17

Perdidos en la oscuridad

Una vez más, Vallenswade y media docena de sus camaradas formaron la escolta. Ariakas descubrió que uno de ellos llevaba todavía su roja espada, y el humano sintió un ramalazo de alegría, que se convirtió en disgusto cuando —como en reacción a su optimismo— el que llevaba el arma retrocedió para quedarse algo por detrás del resto del grupo.

Siguiendo los cuidadosamente pavimentados senderos, atravesaron la enorme caverna y, mientras se aproximaban a la entrada de uno de los pasadizos más pequeños que daban a ella, Ariakas se dio cuenta de que el Pueblo de las Sombras no había llevado al enano zhakar al interior de su cubil. En lugar de ello, conducían a los dos prisioneros a su encuentro.

—Lo hemos traído a otro lugar, cerca de aquí —manifestó su guía, haciendo que el guerrero se preguntara si su capturador había estado leyéndole los pensamientos.

El humano intentó concentrarse en no pensar en escapar, pero eso sólo parecía hacer que la cuestión destacara en su mente. A su alrededor, los guardias se agitaron nerviosos, y vio que varios de ellos lo contemplaban con ojos entrecerrados y vigilantes.

Vallenswade los hizo descender por el sinuoso y estrecho pasillo, hasta que la ruta acabó bifurcándose en un pasadizo lateral y procedió a ascender por una escalera muy larga, de al menos un centenar de peldaños. Resoplando ligeramente por el esfuerzo, el guerrero avanzó pesadamente, al tiempo que observaba con disgusto que ninguno de los miembros del Pueblo de las Sombras ni su compañera de cautiverio parecían tener dificultades con la ascensión.

Una vez en lo alto, llegaron a un rellano, seguido por más pasadizos laberínticos. Ariakas obligó a su mente a vagar, e intentó recordar las noches agradables que había pasado bebiendo en compañía de Ferros Viento Cincelador. Pensó en la mujer que lo acompañaba, imaginando a Lyrelee presa de violenta pasión, y la imagen le resultó muy seductora. Esta sucesión de pensamientos lo mantuvo ocupado durante un buen rato, hasta que se dio cuenta de que su guía se había detenido.

—Lo retenemos aquí dentro —indicó el shilo-thahn, señalando una arcada baja en la pared de la cueva. El portal estaba abierto, y a la luz de la gema Ariakas distinguió un muro a no más de cuatro metros de la entrada.

Vallenswade se agachó y condujo al guerrero y a Lyrelee al interior de lo que resultó ser una habitación larga, aunque estrecha. Una figura oscura yacía sobre el suelo en un extremo de la estancia, en tanto que un larguirucho guerrero de la sombras permanecía acuclillado junto al cuerpo caído, que pertenecía a Patraña Quiebra Acero, tal como Ariakas dedujo de inmediato por las ropas que todavía mostraban vestigios de pasado esplendor.

—Está vivo —dijo Vallenswade, sobresaltando de nuevo al guerrero con la respuesta a una pregunta no formulada.

El bulto informe se removió y el guerrero contempló el rostro embozado, con la rendija en la máscara que le mostró los oscuros ojos llenos de odio.

—Debería haber sabido que regresarías —dijo el enano con amargura—. ¿Has venido a refocilarte conmigo?

—Estoy aquí porque exigí una prueba de que seguías vivo —respondió Ariakas.

Entretanto, Vallenswade les dirigió agudas miradas a ambos.

—¿Sois enemigos encarnizados? —inquirió.

—Dame ese garfio de ahí, y le arrancaré las tripas —ofreció Patraña Quiebra Acero en tono afable—. Fíjate si somos buenos amigos.

Mientras tanto, el guerrero entrecerró los ojos; la pregunta del hombre-simio le indicaba que las habilidades del Pueblo de las Sombras no llegaban a la lectura mental completa. Aunque pudieran anticipar reacciones en un momento dado, consideró muy poco probable que los peludos guerreros conocieran de modo detallado las intenciones que abrigaban tanto él como Lyrelee.

—Entonces, ¿por qué insististe tanto para ver al enano? —preguntó el shilo-thahn a Ariakas.

