20

Las murallas de Zhakar

Descansaron durante todo un día después de la batalla, acampando en un hueco a sotavento de la elevada montaña. Allí se recuperaron del esfuerzo realizado y restañaron sus numerosas heridas, todas las cuales, a excepción de la de Lyrelee, resultaron ser de poca importancia. Aunque la sacerdotisa había estado a las puertas de la muerte durante la pelea, el poder regenerador de la magia curativa de Ariakas demostró ser sorprendentemente eficaz. Llegada la segunda noche, su piel no mostraba ninguna señal de haber sido perforada.

Durante este período de descanso y recuperación, el grupo mantuvo una cuidadosa vigilancia para evitar ataques. Los zhakars sabían dónde estaban, razonaron, ya que les habría sido imposible ocultarse en campo abierto; sin embargo, no vieron la menor señal de los achaparrados enanos.

—¿Hasta tal punto los hemos asustado? —se preguntó el guerrero mientras el sol se ponía aquella noche.

—Es esa espada —indicó Patraña Quiebra Acero, señalando el arma que ahora lucía una hoja azul celeste—. Ya te dije que mi gente reconoce las buenas armas, y ésa es una de las mejores.

—Las reconocen, desde luego. Pero ¿realmente temen tanto a ésa?

La idea de que el arma fuera todo lo que les disuadía de un nuevo ataque le resultaba algo inquietante. Al fin y al cabo, y dado que la hoja se había vuelto azul, no pensaba usarla en una rutinaria demostración de combate. La profecía de la Reina de la Oscuridad resonaba aún en su mente, y se juró no emplear el poder hasta comprender lo que la diosa había querido dar a entender.

—En el corazón del mundo le prenderá fuego al cielo —murmuró, examinando la reluciente arma.

—¿Qué dijiste? —inquirió Lyrelee, reclinándose cerca de la pequeña fogata que Ferros había encendido con matorrales secos.

—Nada; divagaba simplemente —se apresuró a responder él.

La mujer le dirigió una veloz mirada, una ojeada que pareció atravesar su mentira. Aun así, la sacerdotisa se recostó y cerró los ojos, como si aquello no le interesara.

—Estad ojo avizor esta noche —sugirió Patraña Quiebra Acero desde su petate cuando Ariakas se levantó para hacerse cargo del primer turno de guardia—. Los ojos zhakar son muy agudos en la oscuridad, y mis paisanos a menudo prefieren las primeras horas del alba para atacar.

—Lo tendré en cuenta —replicó él desdeñoso.

De todos modos, mantuvo la espada desenvainada mientras trepaba a una elevación rocosa situada por encima del campamento. Desde allí podría observar toda la ladera a su alrededor, así como el fondo del valle que se extendía a derecha e izquierda y la pared de la montaña que se alzaba frente a ellos, más allá.

Los zhakars no se presentaron ni siquiera en lo más cerrado de la noche y, cuando el amanecer encontró a Ferros Viento Cincelador en el puesto de guardia, no se había producido la menor alteración o intrusión. Tomaron un desayuno frío y luego regresaron al camino, para reanudar la dura ascensión que habían interrumpido dos días atrás.

Ariakas vigilaba con atención a Lyrelee. Aunque la mujer llevaba una mochila casi tan pesada como la de él, sus pasos eran firmes, y la respiración, profunda; trepaba sin hablar, y no parecía mostrar la menor señal de la casi fatal herida padecida durante el ataque.

Atravesaron tres montañas en ese día de enérgica marcha, y la tarde los sorprendió sobre un sendero estrecho que rodeaba la ladera del elevado y volcánico monte del Cuerno. Patraña Quiebra Acero les había explicado que la montaña no sólo señalaba el límite del reino interior de Zhakar, sino que también cobijaba un puesto de guardia atendido por una compañía de centinelas enanos.

A Ariakas no le gustó el aspecto de la senda, pues a medida que ascendía por las empinadas laderas del inactivo volcán, sólo les dejaba espacio para avanzar en fila india. A la derecha, el empinado rellano de la montaña descendía suavemente durante centenares de metros. No era exactamente un precipicio, pero cualquiera que cayera por allí rodaría durante un buen rato antes de detenerse, magullado y herido.

