25

Conquistadores

Fuego Sepulcral realizó junto con Ariakas una larga y laboriosa ascensión, pues incluso en el interior de la gigantesca sala el monstruoso Dragón Rojo se veía obligado describir constantes movimientos en espiral mientras se esforzaba con denuedo en aumentar su altura. Ariakas miraba hacia lo alto, en busca de alguna señal del cielo; cualquier cosa que les indicara un camino de salida. Sin embargo, cuanto más ascendían, más claro quedaba que esa inmensa bóveda de piedra estaba sellada por una sólida cúpula de roca.

—¿Cómo entraste? —inquirió el guerrero, mientras evolucionaban en círculo cerca de la parte superior del enorme lugar.

—No lo recuerdo —respondió él con un ondulante encogimiento de los poderosos hombros y el sinuoso cuello. La voz del reptil tenía un tono amargo—. La reina me trajo aquí después de la guerra; no sé nada de los acontecimientos que acaecieron inmediatamente después de la victoria de Huma.

—Tal vez consuele tu espíritu saber que Huma murió en esa batalla; tu ejército al menos obtuvo su venganza.

—La venganza no es sustituto para la victoria —refunfuñó la criatura.

De improviso, el dragón plegó las alas, y descendió en picado hacia las profundidades de las inmensas cuevas, en dirección a las humeantes y llameantes estribaciones del fondo. La zambullida debiera haber cogido al humano por sorpresa; pero una advertencia cosquilleó en su mente un segundo antes del descenso, de modo que se sujetó con más fuerza y, cuando éste se lanzó al vacío, él se mantuvo bien agarrado a su lomo.

Sin dejar de describir círculos, Fuego Sepulcral descendió a toda velocidad. El viento echó los cabellos de Ariakas hacia atrás, y los labios del guerrero se apretaron en una torva sonrisa triunfal. La ruta circular del dragón siguió su marcha hacia abajo, dando vueltas alrededor del pozo que había sido su prisión durante más de mil trescientos años.

El humo irritó los ojos del jinete, y el calor empezó a resultar opresivo. Descendieron todavía más, cada vez más rápido, y el humano empezó a imaginar un inevitable y ardiente fin a su descenso. Las llameantes profundidades se tornaron más visibles, y empezó a ver remolinos de humo espeso que se alejaban, veloces, de una lava brillante y abrasadora. Su mente visualizó el instantáneo final: la vida seria suprimida en el mismo momento en que chocaran con los abisales fuegos que ardían en el corazón de Krynn.

La luz aumentó de intensidad hasta formar una neblina roja de llameante resplandor, que consumía el aire mismo a su alrededor. De repente, y con una mareante sensación de amplitud, el pozo por el que descendían fue a dar a un agujero del techo de una gigantesca caverna en llamas, que parecía una llanura incendiada y se extendía hasta donde alcanzaba la vista, muy por debajo de la superficie del mundo.

El dragón detuvo el descenso, y un enorme panorama rojo apareció ante los asombrados ojos del guerrero. Lava borboteante se extendía hasta más allá de donde alcanzaba la vista, humeante y ardiente, proyectando grandes gotas líquidas hacia lo alto desde la superficie de un mar de fuego. El conducto donde había encontrado a Fuego Sepulcral no era más que una elevada chimenea cerrada que ascendía desde ese inmenso y ardiente océano subterráneo.

Ariakas se dijo que aquel calor insoportable acabaría con él, pero aunque miró a su alrededor y el aire que reverberaba con los hirvientes fuegos, aquellos efectos no afectaron a su piel, y cabalgó por entre las llamas de aquel infierno como si una burbuja de aire húmedo y fresco lo envolviera.

Grandes islas de negra roca se elevaban en forma de abruptas cimas desde la llameante superficie, mientras las estalactitas descendían en forma de embudo como montañas invertidas desde el techo de una caverna que en muchos lugares describía un arco de casi dos kilómetros de altura por encima del embravecido mar. Burbujeantes venas de roca fundida al rojo vivo se entrecruzaban arriba y abajo por entre el rojo más oscuro de la lava, y muchos de estos puntos de calor escupían géiseres de fuego líquido.

