Vallenswade
Ariakas forcejeó para girar la cabeza; pero, una vez más, una red lo envolvía con demasiada eficacia para permitir siquiera el más mínimo movimiento. Lyrelee respiraba con dificultad, aplastada por las ataduras contra la armadura que cubría la espalda del guerrero. Éste notó cómo la mujer se retorcía, pero la malla los inmovilizaba de tal modo que ella no consiguió otra cosa que mover los dedos.
—Sois muy insistentes, humanos. —La bien modulada voz surgió de entre las sombras, y su tono era frío pero no impasible—. Creía que os habíamos dejado atrás, allá, en las catacumbas.
Ariakas volvió a intentar girar para hacer que la luz cayera sobre el orador, pero no lo consiguió. Algo alto y desgarbado se movió en las tinieblas a su lado. Luego aquella figura elástica se acuclilló en el suelo.
El humano lanzó un juramento, retrocediendo involuntariamente ante un rostro simiesco que apareció de improviso ante su campo visual. El semblante de la criatura estaba cubierto de pelo, y tenía un hocico saltón flanqueado por dos ojos amarillos en cuyo centro aparecían unas pupilas oscuras y verticales. Aquellos ojos enormes parpadearon, probablemente en reacción a la luz, y a continuación la ancha boca se abrió de par en par, mostrando varios afilados colmillos.
—¿Quién eres? —exigió Ariakas.
—Me llamo Vallenswade. Como tú, soy un guerrero —respondió la criatura con apariencia de mono, articulando labios y lengua de un modo muy humano. De hecho, ese ser de aspecto estrafalario parecía más culto que un gran número de nombres y mujeres que Ariakas había conocido—. Y vosotros dos, ¿cómo os llamáis?
El guerrero se mordió el labio, negándose a contestar, al tiempo que esperaba una patada o algún otro modo violento de persuasión. En cambio, Vallenswade se limitó a ponerse en pie y alejarse. El humano distinguió un pie desnudo, también peludo, y equipado con un gran dedo que se alargaba lateralmente como un pulgar, antes de que la oscuridad engullera a la criatura.
Un pánico repentino se apoderó de Ariakas.
—¡Espera! —chilló, maldiciendo la tensión que rasgueaba en su voz—. Me llamo Ariakas… soy un guerrero del templo que se alza sobre nuestras cabezas. Dime, Vallenswade —insistió, y su voz sonó más tranquila—. ¿Qué clase de criatura eres? ¿Vives aquí, en las catacumbas sagradas?
Escuchó una breve risa.
—Pertenezco a una raza muy antigua; somos tan antiguos como los ogros. Somos los shilo-thahns, pero vosotros, humanos, según creo, nos conocéis como el Pueblo de las Sombras.
—Sólo por vuestra reputación —respondió Ariakas con un gruñido, pues su posición se volvía cada vez más incómoda—. ¿Crees que podrías aflojar esta red un poco? —inquirió.
—¿Me darás tu palabra de que no me atacarás a mí ni a mi gente?
—Sí; te doy mi palabra —se apresuró a responder él—. Sólo quiero hablar.
—Desde luego —asintió Vallenswade. Gritó unas órdenes en una lengua desconocida, y el guerrero notó enseguida cómo las cuerdas se aflojaban alrededor de ambos. Lyrelee se liberó con una contorsión, al tiempo que jadeaba sin resuello y se frotaba los magullados brazos.
Ariakas se sentó en el suelo, buscando con el rabillo del ojo su espada. Distinguió un fogonazo rojo en la oscuridad, y se dijo que uno de los miembros del Pueblo de las Sombras la había recogido y se la había llevado.
—Mis disculpas, guerrero Ariakas —dijo Vallenswade, y, sorprendentemente, su voz sonó realmente entristecida—. Sé que has dado tu palabra, pero nos sentiremos más seguros si conservamos la custodia de tu arma… Por el momento, claro.
