Un mundo en sombras
—El patriarca Parkane se encuentra en comunión divina —explicó Lyrelee—. No se mostrará antes del amanecer.
Ariakas y los dos enanos se encontraban ante la sacerdotisa, en el gran vestíbulo del templo. Patraña Quiebra Acero, con las manos todavía atadas, se dejó caer sin fuerzas contra una columna mientras Ariakas sopesaba la información recibida. Un tosco vendaje alrededor del brazo del zhakar restañaba la hemorragia.
—No podemos esperar tanto tiempo —decidió el guerrero, y se volvió hacia Ferros Viento Cincelador—. Voy a llevarlo a la zona más profunda del templo. Es territorio sagrado, y no puedo llevarte conmigo.
—¿Qué? —balbuceó el hylar, que a continuación señaló, acusador, al zhakar, diciendo—: Y ¿qué sucede con Rostro Mohoso? ¡No puede ser un lugar muy sagrado con gentes como él paseando por el lugar!
—Es un prisionero —repuso el humano, encogiéndose de hombros, impasible—. Es una cuestión totalmente distinta.
—Claro que es un prisionero… ¡Es mi prisionero! Y además uno muy traicionero. ¿Cómo sabes que no está fingiendo? ¿Que no va a dar un salto y atacarte cuando menos lo esperes?
—Yo iré con vos —ofreció Lyrelee.
Ferros contempló a la sacerdotisa con escepticismo.
—Me ha estado adiestrando en el combate durante las últimas semanas —anunció Ariakas con suavidad, añadiendo en dirección a la mujer—: Me alegrará contar con tu compañía.
—¡No me gusta esto! —advirtió el hylar, rascándose con furia el brazo—. Ese enano es mi billete para Zhakar.
—¡Y yo que pensaba que intentabas ayudar! —respondió el guerrero.
—¡Pienso quedarme aquí, esperando, maldita sea!
—Si lo deseas…, pero será una larga espera. —Impaciente, Ariakas se volvió hacia Lyrelee—. Vámonos.
Abandonando a un colérico Ferros Viento Cincelador. Ariakas y Lyrelee empujaron a Patraña Quiebra Acero hacia el otro extremo del gran vestíbulo. En silencio, recorrieron con largas zancadas los pasillos interiores, dejando atrás a los guardias de capas rojas a las puertas de las catacumbas sagradas, e iniciaron el descenso por la larga y recta escalera.
Ariakas utilizó entonces una técnica que había desarrollado durante anteriores incursiones en la oscuridad: lanzó un conjuro de luz sobre una joya engastada en la parte frontal de su yelmo. El resplandor se extendió en forma de amplio arco ante él, y, naturalmente, giraba con su cabeza cada vez que él miraba en derredor.
El zhakar avanzaba arrastrando los pies por delante de ellos, con la cabeza baja y las manos sujetas a la espalda. De vez en cuando tropezaba, e incluso cayó en una ocasión. Ariakas lo alzó entonces por el cogote, mientras el estómago se le revolvía al pensar en la carne putrefacta oculta bajo las ropas.
—¿Adónde vamos? —gruñó finalmente el prisionero, y se detuvo de un modo tan brusco que el guerrero estuvo a punto de chocar con él—. Al menos dime eso, si quieres que siga andando.
—Vamos al lugar donde el ladrón zhakar del que te hablé…, el que afirmó ser tu servidor…, fue atrapado.
—Entiendo. —Quiebra Acero reanudó la lenta marcha, con una mayor firmeza en el paso.
Lyrelee, entretanto, se deslizó al frente en silencio. La ágil muchacha se movía como un felino, se dijo Ariakas, y también luchaba como uno, equipada tan sólo con las armas que la naturaleza le había dado. El guerrero se encontró estudiando de nuevo el contorno de aquel cuerpo femenino a través de los diáfanos pantalones y blusa, mientras la mujer caminaba deprisa y se perdía entre las sombras de un pasadizo lateral, desapareciendo durante varios segundos antes de reaparecer y marchar veloz por el corredor en dirección al siguiente ramal.
