22

Laberintos de moho

Ariakas, que tenía un sueño ligero, escuchó un ruido en la antesala situada frente a su habitación. Alzándose en silencio de la cama, sujetó con fuerza la tranquilizadora empuñadura de su arma y cruzó la estancia hacia el umbral en tinieblas. Aguzó los oídos, sin éxito, para detectar algún otro sonido.

—Oh, hola, guerrero. —Reconoció la voz de Ferros Viento Cincelador, cuyo tono parecía indicar que el hylar se encontraba de muy mal humor.

—¿No podías dormir? —preguntó.

—Es esta maldita picazón —se quejó el enano, y Ariakas lo oyó rascarse con energía al tiempo que profería una serie de juramentos ahogados—. Parece que se extiende —añadió Ferros, y su voz mostraba ahora un tono grave.

—¿Picaduras de chinches? —Ariakas hizo todo lo posible por dar a su voz un aire despreocupado, pero sintió una ominosa sensación de inquietud. Su amigo lanzó un bufido y siguió rascándose.

El guerrero murmuró su hechizo, y la gema de su yelmo —que seguía en el suelo desde donde podía alumbrar la habitación— se iluminó de repente. Ferros retrocedió contra la pared, parpadeando irritado ante el resplandor, y el mercenario se quedó estupefacto ante el aspecto de su amigo, si bien hizo lo posible por ocultar sus sentimientos con una máscara de impasibilidad.

Los dos brazos de Ferros Viento Cincelador aparecían enrojecidos, la agrietada piel se desprendía alrededor de los codos y la descamación se extendía por muñecas y hombros. El hylar se rascó con energía. Pero para Ariakas lo más angustioso era la desfiguración que aparecía ahora en el barbudo rostro del enano. La mejilla derecha de Viento Cincelador estaba hinchada, y una rugosa excrecencia de costras desiguales cubría toda la piel entre el ojo y la barba. De hecho, parte de su vello facial se había desprendido, en forma de guedejas, para dejar al descubierto la característica llaga roja que el mercenario había visto en muchos rostros durante los últimos dos días.

El guerrero sostuvo la franca mirada de su amigo, preguntándose sólo por un instante si el hylar se daba cuenta de lo que le estaba sucediendo. La abatida desesperación que descubrió en ella estaba teñida de rabia, lo que confirmaba que Ferros Viento Cincelador era muy consciente del destino que le esperaba.

—¡No puedo creer que deseara visitar este agujero infernal! —exclamó con brusquedad el enano, cambiando torpemente de tema—. ¡Me hierve la sangre sólo de pensar que estos degenerados provienen del mismo linaje que los clanes de Thorbardin! Cuando contemplo cómo se tratan unos a otros, toda esa estupidez y violencia…

La voz se apagó, y Ariakas respetó el silencio de su compañero. Durante un tiempo, permanecieron sentados codo con codo, cada uno rememorando en privado los acontecimientos de su breve pero profunda amistad. El guerrero se preguntó sobre el futuro: ¿intentaría Ferros regresar a Thorbardin, corriendo el riesgo de extender la epidemia hasta allí? No lo creía, y decidió que, cuando regresaran a Sanction, se encargaría de que al hylar le concedieran un puesto en el templo; algo apropiado a sus aptitudes, que de algún modo pudiera aliviar el dolor de su autoimpuesto exilio.

—¡Fue esa maldita Jarra de Verdín! —bramó Ferros Viento Cincelador—. Esa primera noche… ¡Empezó entonces!

—Pero tú nunca regresaste allí —le recordó Ariakas.

—Parece que eso no importa —replicó el enano—. Es una plaga, y una vez que te contagias, no puedes combatirla. Acabaré como todos estos… —Su voz se perdió en un ahogado silencio y, durante unos largos e insoportables minutos, Ariakas percibió el mudo dolor de su amigo.

—Tal vez podría hacer algo…, podría existir una posibilidad —empezó a decir el guerrero despacio—. Un conjuro contra la enfermedad quizá podría anular la infección.

—¿Tú crees? —Los ojos del hylar se iluminaron esperanzados, y Ariakas sólo pudo encogerse de hombros.

El humano se arrodilló junto a su compañero, inclinó la cabeza y extendió los brazos para posar las manos sobre las úlceras del brazo de Ferros Viento Cincelador. Silabeando el ritual curativo, invocó a la Reina de la Oscuridad, implorando a Takhisis el poder para curar las horribles heridas. Pero la carne permaneció húmeda y rezumante bajo las palmas de Ariakas. El guerrero apretó los dientes en un gruñido animal y buscó el poder, la fe, para curar la terrible enfermedad del enano. Sus dedos tocaron la carne putrefacta en tanto que sus palabras imploraban a Takhisis, pero la diosa siguió sin responder.

