19

Fuego en la montaña

Lyrelee yacía inmóvil donde había caído, casi treinta metros más abajo, en el barranco. Ariakas vio el retorcido proyectil clavado en su cuerpo, pero enseguida se vio obligado a olvidar a la sacerdotisa cuando él y los dos enanos tuvieron que hacer frente a un furioso ataque. Las paredes en forma de trinchera de la estrecha hondonada les concedían una cierta protección frente a las ballestas, pero mientras se acurrucaba allí y estudiaba a los atacantes, el guerrero comprendió que se habían metido en una emboscada muy bien planeada.

Los atacantes eran zhakars, a juzgar por su estatura y las gruesas ropas que los cubrían, y su siguiente andanada de saetas hendió salvajemente el aire hacia los tres viajeros; al parecer a estos enanos no les importaba en absoluto su compatriota. En realidad, varios de ellos apuntaron con cuidado sus armas hacia Patraña Quiebra Acero, y fue gracias a sus rápidos reflejos que el mercader salvó la vida.

Un proyectil rebotó en una roca, junto a Ariakas, y el guerrero se agachó al tiempo que otro le rozaba el hombro. Tenía la espada en las manos, aunque no recordaba haberla desenvainado. Paseó la mirada en derredor, intentando, frenético, discurrir un plan de defensa. Estaban rodeados y, al mirar hacia arriba, descubrió a una hilera de embozados enanos que descendían por el barranco, desde lo alto de la montaña.

Abajo, Lyrelee seguía sin moverse, y los zhakars hicieron caso omiso de su cuerpo mientras se desparramaban al interior de la hondonada y empezaban a cargar en dirección a la ladera opuesta. Ferros Viento Cincelador, en cabeza, recibió a los primeros atacantes. Los cubiertos enanos, en desventaja al atacar cuesta arriba, no tardaron en retroceder ante el hylar, que envió a un par de ellos dando tumbos hacia el fondo, con los cráneos partidos por la afilada hoja de su hacha de guerra.

—¡Tu espada! —chilló la voz de Patraña Quiebra Acero, presa de terror. Encogido en el fondo de la estrecha depresión, hizo frenéticos gestos a Ariakas para que atacara.

Con una mueca de repugnancia, el humano estaba a punto de dejar que el zhakar se defendiera como pudiera cuando recordó que sin él, sus posibilidades de obtener una audiencia con el rey enano serían prácticamente nulas.

—¡Lucha, maldita sea! —chilló Ariakas—. ¡A menos que creas que puedes convencerlos con palabras para que abandonen el ataque!

Saltando de roca en roca, el zhakar más próximo apareció entonces por encima de ellos. El achaparrado luchador, que al parecer no sentía ningún temor, saltó por los aires profiriendo salvajes aullidos mientras caía en dirección al guerrero humano, que lo empaló en la roja espada, para luego arrojar el cuerpo a un lado aprovechando el impulso mismo de su víctima, antes de rechazar los ataques de los dos zhakars siguientes.

Para entonces Patraña Quiebra Acero ya había sacado su propia espada corta en forma de garfio, si bien continuó con su jerigonza, suplicando al humano que usara su poderosa arma.

En cuanto a él, Ariakas tenía toda la intención de incinerar a los atacantes con la bola de fuego de su roja espada, pero éstos estaban demasiado desperdigados en la empinada ladera, y el aliento de dragón sólo acabaría con una parte de los que se acercaban. Si no deseaba desperdiciar el ataque —y no quería hacerlo— tenía que esperar a que sus blancos se encontraran más agrupados.

Los tres combatían desesperadamente, y los enanos de las Khalkist arrojaron a un lado las ballestas y empuñaron las espadas, gritando como posesos mientras atacaban en furiosas oleadas. Los camaradas patearon rocas y piedras para que rodaran sobre los atacantes situados en el fondo del barranco, aprovechando que la estrecha cañada les proporcionaba algo de refugio y, al mismo tiempo, servía para canalizar a los enanos situados ladera abajo directamente hacia el hacha del hylar.