El humano asintió en silencio, más sorprendido por la educación de su capturador que por la pérdida de su espada. El Pueblo de las Sombras le había demostrado más cortesía de la que él concedería a cualquier prisionero.
—¿Por qué nos atacasteis? —inquirió el guerrero con brusquedad.
—Bien —respondió Vallenswade con suavidad, parpadeando aquellos enormes ojos amarillos—, en realidad no lo consideré un ataque. Al fin y al cabo, sólo os inmovilizamos el tiempo necesario para llevar a cabo nuestra tarea. De haber querido haceros daño, lo habríamos hecho. —Hizo un gesto de indiferencia y, por vez primera, el humano observó una delgada y larga membrana de piel que colgaba de la muñeca del shilo-thahn y se sujetaba a su cintura y tobillo.
—Lo sé —admitió Ariakas—. Pero ¿por qué os llevasteis a mi prisionero?
—¿Tu prisionero? —El otro parecía desconcertado—. Pero si yo creí que… Bueno, no importa por qué fue traído aquí. Lo importante es que lo detuvimos.
—¿Por qué debería importarte eso a ti? —inquirió el guerrero, intrigado por la afirmación de su interlocutor.
Pero Vallenswade no parecía dispuesto a dar detalles.
—Venid —invitó, aunque la invitación era más bien una orden—; me sentiría honrado si los dos me acompañarais a través de las catacumbas.
Lyrelee miró a Ariakas en busca de una respuesta, y éste inclinó la cabeza con educación.
—El placer será nuestro —contestó.
El rostro simiesco del guerrero de las sombras se abrió en una grotesca exhibición de dientes, que Ariakas interpretó como una sonrisa. Percibió vagamente la presencia de otras figuras borrosas que se ponían a caminar detrás de ellos y consiguió distinguir, al menos, a cuatro —incluido el que llevaba su roja espada— andando delante de Vallenswade.
—Debo alabar vuestras emboscadas —admitió Ariakas con toda sinceridad—. Nos atrapasteis limpiamente en dos ocasiones, y eso es algo que yo habría jurado que no podía hacerse.
—No te sientas avergonzado. —Vallenswade agitó la mano en un gesto de modestia—. Nos encontramos en nuestro elemento en la oscuridad, y sabemos cómo usarla para conseguir lo que queremos. Sin lugar a dudas, de habernos encontrado en la superficie, la ventaja habría estado de vuestra parte.
Anduvieron durante un largo trecho por un sinuoso pasadizo natural que el tiempo había excavado en la roca. El mercenario intentó memorizar el camino de regreso al lago; pero no tardó en despistarse en aquel laberinto de pasillos que se entrecruzaban, bifurcaciones y rampas ascendentes y descendentes. Además, empezó a adquirir la convicción de que los miembros del Pueblo de las Sombras estaban dando un gran rodeo, destinado a despistar su sentido de la orientación. Pasaron junto a una curiosa estalagmita y, puesto que las extraordinarias marcas de su superficie le resultaban familiares, dedujo que ya habían pasado por allí al menos una vez.
El guerrero reflexionó en silencio durante un tiempo. En una ocasión, había sido prisionero de unos ogros y, si bien finalmente había conseguido escapar, lo habían tratado con suma rudeza. En muchas otras ocasiones, él y sus hombres habían hecho prisioneros, y tampoco su destino había resultado agradable. Era por ese motivo que le resultaba asombroso que Vallenswade los tratara con tan respetuosa cortesía, casi como si fueran huéspedes de honor.
¿Cuál iba a ser su destino? Aunque no temía una ejecución inmediata, se preguntó si aquellos seres pensarían dejarlo marchar alguna vez. Sospechó que no iba a ser así, y no le hizo la menor ilusión la perspectiva de pasarse la vida en esa mazmorra sin sol, por muy amistosos y educados que fueran sus carceleros.
—Mi… compañero —inquirió Ariakas tras el largo silencio. No deseaba reafirmar que Patraña Quiebra Acero era más bien un enemigo—. ¿Está vivo?
