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La ciudad de humo y fuego

Tal vez por encontrarse al borde de la destrucción, Sanction era una ciudad más llena de vitalidad, más viva, que cualquier otra que Ariakas hubiera conocido jamás. Sentado en un banco de su jardín, situado en una posición ligeramente más elevada que su enorme mansión de innumerables habitaciones, contempló a los volcánicos Señores de la Muerte y sintió una profunda sensación de temor… y fatalidad.

A sus pies, Sanction ocupaba el valle de empinadas laderas que se extendía entre los tres grandes volcanes y un humeante puerto marítimo desfigurado por la lava, cuyos muelles se desplegaban frente a una lengua del Nuevo Mar que osaba sondear la inhóspita cordillera de la Muerte. Las temibles montañas exhalaban gases y retumbaban, adormecidas sólo hasta el punto de que por ahora no escupían llamas y piedras hacia el cielo.

Grandes grietas en la superficie de la cumbre situada al nordeste arrojaban al valle dos ríos de lenta y despiadada lava. Al más ancho de estos ríos se unían los llameantes vertidos de la montaña meridional, dando vida al enorme río de lava que atravesaba la ciudad. De un rojo apagado, la roca fundida hervía y burbujeaba a través del centro de la ciudad, y varios anchos puentes de piedra cruzaban su ardiente cauce. Por la noche, el enorme e inexorable río le resultaba a Ariakas curiosamente irresistible, pues entonces su resplandor se reflejaba en el reluciente manto de nubes, una omnipresente mezcla de neblina y cenizas volcánicas, que proyectaba sobre la ciudad una iluminación sobrenatural que lo impregnaba todo.

Los muelles eran una fumante y apestosa colección de edificios apelotonados unos contra otros como parroquianos abriéndose paso por una taberna atestada. Numerosas naves pequeñas llenaban los embarcaderos y dársenas, todo ello acurrucado entre dos rompeolas naturales formados por lava solidificada. Más allá de las escolleras, a ambos lados de éstas se extendían llanos deltas fuliginosos de llameante furia, cuyas hirvientes aguas se evaporaban con un siseo al contacto con la plataforma de roca líquida que se iba extendiendo lentamente.

Alrededor de este sofocante puerto se desparramaban callejuelas y patios, enormes casas solariegas y humildes barrios atiborrados de gente. Incluso la plaza del mercado de Khuri-khan no podía ni compararse a varios de los florecientes bazares de Sanction. Como único puerto natural en toda la extensión de la costa oriental del Nuevo Mar, la ciudad atraía a los espíritus inquietos como un imán. También se alzaba al término de la única calzada que atravesaba las montañas Khalkist. El amplio valle daba a un puerto de montaña entre Sanction y las ciudades situadas al norte y al este; productivos centros mercantiles tales como Neraka y Kalaman. Este valle y su puerto se unían para formar la única conexión entre el Ansalon oriental y el occidental.

La población de la ciudad era, con mucho, la más variopinta que Ariakas había conocido. Altos Hombres de las Llanuras procedentes de Abanasinia viajaban con pintarrajeados elfos kalanestis, en tanto que humanos de Solamnia vendían toda clase de artículos a mercaderes venidos de lugares tan lejanos como Neraka y Balifor, o incluso efectuaban trueques con minotauros, enanos de Kayolin, y algún que otro regio elfo silvanesti. A los merodeantes kenders se los veía por todas partes, y otra raza menuda —de menor tamaño aun que kenders o enanos— deambulaba por la ciudad envuelta en ropajes oscuros. Ariakas se dio cuenta de que muchos ciudadanos evitaban a esos hombrecillos embozados.

