12

La Jarra de Verdín

Tras dormir durante gran parte del día, Ariakas inició la jornada con un baño humeante y un masaje dado por su ayuda de cámara, Kandart, un criado mudo procedente de Neraka, de mediana edad, y muy atento. Diciéndose que le gustaba la vida de la nobleza, el guerrero hizo que a su relajación le siguiera una comida de tierno cordero asado y, a continuación, dedicó unos instantes al cuidado de su blanca espada; cuando hubo terminado con el arma, ya era hora de salir de nuevo a las calles de Sanction.

Le costó un poco localizar La Jarra de Verdín; la taberna se encontraba en una calle llena de sórdidos figones en un distrito compuesto exclusivamente, por lo que pudo ver, de tales míseros establecimientos. La única pista de que disponía era el puente occidental, y tras una hora de búsqueda infructuosa decidió que «en los alrededores del puente occidental» podía servir como indicación para localizar al menos un millar de tabernas y posadas.

Y ninguna de ésas era un lugar llamado La Jarra de Verdín. Intentó preguntar a transeúntes y recibió respuestas que iban desde la reticencia total a la hostilidad más rotunda, por lo que inició la segunda hora de búsqueda por una sórdida hilera de callejones que discurrían en sentido perpendicular a la concurrida calzada del puente. Los viandantes recorrían con paso apresurado esas callejuelas, manteniendo las cabezas bajas y el oído atento. También allí iban a parar indigentes, borrachos, jugadores sin suerte… y cualquiera que se viera temporalmente privado de alojamiento y dinero. De vez en cuando, esos patéticos desgraciados pedían limosna, súplicas a las que Ariakas inevitablemente hacía caso omiso o respondía con una patada de su gruesa bota. En ocasiones, alguno aguardaba hasta que él hubiera pasado y luego lo seguía furtivamente. Ariakas tuvo que girar en redondo más de una vez, con la espada a medio desenfundar; el culpable siempre salía huyendo.

Al llegar al tercer callejón sintió un cierto optimismo. Varios personajes de aspecto rechoncho avanzaban pesadamente ante él y, aunque iban envueltos por completo en capas, tenían el aspecto de enanos. Además, se percibía un aroma en el aire que sugería la presencia de moho y humedad, como una bodega inundada que se hubiera dejado cerrada. No tardó en distinguir el pequeño letrero, un trozo de piedra cincelada colocada en un marco de madera. Bajo la imagen tallada de una sólida jarra Ariakas descifró las palabras: La Jarra de Verdín. El escultor había añadido un curioso detalle al recipiente: éste parecía despedir suaves nubes de vapor, como si su contenido estuviera muy caliente.

Tras pasar por un bajo portal, Ariakas se vio obligado a agachar la cabeza, y tuvo que permanecer encorvado en el interior, ya que las vigas que sostenían el techo se encontraban justo a la altura de su frente. Su primera sensación fue el abrumador olor que había detectado en el callejón… Era como si hubiera entrado en la bodega que había imaginado antes. Lo siguiente que observó fue la casi total oscuridad del figón, aunque pudo escuchar sonidos de risas y palabras desabridas intercambiadas en toda una variedad de lenguas; en alguna parte se rompió un vaso, y una voz femenina se unió al barullo.

El guerrero se golpeó con un pilar de piedra que sostenía el techo y lanzó una maldición. Se dio un masaje en la frente y tanteó con las manos para rodear el obstáculo. Había una enorme chimenea en la pared opuesta, y en el interior del inmenso hogar ardían sin llama los restos de un fuego de carbón. Las brasas no proyectaban demasiada luz, pero, poco a poco, Ariakas distinguió borrosos detalles de lo que lo rodeaba.

Había muchas mesas entre él y la chimenea, y la mayoría parecían estar ocupadas. Las risas y discusiones cesaron al instante a su alrededor, y de improviso se sintió muy cohibido. Un largo mostrador recorría una pared, y, detrás de éste, pequeñas lamparillas de aceite brillaban en varios puntos. Unas siluetas inclinadas mostraron a Ariakas dónde estaban los parroquianos y, esquivándolos, encontró asiento frente al tabernero.

