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Un ladrón en las Khalkist

Ariakas despertó en plena noche, alertado por una perturbación desconocida, una sutil alteración en la cadencia de la oscuridad. Pelados riscos se elevaban hacia el cielo a su alrededor, perfilados tan sólo por la luz de las estrellas, y el silencio le permitía escuchar el lejano retumbo de las olas al romper en la playa. A su lado, unas cenizas grisáceas ocultaban los agonizantes rescoldos de su fogata, un pequeño montón de ascuas que relucían en rojo contraste con la oscura noche.

Sentándose, se desprendió de su petate. La certeza cristalizó: algo o alguien había cruzado su campamento, y se sintió igualmente seguro de que el invasor se había ido. El guerrero interpretó su propio despertar sin incidentes como señal de que el intruso no había querido hacerle ningún mal.

De todos modos, persistía una sensación de transgresión, que se fue transformando en un frío agravio mientras acercaba la mano a la empuñadura de la espada, para asegurarse de que estaba a su alcance. El arma era vieja, pero robusta y afilada; sintió un gran alivio al percibir la cazoleta y el mango desgastados.

En silencio, se colocó en posición acuclillada, permitiendo que la manta de pieles cayera al suelo. El aire helado le provocó un escalofrío en la desnuda espalda mientras se aproximaba a su alforja. Una rápida comprobación mostró que las raciones de carne seca y galleta seguían intactas, y, en cierto modo, el descubrimiento le causó una decepción, pues indicaba que su visitante no había sido simplemente un animal hambriento.

A continuación rebuscó en el interior de la bolsa en busca de su botella de ron de fuego, que encontró al instante. Apartó el frasco mientras proseguía su búsqueda con una sola mano y, al momento, se detuvo en seco. Con sumo cuidado alzó el recipiente, sopesándolo con suavidad para calcular su peso, y sus labios se fruncieron en una mueca involuntaria: ¡casi un tercio del precioso líquido había desaparecido!

Depositando el recipiente de plata a un lado, hundió la mano en las profundidades de la mochila. Palpó su daga larga, bien guardada en su funda de ante, la apartó e introdujo más la mano; una nauseabunda sensación de inquietud se fue adueñando de él. Hurgando por todas partes con desesperación, no encontró otra cosa que el duro suelo a través del fondo de cuero. ¡El relicario! ¡Había desaparecido…, robado de su mochila mientras dormía!

Su ansiedad y su rabia se encendieron de repente bajo la forma de firme determinación, como un fuego aletargado que da la bienvenida al primer soplido del fuelle. No obstante, se obligó a permanecer calmado mientras contemplaba las estrellas; faltaba todavía una hora para el amanecer, y sabía que no habría modo de encontrar el rastro del ladrón sin luz. Al mismo tiempo, cuando iniciara la persecución deseaba disponer de toda su energía, toda su velocidad y agilidad para la caza.

Una cuestión resultaba de mucha mayor trascendencia que el valor de un pequeño, si bien que precioso, objeto; mucho más importante era el hecho de que ese ladrón hubiera penetrado en el campamento en plena noche, ¡se hubiera detenido ante su figura dormida!, y, a continuación, hubiera procedido a robarle y desaparecer. Para Ariakas, el insulto resultaba tan terrible como la pérdida de sus bienes. Recuperaría el guardapelo, y al mismo tiempo se ocuparía de dar al intruso justo lo que se merecía.

Con este propósito, se echó la manta sobre el cuerpo aterido de frío y volvió a apoyar la cabeza en la almohada que le proporcionaban las botas envueltas en la capa. Se durmió en menos tiempo del que necesitó la primera estrella en desaparecer tras la borrosa cresta de la montaña.

En un lado del campamento, las montañas Khalkist se hundían, en dirección a la costa, en el encrespado oleaje del Nuevo Mar. Una serie de repisas de granito, que asemejaban escalones, ascendían alejándose de la furiosa resaca, con cada montañoso rellano cubierto con una capa hecha de retazos de crecidos pastos, roca cincelada y sueltos guijarros de cantos afilados.

Ariakas despertó bajo la pálida luz azulada, que se filtraba por entre un manto de nubes, con un claro objetivo. El fragor de la marea era un adusto acompañante para su soledad, y atravesaba las brumas costeras incluso a pesar de que el Nuevo Mar mismo quedaba oculto en parte tras la neblina que se disipaba poco a poco. Jirones de esa misma niebla envolvían las escarpadas cumbres, amortajando las cimas al tiempo que se deslizaban, furtivos, por valles y cañadas como el ladrón por su campamento.