Todavía más horripilante era la visión de la cónica cima de la montaña que se elevaba, a lo alto, a su izquierda. La pedregosa superficie ocultaba numerosos huecos y grietas en cuyo interior podrían haberse ocultado docenas de zhakars.

—El puesto de guardia está ahí arriba —explicó Patraña Quiebra Acero, señalando un angosto recodo en el sendero por el que avanzaban.

Más adelante, la ladera de la montaña se alzaba en una escarpada repisa, y el empinado camino discurría entre aquélla y la cima principal. La abertura tenía apenas seis metros de anchura, con abruptos peñascos de basalto a ambos lados.

—¿No podemos rodearlo? —inquirió el guerrero; pero incluso mientras hacía la pregunta, miró la pared montañosa y comprendió que el puesto de vigilancia había sido elegido con sumo acierto.

Bajo el escarpado saliente, un risco descendía en picado durante al menos trescientos metros y, debajo de aquél, un abrupto revoltijo de rocas y guijarros presentaba una interminable travesía de pesadilla. La ladera de piedras sueltas se desparramaba por toda la pared hasta llegar a un profundo río de aguas espumosas que abría un canal a lo largo del suelo del valle.

Por encima del puesto de vigilancia había una pendiente casi tan pronunciada como el risco inferior, que aquí se elevaba hasta la afilada y angulosa cima. Si bien el lugar podía rodearse mediante la ruta superior, a cualquier zhakar que acechara en el desfiladero le resultaría muy fácil moverse hacia lo alto con mayor rapidez que los que se acercaran por el camino.

—Es seguro que ya nos han visto —indicó, servicial, el comerciante enano—. Podríamos subir directamente hasta allí y ver qué hacen; limítate a tener la espada a mano —añadió en dirección a Ariakas.

El guerrero asintió, aunque aquello no le gustaba. El acero de la espada no le proporcionaría más protección que la inherente a su propósito como arma, ya que no pensaba liberar la magia de la hoja azul en ese lugar.

Los miembros del grupo mantuvieron los ojos fijos en el angosto paso mientras ascendían sin pausa. Con el atardecer y la llegada de la noche, el viento se tornó más frío, y la rocosa abertura situada a un kilómetro de distancia adquirió un aspecto aun más siniestro si cabe.

—¿No sería mejor que nos detuviéramos aquí y esperásemos a la mañana? —preguntó Ferros Viento Cincelador, pensando en la oscuridad que se avecinaba.

—Creo que deberíamos seguir adelante —declaró Ariakas—. Este lugar es muy malo: no hay dónde refugiarse del viento y no hay leña. ¡Ni siquiera un trozo de terreno llano sobre el que descansar junto al sendero! —Lo que no dijo, aunque lo pensaba, era que no podía soportar la tensión de la espera. Cualquiera que fuese el destino que los aguardaba en el puesto de guardia de Zhakar, estaba ansioso por conocerlo ya.

—Estoy de acuerdo —añadió Lyrelee—. Incluso aunque no vayamos más allá esta noche, al menos allí arriba tendremos una posibilidad de encontrar refugio contra el viento.

—Sigamos —dijo Patraña Quiebra Acero, encogiéndose de hombros con resignación—. Pero asegúrate de que puedan ver la espada —recordó al guerrero humano.

Apresuraron el paso, ansiosos por llegar al desfiladero antes de que la oscuridad los envolviera. Ya brillaba la primera estrella cuando se acercaron, aunque el horizonte occidental proyectaba todavía una pálida luz sobre las cumbres de las montañas.

—Dejad que vaya primero —sugirió Ariakas, adelantando a los otros; y, con la espada desnuda extendida ante él, avanzó cautelosamente hacia la abertura.

Los pétreos muros a derecha e izquierda se elevaban hacia el cielo, oscuros y misteriosos. Entre ambos, a no más de una docena de pasos más allá, la abertura se ensanchaba otra vez. Incluso en la oscuridad, el guerrero vio un amplio valle al otro lado, mucho más llano y suave que el terreno que habían atravesado hasta ahora.

