Eran como los chavales de aquella tira cómica del periódico, el pardillo blanco y el pardillo negro, fingiendo aquella bonita mañana de domingo en la parada de autobuses que eran caballeros jedi o samurais. Tan enfrascados en su fantasía que no tenían ni la sensatez de mostrarse avergonzados. «FoxTrot», se llamaba: Bankwell la leía a veces, aunque para Bank Flowers las viñetas de los periódicos habían perdido gran parte su encanto desde que el Chronicle había dejado de publicar la tira cómica del basset inglés.
Los enanos fueron en autobús hasta el centro, se bajaron en la calle Catorce y caminaron hasta Franklin, donde había un establecimiento de rosquillas y de rollos de huevo, con la decoración china pero el calendario de al lado del teléfono impreso en una especie de alfabeto de serpientes. Ya hacía tiempo que Bank había incorporado la herradura de almendra de aquel local al catálogo personal que estaba confeccionando de todas las tiendas de rosquillas entre Fremont y Richmond; aquella en concreto estaba un punto por encima del aprobado justo. Si estabas en el centro y no te podías aguantar hasta llegar a la Federación o, más al norte todavía, hasta el fabuloso Dream Fluff, te podías conformar con el Rosquilla Amiga.
El pardillo blanco y el pardillo negro se bajaron del autobús y, abandonando momentáneamente la esgrima, esperaron en la acera desierta de delante de la tienda de rosquillas, como si estuviera a punto de pasar algo real. Sonaba algo de rock clásico, con flauta y todo, por aquel viejo ocho pistas de color verde y naranja que el pardillo blanco llevaba siempre colgando con una correa del hombro. Parecían esperar a que pasara otro autobús o a que un tornado les arrojara una casa encima. Al cabo de un par de minutos sin tornado, el pardillo negro, Titus, dijo algo entre dientes. Esperaron un rato más. Titus era de constitución esbelta, más duro de lo que hacían pensar sus gafas y aquellos botecitos de retrasado que daba al caminar. Todavía estaba creciendo, y estaba claro que iba a ser más alto que su padre, aunque tal vez más estrecho de pecho. En respuesta a lo que fuera que le acababa de decir Titus, el otro sacó una billetera de plástico de color amarillo y azul. Se la pegó mucho al pecho, como si en ella hubiera patitos mágicos o diminutos conejitos huérfanos que él estuviera amamantando para devolverles la salud. Sacó un billete con los dedos y se lo pasó a Titus, que entró en la tienda y salió al cabo de un minuto llevando algo que parecía ser un cachorro muerto.
—Vaya, así que te gustan las herraduras de almendra —le dijo Bankwell a Titus a través del parabrisas del coche fúnebre, que no era ni el Cadillac averiado ni tampoco el Olds del 98 prestado, sino la bestia de carga de Flowers e Hijos, un Crown Vic de 1984. Sin miedo alguno de que lo oyera Titus, que estaba en la esquina de enfrente del cruce y al otro lado del cristal blindado—. Interesante.
—Querrás decir «asqueroso» —dijo el primo Walter. Prince Walter, el sobrino favorito, casi un hijo para un hombre que jamás tuvo hijos. Ahora sumido en dificultades, sin embargo—. Es lo que siempre pides tú.
—Estoy haciendo un estudio longitudinal —dijo Bank—. La herradura de almendra es, cómo se llama, mi control.
—Ufff —dijo Walter, con una mano en la barriga—. Es como comerse un calcetín frito.
—Es por eso que la herradura de almendra tiene que ser el control —explicó Bank pacientemente—. Hay que comprobar cuánto amor y afecto ha puesto el chef en la herradura de almendra. Si la herradura de almendra es buena, entonces las rosquillas estándar serán todavía mejores.
—Ya te has comido tu rosquilla de hoy —dijo Feyd.
—Tú te callas, Feyd.
—¿Ahora eres su conciencia? —dijo el pequeño Walter—. Puto Pepito Grillo de los cojones.
Walter estaba de mal humor, encajonado en el asiento de delante entre Bankwell y Feyd. Para muchos de los pasajeros más reticentes que en el pasado habían tenido que ocupar aquel sitio, había llegado a ser preferible ir en la parte de atrás del coche fúnebre. Pero no cabía duda de que Prince Walter solo veía en aquel sitio la indignidad que conllevaba. Ya hacía años que Walter se había graduado de los coches fúnebres, de manipular cadáveres y de lavarles aquellos pies espantosos. De acompañar a viejas chifladas, de mantener vigilados a los pandilleros y de soportar los chaparrones de dramatismo en los que se veía atrapada la gente, sobre todo las mujeres, siempre que había un funeral. Y también de hacer visitas ocasionales de parte de Chan Flowers, como era el caso de ese día, a gente que no quería que la encontraran o que no estaba necesariamente de humor para recibir visitas. Walter había dejado atrás todo aquello hacía años y se había mudado a Los Ángeles a trabajar en la industria discográfica, de donde solo volvía de vez en cuando para enseñar con orgullo fotos en las que salía con Tupac, Jada Pinkett, Will Smith, Johnny Depp o Snoop Dogg. Adentrándose en el Círculo del Amor de Gibson Goode. Y ahora aquí estaba otra vez, a bordo de un coche fúnebre y sin siquiera ir al volante. Embutido entre dos primos a los que solo conocía como recipientes óptimos para la descarga de palizas familiares.
—Feyd lleva la cuenta —dijo Bank— de todo lo que me meto en la boca. A veces lo veo apuntándolo, al cabrón. Se dedica a espiar lo que como.
—El tío Chan me dijo que lo pusiéramos a dieta de una rosquilla al día —dijo Feyd—. Me dijo… mmm… cuando digo «Big Bank», te das cuenta de que lo digo puramente en sentido figurado, ¿verdad?
Walter soltó aquella risa rasposa, la de Epi de Barrio Sésamo, como si se estuviera desprendiendo de algo en el fondo de su garganta. Feyd se sacó el vaporizador de bolsillo. Tanto él como Walter Kung-Fu estaban perfectamente vaporizados, colocados hasta las cejas con una madeja fresca y fibrosa de cogollos del condado de Vineland que habían comprado usando la receta para el glaucoma de la tía de Feyd. Bank no consumía. Tampoco bebía ni comía cerdo. Le faltaba el setenta y cinco por ciento del camino para ingresar en la Nación del Cinco Por Ciento, y por consiguiente debía mostrar respeto a sus mayores y tratar de no violar las normas del Tío Chan, que ciertamente incluían el hecho de No Pegarse una Fiesta en un Vehículo Funerario. Tampoco tenía permitida la música profana, y aquí estaban con un CD de Ghostface Killah en el equipo de música; estaba bajo de volumen, cierto, pero se trataba de una música tan empapada de las cosas profanas del mundo que las supuraba igual que una venda saturada.
—Mierda —dijo Bank—. Eres un puto espía alimentario.
Se quedaron mirando cómo el pardillo blanco miraba cómo el pardillo negro ingería la herradura de almendra, igual que un alienígena alimentándose en una película de terror, con dientes hasta en los dientes. El pardillo blanco parecía debidamente horrorizado. Luego le tocó a él entrar en la tienda, y al cabo de un momento lo vieron salir con una caja de color rosa atada con una cinta blanca.
—Le lleva un regalo a alguien —comentó Bank.
—Hostia —dijo Walter en tono risueño—. Oh, carajo. Mirad quién viene.
Y la que venía era Candyfox Brown, o como se llamara aquella tipa en las películas, aquella madura de caderas altas y tetas grandes, que ahora pasó enérgicamente junto a los chavales con sus ancas de caballo de carreras. Dejándolos atrás sin echarles ni un vistazo.
—Valletta Moore —dijo Walter, en tono de oración. Como si sintiera lástima por ella o por sí mismo—. Mierda.
Pardillo Blanco y Pardillo Negro giraron la cabeza a la vez para contemplar el tic-tac del mecanismo de relojería corporal de la mujer que pasaba junto a ellos. Con un movimiento completamente idéntico y abyecto de ambas cabezas, zas-zas, como el de esos perros que sacaban en las pausas de la emisión del Canal 20 y que se giraban de golpe con la lengua fuera en cuanto alguien les mostraba una chuleta de cerdo desde fuera de plano.
—¿Por qué no se ha parado? —dijo Walter—. Parece que no los conozca.
—Sí que los conoce —dijo Bankwell. Puso el coche en marcha y giró a la derecha por el cruce, alejándose de los chicos y de la tienda de rosquillas—. Está siendo cautelosa. Volverá dentro de un momento, en cuanto deje de vernos aquí sentados.
—¿Adónde vas?
—A dar la vuelta a la manzana.
Alguien había sugerido que lo más probable era que Valletta Moore y el hombre, Luther, estuvieran enganchados al crack hasta las cejas, de manera que lo único que había que hacer era encontrar su madriguera. Pero la pareja llevaba tiempo dando esquinazo al Tío Chan, y era obvio que por lo menos ella era capaz de tomar precauciones básicas. Tal vez no estuviera tan acabada como decían los rumores, o acaso sufriera paranoia crónica. En cualquier caso, un coche fúnebre no era ni mucho menos un vehículo ideal de vigilancia. Habitualmente, cuando el Tío Chan enviaba a Bankwell y a Feyd en el Crown Vic, no era en una misión de incógnito. Si Batman quisiera echar un vistazo a la vida criminal de Gotham City, no se pondría su traje de goma y conduciría su Batmóvil; mandaría a Alfred al volante de un Daihatsu de baratillo. La intención del Crown Victoria solía ser mandar un mensaje estilo Batmóvil, hacer una declaración de intenciones. Pero aquella mañana el Tío Chan, que estaba en horas bajas, se había despertado dispuesto a arriesgarse.
—Allí está —dijo Walter después de dar la vuelta por la calle Quince y Broadway. A dos manzanas de distancia, Valletta Moore estaba abriendo la portezuela del pasajero de un viejo y ruinoso deportivo de alta cilindrada, parecía un Toronado, cubierto de manchas grises y beige y surcado por vetas verdes, como una rodaja de mortadela Oscar Mayer que se hubiera pasado dos meses en la nevera. Titus y el otro chaval se metieron en el asiento de atrás y luego Cleopatra Clark o como se llamara entró y cerró la puerta con cuidado.
—Arranca —dijo Walter, mirando cómo el otro coche se alejaba de la acera.
—¿No ves que todavía tengo el semáforo en rojo? —dijo Bankwell—. ¿Quieres que me pongan una multa? Si me para la policía, ¿cómo los vamos a seguir?
A Bankwell no le daba miedo Prince Walter.
