13

Los efectos del templo

Ariakas sostuvo a Ferros mientras descendían a trompicones por el callejón, pero el enano no tardó en desplomarse, como un peso muerto. El humano perdió el equilibro, y los dos fueron a caer a una cuneta mojada, en la que la sangre que manaba de sus heridas se mezcló con la suciedad de la calle.

—Gracias, guerrero —gruñó el enano, y cada palabra brotó de su boca con un audible esfuerzo.

—Cierra el pico —respondió Ariakas con otro gruñido—. Reserva tus fuerzas… No voy a permitir que te mueras después de todas las molestias que me he tomado por ti.

—Temo que no tendrás suerte… Ese bastardo me ensartó bien. —Ferros levantó las manos del vientre. Las dos palmas estaban manchadas de sangre oscura y pegajosa.

—Aguanta —ordenó Ariakas. Ayudándose de las manos para incorporarse consiguió arrodillarse, y luego, con un gran esfuerzo, ponerse en pie. Sentía unas fuertes punzadas en la pierna izquierda y los dos brazos, debido a las feas heridas recibidas, aunque éstas ya no sangraban tanto.

Alargó luego los brazos para coger al enano, izó a Ferros hasta sentarlo, e indicó:

—Sujeta bien esa herida.

—¿Qué crees que estás haciendo? —inquirió su malherido compañero, con energía.

—Cierra el pico —repitió Ariakas. Arrodillándose, sujetó con fuerza al enano y se lo echó a la espalda. Ferros gruñó con irritada sorpresa, pero mantuvo las manos bien apretadas contra el agujero de su vientre.

Dando traspiés como un borracho, el guerrero luchó por mantener el equilibrio. Sabía que si se caía no volvería a levantarse, al menos, no con Ferros a la espalda. Despacio al principio, a continuación con mayor firmeza y decisión, el humano transportó al hylar al final del callejón y dobló en dirección a la calzada del puente. No se encaminó a su casa, sin embargo, sino que sus pasos lo condujeron por la larga y empinada senda que llevaba al Templo de Luerkhisis.

Jamás consiguió recordar cuánto tiempo tardó en realizar aquella larga caminata, que ya lo había dejado sin aliento la noche anterior cuando la llevó a cabo sin heridas y sin ninguna carga. En las zonas más deprimidas y llenas de gente de la ciudad, los curiosos echaban una mirada a la enfurecida determinación que se reflejaba en el rostro del guerrero, y se apresuraban a apartarse de su camino.

Alcanzó el solitario tramo de calzada y continuó la marcha bajo el temprano resplandor de la roja Lunitari, que acababa de alzarse sobre la estribación del volcán. Siguió adelante con pasos lentos, la mente en blanco, mientras un trance provocado por el esfuerzo lo impelía a seguir andando, un paso tras otro.

Sólo cuando alcanzó por fin el enorme y oscuro hocico del templo, regresó a él la conciencia y, sin vacilar en absoluto, penetró decidido en uno de los velos de oscuridad. Tras contener un escalofrío al verse envuelto por las mágicas tinieblas, siguió adelante con paso resuelto hasta salir al enorme, y bien iluminado, vestíbulo central.

Novicios y sacerdotisas corrieron a su encuentro desde todas direcciones cuando depositó, con sumo cuidado, a Ferros Viento Cincelador en el suelo. Los ojos del enano estaban cerrados, y su piel —allí donde quedaba al descubierto entre la barba y el cuero cabelludo— había adoptado un tono grisáceo. Aun así, el guerrero detectó un muy leve latido de su corazón. El hylar mantenía las manos bien apretadas contra la herida.

—¡Lord Ariakas! ¿Qué sucede?

Ariakas alzó la cabeza, contento de escuchar su nombre. Reconoció a una de las sacerdotisas jóvenes de su anterior visita al templo; era una de las que lucía el collar verde que había estado a cargo de una clase de debate.

—¡Necesitamos al clérigo mayor! Conducidme hasta una estancia privada, y haced que lleven a este enano allí, ¡pero tened cuidado con él! Está muy mal. Y enviad a alguien a buscar a Wryllish Parkane… ¡inmediatamente!

Experimentó un estremecimiento de cruel satisfacción ante el temor que apareció por un instante en el rostro de la joven.

