras colocarse el yelmo en la cabeza, dejó caer el visor para ocultar sus facciones. Una vez que hubo limpiado y envainado la espada, inició la marcha camino adelante. Mientras avanzaba a paso ligero se colocó las hombreras e introdujo las manos en los guanteletes.

Con el visor bajado, sabía que presentaba un parecido razonable con el hombre que había matado, aunque no se atrevía a decir cuánto tiempo podría mantener el engaño. Así pues, se concentró en acortar la distancia que lo separaba de los ogros y su pesada carga de leña.

La senda serpenteaba en su ascenso por el risco adyacente a la fortaleza de los ogros, y los pulmones del guerrero se esforzaban por llenarse de aire mientras avanzaba penosamente, hundido por el peso, nuevo para él, de la armadura de metal. Por fin dobló un recodo y vislumbró la empinada ascensión por la ladera que lo aguardaba. Al parecer aquellas bestias lo habían estado esperando, ya que algunas estaban repantigadas en el suelo alrededor de los enormes troncos en tanto que otras pateaban el suelo impacientes y miraban enojadas sendero abajo.

En cuanto Ariakas apareció, los ogros sentados se incorporaron bruscamente, aunque con visible desgana, para reanudar sus tareas. Uno de ellos le dedicó un despreocupado saludo con la mano, que el guerrero devolvió, mientras los otros se echaban los leños al hombro y se iniciaba la marcha.

Ariakas asumió entonces su nuevo papel, y se dedicó a inspeccionar las alturas y el sendero a su espalda tal y como había visto hacer al hombre que había eliminado, asegurándose de que nadie seguía al grupo hasta su guarida. El camino penetró en una serie de inclinados y estrechos zigzags, y Ariakas se encontró con que los ogros marchaban por la ladera justo por encima de su cabeza. Decidió no prestarles una atención demasiado obvia, diciéndose que la persona que iba en la retaguardia habría estado más preocupada por cualquier amenaza desconocida que acechara a ambos lados del camino.

Finalmente, la senda desembocó en la estrecha cumbre del risco, y el grupo avanzó hacia la cima. Ariakas imaginó que se aproximaban al puente levadizo, ya bajado, y apresuró el paso por la ladera inferior. Su plan dependía de poder llegar al portal antes de que la plancha se hubiera vuelto a levantar, pues no quería arriesgarse a pedir a los guardias que la bajaran. Después de todo, ni siquiera sabía en qué lengua hablaban en el interior de la imponente torre.

Coronó la elevación y se encontró con el puente levadizo posado sobre el abismo y las puertas dobles de la fortaleza abriéndose hacia el exterior justo mientras él se acercaba. El alcázar se erguía hacia el cielo, ante él, elevándose como una prolongación del macizo y escarpado pico, en tanto que varias de las torres exteriores se extendían hacia el guerrero, lo que confería la impresión de que toda la fortificación se inclinaba al frente, lista para desplomarse sobre su persona. Enormes piezas cuadradas de granito encajaban entre sí a la perfección para formar la avasalladora muralla y, a excepción de las seis torres exteriores, ningún atributo externo interrumpía la curva pared. Unas empalizadas lisas se elevaban al encuentro del borde sobresaliente del tejado de forma cónica situado allá en lo alto.

Los ogros avanzaron penosamente, cruzando con su carga el largo puente levadizo hasta desaparecer, por entre las puertas, en el interior de la torre. Ariakas los siguió a toda prisa, aunque arriesgó una mirada a lo alto para estudiar la fortaleza al llegar al inicio del puente. Ventanas estrechas hendían las paredes en muchos puntos, e imaginó innumerables ojos fijos en él. Sin embargo, no detectó movimientos en la oscuridad del interior, y muy pronto incluso los ogros que tenía justo delante se habían desvanecido en las negras fauces de la entrada.

Al poner el pie en el puente, el guerrero se dio cuenta con un violento sobresalto del enorme precipicio que se abría debajo. El desfiladero se encontraba a más de trescientos metros bajo la plancha, y una sensación de vértigo se apoderó de él. Apretando los dientes, cruzó con paso decidido.