Dejó la fogata como estaba, y eligió un trozo de galleta seca como desayuno, impelido a apresurarse por una sensación de urgencia. Lo cierto era que su rabia se había transformado en terrible resolución, y la venganza era una determinación que exigía una acción inmediata y contundente. Tal y como Habbar-Akuk había manifestado, un hombre que no persigue la venganza no es un hombre en absoluto.

Al echarse el morral al hombro, pensó en el guardapelo, en el retrato de la mujer, y fue consciente de una aguda sensación de pérdida: se sintió asombrado al darse cuenta de que ¡echaba en falta a la dama! Durante las semanas transcurridas desde que abandonó Khuri-khan, había atravesado los territorios más accidentados e inhóspitos de Krynn, y ella había sido siempre su compañera. La mujer del retrato lo había ayudado a superar su acusado vértigo cuando franqueaba desfiladeros situados entre montañas, o empinados y traicioneros glaciares; ella había compartido su helado campamento en rocosos bajíos, donde la leña más próxima se encontraba a trescientos metros de distancia, en pronunciada pendiente. La dama lo había ayudado siempre a vadear ríos y a evitar aludes.

Ariakas se preguntaba incluso si no habría sido la mujer quien le había advertido sobre la patrulla de ogros, hacía dos días. En el pasado, él siempre había dado por sentada su habilidad innata para percibir el peligro, que había sido vital para tener suerte en sus campañas y había permitido que tanto él como sus hombres escaparan a emboscadas letales. Sin embargo, cuando topó con los ogros, la presencia de la dama activó la alarma con peculiar apremio, tino… y solicitud.

Eso había sucedido hacía dos días. Una persistente llovizna oscurecía la visión, y el guerrero se sentía helado e incómodo mientras avanzaba penosamente por terreno bajo. Una fuerte premonición, que le pareció como si fuera la voz de la dama, le advirtió del peligro, así que, refugiándose en un bosquecillo de sauces situado junto al sendero, observó en silencio cómo media docena de ogros aparecía ante sus ojos y pasaba a poca distancia de él. Todas las bestias eran bashers, vestidos con el tosco taparrabos de los centinelas de Bloten; y los bashers odiaban ardientemente a humanos, enanos y elfos. De dos metros diez de altura y con un peso que era casi el doble del de Ariakas, cada uno de los monstruos de largos brazos empuñaba todo un surtido de garrotes, hachas y espadas. Uno solo era una amenaza para el guerrero más capaz, por lo que una banda como ésa, si descubría su presencia, lo perseguiría inevitablemente hasta alcanzarlo y acabar con él.

Mientras contemplaba cómo las criaturas desaparecían de su vista, al guerrero le costó reprimir sus ansias de atacar, pues al recordar sus años de campañas, a los amigos muertos y los poblados saqueados, todos sus viejos odios amenazaron con retornar a la vida. Pero entonces, y con gran sorpresa por su parte, encontró un frío consuelo en el hecho de que ahora ya no tuviera tales obligaciones, ni más responsabilidades que consigo mismo. Los ogros desaparecieron bajo la lluvia y, sin más interrupciones e inquietudes, Ariakas había reanudado su viaje hacia Sanction.

Su atención regresó a la cuestión actual, y sus ojos escudriñaron la seca y quebradiza hierba que rodeaba su campamento, en tanto meditaba sobre la evidencia de que el ladrón era alguien muy hábil. Una primera ojeada no le descubrió ninguna señal del intruso. Sus propias pisadas, hechas el día anterior, se destacaban con nitidez, mostrando su ruta a través del estrecho valle situado más abajo, describiendo una senda en zigzag hasta llegar a este elevado saliente.

«Tal vez sea así como me siguió», se dijo. La senda era poco transitada, y la lluvia de la semana anterior había asegurado que sus huellas fueran las únicas visibles en el barro.

Pero ¿por qué se había molestado el ladrón en trepar hasta tales alturas para luego robar tan sólo el guardapelo? Sin duda era el objeto de más valor que poseía; pero su bolsa de monedas contenía varias valiosas piezas de acero, y ningún ratero que se respetara a sí mismo las habría dejado atrás; aunque era posible que el tipo fuera muy astuto y sólo quisiera cosas de gran valor y fácil transporte.

