Fuego Sepulcral
Lo primero que Ariakas sintió fue un terror absoluto y paralizador; una debilidad que se extendió por músculos y huesos, y amenazó con hacerlo desfallecer. El dragón permaneció inmóvil, pero su mera presencia conturbó los sentidos del humano. De improviso, y por primera vez en su vida adulta, Ariakas se sintió insignificante y débil.
Muy despacio, el reptil bajó la cabeza, plegando las alas contra los costados. El humano lo estudió durante un buen rato, y acabó por preguntarse si realmente se había movido en algún momento. Sí, se dijo: se había movido.
La inmensidad de la criatura lo aterraba. El supremo poder y elegancia del poderoso cuerpo lo tenían hechizado, lo abrumaban hasta tal punto que no era capaz de sentir más que una vaga sensación de reverencia. Que el monstruo se encontrara al parecer encerrado en una especie de jaula no cambiaba nada, pues Ariakas tenía la impresión de que la criatura podía doblar aquellas barras con un tirón de sus garras o fundirlas con una bocanada de su abrasador aliento.
Durante mucho tiempo —horas, como mínimo— el guerrero permaneció allí sentado, inmóvil, extasiado por la magnífica criatura que tenía delante. Tras el inicial despliegue de alas, el dragón se sumió en tal letargo que podría haberse tratado de una estatua, suspendida en aquella enorme jaula, en el centro de la gigantesca cueva.
La ardiente luz del fondo siguió aumentando en intensidad; o era eso, o es que los ojos de Ariakas habían desarrollado un sentido de la oscuridad más agudo del que habían mostrado con anterioridad. En cualquier caso, empezó a distinguir detalles del reptil.
El dragón estaba cubierto con una superficie de ondulantes escamas de un rojo brillante que, bajo el reflejo del resplandor de las hirvientes brasas, brillaban individualmente como iluminadas por un millar de tenues fuegos interiores. Las puntiagudas y erizadas crestas que rodeaban la enorme testa daban a la criatura un aspecto feroz y temible.
Durante esta inspección, los grandes ojos del reptil permanecieron cerrados, y el humano no consiguió distinguir ningún movimiento de los flancos ni los ollares; nada que indicara que estuviera vivo. Pero el recuerdo de aquellas alas que se flexionaban seguía vivo en él, pues era el gesto más espectacular que había contemplado jamás.
Ariakas olvidó que se encontraba atrapado allí, sin un modo aparente de huida. Toda su atención se mantuvo absorta en el poderoso reptil, el ser cuya presencia tanto lo había aterrorizado y aturdido. Sin embargo, a medida que transcurrían las horas y su terror se esfumaba, empezó a sentir empatía con la criatura; no se trataba de lástima, sino más bien una sensación de ultraje compartido ante el hecho de que una bestia tan magnífica estuviera encarcelada de un modo tan innoble.
El armazón de la jaula apenas era un poco mayor que el enorme animal, y Ariakas comprobó que no flotaba en el aire, sino que cuatro vigas maestras surgían hacia el exterior del recinto para sujetarlo a las paredes de la enorme caverna. Cada una de ellas era una delgada pero resistente barra de más de cien metros de longitud, y uno de esos tirantes se unía al muro de la gruta a varias decenas de metros del lado en el que se encontraba la estrecha repisa ocupada por el guerrero.
Perdido el miedo a la bestia, Ariakas estudió la barra, preguntándose si le ofrecería alguna forma de abandonar el saliente; pero, aunque podía seguir el angosto tramo hasta llegar a unos diez metros de la pesada estructura de hierro, el resto de la distancia era un superficie vertical de roca resbaladiza. Si el farallón disponía de algo que se pareciera a una ladera, ésta se inclinaba hacia el exterior, lo que creaba un apenas perceptible alero, motivo por el que tuvo la seguridad de que si intentaba llegar hasta la viga, cualquier paso que diera provocaría una caída fatal.
Empezó a pasear, enojado, girando en redondo y con cuidado sobre la estrecha repisa al llegar al final de cada extremo. No podía creer que su destino lo hubiera conducido hasta allí para que muriera de hambre; para que realizara ese gran descubrimiento y a continuación pereciera antes de poder compartir la verdad con el mundo.
