Huida desesperada
Ariakas golpeó con desesperación la piel cubierta de costras de la criatura, deteniendo su pesado avance el tiempo suficiente para levantar al hylar en brazos. Juntos, recorrieron el pasadizo con paso inseguro, huyendo de aquellos horrores de andar lento y pesado. El guerrero lanzó una última mirada al cuerpo de Lyrelee y vio cómo la mohosa criatura que iba en cabeza pateaba a un lado el cadáver con una de sus gigantescas extremidades. Luego, el humano corrió con todas sus fuerzas, mientras los pulmones bombeaban aire y las piernas redoblaban el paso para alejarlos de los monstruos.
Parecía como si hubieran transcurrido horas cuando se derrumbó, dejándose caer contra la pared de la cueva para, a continuación, resbalar hasta el suelo, con Ferros cayendo de sus brazos y desplomándose a su lado. El enano también jadeaba, pero no de agotamiento. El pálido brillo del sudor en la frente del herido y la lividez de la piel indicaron a Ariakas que su compañero sufría terriblemente. El hylar se rascó apáticamente la piel, que se desprendió en grandes pedazos escamosos.
—¿Qué hay de la espada? ¿Puedes freír a esas criaturas de la ciénaga con ella? —siseó Ferros apretando los dientes por causa del dolor.
—¡No, no puedo usar la hoja azul! —replicó Ariakas, sacudiendo la cabeza contrariado.
El hylar no respondió, y se volvió para mirar el corredor por el que habían venido. Unas formas voluminosas se movían entre las sombras, y no necesitó ver más para comprender que los perseguidores avanzaban con implacable determinación.
—Sigue adelante… ¡sin mí! —jadeó el enano—. ¡Es el único modo de que consigas escapar!
Ariakas permaneció silencioso, contemplando cómo el más próximo de los enormes monstruos avanzaba, arrastrando las patas, hasta llegar a la periferia de la luz creada por su conjuro. No se sentía capaz de mirar a su compañero, tal vez porque sabía que éste tenía razón.
—Mira, guerrero, yo vine aquí en busca de un reino enano en las Khalkist —dijo el hylar, y el tono de su voz fue adquiriendo firmeza a medida que desterraba el dolor a algún punto remoto de su conciencia—. Quería localizar este lugar… y, ahora, él me reclama.
—Vengaré esta traición —prometió Ariakas, sorprendido ante lo apagada que sonaba su propia voz.
—¡No es eso a lo que me refiero! —le espetó Ferros, antes de cerrar con fuerza los ojos, víctima de un espasmo de dolor que sacudió su cuerpo maltrecho—. Lo que quiero es esto: si alguna vez te encuentras con un enano de Thorbardin, infórmale de que ¡no hay enanos en las Khalkist! Al menos no hay ninguno digno de ese nombre; ninguno que pueda servir como aliado de Thorbardin.
El herido volvió a callar, y su respiración se tornó un jadeo entrecortado. El guerrero contempló las grotescas figuras de los monstruos. El primero se había detenido temporalmente, para dar tiempo a que sus compañeros se reunieran con él; pero enseguida, en forma de grupo apelotonado y amenazador, volvieron a iniciar la lenta aproximación.
El hylar abrió los ojos, y contempló con fijeza a su amigo cuando éste le devolvió la mirada.
—Cuando Thorbardin se encuentre con Zhakar —gruñó, la voz preñada de cólera—, no será como aliado, sino como enemigo. ¡Y eso es algo que preferiría no ver en vida!
—Vamos —repuso Ariakas con voz ronca. Sus músculos protestaron, pero se incorporó entumecido y alargó los brazos hacia Ferros.
—¡No! ¡Vete! —gritó el enano, empuñando el hacha con la mano sana. La pierna aplastada sobresalía en un extraño ángulo, y un creciente charco de sangre teñía el suelo a su alrededor. Sentado, con la espalda apoyada en un saliente de la pared de la cueva, Ferros giró para enfrentarse a los monstruos que se acercaban, en ese momento apenas a unos pasos de distancia.