Sus primeras impresiones sobre ella, como luchadora extremadamente eficaz, se habían visto modificadas por el ofuscamiento de la fascinación. En aquel instante, mientras ella exploraba los túneles, la mente del guerrero se concentraba en cambio en la firme curva del pecho o en la elasticidad de los músculos de las piernas de la joven. El despertar de su deseo ardía con un fuego lento pero constante que acabaría por consumirlo. Ariakas aceptaba por completo su creciente pasión y sentía que lo impulsaba hacia un inminente plan de acción. En cuanto hubieran acabado con el zhakar, decidió, la tomaría en sus brazos y le declararía sus sentimientos, y no ponía en duda que la respuesta sería afirmativa.
Fue entonces cuando se le ocurrió que Lyrelee actuaba de un modo bastante extraño, si se tenía en cuenta que se desplazaba por zonas protegidas de su propio templo. La mujer exploró el siguiente pasadizo que tenían delante antes de regresar con largas y silenciosas zancadas.
—¿Qué sucede? —inquirió él, percibiendo la preocupación que se reflejaba en el alargado rostro.
—No lo sé —respondió ella, echando una rápida ojeada a su espalda—. Es sólo que algo no parece estar bien.
—¿Qué amenaza podría existir aquí abajo? —insistió el guerrero, desilusionado con la respuesta—. ¿Qué quiere decir: «no parece estar bien»?
La mujer se encaró con Ariakas con toda franqueza, en tanto que la capucha de Patraña Quiebra Acero seguía el movimiento pendular de la conversación.
—Lo he notado ya unas cuantas veces con anterioridad… Es una sensación de que me vigilan, de que me espían.
—¿No has visto nunca nada sospechoso aquí abajo…, ninguna señal de intrusos?
—Ninguno de nosotros las ha visto —respondió la sacerdotisa—. Pero incluso el sumo sacerdote ha tenido la misma sensación…, como si hubiera ojos en la oscuridad, que nos observan… que aguardan.
El guerrero se sintió irritado. Desde luego el sumo sacerdote no había mostrado tal inquietud en su presencia; en tanto que él, ciertamente, no sentía ninguna sensación extraña, y su agudo sentido del peligro le había salvado la vida en numerosas ocasiones.
—Sigamos —ordenó—. Si existe una amenaza, lo peor que podemos hacer es quedarnos inmóviles y contemplar boquiabiertos lo que nos rodea.
Ella le lanzó una mirada sorprendida y, tal vez, herida; pero giró sin hacer preguntas en dirección a los profundos túneles, para conducirlos por el laberinto que Ariakas sólo recordaba con vaguedad de anteriores viajes con Parkane. La mujer se introdujo en otro pasillo mientras guerrero y prisionero, a unos diez pasos más atrás, seguían adelante. El hombre observó la intersección, expectante, pero la sacerdotisa no salió.
Patraña Quiebra Acero se detuvo, y Ariakas rodeó al zhakar, sosteniendo la enorme espada con ambas manos. Dirigió una ojeada al prisionero, comprobando que la embozada figura seguía atada e inmóvil, aunque los ojos medio ocultos por la capucha observaron su avance con interés.
Todos los nervios del cuerpo del guerrero estaban en tensión, y maldijo en silencio a la mujer, sospechando que tan sólo era el nerviosismo de ésta lo que lo afectaba. No obstante, al ver que no regresaba pasados unos segundos, empezó a sentir auténtica preocupación. Ya casi junto al pasadizo, Ariakas volvió la mirada: el enano no se había movido.
El guerrero dobló el recodo a toda velocidad, con la espada lista para entablar batalla. La luz de la gema del yelmo se derramó por el sinuoso y estrecho pasadizo, pero no le mostró la menor señal de Lyrelee. Entonces, algo se movió fuera de su campo visual, un oscuro parpadeo oculto en parte por las curvas paredes con que la erosión había dotado a la caverna. Ariakas echó a correr. Sus pies golpeaban con fuerza el suelo mientras se lanzaba a investigar.