Por fin, agotado por el esfuerzo, se dejó caer hacia atrás, presa del desaliento. El hylar apoyó la cabeza contra la pared, con los ojos cerrados con fuerza, como vencido por un gran dolor… Aunque Ariakas sabía que era una herida espiritual, no física, la que agotaba la vitalidad de su amigo.

Algo después, Lyrelee y Patraña Quiebra Acero despertaron. Ambos vieron a Ferros y, aunque los ojos de la mujer se abrieron de par en par, consternados, nadie hizo mención a la dolencia del hylar ni a su rápido avance. Al poco rato hizo acto de presencia una columna de guardias zhakars, cuyo capitán informó a Ariakas que los escoltarían a presencia del rey. Rackas Perno de Hierro en persona les mostraría los laberintos de hongos.

—Ésta es una visita que no pienso hacer —observó Patraña Quiebra Acero mientras los otros se preparaban para ponerse en marcha—. Tengo algunos viejos compañeros que quisiera ver. Me encontraré con vosotros aquí antes de la cena.

—Muy bien —asintió el guerrero, a quien no le disgustó demasiado verse libre del miserable enano durante unas horas.

El monarca de Zhakar ya los esperaba cuando entraron en la avenida. El potente resplandor que emanaba de las dos grandes grutas laterales seguía bañando la enorme sala con un color rojizo, y Ariakas no pudo evitar sentirse impresionado por el espectáculo de las elevadas columnas que se perdían en la lejana oscuridad. La estatua con aspecto animal que enmarcaba el trono del rey se alzaba en la penumbra, como un ser vivo, para proteger —o amenazar— al monarca sentado a sus pies. Dos hileras de jinetes montados en reptiles flanqueaban la senda, y las criaturas inclinaron las escamosas cabezas en señal de respeto cuando Ariakas pasó junto a ellas.

Rackas Perno de Hierro ocupaba el enorme trono a los pies de la gigantesca estatua. El soberano vestía una larga túnica recubierta de pieles y, cuando se puso en pie y avanzó hacia sus invitados, arrastró la prenda por el suelo tras él.

—Los guardias nos escoltarán —les informó Perno de Hierro—. Existen cosas en el laberinto que no siempre son amistosas. —Sin dar más explicaciones, el monarca inició la marcha hacia la entrada de otra cueva abierta en la inmensa caverna.

Ariakas observó que Tik Orador Insondable también los acompañaba, aunque el erudito permanecía en la retaguardia del grupo que acompañaba al monarca. El humano se colocó junto al rey mientras que Lyrelee y Ferros Viento Cincelador los siguieron justo detrás.

El guerrero señaló la enorme boca de la cueva situada al otro extremo de la avenida.

—Da la impresión de que mantenéis enormes fuegos ardiendo en vuestro reino —indicó.

—¡Los pasadizos situados más allá de esa gruta se extienden hasta las entrañas mismas de Krynn! —se jactó Rackas, asintiendo—. Desde las profundidades, las llamas del inmenso Mar de Lava se alzan para calentar Zhakar.

—¿Un mar… bajo vuestra ciudad?

—Desde luego. Ese lago llameante es el origen del fuego y la lava que recorre las Khalkist. ¡Nosotros habitamos en el punto más cercano a su centro!

Penetraron en la pequeña caverna situada en el extremo opuesto a la gran gruta humeante y avanzaron por un pasadizo tallado en la roca.

—Nos aguarda un largo descenso, aunque no tan largo como si bajáramos hasta el Mar de Lava —les informó el monarca cuando llegaron a una de las jaulas de metal que indicaban la presencia de un elevador. Una avanzadilla de guardias, unos diez guerreros, descendió primero y, mientras el grupo aguardaba el regreso de la jaula, Rackas Perno de Hierro les dio algunas explicaciones.

—Los laberintos de Zhakar son una extensa red de cuevas y grutas, que se remontan en su mayoría a antes del Cataclismo. La red se divide en tres secciones, de las cuales la más cercana es la madriguera de los reptiles. Allí criamos a las criaturas que habéis visto por aquí.