—Pregúntale a él —respondió el humano, haciendo un gesto desdeñoso en dirección al acurrucado zhakar. Su respuesta no significaba nada, no era más que un modo de ganar tiempo, pero, ante su sorpresa, Vallenswade giró, dispuesto a hacer la pregunta a Patraña Quiebra Acero.

Ariakas dirigió una veloz mirada a su espalda, observando que dos de los simiescos guerreros —aunque no, por desgracia, el que tenía su espada— los habían seguido al interior de la estancia. Ya con sólo esta mirada de reojo, aquellos dos guerreros se pusieron alerta y alargaron la mano hacia sus garfios, que colgaban de las bandoleras.

El guerrero humano se movió al mismo tiempo que la idea penetraba en su cabeza, lanzándose sobre uno de los shilo-thahns, y percibiendo cómo Lyrelee hacía lo propio a su espalda. Su víctima extrajo el enorme garfio, pero Ariakas lo arrojó lejos de un golpe con el antebrazo, y luego derribó al peludo ser. Los dos rodaron una y otra vez, intentando obtener ventaja. La criatura era ágil, pero el humano era más fuerte. Poco a poco, despacio, Ariakas consiguió inmovilizar a su forcejeante adversario.

Oyó que Lyrelee chillaba a sus espaldas, y reconoció su ronco grito de guerra. Al sonido le siguió el chasquido de un hueso al romperse, y un agudo grito de dolor proferido por el otro shilo-thahn al ser derribado.

Ariakas golpeó con toda su furia, hundiendo el puño en el rostro simiesco de su contrincante. La cabeza del ser de las sombras golpeó hacia atrás contra el suelo, y los ojos amarillos se cerraron al instante al tiempo que el cuerpo quedaba fláccido. El humano se incorporó de un salto y giró su luz hacia la puerta.

Los otros dos guardias shilo-thahns arremetieron al interior de la estancia, uno empuñando su enorme garfio y el otro, con más torpeza, blandiendo la espada de hoja roja de Ariakas. Lyrelee y Vallenswade se encontraban algo por detrás de él, y el guerrero deseó que la sacerdotisa pudiera inmovilizar al jefe.

De un modo automático, Ariakas retrocedió unos pasos, mirando en dirección a la criatura que tenía su espada; pero, como si comprendiera sus intenciones, el guerrero que sostenía el garfio cargó contra él desde la izquierda. El humano se agachó para esquivar una violenta cuchillada, o al menos, creyó hacerlo, pues, en el último instante, la simiesca criatura invirtió la dirección del golpe, y el curvo extremo de metal describió un círculo alrededor del brazo del hombre. El shilo-thahn tiró, y Ariakas se tambaleó, perdiendo el equilibrio.

Escondiendo la cabeza, el guerrero dio una voltereta entre los dos atacantes, decidido a atacar al que lo había derribado; pero, con una repentina inspiración, cambió de idea y se lanzó de cabeza contra el ser que sostenía su enorme espada.

Evidentemente, aquel tipo no había empuñado jamás un arma así, pues la balanceó en un amplio círculo, y Ariakas la esquivó, aguardando que la mortífera hoja pasara, veloz, ante su rostro. El enorme peso hizo que el shilo-thahn girara en redondo, dando un traspié, arrastrado por la inercia, y el humano aprovechó la ocasión para bajar la cabeza y estrellarla contra el peludo vientre de su enemigo.

La criatura se desplomó con un sonoro jadeo, y el corazón del mercenario dio un salto al escuchar cómo su espada chocaba contra el suelo. Se separó de su boqueante adversario y recuperó el arma justo cuando el segundo guerrero se dirigía hacia él con el reluciente garfio.

Pero Ariakas ya estaba armado. La roja cuchilla se alzó, veloz. Luego se movió a un lado, deteniendo el ataque del otro con un sonoro chasquido metálico, y a continuación el humano lanzó su estocada, hundiendo la hoja en el pecho de la criatura. El cuerpo con aspecto de mono resultó ser sorprendentemente frágil, como una bolsa de cuero rellena de ramitas y paja, y la solitaria estocada del humano resultó fatal al instante. Llevado por el impulso del movimiento, el hombre giró hacia atrás y acabó con el ser caído, en el suelo.