—Desde luego. —Vallenswade lo miró, reprobador—. No somos seres sanguinarios. A pesar de que pateó a uno de mis guerreros de un modo bastante innoble y le rompió la rodilla, no vemos la necesidad de mostrarnos vengativos.
—¿Puedo verlo? —insistió el guerrero humano.
—Eso, me temo, no podrá arreglarse muy fácilmente —respondió el guerrero de las sombras con un suspiro—. A decir verdad, no puedo permitirlo. Únicamente los consejeros pueden decidir tal cosa.
—¿Quiénes son los consejeros? ¿Nos llevas ante ellos?
—Se me ha llamado —respondió el otro, como si aquello lo dejara zanjado.
Ariakas lanzó una mirada a la sacerdotisa, y comprobó que Lyrelee observaba con atención a su alrededor. La mujer estudiaba cada pasadizo lateral, cada bifurcación, y el guerrero sólo pudo desear que su memoria resultara mejor que la de él.
—¿Sabéis que habitáis en las catacumbas sagradas de un templo poderoso? —preguntó el humano, cambiando el tema de conversación.
—Sabemos que algunos humanos piensan como tú. Sin embargo, hemos vivido aquí más tiempo del que lleva el templo en pie, y si estos pasillos están santificados en el nombre de vuestra diosa, ella no nos lo ha notificado.
Ariakas deseó lanzar una amenaza o una bravata, pero detectó que cualquier declaración de venganza inminente caería en saco roto. Incluso aunque el sumo sacerdote enviara una expedición bien armada tras ellos, parecía improbable que sacerdotes y guerreros pudieran seguir los pasos del Pueblo de las Sombras… ¡A menos que a alguien se le ocurriera comprobar el embarcadero, como habían hecho ellos! El pensamiento le proporcionó un destello de renovada esperanza, hasta que escuchó unos pesados pasos que chapoteaban por el pasadizo, a su espalda.
Un empapado guerrero de las sombras se aproximó a Vallenswade y le habló con largas frases guturales. El jefe guerrero asintió y giró hacia Ariakas.
—Hemos tomado la precaución de devolver los dos botes al muelle del templo. Al fin y al cabo, nosotros no los necesitamos; era sólo vuestro… compañero, el enano, quien tenía problemas con el agua.
—Comprendo —respondió él, esperando que la desilusión no se reflejara en su rostro.
—Pero venid —volvió a invitar la criatura—. Hay más cosas que quisiera mostraros.
Los dos prisioneros siguieron al enorme y peludo ser hasta que el shilo-thahn se detuvo y alzó el rostro hacia el techo. Su voz se moduló en un largo y sonoro lamento: un sonido que provocó que un escalofrío recorriera la espalda de Ariakas.
Inmediatamente, un pedazo de lo que parecía sólida roca en la pared del pasadizo se deslizó hacia fuera en silencio. El humano cruzó la entrada, detrás de Vallenswade, seguido por Lyrelee y los guardias.
La primera sensación que recibió el guerrero fue la húmeda y jugosa fertilidad de la atmósfera, como la tierra de un jardín acabada de remover tras la lluvia. La estancia era tan enorme que no tardó en engullir veloz las débiles emanaciones de su luz mágica. A poca distancia, distinguió macizos de hongos, reunidos artísticamente alrededor de senderos cuidadosamente pavimentados. El guerrero shilo-thahn empezó a andar por uno de esos caminos, conduciendo a los prisioneros al interior de la inmensa caverna. A medida que caminaban, Ariakas se asombraba al contemplar los exuberantes arriates de hongos a su alrededor. Crecían en una asombrosa variedad de clases, pálidos y oscuros, bulbosos y larguiruchos. Agrupados en racimos brotaban por todas partes de la cueva. Muchos de ellos se alzaban por encima de su propia cabeza, y eran éstos los que parecían ser el origen del carnoso y suculento aroma del aire.
