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La defensa de un trono

Los aposentos que Rackas Perno de Hierro ofreció a los expedicionarios habían sido descritos por el monarca como las habitaciones más opulentas del reino, pero a Ariakas le recordaron más bien una mazmorra hedionda. Unos techos muy bajos obligaban al guerrero a mantenerse permanentemente en una posición encogida, en tanto que el dormitorio apenas le proporcionaba espacio suficiente para moverse. Una antesala central unía sus pequeñas estancias individuales, pero las desnudas paredes de piedra y el aire malsano y viciado sugerían un lugar más apropiado para el encarcelamiento que para la hospitalidad; por si esto no fuera bastante, una sólida puerta los separaba del resto de las estancias reales y, a modo de precaución, el guerrero hundió una daga en el marco, para asegurarse de que no pudieran encerrarlos desde el exterior.

Las únicas concesiones al lujo eran los mullidos colchones forrados de cuero y las mantas de pieles de animal, por lo que los compañeros aprovecharon las horas de que disponían hasta la cena para descansar; no obstante, al poco rato Ariakas se levantó y empezó a dar vueltas, encorvado, lleno de nerviosismo. Para el veterano guerrero, la situación apestaba a encerrona, así que comprobó la puerta para confirmar que nadie la había manipulado.

La única iluminación de las estancias procedía de los hechizos de luz que Ariakas y Lyrelee se turnaban en conjurar, por lo que, necesariamente, todos se habían visto obligados a permanecer a oscuras durante unas horas mientras ellos dos estaban en íntima comunión con la Reina de la Oscuridad, para reponer la magia clerical usada. Una vez levantado tras su corto descanso, el mercenario situó el yelmo con la reluciente gema en un rincón de la sala principal, desde donde la luz podía extenderse por las estancias.

Ferros Viento Cincelador no tardó en salir de su dormitorio. El hylar gruñía, molesto, mientras se rascaba una zona enrojecida e irritada del antebrazo.

—Maldita sea, también tienen aquí a esos malditos bichejos —refunfuñó el enano—. Son demasiado pequeños para distinguirlos, pero tengo picaduras por todo el brazo. —Exasperado, empezó a rascarse la nuca.

—Espero que no tengamos que preocuparnos de cosas peores que las pulgas —respondió Ariakas, irónico.

Pero entonces el humano contempló a su compañero con auténtica preocupación, fijándose por primera vez en las zonas en carne viva que habían empezado a desfigurarle el cuerpo, y una nauseabunda premonición se apoderó de él.

—Nos tienen bien encerrados, ¿no crees? —indicó el pensativo enano, frunciendo el entrecejo.

—No me gusta nada.

Los otros dos viajeros abandonaron también al poco rato sus habitaciones, y los cuatro se reunieron en la antesala para discutir la situación.

Un golpe en la puerta los sobresaltó. Ariakas se incorporó y, tras retirar la daga del quicio, abrió la puerta y se encontró con un zhakar extraordinariamente alto. El rostro del enano estaba desfigurado por la epidemia de moho, pero su porte exhibía un orgullo y una seguridad en sí mismo que al guerrero le resultó muy singular.

—Soy Whez Piedra de Lava —comunicó su visitante—. Tal vez podríais concederme el honor de una entrevista privada.

Ariakas indicó en silencio que pasara al interior, mientras procuraba no mirar su rostro desfigurado. El zhakar se apartó del haz de luz de la gema situada en el rincón y se sentó en un lugar donde los otros sólo podían ver su silueta.

—Saludos, mercader Quiebra Acero —dijo el recién llegado, con un solemne cabeceo dedicado a Patraña.

—Lo mismo te digo, lord Piedra de Lava —respondió éste. Quiebra Acero se volvió hacia sus compañeros, manteniendo la voz en un cuidadoso tono neutral—. Whez Piedra de Lava fue uno de los consejeros mayores de Pule Diezpiedras, nuestro anterior soberano. Había muchos, durante mi última estancia en Zhakar, que pensaban se convertiría en nuestro futuro gobernante.

—Todavía hay muchos que lo piensan —afirmó Whez—. Si bien nuestro actual monarca no es uno de ellos.

—¿Por qué has venido aquí? —interrumpió Ariakas.

—Patraña Quiebra Acero sirvió bien a mi anterior soberano, y deseo recompensar sus servicios mediante una advertencia.

—Adelante —indicó el guerrero, suspicaz.

—Rackas Perno de Hierro no tiene la menor intención de iniciar tratos comerciales con vosotros. Desea mataros y robar tu espada; con la que planea mantenerse indefinidamente en el trono.