—¡Muévete! —gritó el enano con voz estridente a causa del dolor y la rabia—. ¡No hagas que mi muerte sea inútil también!
Con aquellas palabras resonando en los oídos, Ariakas dio media vuelta y salió corriendo. De alguna parte, su corazón y sus pulmones sacaron las energías suficientes, y sus botas golpearon el suelo, aunque no con fuerza bastante para ahogar la recriminación que sonaba en su mente.
Giró por un pasadizo, precipitándose ciegamente en la dirección que creía que lo llevaría de vuelta a los laberintos acuáticos. ¿Hacia dónde habían girado los zhakars desde aquí? No lo recordaba, de modo que se limitó a adivinar, sin dejar de correr por los malsanos pasadizos de piedra de los profundos laberintos.
Otro recodo, otra cueva tortuosa. Ésta no le resultó conocida; Ariakas se dio cuenta de que recorría un pasadizo que descendía poco a poco, y no recordaba haber subido por ninguno al entrar. De todos modos, no podía detener su huida, no deseaba siquiera tomarse un respiro para comprobar si los monstruos lo seguían aún.
Finalmente se detuvo, recostándose en la rocosa pared y esforzándose por llevar aire a sus pulmones hasta que sus jadeos se convirtieron en una simple respiración. Cuando por fin fue capaz de escuchar otra cosa que no fuera su resuello, el característico sonido del avance de las mohosas criaturas le llegó desde el otro extremo del pasillo, instándolo una vez más a escapar.
Poco a poco, a medida que corría, la fatiga quedó relegada a un segundo plano. Siguió corriendo pesadamente, sin percibir el desgarrador dolor en sus pulmones, ni la tos seca que brotaba de su garganta. En cambio, su mente se concentró exclusivamente, hasta el punto de resultar obsesiva, en una única cosa:
Los zhakars pagarían por aquello. Empezaría por el patético monarca, Rackas Perno de Hierro, pero su venganza proseguiría mucho después de que aquel villano hubiera muerto. El erudito, Tik Orador Insondable, merecía morir de un modo atroz. Toda la gente, toda la nación, juró, pagaría por la perfidia con la que habían recibido a los emisarios de la Reina de la Oscuridad.
A su llegada al reino enano, Ariakas había tenido intención de forjar un tratado con los zhakars y pactar un acuerdo comercial que resultara beneficioso para ambas partes. Pero ya no sería así: negociaría como señor, como conquistador; dictaría las condiciones del acuerdo, ¡y mataría personalmente —y con gran regocijo— a todo enano mohoso que se opusiera a las abusivas condiciones!
Cómo obtendría esta supremacía era un detalle que, por el momento, no contemplaba; ¡pero fue un bálsamo para su espíritu el hecho de limitarse a tomar la decisión de que se vengaría! Tanto si era el arma que empuñaba lo que acabaría con ellos, o la potencia de un ejército formado bajo las órdenes de Ariakas o cualquier otro elemento de poder y destrucción, los enanos de Zhakar comprenderían la insensatez de su traición.
La feroz decisión mantuvo su resistencia física más allá del agotamiento total y, cuando por fin aminoró la frenética carrera, se sentía no tan sólo físicamente repuesto, sino espiritualmente fortalecido. Percibía la voluntad de la Reina de la Oscuridad en el resurgimiento de su energía, y dedicó unos instantes a descansar.
La rabia provocada por la muerte de Lyrelee se había desvanecido; como la mujer de la torre, que para él pertenecía ya casi a un pasado remoto, la joven se había convertido en un recuerdo agradable de su vida anterior. En un principio, la rápida mitigación de su dolor le pareció fría y brutal; pero no tardó en comprender con claridad que ¡Takhisis lo protegía y cuidaba! Todos los demás eran personas ajenas a él, herramientas pensadas para ayudarlo a llevar a cabo la voluntad de la diosa.