De vez en cuando, veía ojos brillantes que se reflejaban en la oscuridad, y se dijo que había numerosos miembros del Pueblo de las Sombras desperdigados en la gran caverna, que, por otra parte, probablemente era su guarida, decidió. Intentó calcular el número de criaturas simiescas que lo rodeaban, pero no consiguió obtener una cifra realista.
Su guía se detuvo. Bajo la luz de su gema, Ariakas vio que habían llegado a un gran claro circular. Ninguna de las paredes de la cueva resultaba visible a su alrededor y, cuando echó la cabeza hacia atrás, descubrió que el techo también quedaba engullido por las tinieblas. Unos bancos de piedra formaban un par de círculos concéntricos alrededor del espacio, que estaba rodeado por un verdadero muro de altos macizos de hongos.
Otros cuantos miembros del Pueblo de las Sombras ocupaban los bancos y, cuando proyectó la luz a su alrededor, Ariakas consiguió formarse una impresión general de las extrañas criaturas. Todas ellas estaban cubiertas de pelo, y parecían medir aproximadamente unos dos metros diez de altura, aunque el poco peso de sus cuerpos sugería que incluso los machos pesaban menos que Ariakas. Sus hocicos protuberantes y frentes sobresalientes les daban aspecto de simio; pero el guerrero distinguió muchas diferencias en color, facciones, actitud y postura.
Se dio cuenta de que todos los miembros de aquella raza parecían poseer la larga y floja membrana que unía sus brazos y muñecas a piernas y caderas. La piel era suave, una superficie flexible que se doblaba pulcramente contra el costado del ser, excepto cuando se extendía la mano, momento en el que el faldón colgaba suelto, una elegante ala drapeada como la regia túnica de un monarca imperial.
—Éstos son los consejeros —indicó Vallenswade cuando Ariakas y Lyrelee lo siguieron al centro del círculo de bancos.
El guerrero vio una docena aproximada de miembros del Pueblo de las Sombras sentados a su alrededor. Por lo general, ésos parecían algo más frágiles que los guerreros que los habían capturado. Vio que algunos lucían mechones grises a modo de patillas, y al menos a uno que se mantenía encorvado sobre su asiento, como si fuera muy viejo. Los shilo-thahns de los asientos contemplaron a Ariakas con intensa concentración, pero si los rostros de oscuro pelaje mostraron algún atisbo de emoción, él no consiguió captarlo. De todos modos, percibió una amedrentadora sensación de poder en los consejeros.
Su reacción fue mantenerse erguido, y dejar que sus ojos se clavaran lentamente en los de los allí reunidos. En un momento dado, observó que Vallenswade tomaba asiento en el banco más próximo, en tanto que los otros guerreros se mantenían fuera del círculo. Ariakas tomó nota mentalmente del shilo-thahn que sostenía su roja espada.
¿Por qué has traído aquí al enano, humano?
La pregunta lo golpeó con espantosa fuerza. Sabía que no había oído nada, sin embargo la frase interrogadora no podía haber sido enunciada con mayor claridad. Miró a Lyrelee con el ceño fruncido, pero ella le devolvió la mirada enarcando las cejas con curiosidad; era evidente que el mensaje sólo le había llegado a él.
La muda pregunta lanzada a su mente lo trastornó más de lo que deseaba admitir y, por lo tanto, se puso en jarras y se enfrentó a los rostros inexpresivos de los consejeros con lo que esperaba fuera su propia expresión de obstinado aislamiento.
¿Comprendes los riesgos?
De nuevo una pregunta. Esta vez dio un paso atrás, desbaratado literalmente su equilibrio por la fuerza mental.
—¿Quién me interroga? —exigió, paseando una airada mirada por el anillo de ancianos shilo-thahns.
Somos los consejeros, fue la innecesaria respuesta que le llegó. Volvemos a preguntarlo… ¿Conoces los riesgos?
—Los únicos riesgos que he padecido han sido a manos de vuestro guerrero —repuso, señalando a Vallenswade, y el shilo-thahn hizo una mueca, dolido por la inferencia de que había puesto en peligro al humano.