—Sospechaba alguna traición…, aunque me sorprende un planteamiento tan primitivo.

—Esa palabra es la que mejor describe a Perno de Hierro —observó Patraña. El zhakar meditó unos instantes antes de dirigirse a su compatriota—: ¿En qué situación está el apoyo al nuevo rey?

—Tan bien o tan mal como con cualquier rey de Zhakar —respondió el otro con un encogimiento de hombros—. Conservará el trono hasta que alguien se lo arrebate… y, como de costumbre, hay muchos que lo desean.

—Y ¿podríamos decir que entre ellos te encuentras tú? —inquirió Ariakas.

—Desde luego. —Whez aceptó la pregunta como algo perfectamente razonable—. Pero existen también otras consideraciones.

—Te escuchamos —observó el guerrero.

—El rey Perno de Hierro considera que comerciamos en exceso con los humanos. A decir verdad, desde el primer momento en que descubrimos vuestra presencia, os ha estado usando como un ejemplo de los peligros a los que Zhakar está expuesto…, incluso desde la lejana Sanction.

—¿¡Que comerciamos en exceso!? —Patraña Quiebra Acero, el gran comerciante, estaba anonadado—. ¡Tengo que rechazar pedidos de espadas y escudos, monedas acuñadas y puntas de flechas! ¡Podría vender el triple de lo que recibo, y sin tener que reducir precios! ¿Qué locura es ésta de querer eliminar la mayor fuente de ingresos del reino?

—Que surgió durante el reinado de Pule Diezpiedras —respondió Whez con gesto displicente—. Y todos sabemos que tú eras el representante de Pule. A lo mejor si Perno de Hierro tuviera su propio delegado de comercio, pensaría de modo distinto, pero tal y como están las cosas ahora, teme conferir excesivo poder a sus rivales.

—¿Debemos suponer, pues, que esos rivales están más dispuestos a aceptar un aumento en el comercio? —sondeó Ariakas.

Whez Piedra de Lava sonrió, lo que provocó una grotesca deformación de su rostro marcado por la enfermedad. Incluso deslumbrado por el resplandor de la luz de la gema, el guerrero consiguió distinguir los dientes del zhakar brillando por entre unas encías sanguinolentas y supurantes.

—De eso da fe mi presencia aquí —señaló el enano—, y esta advertencia: no aceptéis comida de la mesa de Rackas Perno de Hierro, si deseáis vivir para ver el nuevo día.

—¡Sin comida! —farfulló Ferros Viento Cincelador—. ¡Primero nos dan esta mazmorra para que durmamos en ella, y ahora se supone que no debemos comer! ¡Esto no es hospitalidad enana y no tiene ni punto de comparación con Thorbardin!

—No estás en Thorbardin —replicó Whez Piedra de Lava, con la voz marcada por la furia controlada e incluso el odio—. ¡Cuando Thorbardin nos abandonó a nuestro destino, sus gentes perdieron todo derecho a criticar nuestras costumbres!

—¿Que abandonó? —rugió el hylar—. ¿Por qué crees que he recorrido tantos…?

—Esto no conduce a nada —cortó Ariakas tajante, y Ferros Viento Cincelador se vio obligado a interrumpir sus protestas—. En cuanto a la comida, creo que podremos cenar sin peligro, y realmente quiero decir cenar —tranquilizó a sus compañeros—. Llevaré a cabo una pequeña ceremonia que se ocupará de ello.

—Además, tened cuidado con el erudito del rey: Tik Orador Insondable. Es aun más traicionero, y siempre busca modos de hallar favor ante los ojos de su señor —advirtió Whez.

—¿Era acaso el de la túnica ribeteada en oro, el que estaba de pie junto al trono? —preguntó Ariakas.

Su visitante asintió, y Patraña Quiebra Acero lanzó un juramento.

—Debiera haber sabido que ese sinvergüenza encontraría el modo de ganarse el favor real. —Se volvió hacia el guerrero—. El rey Diezpiedras fue cegado por un erudito antes de que el puñal del asesino se hundiera en su corazón. Y todo el mundo cree que ese Orador Insondable fue quien ayudó en el asesinato.

—En cuanto a la renuencia del rey respecto al comercio, estoy abierto a sugerencias —concluyó Ariakas.

—Podrías freírlo con la espada —insinuó Patraña Quiebra Acero—. Podríamos organizar que el nuevo régimen estuviera listo para ocupar el poder al instante.

