14

La plaza de Fuego

—¡Voy contigo! —insistió Ferros cuando Ariakas le habló sobre la misteriosa invitación.

Los dos estaban sentados en la enorme sala de la finca, con relucientes ascuas en la chimenea y jarras de ron de fuego a poca distancia. La casa estaba silenciosa a su alrededor, aunque Ariakas sabía que el mudo Kandart vigilaba y aguardaba en las sombras, listo para volver a llenar los vasos cuando se vaciaran.

—No creo que sea una buena idea —discrepó el guerrero—. Se me dijo que fuera solo… y además, ya sabes lo que provocó en él tu presencia la última vez.

—¡Por Reorx, amigo mío! ¡No tenía la intención de presentarme allí como si tal cosa y darle la mano! Pero cuando vayas a ver a esa comadreja traidora pienso estar escondido por ahí, en algún rincón donde pueda veros bien.

El enano palmeó la pesada ballesta que había adquirido recientemente, y Ariakas se dijo que Ferros podría proporcionarle una cierta seguridad. Después de todo, el guerrero no estaba seguro de qué era lo que deseaba el zhakar, pero había averiguado lo suficiente en su primer encuentro para ir a la cita bien preparado y alerta.

—No creo que intente nada —observó—. Al fin y al cabo ya probó mi espada la última vez. No obstante, no estaría mal tenerte ahí para vigilar.

—Estupendo… Me huelo una trampa —se quejó el enano, al tiempo que se ponía en pie, rascándose con furia el sarpullido de los brazos—. ¡Malditas chinches! —gruñó—. ¡Anoche resultaron peores que nunca!

—Yo no he tenido ninguna en mi cama —respondió Ariakas comprensivo, con una risita ahogada—, ¡a lo mejor les gusta tu olor!

—¡Bah! ¿Así que te vas a preparar para la reunión?

—Estaré listo a medianoche —respondió él, muy seguro de sí mismo.

El guerrero había decidido no contar a nadie del templo la inminente reunión. Si salía bien, Ariakas podría llevar a Patraña Quiebra Acero ante Wryllish Parkane y mostrar al sumo sacerdote que sus esfuerzos habían acabado por tener éxito; si nada sucedía, o peor aun, si la reunión acababa en desastre, no era necesario que sus compañeros del templo llegaran a enterarse de ello.

Ferros pasó varias horas puliendo las afiladas cabezas de sus saetas. Poseía un carcaj lleno de aquellos proyectiles de asta de acero, e informó lleno de orgullo a su compañero que las flechas podían atravesar una coraza a cien pasos.

Entretanto, el guerrero humano salió a su reseco jardín y se sentó en un banco de piedra en el quebradizo cenador.

Ante él se extendía el valle, y en ese día, con su eterno manto de bruma flotando inusitadamente bajo, Sanction producía una sensación de opresión. Ariakas percibía poder zumbando en la atmósfera, y tenía la seguridad de que se estaban preparando cosas prodigiosas. Cogió su espada y depositó la hoja desnuda sobre su regazo. La perfecta negrura del acero reflejaba su propio espíritu hasta profundidades insondables.

Poco a poco, su mente se inundó con una sensación de que caía… pero con suma suavidad, como si le hubieran brotado alas y ahora éstas lo transportaran tranquilamente hacia Krynn, desde una gran altura. Permaneció sentado en el banco durante casi dos horas, mientras los latidos de su corazón se regularizaban y su respiración se hacía más pausada a medida que su mente vagaba por las corrientes de la Reina de la Oscuridad. Había anochecido ya cuando salió del trance, y sintió que su cuerpo se estremecía, rebosante de poder y energía. Atravesó el patio hasta la sala principal de la casa, y allí encontró a su camarada.

—Voy a bajar allí temprano… Quiero echar una mirada —anunció el hylar—. Me dará tiempo para encontrar un buen escondite antes de que tú aparezcas.

—¿Cómo te pondrás en contacto conmigo si hay problemas? —preguntó Ariakas.

—Ya me inventaré algo; limítate a estar alerta —aseguró el enano, y se colgó la ballesta del hombro derecho, donde podía levantarla y disparar en un instante. Llevaba puesta una capa de cuadros de vivos colores que servía para ocultar la espada corta que pendía de su cintura.