Pero casi toda su atención permaneció fija en las paredes que lo rodeaban, donde innumerables huecos y grietas hendían la abrupta superficie envuelta en sombras que sus ojos no podían atravesar.

Sus compañeros aguardaron mientras el guerrero atravesaba la hendidura; y éste, al no ver señales de ocupante alguno, volvió sobre sus pasos, en esta ocasión comprobando los huecos a ambos lados de la senda. No había nada allí, si bien algunas de las hendiduras eran demasiado profundas para una verificación total. Por un instante, consideró la posibilidad de lanzar un conjuro de luz, pero descartó rápidamente la idea. Aunque le permitiría atravesar algunas de las sombras, también haría que él y sus compañeros se destacaran visiblemente ante los posibles centinelas situados en cualquier parte del valle y elevaciones circundantes.

—Parece despejado —informó.

Los cuatro penetraron a la vez en el paso, Lyrelee y Quiebra Acero seguían a Ariakas, mientras Ferros cubría la retaguardia, receloso. De nuevo la travesía transcurrió sin incidentes; por lo visto, el desfiladero había sido abandonado por completo.

—No está mal —murmuró Patraña Quiebra Acero, claramente sorprendido, y añadió, indicando la espada de hoja azul—: Debe de haber corrido la voz.

Ariakas sonrió, sombrío y muy aliviado, y acamparon en un pequeño terreno pantanoso que proporcionaba cierta protección contra el viento. La noche pasó sin problemas, y con las primeras luces del día pudieron por fin echar una ojeada a su lugar de destino.

El alcázar de Zhakar descansaba sobre una ladera, por encima del amplio valle. El río que rodeaba la base del monte del Cuerno atravesaba aquella hondonada, ensanchándose para adoptar la forma de un largo y estrecho lago durante gran parte de su recorrido. Escarpadas y elevadas cumbres circundaban los dos costados de la quebrada, y la corriente de agua desaparecía de la vista varios kilómetros más allá, lo que sugería un canal que podría ser un cañón o una garganta.

La fortificación de paredes de piedra dominaba toda la zona central del valle. Un terraplén descendía desde el alcázar hasta el río, y detrás de la construcción se alzaban hacia el cielo unos picos muy elevados. Las paredes eran negras, al igual que las achaparradas torres dispuestas en distintos sitios a lo largo de las verticales barreras. El lugar parecía más un recinto amurallado que un castillo, pues los miembros del grupo sólo distinguieron un edificio en el interior de los muros. Cuatro conductos altos y negros se alzaban en su tejado, y de uno de ellos surgía una columna de humo. Patraña Quiebra Acero explicó que los pilares eran las chimeneas de la enorme forja zhakar.

—¿Dónde están tus compatriotas? —preguntó Ariakas, señalando la bien cuidada, pero al parecer abandonada, fortaleza. Si bien los campos dispuestos en terrazas estaban a todas luces dedicados a cosechas cuidadas con esmero, nadie trabajaba allí. Al igual que el puesto de vigilancia, que había quedado a su espalda, el valle permanecía silencioso y, en apariencia, totalmente desierto.

—-Es extraño —comentó el zhakar—. Debemos de estar creando toda una conmoción: ¡parece como si esperaran un asedio!

Dedicaron casi toda la mañana a acercarse a la oscura muralla y, durante todo ese tiempo, no vieron ninguna señal de los habitantes del lugar, aunque el alcázar parecía tornarse más siniestro e inquietante con cada paso que daban. La única señal de vida era el negro penacho de humo que seguía saliendo de la chimenea.

Se aproximaron por una calzada cubierta de grava que conducía por entre los campos en forma de terraza. Ariakas iba delante, con la espada desenvainada descansando displicentemente sobre el hombro y brillando como un metal surrealista pero valioso, con un translúcido tono turquesa. El guerrero se aseguró de que el arma permaneciera visible en todo momento.