Una vez instalado, pudo ver con claridad las lamparillas que calentaban teteras de cobre, de las que escapaban continuas nubes de vapor. Contempló cómo el encargado de la barra recogía varias jarras vacías de clientes enanos y volvía a llenarlas con el contenido del humeante recipiente. Una vaharada pasó flotando junto a su nariz, y comprendió que aquel líquido caliente era lo que había olido fuera en el callejón.

—¿Qué va a ser? ¡No tengo toda la noche!

La malhumorada voz atrajo su atención hacia el suelo, y descubrió el oscuro contorno de una camarera enana, con los puños bien plantados en las caderas y el rostro alzado. Si bien no consiguió ver con detalle sus facciones, la irritación de su voz armonizaba a la perfección con los otros sonidos de discusiones y desacuerdos que flotaban en el establecimiento.

—Una cerveza, tan fría como la tengas —respondió con brusquedad.

—No te hagas demasiadas ilusiones —replicó ella, inclinándose detrás del mostrador. Llenó una jarra en una espita, y le llevó la bebida a Ariakas.

El guerrero le arrojó una moneda de plata, al tiempo que anunciaba que estaría listo para otra bebida dentro de unos minutos. Cuando ella se fue, sin duda a atormentar a unos cuantos clientes más, él se volvió y apoyó los codos sobre el mostrador, preguntándose cómo podría apañárselas para localizar a Patraña Quiebra Acero. Tomó un sorbo de cerveza, y descubrió que resultaba aceptable, aunque un poco más amarga que las granadas cervezas orientales a las que estaba acostumbrado, si bien en absoluto tan malas como ya había decidido que debía de ser el humeante líquido de las teteras.

Paseó la mirada arriba y abajo de la barra y sus ojos se fueron adaptando a la penumbra. Descubrió a otros cuantos humanos, pero la mayor parte de los parroquianos presentaba la silueta baja y rechoncha de los enanos. Observó, lleno de curiosidad, que las figuras aparecían siempre cubiertas de ropajes oscuros, a menudo con prendas que los envolvían tan por completo que sólo dejaban al descubierto ojos y boca. Otros dejaban los rostros al descubierto, pero ocultaban las facciones bajo grandes capuchas. Aunque los enanos usaban las manos con frecuencia, tanto para beber como para comunicarse, todos llevaban guantes. A menudo gesticulaban con los puños apretados justo ante el rostro de un camarada, y vio a varios de ellos asestándose tan brutales empellones que, de haberse tratado de humanos, habría esperado que tales altercados se convirtieran en peleas; si bien, en el caso de los enanos, éstos parecían poder zanjar sus diferencias sólo a empujones, con uno u otro de ellos cediendo finalmente, de modo que todo el grupo volvía a sentarse.

—Bueno, bebe de una vez si quieres otro… ¡Como ya dije, no tengo toda la noche! —le espetó la camarera, apareciendo de improviso de entre la oscuridad, al tiempo que lo contemplaba, enojada, desde las profundidades de su capucha. La piel de la enana, aparecía llena de marcas y áspera, aunque Ariakas no pudo observar más detalles bajo la pobre iluminación.

Vació la jarra y, cuando ella regresó con otra llena, el guerrero aprovechó para preguntar:

—Esa cosa de las teteras… ¿qué es?

—Té —explicó ella con brusquedad.

—¿De qué está hecho? —Ariakas la sujetó por el hombro cuando se volvía para marchar.

Ella lo miró con ferocidad, en apariencia sin decidir si prefería asestarle un puñetazo en la mandíbula o responder a la pregunta.

—De hongos. Hongos de Zhakar —respondió, soltándose de un tirón y volviendo a desaparecer en las sombras.

Él estudió el acre aroma con atención. «De modo que a los enanos de Zhakar les gusta el “té de hongos”», se dijo con una mueca… Toda una diferencia comparado con los otros enanos que había conocido, que preferían bebidas de naturaleza mucho más fuerte.

Su curiosidad aumentó. ¿Qué horribles efectos de la plaga los obligaba a envolverse tanto en ropa? Y si se dejaba guiar por la atmósfera de controversia que reinaba en el bar, eran más hostiles y desagradables que todos los otros enanos que había conocido, y eso incluía a unos cuantos que carecían de todo sentido de la cortesía.