—Parecen buenas monturas —indicó Ariakas, a quien la potencial velocidad y fuerza de los subterráneos corceles realmente le habían parecido muy impresionantes. En el caso de poder aliar a los zhakars con su ejército draconiano, el guerrero calculó que una compañía de jinetes de reptiles podría convertirse en una excelente fuerza de ataque.

—También son un buen alimento. Aquí arriba has visto a los garras feroces; éstos son los que utilizan nuestros mejores luchadores. Pero hay muchos más de los llamados garras veloces, que apenas se montan pero sí se utilizan generalmente como alimento.

—Comprendo —murmuró Ariakas, no muy entusiasmado con la idea de un almuerzo a base de lagarto.

—El segundo laberinto es el acuático —prosiguió el rey—. Sirve de enorme depósito de agua de nuestro reino, y es una reserva que nos duraría durante muchos años en el caso de que las montañas situadas sobre nosotros se secaran.

—¿Y luego están los laberintos de hongos? —adivinó el humano.

—Eso es. Se iniciaron para servir como fuente básica de alimento para Zhakar, y muchas de sus estancias todavía sirven como fértiles zonas de labranza. Allí, por ejemplo, cultivamos las setas con las que hacemos nuestro té. Esta bebida es lo único que nos alivia el malestar producido por la plaga de moho. Pero supongo que no estás interesado en los hongos que usamos para comer, ¿verdad?

—No; es el que ha provocado vuestra plaga el que deseo. —Al menos, se dijo Ariakas, aquello explicaba por qué los zhakars se obligaban a beber aquel té apestoso que había descubierto por primera vez en La Jarra de Verdín.

Si el monarca tenía alguna pregunta sobre el motivo por el que estos visitantes estaban interesados en tal producto, no lo demostró y, cuando la jaula del elevador regresó por fin a la planta que ocupaban, se limitó a indicarles que entraran. Otros diez guardias aguardaron mientras el grupo se acomodaba en el interior.

—Ellos se reunirán luego con nosotros abajo —explicó Perno de Hierro.

—Si creéis que es necesario —repuso el guerrero con indiferencia—. Aunque descubriréis que podemos cuidarnos muy bien.

El significado del comentario no pasó inadvertido para el gobernante zhakar, que miró significativamente a la poderosa espada que su interlocutor llevaba a la espalda.

—¡Desde luego, desde luego! —asintió—. Pero debes comprender que, como tu anfitrión, no puedo permitir que nada amenace tu persona mientras seas un huésped de mi reino.

—Tanta solicitud es muy tranquilizadora —respondió Ariakas con ironía, preguntándose si el soberano no querría a los guardias para protegerse a sí mismo de sus invitados.

Por supuesto, el humano había hablado muy en serio con Whez Piedra de Lava el día anterior: él no era el asesino particular de nadie. Trataría con el monarca de Zhakar y dejaría que los enanos dirimieran por sí mismos la cuestión de quién debía ser su gobernante. Al mismo tiempo, no obstante, no vacilaría en responder rauda y violentamente a cualquier traición de Rackas Perno de Hierro.

La jaula traqueteó hacia abajo por el pozo tallado en la roca hasta que, finamente, se detuvo con un metálico golpe sobre un suelo de sólida piedra. Los guardias que esperaban fuera del elevador abrieron la puerta del receptáculo, y los cuatro pasajeros salieron a los laberintos.

Inmediatamente, Ariakas se vio asaltado por el acre olor que flotaba en el ambiente, que en cierto modo le recordó a La Jarra de Verdín de Sanction, aunque el hedor era aquí mucho más intenso, y no obstante, en cierto modo, mucho más natural. Era como si toda la caverna hubiera estado inundada de aquello que daba origen al amargo té zhakar de hongos, y que todo el líquido hubiera desaparecido después, dejando sólo un rastro penetrante.

Además del olor, el aire resultaba sumamente húmedo. De algún punto no muy lejano les llegó el suave chapoteo de las olas contra una orilla de piedra, y el guerrero sospechó que los laberintos acuáticos se encontraban muy cerca. De todos modos, la luz de su yelmo no mostró otra cosa a su alrededor que las paredes de roca húmeda y rezumante de una cueva. Varios pasadizos partían en distintas direcciones.

—Por aquí —indicó Rackas Perno de Hierro, conduciéndolos hacia uno de los corredores.

Esquivando la cola de la túnica del soberano, Ariakas fue a colocarse a su lado, en tanto que sus compañeros se situaban detrás. El rey se detuvo el tiempo justo para permitir que la hilera de guerreros los precediera al interior de la oscuridad, mientras el traqueteo del elevador a su espalda anunciaba que los zhakars pertenecientes a la retaguardia habían llegado a los laberintos. La puerta de la jaula se abrió y los otros guerreros salieron al exterior y empezaron a seguir al grupo.