Al llegar a las dobles puertas de acceso, los cuatro camaradas se encontraron frente a un amplio portal que consistía en dos sólidas planchas de hierro montadas sobre bisagras de piedra. Ariakas sabía que cada puerta, sin duda, pesaba una barbaridad y en su fuero interno creció su aprecio por la destreza de los zhakars como artesanos y constructores. En silencio y con calma, ensayó el conjuro del hechizo que Wryllish Parkane le había enseñado. Había sido pensado para proporcionarles acceso al alcázar, pero jamás había imaginado el tamaño de la puerta que se cruzaría en su camino.

—¡Marchad! ¡No se permiten extranjeros en Zhakar! ¡Idos o se os matará! —Una voz aguda y aflautada se dejó oír, temblorosa, por encima del muro. No vieron al que hablaba, pero las palabras llegaron con nitidez a sus oídos.

—¡Venimos en son de paz, somos una misión comercial que desea una audiencia con el rey Perno de Hierro! —gritó Patraña—. ¡Dile que Quiebra Acero de Sanction está aquí!

—El rey está demasiado ocupado para veros; ¡regresad a Sanction!

—¡Veremos al rey! —vociferó Ariakas, cada vez más impaciente.

—No. ¡Marchad! Dejad a nuestro compatriota cuando os vayáis… Será castigado por traeros aquí.

Patraña Quiebra Acero miró con ojos desorbitados y temerosos a sus compañeros, pero éstos no le prestaban la menor atención, sino que miraban hacia lo alto, intentando ver alguna señal de su interlocutor.

Ariakas decidió actuar y se adelantó hasta colocarse justo enfrente de las enormes puertas de hierro. Cada una tenía al menos seis metros de alto y casi tres de ancho; dimensiones que lo hacían sentirse realmente diminuto. No obstante, murmuró una silenciosa plegaria a Takhisis y luego alzó la voz para que pudieran oírlo con claridad en el interior.

—Yo, el gran lord Ariakas, ordeno a estas puertas, en nombre de un poder mayor del que podéis comprender, que cedan ante mi llamada. ¡En nombre de la majestad y el poder, lo ordeno!

Su grueso puño golpeó la puerta, una vez, dos veces, y luego otra vez. Unas retumbantes reverberaciones resonaron a su alrededor procedentes de la fortaleza y se propagaron por el valle situado a sus pies.

Con un crujido ominoso, las puertas empezaron a abrirse hacia fuera. El guerrero retrocedió rápidamente, empuñando la espada, listo para atacar, al tiempo que estudiaba la abertura que se iba ampliando poco a poco entre los dos portones. Estuvo a punto de quedarse boquiabierto por la sorpresa, asombrado de que un sencillo conjuro hubiera demostrado ser tan eficaz; pero mantuvo el control, y su inspección indiferente y casi aburrida de las puertas que se abrían dio a entender que jamás había esperado otro resultado que no fuera aquél.

Escuchó exclamaciones de sorpresa, incluso gritos de pánico, procedentes de la fortaleza. La abertura se hizo mayor, y distinguió un patio grande y cubierto de desperdicios. Zhakars, embozados, salieron huyendo en todas direcciones, aunque varios, armados con espadas, ballestas y garfios de combate se adelantaron, vacilantes. Las planchas de metal se abrieron más, y vio cómo varios enanos intentaban desesperadamente detener el mecanismo de apertura…; pero la cadena chirrió a través de los engranajes con automática e inevitable progresión, totalmente insensible a sus esfuerzos.

—¡Tranquilos! —dijo Ariakas, avanzando al encuentro de los guerreros enanos que cerraban el paso por la entrada. Ni su voz ni su postura dejaban entrever las dudas y temores que sentía—. No me propongo haceros daño, pero sí ofreceros pingües beneficios.

Por suerte, los zhakars retrocedieron apresuradamente para alejarse del guerrero humano, con los ojos fijos en la única arma que empuñaba. Lyrelee, Patraña Quiebra Acero y Ferros Viento Cincelador lo siguieron al otro lado de la entrada, y los cuatro se enfrentaron a los enanos del interior mientras las puertas interrumpían su apertura.

