El tesoro de las profundidades
Las catacumbas sagradas serpenteaban, como un laberinto, por entre la enorme oscuridad que reinaba debajo del Templo de Luerkhisis. A menudo el pasillo se bifurcaba en caminos más estrechos, y Wryllish, sin vacilar, hacía su elección, conduciendo a Ariakas bajo tierra a lo largo de lo que parecían kilómetros. Durante un tiempo, tras su discusión sobre dragones, el clérigo permaneció silencioso, y el guerrero anduvo a su lado, intrigado.
—¿Pertenecen todos estos túneles a la jurisdicción del templo? —preguntó Ariakas de repente.
—Sí, de cada templo, en realidad. Se rumorea que estos pasadizos pasan por debajo de Sanction y conectan secretamente a todos los templos.
—¿Los tres templos están dedicados a Takhisis?
—Ahora, por fin, lo están. Su presencia ha gobernado en Luerkhisis durante muchas décadas, pero los templos de Duerghast y Huerzyd, al otro lado del valle habían estado dedicados a los falsos dioses del post-Cataclismo.
—¿A los túneles se llega sólo a través de los templos?
—Por lo que sabemos, sí —admitió el clérigo—. Si bien existen pasadizos que no se han explorado jamás. Es cierto que existen rumores… relatos de unos misteriosos habitantes de los corredores, el «Pueblo de las Sombras», y todo eso… —El tono de Wryllish dejaba bien claro que no hacía ningún caso de tales historias.
—¿Adónde vamos? —inquinó Ariakas tras varios minutos de veloz y silenciosa caminata.
—Os mostraré aquello que más demuestra la gloria de nuestra señora, de nuestra reina. Cuando lo contempléis, ¡conoceréis toda la verdad sobre nuestro destino!
El clérigo se detuvo ante una gruesa puerta de madera colocada en un dintel de piedra en la pared de la caverna. Con un ademán ostentoso, sacó una llave pequeña y la introdujo en la cerradura.
—Ésta es una cámara secreta —susurró—. Sólo los ancianos, y vos, conocen su existencia. Pero ¡cuando llegue el momento…!
Su reflexión se acalló cuando el pestillo chasqueó, y la puerta se abrió despacio y en silencio. Wryllish se introdujo a toda prisa en el interior, indicándole al otro que lo siguiera. El guerrero obedeció, evitando que lo deslumbrara la luz del refulgente cetro y, cuando paseó la mirada por la habitación, no pudo contener una exclamación de asombro.
En un principio pensó que había entrado en una cámara llena de enormes y perfectas pepitas de oro y plata. Cada una era una esfera, demasiado grande para que pudiera rodearla con los brazos, que relucía con una tonalidad metálica. Estaban apiladas contra las paredes de la enorme habitación en montones que eran el doble de altos que el guerrero, y cada pepita gigante brillaba como metal de la mejor calidad que acabaran de pulir. La riqueza que representaba aquel tesoro lo dejó sin habla. ¡Costaba creer que pudiera existir tanto oro y plata en Krynn! Observó con atención la más próxima de las doradas esferas, impresionado por la reluciente regularidad de su superficie exterior, como si le hubieran vertido sobre la lisa y redondeada superficie una capa de purísimo oro líquido.
—Imponente, ¿no os parece? —preguntó el clérigo, con suavidad.
—Mucho. ¿De dónde salió todo este oro? ¿Son macizas, o es sólo una capa?
En este punto Wryllish sonrió con un aire condescendiente que irritó a Ariakas.
—Se podría decir que es una capa… pero me parece que todavía no lo comprendéis.
—Comprender ¿qué? Explícate.
—Éstos son parte de la prueba —respondió el clérigo mayor—. Venid, tocad la superficie.
Con suavidad, vacilante, Ariakas pasó la mano sobre la lisa superficie de la esfera más cercana. Aunque no estaba tan caliente como la palma de él, resultaba sorprendentemente cálida; mucho más que la atmósfera de la cámara subterránea. Además, el material no tenía el tacto del metal. Había una muy leve sensación de elasticidad en él, como si la superficie metálica no fuera más que un brillo sobre una piel correosa y resistente.
La verdad le llegó como un fogonazo, y retrocedió instintivamente antes de hablar. Contempló con temor la montaña de esferas, y luego dejó que la mirada regresara hasta Wryllish. Ariakas entrecerró los ojos, y el clérigo asintió, como complacido ante la perspicacia de su alumno.