¿Incluso Ferros Viento Cincelador? ¿Era también él un mero accidente en su vida? La pregunta penetró en su cerebro, y le dio vueltas a la idea durante unos pocos segundos antes de dar con la respuesta.
Sí; incluso Ferros.
—Mi reina, sigo siendo vuestro siervo —susurró Ariakas, y las palabras surgieron de lo más profundo de su alma—. Vuestro instrumento, vuestro esclavo; pero, por favor, ¡os lo ruego!, ¡concededme el poder necesario para aplastar a esos gusanos miserables!
Con esa plegaría resonando en su cerebro, el guerrero se dio cuenta de que las cavernas de Zhakar se habían quedado totalmente silenciosas a su alrededor. Hacía mucho tiempo que había abandonado los laberintos de hongos y, aunque las paredes de piedra que lo rodeaban rezumaban humedad, no vio la menor señal de setas o moho. Se había perdido por completo.
En ese momento que empezaba a recopilar los fragmentados recuerdos de su larga carrera, tuvo la sensación de que había descendido mucho, muy por debajo del nivel original de los laberintos. Tal vez había elegido la velocidad que proporcionaba una huida pendiente abajo o a lo mejor había escapado instintivamente de los repugnantes enanos que habitaban en la ciudad subterránea situada sobre su cabeza.
Cualquiera que fuera la razón, Ariakas sabía que nunca antes había descendido tanto a las entrañas rocosas de Krynn y se vio invadido por una momentánea sensación de pánico, al darse cuenta de que su hechizo de luz llevaba funcionando muchas horas; pero, entonces, como una presencia tranquilizadora, percibió el aura de su diosa, y supo que ella no dejaría que se consumiera en la oscuridad. Al menos, no entonces…, no cuando se encontraba tan cerca.
Ese conocimiento fue como un mazazo: algo que percibía en el aire que lo envolvía, que sentía con una certeza que hacía que se encolerizara consigo mismo por no haberse dado cuenta antes.
«En el corazón del mundo…».
En alguna parte, no muy lejos, en algún sitio en el interior de esas profundidades sin sol, había una cosa que Takhisis quería que él encontrara; una cosa que… «¡prenderá fuego al cielo!». Era ella quien lo había guiado hasta allí, no los impulsos inconscientes de su propio pánico.
Sintió que una enorme sensación de alivio lo inundaba, creciendo hasta convertirse en una oleada de determinación. Ella lo había conducido hasta allí; él haría el resto. Con expresión torva asió la espada, iniciando con cautela la marcha por la subterránea negrura mientras dejaba que el nítido haz de luz de su gema pusiera de relieve todas las estalagmitas talladas por el tiempo, todas las rocas cubiertas de limo y las cristalinas superficies de los estanques.
Avanzó con la cautela innata del guerrero veterano; pero era un guerrero atacante, que no temía enfrentarse al peligro. Siguió adelante por el túnel hasta que llegó a una estrecha hendidura, donde la erosión había creado un empinado canal que descendía hacia la izquierda. Sin vacilar, abandonó el pasillo principal para penetrar en la angosta abertura, deslizándose por entre las paredes de piedra sin prestar atención al hecho de que cada paso lo alejaba más de la luz del sol y el aire libre.
El techo de piedra se cernía sofocante sobre su cabeza, ya que el barranco formaba un largo túnel que descendía unos treinta metros. A mitad de camino, Ariakas resbaló sobre un tramo de arena y se deslizó dando tumbos. A punto estuvo de salirse del conducto, pero una oscuridad total le advirtió del peligro. Extendió las manos hacia las paredes de ambos lados, y con las botas ya fuera del final del pasadizo, consiguió detener la caída.
