18

La calzada de Zhakar

Ariakas se encontraba en una enorme sala cavernosa, rodeado por una horda de draconianos cubiertos de escamas. Más allá, se alineaba una legión tras otra de pesada infantería, caballería, arqueros y lanceros. Todos ellos, silenciosos y en posición de firmes, aguardaban sus órdenes. Pero él era incapaz de emitir un sonido. Todo ese poderoso ejército se encontraba a punto de lanzarse a la conquista, y sin embargo él no podía dar la orden oportuna: no conseguía ni tartamudear una palabra.

A su espalda colgaba la magnífica espada e, instintivamente, la desenvainó para alzar el reluciente acero en el aire. El ejército lo aclamó con un rugido cada vez más potente, que fue aumentando hasta que la onda sonora lo rodeó completamente. No obstante, el arma se encontraba tan paralizada como lo estaba su voz. Como si un fuerte puño invisible sujetara la hoja, aferrándola con indestructible energía, el arma de acero flotaba en el aire ante su rostro, y, por mucho que se esforzaba, Ariakas no conseguía bajarla, no conseguía siquiera moverla de un lado a otro.

Gruñó, cada vez más contrariado, y la plateada hoja se tornó blanca. Nieve y hielo se arremolinaron a su alrededor entonces, ocultando las tropas y los draconianos, al tiempo que le taladraban el cuerpo con escalofríos de un helor inhumano.

De repente, la espada se volvió negra; pero el guerrero seguía sin poder liberarla del poder incorpóreo del aire y, mientras forcejeaba, una oscuridad suntuosa y pletórica lo envolvió, ocultando su visión en todas direcciones, aunque los vítores de las tropas seguían rodeándolo. Las tinieblas desaparecieron, y la hoja de la espada brilló con un color rojo sangre. El metal mostraba un refulgente centellear en su superficie que le daba aspecto húmedo, como si el arma hubiera estado inmersa hasta la empuñadura en una sanguinolenta herida recién abierta. Pero siguió sin poder moverla, no obstante lo mucho que tiraba y forcejeaba con su largo mango. A su alrededor se alzó una violenta llamarada, en forma de gran círculo de fuego que chisporroteaba y siseaba, alzándose por encima de su cabeza. Chilló, no tanto de dolor como de ultraje, y las llamas se apagaron al instante.

Entonces, Ariakas percibió a su alrededor la presencia de criaturas enormes, que acechaban en las profundidades de la enorme sala, más allá del alcance de su visión. De altísima estatura y forma sinuosa, se ocultaban entre las sombras, aunque su presencia hormigueaba llena de presagios y poder.

De improviso se vio rodeado por una fría luz azul, y se dio cuenta de que la luz surgía de su arma. Despacio, con veneración, sujetó la empuñadura y tiró con suavidad para llevar la espada hacia él. La fuerza que había aprisionado el arma cedió con facilidad.

El guerrero volvía a ser el señor de la espada, y de su destino. Mientras mantenía la azulada hoja ante él, miró a un lado y a otro, para permitir que sus tropas lo aclamaran. Éstas rugieron durante muchos minutos, y al mercenario el corazón se le inflamó de orgullo marcial.

Cuando envainó la espada, las aclamaciones prosiguieron, pero ya se habían convertido en un sonido de fondo, el simple acompañamiento a la comprensión que había empezado a crecer en su mente.

¡La hoja azul! Recordó la profecía de la torre que parecía haber sido pronunciada en un pasado remoto: «Empuña la hoja azul, guerrero… ¡ya que en el corazón del mundo le prenderá fuego al cielo!». Era en ese instante que empezaba a percibir su significado. Y, mientras avanzaba por el sendero que se abrió ante él por entre las filas de sus tropas, comprendió que sería la hoja azul la que le daría el poder para mandar, para gobernar.

Mientras marchaba adelante, se dio cuenta de que el sendero ya no era un pasillo sino un puente. A un lado distinguió un brillante paisaje, que se extendía hasta el horizonte infinito, surcado de columnas de tropas que avanzaban en formación bajo su mando. Durante un amedrentador instante contempló el cielo, repleto de enormes formaciones de gigantescos dragones que se desplegaban, volando, para ensanchar los dominios de la Reina de la Oscuridad. Todo este poderoso ejército desfilaba en dirección a los distantes confines de Krynn.