—¿A quién le estás hablando? —siseó Lyrelee, mirándolo como si se hubiera vuelto loco.
Él hizo caso omiso de la pregunta, y se limitó a señalar el círculo de consejeros sin dar más explicaciones.
Llevabas al enano y su enfermedad a la cámara del tesoro. Las frases tenían un tono acusador y estaban teñidas de perplejidad. ¿No te diste cuenta de la corrupción que tendría lugar?
—¿Qué os importa eso a vosotros? —replicó el guerrero.
Le importa a todo el mundo, fue la respuesta que recibió, en un tono un tanto desconcertado. ¿No comprendes lo que podría suceder?
—El tesoro del que habláis, no os pertenece a vosotros, ¿verdad? —desafió Ariakas.
Claro que no, ¿cómo podrían los huevos pertenecer a nadie que no fueran los poderosos seres que les dieron vida? Los consejeros estaban totalmente estupefactos.
—Hay quienes reclaman los huevos… y están dispuestos a defender esa pretensión.
Lo sabemos…, pero los huevos fueron traídos a las catacumbas con la idea de que iban a ser protegidos. Es demasiado peligroso permitir que el enano se acerque a ellos.
—¿Qué teméis? —inquirió el humano.
Nuestra gente ha estado en Zhakar. Conocemos los horrores que pueden derivarse de la propagación de la plaga. No hay que permitirle que llegue hasta los huevos.
—¿Es por eso que nos atacasteis? ¿Para secuestrar al enano? ¿Cómo sé que todavía lo mantenéis con vida?
No somos asesinos… claro que vive. Pero lo hemos conducido a un lugar seguro, lejos del tesoro.
—¿Por qué debería creeros? Mostrad al zhakar y entonces hablaremos. ¡Hasta entonces, supondré que vuestros planes para nosotros implican la misma clase de destino que podéis haber infligido ya al enano!
Ariakas dedicó a la primera fila de consejeros un mirada beligerante. En realidad no creía que el Pueblo de las Sombras pudiera matar a Patraña Quiebra Acero —había visto lo suficiente de ellos para comprender que no eran ni violentos ni vengativos—, pero no deseaba que sus propias conclusiones llegaran hasta ellos. ¿Podrían escuchar sus pensamientos con la misma facilidad con que se dirigían a su mente? Ojalá lo supiera. Enojado, intentó dirigir sus cavilaciones por senderos tortuosos y vagos.
Sorprendentemente, el Pueblo de las Sombras pareció algo impresionado por su farol. Los consejeros intercambiaron miradas que podrían haber sido de vacilación o confusión. Vallenswade se incorporó de repente, y miró a Ariakas a los ojos.
—Te he dicho que el enano está vivo; ahora, los consejeros te han dicho lo mismo. ¿Por qué no nos crees?
—De donde yo provengo, los capturadores acostumbran a mentir a sus cautivos…, y los enemigos se mienten entre sí con toda tranquilidad —respondió categórico.
—¡Nosotros no somos tus enemigos! —insistió Vallenswade. La boca simiesca lanzó las palabras con energía.
—¡Entonces dadme una prueba! —exigió el humano con ferocidad—. ¡Enseñadme al enano! ¡Mostradme que sigue vivo!
Vallenswade se dejó caer en el asiento con expresión resignada, y los rostros de los consejeros mostraron la confusión que todos sentían, pero entonces llegó un nuevo mensaje:
Muy bien. ¡Traeremos al enano!
—Venid conmigo —anunció Vallenswade con el primer atisbo de malos modos que Ariakas había visto en el guerrero de shilo-thahn.
La larguirucha criatura condujo a Lyrelee y a Ariakas hasta una mata de altas setas en forma de champiñones. Los tallos de las plantas habían crecido pegados hasta tal punto que creaban una sólida pared de duro tejido esponjoso. El guerrero de las sombras retiró una barra atravesada sobre un par de soportes de la resistente barrera de plantas duras como la madera. Abriéndose paso al frente, la simiesca criatura impulsó una enorme clavija en forma de cuña dentro del recinto que Ariakas vio en el interior.