En ese momento ni siquiera intentó solucionar el problema de entrar en contacto con Patraña Quiebra Acero; si apenas conseguía sacarle dos palabras a la camarera que trabajaba aquí… imaginaba la reacción que obtendría si pedía una entrevista con el zhakar más importante de Sanction. Sus reflexiones se vieron interrumpidas por una sobrecogedora palmada en el hombro. Ariakas dirigió la mano instintivamente a la espada, pero contuvo el movimiento al escuchar una voz conocida.

—¡De modo, guerrero, que nuestros planes nos han vuelto a reunir en Sanction! —Las cordiales palabras de Ferros Viento Cincelador provocaron en Ariakas una agradable satisfacción.

—Tu fuga tuvo éxito por lo que veo. ¡Felicidades! —El hombre estrechó con energía la mano del enano mientras el hylar se dejaba caer sobre el asiento contiguo al suyo. El guerrero se vio invadido por una cálida sensación amistosa: la presencia de Ferros le traía a la mente recuerdos de su estancia en la torre.

—Y también tú…, aunque empezaba a dudarlo. Mantuve la mirada fija en ese puente levadizo durante un par de días y no vi ninguna señal de que salieras.

—No, a decir verdad, las tormentas cayeron sobre nosotros antes de que pudiéramos marchar. Me vi atrapado allí dentro todo el invierno —respondió Ariakas con suavidad, pues no se veía capaz de decir a su compañero que todo había sido una prueba, y que su recompensa había sido la «prisionera» del piso superior de la torre—. No llegué a Sanction hasta hace unos pocos días.

—¿Que hiciste qué? —farfulló Ferros Viento Cincelador—. ¿Y los ogros?

—Realizaste un gran trabajo al llevártelos de allí —respondió él con una sonrisa—. La nieve era tan espesa tras la primera tormenta que no pudieron acercarse a la montaña.

—A propósito, tienes buen aspecto —observó Ferros—. Ya no tienes la herida del rostro.

Ariakas hizo una mueca, molesto ante aquel recordatorio de su encuentro con los dos kenders.

—Cicatrizó durante el invierno —replicó sucinto.

—Hay que tener muchas agallas, para vivir en una madriguera de ogros. —Ferros miró de soslayo al humano y sacudió la cabeza con una mueca de pesar.

Ariakas se removió inquieto, pues le hacía sentirse incómodo el saber que, al igual que él, Ferros Viento Cincelador había sido un mero peón en la prueba de la Reina de la Oscuridad.

—Ojalá hubiera dispuesto yo de ese lujo —prosiguió el enano—. Una noche tuve que echar a patadas a un oso de una cueva para poder disponer de un sitio donde dormir. Y aquellos ogros no estaban nada contentos conmigo, además. Tuve que golpear a un par de ellos al ver que no dejaban de pisarme los talones.

—¿Pasaste el invierno en las montañas?

—¡Ni hablar! Conseguí llegar a los valles inferiores antes de que cayeran las nevadas más fuertes. Luego vine a Sanction a mediados del Orín Frío. Te sorprendería saber lo caliente que permanece este lugar, con todas esas montañas lanzando humo y fuego sin parar.

—¿Has estado aquí todo ese tiempo? —inquirió Ariakas, sorprendido—. Creía que tenías un asunto muy urgente del que ocuparte.

—¡Lo tengo! —asintió Ferros, bajando la voz de modo inconsciente y dirigiendo furtivas miradas en derredor.

Todos los enanos situados en las proximidades discutían con sus camaradas, sin prestar la menor atención a los dos amigos.

—¿Conoces mi misión?

—Sólo que tenías un motivo para explorar las Khalkist —respondió el guerrero—. Nunca me explicaste qué era.

—Vine aquí a buscar enanos —explicó Ferros Viento Cincelador sin más preámbulos—. Desde Thorbardin; llevaba cuatro años de viaje cuando me capturaron los ogros.

—¿Thorbardin? —Ariakas había oído hablar del lugar, y el nombre conjuraba imágenes de ejércitos enanos reunidos bajo las órdenes del rey enano de la montaña. Si pensaba en Thorbardin desde la perspectiva de su propia tierra natal en el este, el lugar resultaba terriblemente lejano, tan remoto como si se encontrara en otro mundo.