El enano se perdió en el crepúsculo, y Ariakas templó sus nervios con una comida. Su actual jefe de cocina era una vieja matrona autoritaria que llevaba en el puesto dos meses, lo que era mucho más de lo que habían durado sus dos antecesores. En esta ocasión, la mujer le presentó una deliciosa cena ligera, y, como siempre, la comida resultó espléndida. Por fin, una hora antes de la medianoche, el guerrero se puso en camino.

Ariakas llevaba la enorme espada sujeta a la espalda, guardada en una nueva vaina de ante, sencilla pero suave y flexible, que había adquirido recientemente y que ocultaba por completo la larga hoja. Podía desenvainar el arma con cualquiera de las dos manos, y si la sujetaba con ambas era capaz de descargar un golpe demoledor. No obstante sus rápidos progresos en las clases de combate sin armas de Lyrelee, el guerrero agradecía la seguridad que le ofrecía la espada.

Acercándose a la plaza de Fuego, describiendo un rodeo, Ariakas cruzó hasta el río de lava y se encaminó al centro de la ciudad. El lado derecho de su cuerpo se calentó bajo el resplandor del profundo río rojo que discurría por su lado, y, a lo lejos, distinguió el puente central, con sus piedras grises que describían un arco hacia el cielo en medio de la oscuridad. La parte inferior del puente refulgía con luz propia, calentada, como un horno, por la furia volcánica de la líquida masa.

La plaza de Fuego se extendía a lo largo de una gran extensión de ese río, y el enorme puente la unía con el extremo opuesto. Altos edificios de paredes de piedra rodeaban el espacio, y en la superficie de piedra de la plaza se abrían varias grietas de buen tamaño, muchas de las cuales vomitaban nubes de vapor, gases y llamas. En el extremo opuesto se alzaba el único elemento decorativo público de Sanction: el monumento a la Guerra.

Este original monumento conmemorativo lo formaban las reproducciones de tres naves con las velas desplegadas, sostenidas por tres grupos de columnas de piedra. Los tres barcos estaban agrupados en formación cerrada y, desde el otro lado de la plaza, parecía como si navegaran por el aire. El monumento estaba dedicado a los que habían perecido durante un breve altercado acaecido varias décadas atrás, y se había erigido una columna por cada uno de los ciento dos hombres que habían perdido la vida.

Durante los meses que llevaba en la ciudad, Ariakas había averiguado la historia de la estructura, cuyo aspecto tan perplejo lo había dejado en un principio. La llamada guerra había sido una campaña contra la cercana Ensenada Salina, considerada una guarida de piratas y filibusteros. Aquella batalla era lo único de lo que podía presumir Sanction en lo referente a distinción militar, y los veteranos del conflicto —todos los cuales habían sido bien pagados por los comerciantes de la ciudad— habían conseguido sacar a sus antiguos patronos el dinero necesario para el monumento.

Un mozo de confianza era quien había contado a Ariakas la auténtica historia de las conmemoradas hostilidades, a las que se titulaba de modo grandilocuente como la «Guerra de Ensenada Salina». La campaña fue en realidad una única batalla y había enviado a una bulliciosa y ebria expedición contra el cercano poblado pesquero, donde varios piratas de poca monta habían establecido, efectivamente, sus plazas fuertes. El pueblo cayó al primer asalto, y varios de los piratas huyeron a las colinas en compañía de sus secuaces; unos pocos resistieron, y cuatro hombres de Sanction perecieron en el combate propiamente dicho. Las otras noventa y ocho bajas tuvieron lugar cuando dos de las sobrecargadas naves invasoras, ambas pilotadas por capitanes borrachos, chocaron entre sí a la entrada del puerto de Ensenada Salina. Los guerreros que se encontraban a bordo, armados y ataviados para el combate, se hundieron como piedras cuando los barcos se hicieron pedazos bajo sus pies.

A Ariakas le producía una cierta sorpresa que una ciudad con tal excedente de guerreros no pudiera alardear de una historia militar más gloriosa. De todos modos, la crónica de unos hombres valerosos y sinceros sometidos a un caudillaje nefasto no era única en los anales de Krynn, y aquello le hizo pensar en lo que los ejércitos de Sanction podían obtener si se los ceñía a un único objetivo. Recordando todas las reducidas expediciones que se había visto obligado a mandar desde Khur y Flotsam, se dijo que hombres así podían someter incluso a Bloten.

