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Una pelea sin miedo

Ariakas se agazapó, cubierto por un cedro de ramas bien pobladas de agujas, y estudió la disposición del campamento. Vio a una figura delgada que cocinaba sobre las llamas, ocupada con una sartén, y el inconfundible olor del tocino frito llegó hasta su nariz, arrancando un gruñido involuntario a su estómago.

Hizo caso omiso del malestar, satisfecho al comprobar que al menos uno de sus adversarios no podría verlo en la oscuridad al tener la mirada fija en los encendidos tizones. Ariakas se despojó de la mochila, miró en derredor, y escogió una ruta de aproximación que pasaba por entre varias coníferas pequeñas y achaparradas.

Esmerándose por mantener al ladrón entre él y el fuego, Ariakas se aseguró de que sus propios ojos siguieran siendo sensibles a las sutilezas de las sombras. El guerrero no veía al compañero del que cocinaba, pero sabía por fragmentos de la conversación que la brisa llevaba hasta él que éste permanecía cerca de la hoguera. Por el momento no conseguía identificar ninguna palabra, aunque las voces le parecieron animadas y parlanchinas. Desde luego no eran los sonidos de alguien que esperara problemas.

Se deslizó más cerca con suma cautela, moviéndose sigilosa y pacientemente, teniendo cuidado de que ninguna ramita se partiera bajo sus pesadas botas. Tardó un poco en llegar al siguiente árbol, pero estaba seguro de que sus presas no planeaban moverse esta noche. Como si quisiera confirmarlo, el segundo ladrón apareció entonces y arrojó varias ramas de cedro secas al fuego.

Ariakas se ocultó veloz, cubriéndose los ojos antes de que las brillantes llamas chisporrotearan hacia el cielo y bañaran todo el bosquecillo con su animada iluminación. La llamarada centelleó y chasqueó, proporcionándole una idea: alargó la mano y tocó varias ramas quebradizas de un cedro seco, que partió mientras el ruido del fuego camuflaba el sonido de su propia actividad.

A continuación volvió a avanzar, reptando sobre manos y rodillas, al tiempo que palpaba el suelo con cuidado en busca de obstáculos situados ante él. En pocos minutos llegó hasta el círculo de árboles más cercano a la hoguera. Una vez allí, se instaló para espiar.

El cocinero seguía atizando el fuego; pero, cuando el segundo ladrón se volvió tras rebuscar en una bolsa, Ariakas consiguió echarle una mirada al rostro y el cuerpo. Con un sobresalto comprendió que era un kender quien le había robado, y el descubrimiento hizo que en su rostro apareciera una mueca de repugnancia. El sujeto llevaba las flexibles prendas de viaje de la diminuta raza, y la larga cabellera sujeta con el característico copete colgando sobre el hombro izquierdo; andaba casi a saltitos, y el guerrero recordó la gracia intrínseca que había contemplado mientras la pareja atravesaba la montaña aquella tarde.

Una rápida mirada le indicó que el cocinero era también un kender, con cabellos más largos todavía que el primero. Con un irónico movimiento de cabeza Ariakas volvió a ocultarse para meditar sobre lo que iba a hacer.

Como es natural, eso explicaba muchas cosas: los movimientos sigilosos y el borroso rastro unido a la infantil torpeza de dejar las huellas junto al arroyo; el robo del relicario; el trago de ron de fuego; todo mientras él dormitaba a pocos pasos; y también la decisión de dejarlo con vida. Aunque no había sido una decisión en absoluto, sin duda ni siquiera se les había ocurrido hacer otra cosa; pero, desde luego, nada de esto alteraba el hecho principal: ellos le habían robado su tesoro, y él los había atrapado.

Sus objetivos seguían siendo los mismos. Únicamente el enfoque había cambiado. Su plan original había sido sencillo: atemorizar a los ladrones para que entregaran la joya y luego matar al cabecilla como justo castigo y como una lección para el cómplice. No obstante, sabía que los kenders eran totalmente temerarios: ninguna intimidación ni fanfarronada conseguirían hacer que le entregaran el relicario, ni que se disculparan. De todos modos, los hombrecillos acostumbraban a ser bastante más ingenuos que el típico ladrón humano, y puede que consiguiera engañarlos. En el peor de los casos, podía matarlos y encontrar por sí solo el guardapelo.