De lejos, la mayoría de las construcciones de Sanction se fusionaban en una mezcolanza de bloques marrones, negros y grises. Una gran plaza discurría junto a la orilla del río, hendida por humeantes fisuras y abismos, y varias mansiones nobles se alzaban en las laderas superiores, coronando el perfil de la ciudad; una de ellas pertenecía a Ariakas: en Sanction, la nobleza era una simple cuestión de riqueza, y el guerrero era un hombre muy rico. En realidad, a los tres días de su llegada a la metrópoli, ya había obtenido para sí todos los atavíos de la nobleza, simbolizados del modo más obvio por la espléndida casa solariega situada en los riscos meridionales del valle de Sanction.

Tres construcciones en la ciudad se alzaban, solitarias y orgullosas por encima incluso de las grandes quintas y mansiones, inclinándose sólo ante los poderosos volcanes. Se trataba de los grandes templos, sobre los que Ariakas había oído algunas cosas. Construidos en la época del Cataclismo en las estribaciones inferiores de cada uno de los Señores de la Muerte, los templos se componían de muros, edificios y cámaras subterráneas. Cada uno era una fortaleza inexpugnable, y cada uno ocupaba una posición dominante sobre una gran zona de la ciudad. El más poderoso, el Templo de Luerkhisis, se encontraba al nordeste.

Sin embargo, a su llegada a Sanction, Ariakas se había sentido extrañamente reacio a acercarse al gran templo. En su lugar, fue inmediatamente en busca de los cambistas, varios de los cuales realizaron frenéticas ofertas por el guardapelo y las gemas. Llegada la medianoche de su primer día en la ciudad, era ya un hombre rico, y al día siguiente adquirió una magnífica casa.

La residencia rodeada de un muro de piedra constaba de dos docenas de enormes y bien ventiladas habitaciones dispuestas alrededor de un imponente vestíbulo revestido en madera de teca, todo ello circundado por un perímetro de balcones y columnas; en el exterior, un amplio patio circunscribía dos de los lados, con un gran establo en otra dirección y el otrora florido jardín en la parte posterior. Las fuentes del patio llevaban años secas, y los setos estaban reducidos a matorrales de yesca y cardos, aunque Ariakas tenía planes para devolver al lugar su antiguo esplendor. De todos modos el jardín ofrecía amplios senderos y varias buenas vistas sobre gran parte de la ciudad asolada por la lava.

Tras saldar la compra de la casa con el hasta aquel momento arruinado vendedor, al guerrero le había quedado dinero suficiente para adquirir varios caballos excelentes, y también para contratar una docena de sirvientes, a los que pagó por todo un año de servicio. Esa noche había degustado una comida espléndida preparada en su propia cocina, y luego se había retirado al jardín para dar un paseo. Por primera vez desde que abandonara la torre, el ritmo frenético de sus viajes había cesado, y se encontraba sin una tarea clara que llevar a cabo. Al mismo tiempo se sentía profundamente inquieto y agitado. Al mirar al otro extremo del valle al templo más alto, comprendió sin lugar a dudas el motivo de su malestar.

Takhisis, la Reina de la Oscuridad, lo aguardaba.

En ocasiones había estado cerca de convencerse de que la estancia en la torre —y en especial los recuerdos de sus últimas horas allí— eran el producto de algún sueño delirante. Desde luego sabía la verdad, pero una parte de él le había instado durante el largo viaje hasta Sanction a abandonar la misión que se le había confiado. Él no había elegido llevar a cabo ninguna prueba, de modo que ¿por qué tendrían que importarle los planes de otros?

No obstante, jamás consiguió aceptar de un modo racional ese impulso. Los acontecimientos acaecidos en la torre estaban grabados con fuego en su mente y espíritu; había hecho el juramento y matado a la dama, había contemplado la imagen de una diosa que había creído desaparecida hacía tiempo. En aquel lugar se le había encomendado un destino, y era un hado que no podía ni pensar en esquivar.

Sintió que merecía una cierta sensación de placer y de satisfacción por la meta alcanzada tras su llegada a esta importante ciudad. Sus breves incursiones le habían mostrado innumerables tabernas, salas de juego, burdeles, y fumaderos; pero, en ese momento, no sentía el menor interés por tan vulgares diversiones.