Ariakas eliminó a dos zhakars en el borde del barranco. Luego giró e hizo retroceder a los que atacaban desde el otro lado. El sonido de unos pies que resbalaban le indicó que alzara la vista, y su espada ensartó, veloz, a otro par de atacantes que habían descendido desde la cima de la montaña.

Ferros lanzó un grito al sentir que las rocas sueltas bajo sus pies cedían y lo hacían resbalar por la pendiente. Cayendo de espaldas, el hylar patinó sobre los desmoronados guijarros y asestó una violenta patada en el rostro a un zhakar, cuando la embozada criatura intentó acuchillarlo con una espada curva.

—¡Tras él! —chilló Ariakas, al tiempo que agarraba al forcejeante Patraña Quiebra Acero por el cogote y lo empujaba montaña abajo. El comerciante enano resbaló y saltó, pero se mantuvo en pie mientras descendía como una exhalación tras la caída figura en movimiento de Ferros Viento Cincelador.

El guerrero humano cerraba la retaguardia, dando largas zancadas para mantenerse a la altura de los dos enanos; pero tras unos pasos, Ariakas se detuvo, apuntaló los pies, y giró para mirar a lo alto. Media docena de aullantes zhakars se abalanzaban en su persecución por el empinado barranco. La primera avanzadilla saltó sobre él, y el humano derribó al enano situado a su derecha con un amplio mandoble de la espada. Al segundo lo golpeó aprovechando el impulso del arma y repitió la maniobra a un lado y a otro hasta que hubo enviado a los seis rodando por el declive.

Tras dar la vuelta para aprovechar el momentáneo instante de calma, Ariakas volvió a lanzarse hacia abajo, perdiendo casi el equilibrio cuando el suelo del barranco descendió por entre una escalonada progresión de peñascos de un metro de altura. Un zhakar saltó desde la derecha, y él casi lo partió en dos, sin apenas detener su marcha. Otros dos cargaron desde el lado izquierdo de la quebrada, pero se escabulleron en cuanto alzó su espada.

Ferros Viento Cincelador consiguió por fin detener el desenfrenado descenso, aunque no antes de alcanzar el cuerpo inerte de Lyrelee, pues la veloz caída lo había hecho pasar por entre el grueso de sus atacantes. Patraña Quiebra Acero se unió a ellos al cabo de un instante, y por fin fue Ariakas quien llegó hasta el grupo. Los zhakars que los perseguían habían quedado atrás y por encima de ellos por el momento, si bien algunos saltaban ágilmente por la pendiente, acercándose con rapidez. Les llovieron nuevas saetas de ballesta, pero allí las paredes del barranco se alzaban muy altas y los enanos no conseguían distinguir bien a sus objetivos.

Ariakas comprobó con alivio que la sacerdotisa estaba viva. Los ojos de Lyrelee estaban abiertos, y sus labios entreabiertos mostraban los dientes apretados con fuerza. El pecho ascendía y descendía veloz a causa del movimiento entrecortado de su jadeante respiración.

—¡Cuidado! —advirtió Ferros, y el guerrero miró hacia arriba a tiempo de acabar con un zhakar que se disponía a atacar a la vez que obligaba a retroceder a otros dos con cuchilladas relampagueantes de su roja espada.

—Vamos, ¡salgamos de aquí! —chilló Patraña Quiebra Acero, que pasó corriendo junto a Ferros para iniciar la huida.

Ariakas volvió a sujetar al zhakar por el cogote, tirando hacia atrás de él sin ningún miramiento. Luego se inclinó para plantarle cara con su mirada más inflexible.

—¡Ayúdala! —rugió, soltando a Quiebra Acero.

—¡Tu espada! —suplicó el otro—. ¡Úsala! ¡Mátalos!

Ariakas desechó la sugerencia, enojado. Los atacantes seguían estando demasiado separados para que pudiera acabar con todos ellos de una sola vez, y no estaba dispuesto a derrochar el precioso poder.