Realizando un movimiento rotatorio, Ariakas descubrió que, mediante un hábil uso de su largo garfio, Vallenswade había empujado a Lyrelee a un rincón. De los guardias, dos se retorcían en el suelo con las piernas rotas por las patadas de la mujer; otros tres permanecían totalmente inmóviles.

El humano echó a correr por la larga habitación. Vallenswade lo oyó venir y dio la espalda a la sacerdotisa, agachándose para esquivar el patadón de la mujer como si tuviera ojos en la nuca. El garfio se elevó en el aire, pero una vez más la roja hoja arrojó el arma a un lado. El cabecilla de los shilo-thahns apenas si consiguió rechazar lo que de otro modo habría resultado una estocada mortal; pero, cuando volvió a lanzar el garfio contra el adversario, Ariakas lo golpeó con tal fuerza que el arma cayó de sus manos prensiles. Desarmado, se mantuvo ante el humano con las manos en los costados y, a continuación, con rígida dignidad, le dedicó una reverencia.

—Has invertido nuestras posiciones —dijo con tranquilidad—. Te ofrezco mis felicitaciones.

—¡Lo más sorprendente es que creo que lo dices en serio! —reflexionó Ariakas, sacudiendo la cabeza.

Lyrelee, entretanto, tiró de Patraña Quiebra Acero para ponerlo en pie. Las ropas del zhakar estaban hechas una porquería, cubiertas de barro, polvo y sangre reseca; pero el enano se mantuvo en equilibrio, parpadeando impasible tras su máscara de tela negra.

—Quiero que nos conduzcas fuera de aquí —declaró Ariakas, alzando ligeramente la espada para dar más énfasis a su decisión.

Vallenswade se negó, con un encogimiento de hombros.

—Sería mucho mejor si no escaparas —dijo.

—Odio tener que discrepar contigo, amigo; pero creo que sería muchísimo mejor si escapo —replicó él en tono divertido, para a continuación añadir, más serio—: Sácanos de aquí, o me veré obligado a matarte.

El ser parpadeó, como si meditara sobre la sombría perspectiva, pero no contestó, ni tampoco se movió.

—¿Lo entiendes? —quiso saber Ariakas, consciente de improviso del tiempo precioso que perdían. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que más miembros de aquella raza (una docena, una veintena, puede que más) aparecieran para ayudar?

—Lo comprendo. Mi negativa significa mi muerte —respondió Vallenswade con sencillez—. Yo esperaba poder vivir un poco más todavía —admitió.

—¡Muéstranos el camino para salir de aquí, y te perdonaré la vida! —chilló el guerrero, contemplándolo enfurecido.

—Creía haber dejado bien claro que no deberías escapar… Sería muy malo.

Por un momento, Ariakas se estremeció al borde del asesinato, y alzó la hoja en dirección al indefenso cuello del otro, aunque, al final, acabó por dar media vuelta, indignado. Sus ojos se posaron en los dos miembros del Pueblo de las Sombras heridos, que seguían gimiendo y retorciéndose sobre el suelo, y, volviéndose otra vez, dirigió a su prisionero una mirada asesina.

—Muéstranos el camino para salir, ¡o los mataré! —amenazó, señalando a los dos heridos.

Vallenswade retrocedió, bajando los ojos con expresión entristecida.

—¿Por qué? —inquirió—. ¿Por qué tienes que matarnos a los tres? No ganarás nada con sus muertes.

—¡No quiero que mueran! —bufó, colérico, el guerrero—. ¡Quiero salir de aquí!

—Entonces mátanos y márchate —replicó Vallenswade, y desvió la mirada como si le aburriera la conversación.

Un impulso asesino se adueñó de Ariakas; pero se desvaneció de repente, y se encontró con una sensación de vacío y desesperación. Él y Lyrelee tendrían que abrirse paso solos por ese laberinto. Que dejaran a Vallenswade vivo o muerto tras ellos parecía dar lo mismo.

Dirigió la mirada sobre los heridos guerreros de las sombras, y observó que uno llevaba una red bien doblada a la espalda. Aquello serviría.

—Átalos —indicó a la sacerdotisa—. A los tres. Y date prisa, es hora de que salgamos de aquí.