De todos modos, al otro lado del amplio valle se alzaba el Templo de Luerkhisis, situado en una suave ladera, una presencia dominante pero a la vez comedida. Recordando la cabeza medio sumergida de un cocodrilo, la construcción miraba de soslayo desde las alturas como un enorme reptil monstruoso, el viperino hocico dirigido directamente hacia Ariakas. Dos enormes cuevas en forma de ollares conducían a pasillos de acceso, y redondeados edificios del templo estaban posados como ojos abultados en la arista situada sobre las fauces. En crepúsculos como el de ese día, los rayos del sol perforaban la nube de ceniza, para iluminar la siniestra masa del templo con un resplandor surrealista.

Ariakas se irguió y, de nuevo, su memoria regresó a la torre…, a la mujer. Todavía la echaba en falta, aunque no tanto como durante el largo y desolado viaje hasta Sanction. Mientras trepaba por entre las cimas, había recordado cada detalle de su cuerpo perfecto… todos los olores, cada matiz de cada comida que le había servido; pero, poco a poco, los recuerdos se habían ido desvaneciendo en una especie de suave segundo término, agradable de recordar, pero irrelevante con respecto a las cuestiones que reclamaban su atención ahora.

Cuando miró el gran templo de la estribación montañosa, que lo contemplaba como un tremendo dragón miraría a una hormiga, toda la fuerza de la voluntad de la Reina de la Oscuridad asaltó su interior, y sintió una terrible sensación de fracaso, de abyecta indignidad para servirle. Se tambaleó hacia atrás, chocando con las quebradizas ramas de un tejo marchito. Maldiciendo a causa del agudo dolor, se tragó las quejas e inclinó su voluntad al renacido temor que sentía ante la diosa.

Como si hubiera estado adormecida, igual que los humeantes volcanes, toda la fuerza de la voluntad de su señora se apoderó de él. ¡Le serviría! Incluso llevaba en estos momentos su talismán, la espada de hoja blanca, de modo que iría ahora a su templo y se pondría a su servicio. No sabía qué recibimiento lo aguardaba, pero aquella preocupación carecía de importancia. Todo pensamiento de libertad desapareció. Dados a conocer ahora los deseos de su diosa, abandonó la casa, para recorrer a toda prisa las calles de Sanction en dirección a su templo.

Con la puesta del sol, la ciudad revivió a su alrededor. Las calles que habían estado vacías una hora antes se llenaron de gente, y Ariakas se abrió paso por entre multitudes para acercarse al gran puente de piedra del centro de la población. Llevaba la espada bien visible, pues al ser la hoja tan larga no podía colgársela al cinto, y por lo tanto ésta descansaba en una vaina sujeta a su espalda, con la larga empuñadura sobresaliendo por encima de su hombro izquierdo. La visión del arma animaba incluso a hombres armados a cederle el paso.

Los taberneros abrieron de par en par las puertas de sus establecimientos, y numerosos clientes se amontonaron veloces ante ellos, lo que obstruyó todavía más las calles por las que Ariakas intentaba pasar. Muchos de estos enérgicos parroquianos parecían ser mercenarios aguerridos como él y, curioso, se preguntó a quién servirían. No había visto el estandarte de ningún ejército en los alrededores de la ciudad, y como un centro de libre comercio Sanction no necesitaba disponer de su propia milicia. Supuso que aquel extraordinario número de guerreros se veía atraído hasta la urbe por sus abundantes y exóticas delicias, y el gran valor de las monedas de importación.

La calzada daba a la plaza del Fuego, lugar donde la multitud disminuía. Ariakas miró al otro lado del amplio patio, intrigado por el curioso monumento situado en el extremo opuesto: tres naves de piedra, que parecían flotar a cierta distancia del suelo. Ya le había llamado la atención antes, pero aún tenía que averiguar qué era. No obstante, estaba demasiado ansioso por llegar al templo para desviarse a inspeccionar más de cerca.