El mercenario pasó entre el monumento y el río de lava, andando con tiento entre dos de las largas fisuras. Las hendiduras no tenían más de tres o cuatro metros de anchura, pero zigzagueaban por la plaza a lo largo de un buen trecho. En algunos lugares las franqueaban puentes, pero el tamaño de las simas variaba continuamente, por lo que tales pasos tenían una vida más que efímera.

Había bastante gente en la zona, incluidos algunos vendedores ambulantes de fruta, baratijas, queso, y pan, todos ellos con mantas extendidas en el suelo o con pequeños carros de dos ruedas para exhibir sus mercancías. En alguna parte, un juglar paseaba mientras entonaba una canción indecente que era recibida con risas y abucheos.

El guerrero se desvió para esquivar la apresurada aproximación de una vieja mendiga, pero la anciana casi saltó sobre él, tirándole de la manga y mirándolo airada con un penetrante ojo. El párpado del otro estaba cosido, y la costura se perdía en un laberinto de otras arrugas que surcaban el huesudo y anguloso rostro.

—¿Una limosna para una anciana, guerrero? —inquirió, mirándolo, maliciosa—. ¿Tal vez a cambio de que se te diga la buenaventura? Este viejo ojo ve con mucha claridad, ¡escucha con atención!

—¡Lárgate de aquí! —vociferó Ariakas, mirando precavido a su alrededor al tiempo que alzaba una mano, listo para asestar un manotazo.

—Es mejor que uno escuche la buenaventura —siguió ella en tono amenazador—. ¡Incluso un enano hylar sabe eso!

Ariakas se detuvo en seco, y a continuación bajó la mano hasta introducirla en la bolsa que colgaba de su cinturón. Entregó a la mujer una pieza de acero, al tiempo que esperaba que ningún otro mendigo de la plaza observara la transacción.

—¿Le has dicho la buenaventura a un hylar esta noche?

—He visto la buenaventura de todo el mundo esta noche —replicó ella—. Y a quién se la digo es cosa mía. Pero en cuanto a ti, guerrero… —Bajó la voz ominosamente—. Mira en dirección a las columnas de la Guerra de Ensenada Salina; el peligro acecha en las sombras. Peligro pequeño en tamaño, pero grande en número…, un peligro que anda embozado, oculto a la luz.

Tras darle las gracias con un cabeceo, Ariakas inspeccionó la plaza teniendo en cuenta esta nueva información. Hizo intención de sacar otra moneda, pero la anciana negó con la cabeza y le dedicó una sonrisa de complicidad.

—Los hylars no son tan avariciosos como algunos dicen —declaró, riendo por lo bajo con una risita aguda mientras se alejaba cojeando.

El humano dio la espalda a la corriente de roca fundida, para acercarse al centro de la plaza, sin perder de vista el monumento a la Guerra situado a su izquierda, a unos cincuenta metros o más de distancia. Sabía que a esa distancia estaba a salvo de cualquier arco que se disparara desde un escondite.

Pero ¿cómo encontraría a Patraña Quiebra Acero? Nunca antes se había dado cuenta de lo grande que era la plaza de Fuego en realidad. Y ¿dónde estaba Ferros Viento Cincelador? Escudriñó el lugar, en busca de la familiar silueta del enano, pero sufrió una desilusión, pues, si bien distinguió a varios cientos de individuos en el interior de la plaza, muchos quedaban ocultos por las carretas de los buhoneros, el gran monumento o grupos de personas.

Mientras buscaba, una hendidura situada bastante cerca de él escupió un enorme chorro de vapor hacia el cielo. La erupción duró varios segundos e, incluso después de que la ráfaga cesara, una enorme nube blanca sobrevoló la plaza para alejarse flotando en dirección al río, donde el brillante calor de la lava la volatilizaría rápidamente.