Cuando el semáforo cambió a verde, el Toronado ya se había adelantado lo bastante como para que ellos lo pudieran seguir con facilidad y discreción. A Bank no le habría importado, y de hecho le habría gustado, ver que el Oldsmobile emprendía alguna maniobra evasiva, un coletazo a lo Jim Rockford o algo parecido, pero el conductor del Toronado, que muy probablemente fuera el hombre al que tenían que localizar, no hizo esfuerzo alguno en aquel sentido. Giró a la derecha por Telegraph, cogió MacArthur y se metió en el aparcamiento de un motel, el Selwyn, uno de los diversos elegantes establecimientos que flanqueaban el bulevar, con aspecto de servir a una selecta clientela de adictos a las anfetas, gente que pagaba por horas y sus amistades insectiles. La oficina tenía tejado a dos aguas y el motel en sí era un bloque de dos niveles, con una entrada para vehículos cubierta entre ambos edificios en la que ahora el Toronado consiguió a duras penas ensartarse.
—Debe de haber otro aparcamiento en la parte de atrás —dijo Walter. Se acomodó entre sus primos como si fueran un par de almohadas y al pequeño principito le hubiera llegado su hora de la siesta—. Id, pues.
—¿Y tú qué? —dijo Bank—. Tú también vienes, ¿no?
—¿Eh? No, yo me tengo que quedar aquí.
—¿Cómo?
—Para supervisar la situación.
Bank se quedó allí plantado con la portezuela abierta, paciente. Como quien tiene tiempo que matar. Al final, negando con la cabeza al ver lo bajo que había caído, Prince Walter salió del coche.
—¿Llevas pipa? —dijo mientras cruzaban el bulevar.
Bank no se dignó en contestar aquella pregunta.
En el aparcamiento delantero había tres coches, un Volkswagen de maletero vertical color marrón apósito, un Jeep y un B210 vetusto. Un carro del servicio de limpieza ocupaba en solitario el pasillo superior del motel. En la oficina con tejado a dos aguas no vieron a nadie. Había dos cámaras de seguridad instaladas en sendas farolas, pero qué más daba. Solo habían ido de visita.
Tal como había imaginado Prince Walter, el área cubierta llevaba a un pequeño aparcamiento situado detrás del motel, cubierto de grava y destinado a albergar una hilera de contenedores de basura. El Toronado estaba aparcado en el espacio estrecho que quedaba entre los contenedores y la tapia estucada alta que mantenía la cuarentena entre el motel y la casa de detrás. La pared trasera del motel era de estucado liso con ventanas esmeriladas, como una cara que no se mete en los asuntos de los demás. En la planta baja, junto a los contadores del gas, una salida de incendios advertía de que no había que cerrarla nunca con llave.
—Voy a esperar aquí —dijo Walter—. Por si acaso os ven llegar y se intentan escapar por la puerta de atrás.
Le había quedado de cobarde pero tenía cierta lógica, y además había que asumir la probable inutilidad de Prince Walter en caso de que surgieran problemas. Bank se tiró hacia arriba de la pernera izquierda de los pantalones del traje para sacarse su pequeña Beretta Bobcat de la pistolera que llevaba sujeta con velcro al tobillo.
—Ten, anda —dijo, dándosela a Walter, que la cogió sin molestarse en esconder su reticencia—. Acuérdate de que a los caballos se les dispara a las patas.
Prince Walter asintió con expresión solemne antes de entender lo que Bank le acababa de decir. Frunció el ceño. Mientras entraban por la puerta de incendios, Bankwell se vio obligado a decirle a Feyd que dejara de reírse, coño, que los iban a oír. Se encontraron en una habitación de iluminación cruda, bañada en ese olor a piruletas del jabón de lavar y ocupada por un par de lavadoras y secadoras de las de meter monedas. Algo que parecía un par de zapatillas deportivas estaba convirtiendo una de las secadoras en un tam-tam. Varias bolas de pelusa de color violeta se dispersaron rodando por el suelo mientras ellos cruzaban otra puerta que daba a un pasillo en penumbra, pasaban por delante de una máquina de hielo y salían bajo el pasillo superior, justo al lado de la habitación 112. Un grupo de moscas ociosas flotaba en el fresco de la escalera, como si fueran las motas de un velo fúnebre de encaje.
—Tú mira aquí abajo, yo voy arriba —dijo Bank.
Tenía la sensación de que estaban en la segunda planta.
No era que tuviera ganas de violencia ni de problemas. Pero le parecía mejor coger a los problemas por sorpresa antes de que ellos te cogieran por sorpresa a ti. Subió ruidosamente las escaleras y estaba a punto de alcanzar el rellano cuando alguien le puso la zancadilla. Se dio un fuerte trompazo. Una bombilla se le apagó en la cabeza. La escalera se convirtió en un gong que retumbaba. Mientras Bank estaba cayendo, sin embargo, estiró el brazo para agarrar instintivamente a alguien que resultó ser Titus. El enano cayó a su lado.
Bankwell tenía sangre en la boca y posiblemente un diente roto.
—¡Hijo de puta! —dijo.
Las suelas de sus mocasines chirriaron contra el cemento mientras se incorporaba de golpe, con la corbata y los faldones de la chaqueta del traje al viento. Sin querer, pisó a Titus en la barriga y, joder, la herradura de almendra salió disparada, un chorro de mejunje acre y marrón. Bank se apartó de un salto, perdió el equilibrio y en aquel momento fue atacado por un espadachín.
—¡Hiii-ya! —dijo el chaval de los conejitos en la billetera—. ¡Hiii-ya!
El primer golpe le rebotó a Bank en el brazo, justo encima del codo, pero el segundo le dio de lleno en la nuca. Era una katana de entrenamiento, como las que él había visto una vez expuestas en un dojo, de madera maciza. Justo después de la interacción entre Bank y el cemento, el golpe en la cabeza no le hizo ningún favor a la claridad de sus pensamientos. Por suerte, estaba armado con una Sig Sauer del .38 con licencia en vigor y aptitud más que sobrada para usar. No le hacía falta pensar.
Le puso la pistola en la cara al pequeño… ¿cómo se llamaba?… Julie. Julie Jaffe. Metro sesenta y cinco de furia samurai pelirroja de tira cómica. A Bank se le escapó una sonrisa.
—Mira esto —le dijo a Feyd cuando su primo subió corriendo las escaleras—. No te pierdas al pequeño Zatoichi blanquito.
El pequeño Zatoichi bajó la espada, tal vez porque ahora tenía dos pistolas apuntándole y una espada hecha de madera. A Bank, sin embargo, le pareció que la bajaba más por asombro que por rendición. Casi como si su oponente acabara de adivinar su identidad secreta. Bank le arrancó la espada de las manos al chaval.
—¡Zatoichi! —dijo Feyd—. Pues me alegro, me vendría bien un masaje.
Feyd bajó la vista para mirar a Titus, vio cómo había terminado la herradura de almendra y arrugó la cara.
—Pero mírate, capullín —le dijo a Titus, que se incorporó goteando, con la mente llena de odio que ahora se puso a dispararle por los ojos a Bankwell Flowers III—. ¿Qué cojones te has hecho?
—No pasa nada. Venga. Dejadlos en paz.
Bankwell se volvió para ver a Walter en la retaguardia de una breve procesión, convertido en el ápice de un triángulo aproximado cuyos otros dos vértices eran Valletta Moore y Luther Stallings con las manos en alto. Walter sostenía la pistola muy alta y ladeada, con una sola mano, con aquel estilo peliculero que el Tío Chan detestaba.
—Ya me habéis encontrado —dijo Luther Stallings, la estrella de las películas de kung-fu de la vieja escuela, fibrado y en forma, vestido con kimono, pantalones cortos de paracaidista y un par de sandalias de tela negra estilo Bruce Lee. Con el pelo y el vello del pecho canosos y más arrugas en la cara que el Tío Chan—. Bajad las pipas. Dejadme que me vista. Idos a casa, chavales. No me va a pasar nada.
Bank había visto, ya hacía tiempo, un par de películas protagonizadas por Luther Stallings. Y aquello venía a ser lo que recordaba: el ir al grano, los monosílabos y la sonrisa perezosa. De manera que o bien ahora también estaba actuando o bien no actuaba nunca.
—Venga, Julius, Titus —dijo Valletta Moore—. Chicos, marchaos. Ya os podéis ir.
—Y una mierda —dijo Bank.
—No pasa nada —dijo Walter—. Total, no tenemos sitio para ellos.
Mientras Bank estaba distraído por lo idiota que podía ser a veces Prince Walter, Titus se despertó de golpe. Agarró a Julie por la camisa y lo arrastró escaleras abajo; se oyeron cuatro pies con deportivas que bajaban repicando hasta el aparcamiento y luego zapatillas deportivas contra el asfalto.
—¡Mierda, Walter! —dijo Bank.
Ahora que estaba pensando en lugar de hacer las cosas sin más, hizo el gesto fútil de ir a la barandilla y sopesar si valía la pena pegarle un tiro a los prófugos. Pero era puro teatro y todos los presentes lo sabían.
—¡Es un coche fúnebre, pedazo de memo! —dijo Bank—. Ahí cabe hasta Nell Cárter, en un ataúd extragrande.
—Pues muy bien —dijo Walter.
—¿Kung-Fu? —dijo Luther Stallings. Se giró para ver mejor a su captor. Valletta Moore también se giró para mirarlo—. ¡Kung-Fu Bankwell!
—¿Qué tal, señor Stallings? ¿Cómo le va?
Prince Walter se sometió con docilidad a una presa de cuello a manos de la vieja estrella de cine. Valletta, en cambio, no estaba preparada para sumarse todavía a aquel emotivo y cálido reencuentro.
—Walter Bankwell. Que Dios nos asista —dijo ella—. ¿Cómo hemos llegado a esto? —Se levantó las gafas de sol para dispararle a Walter sus rayos avergonzadores de máxima potencia—. A mezclarnos en esta clase de conducta disparatada…
—Es lo que llevo todo el día preguntándome —dijo Prince Walter—. Con las mismas putas palabras.