—¡Mira… ahí! ¡El humo escapa por ahí! —Ariakas señaló una gran hendidura en el techo de la cueva, donde distinguieron columnas de gases, en ocasiones acompañadas por arremolinadas llamaradas, que ascendían veloces para desaparecer por el oscuro agujero—. ¡Tiene que haber un respiradero que suba hasta la superficie!

Inmediatamente, el dragón batió las alas, abandonando el planeo al tiempo que se esforzaba por ganar altitud. Las ondeantes ráfagas de aire ascendente los ayudaron a alcanzar la abertura y, muy pronto, se encontraron rodeados de paredes de piedra que apenas dejaban espacio suficiente al reptil para subir describiendo cerrados círculos. Por suerte, el aire que se elevaba por la chimenea los sustentó con fuerza suficiente para mantener la ascensión.

Con un destello de feroz y salvaje triunfo, Ariakas distinguió un atisbo de cielo en lo alto; una pálida muestra de azul que podía ser la puesta de sol o el amanecer. El guerrero se dio cuenta entonces de que no tenía ni idea de qué hora podía ser en el mundo exterior.

Llegaron hasta una gruta lateral de la gran chimenea y, mientras el Dragón Rojo proseguía con la penosa ascensión, Ariakas detectó un fuerte hedor a olor zhakar: la combinación de moho y té de hongos que había impregnado todo lo que rodeaba a los enanos. Con una repentina inspiración, recordó los túneles que conducían a la ciudad desde las llameantes zonas volcánicas situadas debajo.

—¡Ahí… métete ahí! —siseó—. ¡Nuestra venganza empezará ahora mismo!

Sin una vacilación, Fuego Sepulcral se lanzó en dirección al pasadizo, aumentando la velocidad al volar en sentido horizontal. Las paredes de la cueva pasaron junto a ellos a velocidad de vértigo, y el olor aumentó en intensidad.

En un instante irrumpieron en una gran caverna, y Ariakas distinguió inmediatamente las dos hileras de columnas que señalaban la avenida Real de Zhakar. Escuchó gritos y observó con cruel júbilo cómo cientos de enanos aterrorizados huían ante ellos. Cuando el dragón pasó volando sobre uno de los grupos, los zhakars se arrojaron al suelo, arrastrándose, presas de abyecto temor.

El monstruo inclinó un ala y describió una curva con regia majestad para ir a volar directamente entre las columnas, dirigiéndose en línea recta hacia los dos tronos y las estatuas con figura de animal del extremo opuesto de la avenida. Abajo, toda una hilera de jinetes zhakars montados sobre sus reptiles forcejearon para mantener el control de sus monturas; pero los escamosos corceles corcovearon y se encabritaron enloquecidos, aterrados por la voladora criatura. Las poderosas patas traseras de aquellos seres les permitían efectuar grandes saltos —hasta de unos seis metros en sentido vertical— y uno a uno los jinetes fueron arrojados brutalmente al suelo.

Todos los allí reunidos se dispersaron en medio de alaridos e histéricos gimoteos de miedo, y los enanos de mayor tamaño pisotearon a sus vecinos más pequeños en su precipitación por ir a refugiarse en los rincones y huecos de la enorme cueva. A medida que la multitud se desperdigaba, Ariakas se dio cuenta de que se había estado celebrando una especie de reunión ante el gran trono de Rackas Perno de Hierro.

Fuego Sepulcral descendió, rozando el suelo en una última embestida en dirección al trono y la pared de la cueva situada detrás, y algunos zhakars lo contemplaron atónitos, paralizados por el horror, mientras el pánico distorsionaba sus rostros desfigurados hasta extremos cómicos.

En medio de los atemorizados mirones, Ariakas vio a Patraña Quiebra Acero arrodillado ante el trono de Rackas Perno de Hierro. El mercader zhakar estaba encadenado, y un enano enorme armado con una gran hacha de verdugo se encontraba junto a él, aguardando la orden de su soberano. El ejecutor miró a lo alto boquiabierto y paralizado, en tanto que Quiebra Acero se arrojaba al suelo, presa de temor.

Había otro prisionero, no muy lejos, y Ariakas reconoció el aturdido rostro de Whez Piedra de Lava. Al parecer Rackas no había perdido tiempo en reunir a sus enemigos: unos guardias rodeaban a Piedra de Lava, por lo visto en pleno proceso de colocarle cadenas en muñecas y tobillos cuando la aparición del dragón detuvo repentinamente toda actividad.