En cuanto el guerrero inició la ascensión por la suave ladera inferior de la montaña, la actividad de las calles quedó atrás, y se encontró avanzando por una amplia y llana estribación del macizo. Era un lugar vacío, pero su mente de soldado sugirió que resultaría una zona ideal para instalar un gran ejército, y observó que la posición ofrecía la protección de los ríos de lava al este, sur y oeste.

No tardó en dejar atrás la amplia meseta, y las dos entradas del templo aparecieron en lo alto, recordándole aun más, desde esa corta distancia, los ollares de algún inmenso reptil medio sumergido. La calzada daba a una extensa plaza situada bajo las entradas en forma de arco del edificio. Ariakas estaba solo cuando atravesó la explanada de lisas baldosas. Ante él, las dos aberturas se abrían, negras como la noche; pero la anaranjada luz de las lámparas brillaba en lo alto, desde las dos grandes ventanas que servían de «ojos» de la colosal bestia. El guerrero tuvo la sensación de que algo lo vigilaba desde el interior de aquellas siniestras estancias, aunque no consiguió distinguir ni siluetas ni señales de movimiento. Lo supo entonces sin ninguna duda: era allí adonde pertenecía. Un vigor juvenil se adueñó de él, y sin darse cuenta aceleró el paso.

Una oscuridad total ocultaba cada uno de los dos accesos, como una película de tinta colocada sobre el mismo aire, y él se encaminó a toda prisa hacia la arcada de la izquierda. En cuanto la atravesó, Ariakas se vio engullido por una negrura completa y, casi al instante, sintió que lo envolvía una sensación de calidez. Suaves brisas chocaron contra su rostro, y comprendió que alguna chimenea en las entrañas del volcán llevaba el aire hacia arriba y daba lugar a ese agradable calorcillo.

—Lord Ariakas, bienvenido al Templo de Luerkhisis. —La voz femenina, con un agradable tono adolescente, llegó hasta sus oídos desde la impenetrable oscuridad.

—¿Quién está ahí? —inquirió, sorprendido de que alguien pudiera encontrarse tan cerca sin que él hubiera percibido su presencia.

Dio otro paso al frente y de improviso salió a la luz. Una enorme habitación apareció ante él, y si bien no había atravesado ningún obstáculo físico la frontera entre la oscura antesala y esa estancia brillantemente iluminada se abrió con la misma claridad que si de una cortina de terciopelo se tratara.

La muchacha que le había dado la bienvenida se arrodilló y se inclinó profundamente ante él. El guerrero imaginó que no tendría más de catorce años, si bien se comportaba con la serenidad de una sacerdotisa bien adiestrada. La larga melena era negra y estaba perfectamente peinada; se cubría con un vestido de seda azul oscuro, y mantuvo los ojos cuidadosamente bajos y apartados de los de él mientras se incorporaba. Ariakas vio que una gargantilla de cuero blanco circundaba su grácil cuello.

A su alrededor se veía una enorme sala rectangular, ocupada por pequeños grupos de gente que conversaba. La inmensa estancia tenía una longitud de al menos sesenta metros, y la mitad de eso en anchura; docenas de lámparas de aceite colgaban de soportes de la pared y creaban la brillante luz que iluminaba todos los rincones de sus paredes de mármol, exceptuando la mágica capa de oscuridad de las puertas de acceso.

Observó la presencia de otros clérigos y sacerdotisas jóvenes: algunos reunidos alrededor de ancianos de cabellos grises, tanto del sexo masculino como del femenino; otros permanecían sentados en solitaria y silenciosa meditación, rodeados por un amplio círculo de suelo vacío. Los clérigos, tanto jóvenes como mayores, se vestían con una gran variedad de prendas, que incluían pantalones, túnicas y faldas. Muchos de los vestidos eran blancos, pero vio otros de color rojo, verde, negro y azul. Estos clérigos también llevaban gargantillas, la mayoría blancas, aunque los tutores a menudo lucían tiras de cuero negras o azules.