En el último sueño que tuvo aquella noche, Archy era un chavalín y al mismo tiempo era su yo actual, y estaba hablando con su madre en un apartamento de los años setenta. Mauve estaba sana, no le flotaba ninguna sombra encima y, por mucho que estuviera soñando, una parte de la mente de Archy se asombró del hecho de que en aquel sueño su madre pareciera mucho más nítida y presente que cuando él la intentaba recordar estando despierto. Era aquella clase de sueño: consciente de sí mismo y comprensible a medida que avanzabas por él. Todo el dolor y la añoranza que iban asociados con la muerte de su madre, aquel punto intocable que se alojaba dentro de él como si fuera el meteorito negro de la Kaaba, se hizo palpable mientras él estaba allí sentado con ella, entablando conversaciones absurdas. Mientras soñaba, entendió que la conversación no tenía sentido, que aquel sueño no era más que una forma de duelo y que la defunción del señor Jones era su detonante y la corriente que lo subyacía. En el sueño, estar de duelo resultaba agradable. El disco que sonaba de fondo en el apartamento del sueño era una colaboración clásica entre Maceo Parker y Curtis Mayfield, la banda sonora de una película de blaxploitation muy conocida que se titulaba Sombrero de copa y codos. Él se dedicó a escuchar aquella música hermosa, aquellos ritmos contundentes, aquellos metales soleados y aquella sombra de bajo y a decirle tonterías a su madre tal como ella ya iba a ser para siempre. «Gracias, Dios —pensó su yo presente—, por estar teniendo esta maravilla de sueño».
Luego la canción que sonaba de fondo en el apartamento del sueño, con su papel de pared plateado, cambió lentamente a «Trespasser» de Bad Medicine. Archy se despertó en el suelo de la casa del muerto, tirado encima de un montón de fundas para muebles. Vio que el número de Julie le iluminaba el teléfono y supo que su madre estaba muerta y que Sombrero de copa y codos sería un título espantoso para una película sin importar de qué género fuese; y lo peor de todo, supo que, salvo en un sueño que acababa de esfumarse, no existía ninguna grabación de aquella banda sonora, ni tampoco ninguna colaboración visionaria entre Maceo y Mayfield.
—Tu teléfono —dijo Kai. Se suponía que era lesbiana, con aquel peinado a lo Bowser y aquellas espaldas que llenaban los hombros de la chaqueta del traje prestado, pero a las cinco de la mañana (después de que se colaran por una ventana del sótano desde el jardín de la casa del señor Jones para que Kai, que resultó que coleccionaba gospel y música de iglesia sureña, pudiera disfrutar de una sesión privada de escucha de la pequeña pero interesante selección de discos raros de la Savoy y la Checker que tenía el señor Jones), la realidad había resultado algo más complicada—. Eh, que te suena el teléfono.
—¿Qué pasa? —dijo Archy por el teléfono.
—Soy Julie.
—Sí, ya lo veo. ¿Qué pasa?
—Bueno, para empezar, ya sé que la hemos cagado del todo.
—¿Eso para empezar?
Archy se puso de pie tambaleándose, con la resaca encallándole el giroscopio interior, y caminó hasta la ventana de buhardilla que había en la sala de estar. La luz del sol entraba en franjas por entre el hierro de la ventana, y él colocó los ojos en una zona de sombra fresca para contemplar la calle Cuarenta y dos. Un gato del color de la mantequilla de cacahuete merodeaba, de caza, por un lecho de berros y papeles de periódico. Era domingo por la mañana, 29 de agosto de 2004. El funeral ya había pasado. Ese era el día en que él había jurado que empezaría a tomarse la vida en serio.
—Esto tiene que ver con Luther, ¿no? —dijo.
—¿Cómo lo sabes?
—Colega, pensaba que os lo había dicho, no os acerquéis a él.
—Archy, lo han cogido. Han entrado en su habitación y se han llevado, ya sabes, todas las cajas de los archivos. Y se lo han llevado a él. Y luego Valletta se ha puesto a… bueno… a repartir patadas y tal. No rollo patadas giratorias Wing Chun ni nada de eso, simplemente a darles rodillazos en la entrepierna y a morderles y eso. De manera que se la han tenido que llevar a ella también.
—¿Quiénes?
—Ah, y yo le he dado a un tío con una espada.
Ahora se oyó a Titus, hablando por encima de Julie con voz impostada, como si fuera un viejo profesor de física blanco de Iowa.
—Esa historia es cierta —dijo—. Yo doy fe.
—¿Julie? ¿A quién has dado con una espada?
—A esos tipos de la funeraria. Creo que el más grande se llama Bank.
Archy sintió esa especie de alivio, o por lo menos de tranquilidad, que acompaña a ciertas modalidades del fracaso. El día anterior, Chan Flowers le había pedido que eligiera entre su futuro —padre responsable que trabaja para un empresario admirable haciendo un buen trabajo que además le encanta— y proteger al pelagatos adicto al crack, acabado, embustero y estafador sonriente que era aquel padre suyo que nunca le había hecho de padre. Archy se había escaqueado de la situación, lo cual constituía una forma gallina de elegir el plan B, sin ninguna razón en absoluto más que un patético residuo de lealtad hacia el tipo que no había hecho nada en la vida más que eyacular una serie de proteínas cruciales en el vientre de su madre. Y también porque, por qué no admitirlo de una vez, un hombre como Archy jamás elegiría un plan como el plan A. Venga ya. No era mejor que Luther Stallings, y la lealtad teórica que había desplegado el día anterior hacia su padre no consistía en nada más que eso. Igual que tantas formas de lealtad masculina, en realidad no era más que una manifestación de cobardía. Y ahora ya nadie podía proteger a Luther; la indecisión de Archy había terminado por hacer expirar los planes A y B, una técnica que tradicionalmente se conocía como plan C.
—¿Adónde se lo han llevado? —dijo.
—No lo sabemos. Tenían el coche fúnebre, o sea que… sí.
—Vale. ¿Dónde estáis Titus y tú?
Estaban en un restaurante eritreo, bastante lejos, en Telegraph con MacArthur. Tenían dinero y un teléfono. Sabían coger el autobús de vuelta a la casa de los Jaffe. Julie le dijo que no se preocupara para nada por ellos, aunque a Titus le habían roto la nariz y se había vomitado encima; ahora la nariz ya no le sangraba, pero tenía una pinta espantosa y además olía mal, y encima de todo le dolía la cabeza.
Archy conocía a Julie desde que el chaval no tenía ni dos años, desde que era un viejecito en miniatura que se retorcía las manos en una mecedora para bebés que colgaba de una puerta. Mecerlo casi nunca servía de nada, pero siempre se lo podía tranquilizar poniendo la música más pasada de vueltas que tuvieras, aquellos rollos tipo Sun Ra que ya parecían directamente radiaciones cósmicas. Mientras aquello sonara, el pequeño Julius dejaba de actuar como si estuvieran a punto de hacerle una inspección de Hacienda y se quedaba allí sentado, contemplando la música igual que los gatos contemplan a los fantasmas. A Archy no le costaba nada ahora oírle en la voz a Julie que estaba asustado.
—¿Vas a llamar tú a la policía? —dijo Julie—. ¿O llamamos nosotros?
Archy se apoyó en calzoncillos en la repisa de la ventana. Miró a Kai, acostada, nacida chica pero sintiéndose otra cosa, y más o menos a medio camino de convertirse en hombre. Todavía conservaba sus órganos reproductivos originales pero no había dejado a Archy que los usara y le había pedido que por favor la follara por el culo, sin nada más que un puñado de saliva para facilitar la entrada. Kai estaba siguiendo una receta, una serie de pasos: hormonas, papeleo y operaciones. Y luego un día se despertaría y sería un tío, y muy probablemente, había que reconocérselo, un tío bastante de puta madre. Archy se preguntó si todo el lado mental y emocional de ser hombre venía junto con las hormonas, como cuando te pones a cavar en la arena y acabas encontrando agua. Tal vez si decidías activamente ser hombre y seguías todos los pasos y procedimientos prescritos, terminabas provisto de convicciones claras y nunca te encontrabas a ti mismo, por ejemplo, escaqueándote como un gallina para no tener que elegir un plan B que tú confiabas en que simplemente expirara antes de tener que seguirlo.
—No te muevas de ahí —le dijo a Julie—. Yo me encargo de Luther y de Valletta y le digo a tu padre que os vaya a buscar.
—No.
—¿No?
—Bueno, vale. Pero, colega, no se lo digas a mi madre.
—Prométeme que no volverás a llamarme colega.
—Te lo juro.
Archy arregló un poco la camisa maloliente y el traje fúnebre y se los puso, se echó agua del lavabo a la cara y trató de no hacer caso de aquella ruina lunar que era su pelo. Se dio una palmadita en el bolsillo lateral de la chaqueta.
—Las llaves te las cogí yo —dijo Kai—. Tienes el coche aparcado al lado de la tienda.
—Gracias —dijo Archy. Otro detalle de aquellos sueños tan nítidos que había tenido durante la noche emergió a la superficie de su memoria—. Bueno, pues. —Hurgó en el traje de fantasía de Kai y sacó sus llaves. Ella se había subido las fundas para muebles hasta la barbilla y lo estaba mirando con sus ojos pequeños y castaños—. Me tengo que ir.
—Eso parece —dijo ella.
—¿Estás bien?
—Mmm… uaah. —Ella se incorporó, destapándose aquella boca grande y aquellos labios descarados—. Buena suerte en Belice.
—Sí… ¿qué?
El recuerdo terminó de emerger. Llegar en coche a la casa de la Calle de los Juguetes Perdidos en el tiempo indefinido de después de que se encendieran las luces del Lakeside Lounge. Gwen plantada en el porche en bata, silenciosa como un ídolo al que están a punto de robarle el rubí de la frente. Archy diciéndole que se apartara de en medio y cogiendo una maleta que había en el armario del pasillo. Embutiendo en ella toda clase de pertenencias misceláneas, latas de atún y probablemente un sujetador. ¡Belice!
—Sí… mmm… gracias por sacarme entero de allí.
—Dios, ya me puedo despedir de mi trabajo. Menudo cabreo llevaba Gwen.
—Sí, lo… mmm… lo siento.
Echó un último vistazo a la habitación y luego se despidió con la cabeza, deseando tener un sombrero para cubrir la abominación que era su pelo, todo encrespado hacia la parte delantera de su cabeza.
—Dentro de un par… mmm… un par de horas o tres, estaré lejos de aquí.
—En Belice.
—Tengo todos los mapas.
La mirada, la mueca sarcástica de la boca. Decepcionada con él. No había creído que fuera de esa clase de hombres.
—Diviértete —le dijo después de una pausa.
—Ja —dijo Archy—. No es lo que me esperaba que dijeras.
—¿Y qué te esperabas que te dijera?
—«Sé un hombre».
—Vete a la mierda.
Él sacó la gorra de capitán de yate de la bolsa de la compra que ella estaba usando para transportar el uniforme de la banda del día anterior.
—Oye, ¿me prestas esto?
—Quédatela —dijo ella—. Te sienta estúpidamente bien.