¡Los dragones vivían! Las legiones de la Reina de la Oscuridad volverían a desfilar por Krynn. Al tiempo que la comprensión se abría paso en su cerebro, el guerrero se hizo una solemne promesa: ¡él, el gran lord Ariakas, viviría para cabalgar a su cabeza! Con enfurecida determinación, alargó el brazo por encima del hombro y sacó la enorme espada, blandiéndola hacia lo alto en un gesto de decidido desafío.
—¡Escaparé! ¡Serviré a mi reina! —exclamó, y la voz resonó a un lado y a otro por la enorme cueva. Durante interminables segundos las palabras regresaron a él en titubeantes series de ecos.
—¿Quién… está ahí?
La atronadora y profunda voz hizo la pregunta en un curioso tono vacilante, como si los labios y la lengua del que hablaba no se hubieran movido durante un considerable espacio de tiempo. De todos modos, a Ariakas no le cupo ninguna duda sobre la identidad de su interlocutor.
—¡Soy yo! —se jactó el humano ante el dragón, contemplando cómo la gran cabeza se alzaba de su plataforma—. ¡Soy el gran lord Ariakas, leal campeón de Takhisis, y señor de los ejércitos que marcharán en su nombre!
—Muy impresionante —tronó la voz del dragón, en tono respetuoso. Entonces el humano pudo ver el destello de los enormes ojos, cada uno una órbita amarilla teñida de rojo por las infernales hogueras del fondo—. Me siento muy honrado ante la presencia de tan ilustre visitante.
Nada en el tono del dragón indicaba ironía; pero de repente Ariakas cayó en la cuenta de lo grotesco de su bravata.
—Y ¿cómo te llamas tú, gran dragón? —inquirió en un tono mucho más humilde.
—En la era de las Guerras de los Dragones, se me conocía como Fuego Sepulcral —respondió el monstruo—. Aunque sospecho que eso fue hace mucho tiempo. Lo cierto es que ha transcurrido más de una era desde la última vez que abrí los ojos.
El corazón de Ariakas empezó a latir con fuerza, y de nuevo sintió aquella sensación de estar predestinado; una seguridad de que no perecería, solo y olvidado, en ese lugar.
—¿Por qué despiertas ahora? —quiso saber.
El dragón sacudió la poderosa testa, pensativo, balanceándola de un lado a otro.
—No lo he hecho… ¡fue mi reina! ¡Ella me llamó en mi sueño, y yo obedecí! ¡No me ha olvidado!
—¡La reina te habla, nos habla a ambos, a través de esto! —El guerrero esgrimió su espada, y el sinuoso cuello de la criatura alzó la enorme testa en forma de cuña. A todas luces interesado, Fuego Sepulcral observó al humano con un nuevo respeto.
—¿Por qué has venido aquí, guerrero? —inquirió el Dragón Rojo con voz siseante.
De repente, Ariakas supo la respuesta.
—Vine aquí debido a esta arma… ¡y la voluntad de nuestra señora! A causa de su profecía: «¡En el corazón del mundo, le prenderá fuego al cielo!».
De nuevo alzó la espada, y empezó a preguntarse si había adivinado su propósito, comprendido ya la importancia de la hoja azul.
—También a mí se me hizo una profecía —indicó el dragón con calma, a pesar de que la profunda voz estaba teñida con una incongruente nota de temor—. Cuando Huma y sus endemoniadas lanzas nos derrotaron, la reina nos ordenó abandonar Krynn, para languidecer en el exilio y el destierro, más allá del recuerdo de los hombres.
»Pero cuando abandonamos este mundo nos hizo varias promesas. Nuestro exilio sería prolongado, nos advirtió, pero no sería eterno. Y cuando me envió aquí, a esta solitaria prisión, me hizo una promesa a mí solo.
—¿Qué… qué fue lo que te dijo? —inquirió Ariakas con los nervios a punto de estallar.