—Sí. ¡Lo que habría dado por una tranquila travesía en transbordador para cruzar el mar de Urkhan! —reflexionó Ferros—. Thorbardin es una maravilla, ¿sabes? Me sorprende haber sido capaz de marcharme de allí.

—¿Por qué te fuiste? —preguntó el otro—. Si buscabas enanos, yo diría que estabas en el lugar apropiado ya antes de empezar.

—Claro que sí. —Lanzó una risita—. Ya sé que hay enanos en Thorbardin…, todos lo sabemos. Pero, verás, busco señales de enanos con los que hayamos perdido el contacto. Varios miembros del clan hylar han emprendido esta búsqueda en las últimas décadas. Buscamos reinos por todo el continente que, desde el Cataclismo, hayan quedado aislados unos de otros.

—¿Y crees que uno de esos reinos se encuentra en las Khalkist?

—Lo creía, y ahora ¡lo sé! —siseó el hylar, y su voz confirmó el triunfo de su descubrimiento.

—Entonces, ¿has oído hablar de Zhakar?

—De modo que alguien ya te lo ha contado, ¿no? —Ferros adoptó una expresión de orgullo herido—. Pues sí, ése es el lugar.

—Buena suerte —comentó el guerrero, irónico—. He oído que matan a todo el que se acerque a sus fronteras. ¡Nadie sabe dónde se encuentra!

—Excepto los mismos zhakars —indicó Ferros, señalando con la mano a los enanos que se amontonaban a su alrededor.

—¿Es por eso por lo que estás aquí? ¿Para que te expliquen cómo ir?

—Una invitación sería aun mejor. He oído decir que tienen a un jefe aquí en Sanction. Supongo que si pudiera hablar con él, explicarle por qué busco Zhakar… bueno, ¡eso al menos sería un principio!

—Estás buscando a Patraña Quiebra Acero, imagino —dedujo Ariakas.

—¿Es que lo sabes todo sobre estas gentes? —se quejó Ferros Viento Cincelador, al tiempo que conseguía mostrarse a la vez alicaído e indignado—. ¡Apenas hace un día que estás en la ciudad y ya has averiguado lo que a mí me ha costado tres meses de investigación!

—Anímate —repuso el guerrero—. Estoy seguro de que hay algo que tú sabes y yo no.

—Ni siquiera sé qué te ha traído a este tabernucho de té —se quejó el enano.

—A decir verdad, yo también estoy interesado en conocer a Patraña Quiebra Acero.

—¿Lo conoces, entonces?

—Ni siquiera sé qué aspecto tiene —admitió él.

—¡En ese caso te he vencido! —exclamó muy satisfecho el hylar—. Yo no sólo sé qué aspecto tiene, ¡también sé dónde está sentado!

—¿Te importaría compartir esa información? —Ariakas meneó la cabeza impresionado.

Ferros fingió meditar sobre la petición. Luego sonrió con amabilidad. Señaló con la cabeza en dirección al punto más oscuro de la taberna, donde Ariakas no consiguió distinguir más que sombras borrosas reunidas alrededor de una mesa excepcionalmente grande.

—Quiebra Acero es el que preside el grupo —explicó a su compañero—. Es el único enano de aquí con el que nadie se insolenta.

—Bien, vayamos a hablar con él —sugirió el guerrero, poniéndose en pie.

En un principio creyó que Ferros iba a objetar, pero el hylar se encogió de hombros, colocándose a su lado, y el humano se abrió paso por entre los zhakars apiñados en las diferentes mesas, en dirección al oscuro nicho.

Poco a poco, el establecimiento fue quedando en silencio a su alrededor, mientras la clientela enana contemplaba con recelo a la pareja.

—-Cúbreme la espalda —siseó el guerrero en voz tan baja como le fue posible, y sintió cómo Ferros le daba una palmada en el hombro para indicar que lo había oído.

Cuando por fin llegaron a la larga mesa, La Jarra de Verdín se había quedado tan silenciosa como una tranquila noche invernal. Desde más cerca, el mercenario distinguió aproximadamente a una docena de enanos sentados a los lados de la mesa, todos los cuales parecían tener las manos ocultas bajo el tablero. El humano imaginó enseguida que cada uno sostenía un arma, para así poder acudir al momento en defensa de su jefe si Ariakas realizaba algún movimiento sospechoso.