—¿Por dónde? —preguntó Ariakas cuando llegaron al primer cruce.

La estancia donde habían encontrado a Patraña Quiebra Acero —y dejado bien amarrados a Vallenswade y sus tres compañeros— había quedado ya bastante atrás en el sinuoso pasadizo.

—Por aquí —indicó Lyrelee sin vacilar.

Empujando al rezongante enano zhakar para que se colocara delante de él, el guerrero se introdujo en el corredor. La gema del yelmo iluminaba el sendero ante ellos, y la sacerdotisa andaba ligeramente retrasada para poder beneficiarse del haz de luz, y permanecer oculta a los ojos de cualquiera que observara en la oscuridad.

Siguieron ese nuevo pasillo durante un tiempo, y luego la mujer señaló otro ramal que debían tomar. Durante un tiempo deambularon por el laberinto, aunque la memoria de la joven efectuaba firmes recomendaciones sobre el camino a seguir en cada intersección que encontraban.

No obstante, llegó un momento en que fueron a parar a una gran sala que ninguno de ellos reconoció, en la que no menos de seis túneles diferentes partían en distintas direcciones a través de la subterránea oscuridad.

—Y ahora, ¿adónde vamos? —inquirió Ariakas, pero Lyrelee no pudo hacer otra cosa que sacudir la cabeza.

—No lo sé —admitió la mujer—. Sé que no pasamos por aquí antes.

Ariakas se quedó rígido de repente. Sus sentidos hormigueaban, y la estrella de cinco puntas, símbolo sagrado de Takhisis, lanzó un destello desde el colgante que llevaba la sacerdotisa al cuello. El guerrero alargó el brazo y se lo arrebató, sin hacer caso de su grito de sorpresa.

—¡Mira! —exclamó, sosteniendo la estrella plana sobre la palma. Extendió la mano y mostró el sagrado símbolo. La punta situada más al centro de la estrella, la que estaba alineada con el pasadizo situado al otro lado de la sala, brillaba ligeramente. Ariakas miró a Lyrelee, entrecerrando astutamente los ojos, y ella asintió.

—También yo lo veo —musitó la sacerdotisa.

—¿Qué? ¿Qué veis? —exigió Patraña Quiebra Acero.

—Cierra el pico —le gritó el mercenario, dándole un violento empujón para que siguiera adelante.

Prosiguieron su avance, hasta que llegaron a nuevas bifurcaciones y, en cada ocasión, Lyrelee y Ariakas observaban que una punta de la estrella se encendía hasta que ellos tomaban su decisión. Con esta guía, recorrieron a gran velocidad el laberinto de catacumbas y, a cada cruce, la estrella parecía adquirir mayor brillo.

El aire se fue humedeciendo a su alrededor y, enseguida, el pasillo por el que andaban fue a dar a una gran caverna, si bien la luz que proyectaba la gema fue engullida por la oscuridad circundante. Una rampa llana y estrecha se alargaba a modo de puente desde la entrada; pero a ambos lados del desnivel no se veía nada a excepción de una negrura aparentemente infinita.

El vértigo se apoderó de Ariakas, creándole un nudo en el estómago; pero desechó con energía su indecisión y, dando un empellón al enano que andaba por delante de él, subió con valentía al puente. La sacerdotisa lo siguió, y los tres avanzaron con cautela.

Ningún sonido, aparte del de sus propias respiraciones y pasos, alteró el silencio de la inmensa cueva. Puñados de grava suelta cubrían algunas zonas del puente y, temiendo se tratara de alguna trampa, Ariakas empujó algunos guijarros con la bota, apartándolos del sendero. Se escuchó un chapoteo de agua a cierta distancia por debajo de donde se encontraban.

—El lago —dijo Lyrelee en voz baja—. Lo estamos cruzando.

El hombre asintió, con la atención fija en el enano atado que llevaba delante. Si Patraña decidía intentar huir, este puente resultaría el lugar idóneo para ello. Aunque se sentía capaz de rechazar un ataque, se preguntó con inquietud si el zhakar osaría lanzarse a la oscuridad.