—Ahora ya podéis cerrarlas —anunció el humano a los encargados de la puerta, quienes se apresuraron a operar el mecanismo de cierre.

Varias docenas de zhakars cubiertos con negros ropajes se aproximaron cautelosamente hacia él, con las armas en alto, pero sin hacer ademán de atacar. A decir verdad, Ariakas sospechó que un simple movimiento de la enorme espada los haría huir despavoridos. Muchos ojos siniestros y lechosos lo observaron tras las rendijas abiertas en las máscaras.

El guerrero paseó la mirada por el patio del alcázar de Zhakar. El lugar no se parecía a ninguna fortaleza o castillo que hubiera visto jamás, pues los elevados muros estaban interrumpidos únicamente por la puerta que él y sus compañeros acababan de cruzar.

El suelo del interior del recinto era un caótico conjunto de grietas y montículos, a excepción del enorme edificio de forma cúbica situado en el centro del terreno, de cuyo tejado surgían las cuatro chimeneas que habían visto desde lejos. Aparte de eso, las innumerables pilas y montones de porquería eclipsaban cualquier otra característica que pudiera tener el lugar.

—Tu turno —murmuró Ariakas a Patraña Quiebra Acero—. Diles por qué estamos aquí.

El zhakar carraspeó y dio un paso al frente. Tras las máscaras protectoras, los guardianes lo contemplaron con palpable recelo y hostilidad.

—Éstos no son vuestros enemigos —empezó el comerciante—. Los he traído aquí porque pueden proporcionar grandes beneficios, gran prosperidad a nuestro reino. ¡Por ese motivo es esencial que veamos al rey!

Uno de los guardias se adelantó, cauteloso, dejando atrás a sus compañeros; aunque lanzó una veloz mirada a su espalda…, como si se asegurara de que tenía una vía de escape, si era necesario. Ese cabecilla improvisado se volvió luego hacia los visitantes.

—¡Sabes que no puedes traer aquí a gentes de fuera! —le espetó a Patraña Quiebra Acero—. ¿Te hicieron prisionero? ¿Eres un rehén?

—No, no exactamente —respondió el comerciante zhakar, recordando tal vez que en una ocasión sí había sido un prisionero—. Desean establecer tratos comerciales con nosotros, e insisten en ver personalmente al rey.

El portavoz se volvió entonces hacia Ariakas.

—Se castiga con la muerte a cualquiera de los nuestros que traiga a extranjeros a Zhakar. —Su tono tenía un deje de respeto, incluso algo de temor—. Debes de haber sido muy persuasivo.

—¿No has oído hablar de la espada de muchos colores? —inquirió Patraña Quiebra Acero con creciente exasperación—. ¡Éste es el hombre que, con su espada, puede eliminar a un centenar de enanos sin siquiera tocarlos!

—¿Es cierto, entonces… —los pálidos ojos se abrieron de par en par en el interior de la rendija del embozo—… lo que dijeron sobre el valle de la Roca Negra?

—Puedes creer cada palabra —instó el comerciante en tono socarrón—. Y ten mucho cuidado con su espada…, ¡no vaya a utilizarla para hacer que Zhakar mismo se desmorone sobre tu cabeza!

Los ojos se desorbitaron entonces con un temor muy claro, y Ariakas alzó ligeramente el arma para ilustrar la observación. La hoja azul pareció flotar en el aire, poseedora del color más intenso que podía encontrarse en todo el patio.

—I… iré a avisar al rey —manifestó por fin el portavoz del grupo—. ¡Vigiladlos! —ordenó imperioso a sus compañeros, a todas luces aliviado por tener la posibilidad de escapar a la presencia de aquella arma aterradora.

Los guardias a quienes se había encomendado la tarea de vigilarlos se tomaron su trabajo con toda seriedad, aunque parecían mucho más preocupados por la espada de hoja azul que por cualquier otro aspecto de sus visitantes. Ariakas se ocupó de empuñar el arma de modo que pudieran verla sin problemas, e incluso la blandió en una serie de movimientos de práctica, divirtiéndose ante la visión de los zhakars que retrocedían nerviosamente ante ella; como si esperaran que aquella cosa fuese a estallar en cualquier momento.