—¡Acompañadlos a las salas de meditación! —ordenó a los novicios, luego se volvió y dedicó una reverencia a Ariakas con toda serenidad—. ¡Yo misma iré en busca del clérigo mayor!

Seis fornidos novicios levantaron con cautela al enano y lo sacaron por una puerta situada a un extremo del enorme vestíbulo. Ariakas, sin advertir ya su propio cansancio o dolor, los siguió por un pasillo que conducía a varias habitaciones más pequeñas. Los jóvenes clérigos llevaron a Ferros a una de éstas, y lo depositaron con cuidado sobre un lecho bajo situado ante una pared.

Antes de que el guerrero pudiera arrodillarse junto al herido, Wryllish Parkane penetró corriendo en la estancia, atándose aún el nudo del cinturón. Tras hacer una seña a los novicios para que salieran, el sumo sacerdote se volvió hacia el mercenario.

—He venido tan pronto como me ha sido posible… ¡habéis traído un enano, dijo Derrillyth!

—Está malherido —indicó el otro en tono perentorio—. ¡Ayúdalo!

El clérigo se aproximó a Ferros Viento Cincelador, dubitativo.

—No tiene aspecto de zhakar…

—¡En nombre del Abismo… no es zhakar! ¿Quién dijo que lo fuera? ¡Limítate a ayudarlo, antes de que sea demasiado tarde!

—Mirad, mi buen lord Ariakas —protestó el otro—. Debíais investigar a los zhakars. Y al enterarme de que habíais traído a un enano aquí, naturalmente pensé que…

—¡Al demonio con los que pensabas! —rezongó el guerrero—. ¡Fui a ver a esos malditos enanos y esto es el resultado de mis esfuerzos! ¡Los zhakars son la pandilla de sanguijuelas de pantano más desagradable y asesina que he conocido en toda mi vida!

—¿Os enemistasteis con ellos? —inquirió Wryllish Parkane, desaprobador—. Lo que necesitamos es…

—Escúchame —Ariakas bajó la voz, pero su feroz resolución se dejó entrever en su tono calmado—. Si este enano muere, no será el suyo el único cadáver que dejaré tras de mí al abandonar el templo. Ahora, ponte a trabajar.

El sobresalto fue reemplazado por el temor en los ojos del clérigo mayor, y de nuevo Ariakas sintió aquella ardiente satisfacción. «Estupendo —se dijo—, ése sabe cuál es mi postura».

Wryllish Parkane aspiró con fuerza. El momentáneo terror que había asomado a su rostro desapareció con rapidez y una serena seguridad ocupó su lugar.

—No lo curaré —anunció.

Ariakas contuvo el impulso de desenvainar la espada o repetir su exigencia, pues percibió que el clérigo tenía algo más que decir. No obstante, lo siguiente que dijo Parkane cogió al guerrero totalmente por sorpresa.

—Vos lo haréis —indicó.

Ariakas abrió la boca para protestar, pero calló al ver que Parkane alzaba la mano.

—No creéis ser capaz de hacerlo; pero podéis —explicó—. Ahora, arrodillaos junto al herido.

Sin decir palabra, el guerrero obedeció.

En ese instante que estaba tan cerca, le sobresaltó la mortal palidez que cubría las facciones de Ferros Viento Cincelador. Con mayor preocupación todavía, advirtió que las manos del enano se habían relajado, y que, aunque se habían apartado de la perforación, ya no brotaba más sangre de ella.

—Colocad las manos sobre la herida —indicó Wryllish Parkane.

Ariakas posó las palmas de las manos en el ensangrentado y pegajoso desgarrón de la túnica de Ferros Viento Cincelador.

—Ahora, rezad… ¡Rezad a la Reina de la Oscuridad para que os otorgue vuestra insignificante petición! ¡Invocad a la poderosa Takhisis, guerrero, y rogadle que os conceda su favor!

La voz del clérigo había adoptado un tono tan duro que Ariakas se encogió ante el violento ataque, y necesitó toda su fuerza de voluntad para mantener la serenidad, seguir con las manos sobre el vientre del enano e intentar apartar de sí su contrariedad y su rabia.