Pero entonces Ariakas desvió los ojos hacia el otro lado del puente, y no pudo evitar retroceder acobardado por un terror mareante. Debajo de él, empezando junto a los dedos mismos de sus pies, descendía una sima abismal, que caía en picado al oscuro éter.

Sin embargo, en el interior de aquellas tinieblas no se distinguía el alegre destello de una constelación, ni siquiera el de un lucero de la tarde. En su lugar no había más que un pozo que se abría, eternamente hambriento, sin prometer otra cosa que dolor y sangre, oscuridad y disipación… Sin siquiera ofrecer el definitivo respiro de la muerte.

Ariakas despertó, sobresaltado, con una helada película de sudor pegada a la piel. Los cielos sí se abrían en lo alto, pero se trataba de los familiares cielos de Ansalon, y una suave neblina de claridad ocupaba ya el espacio en los valles orientales.

De modo que había sido un sueño. Suspiró, sintiendo como Lyrelee se agitaba a su lado, bajo la manta. La experiencia había resultado tan vívida, tan real, que lo cierto era que se sentía como si hubiera mandado en realidad aquel ejército poderoso; pero entonces recordó el horror del negro abismo, y los escalofríos volvieron a estremecerlo.

Por un instante pensó en la mujer, en su cuerpo, tan caliente junto a él. Pero éste no era un problema que ella pudiera solucionar. Irritado, se levantó en pleno amanecer y paseó la mirada por el pequeño campamento. Sabía que Ferros Viento Cincelador no estaría lejos, oculto en las sombras, alerta, mientras montaba la última guardia de la noche.

Patraña Quiebra Acero seguía dormido, lo que no sorprendió a Ariakas. Desde que su pequeño grupo había abandonado Sanction, el zhakar había sido quien dormía más profundamente de los cuatro. Menos mal, se dijo, ya que no se le podía confiar ninguna guardia. Aquello le parecía muy bien al mohoso enano puesto que —como había indicado en voz bien alta— era él quien los conducía a Zhakar.

Al menos, en aquel papel, el mercader había abrazado con entusiasmo el empeño del grupo. Como agente comercial de un moho que de repente había adquirido un gran valor, Patraña Quiebra Acero podría hacerse muy rico… siempre que consiguieran llegar vivos a su destino.

Ariakas dirigió otra mirada al firmamento y se dio cuenta de que estaba a punto de amanecer, por lo que en lugar de despertar a los otros, eligió dar un paseo bajo la débil luz crepuscular hasta dar con Ferros Viento Cincelador; teniendo muy en cuenta que se encontraban en el desolado territorio sin senderos de las Khalkist, sujetó su espada a la espalda antes de alejarse de la moribunda hoguera.

—Por aquí, guerrero —indicó un ronco susurro que facilitó en gran manera su tarea y le permitió localizar enseguida al hylar, acurrucado en un hueco entre una gran roca y un robusto abeto.

—Otra noche tranquila —comentó Ariakas, acomodándose encima de la piedra.

—Ya son doce —asintió Ferros—. Según los cálculos del zhakar, no nos falta demasiado. —El hylar se echó hacia atrás. Luego se removió, incómodo, para rascarse en un punto situado detrás de su rodilla izquierda—. ¡Las malditas chinches me han seguido hasta aquí! —se quejó—. ¡Por si fuera poco, los pequeños bichejos resultan peores que nunca! No puedo dejar de rascarme. Esto me va a volver loco.

El otro apenas lo escuchaba, ya que las quejas de su amigo se habían convertido en una letanía matutina habitual. La mente del humano se sumió, pues, en solitaria meditación.

Doce días de viaje, y Patraña Quiebra Acero había sugerido que podrían hacer falta dos o tres semanas para llegar hasta Zhakar. A pesar de las escarpadas Khalkist, hasta el momento el trayecto no había resultado físicamente agotador, y al guerrero le sorprendió hasta qué punto, tras el bullicio y las multitudes de Sanction, le había complacido la soledad y el silencio de las cumbres. Durante la primera parte del viaje, le habían preocupado posibles amenazas en las rocosas elevaciones que los rodeaban, ya que los ogros eran enemigos tradicionales en aquellas montañas, pero ya habían dejado atrás su territorio. La región situada entre Bloten y Zhakar, donde residían los insociables congéneres de Patraña, había parecido ofrecer pocas amenazas. Claro está que, incluso con el zhakar acompañándolos, no estaba muy seguro de que los recibieran con los brazos abiertos cuando llegaran al reino enano.