Tomada una decisión, Ariakas salió de detrás del árbol y se acercó a la fogata como si su aparición en aquel lugar fuera algo del todo normal. La espada permanecía en su vaina, en tanto que su mano izquierda sujetaba el montón de ramas secas detrás de la espalda.

—¡Vaya, hola! —dijo el primer kender, que se había unido al cocinero junto al fuego—. ¡Llegas casi a tiempo de cenar!

Su compañero se volvió con una expresión imperturbable, y el guerrero volvió a sorprenderse al comprobar que éste era del sexo femenino. Unas delicadas líneas marcaban el delgado rostro; un rostro que podría haber pertenecido a una jovencita de no ser por las arrugas de la madurez.

—¿Trajiste el ron de fuego? —gorjeó—. ¡Resultará perfecto con este estofado de tocino y patatas!

No obstante su preparación, la franqueza del comentario de la kender cogió a Ariakas por sorpresa.

—Sí, sí lo traje —farfulló tras unos instantes.

—Te aseguro que era muy buen licor —coincidió el otro kender, indicando con gesto amistoso un lugar junto al fuego para que el guerrero se acomodara—. Soy Mijosedoso Ronzalero, y ésta es mi amiga Keppli. —La mujer meneó la cabeza con una sonrisa de bienvenida en el rostro.

De improviso, lo ridículo de la situación enfureció a Ariakas. La repugnancia se elevó como una oleada de bilis por su garganta, y arrojó lejos las frágiles ramas, al no ver la necesidad de deslumbrar a los kenders.

—Mirad —proclamó, y su voz descendió hasta convertirse en un gruñido amenazador—, he venido a recuperar mi guardapelo… ¿cuál de vosotros me lo dará? —Se llevó la mano a la empuñadura de la espada para recalcar sus palabras de un modo nada sutil.

—¿Tu guardapelo? —chirrió sorprendido Mijosedoso Ronzalero—. ¿Qué te hace pensar que nosotros lo tenemos?

—Sé que lo tenéis —respondió el humano, sombrío—. Ahora, ¡uno de vosotros me lo traerá!

—Empiezo a pensar que será mejor que nos guardemos esta cena para nosotros —le desafió Keppli, malhumorada—. ¡Enciéndete tu propia hoguera, si es así como te vas a comportar!

El guerrero se negó al alterar su línea de acción. Sin dejar de vigilar con atención a la pareja, se desvió hacia donde estaban sus bolsas y echó hacia atrás la solapa de la primera.

—¡Eh!, no puedes hacer eso… ¡Eso es mío! —gritó con voz aguda la kender, incorporándose de un salto.

Sin hacer caso de sus protestas, él rebuscó en el interior del morral de cuero, del que sacó una herradura de caballo, un martillo de herrero, un broche tachonado de joyas que mostraba la recargada imagen en platino de un águila, y varias botellas y frascos que aparentemente contenían comida y bebida.

—¡Para! —protestó Mijosedoso, avanzando hacia él.

Ariakas desenvainó la espada con la mano libre y alzó la hoja. El hombrecillo se detuvo, con una mueca de concentración contrayendo su rostro.

Introduciendo la mano en la segunda mochila, el guerrero extrajo un surtido de botas —la mayoría demasiado grandes para un pie kender, y ninguna con una pareja evidente— así como una lujosa túnica de piel marrón. Por fin sus dedos tocaron un familiar paquete envuelto en cuero.

—¡Esto! —anunció, tirando de la cadena.

Dejó que el reluciente guardapelo se balanceara a la luz de la fogata, oscilando ante los sobresaltados kenders. Reflejos naranja danzaron sobre el platino, y los rubíes de las esquinas del relicario centellearon bajo la luz como siniestros ojos acusadores.

—¡Eso no es tuyo! —declaró Mijosedoso Ronzalero con un enérgico cabeceo.