Fue entonces cuando vio una figura que avanzaba a grandes zancadas, surgiendo de la neblina, y por un instante se preguntó si no sería Ferros; pero la niebla aclaró ligeramente y vio a alguien bastante más bajo que el hylar, y no obstante con la misma anchura de pecho y espaldas. El recién llegado, envuelto de pies a cabeza en una capa de exquisita seda bordada, avanzó con un pavoneo hacia el lado derecho de Ariakas, y éste giró en redondo para mirar al individuo de soslayo y mantener así la vigilancia, con el rabillo del ojo, sobre las innumerables y oscuras columnas del monumento.

—Hola, guerrero.

Ariakas reconoció la misma fría arrogancia que había caracterizado la voz de Patraña Quiebra Acero en La Jarra de Verdín. De nuevo, aquella tela negra ocultaba casi todo su rostro, para dejar sólo una rendija por la que atisbaban dos ojos relucientes.

—Saludos, zhakar Quiebra Acero —respondió el humano—. Me alegra ver que te encuentras bien.

—No fue ésa la impresión que recibí cuando realizaste una carnicería con dos docenas de los míos —rezongó Patraña; el enano siguió acercándose a Ariakas, y éste se vio obligado a dar la espalda por completo al monumento. No obstante, el guerrero se colocó a un lado, para dejar un amplio espacio a su espalda, como protección a un posible ataque por la retaguardia.

—No hacía más que defenderme —replicó el mercenario sin rencor—. Creía que comprenderías mis motivos a la perfección. —El tono de su voz camufló lo mucho que lo había sorprendido, también a él, ver cómo el arma lanzaba una ráfaga de mortífera escarcha.

Patraña Quiebra Acero se encogió de hombros. Si se sentía terriblemente afectado por la pérdida de sus secuaces, lo cierto es que no lo demostró en absoluto.

—Cuando me abordaste en la taberna, esa noche, insinuaste la existencia de un asunto que deseabas discutir… una cuestión de beneficio mutuo.

Ariakas meneó la cabeza, evasivo.

—Eso es lo que dije… entonces —finalizó con toda intención.

Le llegó el turno entonces al otro de asentir, lo que hizo como si comprendiera por completo la posición de su interlocutor.

—Tal vez actué con demasiada precipitación durante nuestro anterior encuentro… Te pido disculpas. Compréndelo: nuestra antipatía no iba dirigida contra tu persona.

—¿Por qué contra Ferros Viento Cincelador, entonces? —inquirió el guerrero—. ¡Lo llamaste una «afrenta» para vosotros! ¡Él estaba dispuesto a saludarte en tono amistoso, y tú ordenaste que nos mataran!

—Eso es un asunto entre enanos —respondió Quiebra Acero—. Te pido disculpas por haberte involucrado.

—Acepto tus excusas —indicó Ariakas—. Con la apostilla de que no dudaré en usar mi espada si intentas algo desleal.

—¡Ah, esa espada…! —dijo el zhakar, pensativo, y al guerrero le pareció como si los ojos centellearan ardientes desde las profundidades de los ropajes—. Toda mi vida he estado rodeado de armas: las he fabricado; las he vendido; incluso, de vez en cuando, las he utilizado. No obstante, jamás he visto una espada tan poderosa como ésa.

—Me sirve bien —concedió Ariakas, receloso. Lanzó una veloz mirada a su espalda y vio que nada se movía entre las sombras de debajo del monumento a la Guerra—. Espero que no pidieras esta entrevista para charlar sobre mi espada —añadió.

—Sólo en parte. Como te he dicho, soy un admirador de las armas de espléndida factura; y la tuya es la más magnífica que he visto nunca. Es natural desear echarle otra mirada. Sin embargo, como sugieres —continuó el mercader zhakar—, eso es secundario ante el auténtico propósito de esta reunión. ¿Cuál es la naturaleza de la transacción comercial que deseas discutir?

—Tiene relación con un… servidor tuyo. Lo atraparon robando dentro del Templo de Luerkhisis. Parece que llevaba algo con él…, algo que los sacerdotes no consiguieron recuperar, como un polvillo o arenilla de alguna especie. ¿Sabes qué era lo que llevaba?

—Es posible. ¿Por qué? ¿Tiene alguna clase de valor ese «polvo»?