—Son… huevos, ¿verdad? ¿Huevos de dragón?
El otro sonrió, y la sonrisa se extendió a todo su rostro.
—Muy astuto, señor.
—Pero ¿de dónde salieron?
—De un lugar muy lejano, donde algunos de los dragones han residido exiliados desde la Tercera Guerra de los Dragones: la guerra de Huma de la Lanza que mencionasteis antes.
—Entonces…, entonces ¿los dragones son reales? —murmuró el guerrero, empezando a considerar las perspectivas tanto en su lado bueno como en el malo.
—Oh, sí, muy reales. Algunos de ellos servirán a nuestra señora, con la misma devoción que demostráis vos o yo. Otros son sus enemigos mortales, que han jurado expulsarla del mundo y mantenerla a raya por los siglos de los siglos.
—¿Y libran ahora una guerra, sin que los hombres lo sepan?
—No; no existe una guerra en la actualidad. Pero volverán. Dragones Rojos y Azules, Negros, Verdes y Blancos. ¡Todas las criaturas de Takhisis volverán a alzarse por los aires en su nombre!
—¿Y estos dragones de colores metálicos serán sus enemigos?
—¡Sí! —exclamó Wryllish—. Los dragones que, con la misma arrogancia que provocó el Cataclismo, se llaman a sí mismos los Dragones del Bien. —La voz del hombre estaba llena de desprecio—. En su virtuosa ceguera están provocando esa misma clase de desastre sobre ellos. Y pensar que nos llaman «malvados».
—¿Cómo es que tenéis… tenemos… estos huevos aquí? —preguntó el guerrero.
—Los servidores de la reina los han traído aquí, al templo. —El clérigo irradiaba satisfacción—. Venid, permitidme…
Wryllish sacó a Ariakas de la estancia, sin dejar de mantener el brillante cetro en alto, y fueron a detenerse ante una nueva puerta, que el sacerdote abrió con otra llave. El mercenario pasó al interior y se encontró con otra montaña de huevos de color metálico, aunque éstos despedían un fulgor cobrizo apenas ligeramente más apagado que el oro.
—¡Huevos de todos los clanes de dragones que se opusieron a nuestra reina se encuentran ahora guardados en su templo! —exclamó entusiasmado el clérigo mayor—. Poseemos el arma definitiva contra nuestros enemigos; pues tenemos el destino de sus crías en nuestras manos.
—Es, desde luego, una ventaja imponente —concedió Ariakas. Meneó la cabeza y se volvió hacia su acompañante—. Dada la evidencia de los huevos, me obligas a admitir la existencia de dragones. Sin embargo, ¿qué seguridad tenemos de que no combatirán contra nosotros?
—Ella los ha obligado a no hacerlo arrancándoles un juramento —explicó Wryllish mientras se llevaba a Ariakas a otro lugar para mostrarle una habitación llena de huevos de un profundo color bronce y, por último, a otra que contenía más huevos que cualquiera de las otras que había visto—. Los Dragones de Latón, los más comunes de todos los reptiles enemigos, y por lo tanto nos han dado el mayor número de huevos.
—Pero los dragones cromáticos, los llamados del «Mal», ¿también existen todavía?
—¡Ya lo creo que existen! Se encuentran en Krynn, aguardando únicamente las órdenes de nuestra señora. Y cuando hagan su aparición, todo el mundo temblara asustado.
El clérigo señaló con un gesto la enorme espada de Ariakas, que sobresalía por detrás de su espalda. Una pequeña zona de la blanca hoja se dejaba ver por encima de la vaina.
—Ya veo —dijo Wryllish Parkane con gran énfasis—, que habéis sido bendecido con un regalo de nuestra señora.
El uso de aquella palabra sobresaltó a Ariakas.
—Nuestra «reina», la llamaste. ¡Yo no pienso en ella como mi señora!
El clérigo pareció sorprenderse ante su vehemencia y acogió la distinción con un encogimiento de hombros como si careciera de importancia.
—Lo haréis —dijo.
—¿A qué te referías con respecto a mi espada? —insistió el guerrero, regresando al comentario de su interlocutor—. ¿Por qué dices que es un regalo de… la reina?