—¿Recuerdas de dónde lo sacaste? —desafió Ariakas.

—¡Claro! ¡Lo encontré!

—¿En qué lugar?

—En las montañas; anoche —explicó el otro, paciente, como si creyera que podía hacer cambiar de idea al humano.

—¡Lo robaste de mis alforjas mientras dormía! —rugió Ariakas.

Los ojos del kender se abrieron de par en par con estupor e indignación.

—¡No hice tal cosa! Además, si hubiera estado en tu mochila, entonces habrías sido tú quien lo robó… ¡y yo quien lo encontró allí!

Rugiendo, irritado, el guerrero hizo a un lado toda la andanada de objeciones y, con la espada alzada, avanzó hacia el kender. Tenía que administrar justicia, y le importaba muy poco si el ladrón era humano o kender; sin embargo, las siguientes palabras de su interlocutor lo dejaron paralizado.

—Ese guardapelo pertenece a la dama de la torre —protestó el hombrecillo, molesto por la falta de comprensión del otro—. ¡Incluso lleva su retrato! Vaya, pero si puede que hubiera recordado devolvérselo y todo —concluyó con ofendida dignidad.

—¿Qué dama? —inquirió el humano, intrigado muy a pesar suyo.

—Cuál va a ser, la señora que los ogros de Oberon capturaron —explicó él, exasperado—. La tienen encerrada en la torre que hay allí. —Señaló vagamente hacia el este.

—¿Quién es ella? —exigió Ariakas. Recordaba el nombre Oberon, un jefe bandido conocido por mandar una banda de ogros al norte de Bloten—. Y ¿cómo sabes que el guardapelo es de ella?

—Ya te dije quién es ella: ¡la dama que está prisionera de los ogros! Y sé que es su relicario porque ella me habló de él. Lo perdió antes de… o puede que se lo robaran. Ella me contó lo de los cuatro rubíes en las esquinas, y el pequeño cierre. Incluso lo del cuervo grabado en el dorso. Además, contiene su retrato; ¡justo ahí! No pueden existir dos piezas como ésa, ¿verdad?

—Cuéntame más cosas sobre la dama —indicó Ariakas, resistiendo a la tentación de responder a su comentario.

—Es una princesa, o una reina, o algo así —intervino Keppli—. Sé que es rica, ¡o que lo fue antes de que los ogros la cogieran y la metieran en esa torre!

—¿De dónde procede? —insistió el guerrero.

Los dos kenders intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros.

—Ve y pregúntaselo —dijo Mijosedoso Ronzalero con un deje de impaciencia—. Ahora, si eres tan amable de seguir tu camino…

—Una pregunta más —interrumpió Ariakas, con la empuñadura del arma descansando cómodamente en la palma de la mano—. ¿Dónde está esta torre, este lugar donde tienen prisionera a la dama?

—Por ahí —declaró el kender—. A unos tres días de viaje, diría yo. Está en la frontera con Bloten, pero me parece que los ogros que viven allí son una especie de banda de renegados. Tienen su propio jefe militar: ése al que llaman Oberon.

—¿Cómo es que sabéis tantas cosas sobre ellos? —inquirió el guerrero. El nombre de Oberon le resultaba cada vez más interesante puesto que Habbar-Akuk había mencionado al mismo monstruo brutal.

—Bueno, pasamos allí una semana el invierno pasado. Nos dieron una agradable habitación, arriba, cerca de la de la señora, desde la que podíamos ver a kilómetros de distancia; hasta los Señores de la Muerte, en un día despejado.

—Pero entonces —interpuso Keppli—, los oímos hablar sobre nosotros y, bueno, lo cierto es que no era muy agradable…

—¡Y jamás llegamos a conocer a Oberon! —interrumpió su compañero.

—… nada agradable —prosiguió Keppli, asintiendo con firmeza.

—De modo que nos fuimos —concluyó Mijosedoso—. ¡Como si esas cerraduras pudieran mantener encerrado a nadie!

—¿Tienen a la dama? —insistió Ariakas.