No vio la red hasta que ésta apareció, envolviéndolo completamente. Cayó al suelo y, a continuación, algo tiró de una cuerda y apretó las sogas a su alrededor. El yelmo se le desprendió de la cabeza y quedó boca arriba en la red, de modo que la refulgente luz de la joya le daba directamente en los ojos. Todo lo situado más allá del estrecho recinto quedó sumido en la más completa oscuridad.
Y silencio.
Sus atacantes se movieron con sobrenatural sigilo, cruzando la oscuridad como una suave brisa. Tras otro forcejeo, Ariakas se quedó muy quieto, para intentar averiguar algo, cualquier cosa, sobre los emboscados. Captó un olor acre a pelaje húmedo, como el de un lebrel después de haber corrido por un marjal salobre. Unas manos fuertes tiraron de las sogas para asegurar la red, y notó cómo se apretaba aun más a su alrededor. Cuando intentó moverse, descubrió que apenas podía mover un pie.
—¿Qué?
Oyó la palabra, escupida con indignación por la voz de Patraña Quiebra Acero. Al cabo de un instante el zhakar lanzó un juramento, y luego su voz quedó ahogada. El guerrero se enfureció en silencio; ¡tan cerca del éxito, y ver frustrados sus planes!
Esforzándose por atravesar el silencio, escuchó una serie de respiraciones lentas y deliberadas, y reconoció la cadencia de uno de los ejercicios de preparación que había realizado en el templo. ¡Lyrelee! A juzgar por el sonido, la sacerdotisa se encontraba cerca, aunque era evidente que se mostraba reacia a llamarlo en voz alta. Escuchó unos quejidos en el suelo, y dedujo que también ella había quedado atrapada en los pliegues de una red.
Poco a poco hizo girar el yelmo para proyectar la luz de la gema lejos de sí, y tal y como había deducido, la refulgente luz le mostró a la mujer, atada como un pedazo de carne en los pliegues y recovecos de la malla. Los ojos de la sacerdotisa se encontraron con los suyos por un instante antes de que ella volviera a darle la espalda a la luz y reanudara sus silenciosos y denodados esfuerzos por escapar.
Ariakas ya no oía ningún ruido procedente de Patraña Quiebra Acero o de sus capturadores. Se habían ido, y, a juzgar por la exclamación de sorpresa del cautivo, el zhakar no había sido rescatado, exactamente. Pero, si no era así, ¿por qué no se los habían llevado a él y a Lyrelee?, ¿ni les habían hecho daño? Sencillamente los habían atado, con vergonzosa facilidad, y los habían abandonado para que se liberaran como pudieran… aunque cuando eso sucediera el enano ya habría sido conducido muy lejos.
Ariakas sujetó la empuñadura de la espada y empezó a cortar con la hoja varias de las cuerdas de la red. El material demostró poseer una sorprendente dureza, pues resistió a la afilada espada durante casi un minuto antes de que el guerrero consiguiera seccionar la primera hebra. Maldiciendo en silencio ante una tarea que requería tanto tiempo, pasó a la segunda hebra, y luego a la tercera y la cuarta.
Para entonces, sus músculos habían empezado a entumecerse, y un fuerte dolor le recorría la columna vertebral debido a la incómoda posición en que se encontraba. Hizo un alto en sus forcejeos y se inclinó a un lado para mirar a Lyrelee…, sorprendiéndose al comprobar que la sacerdotisa casi había conseguido liberarse. De algún modo, flexionando los brazos hacia la espalda, la mujer consiguió introducirse entre la trama de la malla, y el mercenario abandonó sus casi inútiles esfuerzos con la esperanza de que ella no tardaría en poder ayudarle.
Las manos de la joven asomaron por la parte superior de la red y, a continuación, la boca de la malla se deslizó por los antebrazos, más allá de los codos, y se enredó alrededor de su cabeza. Con unos pocos movimientos del cuello, la sacerdotisa sacó la frente por la estrecha abertura, y el resto de su flexible cuerpo la siguió rápidamente.