Archy echó a andar por Telegraph con aquella gorra de L. Ron Hubbard, abrió su teléfono y pensó en lo que le había preguntado Julie. Lo primero que le iba a decir Aviva era: llama a la policía. Cuéntaselo a alguien, no lo guardes en secreto. El silencio equivale a la muerte. Recupera la noche. A Aviva las experiencias amargas le habían enseñado, igual que a tantas otras mujeres que trabajaban en lo mismo que ella, que había que seguir las reglas. Lo mismo Gwen, cuya familia estaba llena de policías y abogados; casi siempre tendía a ponerse del bando de la ley. Ninguna de ellas entendería que Chan Flowers estaría encantado de que la policía se sumara a la situación. Él era concejal, presidente del Comité de Salud Pública y amigo íntimo de muchos capitanes y mandamases de la policía de Oakland. Cuando se morían, ya fueran policías o bomberos, Chan Flowers los enterraba gratis, con una pompa sobria que recibía elogios unánimes. La policía siempre iba a proteger a Chan Flowers. En cuanto el tipo recuperara lo que fuera que le había quitado Luther, la cosa se pondría en plan: «Ponme con McGarrett, cabrón». Y después, podrías contar la historia de lo que pasó cuando la policía de Oakland se encontró con aquel viejo y gris ex campeón de kung-fu metido a chantajista, y al final de aquella historia, al estilo del bien llamado sistema de justicia criminal, lo más seguro es que fuera la mujer, la pobre desdentada Valletta, que tal vez habría intentado hacer de madre para Archy si Luther hubiera estado dispuesto a permitírselo, quien acabara en la trena.
Lo más seguro era que Aviva pudiera entender esto, pero Archy no tenía tiempo para dar explicaciones. Estaba razonablemente seguro de que Chan Flowers no pondría en peligro ni su posición ni su reputación haciendo nada que hiciera daño a Luther, poniendo a un par de chavales de la familia Flowers a machacarlo contra el bordillo de la acera de detrás de la morgue, pero al mismo tiempo, detrás de aquel palio de poder y dignidad fúnebre, seguía habiendo algo que ardía en el interior de Chan Flowers. Tal vez el viejo pisotón ejemplar contra el bordillo era justamente el medio que empleaban los hombres con buena posición y reputación para conservar ambas cosas.
—¿Está tu marido?
—Está —dijo Aviva, en tono de advertencia—. ¿Cómo estás, Archy?
—¿Gwen está contigo?
—La tengo aquí en la cocina.
Eso estaba bien, en cierto modo; que Gwen se pudiera sentar allí, diciendo «A la mierda, me puedo tomar una taza de café si me da la gana», soltando improperios hacia Archy, encontrando por fin en la risueña cocina de su mejor amiga las energías para hacer lo que ya tendría que haber hecho mucho tiempo atrás: ver a Archy como el fanfarrón irresponsable que era. Preparando café de Peet’s en aquella sofisticada cafetera ciclotrónica francesa de Nat mientras consideraban posibles abogados para llevar el divorcio, con Aviva naturalmente defendiendo el modelo de «hazlo tú misma», explicando que una podía ir a la librería Nolo Press de Parker Street, en Berkeley y que allí tenían todos los impresos y libros necesarios. En los últimos tiempos había imperado un clima gélido entre ambas mujeres, y algo como lo que estaba sucediendo ahora les venía de perlas para descongelar las cosas. Entretanto, Nat podía escabullirse por la puerta sin llamar demasiado la atención ni suscitar demasiadas preguntas.
—¿Ya te has enterado de todas las idioteces que hice anoche?
—Probablemente, no de todas —dijo Aviva—. De las suficientes.
—Entonces, ¿puedo hablar con Nat?
—¿Qué? —dijo Nat cuando se puso al teléfono, con un tono tan huraño que casi parecía que fuera puro teatro, pero Archy sabía que el mal humor era un don que Nat no podía controlar, el único don de Aquiles en su tienda.
—Te toca ir hasta el restaurante eritreo de Telegraph, el que hay a la altura de MacArthur, y recoger a los chavales. Te están esperando allí. ¿Vale?
—Debes de estar de broma. —Perdido en el interior de aquella escafandra suya, en las profundidades de la Fosa de Yap con sus botas de suelas de plomo—. Voy en calzoncillos.
—Sé que a Gwen le está encantando.
—Vete a tomar por culo.
—Tengo que colgar, Nat. Ya conoces el lugar, fuimos allí una vez.
Después de caminar unas manzanas, Archy se encontró con su coche. La maleta del chiflado de anoche seguía en el fondo del maletero, medio escondida debajo de la funda. Las fundas para muebles eran el leit motif del día. Simbolizaban el nomadismo, la falta de permanencia y la necesidad de protegerte de los daños del tránsito. Retiró la funda y se quedó mirando la vieja Samsonite de plástico azul, parpadeando para sacarse de la cabeza un puñado más de recuerdos entrecortados de la noche anterior, en la casa, en los que el único que gritaba era él y Gwen no decía ni una palabra, calibrándolo con la mirada, viéndolo como lo que era en realidad, un borracho y un vocinglero que se disponía a marcharse. Tres mil setecientos catorce dólares en la cuenta que tenía Brokeland Records en el Wells Fargo. Sacar todo aquel dinero. Meterse en el coche y ponerse a conducir, de la 680 a la 5 a la I-10, girar al sur a la altura de Tucson y llegar a México, Chihuahua, Zacatecas y Veracruz. Llegar a Belice al cabo de tres o cuatro días. Encontrar una hamaca y un poco de brisa y comer tacos hechos con la carne de algún roedor de gran tamaño de la selva. No había nada que no pudiera hacer un hombre con tres mil dólares y una maleta llena de latas de atún y sujetadores de embarazada. Era por algo que su coche se llamaba El Camino.
Cubrió la maleta con una funda para muebles y subió por la calle hasta Flowers e Hijos, parando antes en la Federación para comprar una bolsa de bolitas de masa de rosquilla. Había programado un funeral, pero a las nueve de la mañana la augusta mole de la funeraria estaba sentada dormitando bajo la hiedra y los aleros del tejado. Nada se movía y las puertas estaban cerradas a cal y canto. Dos coches fúnebres, el viejo LTD Crown Victoria y un sedán de lujo más nuevo, esperaban tranquilamente en sus reservados. El capó del Crown Vic tintineaba como una olla hirviendo. Archy fue hasta la puerta de servicio y llamó dos veces, educadamente pero con firmeza.
—¿Qué tal, Bank? —dijo cuando la puerta se abrió delante de él—. Vengo a recoger a mi padre.
Intentó dar la impresión de que era algo acordado de antemano, de que formaba parte del programa colectivo del día.
Algo situado por encima de la cabeza de Archy y a su izquierda, posiblemente algo microscópico e invisible, suscitó en Bankwell un interés mayor del que le suscitaba Archy.
—No te puedo ayudar —dijo.
Por primera vez, y con un poco de retraso, Archy se planteó seriamente el peligro que entrañaba aquella… ejem… empresa suya.
—Bank, escucha —dijo—. Mira esto.
Le mostró la bolsa, que era de papel blanco y liso, sin logotipos ni marcas, pero aun así inconfundible. El azar y sus condiciones respectivas de expertos en la materia habían reunido a Archy y Bankwell ante el mostrador de la Federación Unida de Rosquillas por lo menos dos veces en los últimos años. El tipo reconocería aquel bulto prometedor, el pulcro doblez que hacía la señora Pang en la parte superior de la bolsa después de llenártela.
—Bolitas glaseadas —dijo Archy—. Seis, quédatelas todas.
Bankwell no pudo evitar echar un vistazo a la bolsa, pero al final ni siquiera media docena de bolitas de masa de dónut glaseadas pudieron competir con la cosa microscópica o invisible que Archy tenía detrás de la cabeza.
—El puto viejo drogata me lo ha contado todo —se aventuró a decir Archy—. Me lo ha farfullado todo como una cotorra. Me ha contado lo del tipo al que Chan y él mataron en los viejos tiempos, el gángster aquel del club de los Panteras, aquel que mataron con una escopeta y nadie fue acusado… —Era una conjetura sin fundamento, una sarta de ellas, colgantes de rumores y cotilleos suspendidos de una cadena de audacidad. Conversaciones recordadas a medias procedentes de las cocinas de su temprana infancia, mezcladas con el susurro acre de un peine caliente y con el tintineo del hielo en los vasos de Flavor Aid. Una cara extraña que había puesto su padre una vez, como si se acordara de algo, en mitad de un anécdota entrecortada sobre Huey Newton. Archy no tenía ninguna razón para pensar que hubiera sido Chan Flowers y no su padre quien apretó el gatillo—. Así que, Bank, como no me dejes entrar ahí, en fin, me puedo imaginar fácilmente a tu tío describiendo esto en el futuro como una estupidez.
Por primera vez, Bankwell posó la mirada en Archy y la dejó allí un par de segundos. No era una mirada fría ni hostil. Solo cansada, agotada, como si estuviera puñeteramente harto de intentar no hacer cualquiera de las diez mil cosas que Chan Flowers podía un día, al revisarlas, llegar a describir como estupideces. Luego —recordándole un poco a la Gwen de la noche anterior, cuando se había hecho a un lado para dejar que Archy entrara despotricando en la casa a fin de equiparse para su viaje a Belice— Bankwell se echó atrás. Una cancela de piedra apartándose para dejar entrar al desafortunado arqueólogo al interior del templo infestado de serpientes.
—Entre usted —dijo Bankwell.
Junto con los corrales caseros de gallinas de puesta, las pizzerías de propiedad colectiva, los Volvo venerables que habían salido de la fabrica de Torslanda antes de que ABBA consiguiera su primer disco de oro, las hileras de amplificadores de válvulas Dynaco, los biberones de cristal sin Bisfenol A y ese país de las maravillas destartalado conocido como Adventure Playground, un componente menor del mosaico de diques que los ciudadanos de Berkeley, California, habían erigido en su batalla incesante por defender su pólder contra las mareas capitalistas de la uniformidad consumista, estaba un teléfono que colgaba de la pared de la cocina de la familia Jaffe, un modelo 554 con dial rotatorio, de color amarillo como una carita sonriente, con el auricular conectado a su carcasa de plástico por una hélice serpenteante de seis metros de cordel amarillo en el que había nudos vetustos y ya imposibles de deshacer. A fin de conspirar con Archy sobre el rescate de los chicos, Nat se había visto obligado a tensar el cable hasta el límite, estirándolo a través de la sala de estar con su moqueta de color gris verdoso (otro pequeño dique contra la inundación), hasta el sitio donde el final de la moqueta se tocaba con el borde de la marquetería de roble del suelo. Luego, poco a poco, Nat se fue enrollando a sí mismo, rodeándose de vueltas de cable amarillo igual que un tenedor que se envuelve dentro de un plato de espaguetis, igual que Cleopatra cuando se mandó a ella misma al César dentro de una alfombra. Para cuando terminó de hablar con Archy y fue a colgar el teléfono, Nat ya se había enrollado a sí mismo de vuelta a la cocina y estaba más enredado que Charlie Brown en el cordel de su cometa.