—Pregunto como representante del templo, pues los clérigos están interesados —respondió él en tono vago, ya que, al igual que Patraña Quiebra Acero, no deseaba revelar información que fuera importante para la negociación—. Pero antes de que podamos discutir esto necesito tener alguna confirmación de que sabes de qué estamos hablando.

—Desde luego que lo sé —repuso el embozado enano, y algo en su postura pareció hundirse, como si la información colocara una gran carga sobre los hombros del zhakar—. ¿Por qué no le pedís a ese «servidor» que os dé una explicación?

—Resultó ser muy reservado —dijo Ariakas, irónico—. Incluso a pesar de que los clérigos pueden resultar bastante… imaginativos en cuanto a métodos de persuasión. Lo único que consiguieron sacarle fue que había ido en nombre tuyo.

Patraña Quiebra Acero hizo un gesto de indiferencia. Al igual que con sus secuaces del bar, si la suerte de su servidor le inquietaba de algún modo, consiguió ocultárselo a su interlocutor.

—¿Qué llevaba? —preguntó el guerrero sin andarse por las ramas.

—Bien, eso no estoy dispuesto a decírtelo, a menos que me digas por qué os interesa.

—Basta con decir que la orden del templo podría crear un mercado para vosotros…, un mercado muy lucrativo.

—En ese caso, ¿por qué no viene el sacerdote a hablar conmigo personalmente? —quiso saber el zhakar.

—Tu reputación no da pie a propuestas amistosas —repuso el humano con toda intención—. Vine yo porque puedo ocuparme de mí mismo, o de ti si es necesario. —Hizo un leve gesto con la cabeza para indicar la espada y recalcar así sus palabras. De nuevo volvió a lanzar una veloz ojeada a su espalda, para asegurarse de que todo estaba tranquilo junto al monumento.

Volvió la cabeza, sobresaltado al observar que Patraña Quiebra Acero había alzado la mano derecha; y, a modo de reacción al ataque, empezó a mover la suya hacia su arma, pero entonces se dio cuenta que la mano del zhakar estaba vacía.

—¿Qué haces? —preguntó el guerrero, lleno de desconfianza.

El sonido de la voz del otro —lejana y distante, pero repleta de poder reprimido— se lo indicó de improviso. El maldito enano había lanzado un conjuro.

Ariakas se abalanzó sobre su adversario; pero, de repente, toda la plaza se desvaneció a su alrededor, engullida por una oscuridad total. Mareado, se apartó con un brusco giro de un imaginario ataque, comprendiendo que lo habían dejado completamente ciego. Escuchó la voz de Patraña Quiebra Acero a cierta distancia, y corrió hacia el sonido, pero entonces, con igual brusquedad, también aquella pista se desvaneció. Todos los ruidos de la bulliciosa plaza se interrumpieron de repente, y se vio abandonado en un mundo de total oscuridad y silencio.

El guerrero se tambaleó, sordo y ciego por completo. Si volvía el rostro, percibía la presencia del río mediante el calor que caía sobre su piel, pero no veía ni rastro de la refulgente lava. Sus pies tampoco realizaban el menor sonido al arrastrarse sobre las losas, y, lo que resultaba más siniestro aun, tampoco lo realizaba el traicionero oponente.

Ariakas recordó la sima que con tanto cuidado había colocado a su espalda, y que entonces se abría como una amenaza letal a una distancia desconocida. Instintivamente, fue en busca de su espada… ¡por lo menos podría agitarla a ciegas! Sus manos se cerraron en torno a la empuñadura y en ese mismo instante la visión y el oído regresaron, bombardeando sus sentidos con luz y sonido. La empuñadura de la espada hormigueó en su palma, y sintió allí el poder que había roto el hechizo de su contrincante.

Vio que Patraña Quiebra Acero se aproximaba, sigiloso, a no más de doce pasos de distancia. El zhakar sostenía una espada en forma de garfio que podía ser utilizada para apuñalar, acuchillar o sujetar a un adversario. Mientras la enorme espada de Ariakas abandonaba su funda, los ojos del enano lo contemplaron con expresión enloquecida por entre la rendija abierta en la tela.