El mercader les había contado algunas cosas sobre su tierra natal. Aunque el reino en sí era extenso, e incluía numerosos despeñaderos y los valles situados entre éstos, su población se concentraba en la ciudad subterránea de Zhakar; y la única parte de la metrópoli expuesta a la luz del sol era un enorme alcázar pentagonal, que se alzaba orgulloso en la empinada ladera situada sobre un torrente montañoso llamado el río Triturarrocas. Si bien la construcción era un castillo de un tamaño respetable, Patraña Quiebra Acero les había dicho que no era nada comparado con la inmensa red de grutas y laberintos ocultos bajo él. Era a esos laberintos adonde esperaba llegar la expedición, pues era allí donde crecía el moho origen de la plaga, que podrían recoger para corromper grandes cantidades de huevos de dragones de colores metálicos.

Ariakas sonrió para sí al recordar los resultados de la primera nidada de draconianos. Los seres surgidos del huevo de latón habían demostrado ser fuertes y resistentes, aunque un poco estúpidos. No podían volar, pero eran veloces y utilizaban sin problemas sus colmillos y garras en el combate; tres habían muerto en las pruebas realizadas en el templo, pero el guerrero estaba convencido de que esos draconianos acabarían por formar la espina dorsal de un ejército grande y competente.

—¿… lejos hoy? —Ferros finalizó su pregunta, mirando a su compañero con curiosidad.

—Lo siento —respondió el humano—. ¿Qué decías?

—Olvídalo —refunfuñó el enano, alargando el brazo atrás para rascarse una zona que le picaba en la espalda—. Sólo hablaba por hablar, y me preguntaba cuántas de estas cumbres tendremos que cruzar hoy.

—Por muchas que sean, tú localizarás los desfiladeros, amigo mío —repuso Ariakas con afecto.

Ciertamente, el enano había demostrado ser muy diestro para guiarlos por las mejores rutas. Verticales barreras de granito se alzaban en su camino en lo que parecía una interminable sucesión, y Quiebra Acero les había informado de que no existía una ruta regular por vía terrestre entre Sanction y Zhakar. Al parecer, cada caravana comercial de enanos cargada con armas y monedas buscaba su propia senda hacia la ciudad portuaria.

—Esto está resultando tal como me lo figuré —comentó Ferros tras unos instantes de silencio—. Cuando partí en busca del reino enano en las Khalkist, imaginé un lugar como Thorbardin. Desde luego, allí existen disputas entre los clanes, pero en general es un lugar próspero y floreciente. Aunque los Enanos de las Montañas y los de las Colinas no se llevan demasiado bien, al menos el hacha de guerra lleva enterrada ya unos cuantos siglos. ¡Pero en este caso! —continuó el hylar, y su voz adquirió un tono exasperado—. ¿Te imaginas toda una nación de enanos como esa comadreja de ahí? Te aseguro que me pone la carne de gallina, y no sólo por su aspecto externo.

—No son enanos corrientes y molientes, te lo concedo —repuso Ariakas, afable—. No obstante, sin Quiebra Acero no tendríamos ni una posibilidad de llegar a su reino. —El guerrero miró a su compañero con perspicacia—. ¿Por qué estás tan decidido a encontrar ese lugar? Pensaba que a estas alturas ya habías dejado de pensar en los zhakars como posibles aliados.

—Supongo que así es —Ferros se encogió de hombros—, pero hay algo más. ¿Qué los convirtió en unas sabandijas tan odiosas? Aunque jamás sean aliados de Thorbardin, tengo que saberlo… e imagino que es por eso que estoy aquí.

—¿Crees que se los puede cambiar? ¿Que tú puedes cambiarlos?

—Conozco la respuesta a eso —suspiró Ferros sacudiendo la cabeza—. Al menos creo que la sé, y no es optimista.

—Nadie te obligó a venir —le recordó Ariakas.

—Muy cierto —continuó quejándose él—. Sin embargo, si a vosotros dos se os hubiera dejado solos con «Carrillos Mohosos», ¿quién sabe lo que él podría haber hecho? ¡Y tú! —El tono del hylar se tornó acusador—. ¡Traer a una mujer a un viaje como éste! ¿Qué sucede, no tuviste suficiente en la torre?