—¿Por qué haces eso? —dijo Aviva desde algún lugar situado detrás de la montaña de pañuelos de papel arrugados que Gwen se había pasado la última media hora más o menos formando sobre la mesa de la cocina, trayendo a casa la cosecha de sus penas maritales—. Me preocupa que sea un rollo bondage.
—¿Qué te ha dicho? —dijo Gwen, sonándose la nariz y tirando el Kleenex al montón.
—¿Qué me ha dicho? —repitió Nat.
Una maniobra dilatoria barata y descarada. Se preguntó (y era una variación nueva de la pregunta que llevaba toda la mañana preocupándolo) cuánto les podía explicar a aquellas mujeres que estaban en la cocina. Antes de poder resolver la duda, sin embargo, el teléfono volvió a sonar. La mujer del otro lado de la línea se identificó como la agente Lester del Departamento de Policía de Oakland.
—¿Es usted el propietario —le preguntó— de un sedán Saab negro de 1990 con matrícula de California 3AUH722?
—Mmm… sí —dijo Nat, sintiendo una sacudida en el pecho—. Es mío, ¿por qué?
Gwen y Aviva se miraron, alertadas por la anomalía de su voz mientras Nat salía de la cocina. Enredado de los tobillos a la cintura con el cable del teléfono, yendo demasiado deprisa. Resacoso, o incluso quizá todavía un poco borracho, de la noche anterior. Perdió el equilibrio, intentó permanecer de pie y estiró la mano para agarrarse al respaldo de la butaca de brazos. El cable se soltó del teléfono y, al desaparecer de golpe la tensión, empezó a desenrollarse de las piernas de Nat, trazando un arco hacia fuera con un impulso majestuoso, acelerando a medida que giraba cada vez más deprisa hasta que, al liberarse la última vuelta, la punta del cable roto restalló y le dio un doloroso latigazo en la mejilla a Nat.
—Au —dijo Nat, palpándose la mejilla a ver si tenía sangre—. Me tengo que ir.
—¿Ir adónde? ¿Quién era? —dijo Aviva, y en ese momento le sonó el móvil y Nat volvió a verse salvado de tener que contar la verdad. Aviva examinó el teléfono y lo abrió—. Soy Aviva. ¿Sí? Ah, hola. ¿Ya está de camino? Muy bien, papá. Escúchame…
Horas, centímetros; aguas rotas, pérdida del tapón mucoso; contracciones que venían con una regularidad medida con urgencia. Incluso cuando no lo estaba buscando la policía de Oakland, ya hacía tiempo que Nat había dejado de prestar atención a los detalles variablemente invariables que se apelotonaban por el teléfono cada vez que su mujer trabajaba en traer más insensatos, fracasados e idiotas a este mundo. Sin embargo, mientras se dedicaba ahora a estampar rosas en una servilleta de papel con el corte de su mejilla, de pie frente al fregadero, Nat vio que Gwen se iba poniendo nerviosa a medida que escuchaba las instrucciones pacientes que le daba Aviva al padre de turno para que llevara en coche a la madre de turno al Chimes, donde cada día se acuñaban docenas de idiotas nuevos. La aflicción y el aire de resignación que Gwen llevaba desplegando desde que había entrado por la puerta parecieron dar paso a algo más frío y más parecido a la presión.
—Saskia y Dan están yendo al hospital —le dijo Aviva a Gwen, cerrando el teléfono.
—Ajá —dijo Gwen, como si Audrey y Rain fueran simples objetos de cotilleos, amigos de amigos—. Pues que les vaya bien.
Aviva se levantó de la mesa, recogió los cogollos de pañuelos de papel y los llevó al cubo de basura de la cocina.
—¿Estás bien?
—Un poco agotada, pero bueno.
—Vamos a poner a prueba esos privilegios.
—Ah…
—Sé que estás… O sea, cariño, sé que estás mal. Es por eso por lo que tienes que trabajar. Trabajar es bueno.
Moviéndose por la cocina, Aviva era una serie de fundidos, siete cosas al mismo tiempo, apilar las cosas recién lavadas del té en el escurridor, meterse un paquete nuevo de toallitas desechables Chux en el bolso, recogerse el pelo y atárselo con una goma, sacar una tirita del puñetero cajón y ponérsela a Nat en la mejilla. Lo único que no estaba haciendo era ver lo que Nat estaba viendo aparecer en la cara de Gwen. Más allá del telón de fondo de pánico e impaciencia, Nat empezó a detectar una señal firme de remordimientos.
—O sea, Gwen, yo te quiero —dijo Aviva. Cuando se inclinó a atender la herida de Nat, este le notó un ligero aroma de chocolate en el aliento, un aroma amargo, quemado, casi ahumado—. Y Archy se está portando como un gilipollas total. Pero, a fin de cuentas, ¿adónde te va a llevar quedarte sentada y llorando?
—Estoy de acuerdo.
—O sea, si no te encuentras bien o…
—La verdad es que me siento como una mierda, pero por lo demás estoy bien.
Ahora sí que Aviva captó la señal. Se volvió, echándose su bolsa de trabajo al hombro, para ver la cara que acompañaba al tono de voz de Gwen.
—¿Qué? —dijo.
—He estado intentando decírtelo, te lo quería decir. Pero es que…
Aviva se sentó pesadamente y dejó la bolsa en el suelo. Era una réplica auténtica de las bolsas que llevaba la tripulación de la nave Nostromo de la película Alien, que le había comprado Julie en el WonderCon de hacía un par de años. Nat no estaba seguro de con cuánta ironía quería Aviva que se tomaran aquella bolsa sus pacientes, mientras pensaban en la temible criatura que les estaban a punto de salir de golpe del abdomen.
—Oigámoslo, pues —dijo Aviva.
—Todo esto de Archy —continuó Gwen—, no es… en serio, no es lo importante. O sea, podría serlo, pero no pienso permitir que sea lo importante. Este bebé, sea quien sea, él puede ser lo importante. Él y mi trabajo.
—Bueno. Eso mismo te…
—Mi trabajo de verdad.
—Tu trabajo de verdad. ¿Cuál es tu trabajo de verdad?
—La otra noche alguien me contó que Archy tenía suerte de haber encontrado algo en lo que podía poner el alma. Por equivocado o descabellado que le pudiera parecer a la gente.
—Sí… —dijo Aviva, en tono de cautela—. Bueno, es verdad, ¿no?
—Estoy segura de que sí —dijo Gwen—. Tú también lo tienes, Aviva. Y Nat. Pero yo… —Vaciló y pareció cambiar de opinión sobre lo que estaba a punto de decir—. Y luego ha venido el consejo de inspección con esos médicos… Esos médicos arrogantes, fanfarrones y pagados de sí mismos…
—Gwen, tranquila. Tú les plantaste cara y ellos se vinieron abajo. Y has salido bien parada. Yo… Nat, ¿qué estás mirando?
Había un trozo de cielo bordeado de colas de borrego, visible a través de la ventana de la cocina y vacío de todo lo que no fuera el simple color azul. Nat no le podía quitar la vista de encima.
—Un colibrí —dijo.
—Gwen —dijo Aviva—. Ya no hace falta que te preocupes por esos gilipollas.
—No estoy preocupada —dijo Gwen—. Pasa que… estoy harta de no tener ningún poder en este juego, Aviva, y de que ellos lo tengan todo. De pasarme la vida intentando no sentirme inútil. O de lo triste que me pone el sentir que las hermanas no acuden a una comadrona. Además, francamente, estoy harta de todas esas… mujeres privilegiadas, neuróticas y chifladas.
—Ibas a decir blancas.
—¡Sí! Con sus alergias al látex de blancas y sus planes obsesivo-compulsivos de parto de blancas, y esa puñetera competitividad bravucona de blancas que tienen todas. —Puso una vocecilla quejumbrosa de niña blanca—. «¡Me he pasado veintisiete horas sin epidural! ¡Oh, ya te entiendo, yo me he pasado veinticuatro!» Así que voy a pedir préstamos. He hablado con mis padres y están dispuestos a ayudarme. Mi madre está entusiasmada, de hecho.
—¿Entusiasmada? ¿Ayudarte a qué?
—He decidido ponerme a estudiar. O sea, en cuanto tenga el bebé. Para el examen de entrada a medicina. El septiembre que viene, cuando yo ya tenga la solicitud lista, la criatura ya tendrá un año.
—¿Vas a estudiar medicina?
—Te lo acabo de decir. Ya estoy harta de pelear con ellos. De manera que supongo que voy a ir y convertirme en uno de ellos. Así, cuando le ofrezca la mano a una mujer negra que está teniendo un bebé, tal vez ella me la acepte.
—Muy bien —dijo Aviva—. Genial. Gracias por explicármelo. —Se levantó de la mesa y recogió su bolsa de la Nostromo, con los ojos convertidos en sendos tizones ripleyanos pequeños y oscuros—. Me voy a ser inútil. Y Audrey es una mujer tan privilegiada que se está pagando el parto con el dinero del desempleo.
Nat echó a andar hacia ella, pero Aviva salió por la puerta antes de que él la pudiera alcanzar. Bajó las escaleras de la terraza hasta el jardín. Al cabo de unos segundos oyeron el traqueteo agitado del Hecate y el chirrido recalcitrante del coche al salir dando marcha atrás por la acera.
—Uau —dijo Nat.
—Lo sé. —Gwen parecía aturdida—. Qué locura, ¿no?
—O sea que no vas al parto.
—No. No voy.
—¿Te puedo preguntar una cosa, entonces?
—Claro.
—¿Me puedes llevar en tu coche?
—¿Eh? O sea, sí, claro, pero ¿dónde tienes el tuyo?
Nat regresó a la ventana de la cocina pero únicamente encontró un trozo de cielo sin estelas, sin sombras y, especialmente, sin zepelines. Aquella benigna extensión de color azul no ofrecía, por desgracia, mucho consuelo.
—Vámonos —dijo—. Te lo explico por el camino.