Lyrelee, todavía sin hablar, se sentó en el suelo; tenía el rostro pálido y los ojos apagados, vacuos. Patraña Quiebra Acero, farfullando para sí, alargó la mano para cogerla del brazo y la ayudó toscamente a incorporarse.

Entonces varios zhakars se acercaron por todos lados, y Ferros y Ariakas se esforzaron por mantenerlos a raya en tanto que Patraña y Lyrelee se alejaban cojeando por el barranco. La hoja del hacha del Enano de las Montañas estaba salpicada de sangre y trozos de ropa zhakar, y ríos de sudor descendían por su rostro barbudo mientras giraba para enfrentarse a cada nuevo ataque.

Ariakas mantuvo su posición en la retaguardia, donde un número cada vez mayor de adversarios se abalanzaba sobre él. Los compañeros no tardaron en encontrarse muy por debajo de la zona de la emboscada, y Ferros —liberado de la necesidad de abrirse paso a hachazos por entre los enanos— ayudó a Patraña a sostener a Lyrelee, con lo que su avance se hizo más rápido, en tanto que el guerrero humano se quedaba atrás para contener a sus perseguidores.

Los zhakars mostraban un gran respeto por la roja espada del humano, y eran cada vez más reacios a acercarse. Se mantenían, pues, a distancia, disparando sus ballestas en cuanto Ariakas se volvía para correr tras sus compañeros. Uno de los proyectiles lo alcanzó en el hombro, infligiéndole una dolorosa herida, y cuando giró en redondo para presentar batalla, otra saeta fue a clavarse en su peto.

Numerosos cadáveres de enanos cubrían el fondo y las laderas de la hondonada, y muchos otros zhakars gemían lastimeros allí donde habían caído. Varios de éstos habían resultado heridos al caer rodando por la rocosa pendiente, de modo que, en conjunto, las filas de los atacantes habían sido duramente diezmadas.

No obstante, cuando alcanzaron el fondo de la interminable ladera, Ariakas distinguió a muchas docenas de los achaparrados enanos que se deslizaban montaña abajo en su persecución. Una desordenada lluvia de saetas cayó del cielo, y una de ellas arañó al hylar en una mano, provocando que Ferros profiriera un gruñido colérico. De todos modos, la andanada carecía de la intensidad de la primera descarga cerrada, y los camaradas abandonaron la protección del barranco para atravesar el estrecho suelo del valle.

Un angosto riachuelo discurría por la hondonada de verticales paredes situada al pie de la cañada, en tanto que otra ladera —que podría haber sido la gemela de la que acababan de descender— se alzaba hacia el cielo más allá de la corriente de agua.

Lyrelee, apoyándose en ambos enanos, cojeó en dirección a la orilla, mientras Ariakas mantenía la atención fija en los atacantes situados por encima de su cabeza. Los zhakars avanzaban deprisa, pero se encontraban demasiado retrasados para alcanzar al grupo antes de que llegaran al agua.

Ya en la orilla, Patraña Quiebra Acero se detuvo, a pesar de que Ferros y la sacerdotisa siguieron adelante y penetraron en el arroyo. El canal tenía apenas medio metro de profundidad, por lo que el agua no le habría llegado más allá del pecho, pero el comerciante enano se mantuvo en sus trece. Sus enemigos avanzaban, de modo que Ariakas asestó una firme patada al trasero de su compañero y lanzó a Patraña por el aire, muy lejos de la orilla, antes de que el enfurecido enano fuera a caer en el agua.

El guerrero vadeó tras él, alzó a la balbuceante figura fuera del riachuelo y se sorprendió al ver que Quiebra Acero temblaba aterrorizado. El enano se aferró con desesperación a la cintura del humano; lleno de enojo, éste transportó a la miserable criatura los pocos pasos que restaban hasta llegar a la otra orilla. Ferros y la mujer ya habían salido, y el hylar ayudó a su tambaleante compañera a apartarse del arroyo. Los ojos del enano se entrecerraron, pensativos, cuando Ariakas arrojó al chorreante zhakar sobre la orilla.