Además, el intruso debía de ser una persona dotada de un sigilo extraordinario, pues había pasado a pocos centímetros del guerrero, y el capitán mercenario tenía el sueño muy, pero que muy ligero. El ladrón había abierto la bolsa, echado un trago del frasco de ron de fuego, y sacado el guardapelo; todo ello sin atraer la atención del durmiente.

Luego estaba un último interrogante: ¿por qué el ladronzuelo lo había dejado con vida y armado? Por encima de todo, Ariakas era una persona práctica. Despreciaba el robo, pues creía firmemente que era la acción desesperada de una criatura débil, aparte de resultar muy poco práctico. Un ladrón no podía evitar crearse enemigos y, sin duda alguna, más tarde o más temprano uno de aquellos enemigos lo atraparía y se vengaría. Así pues, durante toda su vida, Ariakas sólo había cogido aquellas cosas que se había ganado, o cuyos propietarios no tenían la menor posibilidad de tenderle una emboscada en el futuro.

No obstante, al robar el relicario y dejar al guerrero con vida, ¡ese bandido parecía estar buscando problemas! Puede que el malhechor hubiera pensado que el hurto no se descubriría hasta al cabo de uno o dos días, pero aquello parecía una explicación muy rebuscada, y, desde luego, Ariakas jamás habría corrido tal riesgo.

Mientras proseguía su búsqueda de un rastro, empezó a cuestionarse muy seriamente sus posibilidades de éxito. Durante interminables minutos escudriñó el suelo, dando vueltas alrededor de su campamento en una espiral cada vez más amplia, sin obtener nada. ¡Sin duda el culpable no habría huido volando de la escena del crimen!

De nuevo, una mueca de furia crispó sus labios, sin que el guerrero se diera cuenta mientras rezongaba y farfullaba su frustración. Él no era ningún leñador, pero tampoco un novato en lo referente a los territorios salvajes, y ¡desde luego, el suelo húmedo acabaría por revelarle alguna pista sobre el camino que había tomado el ladrón!

Consideró la posibilidad de una persecución a ciegas: limitarse a elegir una probable ruta por la que hubiera huido el intruso. Las posibilidades de acertar eran muy remotas, pero sin un rastro parecía la mejor alternativa.

Una pequeña piedra, vuelta de modo que el lado embarrado quedaba de cara al cielo, captó su atención. Deteniéndose en seco, Ariakas estudió la ladera que se elevaba alejándose del guijarro, y la mueca de disgusto le desapareció de la boca, reemplazada por una fina y tirante sonrisa. La pisada era tan débil que casi resultaba invisible; apenas una marca donde los dedos habían presionado la montaña en un esfuerzo por encontrar un buen punto de apoyo. Únicamente la piedra, desplazada, manchada de barro cuando todas las otras relucían limpias por la constante llovizna, le indicaba que éste era el lugar. Miró hacia lo alto, entrecerrando los ojos, y descubrió otra oscura huella, una docena de pasos más arriba.

¡La pista! Sin una vacilación, afianzó el morral en sus hombros y se aseguró de que la espada descansaba en la funda. Sus botas abrieron profundas y fangosas heridas en la tierra al ir en pos del tenue rastro, ascendiendo, veloz, por la ladera merced a sus largas zancadas.

Durante todo el día siguió el rastro por el accidentado paisaje de las Khalkist. El pedregoso suelo le facilitó pocas señales de valor; pero cada vez que la pista amenazaba con desaparecer, surgía otra sutil indicación.

Poco a poco se dio cuenta de que su presa no ponía empeño alguno en disimular su ruta. Ariakas siguió una sinuosa serie de valles que lo alejaban de la costa, pero en ninguna ocasión intentó el ladrón volver sobre sus pasos o escoger un giro imprevisto en su camino; muy al contrario, siguió el curso de los valles, tomando un rumbo que lo conducía a un paso elevado que el guerrero podía distinguir en lo alto y frente a él.

Entrada la tarde, el mercenario se encontraba ya en el valle llano que se extendía ante aquel desfiladero, sintiéndose cada vez más seguro de que esa abertura en las montañas debía de ser el punto de destino de su presa. En primer lugar, la hondonada que ahora cruzaba era una garganta de laderas empinadas, con paredes casi verticales que se alzaban a derecha e izquierda, cuyos únicos puntos de acceso parecían ser la ladera que acababa de escalar, que conducía desde la costa del Nuevo Mar hasta la estrecha hendidura en la abrupta cordillera que tenía delante.