—¿Qué crees que dirá el rey? —preguntó Ferros a Patraña Quiebra Acero.

—¡Quién lo sabe! —El enano se encogió de hombros—. Rackas es un viejo enemigo de mi familia. No obstante, es ante todo un especulador, de modo que es probable que escuche nuestra proposición.

El guerrero asintió, evasivo.

—El rey consentirá en concederos audiencia —anunció el mensajero, en tono grandilocuente, cuando por fin regresó—. Hay que conducir a los prisioneros a la avenida Re…

—¿Qué prisioneros? —rugió Ariakas, amenazador—. Si te refieres a nosotros, que el enano que esté dispuesto a capturarme dé un paso al frente… ¡ahora!

Como era previsible, no se produjo ningún movimiento entre las filas de guardias. Dos docenas de pares de ojos siguieron, como hipnotizados, el modo en que la espada azul describía un lento arco en el aire.

—Si los…, ¡ejem!, emisarios fueran tan amables de seguirme al elevador, los acompañaré hasta el rey —tartamudeó el mensajero, entre carraspeos.

El enano condujo al grupo por un sinuoso pasillo flanqueado por montones de porquería hasta que llegaron ante la pared de la enorme edificación de piedra. Una puerta de hierro se abrió en cuanto se acercaron, y penetraron en el interior.

Inmediatamente se vieron azotados por una ráfaga de aire seco y ardiente. Los martillos repiqueteaban sobre las fraguas, y los hornos rugían en tanto que los fuelles bombeaban aire nuevo a sus fogones. La habitación estaba en sombras, casi a oscuras con excepción del brillante resplandor de los fuegos y del metal al rojo vivo, que revelaba figuras encapuchadas que se movían vagamente por entre las enormes forjas.

Ariakas murmuró un veloz conjuro, y la gema de su yelmo se iluminó al momento. El guerrero vio cómo los zhakars se cubrían los ojos y giraban apresuradamente para ocultarse del resplandor, lo que lo convenció de que la luz lo ayudaría a mantener su supremacía en presencia de esas miserables criaturas. Poco a poco, el martilleo fue cesando, a medida que el extraño grupo era conducido por un laberinto de pozos, yunques, moldes de fundición, tornos y cadenas que colgaban del techo.

En el centro de la factoría, llegaron hasta una jaula que consistía en unos barrotes negros de hierro que rodeaban una plataforma plana, suspendida por una rejilla de cadenas, que se balanceó ligeramente cuando el mensajero zhakar abrió la puerta y pasó al interior.

—¿Cómo sabemos que esto no es una trampa? —inquirió Ariakas, al tiempo que tanto él como Lyrelee vacilaban instintivamente ante el extravagante artilugio.

Sin embargo, Patraña y Ferros cruzaron el umbral y se volvieron para mirar a los humanos.

—No es más que un elevador —dijo el hylar, divertido—. Tenemos cientos de éstos en Thorbardin. ¿Cómo si no se subiría y bajaría? ¿Mediante escaleras?

En su interior, el guerrero se dijo, enojado, que una escalera le resultaría más que aceptable; pero ya había demostrado demasiadas vacilaciones sobre este asunto, de modo que pasó al interior con brusquedad, seguido con rapidez por la sacerdotisa.

El zhakar movió una palanca, y la plataforma se zarandeó al instante bajo sus pies, para hundirse a través del piso en un pozo abierto en la roca. Mientras intentaba reprimir el nerviosismo, Ariakas observó con atención que las paredes de piedra parecían elevarse a su alrededor, y aguzó el oído, inquieto, ante el tintineo de la cadena en lo alto.

—Este ascensor tiene como contrapeso a otro, situado no muy lejos —explicó Patraña Quiebra Acero—. Cuando éste baja, el otro sube. Si lo que hay que hacer es bajar algo a la ciudad, no hay necesidad de usar ninguna fuerza; nuestro peso lo hace todo, aunque la cadena circula por entre varios frenos para que no vaya demasiado deprisa.