Flowers los había escondido en una sala de visitas, debajo de uno de los aleros del enorme tejado estilo bungalow. Era una sala poco importante, pequeña y apartada, con un papel de pared reticulado que invitaba al tedio. Las cortinas de las ventanas eran del color de la ropa quemada por la plancha y fuera había un tumulto de palomas. Una sala reservada para muertos olvidados o cuya muerte nadie lamentaba, con los ángulos extraños de esas salas de cine que abren aprovechando el antiguo balcón de un cine enorme subdividido. Flowers llevaba puesto su traje negro de espagueti western y estaba sentado a horcajadas en una silla puesta del revés delante de Luther y Valleta, que a su vez estaban sentados instalados en un sofá sin brazos el uno junto al otro, como unos padres de duelo. En un ataúd cerrado sobre unas andas de terciopelo había un muerto desconocido.
—Caramba —dijo Flowers mientras Bank hacía pasar a Archy—. Pero si está aquí Thurston Howell III.
—Luther —dijo Valletta, dándole un golpecito en la rodilla.
En el sueño de Archy le había resultado una auténtica revelación encontrar otra vez, recordar con tanta fuerza, como si los hubiera olvidado por completo, el caballete de la elegante nariz cherokee de su madre, el vello de sus antebrazos y la pizca que le quedaba de su ceceo infantil. El sueño le había devuelto todo aquello, de la misma manera que una vieja página de calendario encontrada en un cajón poco usado te podía restaurar un día pasado en Stinson: el regusto a masa fermentada de una Negro Modelo y el crepitar de una cometa al viento. Ese día en Motor City, Archy había entrado tan cabreado con Titus y Julie, tan deseoso de no estar allí, tan profundamente metido en el bolsillo de su furia, que no había sido capaz de ver al Luther de verdad, sino únicamente al Luther que su rabia requería. Solo lo que fuera que veías cuando te imaginabas a una madre muerta y a un padre al que habías desterrado hacía mucho tiempo de tu vida, para tu propia protección. Fotografías y fantasmas sobre la retina.
Ahora se acordó: el hombre estaba repanchingado en el sofá, pero era capaz de levantarse de un salto y plantarse de pie y listo para marcharse más deprisa que nadie que Archy conociera, como si le acabaran de tirar un café en el regazo. Eso seguía siendo cierto. También la sensación de que le habían hecho el hoyuelo de la barbilla practicándole una incisión hábil y deliberada con una herramienta de alfarería. La forma en que se te quedaba mirando con el ceño fruncido durante el rato suficiente como para ponerte incómodo, durante el tiempo suficiente como para que te acabaras preguntando si acaso te estaba tomando el pelo o si realmente tú habías cometido un pecado, alguna transgresión olvidada, antes de que por fin tirara del cordel que activaba su sonrisa de Cleon Strutter.
Pero ¡qué invernal estaba ahora, con nieve en el pelo y escarcha en las cejas! Aunque seguía teniendo una altura y una anchura impresionantes, había perdido masa y gravedad. Se quedó mirando a Archy desde debajo de la cornisa helada de sus cejas. Tenía la mirada despejada y posiblemente estuviera sobrio, pero Archy había visto a Luther sobrio en otras ocasiones. No era nada del otro mundo. Para Luther, los periodos de abstinencia eran una especie de Día de la Marmota, una sombra que necesitaba la luz del sol para pronosticar un gris interminable. Por fin, como una costumbre que ya está desapareciendo, la sonrisa de Stallings revivió.
—Espero que no te importe, Chan —dijo Luther sin dejar de mirar a Archy—, que le pida a mi mediador que se sume a nosotros.
Y ya estaba: Luther se disponía a dar su espectáculo. A Archy se le cayó el alma a los pies y estaba a punto de decir «No tan deprisa» cuando se le ocurrió que era precisamente para eso para lo que había venido.
—He aparcado mi zepelín en la plaza de aparcamiento del cura —dijo Archy. Se plantó la gorra de capitán con más firmeza sobre la cabeza, pensando que había llegado la hora de ganarse la gorra, de estar a su altura—. Confío en que no cause ningún problema.
Dejó que su padre lo abrazara por primera vez en una década, tal vez más. Lavandería, ambientador de motel y falta de duchas. El perfume de Valletta. Los huesos de sus hombros. Luther emitió un sonido, desde sus mismas profundidades, parecido al que hacía Cochise Jones al accionar los pedales de su B3.
—Eh, Valletta —dijo Archy, quitándose de encima a Luther.
—Hola, Archy. Siento que te hayas visto mezclado en esto.
—¿Estás bien?
—Yo estoy bien, gracias, cielo.
Ella tenía aspecto de haber estado peleando. No cabía duda de que aquella mañana se había esforzado para ponerse presentable, eligiendo para ello una blusa blanca sin mangas y una falda de color mandarina lo bastante corta como para cortarte la respiración. Pero desde entonces se había descompuesto toda. Llevaba un faldón de la blusa por fuera. La larga extensión de su pelo estaba salpicada de muelles y volutas. Luther iba en albornoz, una chaqueta de kimono azul con motivos de grullas blancas, pantalones cortos grises de kung-fu y alpargatas estilo Yip Man. Bank y Feyd lo debían de haber sacado de la cama.
Los sobrinos habían adoptado sus posiciones habituales de leones guardianes chinos a ambos lados de la puerta. Feyd tenía un aspecto correcto, aguerrido incluso, para ser un sobrino, con traje marrón sobre camisa naranja y corbata violeta oscuro, pero de su chulería de malandro no había ni rastro: estaba cabizbajo, tenía las puntas de los zapatos bien juntas y a Archy no le cabía la menor duda de que el Tío Chan lo acababa de reñir por el espectáculo que debían de haber dado al pelear con una pareja de chavales vomitones de catorce años con espadas bokken en la escalera de un motel de la MacArthur Avenue. Bank tenía un aspecto vapuleado, con la mejilla derecha mordida y la corbata torcida, e irradiaba un aire de humildad indignada, como si lo hubiera asaltado, por ejemplo, un niño flacucho y gay armado con una espada de nogal.
—¿Quién hay en el ataúd, Kung-Fu? —dijo Archy.
Walter permaneció detrás de sus gafas, sin decir nada. Se toqueteó la cremallera de su chándal de color azul medianoche, que tenía bordado el nombre Ali en letras rojas y enormes, repanchingado en una silla con respaldo de madera alabeada reservada en aquella sala para el empleado, a menudo uno de los sobrinos más jóvenes, a quien le tocara sentarse con el cadáver y hacerle compañía cuando no había nadie más. Un trabajo que en los viejos tiempos había recaído a menudo en el pequeño Walter Bankwell. Mientras tuviera un ejemplar de Sports Illustrated, el chaval había sido capaz de simular que estaba despierto durante horas y horas.
—Es el señor Padgett —dijo Flowers. Descruzó las piernas, estiró la mano y se levantó para darle a Archy un apretón especial de arriba abajo de director de pompas fúnebres—. Era profesor. Nos llegó el martes. Es nuestro funeral de las dos.
—¿Terrell Padgett? ¿De la Oakland Tech? A mí me dio álgebra.
—Por lo menos, sobrevivió a eso —dijo Luther.
—Era un cagado —dijo Walter desde detrás de su mano, en la cual yacía lúgubremente sepultada toda la mitad inferior de su cara.
Flowers desdobló el índice y lo usó para darle tres golpecitos a Walter, como quien sacude un paraguas empapado de lluvia.
—Que. Te. Calles.
Walter se perdió en el planeta de colores falsos que había cartografiado sobre la superficie de sus zapatillas último modelo.
—Concejal —dijo Archy—. Chan. ¿Qué es todo esto? ¿Qué está haciendo usted?
—M-me disculpo, Archy, por cómo ha ido esto. Si atiendes a lo que voy a decir, creo que reconocerás que no he tenido más remedio que hacerlo de esta manera. Siéntate, por favor.
Flowers miró a Bankwell y a Feyd.
—Vosotros, fuera de aquí. Señorita Moore, mis disculpas. Si quiere, puede marcharse. Feyd, acompaña a la puerta a la señorita Moore. —Se volvió hacia Walter y entrecerró los ojos hasta convertirlos en sendas ranuras reptilianas—. Tú también, memo.
Valletta avisó a Feyd de que no se le acercara cuando él fue a sacarla de allí, y se dispuso a tomar las medidas necesarias para abandonar la sala por su propio pie, levantándose de golpe del sofá de la familia del difunto, igual que un ciclón que se recogiera las faldas para embestir un poblado de caravanas. Se quedó un par de segundos de pie junto a Luther, contemplándole la calva desde arriba como si le ordenara que se extendiese hasta devorar a su dueño en un resplandor pelón de ruina. O tal vez la pobre mujer lo amara de una forma que a Archy le resultaba todavía más incomprensible que el amor que él mismo sentía por Luther, bajo su campana de vidrio de años, encendiéndose inverosímilmente con un parpadeo. Tal vez lo que ella estuviera haciendo allí de pie fuera ordenarle a aquella calva que se marchara, extraerle a Luther las canas del pelo y las arrugas de la cara, resucitar los días consumidos. Por lo que Archy sabía, Valletta llevaba enamorada de su padre de forma intermitente, en la droga y en la sobriedad, en la grandeza y en la ruina, desde aquel lunes por la mañana de 1973 en que él había llegado por primera vez al plató de rodaje de Strutter. Había que admitir que treinta años de amor intermitente constituían toda una gesta heroica. Ni siquiera Dios había conseguido conservar el amor de Israel en el desierto sin que de vez en cuando los israelíes se fundieran las joyas para hacer un ternero.
—Dáselo —le dijo ella a la calva.
Luther no se movió ni tampoco reaccionó de ninguna manera a sus palabras, sino que se limitó a sonreír a Flowers como si él hubiera ido allí por voluntad propia a venderle una suscripción a una revista o la fórmula de la salvación eterna.
—Cabrón —dijo ella—. Como no se lo des, me largo. Te lo digo en serio. No me vas a encontrar ni con un satélite y una máquina de rayos X.
Luther y Valletta llevaban demasiado tiempo siendo coprotagonistas de sus desastres mutuos como para no sacarle partido a aquella pausa, y Valletta movió los ojos de un lado a otro para leer a Luther de esa manera en que solo lo hacían las actrices en los primeros planos, leyéndole la mirada como si fuera la pantalla de un teleapuntador.
—Pues vete, asquerosa —dijo Luther, no sin ternura—. No pienso rendirme con las cartas que tengo.
Valletta dio medio paso atrás. Flaqueando en su decisión. Consciente de que debía honrar su amenaza y marcharse, pero entrenada por el timbre pavloviano del amor para confundir el desprecio con el afecto y la indiferencia con las reservas. Por fin se encogió de hombros, besó el aire que la separaba de Archy y enseñó la palma de la mano como si fuera una insignia policial.
—Adiós —dijo.