Allí, en ese valle angosto, Ariakas encontró la confirmación de que seguía el rastro correcto, y de que el ratero no tomaba la menor precaución para evitar que lo siguieran. La pared izquierda de la garganta, que la senda había seguido por abajo, torció de improviso hacia dentro, para proyectarse en la orilla misma del estrecho arroyo que discurría por el suelo del valle. Unas riberas hundidas y fangosas retenían el exiguo caudal, y el muro rocoso que tenía delante obligó a Ariakas a cruzar.

Allí, en el barro, encontró su prueba: un par de huellas de pies, donde el ladrón había andado de puntillas por el lodo y, luego, o bien vadeado el arroyo o saltado sobre la resbaladiza superficie de varias piedras que sobresalían de las plácidas aguas. El guerrero vadeó la corriente con rapidez —el agua ni siquiera alcanzó la parte superior de sus botas— y, una vez en el otro lado, mientras buscaba de nuevo una pista, recibió una sorpresa: dos pares de huellas se alejaban del riachuelo, encaminándose, como ya había imaginado, hacia el elevado paso de la alta cordillera. El descubrimiento lo dejó momentáneamente perplejo, al poner en duda toda una serie de suposiciones. ¿Sería posible que hubieran sido un par de intrusos los que se habían introducido en su campamento sin despertarlo? Lo improbable de tal idea llevaba su credulidad a límites insostenibles. Y, además, ¿por qué lo habían dejado con vida, sin siquiera intentar llevarse su espada?

Las marcas del lodo eran pequeñas y poco claras, ya que el blando suelo había vuelto a su posición anterior y borrado gran parte de los detalles. En cualquier caso, Ariakas prestó menos atención al tamaño de las pisadas que a la cantidad; de modo que se apartó del arroyo vigilando con mayor atención, para desviarse hacia lo alto de una extensa ladera cubierta de hierba en dirección al estrecho desfiladero situado sobre su cabeza.

Mientras trepaba, tuvo otra idea. Llevaba todo el día sospechando que seguía a un ladrón poseedor de un extraordinario e innato sentido del sigilo; y, a juzgar por la falta de señales en el suelo, aquel personaje se movía con una habilidad casi misteriosa que conseguía dejar el terreno intacto. Al saber que el escaso rastro lo habían dejado dos ladrones, Ariakas reconsideró su opinión sobre la cautela que mostraba su presa.

Sin embargo, los dos ladrones habían pasado por el barro de la orilla del arroyo y dejado un rastro claro, ¡cuando un corto trayecto por el agua, riachuelo arriba, les habría permitido salir sobre un montón de rocas, sin dejar una sola señal! Estaba claro que no les importaba si los seguían o no.

Esta última sospecha acrecentó la sensación del guerrero de que debía mantenerse alerta. ¿Se estaba metiendo en una emboscada? Parecía algo más que una vaga posibilidad.

Todas estas preocupaciones se agolparon en su cerebro cuando se aproximó a la estrecha abertura. Un exiguo sendero recorría de un extremo a otro la empinada ladera y, de vez en cuando, descubría reveladoras huellas de pisadas en la tierra suelta. Como carecía de la habilidad rastreadora necesaria para adivinar cuánto tiempo hacía que sus presas habían pasado por allí, decidió apostar sobre seguro y suponer que se encontraban a poca distancia por delante de él. Era posible incluso que hubieran observado su larga travesía por la desnuda ladera.

Por fin el camino fue a dar en el desfiladero, y una rápida ojeada al acceso mostró a Ariakas que no había ningún lugar en el que cobijarse, en tanto que se abrían innumerables hendiduras en el desfiladero que ofrecían escondites más que suficientes para cualquiera que aguardase su llegada. En vista de todo eso, desenvainó la espada y trepó veloz por los últimos cinco metros de senda, hasta encontrarse entre dos enormes masas de roca erosionada por el tiempo.

Sintió cómo cada uno de sus sentidos hormigueaba, alerta, y escrutó a derecha e izquierda, intentando penetrar las sombras con la mirada. Nada se movía allí. Ningún sonido se dejó oír a excepción del creciente aullido del viento, pues la ligera brisa se había convertido en una constante corriente racheada a medida que ascendía por la montaña, y le echaba los cabellos hacia atrás con fuerza, congelándole las mejillas y la barbilla. Cuando intentó mirar a lo lejos, la terrible fuerza del vendaval hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas.