Poco a poco, concentró sus pensamientos en su compañero, y recordó la lealtad del hylar, su valentía. Las vociferaciones de Parkane prosiguieron sin tregua, pero el mercenario las apartó a la zona más recóndita de su mente, y dejó que sus pensamientos regresaran al sinuoso ser de cinco cabezas que se le había aparecido en la torre. Percibía que la Reina de la Oscuridad podía asesinarlo de una docena de modos, sin que le costara más esfuerzo que el que emplearía Ariakas en eliminar a un mosquito. Ésa era la clase de poder que él respetaba. Le suplicó que curara a Ferros, le rogó que cosiera su carne, que devolviera la sangre al cuerpo del enano y el color rubicundo a su piel. Y, de un modo gradual, en las profundidades de su oración, se sintió ceder; rindiéndose al creciente conocimiento que lo invadía, admitió que sería el instrumento de la diosa…, su paladín en todas aquellas tareas que ella quisiera encomendarle.

A cambio, todo lo que él pedía era poder.

Sin saber si hablaba en voz alta o sólo en el interior de los angustiados recovecos de su mente, se humilló, declaró su lealtad, prometió obedecer siempre su voluntad. Ofreció su pasado en su totalidad como una despreciable pérdida de tiempo y años, pues no había estado dedicado a misiones realizadas en su nombre.

No obstante sus rezos, los poderes de la diosa siguieron flotando lejos del alcance de su mente y de su ser. No llegó a saber cuánto tiempo permaneció arrodillado allí, con las lágrimas corriéndole por las mejillas, pero no importaba. En algún momento durante la larga oscuridad de la noche, sus profesiones de fe pasaron del reino consciente al inconsciente. Durmió, pero sus sueños continuaron el tortuoso sendero iniciado por sus pensamientos. Takhisis apareció en esos sueños, y jamás recordaría las cosas que ella le dijo, los juramentos que él le hizo. Al despertar, todo lo que recordaría era que la diosa estaba satisfecha.

La luz del sol entraba a raudales por una ventana que Ariakas ni siquiera había observado la noche anterior. El guerrero, que estaba hecho un ovillo sobre el suelo, se desperezó y giró, reconociendo poco a poco la figura inmóvil de Ferros Viento Cincelador.

De improviso, el enano lanzó un bufido y se sentó en la cama, parpadeando, aturdido. Vio a su compañero, sentado en el suelo junto a su lecho, y sus ojos se abrieron de par en par, sorprendidos.

—¿Qué haces aquí? —inquirió, desconcertado, y a continuación parpadeó y miró en derredor—. Bueno, tal vez podrías decirme primero dónde estamos.

—En el templo —explicó el guerrero. Mientras le hablaba, Ariakas vio cómo Ferros fruncía el entrecejo, evidentemente recomponiendo mentalmente los acontecimientos de la noche anterior.

—¡Aguarda un minuto! —El enano inspeccionó el agujero, cubierto con una costra de sangre seca, que había estropeado su túnica. Con suma precaución, inspeccionó con los dedos la piel situada debajo—. Esto es… extraño —dijo con suavidad.

En ese instante Ariakas se dio cuenta de que sus propias y numerosas heridas habían desaparecido. Extendió el brazo, en busca de la cuchillada, especialmente profunda, abierta en el bíceps, pero no descubrió ni rastro de la más leve cicatriz.

—Muy bien —profirió Ferros Viento Cincelador, con el rostro contraído en un feroz mueca—. ¿Qué sucedió? ¿Cómo es que no estoy muerto?

—¿Era eso lo que querías? —replicó Ariakas en tono agrio—. Me tomé muchas molestias para…

—Bueno, lo siento —interrumpió él avergonzado—. Es sólo, bueno, una especie de conmoción. Así que dime, ¿por qué no estamos los dos llenos de agujeros?

—Existe poder aquí —dijo Ariakas con cautela. No estaba dispuesto a confiar a Ferros ni a nadie la especie de trance experimentado la noche anterior—. Uno de los antiguos dioses, diría yo. Creo que los sacerdotes usaron ese poder para curarnos.

—¿Cómo llegué aquí?

—Yo te traje.

Los ojos del hylar se abrieron de par en par, al tiempo que evaluaban al guerrero.

—Gracias —manifestó con voz ronca—, te debo mi…

—Estamos en paz —interrumpió Ariakas—. ¿Recuerdas al ogro de la habitación del puente levadizo?