—¿Cómo se puede subir un cargamento desde el subsuelo? —quiso saber Lyrelee.

—Para eso tenemos a los jefes del montacargas —explicó el zhakar—. No se mueve tan deprisa, pero pueden hacer subir una carga desde la avenida Real hasta el alcázar en cuestión de unos diez minutos.

Personalmente, Ariakas no consideraba que su descenso fuera precisamente veloz, y, mientras el corazón le martilleaba con fuerza, no podía desterrar la sensación de que se habían metido en una auténtica trampa.

Entonces, el elevador se detuvo con un chasquido sobre la superficie de piedra, haciendo que todos se tambalearan. Una puerta de metal situada ante ellos se deslizó a un lado con gran estrépito, y entraron en una enorme sala poco iluminada. Una nebulosa luz rojiza se filtraba en la estancia, procedente de las entradas de dos cuevas situadas a la derecha. Delante de ellos, dos hileras de columnas se elevaban desde el suelo y se perdían de vista en la oscuridad.

Al final, ocultas casi en las tinieblas, los compañeros distinguieron una pareja de gigantescas estatuas. Esculpidas con el aspecto de bestias monstruosas, las figuras se alzaban de espaldas a la pared de la cueva, y entre las gruesas patas de la estatua de la derecha, vieron un trono de piedra, en tanto que detectaron otro asiento similar bajo la estatua de la izquierda.

—La avenida Real —explicó el mensajero, señalando la amplia vía situada entre las dos filas de pilares.

Despacio, con deliberación, iniciaron la marcha. Ariakas se colocó inmediatamente en cabeza, de modo que la brillante gema proyectara un haz de luz blanca sobre el suelo, por delante de ellos. Las columnas a ambos lados y la senda hacia los tronos indicaban con claridad la ruta a seguir. En uno de los sitiales el guerrero distinguió una figura oscura y embozada, y le divirtió contemplar cómo el monarca se encogía en su asiento a medida que el grupo se aproximaba.

Ferros y Lyrelee caminaban a ambos lados del guerrero humano, un paso o dos por detrás, en tanto que Patraña Quiebra Acero y el mensajero zhakar cerraban la marcha. A su alrededor, Ariakas percibió la presencia de un gran número de oscuras figuras silenciosas; algunas se encontraban dentro del alcance de su luz, y el humano disimuló su sorpresa al ver guerreros zhakars montados en reptiles de cuatro patas. Los animales tenían una expresión lerda y embotada, pero la poderosa musculatura de hombros y patas indicaba velocidad y fuerza. No eran más grandes que podencos de gran tamaño, aunque las afiladas garras de sus patas delanteras daban a entender que podían resultar adversarios feroces en una pelea. No obstante, incluso esa estrafalaria caballería se encogía, acobardada, cuando Ariakas hacía girar la espada o permitía que su altiva mirada paseara sobre sus componentes.

Su nerviosismo desapareció por completo al acercarse al soberano zhakar. El humano sostenía la espada azul con indiferencia, desenvainada, apoyándola tranquilamente sobre el hombro; no obstante, con un veloz gesto de muñeca, era capaz de descargarla contra un objetivo situado en cualquier lado.

—¡Arrodillaos cuando lleguéis ante el rey! —siseó Patraña Quiebra Acero cuando se aproximaban al final de la calzada.

La luz de Ariakas cayó entonces sobre la figura sentada en uno de los enormes tronos. El zhakar se cubría con una capa pero no llevaba capucha, lo que dejaba al descubierto un rostro desfigurado por los estragos de la plaga de moho. La barba había desaparecido casi por completo, aunque varios mechones de pelo brotaban aún de la piel que cubría las mandíbulas. Parecía estar calvo, pero lucía una pesada corona de oro que ocultaba la parte superior de su cabeza.

—¡El rey Rackas Perno de Hierro de Zhakar! —proclamó un enano oculto en las sombras laterales—. ¡Arrodillaos ante la grandeza de su real presencia!