No obstante, acabó por convencerse de que no le aguardaba ninguna trampa en el interior de la estrecha abertura. Mientras clavaba la mirada en la lejanía, intentó desprenderse de la curiosa sensación de que no existía más vida en estas escarpadas montañas; ninguna otra vida aparte del cálido latido de su propia sangre, de su respiración jadeante y su enfurruñada determinación.

Dio la espalda al viento, para dar un respiro a sus ojos, y el sendero por el que había llegado se mostró ante sus ojos. A lo lejos, entre las áridas jorobas de unos cerros, las aguas grises del Nuevo Mar se estrellaban implacables contra la pedregosa orilla, y más a la derecha, a lo largo de la costa oculta entre brumas, distinguió un banco de oscuras nubes bajas: Sanction.

Allí los volcánicos Señores de la Muerte lanzaban humo y cenizas al aire, y sabía que aquel manto de oscuridad flotaba constantemente sobre la atormentada ciudad. Aunque jamás había estado en Sanction, muchos de sus mercenarios habían visto aquella plaza abandonada de los dioses, y la habían descrito con aterrador detalle. De un modo inconsciente calculó la distancia y dirección de su futura marcha; pero, a continuación, giró otra vez cara al viento, de vuelta al sendero y a la presa que aguardaba más allá; no viajaría a la ciudad sin el relicario, y no recuperaría el objeto si no se enfrentaba a sus ladrones.

Fue en ese instante cuando empezó a notar el cansancio. La tensión de la caza, la determinación del largo ascenso, habían agotado sus energías más de lo que había creído, y la senda que tenía delante mostraba una extensión igual de empinada de guijarros entremezclados con maleza. Antes de proseguir, se dejó caer al suelo, apretó la espalda contra la plana roca, e intentó recuperar el aliento.

Paseó la mirada por el panorama que tenía ante él, en tanto que su mente examinaba con atención cada desafío y dificultad que lo aguardaba.

En primer lugar, la geográfica: se enfrentaba al terreno más tortuoso que había visto jamás. Verticales cimas rocosas se elevaban hacia el cielo en una docena de lugares y cada una culminaba en una vertiginosa cumbre que, sin duda, nunca había sido hollada por una criatura que no tuviese alas. Desfiladeros de paredes de roca caían en picado perdiéndose de su vista entre aquellas elevaciones, y si existía alguna senda abierta entre aquellos farallones, no consiguió ver ninguna señal desde donde estaba.

Tampoco descubrió el menor rastro de agua, aunque se veían sucias manchas de nieve en varios barrancos en sombras de las laderas meridionales de las cumbres. Una serie de retorcidas estribaciones se abría paso por entre las cañadas rodeando las elevaciones mayores, si bien tenía la impresión de que para avanzar un kilómetro de terreno se vería obligado a recorrer otro en ascensos y descensos. En comparación, la empinada subida hasta alcanzar este paso no había sido más que un agradable paseo.

A continuación, la presa. ¿Adónde habían ido los dos ladrones? Observó con creciente contrariedad que el terreno que tenía delante era pedregoso y seco. Las nubes cargadas de humedad habían agotado su lluvia en el lado marítimo de esta elevadísima cordillera, sin guardar ni una gota de agua para las áridas cimas que se extendían ante sus ojos. Allí no hallaría rastros en el barro, y, por si fuera poco, la ladera era principalmente de roca desnuda, con pedazos muy reducidos de resistente hierba sobresaliendo aquí y allá. Cualquiera que se moviera con el sigilo de aquellos ladrones no dejaría la menor señal de su paso.

Y finalmente, no vio nada en absoluto que pareciera una senda lógica. A donde fuera que los ladrones hubieran ido, ambos habían seguido una ruta improbable y peligrosa… y en aquellos momentos tenía una docena de tales caminos posibles ante sus ojos.

Apretó los puños mientras luchaba con aquel dilema. ¿Se atrevía a elegir una de entre tantas posibilidades, cada una de las cuales ofrecía peligros inherentes a su vida sólo con llevar a cabo la intentona de seguir adelante? ¿O debía malgastar unas preciosas horas de luz —calculó que tenía todavía un par de horas antes de que oscureciera— para buscar señales que tal vez ni existieran?