—¿Recordáis la larga escalera que descendía hasta el embarcadero? —preguntó la sacerdotisa—. Nos encontramos muy por encima de ella, ahora; tal vez tan arriba como para estar a la altura de las catacumbas principales.

Alcanzaron el final del puente sin contratiempos; al parecer el zhakar valoraba su miserable vida en demasía para realizar un intento de huida suicida. De nuevo los rodearon muros de piedra, y recuperaron el paso rápido de antes.

—Ahora ya no faltará mucho… ¡lo sé! —repuso Ariakas.

Unos cuantos pasadizos más los llevaron a la vista de una clara y pálida fuente de iluminación y, a continuación, una figura —una figura humana— apareció ante ellos, apresurando el paso en su dirección seguida por otros cuantos hombres.

—¡Lord Ariakas! ¡Demos gracias a la reina de que estáis vivo! —Wryllish Parkane extendió los brazos para dar una palmada al guerrero en la espalda, sin hacer caso de la mujer ni del enano. El mercenario observó que el sacerdote sostenía un símbolo sagrado, igual al de Lyrelee, en la mano—. Cuando abandoné la divina comunión y me enteré de que habíais descendido aquí, me sentí entusiasmado —manifestó, efusivo, el patriarca—. ¡Luego, claro está, cuando pareció que habíais desaparecido, nos sentimos terriblemente preocupados! ¿Así que percibisteis mi llamada?

—Si eso es lo que era, funcionó —asintió el guerrero, devolviendo el medallón a la mujer.

—Y estáis bien. ¿Encontrasteis dificultades?

—Tus catacumbas sagradas no son tan sagradas como crees —respondió él—. Tenemos un problema ahí abajo, pero te lo contaré más tarde.

Ariakas miró entonces a los que acompañaban a Parkane: el patriarca Fendis, otros dos hombres con collares azules que reconoció del templo, y una figura solitaria que se mantenía a cierta distancia por detrás del resto. Aquel hombre enjuto, de cabellos oscuros, llevaba una túnica negra y poseía los ojos azules más taladrantes que el humano había visto nunca.

Observando su atención, el patriarca se hizo a un lado para efectuar las presentaciones.

—Permitid que os presente a Harrawell Dracart, de la Orden de los Túnicas Negras —añadió innecesariamente, pues el atuendo del hechicero indicaba la lealtad de Dracart.

—Por aquí. ¡Vayamos a la cámara del tesoro de inmediato! —proclamó Wryllish Parkane, y los condujo durante un corto trecho por un pasadizo amplio y recto. No vieron ni rastro del Pueblo de las Sombras, aunque Ariakas les advirtió que se mantuvieran vigilantes.

No tardaron en encontrarse frente a la puerta de una pequeña habitación, una que, según explicó Wryllish, había sido elegida para la prueba. En el interior había un único huevo de Dragón de Cobre, dispuesto sobre una mesa de piedra.

—El polvo de moho puede vivir unos minutos, me dijiste —indicó Ariakas a Patraña—. Ahora es el momento de dármelo; tú te quedarás aquí fuera.

Los ojos del zhakar centellearon, obstinados, desde las profundidades de la capucha.

—Yo estaré presente —insistió—. Ya sé que tu alternativa es matarme y realizar tu prueba. Pero entonces, si quieres este moho, ya no tendrás de dónde sacarlo. O puedes dejarme entrar, ¡y yo seré la llave que abra las bóvedas de Zhakar!

Ariakas había llegado a sentir auténtico desprecio por la miserable criatura, y la tentación de acabar con ella resultaba irresistible. Ya antes había hablado en serio al respecto: ¡el enano se había merecido la muerte en dos ocasiones! No obstante, consideraciones de carácter práctico ganaron la partida. El enano tenía razón: si el polvo de moho resultaba valioso, necesitarían una fuente de suministro, y Patraña Quiebra Acero, por odiosa que resultara esa idea, resultaría la elección ideal.

Todos los ojos permanecieron fijos en Ariakas mientras el guerrero asentía.

—Muy bien —dijo éste—, entrarás con nosotros.

Wryllish Parkane usó la diminuta llave, y penetraron en la estancia, formando un círculo alrededor del reluciente huevo, que permanecía como una roca bañada en metal sobre la baja plataforma y reflejaba la luz desde su lustrosa superficie.