Un tamborileo ininterrumpido y rítmico vibraba por el pasillo, delante de ellos, y daba la impresión de surgir de algún lugar muy próximo.

—¿Qué es eso? —inquirió Ariakas, en cuanto escuchó el ruido.

—No te preocupes —le tranquilizó el rey—. Es un par de mis tambores situados en la vanguardia. Nos gusta anunciar nuestra presencia de modo que los, digamos, habitantes menos serviciales de los laberintos sepan que nos acercamos. Les da la oportunidad de apartarse de nuestro camino, y evita un encuentro desagradable para ambas partes.

—¿De qué clase de habitantes habláis? —quiso saber el humano.

El monarca enano no dio más detalles.

Durante un buen rato avanzaron por la oscuridad acompañados por el ininterrumpido toque de los tambores. A su alrededor goteaban estalactitas y columnas de roca natural, y las agujas de las estalagmitas se alzaban a menudo hacia el techo como colmillos colosales. El agua discurría por todas partes a través de estos laberintos, y el maloliente y mohoso olor siguió aumentando.

A menudo pasaban junto a grandes parcelas de verdín, donde los hongos habían brotado sobre la superficie de la roca húmeda o del blando légamo de un estanque transparente y poco profundo. En conjunto, esta red de cuevas parecía más viva que cualquier zona subterránea que Ariakas hubiera visto jamás…, incluida la guarida de los shilo-thahns.

De improviso el sonido de los tambores aumentó de volumen, y el golpeteo se hizo un poco más veloz; pero, cuando el guerrero enarcó las cejas en silenciosa pregunta, el rey desechó su inquietud con un gesto de indiferencia.

—Nos aproximamos a los laberintos de cultivo. Es aquí donde debemos ser más cautelosos.

El guerrero estudió la hilera de zhakars que tenían delante. Los guerreros enanos empuñaban las armas listas para atacar, a excepción de los dos tambores, y al mirar atrás, vio que los que cubrían la retaguardia también avanzaban como si esperaran problemas en cualquier momento.

La caverna se estrechó y empezó a zigzaguear. El sonido de los tambores se apagó un poco cuando los enanos situados en cabeza doblaron un recodo de la gruta, y los sentidos del humano se aguzaron de repente, alarmados, al tiempo que giraba para lanzar una veloz mirada a sus compañeros. Ferros Viento Cincelador frunció el entrecejo con recelo en tanto que Lyrelee le devolvió la mirada, preocupada.

Entonces, produciendo un silencio tan violento como un golpe físico, el ruido de los tambores cesó.

—¡Cuidado! —gritó Ariakas al detectar un repentino movimiento detrás de sus compañeros. Sobresaltado, se dio cuenta de que sus palabras no habían producido ningún sonido, ¡ni siquiera en sus propios oídos! Aulló otra advertencia: ¡nada!

Tik Orador Insondable, situado detrás de Lyrelee, alzó las manos y profirió un corto cántico, aunque Ariakas no oyó nada. La mujer giró en redondo, tropezando con un afloramiento rocoso, y el guerrero comprendió que el erudito la había dejado ciega. Ariakas sujetó su espada y al instante escuchó el estruendo del combate a su alrededor; al igual que en la plaza de Fuego, el contacto con la poderosa arma había roto el hechizo del ataque mágico.

Antes de que pudiera actuar, el humano vio cómo un zhakar se abalanzaba sobre la espalda desprotegida de Lyrelee, asestando brutales puñaladas. Desesperada, la mujer se apartó ágilmente y lanzó una patada que arrojó a su atacante contra la pared. El guerrero tocó con la hoja de su espada el hombro de la sacerdotisa; ésta parpadeó y sus ojos se enfocaron, recuperada ya la visión.

Los zhakars atacaban por todos lados. Ariakas acabó con un par de ellos. Luego se abalanzó sobre el rey, pero su ataque quedó interrumpido bruscamente cuando vio que un lancero zhakar pasaba corriendo por su lado y arrojaba el arma contra el costado de la mujer, que lanzó un gruñido y se tambaleó. Ariakas descargó la espada, partiendo el cráneo del enano asesino. Lyrelee se desplomó y quedó inmóvil en el suelo en medio de un creciente charco de sangre.