Archy se quedó mirando cómo ella y su trasero danzarín se alejaban hacia la puerta, como un péndulo que hacía tic-tac. Esperando a ver si Valletta volvía la mirada hacia Luther, pero ella fue fiel a su promesa y se largó. Los tres sobrinos se fueron caminando pesadamente detrás de ella, y resultó ser el viejo Kung-Fu el que echó una última mirada atrás —hacia Archy— mientras salía con sigilo, cabizbajo, con las manos embutidas en los bolsillos del bajo vientre de su chaqueta de chándal. Hacia atrás y a un lado, cargada de reproche, como si todo aquello fuera culpa de Archy. Tal vez enojado, a un nivel más básico y juvenil, por el hecho de que Archy se pudiera quedar en la sala y él no. En la espalda de la chaqueta de chándal llevaba bordado en letras rojas enormes las palabras SOY EL MÁS GRANDE. «El mamón más grande», pensó Archy mientras Walter cerraba de un portazo tras de sí.
Había sido Archy el que había trazado aquel puto plan: encontrarse en Brokeland después del entierro, fumarse una pipa de maría y limpiar un poco del desorden que había dejado del funeral del viejo. Poner unos cuantos discos y restaurar cierto orden. Decir lo que hiciera falta decir y examinar la situación: Dogpile, COCHISE y sus vidas. En calidad de amigos, socios, compañeros de banda y padres. Decidir si seguían bregando en la cubierta en llamas de la Brokeland o bien si la hundían y trataban de alejarse de todos los restos en llamas del naufragio.
—¿Te dijo algo de Belice? —preguntó Gwen.
Estaban en el BMW de ella de camino a recoger a los chicos, escuchando un tema movido a ciento veinte pulsos por minuto por la KMEL, con cantante femenina y la habitual combinación de gestos de buscona y sermoneo deslenguado. Gwen se había encajado a ella misma milagrosamente en el espacio que quedaba entre el asiento y el volante como si fuera un prodigio de feria, un barco dentro de una botella o un salmo escrito en un grano de arroz basmati. Seguía siendo una mujer muy atractiva, incluso ahora que estaba en el umbral mismo del horizonte de acontecimientos, en situación de gravidez máxima. Con el pelo enfundado en un pañuelo ghanés de colores rojos crepusculares y anaranjados. Gafas de sol de color helado de pistacho en forma de ojos de gato. Cogiendo el volante con aquellas manos suyas, hermosamente grotescas, casi tan grandes como las de su marido pero alargadas y ágiles, con las uñas bien cortas como las de un hombre pero tan relucientes como el merengue.
—Es que no me dijo nada, a eso iba yo —dijo Nat—. Ni siquiera se presentó. En el cementerio se metió en su coche, se despidió con la mano y ya no lo he vuelto a ver.
—Ojalá yo pudiera decir lo mismo —dijo Gwen—. Sigo sin saber muy bien cómo encaja Kai en todo esto. Si yo ya no le estuviera complicando tanto la vida a Aviva, diría que está despedida.
—O sea, por lo menos sabes que Archy no se la ha follado.
Gwen dijo:
—Sí, por lo menos eso.
—Entonces, a ver: ¿lo dejas de verdad? —dijo Nat, asimilando la noticia junto con los primeros miligramos burbujeantes de pánico y aflicción.
Su vida llevaba años sostenida como si fuera un mundo de leyenda sobre la espalda de unos elefantes enormes que a su vez estaban de pie en la concha de una tortuga gigante; los elefantes eran su asociación profesional con Archy y la de Aviva con Gwen, mientras que la tortuga era su fe en el hecho de que era posible una amistad real y normal entre los blancos y los negros, por lo menos allí, en las calles de aquel reino diminuto que era Brokeland, California. Allí, a lo largo de la orilla, a lo largo de la difusa y retorcida frontera que era Telegraph Avenue. Y ahora aquel montón sustentante de vínculos y creencias se tambaleaba, amenazando con desplomarse igual que la torre de elefantes del circo de Dumbo. No porque nadie fuera un racista. No se había producido ningún malentendido trágico arraigado en siglos de esclavitud e injusticia. Nadie estaba lanzando improperios viles ni revirtiendo a atavismos tribales. Las diferencias de clase social y de educación entre los cuatro se cancelaban sin acudir a estereotipos ni expectativas culturales: tanto a Aviva como a Archy los habían criado sendas tías de clase obrera que habían trabajado duro para mandarlos a universidades de poca monta. El hombre blanco era el que había dejado los estudios en la secundaria, mientras que la mujer negra era de clase media alta y había disfrutado de una educación cara. Resultaba simplemente que el mundo no se podía sostener sobre una torre de elefantes y tortugas.
—¿Qué te crees, que le estaba tomando el pelo a la pobre y le he dicho que lo dejaba cuando no lo voy a dejar?
—No.
—Nat, ¿en serio crees que yo me estaba mofando de ella?
—No, señora.
—Bueno, sigue —dijo ella molesta—. Volviste a la tienda.
Él le contó que se había encontrado solo en aquel horror que era la tienda después del velatorio del señor Jones. Huesos y alubias desparramados por todos lados, charcos de salsa desbordando platos abandonados y formando fractales de Mandelbrot de grasa y tomate. Una montaña de nachos sin comer, inflados y retorcidos como las páginas de un libro que hubiera caído en la bañera. Y Cochise Jones muerto de forma oficial y para siempre. Y descendiendo sobre todo, sobre la vida misma, aquella sensación de sombra en ciernes que a Nat le quedaba siempre que se le moría un ser querido. Un oscurecimiento parcial, como si la bombilla del mundo se hubiera atenuado. Se acordó de un día en que había llevado a Julie al Museo Gardner durante un viaje a Boston, hacía años, y de que aquel día había visto un rectángulo de color más pálido en el papel de pared envejecido donde había habido un Rembrandt robado, un retrato de la misma cosa que ahora había en el taburete donde solía sentarse el señor Jones: el vacío mismo. Latas vacías, botellas vacías, una tienda vacía y una noche vacía, la vida vacía de Nat, vivida sin fruto y en vano.
—Un Nat Jaffe solo —resumió Gwen— es algo peligroso.
—Vete al cuerno —dijo Nat, intentando animarse a base de descaro—. Yo siempre estoy solo.
—Hola, y bienvenidos a otro emocionante episodio de El palizas de la angustia existencial.
—Naces solo y te mueres solo.
Nat mantenía su lado de la conversación diciendo lo que le salía del alma y callándose únicamente el acontecimiento central secreto de su proyecto de cronología humana, que no era otro que: «Y haces montones de idioteces solo, una y otra vez, porque eres un memo de remate incapaz de controlarte».
—Vale, vale —dijo Gwen—. Déjalo ya, hombre.
En el letrero ruinoso de Steele’s Scuba, un submarinista fantasma hacía frente a los misterios submarinos perdidos de Telegraph Avenue. Gwen aminoró la marcha mientras el autobús que tenían delante se arrodillaba como una vaca delante del Niño Jesús para que subiera en él, quién si no, el doble de Stephen Hawking. Nat se quedó mirando cómo el pobre desgraciado se colocaba a sí mismo y a su silla de ruedas, a base de paciencia y testarudez, sobre el ascensor eléctrico del autobús. Eso sí que era estar solo. Pero había que ver a aquel tipo: era imparable y ubicuo. Era básicamente una cabeza apoyada sobre un tallo de carne amarrado a un carrito, pero el cabrón sería capaz de coger un autobús a Tritón con tal de que la AC Transit inaugurara una ruta que fuera allí. Nat se podría haber avergonzado de la autocompasión en que se estaba regodeando en aquellos momentos, de no ser porque la autocompasión carecía de vergüenza. Apartó la vista, miró a izquierda y derecha y luego, notando el sabor de la resaca al fondo del paladar como si fuera el regusto del miedo, levantó la vista al cielo. Temiendo ver encima de su cabeza, en cualquier momento, las pruebas de las estupideces de la noche anterior, acechantes y vengativas como el erizo Norman del viejo gag de los Monty Python.
—Lo que tú digas —dijo Nat—. ¿Quieres que te cuente esto o no?
—A ver si lo adivino. Te pusiste a beber.
—Encontré un paquete de seis Coronas calientes. Era un milagro que se hubieran quedado sin beber.
Nat había abierto la primera cerveza, había encontrado una rodaja de limón y la había encajado en la obertura de la lata de cerveza. Había bajado la fotografía del señor Jones de su ceremonioso taburete, experimentando una sensación agradable de execración. Se había sentado en el puesto favorito del viejo, tal vez intentando disipar el vacío que había allí acumulado. Dispuesto a esperar a Archy, que vivía en su propia franja horaria, en su propia isla de Guam de retraso. Entretanto, se bebería una cerveza y reflexionaría a su estilo Palizas de la Angustia Existencial en busca de una solución —o por lo menos un parche— a la situación. Y luego, ciertamente, se pondría a limpiar.
Para la cuarta Corona, Archy ni se había presentado ni había llamado, la tienda seguía igual de sucia y Nat ya había dejado de molestarse en poner rodajas de limón. La meta seguía siendo encontrar una solución o por lo menos un parche a la situación, pero a aquellas alturas era cierto que su comprensión de la complejidad de la situación ya estaba muy mermada. La imprevisión, el descuido y la falta de perspicacia con que Archy y él habían llevado su negocio; la tendencia de ambos a considerar la asunción de responsabilidades por cada tarea, encargo o trabajo que requería Brokeland Records como un juego de la gallina prolongado o incluso infinito, donde cada uno de ellos se limitaba a esperar a que el otro cediera y parpadeara; el ascenso del intercambio de archivos electrónicos de música digital; los bajos ingresos que generaba la tropa flotante y buscaofertas de pinchadiscos de residencia universitaria y grabadores de cintas de mezclas para amigos que componían la mayor parte de su clientela, mucho más abundante que los coleccionistas de altos vuelos; el hundimiento de los mercados japonés y extranjero en general; por no mencionar la insatisfacción evidente que Archy mostraba hacia su asociación y el florecimiento de las algas del pánico financiero y la ansiedad de padre de familia en las aguas estancadas y habitualmente tranquilas del alma de Archy: a la cuarta Corona, todas aquellas causas aproximadas y precipitadoras del fracaso de Brokeland Records parecían haberse esfumado de la mente de Nat, dejando únicamente un residuo de color negro mohoso de cólera contra Gibson Goode. El alcohol era tan útil para la creación de chivos expiatorios como la arcilla lo era para crear gólems.