—Eso era diferente. —Ferros meneó la cabeza—. Si hubieras muerto, mis posibilidades de escapar habrían muerto contigo. En este caso, podrías haberme dejado en la taberna o fuera, y haberte evitado muchos problemas. Lo digo en serio… Estoy en deuda contigo.

—Eran unos tipejos muy cabezotas… esos primos tuyos —comentó el guerrero—. ¿Te alegras de haberlos encontrado?

—No he terminado aún —repuso Ferros Viento Cincelador, sombrío—. ¿Viste si Patraña Quiebra Acero se congeló con el resto de ellos?

—Por lo que sé, se escurrió por la puerta trasera —respondió él, sacudiendo la cabeza negativamente—. Aunque no sería de demasiada utilidad ir a hablar con él —reflexionó con pesar, al recordar la desilusión del sumo sacerdote.

—No es a él a quien quiero encontrar —dijo el enano, sentándose en el lecho.

Ariakas se dio cuenta de que les habían facilitado ropas limpias, y los dos se vistieron mientras el hylar explicaba:

—Quiero encontrar el reino en sí. No regresaré a Thorbardin hasta que pueda averiguar más cosas sobre ellos.

—¿Lo de anoche no te facilitó información suficiente?

—No puedo dar por sentado que una taberna represente la actitud de toda un nación —respondió él con expresión torva—. Y, además, cuando una nación enana tiene problemas, incluso los enanos poco amistosos pueden resultar buenos aliados.

—Hablas como si fuera a estallar alguna especie de guerra —observó Ariakas, enarcando las cejas. Empezó a afeitarse, usando su daga y agua fría—. ¿Se enfrenta Thorbardin a una invasión?

—Nadie lo sabe con seguridad. Pero no es sólo nosotros, o yo —declaró Ferros—. Se habla mucho de problemas; los elfos de Qualinesti patrullan como si existiera una amenaza en cada frontera. Y sin duda —añadió, estudiando al humano con atención—, habrás observado las tropas que hay aquí, en Sanction. Creo que alguien se está preparando para la guerra, y cuando un ejército se prepara, todos los demás deben ponerse a punto.

—Ya observé a toda esa gente. Pero no creo que estén enrolados en estos momentos. No se ven estandartes de ninguna unidad ni barracones.

—¿Cuánto de la ciudad has visto? —insistió el hylar—. ¿Todos los callejones y edificios? ¿Quién sabe lo que sucede allí dentro?

—En lo que respecta a mí —respondió Ariakas, encogiéndose de hombros—, cuando hay una guerra, hay trabajo. Aunque no es que esté yo buscando ninguna de las dos cosas.

Explicó al enano dónde vivía y, al enterarse de que Ferros se alojaba en una ruidosa posada de los muelles, invitó al hylar a ser su huésped. El enano convino en llevar sus cosas allí pasado el mediodía, y el guerrero lo condujo por el gran vestíbulo del templo hasta la puerta.

—Voy a hablar con el clérigo mayor —explicó a su amigo.

Ferros volvió a darle las gracias con voz ronca. Luego atravesó la cortina de oscuridad y desapareció.

—¿Ibais a hablar conmigo?

Ariakas giró en redondo, sorprendido, cuando Wryllish Parkane apareció silenciosamente a su espalda. Asintió, embarazado.

—Hablaremos más tarde —dijo el clérigo mayor—. Justo ahora, el patriarca Fendis está iniciando una lección: estudios históricos que creo encontraréis muy interesantes. Es un lugar tan bueno como cualquier otro para iniciar vuestra instrucción.

—¿Mi instrucción? —El guerrero lanzó una mirada furiosa al impasible clérigo.

—Perdonad. Sin duda existen muchos asuntos de importancia que requieren vuestra atención inmediata. Sólo recordad —indicó Wryllish—, que no es por mí, ni por vos que efectuáis vuestras elecciones… Es por ella.

El significado de las palabras del clérigo golpeó a Ariakas como un puñetazo, y, por un instante, tuvo que contener un repentino impulso de caer de rodillas para suplicar a su reina que lo perdonara. Le habló en silencio, suplicante, sabiendo que hacía lo correcto al no mostrar debilidad ante su interlocutor.

—¿Dónde está soltando su perorata el patriarca? —preguntó.