El guerrero shilo-thahn precedió a los dos prisioneros al interior del agujero. Luego se volvió y les hizo señas. Los guerreros situados detrás de la pareja los empujaron, recalcando la llamada; si bien el que sostenía la espada de Ariakas se mantuvo a prudencial distancia. Como no tenían elección, los dos siguieron a Vallenswade al interior de la abertura.
El anillo de champiñones circundaba un pequeño patio circular, de no más de seis metros de diámetro. Sin embargo, la parte superior de la pared tenía al menos una altura igual por encima de sus cabezas, y los sombreretes de los hongos coronaban los troncos a una buena distancia, convirtiendo la ascensión para salir de allí en una empresa en apariencia imposible; el único acceso a la caverna exterior se obtenía a través de aquella especie de grueso tapón incrustado en la puerta.
—Permaneceréis aquí hasta que traigamos al enano —explicó Vallenswade.
—¿Por qué? ¿A qué distancia se encuentra? —quiso saber Ariakas.
—Fue conducido a una parte distinta de los laberintos… —indicó el shilo-thahn con un suspiro— hasta que pudiéramos decidir si era seguro o no traerlo aquí.
—¿Seguro? ¿Para él, o para vosotros? —apremió el humano.
—Ya que haces tantas preguntas, me gustaría que contestases tú unas cuantas —replicó el otro, resignado—. Seguro para nosotros, desde luego. Debido a su estado, tuvimos mucho cuidado para no arriesgarnos a introducir el contagio en nuestra colonia. —Dicho esto, la alta criatura se inclinó profundamente para poder pasar por la baja puerta, girándose luego para encajarla antes de marchar. Ariakas oyó cómo la barra caía sobre los soportes de la pared exterior y, aunque tiró con violencia, aquella cosa se negó a ceder. Debido a la forma de cuña de la clavija, el guerrero sabía que hacer fuerza sobre ella no conseguiría otra cosa que incrustarla con más energía en su hueco.
—¡Maldita sea! —No consiguió contener la contrariedad. Le hería en su amor propio sentirse tan por completo a merced de sus capturadores.
Lyrelee lo contempló en silencio, y cuando él se instaló en el suelo, con la espalda contra la pared de setas, ella se sentó a su lado. Sólo entonces habló la mujer, y lo hizo bajando la voz hasta convertirla en un simple susurro velado.
—Saben lo que pensamos —dijo.
—¿A qué te refieres? —susurró él, aunque se sentía demasiado irritado para que su voz igualara el tono apenas audible de su compañera—. ¡Ya les he dicho lo que pensamos!
—No, me refiero a nuestras acciones… a nuestras intenciones.
El guerrero quedó en silencio, dedicándole toda su atención.
—Observé a los dos que me seguían —explicó Lyrelee—. Si pensaba en desviarme a la derecha mientras andaba, uno de ellos se deslizaba furtivamente en esa dirección… ¡antes de que yo hiciera nada! ¡Tan sólo el pensamiento, la intención, era suficiente para hacer que actuara!
—¿Podría tratarse de una coincidencia? —inquirió Ariakas, escéptico. Sin embargo, el recuerdo de aquel misterioso interrogatorio, de cómo las palabras penetraban en su mente sin un sonido audible, lo fastidiaba, y temió que Lyrelee tuviera razón.
—No lo creo. ¿Recordáis al que sostenía el garfio grande, el guerrero situado en el centro de la retaguardia?
Asintió. El arma, de aspecto muy característico, que constaba de una cabeza de metal y un asta de madera tallada, la había llevado un shilo-thahn colgada sobre el hombro de una correa.
—Bien, como experimento, empecé a pensar en darme la vuelta y arrebatarle el arma. Pues cuando miré, había colocado ambas manos sobre el mango, y fue la única vez que la tocó durante todo el tiempo que nos custodió.