—Ha sido bendecida, con mucho poder —explicó Wryllish—. Pronto, estoy seguro, eso os quedara muy claro también a vos. Si invocáis su nombre en una causa que le sea agradable, la poderosa furia de su venganza se mostrará en vuestra mano.
Ariakas recordó con toda claridad la transformación de la gran espada, el arma que había afilado y preparado durante el largo invierno. Con cada golpe que asestaba a su dama, la hoja había cambiado de color, color que se correspondía al de la sangre que brotaba de la herida. Había adoptado aquel blanco inmaculado, y él había dado por supuesto que la hoja quedaba marcada de un modo permanente. No había perdido en absoluto el filo ni la resistencia, pero tampoco había obtenido ninguna propiedad o poder evidentes. No obstante, el sacerdote repetía ahora las palabras de la misma Takhisis. ¿Qué forma adoptaría la bendición de la Reina de la Oscuridad? A decir verdad, no estaba muy seguro de querer averiguarlo.
—Pero todas estas habitaciones son sólo un preámbulo —indicó Parkane— al lugar que realmente deseo que veáis.
—Adelante.
El clérigo mayor giró por un estrecho corredor, un pasillo natural de roca que había sido excavado para darle unas proporciones más o menos rectangulares. Aun así, el pasadizo serpenteaba a un lado y a otro, de modo que la luz del clérigo se reflejaba a menudo en muros que giraban delante y detrás de ellos. Ariakas percibió una ligera pendiente en el suelo bajo sus pies, aunque los cerrados giros del pasillo dificultaban poder distinguir distancias delante o detrás.
Llegaron a otra puerta, parecida a los portales de las diferentes habitaciones que contenían los huevos, pero más pequeña, y retirada de aquellas salas. Wryllish sacó el aro con las llaves, pero se detuvo antes de insertar la llave en la cerradura.
—Ésta era sencillamente una pequeña sala de excedentes —explicó, aspirando con fuerza—. Había demasiados huevos de latón para guardarlos en la sala de almacenaje, de modo que algunos se trajeron aquí.
El clérigo vacilaba aún, pero se volvió hacia Ariakas y lo miró a los ojos.
—Lo que estoy a punto de mostraros sólo lo saben dos personas…, yo y un hechicero Túnica Negra llamado Dracart, al que consultamos en busca de consejo. Sólo conocer la existencia de esta habitación sería suficiente para costarle la vida a un novicio.
—¡Abre la puerta! —espetó Ariakas, cansado ya de la indecisión del otro, y le satisfizo ver que Wryllish se apresuraba a obedecer, insertando la diminuta llave en una cerradura de metal para, a continuación, hacerla girar. El pestillo chasqueó, y la puerta giró hacia dentro con un crujido.
El guerrero alargó la mano, dispuesto a empujar el portal por completo, cuando el hedor que brotó de la estancia lo golpeó como un puñetazo. Un olor nauseabundo inundó el aire, envolviéndolo de un modo casi visible y sugiriendo la presencia de cadáveres en descomposición o de comida de la que se había adueñado el moho. Dio una boqueada y retrocedió, girando para escupir el acre sabor de la lengua.
—Por el Abismo, ¿qué hay aquí dentro? —exigió, al tiempo que se tapaba la nariz y la boca con la mano en un insuficiente intento de filtrar el aire.
—Tendréis que verlo vos mismo —respondió el clérigo.
—¡Decídmelo, maldita sea!
—Lo cierto es, lord Ariakas, que no os lo puedo decir, porque no lo sé. Realmente tendréis que verlo por vos mismo. —Alzando la luz sobre su cabeza, el hombre venció sus vacilaciones, empujó la puerta para abrirla por completo, y penetró resueltamente en la estancia.
Ariakas lo siguió, deteniéndose en la entrada para respirar a fondo. Lo que vio dentro de la habitación le produjo la misma sensación de náusea que el olor que se respiraba. El suelo estaba repleto de pequeñas criaturas reptilianas, que se retorcían y revolvían patéticamente unas sobre otras. Las más largas tenían casi un metro de longitud del hocico a la cola, y muchas mostraban dientes afilados dispuestos en hilera a lo largo de fauces óseas y estriadas. Mientras observaba, uno de los reptiles cayó sobre otro, aplastando su cuerpo, y en tanto que el asesino empezaba a masticar a su presa, un reptil de mayor tamaño aún mordió al atacante en la cabeza y a continuación intentó engullir ambos cadáveres.