Una vez fuera del alcance de las ballestas, el grupo se volvió para contemplar a sus perseguidores, que se habían reunido junto a la orilla.

—¿Odiáis todos tanto el agua? —preguntó Ferros Viento Cincelador al embarrado Patraña Quiebra Acero.

Sin dejar de rezongar, el enano asintió.

—Puede que esto nos conceda algún tiempo de ventaja —observó el hylar contemplando el arroyo. Varias rocas resbaladizas sobresalían en la superficie, pero cualquiera que intentara cruzar sin mojarse se enfrentaría a todo un desafío.

Siguieron alejándose del agua, en dirección a una empinada cañada que ascendía, y en unos instantes habían trepado ya lo suficiente para estar fuera del alcance de todo proyectil arrojado desde el fondo del valle. A Patraña Quiebra Acero le castañeteaban los dientes y temblaba de un modo incontrolable: era la imagen misma del sufrimiento extremo. Coincidiendo con lo que los expedicionarios habían deducido, los zhakars perseguidores llegaron a la orilla del arroyo y empezaron a maldecir y a silbarles, pero no intentaron cruzar.

Uno de los enanos saltó sobre una roca del arroyo, posándose torpemente sobre la redondeada superficie; pero, cuando intentó saltar a la siguiente piedra, resbaló y cayó al agua. Aullando de dolor o miedo, la criatura chapoteó, frenético, de vuelta a la orilla y gateó a tierra firme.

Lyrelee lanzó un gemido y se dobló hacia el suelo.

—¡Vigilad a ésos! —advirtió Ariakas a los dos enanos, al tiempo que se arrodillaba junto a la sacerdotisa. Ésta cerró los ojos con una mueca de dolor, y el guerrero vio que la flecha clavada en su costado se había removido en la herida con el ajetreo. La respiración de la mujer era apenas perceptible, y su lividez, extrema.

El hombre se sintió embargado por una vehemente resolución: ¡la joven no iba a morir! Sin embargo, sólo con la ayuda de su diosa podía esperar ayudarla.

Todo lo demás quedó relegado a un segundo plano mientras Ariakas recordaba su aprendizaje en el templo.

—¡Takhisis, poderosa Reina de la Oscuridad —pronunció en voz baja—, convoca a la fuerza sanadora de mi fe, y haz que derrote a las heridas de esta mujer!

Notó el poder de la diosa vibrando en sus extremidades, y —con manos que parecían no pertenecerle, como si fueran de otra persona— tocó primero el asta hundida en la herida, y luego, con mucha suavidad, la arrancó. Lyrelee abrió los ojos de golpe, y colocó una mano sobre la de él, absorbiendo energías del poder del hombre y de la Reina de la Oscuridad.

A los pocos minutos, la sacerdotisa se sentó en el suelo; cuando él la ayudó a ponerse en pie, ella permaneció erguida sin ayuda. La firmeza volvía a brillar en sus ojos, sólo la palidez del rostro recordaba su debilitado estado físico.

—Esos malditos tienen inventiva, debo reconocerlo —comentó Ferros Viento Cincelador, señalando a los enanos del otro lado del arroyo.

Ariakas vio que los zhakars habían formado una cadena y se pasaban rocas unos a otros. El último enano de la fila estaba situado en la orilla del riachuelo, arrojando al agua las piedras que le llegaban. Poco a poco, la fila de rocas se fue extendiendo por el arroyo, hasta formar un improvisado dique, con aberturas para permitir que el agua discurriera. En unos minutos el rudimentario puente cubría ya gran parte de la corriente de agua.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —instó Patraña Quiebra Acero, con voz tensa y agitada—. ¡Vendrán tras nosotros!

—Vosotros tres id delante —sugirió el guerrero, pues su mente empezaba a trazar un plan. Estudió a los zhakars que se habían reunido en la orilla aguardando a que el puente estuviera finalizado—. Yo me quedaré aquí, y veré si puedo darles algo con lo que recordarnos eternamente.