Fingiendo que seguía con los sentidos nublados, Ariakas avanzó tambaleante, describiendo un círculo al tiempo que agitaba el arma como si no tuviera ni idea del lugar donde se encontraba su enemigo. El corazón empezó a latirle con mayor celeridad cuando paseó la mirada por el monumento a la Guerra y vio a docenas de figuras oscuras que corrían al frente. Sin duda habían permanecido al acecho entre la sombra de las columnas hasta que su jefe les había hecho alguna clase de señal.

Ariakas finalizó su círculo, y se detuvo en una posición agazapada pero sosteniendo el arma en un ángulo inadecuado, como si esperara que el zhakar se encontrara a cierta distancia. Por el rabillo del ojo, el guerrero vio que el enano reanudaba su avance; los relucientes ojos no perdían de vista la enorme espada que empuñaba su adversario.

Aunque el mercenario habría podido saltar sobre el enano y matarlo con un veloz mandoble, Ariakas consideró que tal cosa no era castigo adecuado. El humano quería a Patraña Quiebra Acero vivo, ¡así el zhakar aprendería que no se podía traicionar al paladín de la Reina de la Oscuridad!

Tras iniciar un nuevo movimiento circular, Ariakas alzó la negra espada en dirección a las figuras que corrían, raudas, hacia él a través de la amplia plaza de Fuego. Patraña Quiebra Acero se detuvo en seco, vigilando con atención, y listo para esquivar al instante aquella arma mortífera.

El humano invocó entonces el poder de Takhisis, y la súplica resultó más fácil en esta ocasión, fue una rendición natural a un poder mucho mayor que el suyo. La energía tamborileó por la hoja de la espada, y el guerrero apuntó con ella a los enanos que se aproximaban. Un líquido negro brotó, siseante, al exterior, volando en un largo chorro por la plaza. Ariakas dirigió el surtidor hacia un grupo de zhakars que lo atacaban, y una lluvia de ácido abrasador y corrosivo los alcanzó, burbujeando sobre sus ropas para disolver velozmente piel y carne. En cuanto el líquido cayó sobre ellos, los enanos aullaron y se desplomaron sobre el suelo, retorciéndose durante varios segundos antes de quedar inmóviles.

El guerrero cambió de blanco, y roció con el corrosivo fluido a otro grupo, cuyos miembros profirieron alaridos de terror y dolor en cuanto el ácido empezó a chisporrotear a través de sus cuerpos. Con una rápida mirada, el humano vio que Patraña Quiebra Acero huía a toda prisa, pero en ese instante se vio atacado por otro grupo, que surgía del otro lado del extremo de la hendidura que había usado para protegerse la espalda. Ariakas volvió a variar el objetivo, y el negro ácido describió una trayectoria en forma de lluvia que puso fin de un modo horrible al último ataque zhakar. El guerrero bajó lentamente el arma, pero se detuvo en seco cuando un destello de color captó su atención. ¡Boquiabierto, contempló cómo la hoja de acero había adoptado un brillante color rojo oscuro! Al igual que había sucedido con el blanco y el negro, el rojo era de un tono puro e inmaculado, un tono perfecto que se extendía desde la punta a la base de la superficie de metal.

Perplejo, Ariakas giró en redondo. Los enanos a quienes no había alcanzado el líquido o sólo habían resultado ligeramente heridos por la lluvia se alejaban gateando o cojeando en dirección al monumento de la Guerra. El mercenario los dejó marchar y se volvió en busca de su jefe.

Pero Patraña Quiebra Acero había desaparecido. Girando a un lado y a otro, atisbando en la oscuridad, el guerrero intentó descubrir adónde había ido el artero mercader. Distinguió un veloz movimiento en una dirección, pero a continuación barbotó un juramento; no era más que un pequeño ratero que huía de un vendedor de fruta.

Un grito agudo hendió las tinieblas, muy cerca. Se precipitó hacia la sima y allí se encontró con la figura acurrucada del zhakar. Quiebra Acero había descendido por la empinada pared, con la intención de ocultarse en el interior de la garganta, cuando algo había detenido su huida. Ariakas vio la saeta de acero que había penetrado a través del antebrazo del enano y se había hundido profundamente en la pared de roca del abismo. Patraña Quiebra Acero chillaba de dolor, retorciéndose, al tiempo que colgaba del proyectil que lo había inmovilizado contra el muro.