En otras partes, las diminutas criaturas daban topetazos contra la pared, o intentaban trepar unas sobre otras valiéndose de las garras. La presencia de la luz de Wryllish no parecía afectarlas lo más mínimo, aunque el clérigo apartó a varias de ellas a patadas. Fue entonces cuando Ariakas se dio cuenta de que aquellos reptiles patéticos estaban ciegos, también observó que a varios les faltaban las patas traseras, y que otros mostraban atrofiados apéndices parecidos a extremidades de murciélago que podrían haber sido alas si se hubieran podido desarrollar por completo.
En el extremo opuesto de la sala, más de aquellas reptantes criaturas llamaron su atención. Un montón de ellas —tal vez una docena o más— abandonaban con sinuosos movimientos un correoso huevo. La cáscara estaba rajada y reseca a lo largo de varias aberturas, y los pequeños reptiles, con los cuerpos cubiertos por una gruesa capa aceitosa, se revolvían y reptaban para alejarse de la desgarrada esfera. Por toda la habitación se veían fragmentos de esos grandes huevos, aunque el brillo metálico se había corroído hasta tal punto que Ariakas jamás habría podido distinguir el color original.
—¿Son… dragones? —inquirió el guerrero. No podía creer que algo que siempre se había imaginado como el poder y la nobleza personificados pudiera iniciar su vida bajo tan patético estado.
—¡Desde luego que no! —confirmó Wryllish—. Son «corrupciones» de dragones que, por el momento, sólo han tenido lugar en esta habitación.
—¿Y eran huevos de Dragones de Latón? —se asombró Ariakas. Tras permanecer unos instantes en esta sala, el hedor se había reducido a una atmósfera desagradable, pero penetrante.
—Sí; pero su origen, creemos, no tiene mucho que ver con esta grotesca mutación.
—¿Les ha sucedido algo a estos huevos, algo extraordinario? —quiso saber el guerrero.
Por toda respuesta, Wryllish Parkane asintió al tiempo que sonreía.
—¿Sería más… cómodo, si habláramos fuera? —sugirió el clérigo, enarcando las cejas en gesto interrogativo.
Ariakas asintió de buena gana, y volvieron a cruzar el umbral de regreso al profundo pasillo rocoso. Aun con la puerta cerrada el guerrero imaginó el fuerte olor pegándose a sus ropas, cabellos y piel.
—¿Habéis oído hablar de los zhakars? —inquirió el clérigo, sorprendiendo a su acompañante con aquella pregunta, en apariencia, fuera de lugar.
—El nombre no significa gran cosa para mí —admitió él mercenario—. Se rumoreaba en Khuri-khan que era un reino situado en las Khalkist; salvajes de las montañas que asesinaban despiadadamente a todos los intrusos. Nadie sabe dónde se encuentra, aunque se especula con la posibilidad de que esté en los límites de Bloten. —Se encogió de hombros, recordando otro dato—. Viajé muy al norte de su supuesta ubicación cuando vine a Sanction. Existen demasiadas historias sobre gente que ha desaparecido allí para no conceder a las leyendas cierto crédito.
—Fuisteis sensato —comentó el otro—. Zhakar es un lugar real, y mortal para los que penetran en él. Sólo en un detalle están equivocadas vuestras leyendas orientales.
Ariakas permaneció en silencio, aguardando la explicación.
—Habéis de saber que Zhakar es una nación de enanos —aclaró Wryllish Parkane—. Son lo único que queda del poderoso reino de Thorbardin, que fue destruido por el Cataclismo.
—Muy bien, entonces se trata de un grupo de enanos salvajes —replicó el guerrero—. ¿Qué tiene eso que ver con los huevos?
—Oh, hay más cosas que debéis saber —advirtió el clérigo—. Tras el Cataclismo, Zhakar padeció una plaga horrible, producida por el moho que se desarrolló en el inmenso laberinto de depósitos de alimentos situados bajo la ciudad. Muchos de los enanos murieron; los que vivieron se vieron terriblemente atacados por una enfermedad que los desfigura: la piel se les pudre y cae; los cabellos se convierten en moho y se deshacen… No es una visión agradable.
—Ya lo imagino —murmuró Ariakas.