—Deprisa… ¡no lo demoremos! —Era la primera vez que el hechicero Dracart hablaba, y el hombre se lamió los labios con una lengua de un rojo brillante al tiempo que sus ojos relucían febriles.

—¡Vamos, pues, esparce el moho sobre el huevo! —instó Wryllish Parkane.

Ariakas recordó aquella carne atormentada y desfigurada, y sintió ganas de vomitar cuando Patraña Quiebra Acero se adelantó hacia el huevo. El enano extendió las manos, y a medida que la corrompida carne surgía de debajo de las mangas de la túnica, varios de los sacerdotes lanzaron una ahogada exclamación y retrocedieron. Sin hacer caso de aquella reacción, el zhakar se frotó las manos sobre el huevo.

Una lluvia de fino polvo descendió como una leve nevada, y cubrió la superficie del objeto. La sustancia brilló bajo la luz de la gema, casi como si cada mota fuera un diamante de múltiples facetas, y Ariakas encontró curiosamente agradable que de una corrupción tan sorprendente pudiera surgir una impresión de tan extraordinaria belleza.

—¡Oh, poderosa Takhisis, omnipotente Reina de la Oscuridad! —empezó Wryllish Parkane, con voz tensa por la expectación reprimida—. ¡Concedednos vuestra voluntad y poder! ¡Dadnos vuestras herramientas, y hacedlas a partir de la progenie de nuestros arrogantes enemigos de colores metálicos!

Inmediatamente, la esfera empezó a palpitar, y unas diminutas ondulaciones aparecieron en su superficie. La reluciente cáscara de cobre empezó a corroerse, descomponiéndose en mugriento verdín en cuestión de segundos. El orbe se estremeció con contracciones regulares, arrugándose y pandeándose por toda su superficie.

El sumo sacerdote alzó la voz en una extraordinaria oración a la Reina de la Oscuridad. El hechicero murmuró un conjuro propio, y de los dedos de Dracart surgieron pulsaciones de magia azul, que envolvieron al huevo en una cápsula mágica. A continuación la superficie de la corroída esfera se partió, hendiéndose en distintas direcciones como los mellados y crecientes rastros de un terremoto. El desgarro se quebró con un sonoro crujido y un penetrante y putrefacto olor inundó la habitación.

Varias criaturas resbalaron al exterior, rezumando un viscoso líquido; pero éstas no eran ciegas y deformes como las de la corrupción anterior. Al menos diez seres bien formados se hicieron visibles, mordiéndose y arañándose entre sí. Al erguirse sobre las poderosas patas traseras resultaron tan altos como un hombre. Unas zarpas delanteras con garras limpiaron las mucosidades de sus ojos de reptil, y unas miradas maléficas se clavaron en los humanos y el enano que ocupaban la habitación. Los humanoides cubiertos de escamas avanzaron, proyectando sus lenguas bífidas por entre unas fauces llenas de afilados dientes. Las correosas alas, pegajosas todavía por el líquido del huevo, se extendían torpemente desde los hombros de cada uno de los monstruos.

—¡Éstos no son dragones! —siseó Patraña Quiebra Acero, lleno de temor e incredulidad.

—No, no son dragones —respondió Ariakas, viendo el potencial de aquellas criaturas con sorprendente claridad. El resto de los presentes permaneció en silencio, esperando a que continuara, confiando instintivamente en él para que fuera el líder.

—No son dragones… sino engendros de dragones. —Ariakas comprendió de improviso lo que eran, qué nombre tendrían, y cómo podrían servirle—. Son draconianos.

Actuó entonces de inmediato y, arrebatándole al patriarca la estrella de Takhisis de la mano, clavó los ojos en los repugnantes rostros de los monstruos, y proyectó su voluntad hacia ellos. Los reptiles se detuvieron al ver el medallón, siseando y balanceándose, indecisos.

—¡Arrodillaos, miserables! —ordenó Ariakas—. ¡Arrodillaos ante el símbolo de vuestra señora… de vuestra reina!

Y cuando alzó el símbolo a lo alto, los diez draconianos cayeron al suelo para arrastrarse ante él.