Ferros Viento Cincelador se aproximó con andares jactanciosos hasta el borde del precipicio, sosteniendo entre las manos la ballesta, cargada de nuevo y lista para ser disparada. No obstante su porte seguro, los ojos del hylar escudriñaban de un lado a otro de la amplia plaza, buscando posibles amenazas por todas partes.

—¡Ayúdame! —chilló el zhakar.

—No tengo la menor prisa por hacerlo —observó Ariakas con indiferencia.

El guerrero avanzó hasta el extremo mismo de la sima y miró. Patraña Quiebra Acero estaba sujeto a la pared, unos tres metros más abajo y, aunque forcejeaba con la mano libre para soltar la flecha, no conseguía liberarse de la porosa roca. Más abajo, las sombras del fondo se removían y agitaban entre débiles penachos de vapor.

—Dime… ¿Qué fue lo que el zhakar llevó al templo? —exigió el mercenario.

—No lo sé… ¡Mentí!

—Creo que es ahora cuando mientes —replicó Ariakas, en un tono sereno y uniforme—. Buen disparo —añadió con una sonrisa dirigida a Ferros.

—-Imaginé que este gusano tramaba algo. Aunque jamás habría pensado que fuera a fugarse por los pozos de lava. —El hylar sonrió maliciosamente, disfrutando con la situación en la que se encontraba su adversario.

—¡Socorro! —volvió a suplicar el enano.

—Estabas a punto de contarme algo —indicó el humano—. ¿Qué era? Ah, sí… ¡lo que el zhakar llevó al interior del templo! Habla, de una vez; creo que sabes lo que era.

—Moho —jadeó Patraña con la voz claramente crispada por el dolor—. Fue el polvo de la plaga de moho…, no lo transportaba…, está con él, sobre él…, ¡todos nosotros lo llevamos encima!

—Ahora empezamos a progresar —declaró el guerrero—. ¿Dónde podemos obtener un poco de ese moho?

—¡Súbeme, y te lo diré! —gimió Quiebra Acero con la voz descompuesta por el dolor—. ¡Por favor, ayúdame!

—Tendrás que perdonarme si no confío en ti —le regañó el otro con suavidad—. Haz algo mejor que ofrecer promesas.

—¿Qué quieres que haga? ¡Por los dioses, amigo…, me estoy desangrando aquí!

En efecto, un oscuro y resbaladizo hilillo descendía por la pared de la sima a los pies del forcejeante zhakar. Sus protestas se habían ido debilitando hasta convertirse en un gemido, y el enano hundió la cabeza, resignado con su destino.

Ferros Viento Cincelador rodeó la grieta para dar una palmada en el brazo de Ariakas.

—Se me ocurrió mirar aquí dentro porque yo había estado usando una de esas hendiduras como escondite durante toda la noche, y funcionó a la perfección, aunque algunos de los que pasaban junto al borde me dedicaban miradas curiosas.

—Me has prestado un buen servicio, amigo —reconoció el guerrero, indicando con un cabeceo al atrapado zhakar.

El hylar retiró una soga flexible que llevaba arrollada a la cintura, sujetó un mosquetón de hierro a su cinturón e hizo pasar el lazo por él. A continuación, tendió el otro extremo de la cuerda a su amigo.

—Toma, sujeta esto con fuerza y bájame. Lo subiré para que hable, si prometes no hacer que se sienta demasiado cómodo.

—No te preocupes. Es un bastardo muy tozudo, y creo que tendremos que persuadirlo para sonsacarle lo que queremos. —El humano se arrolló la soga a la cintura y apuntaló los pies. Mientras iba soltando cuerda, observó cómo Ferros se deslizaba por el borde de la grieta.

El hylar descendió ágilmente por la pared hasta encontrarse justo por encima del zhakar. Puesto que no quería correr riesgos, Ferros mantuvo a punto una fina daga mientras recorría los últimos metros hasta que la soga lo sostuvo al lado mismo de Quiebra Acero. Tras efectuar una veloz lazada y un nudo, Ferros tomó el trozo de cuerda y lo ató con fuerza por debajo de los brazos del otro enano. El herido mercader parecía aturdido y apático, y no prestaba apenas atención a lo que sucedía.