Ferros tuvo más suerte: levantó un brazo y detuvo un traidor ataque con su protector de muñeca. De todos modos, el golpe derribó al hylar hacia atrás, y éste estuvo a punto de chocar contra Ariakas.

Con un furioso rugido, el humano giró otra vez en dirección al rey, que profirió un alarido y echó a correr por el pasillo; pero Ariakas lanzó un brutal tajo, impulsando el arma por encima de la cabeza en un violento mandoble, y la reluciente hoja azul se abrió paso a través de la regia túnica para hundirse en el hombro. El aterrado zhakar cayó al suelo, con el brazo izquierdo colgando, inútil, al costado. El humano percibió vagamente cómo el resto de la guardia real huía por el pasadizo, pero se concentró en la patética criatura caída a sus pies, a la que pateó e hizo rodar, hasta conseguir despojarla de la túnica. El rostro cubierto de moho de un zhakar lo contempló fijamente, con los ojos desorbitados por el terror, pero Ariakas no pudo contener un grito de rabia contenida.

¡El enano que tenía ante él no era el rey!

Enfurecido, atravesó a la temblorosa criatura y arrojó el cadáver a un lado, como si fuera una jarra de cerveza vacía. Sin duda, se dijo, en los segundos anteriores a la emboscada Rackas Perno de Hierro se había ocupado de que aquel patético infeliz ocupara su lugar de modo que él pudiera escapar con el resto de enanos.

¿Dónde se habían metido todos? Se dio cuenta de repente de que el pasillo estaba vacío de zhakars. Los guardias se habían desvanecido en la oscuridad, y él estaba seguro de que podría oír a los enanos si éstos siguieran en la cueva. Colérico, comprendió que, sin duda, habían escapado por un pasadizo secreto.

Vio el cuerpo de Lyrelee caído boca abajo en un charco de sangre que no dejaba de crecer. Se arrodilló y le dio la vuelta con suavidad, sabiendo que estaba muerta. La opaca vacuidad de sus ojos, entreabiertos, le dolió como una puñalada.

—¡Bastardos! —siseó mientras sus ojos buscaban a un zhakar, a cualquier zhakar, sobre el que descargar su rabia. Contempló el cuerpo de la mujer, pensando en el placer que le había proporcionado, antes de que la cólera lo impeliera a incorporarse, impaciente.

Oyó un gemido y se volvió hacia la jadeante figura de Ferros Viento Cincelador.

—¡Mis ojos! ¡Me han arrancado los ojos! —farfulló el enano, con la voz quebrada por la desesperación.

Ariakas miró a su amigo, y comprobó que —aunque tenía pedazos de moho cubriendo sus mejillas— a los ojos del hylar no les había sucedido nada. Se inclinó al frente, tocando el pecho de su amigo con la empuñadura de la enorme espada, para romper el hechizo de ceguera. El enano parpadeó y gimió.

—Bien, de acuerdo… no me los han arrancado —admitió, sentándose en el suelo y guiñando en una mueca de dolor.

—¿Es muy grave? —inquirió el humano.

—El muy bastardo me rompió la muñeca —gruñó el hylar—. Aunque no es el brazo con el que empuño el hacha.

—Te ayudaré —ofreció el humano.

Alargó los brazos y colocó las manos sobre la muñeca herida, cerrando los ojos para intentar conjurar la imagen de Takhisis, para suplicarle un conjuro curativo. En lugar de ello, el enorme pozo de furia se abrió y, abrasado por las llamaradas de rabia no pudo, no consiguió, invocar la ayuda de su diosa. Con un juramento ahogado, se sentó sobre los talones, vencido.

—¡Todavía puedo andar! —declaró el enano.

—Estupendo… Será mejor que caminemos.

Maldiciendo por lo bajo con los dientes apretados por el dolor, Ferros Viento Cincelador se puso en pie. Al descubrir el cuerpo sin vida de la mujer hizo una mueca. Luego miró a su amigo.

—No puedo llevarla conmigo —dijo éste con frialdad—. Creo que tendremos que abrirnos paso luchando para salir de aquí.

—¿Tú también tienes esa sensación? —gruñó el enano, irónico.

—Sin embargo, no sé contra quién se supone que debemos luchar. —Ariakas indicó con la mano los túneles vacíos a su alrededor.

Pero Ferros no escuchaba. En cambio, el hylar alzó una mano admonitoria y se concentró en el pasillo situado al frente. El humano permaneció totalmente inmóvil, y en el silencio también Ariakas lo oyó: una especie de chapoteo, que se repetía de un modo rítmico.