Sosteniendo con suavidad la espada de roja cuchilla, Ariakas empezó a retroceder por la ladera, teniendo buen cuidado de mantenerse fuera del alcance de los arcos. Varios de los embozados enanos detectaron su descenso, gritando y farfullando, excitados, al tiempo que señalaban en dirección al guerrero y agitaban sus armas con rabia.

Tras unos cuantos retumbos y chapoteos, el puente quedó finalizado, y los zhakars empezaron a cruzar al otro lado, saltando sobre las estrechas aberturas por las que el agua seguía fluyendo. El amontonamiento era tan frenético que varios de ellos tropezaron en la irregular superficie y fueron a parar al líquido elemento que tanto habían querido evitar. No obstante, al menos cincuenta de los pequeños individuos se abalanzaron al frente, sedientos de sangre.

En tanto que la apelotonada horda corría hacia él, Ariakas resbaló un poco más, pendiente abajo, hasta casi alcanzar el nivel del suelo del valle. Los zhakars más cercanos alzaron sus armas, asombrados sin duda ante el desatino del humano al aceptar un desafío tan desigual.

El guerrero alzó la espada en dirección a la parte delantera del grupo, murmurando una súplica a su diosa, y, como ya había sucedido antes, Takhisis lo oyó, y le concedió su favor. La hoja empezó a brillar con tal fuerza que los enanos que iban en cabeza vacilaron ligeramente en su carrera, indecisos sobre lo que podía suceder a continuación.

Ni siquiera llegaron a enterarse. Sin un sonido, la espada expulsó de repente una abrasadora y refulgente lengua de fuego, y las llamas envolvieron en sus dedos codiciosos a los zhakars que iban en cabeza, devorando carne y convirtiendo en antorchas las ropas. Una docena de enanos pereció antes de poder abrir la boca o proferir cualquier grito de dolor, convertidos en humeantes cadáveres carbonizados que yacían desperdigados por el suelo del valle.

Ariakas elevó ligeramente la espada, permitiendo que el rugiente chorro de fuego se extendiera hacia arriba y a los lados: el sonido de las enfurecidas llamas retumbó a su alrededor, mezclado con los patéticos chillidos de sus contrincantes que veían cómo la muerte les caía encima sin que pudieran hacer nada para evitarlo. Las llamas lamieron el terreno, consumiendo carne enana, y cuerpos envueltos en fuego cayeron al suelo y se retorcieron en humeantes fardos agonizantes. Oleadas y cortinas de fuego grasiento sisearon de un enano a otro, buscando, matando.

Los zhakars que se encontraban en los extremos del ataque giraron en redondo y huyeron de vuelta por el puente, demostrando el aborrecimiento que sentían por el agua, pues, incluso en su desesperada huida, aquellas criaturas se amontonaron sobre la improvisada pasarela. Ni uno solo de los desdichados seres se introdujo en el agua, ni siquiera cuando la abrasadora bola de fuego se acercó aún más.

Finalmente, el espadachín dirigió lo más recio del ataque sobre aquellos enanos que intentaban subir al puente. La masa de zhakars desapareció en medio de un humeante infierno de alaridos, e incluso cuando las llamaradas dejaron de brotar de la espada, el montón de cadáveres siguió ardiendo, enviando una espesa nube de humo negro hacia el cielo.

Ariakas miró al fondo del valle, y distinguió una docena o más de zhakars, todavía vivos, que huían desesperadamente de él. «Estupendo», se dijo. Quería supervivientes para que el relato de su poder y su brutalidad llegara a los oídos del rey zhakar. Infundir temor en aquel monarca era una de las partes principales del plan del guerrero.

Sólo entonces bajó la mirada hacia la hoja, y un escalofrío de presentimiento recorrió su cuerpo al verla. Una vez que las llamas se hubieron extinguido y el arma hubo realizado su mortífera tarea, el color rojo de la acerada superficie desapareció, como él ya sabía que sucedería.

En ese momento, la hoja había adquirido un nítido y brillante color azul.