—¿Alguna idea sobre qué podemos hacer al respecto? —preguntó él.
—Creo que tendremos que actuar sin pensarlo —sugirió ella—. Si no sabemos lo que vamos a hacer hasta que lo hagamos, ellos tampoco lo sabrán.
—Por el momento eso no ha sido un problema —manifestó Ariakas irritado—. ¡Nos han estado vigilando demasiado de cerca para que pudiéramos hacer nada!
—Lo sé…, pero pensad —respondió Lyrelee—. ¿Os parece que éstos son guerreros natos? ¿O son más bien gentes sencillas a las que se les ha dado el papel de llevar armas?
—Creo más bien que es lo último —confirmó él—. No parecen poseer el instinto de matar.
—No. Es casi como si poseyeran una amabilidad innata. Podría resultar que nuestro propio sentido del combate, en el momento de la verdad, fuera más fuerte que el de ellos.
—Es una esperanza —admitió Ariakas, sin demasiados ánimos—. Imagino que es todo lo que tenemos. No tengo intención de permanecer por aquí hasta que ellos nos dejen ir.
—Cuando nos saquen de aquí, os observaré —indicó la sacerdotisa—. No deis ninguna señal… ¡pero si veis una oportunidad de escapar, hacedlo! Estaré lista.
—Supongo que es nuestra mejor posibilidad —concedió el guerrero; pero ¿cómo iba a buscar una oportunidad de escapar sin pensar en la huida? ¡Era posible que el alcance de los sentidos de los shilo-thahns fuera tal que las criaturas conocieran ya sus planes!
Se quedaron callados. El guerrero sentía una aguda vulnerabilidad, que no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Intentó no pensar en huir ni en luchar.
—¿Crees que pueden «oírnos» a través de estas paredes? —preguntó, tras unos minutos de inútiles intentonas para acallar su mente.
—Tengo la impresión de que existen límites reales a su poder —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Al fin y al cabo, ellos no son los señores de Krynn; algo que podrían ser si fueran capaces de leer los pensamientos de todo el mundo.
—Tal vez no deseen ser conquistadores —observó Ariakas.
La posibilidad de que una criatura pudiera tener acceso a un poder increíble, y sin embargo eligiera no ejercerlo, resultaba algo inesperado para el guerrero. No obstante, Lyrelee tenía razón: existía algo inherentemente amistoso en los simiescos humanoides.
Poco después, el hechizo luminoso que había estado iluminando la gema del yelmo de Ariakas se apagó por completo. Todo el manto de subterránea oscuridad cayó sobre ellos, y el mercenario se removió inquieto. Aun así, cuando la mujer —que también poseía el poder clerical de crear luz— le preguntó si deseaba que ella volviera a iluminar la joya le dijo que no.
—Si vienen a buscarnos, entonces sí necesitaremos luz —sugirió el guerrero—. Por lo que sabemos, podrían mantenernos aquí durante seis u ocho horas más; no serviría de nada agotar tu conjuro antes de eso.
Si bien sabía que una oración diligente a la Reina de la Oscuridad le concedería el retorno del hechizo de luz que había gastado, Ariakas no se sentía capaz de efectuar tal plegaria en ese lugar. Puede que fuera la ignominia de ser un prisionero, o, lo que era mucho más probable, el simple malestar ante la idea de que incluso su oración pudiera no resultar totalmente privada. En cualquier caso, deseaba escapar de este brete por su cuenta, sin tener que implorar la ayuda de su diosa.
Oyeron un arrastrar de pies en el muro exterior. Luego el guerrero sintió que el tapón se deslizaba dentro del recinto junto a él. Lyrelee murmuró una palabra a toda velocidad, y la gema del yelmo se encendió, mostrando el rostro parpadeante de Vallenswade.
—Venid —dijo el shilo-thahn con su voz pausada y solemne—. Os llevaré junto al enano.