De repente, Whez Piedra de Lava pareció sacudirse de encima los efectos provocados por la irrupción de la criatura; al menos hasta el punto de liberarse con un forcejeo de los dos guardias que le sujetaban los brazos. Tras dejar fuera de combate a uno con una violenta patada, el robusto zhakar le arrebató la daga del cinto al segundo soldado, arrancándole las tripas a continuación.

—¡Detenedlos! ¡Matadlos! —chilló Rackas Perno de Hierro, rey de Zhakar.

El monarca empezó a balbucear y gesticular mientras la horrorosa figura se abalanzaba hacía él. En respuesta a sus órdenes, la guardia real arrojó las armas y salió huyendo tan deprisa como se lo permitían las rechonchas piernas… Todos salvo aquéllos, claro, que se desplomaron, paralizados por el terror.

Ariakas pensó en la espada verde que llevaba a la espalda, en la siseante nube de gas venenoso que podía proyectar a través de esas salas, pero no tardó en desechar la idea, tachándola de extravagancia.

Fuego Sepulcral desplegó las enormes alas y se posó justo ante el gran trono de piedra del soberano. Los labios del reptil parecieron curvarse en una mueca divertida cuando la criatura paseó la mirada por aquella escena de temor y confusión.

Ariakas vio moverse algo en las sombras de detrás del segundo de los grandes tronos. Varios de los guardias estaban acurrucados allí, paralizados por el miedo, pero una figura embozada se escabulló. El guerrero distinguió un reborde dorado en la oscura túnica, y reconoció a Tik Orador Insondable.

—¡Mátalo! —rugió Ariakas a su montura, señalando la figura que huía.

El dragón volvió la amplia testa. Las fauces cubiertas de afilados dientes se abrieron, y una bocanada preliminar de humo brotó de los negros ollares del animal. A continuación una erupción de abrasador fuego oleoso surgió de la aterradora boca, para sisear y chasquear alrededor del segundo trono e incinerar a los guardias que se habían refugiado allí; el voraz fuego flotó más allá, y en un instante envolvió a la figura de la túnica con adornos dorados.

Incluso a pesar del increíble y asesino calor del llameante aliento, Tik Orador Insondable consiguió chillar durante un buen rato; pero cuando por fin aquel infierno se apagó, todo lo que quedó de él fue un negro pedazo de carbón, mucho más pequeño que el cuerpo de un zhakar.

Rackas Perno de Hierro saltó de su trono e intentó trepar al estrecho nicho situado tras él, un nicho en el que sólo había espacio para su cabeza y hombros. El terror que demostraba era a la vez patético y agradable, y no parecía un personaje digno de la atención de Ariakas o de Fuego Sepulcral.

Tampoco fue necesario que le prestaran tal atención. Whez Piedra de Lava, tras eliminar al segundo guardia, corrió hacia el monarca, haciendo caso omiso de la cabeza de dragón que se alzaba sobre él. En cuanto alcanzó a la figura acurrucada le hundió la ensangrentada daga en la espalda. Tras retirar el arma con un triunfal grito histérico, volvió a clavarla, acuchillando al moribundo rey en el cuello.

—¡Rackas Perno de Hierro está muerto! —anunció, levantando en el aire la sangrienta arma.

Bruscamente, los ojos de Whez Piedra de Lava se encontraron con los de Ariakas. La mirada del zhakar titubeó, y el guerrero pudo ver cómo el miedo aparecía en ella… Aun así, el enano no se amilanó ante los aterradores intrusos.

—Júrame lealtad, y a ti y a tu gente se os permitirá vivir —declaró Ariakas—. ¡Vacila, y te reunirás con tu rey en la muerte!

—¡Lo juro! —exclamó el enano, postrándose ante el dragón y el humano. A continuación se alzó a toda prisa y se dirigió a sus compatriotas.

—¡Reclamo la corona de Zhakar! —gritó—. ¿Hay alguien dispuesto a aceptar mi desafío en la arena?

Durante un buen rato la gran sala permaneció en silencio, mientras los zhakars iban regresando despacio hacia los tronos ennegrecidos por el hollín, para observar con recelo los acontecimientos.

—¡Salve al rey Piedra de Lava! —chilló una voz; tal vez la de Patraña Quiebra Acero.

El grito fue coreado al instante, y si bien no fue un retumbo atronador tampoco mostró ninguna nota de disensión.