Mientras atravesaba la entrada, distinguió los oscuros perfiles del torno y los engranajes que hacían funcionar las puertas. Dos ogros, que gruñían impacientes, hicieron girar la manivela de un cabrestante y cerraron los portales con sorprendente rapidez. Al mismo tiempo, el repiqueteo de la cadena en lo alto indicó a Ariakas que también se había puesto en marcha el mecanismo del puente. Las puertas se cerraron con un fuerte golpe a su espalda, y comprendió que ya no podía volver atrás.

—¡Toma, Erastmut… te he guardado un trago! —gruñó uno de los ogros, alargando una botella manchada de limo.

Ariakas tomó el frasco, sintiéndose aliviado en un principio porque la criatura hablara en Común, si bien sabía que no podía permitirse alzar el visor en presencia de alguien que conocía a Erastmut.

Con un silencioso cabeceo de agradecimiento, el guerrero sostuvo la botella y se llevó la otra mano a la placa que cubría su rostro; un hedor ácido, mezcla de licor barato y babas de ogro, estuvo a punto de hacerle vomitar mientras alzaba el frasco. Entonces, como si recordara un gran secreto, alzó la palma y señaló la bolsa que colgaba de su cinturón. Luego, introdujo la mano y sacó su preciada botella de ron de fuego. Tras dejar la botella del ogro en el suelo, le entregó la suya a la criatura.

—¡Estupendo! —bufó ésta, olfateando el gollete apreciativa. La levantó y tomó un largo trago.

Ariakas hizo una mueca al contemplar cómo el valioso líquido resbalaba por la barbilla del monstruo, pero siguió sin atreverse a hablar. Para entonces el otro ogro que guardaba la puerta se había acercado ya a ellos, y Ariakas le hizo un gesto para que tomara también un trago. La primera criatura frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.

—No… no pude probarlo bien la otra vez. —De nuevo volvió a alzar el frasco y bebió con avidez.

—¡Vamos… guarda un poco! —refunfuñó el otro, alargando una enorme zarpa.

Como era de esperar, el primer ogro apartó la botella, dirigiendo una sonrisa burlona a su camarada, con la suprema superioridad del que tiene una mano vencedora en una partida de cartas y no le importa quién lo sepa.

—¡Dame! —insistió el segundo, desatada su cólera ante la actitud de su compañero.

El que bebía apartó la mano extendida del otro de un manotazo, alejándose despacio unos pasos para mantener el frasco fuera de su alcance. El ogro sediento profirió un bufido y salió en su persecución.

Ariakas aprovechó la ocasión para escabullirse por el pasillo de entrada. El corredor de alto techo estaba formado por paredes de roca, con un suelo desnudo de piedra triturada. A ambos lados se abrían muchas puertas y pasillos, la mayoría oscuros y silenciosos, aunque de vez en cuando la luz trémula de antorchas o velas se filtraba bajo algún portal. Llegó hasta un pasadizo lateral por el que había visto desaparecer algunos ogros girando a la izquierda y, una vez allí, él torció a la derecha. El pasillo siguió adelante un trecho y luego se bifurcó. El revelador tufo a amoníaco que surgía del lado izquierdo le indicó que conducía a una letrina, de modo que continuó por el de la derecha.

Por fin se encontraba lo bastante lejos de la puerta para que no pudieran verlo ni oírlo y, aunque echaba desesperadamente en falta la posibilidad de percibir con claridad, siguió sin atreverse a quitarse el incómodo yelmo. Aparte de no tener ni idea de cuántos humanos estaban acuartelados en esa fortaleza, era consciente de que la cicatriz de su rostro lo convertía en una persona difícil de olvidar y temía que, incluso entre los obtusos ogros, su apariencia llamara la atención.

El corredor por el que avanzaba dobló una esquina y fue a dar a una amplia y recta escalera. El corazón se le inflamó, esperanzado; los kenders habían dicho que la dama estaba prisionera en lo alto de la torre. De improviso, escuchó el fuerte ruido de unas pisadas que avanzaban por el pasillo y, sin pensárselo, corrió a la escalera, subiendo los peldaños de cuatro en cuatro. Con el corazón latiendo con violencia, se esfumó entre las sombras de la parte alta justo antes de que un grupo de ogros apareciera en el corredor que acababa de abandonar.