En cuanto estuvo libre, se puso en pie de un salto y enseguida se agazapó, mirando arriba y abajo del pasillo. Al no ver nada, corrió junto a Ariakas y empezó a trabajar en la red con hábiles dedos. En unos pocos minutos consiguió soltar los nudos, y el guerrero pudo aflojar la cuerda que ceñía la abertura. Con cuidado, para no arañar el filo de la espada contra el suelo, el hombre se arrastró y se incorporó, con el cuerpo crujiendo de dolor y entumecimiento.
—Bien hecho, sacerdotisa —dijo, impresionado.
—¿Visteis quién nos atacó?
—Sólo unos movimientos en las sombras —respondió él, negando con la cabeza—, pero percibí un olor. Algo parecido a pelaje mojado.
—Yo vi todavía menos —admitió Lyrelee pesarosa—. Aunque también recuerdo el olor. —La sacerdotisa calló un instante, mientras reflexionaba—. ¿Habéis oído hablar del Pueblo de las Sombras? —preguntó por fin.
—Sólo de la palabra en sí. Wryllish Parkane parece pensar que no existen. Supongo que tienen algo que ver con este ataque, ¿no?
—No son más que especulaciones —dijo ella—. Se dice que se ocultan en cavernas y cuevas por todas las Khalkist. Son una gente que se mantiene muy aislada, aunque tienen fama de inofensivos. Hacen grandes esfuerzos para evitar que los vean.
—¿Qué te hace pensar en ellos ahora? —preguntó él.
—Sólo una cosa —repuso la mujer—, se supone que están cubiertos de pelaje.
Ariakas reflexionó sobre aquella información unos minutos.
—¿Conoces a alguien que luche con redes? —Seguía sintiéndose asombrado ante la eficacia neutralizadora de aquella emboscada llevada a cabo con unas simples mallas.
—Eso es nuevo para mí —admitió la joven, y contempló uno de aquellos artilugios de apretada urdimbre—. Ni siquiera sé de qué está hecho… fijaos, no es cáñamo.
Ariakas vio unas largas fibras tejidas en una apretada espiral, cuyo material era más suave que la cuerda de cáñamo o la lana. Cuando tiró de uno de los estrechos hilos, el tejido se clavó en la carne de sus manos, pero se negó tajantemente a romperse.
—Es muy fuerte, sea lo que sea. Me llevaré ésta de vuelta al templo. Pero primero, a trabajar.
—¿En qué dirección creéis que se fueron?
—Quiebra Acero se debatió cuando lo golpearon. Luego los sonidos cesaron. No creo muy posible que pasaran junto a nosotros con él. Vayamos a comprobar el camino por el que vinimos.
Empezaron a recorrer el pasillo, andando tan silenciosamente como les era posible. Ariakas sostenía la espada ante él, en tanto que Lyrelee giraba en redondo a cada momento y escudriñaba las sombras a sus espaldas. Tras unos minutos alcanzaron el primer pasadizo que se bifurcaba, y allí se detuvieron. El guerrero bajó el rostro hacia el suelo e hizo que la joya proyectara su luz sobre la desnuda piedra. Si existía alguna pista sobre la dirección tomada por sus asaltantes, no fueron capaces de encontrarla.
—Tengo una idea —dijo Lyrelee, indicando el corredor principal—. Vayamos algo más allá.
Ariakas asintió y siguió a la sacerdotisa durante otro centenar de pasos. Llegaron a una bifurcación triple, con pasillos que seguían adelante a derecha e izquierda, y una vez más no apareció ningún rastro visible que les mostrara el camino a seguir.
—Más allá se encuentran los laberintos acuáticos —anunció Lyrelee, señalando hacia la izquierda—. Son canales de desagüe, en su mayoría, para las cisternas del templo. Pero son bastante extensos, y los dos olimos algo húmedo.
—No puedo discutir tu razonamiento —repuso el guerrero—. ¡No tenemos más remedio que fiarnos de conjeturas, lo miremos como lo miremos!
El pasadizo resultó estar en mejor estado que muchos de los otros túneles de la red de catacumbas. Ariakas distinguió señales de ladrillos colocados para reforzar muchas paredes, y no tardaron en llegar a un bien cincelado tramo de escalones que descendían.