—Es diferente de la torre, ¡maldita sea! —le espetó el guerrero, ruborizándose—. ¡Creí que lo entendías!

Ferros parpadeó, sorprendido, pero a continuación meneó la cabeza, tozudo.

—Puedes llamarlo diferente, pero a mí me da la impresión de que ésta te hace ir por donde quiere.

—No te preocupes por ella —respondió el guerrero, levantándose.

De improviso se sentía de un humor de perros, y ansioso por ponerse en marcha. Observó que el amanecer había iluminado ya casi todo el cielo.

—¡Vamos! —dijo en tono perentorio—. Estamos malgastando la luz del día.

Mientras el hylar se alzaba, rezongando, de su resguardado hueco, Ariakas fue a despertar a Lyrelee y a Patraña Quiebra Acero. En ninguno de ambos casos lo hizo con particular suavidad, y los cuatro no tardaron en estar vestidos y con las mochilas a la espalda para un nuevo día de camino.

En esa jornada, como en todas las demás, escalaron una empinada elevación y, una vez en su cima, se encontraron con las ondulantes filas de las Khalkist, extendiéndose delante y detrás de ellos como grandes olas de un inmenso mar agitado. No obstante, después de llevar tanto tiempo de camino, sus músculos estaban endurecidos y su resistencia había aumentado. Los cuatro viajeros apenas se detuvieron para coger aliento en la primera cumbre antes de que Ferros empezara a elegir una ruta para penetrar en el estrecho valle del fondo.

Patraña Quiebra Acero iba pisándole los talones al hylar. A pesar de ir siempre cubierto de la cabeza a los pies, el enano zhakar avanzaba a buen ritmo sobre sus rechonchas piernas, dando la impresión de disponer de gran libertad de movimiento bajo sus prendas, pues saltaba con agilidad de una roca a otra o correteaba sin problemas de un saliente a otro para descender por un desfiladero escarpado, y a menudo demostraba auténtica fuerza en los brazos y hombros cuando se veía obligado a asirse a una roca, encaramarse o descender por una soga.

Lyrelee iba detrás. Aunque la sacerdotisa se cubría con ropas dé viaje de cuero en lugar de los pantalones y la blusa de seda que acostumbraba llevar, Ariakas seguía viendo en ella la felina elegancia de movimientos que lo había atraído en un principio. Mientras la observaba trepar, su mente vagaba a menudo por las deliciosas y sensuales experiencias que habían compartido durante las últimas semanas.

Sus relaciones se habían iniciado en Sanction, inmediatamente después de la creación de los primeros draconianos. La combinación de los peligros que habían compartido y la emoción vivida con ocasión del ritual de corrupción había infundido en ambos una pasión animal que el tiempo transcurrido desde entonces no había conseguido disminuir.

Sólo tras su primera y extenuante cópula había recordado el guerrero la advertencia de Takhisis sobre las mujeres; pero desde entonces había intentado racionalizar la situación, convenciéndose casi de que la diosa no reclamaría la vida de una sacerdotisa tan leal y competente.

Al principio, cuando Patraña aceptó conducir a Ariakas a Zhakar, ni la mujer ni el hylar le habían parecido al guerrero compañeros de viaje apropiados. No obstante, Ferros Viento Cincelador seguía decidido a investigar el reino enano, y Ariakas no había puesto demasiado empeño en intentar disuadirlo de realizar el viaje. Extrañamente, ahora que conocía la auténtica naturaleza del zhakar, Ferros había proseguido su misión con mayor convicción que nunca, y las aptitudes del Enano de la Montaña demostraron ser una baza tan importante que incluso Patraña Quiebra Acero se había visto obligado a dejar de lado sus prejuicios.

Lyrelee se había unido a ellos inmediatamente antes de su partida. Wryllish Parkane se había lamentado de que la expedición no era lo bastante poderosa para impresionar a los congénitamente hostiles zhakar. A pesar de que el sumo sacerdote había pensado en una compañía armada como escolta, Ariakas había puesto objeciones, insistiendo en que la posibilidad de viajar deprisa y ligero compensaría con creces la falta de efectivos; también había indicado que su espada de hoja roja era más poderosa que toda una dotación de soldados.