—Si mi señor quisiera acompañarme… —indicó con humildad la sacerdotisa, señalando al extremo opuesto de la sala.

La joven lo condujo a través de un portal abierto, y él la siguió por un largo vestíbulo de paredes de mármol. Observó con atención sus andares, dándose cuenta del modo en que sus diminutos pies se deslizaban por el suelo; como si en lugar de andar patinara. La muchacha no tardó en llegar hasta una entrada de la que surgía la luz de una lámpara; tras dedicarle una nueva reverencia, la joven retrocedió con elegancia, indicándole que entrara.

Ariakas se acercó al umbral y atisbó a su interior, no muy seguro de qué esperar. Le resultaba particularmente perturbador que la muchacha hubiera sabido su nombre, y, además, al parecer, ésta sabía muy bien adónde conducirlo, todo lo cual le hacía preguntarse si no se habría metido en un trampa. En lugar de ello, se encontró con la agradable sonrisa de un clérigo de avanzada edad sentado al otro lado de la gran losa de mármol de su escritorio. El individuo se levantó y fue al encuentro de Ariakas, realizando una educada reverencia… pero sin el servilismo mostrado por la joven.

El clérigo contempló al guerrero con la intensa y escudriñadora mirada de sus profundos ojos marrones. Una larga y espesa melena castaña se tornaba gris en las sienes y caía hacia atrás para dejar al descubierto el rostro. Tenía una barriga prominente y un rostro cansado, cuyas arrugas se debían más a la experiencia que a la edad. En la mano sostenía un pequeño bastón de madera —más decorativo que un garrote, tal vez un cetro, se dijo Ariakas—, en cuyo extremo había una estrella de metal con cada punta pintada con uno de los cinco colores que había visto en el templo. Un manto a rayas, de seda, enmarcaba la brillante túnica negra que llevaba el hombre, que también lucía un collar alrededor del cuello, aunque el suyo era de color carmesí.

—¡Lord Ariakas, bienvenido! ¡Bienvenido a nuestro templo! ¡Hace tiempo que os esperábamos; pero, ahora que os encontráis aquí, la ocasión trasciende las simples palabras! Confío en que vuestro viaje hasta Sanction transcurriera, ¡ejem!, sin mayores contratiempos. Desde luego no se puede esperar que resulte «agradable», supongo.

El discurso cogió por sorpresa al guerrero, pero no detectó nada excepto una sincera bienvenida en el rostro redondo y cándido del hombre.

—Perdonadme —siguió el individuo—, soy Wryllish Parkane, clérigo mayor del templo. Me ocuparé personalmente de la mayor parte de vuestros estudios, si bien, claro está, podréis disponer de todos los especialistas, a medida que los necesitéis. Tenemos una estancia privada dispuesta para vos, al otro lado del salón de audiencias por el que entrasteis. ¿Tal vez os gustaría refrescaros un poco antes de que os guíe en una visita al templo?

Ariakas negó con la cabeza, testarudo, estupefacto ante lo mucho que sabía el otro, y los planes que tenía para él. Lo embargó una repentina desgana ante la idea de enfrascarse en su nuevo papel, aunque sabía que era demasiado tarde para cambiar de idea.

—Eso no será necesario —declaró el guerrero, decidido a recuperar algo de iniciativa—. Tengo alojamiento en la ciudad, donde residiré, y vine desde allí. En cuanto a la visita, estoy listo para ella en cuanto podamos iniciarla.

—¡Desde luego… desde luego! —Si el clérigo se sentía descontento ante las palabras de Ariakas, no lo demostró. Por el contrario, rodeó rápidamente el enorme escritorio y posó una mano firme sobre el brazo del guerrero.