Con sumo cuidado invirtió la posición, de modo que la cabeza le colgara al exterior y permitiera que la gema iluminara la zona. Descubrió que el barranco terminaba en la ladera escarpada de una enorme caverna sin luz. Unos cuantos guijarros cayeron cuando movió la mano, y oyó cómo rebotaban y tintineaban durante un largo rato. Justo debajo de él, una grieta en el muro descendía hacia el fondo, formando una estrecha chimenea en aquel acantilado de las profundidades, y se le ocurrió que, tal vez, podría descender por aquella rampa sin caer al vacío. Las paredes de piedra estaban lo bastante cerca entre sí para que se sujetara con los brazos, y parecía haber numerosos peñascos insertados en la base, que podían servir como puntos de apoyo para los pies, suponiendo, claro está, que estuvieran lo bastante encajados para no soltarse y caer en forma de avalancha de piedras.
De todos modos, el irrefrenable impulso de descender, de adentrarse más en el reino de las rocas, no le dejaba alternativa posible. La sinuosa grieta que tenía detrás no conducía a otra parte que no fuera arriba, y Ariakas no estaba interesado en rodeos que requirieran excesivo tiempo.
Así pues, volvió a cambiar de posición, y sacó los pies fuera de la abertura, sujetándose con las manos hasta que pudo bajar las piernas y colocarse sobre una de las piedras que sobresalían. A continuación empezó a bajar con cuidado, con las manos bien apuntaladas a ambos lados del estrecho tobogán.
Cuando bajó la mirada hacia la cueva, la diminuta luz quedó engullida por una zona de oscuridad que parecía infinita. Uno de los pies hizo rodar una roca, que se estrelló algo más abajo con un chasquido seco. El eco del sonido tardó varios segundos en llegar hasta él. Luego, sin embargo, el sonido se repitió durante un interminable minuto, rebotando a un lado y a otro a través de un enorme espacio resonante.
De repente, las rocas bajo sus pies resbalaron en una ruidosa cascada, y el guerrero cayó violentamente de espaldas y empezó a descender a toda velocidad por la rampa. Alargó las manos en un intento de frenar el descenso, pero no encontró más que piedra lisa. Los pies golpeaban las rocas situadas debajo, pero éstas se limitaban a soltarse y unirse a la avalancha general.
Ariakas se debatió a un lado y a otro, en busca de cualquier cosa que pudiera detener esa caída incontrolada. Una roca afilada se le clavó en la rodilla, pero consiguió aferrarse a ella mientras descendía. Otra piedra de buen tamaño se estrelló contra su rostro, provocando que le sangrara la nariz y que sus dedos soltaran el improvisado asidero.
Los sonidos del desprendimiento de piedras alcanzaron un crescendo a su alrededor, y se dio cuenta de que la rampa adquiría una mayor pendiente. Durante un momento de terror se encontró cayendo en el vacío mientras luchaba por permanecer erguido. Luego, golpeó con aturdidora violencia contra una superficie sólida. Algo plano lo sostenía en parte, pero notó que resbalaba hacia un lado. Por un segundo se balanceó al borde del precipicio, mientras las rocas pasaban rodando junto a él, aplastando sus manos a la vez que intentaba agarrarse a algo, a cualquier cosa. Los pies patalearon en el aire, seguidos por el torso, y en ese instante sus dedos localizaron una hendidura y se aferraron a ella con desesperación. Ariakas había conseguido por fin detener su caída, si bien la mayor parte del cuerpo seguía suspendida en el oscuro vacío.
Respirando entrecortadamente, el guerrero parpadeó con fuerza para intentar quitarse el polvo de los ojos. Lanzó un pie hacia arriba, lateralmente, y consiguió encajar la bota en el borde del que colgaba sujeto por las puntas de los dedos. A continuación, con un supremo esfuerzo, se aupó hasta conseguir sentarse en una estrecha repisa rocosa. Por suerte no había perdido el yelmo durante la caída, y aprovechó para barrer los alrededores con el haz de luz.