Wryllish Parkane sonrió levemente y condujo al guerrero a una de las muchas salas pequeñas que partían del gran vestíbulo. Se encontró con varios novicios, y dos clérigos de cabellos canosos con collares azules, sentados en el suelo. Uno de los hombres de edad estaba hablando, lo que siguió haciendo sin detenerse cuando Ariakas entró y fue a ocupar su lugar en el extremo opuesto de la habitación, frente al círculo de personas allí reunidas.

—El Príncipe de los Sacerdotes de Istar era la personificación de la arrogancia de las creencias que reclaman el símbolo de la «bondad» —explicaba en aquellos momentos el patriarca Fendis—. En un principio, ese innoble gobernante arrojó su odio contra todo lo que él tildaba de «maligno»; e incluso, al comienzo, impuso sus criterios según su propia conveniencia.

Ariakas se sintió interesado al momento. Sus viajes lo habían conducido alrededor de los bordes del Mar Sangriento, y se había maravillado al pensar en la poderosa nación que yacía enterrada bajo el Rojo remolino. El poder para arrasar una tierra como ésa, se había dicho a menudo, era la obtención definitiva de la supremacía.

El clérigo siguió hablando toda la mañana, presentando una descripción llena de perspicacia sobre el flujo y el reflujo del poder de los dioses que había culminado en el Cataclismo. Ariakas averiguó que Takhisis había permanecido apartada y sin querer saber nada de aquella conspiración celestial. Sola entre los dioses más poderosos, observó cómo Paladine, Gilean, y las deidades menores, como Reorx, arrojaban su llameante cólera desde las alturas.

Sin embargo, tras toda aquella cólera divina, cuando los humanos se declararon privados de la guía de los inmortales, también Takhisis fue abandonada junto con el resto del panteón. En ese momento se esforzaba lentamente en extender la noticia de su existencia, y su destino… El destino de grandeza que compartiría con todos sus seguidores.

Las imágenes tejidas por las palabras del patriarca llevaron a la mente del guerrero visiones de ejércitos enormes, de poderosas máquinas de guerra e inmensas fortalezas rodeadas de muros de piedra. Y, en su vívida imaginación, Ariakas se vio cabalgando en lo más reñido de la batalla, siendo él quien iba al mando, esgrimiendo el poder de su reina como un poderoso sable sobre el campo de batalla.

Durante las semanas siguientes, Ariakas no dejó de recibir instrucción en el templo y, si bien su instinto le decía que se debía castigar a Patraña Quiebra Acero por su traición, el guerrero consiguió encontrar la serenidad necesaria para retrasar su venganza hasta un futuro no muy lejano.

A medida que transcurrían los días, hurgaba entre montañas de información sobre temas a los que nunca antes había dedicado demasiada atención. Además de historia, descubrió la poesía de los antiguos bardos, las Crónicas de Astinus, los relatos elfos de Quivalen Sath, las epopeyas enanas de Cincel Custodio de las Tradiciones, y una variedad de leyendas y mitologías de todo lo largo y ancho de Ansalon.

También se enteró de la abundancia de cultos, todos ellos veneradores de falsos dioses, que habían surgido desde el Cataclismo. Muchos de los guerreros que habían servido bajo su mando habían profesado devoción a una u otra de esas deidades, y le divirtió pensar que sus plegarias habían sido dirigidas tan sólo a un cosmos indiferente.

Y averiguó que de los auténticos dioses de Krynn, era Takhisis la destinada a heredar el dominio de todo. Tanto mortales como inmortales acabarían por rendir culto ante su altar, y todos y cada uno de ellos le deberían a ella su misma existencia. Por el momento los clérigos que disfrutaban de su favor eran distinguidos con collares de cuero para demostrar el puesto que ocupaban dentro de su servicio; el color rojo se reservaba al sumo sacerdote y el azul a sus principales lugartenientes. Siguiendo una progresión decreciente en importancia, que pasaba por el negro y luego el verde, los collares de color blanco señalaban a los innumerables novicios.