Ferros Viento Cincelador se colocó junto al guerrero y, a continuación, se arrodilló con humildad: un guerrero enano honrando al monarca de otro estado enano. Ariakas hizo una seña con la cabeza a Lyrelee, situada a su otro lado, y también ésta se arrodilló. Entretanto, Patraña Quiebra Acero casi se arrastró, postrándose sobre el suelo y gateando hasta colocarse junto al hylar.

Sólo Ariakas permaneció en pie. Sus ojos devolvieron a la relampagueante mirada de Rackas Perno de Hierro otra rebosante de orgullo y, luego, con regia dignidad, se inclinó al frente en una elegante reverencia: en ningún momento dobló la rodilla.

—¿Quién eres? —inquirió el monarca, anonadado ante la exhibición de seguridad.

—Soy lord Duulket Ariakas, emisario de una poderosa reina, que es el monarca más poderoso de Krynn —proclamó grandilocuente—. ¡Traigo saludos y alabanzas al apreciado señor de Zhakar!

Algo apaciguado, Rackas Perno de Hierro resopló en su trono. Al parecer no estaba acostumbrado a nada que se pareciera vagamente a la diplomacia.

Fue entonces cuando Ariakas descubrió la presencia de otro zhakar, de pie, en las sombras, junto al trono. Éste iba embozado de pies a cabeza, lo que no era normal en la ciudad por lo que el humano había visto hasta entonces. También incomparable era el prolijo bordado en hilo de oro que recorría los bordes de la capa. El enano enmascarado se inclinó hacia el monarca, en apariencia musitándole algo al oído.

—Bienvenido a mi reino —repuso de mala gana Rackas Perno de Hierro, tras unos instantes de silencio; a continuación, sin perder más tiempo en sutilezas, inquirió sin tapujos—: ¿Es ésta la espada que ha matado a un centenar de mis mejores hombres?

—Sí, majestad —respondió él. Interiormente, despreciaba al repulsivo monarca que, era evidente, sabía menos de modales cortesanos que el más humilde de los pajes de Khuri-khan. De todos modos, seguiría adelante con la mascarada mientras conviniese a sus propósitos—. El arma es un regalo de mi reina, y ella me ordenó usarla como instrumento de su voluntad.

—Es poderosa esa reina tuya —respondió el soberano—. Ahora dime, humano: ¿por qué te envía a mí?

—Hemos venido en una pacífica misión comercial —contestó él—. Es una misión que podría brindar beneficios inimaginables a las arcas de vuestra majestad, y al mismo tiempo sentar las bases de una alianza que resultará muy lucrativa para ambos pueblos.

—¿Y tú, Patraña Quiebra Acero? —El monarca se dignó dirigirse por fin al comerciante—. ¿Es este asunto tan importante como para que desafíes una tradición inmemorial al traer a unos extranjeros al corazón de nuestro reino?

—Ya lo creo, majestad —respondió el enano—. Tras meditarlo opino que las sugerencias del humano con respecto a beneficios están basadas en hechos. Aquél que empuña la espada de color ha demostrado ser un luchador y negociador enérgico y decidido.

—Energía y decisión…, ésos son rasgos admirables. —El monarca asintió, haciendo una mueca.

»Caballero guerrero, ¿querréis tú y tus compañeros aceptar nuestra hospitalidad? Os alojaré en los aposentos reales, en los que disfrutaréis de todas las comodidades que podamos facilitaros. Cuando hayáis descansado, os invito a acompañarme a la mesa. Esta noche, nos ocuparemos de los acuerdos del negocio.

—Se agradece vuestra hospitalidad —asintió Ariakas—. Es un gesto muy digno de un encuentro que sin duda tendrá como resultado una larga y provechosa amistad.

Mientras los cortesanos los conducían en dirección a los aposentos reales, Ariakas se arriesgó a echar una ojeada a su espalda. Vio que los ojos del rey estaban fijos en él; pero no en su persona, comprendió de repente. Los ojos de Rackas Perno de Hierro, que centelleaban codiciosos, estaban clavados en la espada azul que el humano empuñaba.