—Dijo que la había servido bien… que la había complacido. Cuando yo despertara, ella me tendría reservado un papel muy especial. Cuando llegara el momento de su llamada, me enviaría al más importante de sus servidores: a su campeón. ¡Volaríamos juntos, y yo lo transportaría por los cielos en medio de una llamarada!
—¿Por qué estás prisionero, entonces… encerrado en una jaula? —preguntó el humano.
—El campeón de Takhisis me liberaría —afirmó el reptil.
—¿No puedes doblar los barrotes? ¿Fundirlos con tu aliento?
—Lo intenté, antes de echarme a dormir —suspiró Fuego Sepulcral—. Estas barras son una aleación de cobre y hierro, demasiado fuerte incluso para mis músculos. Cuando lancé mi aliento, las llamas se limitaron a rodear el metal, sin debilitarlo.
De improviso, Ariakas recordó un relato de sus lecciones en el templo, y con una repentina lucidez lo comprendió. ¡Era la hoja azul!
—Te pido tu solemne promesa, Dragón Rojo —dijo, solemne—, de que cuando te libere, me sacarás de este lugar y me servirás, ¡como servimos a la reina que nos ha concedido vida y poder! ¿Me harás esa promesa?
—No soy una criatura servil —repuso el otro con cautela—. Tampoco veo cómo podrías liberarme de esta jaula. Te concederé lo siguiente, en el caso de que encontraras un modo de romper los barrotes que me aprisionan: te sacaré de este lugar y te ayudaré en tus batallas contra los enemigos de Takhisis. Del mismo modo que tú mandas sus ejércitos, yo mandaré a sus dragones y, juntos, ¡venceremos a todos los que se interpongan en nuestro camino!
—No será mi poder el que te liberará, será el de la reina en persona —replicó Ariakas—. Y en ese poder contemplarás el destino que nos une. No, realmente no eres una criatura servil. Servirás sólo del mismo modo en que yo lo hago…, con el reconocimiento de que en el caso de Takhisis nos postramos ante un poder que convierte en insignificante a cualquier otro de este mundo.
—De acuerdo, gran lord Ariakas —contestó Fuego Sepulcral—. Te hago mi promesa de alianza… si se me libera de mi encierro.
Ariakas se colocó en el borde de la estrecha plataforma, en el punto más próximo al lugar donde el puntal de metal se unía a la pared de la cueva y, con cuidado, con reverencia, levantó la hoja azul, totalmente seguro de cuál era la voluntad de la Reina de la Oscuridad, y de su poder, tal y como ésta lo daría a conocer mediante la espada.
—Escuchadme, majestad —murmuró—. ¡Y mostradnos vuestra voluntad!
Un brillante fogonazo estalló en la enorme gruta, seguido por una sonora explosión. El estallido chisporroteó, y el guerrero vio que un rayo de energía —como un relámpago enfurecido— siseaba en el interior del puntal de hierro que atravesaba el abismo hasta llegar a la jaula del dragón.
El rugiente trueno creó un eco ininterrumpido en el cavernoso vacío, pero aquello no fue nada comparado con la brillante llamarada de fuego chisporroteante y abrasador que se inició en la larga viga de hierro. Allí donde había caído el rayo, el metal empezó a brillar: rojo, luego amarillo y, por fin, con un blanco inmaculado que relucía como un sol del desierto, y que obligó a Ariakas a desviar la mirada.
La luz siseó a lo largo de la barra en una cascada de humo y chispas mientras corría velozmente hacia el encerrado dragón. La ondulante explosión dejó un rastro de ascuas relucientes, y Ariakas percibió un olor acre a quemado en el aire a su alrededor.
En un instante, el estallido de poder llegó hasta la jaula, y toda la estructura de barrotes quedó perfilada en una luz cegadora y abrasadora. Tras las rejas, el enorme animal se acurrucó contra el suelo en un intento de escapar a la magia que humeaba y echaba chispas a su alrededor.