Sobre los dragones, sus profesores dijeron muchas cosas. Averiguó la existencia del poderoso reptil escarlata, el Dragón Rojo cuyo aliento ardía como la llama de un horno infernal, y del Blanco, cuya exhalación brotaba como una ráfaga de escarcha ártica. La descripción que Fendis hizo de este reptil trajo con fuerza a la memoria del guerrero la gélida erupción surgida de la blanca hoja de su espada. A continuación le hablaron sobre el Negro y —teniendo bien presente la espada ahora del color de la noche— escuchó con avidez la descripción del corrosivo ácido que proyectaba el aliento de ese tipo de dragón. Tal líquido, al ser proyectado en forma de largo chorro, era capaz de descomponer carne, madera o metales con toda facilidad. Tampoco eran una excepción los Dragones Verdes y Azules; los primeros expulsaban un gas venenoso, una nube hirviente de vapores nocivos que provocaba una muerte horrible e insidiosa; los segundos, rayos capaces de abrasar al enemigo con su potencia o hacer vibrar el metal con un calor insoportable, que fundía incluso las barras de acero de un modo que las bolas de fuego no conseguían hacer. Y estos cinco ataques eran sólo los realizados con el aliento de los dragones cromáticos. Estas criaturas estaban dotadas también de zarpas capaces de desgarrar a un buey y de fauces con fuerza suficiente para triturar una casa de pequeño tamaño.

Averiguó que muchos dragones disfrutaban hasta tal punto del favor de su diosa, que la Reina de la Oscuridad les concedía conjuros con los que propiciar aún más sus objetivos. Y fue con la discusión de esos conjuros que se inició otra fascinante fase de su formación.

Fendis y Parkane trabajaban con Ariakas a solas, extrayendo de él el recuerdo del poder que se había apoderado de su ser cuando curó las heridas de Ferros Viento Cincelador y las suyas propias. Durante interminables horas, los clérigos le instruyeron en los rituales de oración que permitían a los mortales enlazar con el poder inmortal.

El guerrero mostró una excepcional aptitud en esas asignaturas, y pronto consiguió producir una esfera de luz como la que Parkane había usado en las catacumbas sagradas o tejer un hechizo para crear una comida deliciosa, o también conseguir que se descompusiera toda una reserva de comida. Un conjuro muy práctico le permitía neutralizar una comida envenenada incluso antes de ser ingerida o también curar los efectos de la toxina con posterioridad.

Aprendió invocaciones que podían aumentar su eficacia en la batalla, y otras capaces de mostrar la presencia de trampas en su camino. Los dos sacerdotes quedaron asombrados ante la rapidez de sus progresos y, durante un tiempo, pareció como si cada día se añadiera un nuevo sortilegio al repertorio de su alumno.

No todos sus estudios se basaban en lecciones de historia, magia, destino y poder. El templo fomentaba el adiestramiento en todos los campos, y Ariakas se unió a una clase que impartía la sacerdotisa Lyrelee sobre combate sin armas. La primera vez que la observó, el mercenario quedó fascinado por su habilidad en la extraordinaria lucha con las manos, y tan atraído por su belleza y poder felinos que se alegró de tener la oportunidad de incorporarse a su clase. En su primera lección la vio arrojar al suelo a varios jóvenes y, evidentemente, inexpertos novicios, desviando sus ataques con hábiles fintas y maniobras precisas y expertas.

Cuando le tocó a él el turno, se presentó ante ella con un andar casi pavoneante, decidido a mostrar a los jovencitos qué podía hacer un auténtico guerrero ante tan estrafalario juego de piernas… y, de paso, asegurarse el respeto de esa mujer. Algunos segundos más tarde, tumbado de espaldas sobre el suelo, se dijo que tal vez aquella dama, veloz como el rayo, podría enseñarle alguna cosa.

Wryllish Parkane en persona instruía a Ariakas en las técnicas de meditación, algo que el sumo sacerdote le aseguró que facilitaría en gran medida las comunicaciones entre humano y diosa. Wryllish permanecía sentado durante horas, totalmente inmóvil, y —aunque al principio la monotonía amenazaba con volver loco al guerrero— Ariakas desarrolló con rapidez la paciencia necesaria para igualar a su preceptor. Descubrió que tales sesiones liberaban su mente de un modo efectivo, y permitían que su imaginación vagase hasta lugares por lo general reservados a sus sueños.