Ariakas hizo girar la reluciente gema en dirección al punto del que provenía el sonido y se esforzó por ver qué lo originaba. La espada resultaba liviana en sus manos, lista para actuar; pero siguió tozudamente decidido a conservar la hoja azul. Fuera lo que fuera lo que se acercaba, se enfrentarían a ello con carne mortal y afilado acero, no con magia.

Ferros contempló el arma con expresión interrogante; pero, cuando Ariakas negó con la cabeza, el enano se encogió de hombros y alzó su pesada hacha. Empuñó el arma con una sola mano, blandiéndola con agilidad en una serie de arcos y arremetidas.

—Por Reorx, ¿qué es esa cosa? —inquirió el hylar tras una corta pausa, pero su compañero siguió sin ver nada más allá de los límites de su hechizo luminoso.

Entonces, algo se movió: algo enorme. Una gran forma hinchada apareció ante ellos, avanzando mediante el oscilante balanceo de dos inmensos pies parecidos a leños. Tenía el cuerpo inflado como una esfera oblonga y dilatada, y estaba cubierta por completo de costras de moho y hongos.

—¡Es como una especie de planta gigante! —exclamó Ferros con los ojos desorbitados por el asombro.

Andando pesadamente, la informe criatura siguió adelante con paso resuelto. El ser parecía no disponer de más extremidades que las romas y elefantinas patas, aunque su simple tamaño lo convertía en una amenaza formidable. Ariakas se adelantó, levantando la azulada hoja, con la intención de atacar la parte central del largo cuerpo.

De improviso algo martilleó contra un lado de su cabeza, arrojándolo de costado contra la pared de la caverna. El corazón se le desbocó presa del pánico cuando oyó el tintineo de su espada al chocar sobre el suelo de piedra; pero, antes de que pudiera agacharse, otro golpe cayó sobre su cabeza, abriéndole un profundo corte en la barbilla y lanzándolo hacia atrás, de espaldas contra el suelo, más allá de donde se encontraba Ferros Viento Cincelador.

—¿Qué te golpeó? —preguntó el hylar, avanzando con el hacha alzada mientras Ariakas luchaba por incorporarse.

El humano buscó con desesperación la espada, y vio cómo una de las patas de la monstruosa criatura de moho caía sobre ella. Fue entonces cuando descubrió de dónde había salido el ataque. De la dura piel del monstruo colgaban una serie de largos y flexibles zarcillos, que se fusionaban tan bien con el cuerpo que en un principio había creído que eran parte de él, aunque ahora pudo contemplar que uno chasqueaba violentamente, con la rapidez de un trallazo.

La punta del apéndice era una dura bola, del tamaño de un puño grande, y ese extremo romo fue a estrellarse contra el muslo de Ferros Viento Cincelador, arrancando al normalmente taciturno guerrero un grito de dolor. El hylar cayó al suelo, con la pierna torcida hacia un lado en un ángulo extraño.

Luego, el ser pasó por encima de la espada y siguió adelante, amenazador. Ariakas se arrojó al frente, rodando por el suelo entre los enormes pies del monstruo. Un inmenso alivio lo envolvió cuando sus manos consiguieron cerrarse sobre la empuñadura del arma, pero casi perdió el conocimiento cuando un golpe demoledor lo alcanzó en pleno pecho. Sin resuello, se alejó como pudo de la gigantesca criatura. Ferros Viento Cincelador se debatía en el suelo mientras Ariakas atacaba. Un tentáculo salió disparado, y el humano lo golpeó con la espada, casi cercenando la dura y leñosa extremidad; a continuación pasó corriendo junto al monstruo, giró en redondo, y volvió a atacar, con lo que consiguió detener aquella mole antes de que pudiera aplastar al inmovilizado enano.

—Gracias, guerrero —gruñó el hylar mientras el torbellino de mandobles y fintas de Ariakas obligaban a la criatura a dar un paso atrás.

Pero la deforme criatura se mantuvo firme y, cuando el humano la hostigó, fue él quien retrocedió ante una lluvia de golpes, cualquiera de los cuales podría haberle triturado los huesos de haber dado en el blanco.

No tardaron en descubrir otro motivo para el implacable y osado avance del ser: sabía que disponía de ayuda. En los sombríos límites de la luz que desprendía la gema, pero acercándose más con cada paso, apareció una pareja de mortíferas plantas-monstruo. Detrás de ellas, perdidas en las sombras, se movían las figuras de muchas más.