A continuación, con una explosión que engulló los ecos del rayo, la estructura de metal se hizo añicos, y una lluvia de refulgentes pedazos de hierro cayó sobre la enorme gruta, algunos de ellos fueron a aterrizar en la repisa junto a Ariakas, mientras que muchos más cayeron a las humeantes profundidades de la sima. El sonido del destructivo estallido rebotó, ensordecedor, de un lado a otro, de modo que la cueva pareció rugir con la voz del mundo. Luego, lentamente, el estruendo cesó.
El humano mantuvo los ojos fijos en el enorme reptil. Fuego Sepulcral cayó al vacío en cuanto la jaula se hizo añicos, y de nuevo vio el guerrero cómo las alas se desplegaban. En esa ocasión, sin limitaciones de espacio, se extendieron en toda su envergadura, entre crujidos de sus entumecidas articulaciones y, cuando la criatura las batió arriba y abajo, levantaron una ráfaga de aire que llegó hasta Ariakas como una fresca brisa.
El dragón descendió en picado, girando con elegancia hacia la izquierda, para a continuación planear por la cueva describiendo un círculo completo en su interior. Luego, al aproximarse al saliente donde aguardaba el humano, la criatura alargó el cuello hacia arriba y, con una veloz inclinación de la cola, se elevó veloz hasta la estrecha repisa de piedra, para colocarse a los pies mismos del gran señor.
El humano contuvo la respiración. El ser había sido liberado; ¿mantendría la poderosa criatura su palabra? Fuego Sepulcral volvió aquellos enormes ojos, que ahora refulgían con un brillante tono amarillo, en dirección a Ariakas, y lanzó un triunfal y jubiloso rugido de placer, poder y promesa.
El ser se aferró a la repisa con las garras delanteras. Las alas batieron con fuerza mientras las aceradas zarpas se clavaban en la roca que empezaba a desmoronarse. Durante todo un segundo, el guerrero mantuvo la vista fija en aquellos enormes ojos, contemplando las negras pupilas que hendían en vertical los amarillos iris. A continuación, con apenas el rastro de una sonrisa burlona en el amplio y colmilludo hocico, el Dragón Rojo inclinó la cabeza en una solemne reverencia.
Ariakas volvió a sentir un temor sobrecogedor, pero se mantuvo inmóvil, sosteniendo la enorme espada. Observó, distraídamente, que la hoja era en ese instante verde, un verde brillante que recordaba el follaje de una gruta tropical. Era, se dijo, un color muy hermoso, que daba al arma una apariencia más de objeto sagrado que de herramienta, y con suavidad, casi con veneración, volvió a guardarla en su funda.
Fuego Sepulcral batió otra vez las poderosas alas, y el humano observó que los músculos del dragón se tensaban en los antebrazos y el lomo. Demasiado pesada para flotar inmóvil, la criatura se esforzaba por mantener su posición en el aire.
Impetuosamente, el guerrero subió a la enorme garra delantera, y el cuello reptiliano se elevó para ir a su encuentro y proporcionarle una especie de pasamanos lateral mientras el humano recorría la tirante y fornida pata, sin apenas ser consciente del terrible abismo que se abría a sus pies. Tras sujetarse a las escamas del cuello del animal, se deslizó hasta los amplios hombros y se acomodó en una depresión natural situada entre las inmensas alas del ser.
Sin soltarse de las escamas, Ariakas sonrió con ferocidad cuando Fuego Sepulcral volvió la testa para encontrarse con la mirada de su jinete, y también las fauces del dragón se abrieron en una mueca cruel, al tiempo que un larga lengua bífida asomaba por entre los labios.
Entonces, con un potente impulso, Fuego Sepulcral se apartó violentamente de la escarpada repisa. Por un instante, Ariakas se sintió ingrávido, y sólo sus manos que se sujetaban con fuerza impidieron que saliera despedido al abismo. Luego, de repente, las alas del dragón se movieron, hendiendo el aire y encajando con firmeza al humano en aquella silla de montar natural.
Con otro poderoso aleteo, el Dragón Rojo zigzagueó hasta colocar a ambos en un veloz planeo y, a continuación, empezaron a elevarse más y más, ascendiendo en un movimiento en espiral…, listos para prender fuego al cielo.