Patraña Quiebra Acero se había ofrecido a facilitar una escolta de dos docenas de zhakars, pero el humano había rechazado al instante tal sugerencia. No estaba dispuesto a aparecer ante aquellos enanos como un prisionero o un invitado con escolta. Su intención era dictar los términos con toda la energía de cualquier conquistador potencial. A modo de compromiso, y sin que hiciera falta excesiva persuasión, el guerrero había ofrecido llevar a Lyrelee como luchador adicional.

Durante la semana siguiente a la corrupción de los huevos, Ariakas se había preparado con diligencia bajo la tutela del sumo sacerdote en persona, aprendiendo conjuros nuevos que podrían ayudar en su misión. Ya podía curar muchas clases de heridas, así como enfermedades y envenenamientos, y, además, igual que curaba esas dolencias en sus amigos, podía provocarlas en sus enemigos.

Otros conjuros abrían senderos más amplios de comunicación entre él y su diosa, y ésos a menudo los usaba en plena noche, para asegurarse de que el zhakar no los conducía a alguna traición o emboscada: tras la experiencia sufrida con los shilo-thahns, se sentía menos dispuesto a confiar en sus propios instintos para proteger al grupo de un ataque por sorpresa.

Ariakas sabía que la codicia que impulsaba a Patraña Quiebra Acero era un motivo poderoso, pero no estaba del todo seguro de que ésta consiguiera vencer el odio y malevolencia inherentes en el enano. Por el momento, al parecer, la avaricia había prevalecido. No obstante, el guerrero no había olvidado su juramento de venganza en la persona del traicionero zhakar.

La auténtica piedra angular de su defensa pendía de las anchas espaldas del guerrero. La espada de enorme empuñadura que había expulsado escarcha y escupido ácido seguía luciendo un rojo sin mácula, y el hombre apenas podía empezar a imaginar la potencia de la tormenta de fuego que brotaría de ella como una furia cuando se lo ordenara. El aliento del Dragón Rojo era, en muchos aspectos, el más aterrador de los ataques de cualquier reptil. Cuando llegara el momento, estaba seguro de que la roja hoja le sería de gran utilidad para meter en cintura a los zhakars.

El sendero serpenteó hasta una amplia ladera cubierta de hierba, y durante un tiempo pudieron andar uno al lado de otro, conversando con mayor facilidad de la que era generalmente posible durante la marcha. Como hacían a menudo en tales ocasiones, los camaradas siguieron interrogando a Patraña Quiebra Acero sobre su país.

—Dijiste que los zhakars están gobernados por un rey… ¿no por un thane? —preguntó Ferros.

—Sí; el rey de Zhakar. Un jefe tan magnífico como cualquier rey de los Enanos de las Montañas, te lo aseguro.

—Interesante. En Thorbardin, a los jefes de los diferentes clanes se los llama «thanes». El rey representa la unión de los theiwar, daewar, hylar, y todos los demás. En mi opinión una nación compuesta de un solo clan…

—Nosotros somos todo lo que hay —insistió el zhakar, tozudo.

—¿Quién es vuestro rey? ¿Lo conoces? —inquirió Ariakas.

—Ojalá no fuera así —respondió el enano con amargura—. Cuando se me envió a Sanction, yo era un primo del rey y gozaba de su confianza. Al cabo de un tiempo, mi primo fue asesinado, y un enano llamado Rackas Perno de Hierro se hizo con el trono. Desde entonces me ha tratado como a un enemigo.

—¿Podría hacer que te reemplazaran? ¿Es oficial tu puesto en Sanction? —quiso saber el humano.

—-Lo es… y él me echaría si pudiera. He estado lo bastante lejos para ocuparme de mis propios problemas, y él ha enviado a varios emisarios para que intentaran quitarme de en medio. —La voz del enano se quebró en una amarga carcajada—. Ninguno de ellos, por lo que sé, ha sobrevivido a los rigores del viaje de vuelta a casa.

—De modo que nos enfrentamos también a un problema político —reflexionó Ariakas—. ¿Tienes amigos en Zhakar, enanos con los que puedas contar?

—Eso creo. Hay otro primo mío… lejano, pero hemos colaborado con anterioridad. Se llama Whez Piedra de Lava, y estoy seguro de que tiene la vista puesta en el trono.

—Tal vez podamos utilizarlo. ¿Se te ocurren algunos peligros concretos de los que tengamos que preocuparnos una vez estemos en la ciudad?

—Quieres decir, ¿suponiendo que no nos maten con sólo vernos? —inquirió Ferros con sequedad.