Hecho esto, Ferros sujetó la saeta de acero con la que había atravesado el brazo de Patraña Quiebra Acero. La tela de la túnica del zhakar se agitaba a su alrededor, de modo que el hylar la desgarró y, a continuación, tensando los músculos del brazo, el enano empezó a tirar despacio y con firmeza. La fuerza que su cuerpo achaparrado se veía obligada a ejercer resultaba muy evidente para Ariakas, quien comprendió que el proyectil debía de haberse hundido muy profundamente en la endurecida lava.

Por fin, el asta se movió un poco, y Ferros consiguió soltarla, con un gruñido, al tiempo que arrancaba un agudo chillido de dolor del hasta ahora inmóvil Patraña Quiebra Acero.

—¡Súbenos! —gritó el hylar a Ariakas.

El guerrero empezó a tirar de la cuerda al momento, ayudado por Ferros, que ascendía por la pared ayudándose de los pies. El peso muerto del zhakar aumentaba la carga de un modo notable, pero entre los dos consiguieron por fin izar al herido enano sobre el borde del abismo, para depositarlo, tendido cuan largo era y gimoteando, sobre el suelo de la plaza.

—Debería matarte ahora mismo —rugió el guerrero, asestando un fuerte puntapié al brazo herido de Quiebra Acero—. ¡Dos veces te has ganado la muerte por tu traición!

—Echemos una mirada a su rostro —sugirió Ferros—. No se me ocurre por qué va todo cubierto; a menos que sea más feo de lo que imagino. —El hylar alargó la mano y arrancó sin miramientos la capucha que cubría la cabeza de Patraña Quiebra Acero. En cuanto el rostro lleno de odio del zhakar quedó al descubierto, el otro enano lanzó una ahogada exclamación de sorpresa y retrocedió instintivamente.

—Es más feo de lo que puedes imaginarte —observó Ariakas, intentando mantener el tono divertido en tanto que la repugnancia le revolvía el estómago.

Los dos ojos negros de Patraña Quiebra Acero centellearon, vitriólicos, desde el centro de una masa de carne descompuesta y cubierta de costras. El cuero cabelludo del enano, las mejillas, y gran parte de la barbilla se habían podrido, reemplazados por una capa verdosa formada por una especie de hongo. Sus cabellos habían desaparecido, a excepción de ralos mechones que se esforzaban por sobrevivir en la nuca, y unas pocas guedejas de barba que crecían alrededor de las tortuosas excrecencias del rostro. La boca no era más que una úlcera goteante, que se abrió de par en par para, a continuación, cerrarse con enojo.

—¡Por favor! —gimoteó el zhakar, alargando patéticamente la mano para recuperar la desgarrada capucha. Sin decir una palabra, Ferros le arrojó el andrajo, y el espantosamente desfigurado enano se apresuró a cubrirse las facciones.

—¿Sois todos así? —inquirió Ariakas, recordando que todos los zhakars que había visto en Sanction deambulaban cubiertos con capas y túnicas.

—Más o menos —respondió él, con un resignado encogimiento de hombros. Ya no parecía amenazador, ni siquiera siniestro; resultaba tan sólo digno de compasión.

—Eso es muy interesante —interrumpió Ferros—, pero ¿no tenemos algo que hacer?

—Exacto —asintió el humano, y tiró del zhakar para obligarlo a ponerse en pie—. Ese polvo de moho, ¿dónde podemos conseguir un poco?

—¡No podéis! —gimió él—. ¡Crece sólo en dos lugares: dentro de los laberintos de hongos de zhakar, y en la piel de los enanos afectados por la plaga!

—¿En tu piel? —inquirió Ariakas con recelo.

—Sí —gruñó Quiebra Acero.

—Dame un poco, entonces… raspa un poco y échalo en una bolsa —ordenó el humano, reprimiendo un escalofrío.

—Muere a los pocos minutos de ser retirado —replicó el enfermo enano—. No servirá de nada.

Ariakas meditó sobre aquella información. Entretanto, Ferros le ató las manos al enano detrás de la espalda. Cuando terminó, el guerrero ya había tomado una decisión.

—Vamos, Patraña Quiebra Acero —anunció Ariakas—. Vamos a hacer una visita al templo.