Con gran ceremonia, dedicó una inclinación de cabeza al enano, que seguía medio enterrado en la penumbra, y sus ojos se movieron veloces, de un lado a otro, entre los guardaespaldas situados a ambos lados de la mesa.

—¿Patraña Quiebra Acero? —preguntó—. Solicito el honor de una entrevista… con respecto a un negocio que puede ofrecer beneficios considerables.

—¡Imposible! —le espetó la oscura figura sentada ante la mesa.

—¿Por qué es imposible? —volvió a insistir Ariakas, al ver que el otro no daba más explicaciones.

—Tu compañero… —respondió Patraña Quiebra Acero—. Su misma presencia es una afrenta a mi persona y a mi gente. Debería tener la decencia de desaparecer de mi vista.

—¡Tú tampoco eres ninguna belleza! —replicó Ferros Viento Cincelador—. Si vamos a hablar de afrentas…

—Tal vez podrías aguardar allí —sugirió Ariakas en voz baja provocando un estallido de indignación en su compañero.

—Te concederé tu entrevista, humano —indicó Quiebra Acero—, si tú me concedes primero un pequeño instante de diversión.

—No soy un arpista —refunfuñó Ariakas.

—No me refiero a esa clase de diversión, más bien a algo que entra perfectamente en lo que sin duda son tus habilidades.

—¿En qué estás pensando? —El guerrero tuvo un mal presentimiento.

—Mata al Enano de las Montañas. Discutiremos tu negocio sobre sus ensangrentados restos —sugirió el otro con total tranquilidad.

—¡Eh, quitadme las manos de encima! —exigió Ferros Viento Cincelador.

Ariakas giró en redondo y vio que tres o cuatro zhakars derribaban al hylar al suelo, a pesar de que éste se defendía con patadas y puñetazos, sacándose de encima a dos de los enanos de las Khalkist.

En aquella milésima de segundo, el guerrero tomó una decisión. Sus manos agarraron la empuñadura de la espada que sobresalía por encima de su hombro izquierdo y, con un silbido, la blanca hoja se deslizó veloz fuera de la vaina, hendió el aire, y asestó un buen tajo al hombro del zhakar que sujetaba el brazo de Ferros. El enano herido cayó al suelo con un alarido, y toda la taberna se convirtió en un campo de batalla. El hylar maldijo en voz alta y sacó una pequeña hacha que llevaba al cinto, asestando un buen golpe a su otro capturador.

—¡Matadlos a los dos! —chilló Patraña Quiebra Acero, incorporándose de un salto al tiempo que indicaba con la mano a sus seguidores que atacaran.

Incluso en medio de la confusión, Ariakas observó con sorpresa que el influyente zhakar apenas medía un metro de altura: treinta centímetros menos que Ferros Viento Cincelador.

En ese instante, una serie de enanos armados cargaron sobre ellos desde todas partes.

—¡Espalda con espalda! —gritó el guerrero, y el hylar giró para corresponder a su maniobra. Los dos luchadores repelieron una oleada de enanos zhakars, con Ariakas hundiendo la blanca hoja una y otra vez en una multitud de figuras borrosas.

—¡Parad, idiotas! —La voz de Patraña se elevó a niveles histéricos y la caótica muchedumbre de atacantes se detuvo unos instantes—. ¡Formad filas!

—¡Deprisa… por aquí! —gruñó Ferros, mientras salía raudo hacia la pared de la enorme habitación. Ariakas lo siguió, comprendiendo que sus escasas posibilidades aumentarían si conseguían tener las espaldas cubiertas.

—¡Tras ellos! —gritó Quiebra Acero.

La horda de aullantes zhakars debía de constar, al menos, de cien o más miembros y, cuando Ariakas eliminó a los dos primeros dio la impresión de que otros diez —¡veinte!— más corrían a ocupar sus puestos. Gimió cuando una hoja de acero penetró en su carne, y luego lanzó un juramento cuando otro ataque hirió su rodilla, incluso a pesar de que ambos atacantes cayeron muertos ante sus relampagueantes contragolpes.