En cuanto empezaron a bajar, el guerrero se dio cuenta de que el aire se tornaba húmedo a su alrededor, y percibió el malsano olor de las paredes. Su conjuro de luz iluminaba unas dos docenas de peldaños, y durante un buen rato tuvo la impresión de que la escalera descendía hasta las entrañas de la tierra. Perdió la cuenta de los peldaños, aunque desde luego superaban el centenar.
Por fin, la luz se reflejó sobre una lisa superficie oscura: agua. No tardó en descubrir que la escalera terminaba en un embarcadero subterráneo, y que el muelle de piedra, que surgía de un estrecho rellano, se extendía sobre una superficie de aguas quietas. La mágica luz paseó sobre varios altos postes dispuestos, probablemente, para amarrar botes.
Al llegar al pie de la escalera, Ariakas comprobó que, efectivamente, había una embarcación de casco largo balanceándose en un amarre, en el extremo más alejado del muelle.
—¿Acostumbra a estar aquí el bote? —preguntó.
—En el pasado siempre ha habido dos de ellos —respondió Lyrelee—. Los sacerdotes usan los botes para pescar, para patrullar…, pero no muy a menudo.
Ariakas se subió al muelle con pasos firmes, y la luz se reflejó en una oscura y quieta extensión de agua que se extendía a lo lejos…, mucho más lejos de donde alcanzaba su iluminación.
—¿Adónde conduce? —inquirió, señalando el plácido lago.
—Lo cierto es que a ninguna parte en realidad, imagino —respondió la sacerdotisa en tono vacilante—. Yo sólo he llegado hasta aquí; pero Wryllish Parkane indicó que no es más que una parte de las catacumbas sagradas que está ocupada por agua. Supongo que algunos de los pasadizos llegan bastante lejos.
En el espacio que mediaba entre sus palabras, el silencio lo inundaba todo a su alrededor, más amplio y oscuro que cualquier quietud del mundo superior. Era un silencio que provocaba que cosas como los latidos del corazón alcanzaran un nivel audible, que conseguía que un leve jadeo sonara como un chillido asustado.
En medio de ese silencio, se escuchó un ruido, un breve chapoteo en el agua. Aguardaron, jadeantes, pero el sonido no se repitió.
—Por ahí. —Ariakas señaló hacia las tinieblas a la izquierda del muelle, totalmente seguro del lugar del que había venido el sonido por encima de las negras aguas.
Lyrelee desató con rapidez el bote, y el guerrero puso el pie en el bajo casco. Los asientos eran estrechos, y había seis, alineados sobre los baos a intervalos de un metro desde la proa a la popa. La embarcación se balanceó ligeramente al entrar también la sacerdotisa, que se sentó en el banco central, alzó los remos, y propulsó la barca limpiamente por el lago. Ariakas se colocó en la proa e hizo que la refulgente gema barriera el agua ante él, como si de un faro se tratara.
Y entonces las vio, ondulaciones casi imperceptibles que se movían hacia el lado de estribor en un arco tan amplio que casi parecía una línea recta. Tan sólo la total placidez de las aguas le permitieron distinguir el movimiento, y únicamente durante unos instantes, antes de que las ondulaciones fueran hendidas por el suave balanceo de la proa del bote.
—Ve hacia mi derecha —siseó Ariakas, y Lyrelee hizo que la proa describiera una suave curva.
La mujer remó durante varios minutos, impulsando a la estilizada embarcación sobre la líquida superficie con paladas firmes y regulares. Entonces, con aterradora brusquedad, una superficie sólida apareció en la zona que alcanzaba la luz del guerrero.
—¡Para! —volvió a sisear el hombre, dejándose caer en el asiento justo antes de que la sacerdotisa hundiera los remos en el agua. El lago se arremolinó y agitó, pero Lyrelee aminoró la velocidad del bote de modo que chocara con suavidad contra la barrera.