Ariakas no respondió, y se limitó a indicar su espada.

—¿Sabéis algo sobre los eruditos? —inquirió el zhakar, y cuando el humano negó con la cabeza, el enano prosiguió—: Unos pocos de los nuestros poseen ciertos poderes mágicos. Estos enanos estudian con los maestros, y pueden usar sus poderes para la traición y el ocultamiento. Un erudito a menudo puede cegar o dejar sordo a su contrincante mediante la utilización de conjuros.

—No mencionaste que fueras un erudito —comentó el guerrero, recordando con claridad el enfrentamiento en la plaza de Fuego.

—Sin duda se me olvidó —repuso el otro con un encogimiento de hombros.

Ariakas tomó nota de la información, pero enseguida su mente vagó de vuelta a uno de sus tópicos favoritos en los últimos tiempos: examinar el potencial militar de los draconianos. El hechicero Dracart, al igual que Wryllish Parkane, estaba convencido de que las capacidades de los reptiles podían mejorarse en calidad y cantidad. Tal vez se podría llegar a conseguir que de la corrupción de un solo huevo surgieran una docena, una veintena o incluso más draconianos.

¡Qué ejército formarían! Imaginó a aquella hueste, chasqueando los dientes y gruñendo inquieta, mientras se desperdigaba por el campo de batalla. ¿Qué fuerza humana se les podía enfrentar? Ariakas sintió, con una certeza feroz y jubilosa que incluso los veteranos fogueados —incluso tropas de ogros y elfos— tendrían muchos problemas para plantar cara a la embestida de un horda de draconianos.

En su mente no había la menor duda de que él había sido llamado a mandar a esas criaturas, y su destino le parecía muy claro. Los motivos para la prueba sufrida en la torre, la cálida recepción recibida en el templo, todas estos acontecimientos extraños tenían sentido a la luz de este manifiesto en pro de la acción.

¿Dónde efectuarían su campaña? Por el momento, los blancos de la guerra le parecían secundarios. A decir verdad, tenía la impresión de que todo Ansalon acabaría por ser su objetivo; y, desde luego, con tropas salvajes como ésas, podía elegir cualquier sitio que deseara para los primeros ataques. ¡Respaldados por el poder de la Reina de la Oscuridad, constituirían un ejército como no se había visto en Krynn desde hacía mil años!

Impulsado por aquellas reflexiones y ambiciones, el guerrero apenas se daba cuenta de los kilómetros que iban quedando atrás y, cuando por fin reparó en lo que lo rodeaba, habían llegado a la afilada cima de una alta montaña, una de las más altas que habían escalado.

—¡Ahí! —dijo Patraña Quiebra Acero, señalando una elevación en forma de cono que se distinguía a lo lejos—. Eso es el monte del Cuerno. Se alza encima del alcázar de Zhakar y marca a la perfección el lugar donde se encuentra.

Ariakas calculó que harían falta otros dos días de marcha para llegar a la montaña, cruzando no menos de media docena de montes menores que distinguían entre ellos y su punto de destino. No obstante, encontró muy alentador que se hallaran tan cerca de su destino.

También los otros obtuvieron nuevas fuerzas con esta información, e iniciaron el descenso por la ladera del otro lado de la montaña, avanzando con rapidez, resbalando incluso entre pequeñas avalanchas de guijarros provocadas por su descenso. La ladera era empinada y estaba marcada por numerosos barrancos que discurrían paralelos desde lo alto hasta el fondo, como abiertos por las zarpas de una bestia monstruosa. Igual que antes, Ferros Viento Cincelador encabezó la marcha, en tanto que Patraña, Lyrelee y Ariakas lo seguían en fila india. Descendieron por una de las quebradas, que prometía una ruta más directa hasta el río que discurría por el fondo del valle.

Un grito de la sacerdotisa atrajo la atención de Ariakas, y éste miró a Lyrelee sorprendido. La mujer alzó las manos en el aire y luego se desplomó hacia adelante, resbalando y dando volteretas por la ladera. Pero hasta que la joven no cayó de espaldas no descubrió el guerrero el asta doblada de una saeta de ballesta que sobresalía de su caja torácica. En ese instante surgieron gritos de guerra de las rocas circundantes, y al menos un centenar de rechonchas y belicosas figuras salieron de su escondite, lanzándose al ataque.