Inmediatamente comprendió que se encontraba en una situación muy apurada. La repisa era estrecha —no tenía más de un metro de anchura— y su longitud era de unos doce pasos. Bajo ella, el subterráneo farallón descendía en picado para perderse en las tinieblas del fondo, en tanto que una pared igual de vertical se elevaba sobre su cabeza. Incluso la rampa por la que había bajado se convertía, en el último tramo hasta esta repisa, en una chimenea recta que no ofrecía ninguna ruta para trepar hacia lo alto.
Desanimado, Ariakas proyectó la luz hacia fuera, donde fue tragada por la tenebrosa inmensidad del lugar. No veía nada más allá de ese desnudo acantilado, un angosto sostén que tal vez le permitiría andar unos pocos pasos en cualquier dirección. Contrariado dio una serie de puntapiés a las piedras sueltas de la repisa, haciéndolas rodar al vacío mientras escuchaba con temor cómo los sonidos de la caída tardaban un buen rato en llegar hasta él.
De repente, el suelo de roca se estremeció, y un sonoro chasquido resonó en el aire. El saliente tembló, y Ariakas cayó de lado, gateando, enloquecido, en busca de un punto de apoyo. Cuando volvió a sentirse seguro, cerca del borde, miró hacia abajo, y parpadeó sorprendido.
¡Se veía luz allí! A una gran distancia por debajo de él, algo enorme bullía y relucía, proyectando una tenue pero cada vez más potente claridad. El resplandor poseía el tono rojo de las ascuas, aunque parecía filtrarse a través de una especie de neblina.
Tapó a toda prisa la reluciente gema para ocultar por completo la luz que proyectaba, y se encontró con que seguía viendo el resplandor. A decir verdad, con la luz de la joya tapada, podía distinguir con toda claridad el sombrío fulgor rojizo que se elevaba de las profundidades. Era como si contemplara un pozo insondable, en cuyo fondo ardiera una humeante hoguera. Espesos vapores oscurecían el aire, retorciéndose a un lado y a otro, alborotados por las corrientes y el movimiento ascendente del aire, y en el interior de la espesa nube llameaba un potente calor… Un calor como el del río de lava de Sanction, o incluso el de las fundidas entrañas de los Señores de la Muerte.
Bajo la iluminación de ese fuego infernal, y a medida que sus ojos se acostumbraban a las condiciones del lugar, el humano contempló el otro extremo de la caverna, y experimentó una sensación de asombro que se convirtió rápidamente en temor reverencial. Era como si estuviera sentado en la ladera de una montaña gigantesca, contemplando las cimas de sus compañeras de cordillera, a juzgar por la inmensidad del panorama…, con la excepción de que éstas eran cumbres que se inclinaban hacia el interior, para juntarse en lo alto en una enorme cúpula de piedra, como un falso cielo en las alturas.
Inmensas superficies de tosca piedra quedaban perfiladas por el resplandor rojizo, iluminadas desde abajo como grandes rostros cabizbajos reunidos alrededor de un fuego mortecino y agonizante. La amplitud del lugar provocaba en el guerrero la sensación de ser una criatura diminuta, un insecto insignificante sobre el muro de una fortaleza enorme.
Sólo tras varios minutos de aturdida contemplación se dio cuenta de que algo obstruía su visión al otro lado del inmenso espacio. Y descubrió que, a medio camino entre él y la pared opuesta de la cilíndrica gruta, una borrosa estructura en forma de reja daba la impresión de flotar en el aire.
Sus ojos se ajustaron mejor a las tinieblas, y distinguió unas vigas largas y muy delgadas que surgían de las paredes de la cueva para ir a unirse en aquella especie de armazón.
Ariakas examinó su forma durante un buen rato y, poco a poco, se dio cuenta de que se trataba de una jaula, y que en su interior había algo enorme, de un tamaño increíble, aprisionado por las barras de hierro que la cerraban por todos los lados, incluida la parte superior y la inferior.
Entonces, con un poderoso desplegar de alas y cola, la cosa se movió. Alzó el largo cuello, extendió unas enormes zarpas de afiladas garras y… Ariakas comprendió más allá de toda duda que un dragón había regresado a Krynn.