—Yo no soy un asesino a sueldo de nadie —repuso el guerrero—. Si quieres verlo muerto, tendrás que hacerlo tú mismo.

—Muy bien —dijo Whez Piedra de Lava, poniéndose en pie con presteza—. No esperaba que te ocuparas de ese asunto; pero, al menos ahora, sabes quiénes son tus enemigos.

—Te agradecemos la advertencia —reconoció Ariakas, incorporándose y asintiendo mientras el zhakar se encaminaba hacia la puerta. Cuando el visitante hubo salido, el humano volvió a insertar la daga en el marco, fijando la puerta de modo que quedara abierta varios centímetros.

Una hora más tarde se los convocó a la cena, y los cuatro fueron escoltados por una fila de guardias zhakars a través de varios pasillos amplios y largos del ala real. El guerrero llevaba la espada azul a la espalda y, cuando el capitán de la escolta intentó objetar sobre ese punto, recibió una mirada tan torva que decidió permanecer en silencio.

Al llegar al comedor, los humanos observaron con satisfacción —y sorpresa— que su anfitrión había hecho colocar antorchas por toda la inmensa sala, por lo que, bajo la parpadeante luz, tanto ellos como Ferros podrían al menos ver los platos que les colocaran delante.

Rackas Perno de Hierro y Tik Orador Insondable estaban ya sentados a la larga mesa y no se levantaron cuando sus cuatro invitados fueron conducidos a sus asientos. Al parecer, no habría otros comensales.

—¿Tomaréis el té con nosotros? —invitó el monarca zhakar cuando un sirviente se acercó con una tetera humeante—. Es nuestra bebida nacional, la favorita de nuestra gente.

—Por favor, disculpadnos —respondió Ariakas—. Pero hemos, ejem… probamos ese té en Sanction, y resulta que no nos sienta bien a quienes no somos enanos.

—Sí…, ni siquiera a un enano extranjero —gruñó Ferros Viento Cincelador, que parecía alicaído, como si hubiera esperado encontrar una jarra de cerveza fría aguardándole.

Patraña Quiebra Acero examinó su taza, como si esperara ver salir de ella algo parecido a una víbora venenosa. Cuando el ceñudo monarca y su enmascarado consejero alzaron sus recipientes, el comerciante los imitó, aunque Ariakas tuvo la impresión de que sus labios apenas rozaban el humeante líquido.

—Nuestra cena —murmuró el rey.

Alzó una mano ulcerosa, y una hilera de sirvientes se adelantó transportando bandejas de aromática y caliente comida. La mayoría de los panes y pasteles parecían estar confeccionados a base de moho, aunque las cocinas zhakars también ofrecieron una pierna asada de venado de un tamaño aceptable.

—Se agradece vuestra hospitalidad —dijo Ariakas, una vez que las bandejas fueron depositadas sobre la mesa—. ¿Tal vez me permitiréis la satisfacción de una invocación apropiada al caso?

—Eres mi invitado —admitió el monarca, si bien sus mohosos párpados se entrecerraron con recelo. Lanzó una mirada a Tik Orador Insondable, cuyos ojos contemplaron al humano, con un brillo maligno, desde las profundidades de la túnica de dorados ribetes.

—Mi Señora —dijo Ariakas con reverencia, poniéndose en pie—, os pedimos vuestra bendición para esta comida en reconocimiento del espíritu generoso y la amable hospitalidad de nuestro anfitrión… —Su voz siguió murmurando, para recitar una colección de cumplidos sin sentido en tanto que los dedos del rey Perno de Hierro tamborileaban impacientes sobre la mesa.

Mientras hablaba, el guerrero pasó las manos por encima de las bandejas allí reunidas, completando las complicadas gesticulaciones de un hechizo purificador; un conjuro que eliminaría todas las toxinas que pudiera haber en la comida y la bebida.

Finalizado el ritual, sonrió con cortesía al soberano mientras volvía a sentarse. Todo el mundo se sirvió comida de inmediato; si bien Ariakas notó que el monarca zhakar y su consejero tomaban alimentos tan sólo de unas pocas bandejas, haciendo caso omiso de la carne y de los pasteles. Tras hacer una señal a sus compañeros con la cabeza, el mercenario alargó el brazo para servirse un poco de todo.

Mientras comían, Perno de Hierro les hizo algunas preguntas ociosas sobre Sanction, e incluso se las arregló para hablar con Ferros sobre Thorbardin, aunque no pudo ocultar su resentimiento hacia aquel próspero reino. Al mismo tiempo, el monarca escudriñaba a sus invitados con atención. Los ojos del soberano relucieron al ver cómo Ariakas se llevaba un buen pedazo de carne a los labios y luego parpadeó, expectante, mientras el humano masticaba.