La sensación de rechazo del mercenario dio paso a una cierta satisfacción. Evidentemente, no iban a tratarlo como a un aprendiz o lacayo. Lo habían estado esperando, ¡y Takhisis misma había dicho que él se sentaría a su derecha! Con una sonrisa tensa, permitió que el sacerdote lo escoltara fuera de la habitación.

En el pasillo la joven sacerdotisa esperaba nuevas instrucciones, con una postura rígida y los ojos todavía bajos.

—Eso será todo, Heraleel —indicó el clérigo mayor—. Puedes esperarme en mis aposentos.

—Sí, lord Patriarca —respondió la muchacha antes de alejarse, deslizando los pies en silencio por el suelo.

—Tenemos numerosas aprendizas jóvenes —dijo Wryllish, con una risita ahogada, al observar la mirada del guerrero—. Me aseguraré de que se os asigne una, inmediatamente.

A Ariakas le vino repentinamente a la memoria los cálidos instantes compartidos con la dama en la torre; los recuerdos se desvanecieron, pero fueron reemplazados por un anhelo insoportable que trajo con él una auténtica tentación. Entonces recordó las palabras de la Reina de la Oscuridad y su advertencia: tal aventura amorosa le costaría la vida a la joven en el plazo de un año.

—No por el momento —respondió en voz baja.

—Bien, éstos son los aposentos de nuestros novicios —explicó Wryllish Parkane, conduciendo a su acompañante ante una larga hilera de estancias abiertas y bien iluminadas. En la primera vieron a varios hombres jóvenes que aprendían el arte de la esgrima con un veterano de cabellos canosos. Varias parejas de muchachos se aporreaban entre sí con falsa ferocidad en tanto un grupo de alumnos formaban un círculo alrededor del profesor de voz atronadora.

—Demuestran habilidad —admitió Ariakas, observando el ingenioso uso de las fintas y los amagos de ataque.

—La nuestra es una fe que no desdeña la utilización de la fuerza ejercida de un modo justificado —aclaró Wryllish—. Algunos cultos de los antiguos dioses repudian las armas que provocan derramamiento de sangre… Nuestra señora utiliza un enfoque más práctico.

—Yo respeto el sentido práctico —comentó Ariakas.

—Desde luego —el patriarca asintió—, antes de la coronación de nuestra reina será necesario que un gran ejército se alce en armas en su nombre. —En este punto el clérigo miró a Ariakas con perspicacia, como si sopesara su valía para un papel en aquel plan maestro. El guerrero, por su parte, recordó la gran cantidad de hombres sin caudillo de Sanction: ¿podría conseguirse que formaran bajo la bandera de la Reina de la Oscuridad?

—Éste es nuestro adiestramiento en combate sin armas —declaró a continuación Wryllish Parkane. Habían llegado a una estancia en forma de redondel donde una mujer delgada hablaba con severidad a varios alumnos más jóvenes. Descalza, la adiestradora llevaba un collar azul y una blusa y pantalones de seda, cuyo diáfano material perfilaba su cuerpo flexible y musculado.

De repente, la mujer lanzó el pie hacia arriba, atacando el rostro de un alumno antes de abalanzarse al frente para sujetar a otro por la entrepierna y el cuello; con un veloz gesto, arrojó al forcejeante muchacho al otro lado de la plataforma.

—Muy impresionante —observó Ariakas.

—Lyrelee es uno de los mejores instructores que tenemos. El templo tiene suerte de que eligiera convertirse en sacerdotisa.

Recorrieron innumerables y largos corredores, pasando junto a otras habitaciones, algunas iluminadas, otras a oscuras. El guerrero escuchó sonidos de intensa, en ocasiones enfrentada, conversación. Algunos de los sonidos resultaban ininteligibles, en tanto que otros —gemidos y gritos— sugerían actividades que producían o bien dolor o éxtasis.