—¡Me han dado! —jadeó Ferros Viento Cincelador, desplomándose contra la pared, atravesado por una espada zhakar.

Ariakas se colocó a un lado, situándose sobre el cuerpo de su amigo mientras los rabiosos enanos se envalentonaban, enfervorecidos por la perspectiva de la victoria. Los mandobles de la blanca espada no podrían mantenerlos a raya durante mucho tiempo. El arma parecía ser la única claridad en aquel lugar, y brillaba como el marfil mientras ascendía y descendía. ¿Qué era lo que le habían dicho de aquella espada?

«Si invocáis su nombre en una causa que le sea agradable, la poderosa furia de su venganza se mostrará en vuestra mano».

—Bien, Majestad —murmuró—. ¡Si alguna vez ha existido una necesidad perentoria, ésta lo es!

Blandió la espada, no muy seguro de qué esperar. Un zhakar se escabulló y consiguió asestarle una buena herida en el muslo, que lo hizo aullar de dolor. La sangre resbaló por la pierna, y Ariakas deseó poderse dejar caer contra la pared; sólo la seguridad de cuál sería el fatal destino de Ferros Viento Cincelador lo mantuvo en pie.

Rugiendo de rabia, el humano balanceó el arma con fuerza suficiente para decapitar al enano que lo había herido.

—¡Por favor, señora! —chilló con auténtica desesperación—. ¡En nombre de Takhisis, omnipotente Reina de la Oscuridad, os suplico que vengáis en mi ayuda!

La empuñadura tembló en su mano, zumbando con un sonido que recordaba a los aludes que había escuchado durante todo el invierno, y un profundo retumbo estremeció los mismos cimientos de la taberna. Incluso los zhakars percibieron la perturbación, por lo que pusieron fin a sus ataques y se quedaron silenciosos llenos de recelo y temor.

De improviso, una ráfaga de aire helado le azotó el rostro, y un ruido, parecido al de una potente ventisca, se abrió paso por La Jarra de Verdín. El viento se arremolinó a un lado y a otro, hundiendo punzantes agujas de hielo en el cuerpo de Ariakas; pero eso no fue nada comparado con el destino de aquéllos que se encontraban al otro extremo de su espada. Una especie de explosivo cono de escarcha mortífera salió disparado congelando la carne y la sangre, eliminando a docenas de aterrados zhakars como por ensalmo. Violentos remolinos recorrieron toda la estancia, volcando mesas y sillas, y helando ropas y piel hasta convertirlas en quebradizas láminas de hielo. Todos los postigos de la habitación salieron disparados hacia el exterior, y creció el violento aullido del viento.

Presos del pánico, los zhakars supervivientes echaron a correr entre gritos, para huir de ese guerrero de pesadilla y su mortífera arma. Ariakas buscó con la mirada a Patraña Quiebra Acero entre la aglomeración, pero no vio ni rastro del comerciante enano. Todavía tenían un negocio que acordar.

Al ver que se abría un amplio círculo a su alrededor, el humano agarró a Ferros por un brazo y tiró del hylar para incorporarlo. Sosteniendo a su compañero herido con una mano y empuñando la espada en la otra, el guerrero consiguió abandonar con su carga La Jarra de Verdín. Durante su lento avance hacia la puerta, ni uno solo de los zhakars hizo un movimiento hacia él, tal vez porque más de una cuarta parte de la taberna estaba llena de estatuas de enanos congelados, mudos recordatorios del precio de la resistencia. El resto había quedado paralizado por el miedo.

Por fin, los dos guerreros cruzaron a trompicones el umbral y llegaron al callejón situado al otro lado. Se había reunido allí toda una muchedumbre, pero estos humanos y zhakars se hicieron rápidamente a un lado cuando Ariakas, que respiraba entre gruñidos, medio arrastró a Ferros lejos del establecimiento. El hombre se detuvo un instante, comprendiendo que todavía sujetaba la espada y, cuando fue a envainar de nuevo el arma, la miró y a punto estuvo de soltar al enano debido a la sorpresa.

La reluciente hoja, antes de un blanco inmaculado, había adoptado un brillante, impoluto y profundo color negro.