Eso no quiere decir que Ariakas se convirtiera en un monje. En realidad, aunque visitaba el templo durante al menos un corto espacio de tiempo cada día, regresaba a su casa casi todas las noches. Ferros Viento Cincelador no había perdido un segundo en instalarse cómodamente allí y en las ocasiones en que el guerrero se quedaba en el templo durante varios días seguidos, al humano le satisfacía saber que alguien vigilaba sus propiedades.

Cuando Ariakas decidía aparecer por su casa, el enano y su anfitrión a menudo lo celebraban hasta altas horas de la noche, explorando las tabernas y posadas de Sanction. Por lo general se emborrachaban como cubas, de vez en cuando se tropezaban —y salían victoriosos de ella— con alguna pelea, y siempre Ariakas encontraba en el enano un alma gemela, diciéndose que un auténtico guerrero es un guerrero ante todo, sea enano o humano.

El hylar pasaba el tiempo buscando información sobre los zhakars, una tarea que se había vuelto sumamente difícil durante las semanas que siguieron a su confrontación en La Jarra de Verdín. Era como si todos aquellos enanos misteriosos se hubieran ocultado bajo tierra, a juzgar por la poca información que Ferros pudo reunir.

Cada vez más irritable a medida que el tiempo transcurría sin éxito, Ferros Viento Cincelador empezó a quejarse de la vida en Sanction.

Su lamentación favorita era protestar de que el lugar estaba infestado de diminutas y aguijoneantes chinches, e insistía, mostrando a su amigo las dolorosas marcas en carne viva, en que insectos repugnantes se daban banquetes nocturnos con su carne. Ariakas no se veía afectado por ninguna picadura, pero no podía negar la realidad de los sufrimientos de su compañero.

Lo mejor que Ferros consiguió con respecto a su misión para localizar Zhakar fue una descripción de segunda mano de un intrincada ruta, obtenida de un viejo capitán de barco. El hombre afirmaba que, en una ocasión, había conocido a un enano de Zhakar que había comentado algunos detalles sobre su tierra natal; detalles que el capitán relató al hylar a cambio de las dos barricas de cerveza consumidas durante la conversación.

De todas las actividades que realizaba, dentro y fuera del templo, Ariakas descubrió que las lecciones de lucha con Lyrelee eran las más atractivas y estimulantes. La mujer sabía una barbaridad, y se mostraba ansiosa por compartir sus conocimientos. El guerrero, por su parte, empezó a instruir a Lyrelee y a algunos novicios en el uso de la espada, la daga y el arco; las tres armas con las que se sentía más cómodo.

Siguió pensando que la sacerdotisa era una mujer seductora y, por vez primera desde su estancia en la torre, empezó a pensar en la deliciosa perspectiva de una satisfacción física de carácter íntimo. Desde su llegada a la ciudad había contratado prostitutas de un modo rutinario, pero consideraba el tiempo pasado con ellas poco más que un disfrute efímero e impersonal.

Ariakas pasaba tiempo hablando con la mujer después de que los otros alumnos hubieran abandonado la clase, y detectaba que también ella sentía despertar el deseo. Recordaba la advertencia de Takhisis con respecto a sus mujeres, pero en ocasiones intentaba convencerse de que ello no podría realmente aplicarse a la ágil sacerdotisa. ¡Sin duda una mujer que trabajaba con tanta diligencia para servir a la Reina de la Oscuridad no podía verse convertida en cabeza de turco para su castigo!

Éstos eran los pensamientos que ocupaban su mente mientras regresaba a casa, mucho después de la puesta de sol, una noche de finales del verano. Acababa de atravesar el puente central, que estaba atestado incluso a una hora tan tardía, y había empezado a recorrer el sinuoso sendero que ascendía por la colina en dirección a su palaciega residencia.

Una silueta escurridiza se movió por entre las sombras de un callejón, y Ariakas giró en redondo, alargando la mano hacia la espada de negra hoja… aunque no desenvainó el arma.

Envuelta en ropas oscuras, una figura de corta estatura avanzó hacia él arrastrando los pies, hasta detenerse a un metro de distancia. El mercenario no pudo distinguir ningún rasgo bajo la enorme capucha.

—Patraña Quiebra Acero quiere verte —siseó el encapuchado—. Se reunirá contigo mañana por la noche, a solas. Aguarda en el centro de la plaza de Fuego a medianoche.

Antes de que Ariakas pudiera responder, la encorvada figura se internó entre las sombras y desapareció.