Por fin Parkane condujo a Ariakas hasta una alta arcada. Una pareja de hombres armados y con collares verdes al cuello, cada uno vestido de roja librea y con espadas y escudos de inmaculado acero, flanqueaba la entrada. Al otro lado, una ancha escalinata de piedra descendía a las profundidades del templo. Los dos centinelas se pusieron en posición de firmes y retrocedieron cuando el clérigo y el guerrero se acercaron.

—Pero aquí, mi señor. ¡Aquí es donde veréis la auténtica gloria del plan de nuestra señora! —susurró Wryllish, y la excitación quebró su voz—. Éstas son las catacumbas sagradas. Sólo se permite la entrada a sus siervos de más confianza, los que llevan collares azules o rojos. Desde luego, en ocasiones hemos traído prisioneros aquí también, pero ellos no han vuelto a salir.

—¿Por qué yo, entonces? No llevo collar —indicó el guerrero mientras pasaban junto a los centinelas e iniciaban el descenso por la escalera.

—¡Vaya, mi señor! —repuso el clérigo, sorprendido—. Desde luego vos sois la excepción lógica a esta norma.

Ariakas asintió, como si esperara la respuesta. De hecho, su pétrea expresión ocultó el intenso regocijo que le producía saber que podría moverse libremente por todo el edificio, y sintió una hormigueante emoción a medida que descendían hacia las catacumbas. Los dos guardias eran los únicos vigilantes que había visto y, a juzgar por la desierta apariencia de la oscura escalinata, se dijo que estos pasadizos debían de ser un secreto muy bien guardado del mundo exterior.

—Dime —insistió el guerrero mientras descendían, fuera del alcance de los oídos de los centinelas—. ¿Cómo sabías que iba a venir? ¿Que estaría aquí esta noche?

—No sabíamos que sería esta noche… —Wryllish se encogió de hombros con modestia— pero en cuanto a que vendríais, ella me informó, claro.

—¿Hablas con ella?

—Oh, no; no mientras estoy despierto. Pero a menudo viene a mí en mis sueños, y con respecto a vos fue muy explícita. He de adiestraros para ocupar la posición más elevada dentro del culto, aunque se me ha asegurado que como guerrero sois ya muy competente.

—¡Soy un guerrero! —gruñó Ariakas—. ¡Jamás se me ocurrió convertirme en sacerdote, y no planeo hacerlo ahora!

Wryllish Parkane lo contempló con cierto asombro.

—¿De veras? Pero eso no es lo que yo… Bueno, no importa. Venid abajo, ¿queréis?

Las suposiciones del clérigo, como mínimo, hicieron que el mercenario sintiera más curiosidad si cabe, por lo que continuó siguiéndolo por la recta y, en apariencia, interminable escalera. Las antorchas de la pared estaban muy distanciadas, y la oscuridad llenaba los espacios entre ellas. Ariakas estaba a punto de sugerir que cogieran una de las teas cuando su acompañante lo sorprendió al farfullar unas cuantas palabras ininteligibles y hacer que una brillante luz se encendiera en la parte superior de su cetro. La estrella de metal despedía una fría pero sorprendentemente amplia iluminación.

—El poder de nuestra señora es algo maravilloso —manifestó su acompañante, y sus pasos aumentaron el ritmo a medida que continuaba andando por el largo pasadizo subterráneo.

El guerrero mantuvo el paso con facilidad, intentando observar lo que los rodeaba mientras avanzaban. Descubrió varias entradas de cuevas que se abrían a derecha e izquierda del pasillo principal, todas ellas totalmente oscuras y sin señales de vida en su interior. En algunos casos, tuvo la seguridad —en base al polvo y las telarañas— que los corredores conducían a regiones situadas bajo el templo que jamás se visitaban.

Sin embargo, tal vez era sólo la luz del clérigo lo que hacía que el sendero que seguían pareciera distinto del resto. Ariakas observó varias estancias perfiladas por estalactitas y estalagmitas; cuevas naturales en el antiguo lecho de piedra caliza de las Khalkist. La lava y el basalto más recientes, procedentes de los Señores de la Muerte, con frecuencia se superponía y enterraba el suelo de roca, pero en algunos lugares las dos superficies se encontraban. El Templo de Luerkhisis era sin duda una de tales confluencias.