El muro parecía ser la orilla del lago. Sin embargo, debido a que el embalse se encontraba en el interior de una caverna, esta orilla se alzaba en forma de pared vertical de piedra veteada de humedad, que se extendía hacia lo alto y luego, puede que a una altura que era el doble de la de Ariakas, se inclinaba sobre sus cabezas para iniciar la inmensa cúpula que se elevaba sobre el agua. El guerrero giró a un lado y a otro, sin poder hallar ninguna pista sobre cómo podía alguien o algo haber abandonado el lago.
—A la derecha —ordenó otra vez, guiado por un instinto que no podía definir.
Hundiendo los remos con silenciosa energía, Lyrelee hizo discurrir el bote a lo largo de la orilla. La mujer no había dado más de cinco paladas cuando la intuición del mercenario se vio recompensada: una estrecha abertura hendía la sólida pared del lago, si bien en su primera ojeada, Ariakas creyó que la brecha era demasiado pequeña para que pasara la embarcación.
En ese instante, sus ojos se clavaron en una irregularidad de la superficie, justo en el exterior de la grieta. Fijó allí la mirada y consiguió identificar lo que era: se trataba de un remo.
—Allí, dentro de la hendidura —instó, y la sacerdotisa hizo virar la proa en aquella dirección.
El bote se deslizó entre dos resbaladizas paredes de roca. La ruta resultó estrecha pero transitable, y poco después se ensanchó a su alrededor.
—Hay una repisa —anunció Ariakas, contento de ver una plataforma de roca que descendía justo hasta el borde del agua. Más allá de la repisa un agujero oscuro prometía al menos el inicio de un pasadizo, y, lo que era más importante, flotando a la deriva a unos pocos metros de distancia del bloque de piedra se veía un bote que era el gemelo del suyo.
Lyrelee echó una mirada por encima del hombro e hizo que la nave se deslizara hacia el desembarcadero siguiendo una trayectoria perfecta. Ariakas miró en derredor y varios hechos confirmaron su convicción. En primer lugar, vio rastros de agua sobre el suelo de la pendiente rocosa, algunos de los cuales todavía descendían en hilillos hacia el lago. Se dijo que lo que fuera que hubiera dejado las gotas sobre la piedra, lo había hecho hacía muy poco tiempo.
En cuanto el bote golpeó levemente contra la rampa, Ariakas saltó a la orilla, con la espada sujeta en una mano y apuntando al pasadizo que se distinguía más adelante, en tanto que la otra mano sujetaba el cabo de amarre. De un fuerte tirón, subió un tercio de la parte delantera de la barca a la rampa…, lo suficiente, estaba convencido, para impedir que su medio de transporte marchara a la deriva.
Lyrelee se colocó a su lado, sin hacer ruido, en cuanto iniciaron la ascensión por el corredor, y el guerrero hizo una mueca interiormente al pensar en la brillante luz, que revelaba sin tapujos su posición a cualquiera que les aguardara emboscado. De todos modos, sin ella aún se encontrarían en mayor desventaja.
—Dejad que ande detrás —susurró la sacerdotisa con voz apenas audible, deteniéndose en seco.
Él asintió con la cabeza, comprendiendo que Lyrelee podría al menos ocultarse de posibles observadores en las sombras, y a continuación decidió comprobar el techo, recordando la red que le había caído encima sin que él se diera cuenta, y que le había costado su prisionero. No descubrió amenaza alguna en las alturas, ni tampoco detectó nada extraño en las sombras que tenía al frente. El pasillo giraba y ascendía, más estrecho y más abrupto en su configuración que cualquiera de las catacumbas que el guerrero había visitado antes.
Una pared, en particular, le resultó muy curiosa. La sillería era vieja piedra caliza que había permanecido enterrada durante siglos, pero que de algún modo había quedado grabada con un curioso dibujo en forma de cuadrícula, en la roca. A medida que avanzaban se vieron obligados a pegarse más a la extraña pared por culpa de un angosto pasillo.
Entonces, la cuadrícula salió disparada hacia fuera, ahogando el juramento que brotó de la garganta de Ariakas. Esta vez la red lo golpeó con tal fuerza que le arrancó la espada de las manos antes de envolver al guerrero y a Lyrelee en un compacto e inmovilizado fardo.