—Sea como sea, algunos de estos enanos han venido a Sanction a vivir y comerciar. Ofrecen acero y gemas de gran calidad a cambio de toda clase de cosas. También practican el hurto, con diferentes grados de habilidad y, en general, resultan una compañía bastante repulsiva. Se pasean envueltos en túnicas para ocultar su repugnante aspecto.
—Los recuerdo… cubiertos de pies a cabeza, más bajos que un Enano de las Montañas o de las Colinas, pero igual de rechonchos. Parecían muy fuertes.
—Ésos son los zhakars —indicó Wryllish Parkane—. Ahora bien, hará unos meses, atrapamos a un ladrón zhakar en nuestro templo. Los guardias lo persiguieron hasta el interior de las catacumbas, y lo encontraron oculto en esta misma habitación. Lo atrapamos e interrogamos. Por desgracia, no conseguimos averiguar más que el nombre de su jefe. Finalmente, se lo ajustició. Apenas una semana después, sin embargo, dos aprendices descubrieron que uno de los huevos de aquí dentro había empezado a… bueno, a hacer lo que todos ellos están haciendo, ahora.
—¿Dos aprendices? Creía que habías dicho que sólo otra persona aparte de nosotros sabe esto.
—Sí. —El clérigo pareció un poco angustiado—. Se consideró que el secreto era demasiado importante… Los aprendices fueron a reunirse prematuramente con la Reina de la Oscuridad.
—Comprendo. —Ariakas se sintió impresionado al comprobar que este sacerdote era capaz de acciones despiadadas cuando era necesario—. Ahora, dime por qué me has mostrado todo esto.
—Bien, se debe a los zhakars, ¿sabéis? —explicó el clérigo—. Creemos que algún aspecto de la plaga de moho ha provocado la corrupción de estos huevos. Los limpiamos a fondo, pero al parecer era demasiado tarde para eliminar la infección. Como es natural, queremos averiguar más cosas sobre ella. ¿Quién sabe? Incluso podría resultar un descubrimiento útil.
Personalmente, Ariakas no sabía de qué podía servirle a nadie un puñado de reptiles ciegos y caníbales, pero no interrumpió la explicación del clérigo.
—Es posible, bastante concebible en realidad, que los zhakars estén dispuestos a intercambiar algo de moho si les resulta útil. Pero, tal como están las cosas ahora, sabemos poco sobre ellos. Han rechazado todos los intentos de nuestros espías para reunirse con ellos.
—Quieres que yo prepare una reunión —adivinó Ariakas.
—Parecéis la opción lógica —se apresuró a alentarlo el clérigo—. Sois mucho más, digamos, mundano que aquéllos de nosotros que nos pasamos el tiempo en el templo. Si pudierais encontraros con Patraña Quiebra Acero y organizarla, le haríais a la señora un gran servicio… ¡un servicio muy grande!
—¿Quién es Patraña Quiebra Acero?
—Es el zhakar más rico de Sanction. Parece ser un cabecilla oficioso de todos ellos, y es él quien organiza todos los tratos comerciales de importancia. Es un mercader próspero e influyente por derecho propio, una de las personas más adineradas de la ciudad. También era el jefe del ladrón zhakar que atrapamos…, la persona que según se dice envió al ratero en su misión.
—¿Sabes dónde se encuentra ese tal Patraña Quiebra Acero?
—Vive en alguna parte de los barrios bajos; nadie sabe con exactitud dónde. Sin embargo, frecuenta una taberna propiedad de otro zhakar, situada cerca del puente occidental. El lugar se llama La Jarra de Verdín, y existen muchas posibilidades de que lo encontréis allí.
—Muy bien —dijo Ariakas—, lo buscaré allí mañana.
Sin cruzar más palabras, ambos abandonaron las catacumbas sagradas. El guerrero caminó en silenciosa meditación, hasta que, una vez fuera, se despidió del clérigo mayor y cruzó la oscura entrada cavernosa del templo para descender pensativo de la montaña, bajo las relucientes nubes rojas que brillaban sobre Sanction por la noche.
Llegó a su casa poco antes del amanecer y, cuando se durmió, sus sueños se vieron plagados de criaturas reptilianas, surgidas de huevos de dragones de colores metálicos. Sin embargo, le sorprendió descubrir que las imágenes de los grotescos seres no le producían horror, sino esperanza.