—Decidme —inquirió el clérigo mayor con tranquilidad—. ¿Qué sabéis sobre dragones?

—¿Dragones? —Ariakas meditó la sorprendente pregunta—. Tanto como cualquiera, supongo. Fueron el azote de Krynn antes de que comenzara la Era del Poder, hasta que fueron vencidos por humanos y caballeros en la Guerra de los Dragones. Eso fue hará unos trece siglos, y desde entonces han desaparecido de Krynn.

—Ésa es la creencia general —señaló Wryllish en tono vago—. Vos, claro está, jamás habéis visto uno, ¿supongo?

—Como dije —replicó Ariakas, con cierta acritud—, no ha habido dragones durante más de mil años… ¿cómo podría haber visto uno?

—Claro. A decir verdad, yo tampoco he visto ninguno. —El clérigo se detuvo de improviso, y se volvió para mirar a su acompañante. Wryllish escudriñó al guerrero con una expresión de pensativa curiosidad—. Decidme, lord Ariakas: ¿habéis contemplado alguna vez el nacimiento de la lluvia en las nubes que flotan sobre nuestras cabezas?

—¡Desde luego que no! —le espetó éste, irritado ante una pregunta tan ridícula.

—¡Ah! —declaró el otro, sin hacer caso de la agitación de su compañero—. Pero eso no significa que tal nacimiento no tenga lugar, ¿no es verdad?

—¿Cómo voy a saberlo? La lluvia cae al suelo… ¡Eso es suficiente para mí!

—Desde luego… desde luego. Pero a lo que me refiero es esto: ¿el hecho de que no se haya visto algo constituye una prueba de que esa cosa no existe?

—En ese caso, no. Pero si te refieres a dragones, yo diría que la experiencia conjunta de la población de Krynn debiera servir de cierta base para deducir que no existen. —Muy a pesar suyo, Ariakas descubrió que disfrutaba con aquella pugna verbal. El clérigo, observó, reflexionó sobre su respuesta con seriedad antes de contestar.

—Incluso en ese caso, es posible la controversia. Pues en nuestra discusión, hasta el momento, hemos descuidado la cuestión de la fe.

—¿Fe? ¿En dragones?

—Fe en nuestra diosa. —Corrigió el otro con suavidad—. Y si es la voluntad de Takhisis que creamos en dragones, entonces ¿cómo puede alguien que tiene fe en la diosa no creer, implícitamente, en dragones?

—¿Ha hecho la diosa esta afirmación… que los dragones existen? —inquirió Ariakas.

—No… no de ese modo —respondió el plácido clérigo—. No obstante, sospecho que pronto lo hará.

—¿Sospechas? —Ariakas no consiguió evitar que en su voz se percibiera un tono despectivo—. Pero ¿no lo sabes, no te lo han dicho?

—Lo dejo así —dijo Wryllish, divertido ante el espectáculo de la agitación que se reflejaba en el guerrero—. Creo que ésta es la voluntad de nuestra señora. Antes de que pasen muchos años, los dragones volverán a ser conocidos y temidos en Krynn. Y cuando regresen, no lo harán como una plaga, ni como una amenaza… ¡vendrán como nuestros aliados!

—Hay quien te consideraría loco —repuso el guerrero sin andarse por las ramas—. ¿Es para esto por lo que existe el templo, para insistir en que unos reptiles extintos van a regresar y nos conducirán a la gloria?

No obstante el tono hostil de Ariakas, Wryllish Parkane se negó a dejarse sacar de quicio, limitándose a sonreír con aire satisfecho, y a señalar el pasadizo que tenían delante.

—Seguid adelante, por favor —indicó con rebuscada cortesía—. Me pregunto si pensaréis lo mismo dentro de unos instantes.