Sopesó ambas líneas de acción mientras recuperaba el aliento, y en unos minutos se encontró físicamente listo para volver a moverse, aunque todavía sin decidir qué hacer, y sabiendo que debía hacer algo. Ariakas se puso en pie, se aupó la mochila a la espalda y, comprendiendo que necesitaría las dos manos en aquella ladera vertical, volvió a guardar la espada en la vaina. Poniendo los pies en la repisa del desfiladero, empezó a buscar el lugar de descenso más favorable; pero, una vez más, dejó que los ojos vagaran por el abrupto y desnudo terreno.

Se detuvo en seco, y su respiración se aceleró debido a la tensión. Algo había llamado su atención, cerca de la cima de una elevación cercana. ¡Allí!

No podía creer en su suerte. Dos figuras, diminutas en la distancia, aparecieron ante su vista. Muy despacio, la pareja fue recorriendo una empinada ladera, buscando con sumo cuidado puntos a los que sujetarse mientras atravesaban la escarpada repisa de roca.

Automáticamente corrió a colocarse tras las enormes rocas que se alzaban en medio del paso. En ese momento los distinguía con toda claridad, y en su mente no había el menor asomo de duda de que ésos eran los ladrones. Las figuras se movían con precisión y cautela, pero también con sorprendente rapidez. Calculó el recorrido que los había conducido desde este desfiladero a aquella cresta, e imaginó el mareante descenso, seguido por una agotadora escalada, que había llevado a los dos culpables a lo alto de la montaña siguiente. Inconscientemente, Ariakas se dijo que los ladrones conocían bien estas montañas, y eran muy audaces.

No consiguió distinguir demasiados detalles sobre las dos figuras. Vestían ropas de color terroso —fue tan sólo su movimiento lo que había atraído su atención— y trepaban con cuidadosa elegancia. En unos minutos desaparecieron de su vista, pero al menos sabía qué camino seguir.

Unas energías renovadas inundaron sus venas, e inició el descenso por la ladera con algo parecido a un temerario entusiasmo. Una pequeña avalancha de guijarros sueltos descendió a su alrededor mientras sus largas zancadas buscaban un punto de apoyo en el declive y, de este modo, llegó al fondo del desfiladero entre carrerillas y resbalones. El corazón le latía con fuerza, excitado, y sintió cómo una firme entereza fortalecía sus músculos cuando chapoteó por el estrecho arroyo e inició el ascenso por la pared opuesta.

El sitio por el que los ladrones habían desaparecido estaba grabado en su mente, y no perdió tiempo mirando hacia lo alto. En su lugar, dejó que las largas zancadas lo transportaran por la elevada ladera del pedregoso macizo. Poco a poco fue ganando altura, pero sólo cuando llegó al pie de la columna rocosa empezó a trepar directamente hacia arriba.

El sudor perlaba su frente. El pulso martilleaba en sus sienes, y aspiraba con fuerza para llenar los pulmones de bocanadas de aire. Ascendía sin pausa, buscando de modo instintivo lugares a los que agarrarse y donde apoyar los pies, en tanto que trepaba hacia la cima a ritmo continuado.

Por fin llegó al lugar donde había visto a los dos ladrones. Durante la veloz persecución, el sol se había deslizado tras los picos occidentales, y un manto de oscuridad empezaba a cubrir el cielo. Ariakas interrumpió la ascensión e inició una cautelosa travesía oblicua. Las estrellas parpadeaban por el este cuando rodeó el desnivel, avanzando con sumo cuidado. Un solo paso en falso haría que resbalara por la pedregosa pared decenas o cientos de metros en dirección al fondo, pero percibía cómo la imagen de la mujer lo llamaba y, concentrándose en ese objetivo, el guerrero sólo se dio cuenta a medias de la vertiginosa altura a la que se encontraba.

No tardó en llegar a una ladera más suave, y se puso en marcha sin detenerse. No obstante, no podía usar una mano para empuñar la espada, por lo que sólo le restaba desear que los ladrones siguieran ignorantes de la persecución como habían parecido estarlo durante todo el día.

Finalmente notó tierra bajo los pies, y, no sin cierto alivio, dejó atrás el rocoso promontorio. La oscuridad caía ya sobre él, pero pudo distinguir un valle bajo al frente, e incluso una mancha más oscura que sólo podría ser un bosquecillo de resistentes cedros: los primeros árboles que veía en todo el día.

Una ardiente sensación de triunfo corrió por sus venas; una prueba patente de la presencia de sus presas apareció ante él. ¿Quién podía creer que aquellos ladrones fueran tan descuidados como para encender una hoguera?