—Bueno, pues sí —admitió el kender, aunque parecía dispuesto a discutir aquel punto. Luego meneó la cabeza—. Así que, como podrás ver, no puedes quedarte su relicario. Si eres tan amable de dejarlo…

—Me lo llevo. Nada de lo que me has dicho altera el hecho de que eres un ladrón; ¡la peor especie de ladronzuelo, que se escabulle en la oscuridad y amenaza a un hombre mientras duerme!

—Vamos, si yo…

—¡Silencio! —La voz del humano se convirtió en un rugido, y el kender cerró con fuerza la boca, sorprendido. Los ojos oscuros y sorprendentemente maduros de Mijosedoso estudiaron con atención y con una ausencia total de temor al guerrero; y, por algún motivo, la negativa del kender a sentirse asustado enfureció al mercenario—. ¡Aquí tienes tu justicia, ladrón! —bramó, lanzando una estocada.

El hombrecillo estaba preparado para aquel movimiento, pero no había esperado que su adversario fuera tan rápido. El kender se dejó caer al suelo y rodó a un lado, pero no antes de que la punta de la espada desgarrara la zona de su garganta que quedó al descubierto.

—¡Eh! —chilló Mijosedoso, llevándose una mano a la herida y contemplando aturdido la brillante sangre arterial que chorreaba por entre los dedos. Casi al instante, sus ojos se cerraron y cayó al suelo.

—Te dejaré con vida —dijo Ariakas a Keppli, sujetando el guardapelo en la mano izquierda mientras sostenía la espada lista para atacar. Contempló cauteloso a la kender—. Pero mejor que recuerdes esta lección cuando se te ocurra volver a robar.

La furia que apareció en los ojos de la kender lo dejó estupefacto; una andanada de rayos de fuego por su parte no podrían haberle causado más efecto. En un tono firme e inflexible, la mujer dijo burlona:

—¡Aclamemos al guerrero humano, tan valiente que es capaz de asesinar! ¡El macho cabrío que fue su padre debería sentirse orgulloso! ¡La puerca que lo trajo al mundo lanzaría agudos chillidos satisfechos!

—¿Quieres tener el mismo fin que tu compañero? —inquirió él, enrojeciendo, furioso.

—¡No es nada comparado con el destino que te aguarda! —gritó ella, la voz teñida de un deje de risa—. ¡Antes de que los dioses acaben contigo, las alas de los cuervos batirán sobre tus huesos; los lagartos se arrastrarán entre tus piernas!

—¡Estás loca! —masculló él, asestando mandobles con la espada, enfurecido al ver que ella se apartaba fuera de su alcance.

—¡La locura es algo que deberías conocer! —canturreó, un triunfo feroz resonaba en cada palabra y se clavaba en el guerrero como el aguijón de un estilete envenenado—. La locura corre por tus venas; sólo la sombra de un corazón late en tu interior. ¡Oh, sí… la locura es algo que conoces muy bien!

Ariakas perdió todo vestigio de control y arremetió por encima de la agonizante fogata, lanzando cuchilladas contra la ágil figura. En algún punto de su cerebro la voz de la razón, de la cautela, le decía que eso era peligroso.

No obstante, se lanzó tras Keppli, descargando la punta de la espada sobre el talón de la kender, que profirió un chillido de dolor al tiempo que daba una voltereta sobre el suelo. Cayó sobre ella; pero la mujer rodó lejos y, mientras él resbalaba sobre una rodilla, ella se incorporó de un salto.

Un cuchillo centelleó en la mano de la kender.

El puro instinto se adueñó del brazo del guerrero, haciendo que la hoja describiera un arco desesperado en tanto que él se desplomaba hacia atrás, en un intento de esquivar la hoja que resbalaba sobre su garganta. Sin saber cómo levantó la espada.

Con una violenta estocada, hundió la hoja en el cuerpo de la kender, maldiciendo al sentir cómo la daga abría un surco en su mentón y su labio. Keppli no emitió un solo sonido; se limitó a caer y morir. Ariakas dejó que el arma cayera junto con su víctima, intentando detener con ambas manos la sangre que brotaba a chorros de la larga herida del rostro.