Whez Piedra de Lava se volvió de nuevo hacia Ariakas y Fuego Sepulcral.

—Tengo entendido que deseas el moho de los laberintos de hongos. Tendrás todo el que desees —prometió.

—Lo sé —repuso el guerrero con un cabeceo satisfecho.

Entretanto, Patraña Quiebra Acero elevó de soslayo un ojo cauteloso desde el suelo, aunque seguía temblando atemorizado por la monstruosa criatura.

—Quitadle las cadenas —ordenó Ariakas, y varios sirvientes se adelantaron para obedecer. El gran lord descendió del lustroso lomo del dragón, y avanzó majestuoso al encuentro de Patraña Quiebra Acero y Whez Piedra de Lava.

—Me llevaré un poco de polvo a Sanction cuando me marche —continuó. Luego se volvió hacia el mercader zhakar—. Tu traición lleva impune demasiado tiempo. Intentaste traicionarme en la plaza de Fuego de Sanction, y allí juré vengarme… Ahora, acepta tu castigo.

La verde espada centelleó, y la cabeza del enano, con el rostro paralizado en una expresión de creciente horror, salió despedida de sus hombros y rebotó contra el suelo.

—Me había servido bien, pero ahora ya no lo necesitaba. —Ariakas se volvió hacia la figura circunspecta del nuevo monarca—. Tú tampoco seguirás vivo una vez ya no me seas útil.

»Enviad una caravana a Sanction cuando haya marchado. Oh, y tendrás que nombrar un nuevo delegado de comercio… alguien que cuente con mi aprobación. Quiero cien barriles de moho en el primer envío, y eso es sólo el principio.

—Pe… pero ¿cuáles son las condiciones? —balbuceó Whez.

—Conocerás las condiciones cuando el moho sea entregado —le espetó el otro—. Ahora… ¡traedme mi muestra!

—¡Deprisa, estúpidos! —aulló Whez Piedra de Lava, chillando a los zhakars allí reunidos que se mantenían bien alejados del impresionante intruso—. ¡Traedle el polvo! ¡Llenad alforjas! ¡Vamos!

Docenas de enanos corrieron a obedecer. Ariakas y Fuego Sepulcral permanecieron alerta para detectar cualquier actividad hostil a su alrededor, pero estaban seguros de que los zhakars se sentían totalmente acobardados.

La mente del guerrero evocó de nuevo el recuerdo de Lyrelee y los deliciosos momentos que ésta le había proporcionado… Sentía un cierto pesar, pero ya pensaba en que habría otras mujeres; tantas como quisiera. Tal vez elegiría a una jovencita esta vez, o a una moza con un poco más de carne sobre los huesos. El problema de sus inevitables muertes le serviría para proporcionar variedad a su vida.

Los pensamientos de Ariakas se desviaron entonces hacia Ferros Viento Cincelador, y la inquebrantable amistad que, al final, había sido el mayor regalo del hylar. Juntos habían compartido un camino de peligros y alegrías, y Ferros había demostrado ser un auténtico compañero para el guerrero; un aliado leal dispuesto a morir o vivir según lo decretara el destino. Sabía que su persona sería más difícil de reemplazar que la de la sacerdotisa.

El humano se sintió invadido por una breve tristeza ante la pérdida de ambos, aunque más por la del enano que la de la mujer: comprendía que tal vez Ferros Viento Cincelador le había ofrecido una amistad y lealtad que sería única en su vida.

Pero enseguida, sus pensamientos se concentraron en el futuro. Mientras los enanos acarreaban grandes alforjas llenas de polvo de moho, imaginó la riqueza que ese tesoro generaría en Sanction, ya que pensaba cobrar al templo por sus servicios. Con aquel dinero, y el poder que le llegaría en virtud de su nuevo compañero, el camino hasta la ardiente ciudad estaba cubierto de promesas.

Ariakas sabía que, más allá de Sanction, aquel sendero lo conduciría a nuevas cimas de conquista y dominio. ¡Legiones de draconianos marcharían bajo su estandarte! Llegaría un momento —muy pronto— en que naciones enteras, en que todo Ansalon temblaría ante la mención de su nombre… cuando, con el respaldo de su Reina de la Oscuridad, ¡él, el gran lord Ariakas gobernara el mundo!