—Delicioso —murmuró éste con toda sinceridad. A decir verdad fuera lo que fuera lo que se hubiera hecho para envenenar los alimentos, los zhakars habían cocinado una sabrosa serie de exquisitos manjares.

Durante un tiempo, el monarca no perdió de vista a Lyrelee, que también comía con entusiasmo, tal vez porque —al contrario de Patraña Quiebra Acero y Ferros Viento Cincelador— comprendía a la perfección lo que Ariakas había hecho para protegerlos. Entretanto, los dos enanos empezaron a picotear la comida al ver comer a sus compañeros humanos, pero sin conseguir por completo disimular la inquietud que sentían.

Sin embargo, Rackas Perno de Hierro fue mostrándose cada vez más nervioso a medida que transcurría la comida. Los ojos del rey buscaban los del erudito, pero Tik Orador Insondable mantuvo la mirada fija en su plato, sin decir nada durante toda la cena. Con el desfigurado rostro ensombrecido por una expresión airada, la mirada del monarca saltaba sin parar de un comensal a otro, en busca de alguna señal de malestar o debilidad; cerca ya del final del ágape y con todos los presentes al parecer bien atiborrados, farfulló una maldición por lo bajo y, con expresión torva, intentó iniciar una conversación.

—Dijisteis que vinisteis aquí para comerciar —dijo Perno de Hierro con suavidad—. ¿Qué es lo que queréis que no podéis obtenerlo a través de nuestro delegado de comercio en Sanction? Al fin y al cabo, disponemos de una extensa red de distribución de armas y armaduras, así como de monedas y otros artículos de metal. —El monarca enarcó las cejas, interrogando en silencio a Patraña Quiebra Acero.

—Buscamos algo con lo que nunca habéis negociado —empezó Ariakas—. Es algo que habéis llamado una maldición, pero que es de una utilidad extraordinaria en nuestros templos. Es el hongo de la plaga de moho que, según sabemos, vive en las catacumbas inferiores de Zhakar.

—¿El moho? —Perno de Hierro pareció claramente sorprendido y desconcertado—. La verdad es que si hubiéramos podido erradicar esa cosa lo habríamos hecho, ¡y ahora resulta que estáis interesados en eso! Desde luego es algo de lo más sorprendente.

El monarca lo meditó unos instantes y luego continuó:

—¿Qué ofreceríais a cambio, en el caso de que estuviéramos dispuestos a desprendernos de esta sustancia singular?

—Los servidores del templo tienen acceso a muchas fuentes de gemas excelentes —indicó Ariakas—. Diamantes, rubíes, esmeraldas…, así como otras piedras más corrientes. Para empezar, os ofreceremos en piedras preciosas una cuarta parte del peso de todo el moho vivo que podáis enviar a Sanction.

Los ojos de Perno de Hierro se abrieron ligeramente ante la generosa oferta y, por un momento, el guerrero se preguntó si el enano no iría a considerar seriamente la propuesta; pero entonces la mirada del zhakar se desvió, de un modo inconsciente, hacia la empuñadura de la espada del mercenario, y el humano comprendió que el rey seguía deseando obtener una sola cosa de estas negociaciones.

—Habéis hablado de los enormes laberintos de Zhakar —observó Ariakas en tono cortés—. ¿No podríais tal vez organizar una visita a estas cavernas para mis compañeros y yo mismo? Mejoraría considerablemente las negociaciones, os lo aseguro.

Rackas pareció a punto de negarse a tal petición, frunciendo el entrecejo con ferocidad mientras intentaba pensar en una buena razón para rehusar; pero, al parecer, no se le ocurrió nada, pues permaneció en silencio durante unos instantes. A su lado, Tik Orador Insondable levantó la cabeza por primera vez en mucho tiempo. La capucha enmarcaba una sombra oscura allí donde debería estar su rostro, aunque los relucientes ojos brillaron en el interior. Miró a su soberano y meneó la cabeza despacio en gesto afirmativo.

Sólo entonces se arrugó el rostro del rey de Zhakar en una horrenda caricatura de una sonrisa, y el destello de una idea encendió su mirada.

—¿Una visita? —reflexionó, como si comentara una sugerencia llena de sensatez—. Muy bien. Disfrutaréis de una noche de descanso, desde luego; pero a primera hora de mañana, os mostraré las cuevas de nuestros laberintos de hongos.