Después de acabarse la cerveza, Nat se puso a hurgar entre los cascos vacíos que había apilados encima y debajo de las mesas plegables hasta que encontró una botella de slivovitz húngaro. Le quedaba una cuarta parte. Nat echó un poco en un vaso de plástico y se bebió rápidamente dos o tal vez tres tragos cortos. El slivovitz era el cordial del dolor, el coñac del duelo. Nat se acordó de su padre recién enviudado, el primer Julius, perdido en una marabunta de tíos en una cocina ajena después del funeral de su primera mujer, ahogando un grito al sentir el fuego que le ardía en el pecho cuando le bajó el slivovitz.
Nat se volvió a sentar en el taburete del señor Jones con su vaso de vino ardiente y puso A Love Supreme. Como era de esperar, aquella música lo destruyó. Era cierto que tenía pasajes de majestuosidad lírica, pasajes que encarnaban la unión moderna entre dificultad y primitivismo, así como una especie de groove más allá del groove y de funk más allá del funk; y cierto: era una música concebida como una especie de kadish, una expresión de alabanza al Creador de John Coltrane en medio de todo el dolor, con agradecimiento de su magnífica creación; Nat, sin embargo, siempre la había visto como una música que estaba —igual que él mismo— secretamente alimentada por corrientes de rabia. Seguramente se tratara de una simple proyección de los sentimientos que albergaba Nat hacia su puto desastre de Creador, un primo segundo de poca monta del Ser Perfecto que había hecho a John William Coltrane. Pero mientras escuchaba la cara A, con sus furiosas repeticiones y con aquel saxo que se estrellaba una y otra vez contra una barrera invisible, como una abeja en el cristal de una ventana buscando entrar o escaparse, Nat sintió que su cólera de baja frecuencia contra el puto Gibson Goode de los cojones y su puto Garito de Dogpile empezaba a aumentar peligrosamente. El brazo de la aguja se instaló en el surco infinito y a él le vinieron ganas de mear, y fue en aquel momento, por lo que él recordaba, cuando decidió que sería buena idea renunciar al placer rutinario de mear en su propio retrete, en el cuarto de baño que había detrás de la cortina con el retrato de ojos saltones de Miles Davis. Así pues, decidió que caminaría al futuro emplazamiento del Garito de Dogpile y se mearía allí.
—Han puesto un letrero —le dijo a Gwen—. ¿Lo has visto? Un letrero grande y rojo. Con la huella de la zarpa, futura sede de tal y cual.
—¿Y te hiciste pis en su letrero?
—Pensé que me haría sentir bien.
—¿Y fue así?
—Bueno… o sea… siempre resulta agradable. Pero… o sea… en términos de mi estado de ánimo…
—¿Y qué? ¿Alguien te vio hacer pis en él?
—Oh —dijo Nat, agarrándose a aquella posibilidad—. ¿Tú crees que es eso?
—¿Si creo que qué es eso?
—La razón de que la policía quiera hablar conmigo.
—¿Por qué? ¿Hiciste algo más?
—Todo el rollo de… —Decidió adoptar la expresión de Gwen, que sonaba mucho más inocente e inofensiva que «mear»—… de hacer pis. No sé. Estaba un poco borracho. Pero no lo bastante borracho como para engañarme y no pensar que fue algo un poco cutre.
—«Un poco».
—Se puede decir que me hizo sentirme más inútil. Y fue entonces cuando decidí irme al aeropuerto.
—Condujiste borracho.
—Si quieres agarrarte a un tecnicismo…
—¿Cómo es que de repente todo el mundo se pone a planear viajes? —preguntó Gwen—. ¿Adónde te creías tú que ibas? ¿A Belice?
—«¿Planear viajes?» Pero ¿tú no me conoces?
—No, claro, es verdad.
—Solo quería echarle un vistazo al puto zepelín de los cojones.
—¿Por qué? ¿Para hacer pis en él?
—Mearse en un zepelín… —dijo Nat, lamentando amargamente la pérdida de aquella oportunidad—. ¿Por qué no se me ocurrió?
Dejó la radio apagada, diciéndose a sí mismo que si la música dividía su atención ya de por sí deteriorada, entonces, por pura lógica, el silencio la incrementaría. Fue un tránsito fuera del tiempo y del espacio, por un hiperespacio de cerveza y slivovitz iluminado por luces estroboscópicas, sin más banda sonora que la nota negra del ronroneo de la I-880 debajo de sus neumáticos. Recordaba vagamente que alguien había informado de un avistamiento de la aeronave aquella misma mañana temprano, amarrada en las inmediaciones de Hegenberger Road. Si no había regresado ya a su base de operaciones en el sur de California, puede que él la encontrara ahora allí, tan reluciente y gigantesca como el ego de Gibson Goode. No pasaba nada si era enorme, resplandeciente y sobrecogedor. Nat estaba dispuesto a dejarse impresionar, hasta quizá confiaba en ello. Por lo menos que fuera culpa suya, por una vez en la vida, el participar en cierta medida, por indirecta que fuera, de grandeza.
Siguió y resiguió el arabesco estéril que escribían en la oscuridad aquellas carreteras aeroportuarias cuyos nombres conmemoraban a héroes de la aviación. El silencio del interior del Saab dio paso a los tarareos a medida que la curiosidad inicial que Nat sentía hacia el zepelín, medio burlona y medio irritada, crecía en la oscuridad hasta convertirse en una verdadera ansia, y, tal como había pasado con la ballena de Ahab, la aeronave se terminaba llevando las culpas, en la imaginación de Nat, de todas las desgracias que estaban acabando con el mundo. Y luego, más o menos en el momento en que Nat empezó a entender que estaba borracho y perdido y que nunca iba a encontrar aquel trasto de los cojones, y que además lo más seguro fuera que ya hubiera atraído la atención de las cámaras térmicas robóticas voladoras del Departamento de Seguridad Interior, más o menos en el momento en que se dio cuenta de que por alguna razón estaba tarareando los cambios de acordes de «Loving You», entonces aquella cosa lo sobresaltó: un agujero en forma de zepelín recortándose sobre el skyline anaranjado de San Francisco.
Lo que pasó entonces: pues que debió de dar un volantazo. Alguien arrojó una enorme red luminosa sobre el coche. A continuación —todo en el lapso de los tres o cuatro segundos que tardó en estrellarse contra la alambrada— llegó un montón de ruidos interesantes. Un tañido de cascabeles. Un raspar de dientes de tenedor. Un sonido hueco, un batacazo, un chirrido y un crujido. Y por fin el estampido de un disparo cuando el mismo payaso que le acababa de arrojar la red metálica gigante al coche decidió que sería gracioso estamparle un airbag a Nat contra la cara.
Después de aquello había un espacio en blanco en el archivo. Lo siguiente que Nat recordaba era un sabor salado en sus orificios nasales, el calor de la jornada que le mandaba el asfalto a través de las suelas de los calcetines y el susurro menguante del radiador del Saab, así como la conciencia —por desgracia, todavía no sobria— de haberse beneficiado de un milagro. Estaba bien y de una pieza. Y por fin el Dios de Ahab lo había liberado de su misión solitaria. Se encontraba a treinta metros de su bestia, que pacía en su pasto de pesadilla. No estaba seguro de qué les había pasado a sus zapatos.
Cuando echó a andar por la explanada asfaltada en dirección al zepelín, sus pasos activaron alguna clase de sensor. Alrededor de la aeronave se encendió una serie de montantes equipados con reflectores, iluminándola como si se tratara de un letrero de neón. Nat retrocedió hasta las sombras y esperó a ver qué pasaba. Se esperaba tener que hacer frente a un Bronco lleno de guardias de seguridad, a un robot centinela equipado con láseres, o bien a un viejo y solitario vigilante nocturno llamado Pete o Whitey levantándose de un salto de su silla, ya a medio camino del paro cardíaco, mientras se le caía del regazo el último número de Field & Stream.
Nada. La mayoría de la luz de los montantes se perdía en la bolsa de gas o como se llamara aquella parte del zepelín —la palabra «envoltura» se deslizó a través de una ranura de su memoria—, pero a Nat le pareció distinguir unos cuantos edificios diminutos en la otra punta del campo asfaltado. Tal vez Gibson Goode y su séquito estuvieran durmiendo dentro de aquella cabina de plástico resplandeciente. No costaba imaginarse cómo algún integrante de aquella tripulación se sentía obligado a salir de golpe con una pistola y pegarle unos cuantos tiros al intruso. Nat se preguntó si debería tener miedo. Pero en las ventanas de la cabina no se encendió ninguna luz.
El zepelín flotaba a un metro o metro y medio del suelo, amarrado por el morro a un poste metálico que a su vez se elevaba de la amplia plataforma de carga de una camioneta aparcada que se veía pequeña al lado de la aeronave pero que de hecho debía de ser enorme. La aeronave se mantenía perfectamente inmóvil, como si estuviera escuchando a Nat. La brisa procedente de la bahía no parecía importunarla. Al mismo tiempo hacía runrún, parecía al borde de una especie de estallido de movimiento. Ahora a Nat ya no le recordó tanto a una ballena como a un gran danés o a un caballo purasangre. A un animal surcado de nervios y músculos, pero, por encima de todo, adorable.
—Pobrecillo —le dijo al zepelín.
Salió de las sombras y se acercó a la camioneta, sobre cuya rejilla se leía la rotunda inscripción en letras cromadas: M. A. N. El poste de amarre era una estructura de palos extensibles, como el brazo de una plataforma hidráulica pero sin el codo. A medida que Nat se acercaba, sintió el rechinar de las profundidades del poste y notó cómo la brisa hacía vibrar el cable que tenía sujeto al zepelín. La camioneta permitía trepar por el poste desde el nivel de suelo. En la parte de atrás había tres escalones que llevaban a la plataforma de carga, desde donde dabas la vuelta a la base del poste hasta llegar al pie de una columna de rayos o travesaños metálicos como los que había en los costados de los postes de teléfono, que subían por el segmento inferior del poste hasta una escalerilla estrecha de acero, que a su vez llevó a Nat hasta lo alto del todo.
Allí arriba lo que quedaba de su borrachera, y tal vez una pizca de chifladura provocada por la colisión, se enfrentaron a su deseo de dar libertad a aquel noble zepelín. Se pasó un rato cogido a un frío travesaño de la cima del poste. Tendió una mano, con la palma hacia fuera y los dedos extendidos, como quien palpa las patadas de una criatura dentro del vientre de su madre. En el instante previo al contacto, se acordó de que el Hindenburg se había incendiado por una descarga de estática. Pero no se produjo ningún chispazo, ni sintió nada más que el tacto frío y tenso del vientre de la aeronave contra su palma. Experimentó un deseo descabellado de tener un hacha, unas tijeras de podar o un soplete que le permitieran cortar el cable. Luego se fijó en una gruesa palanca que había en el asta del poste, situada junto al orificio del que emergía el cable y que llevaba la útil etiqueta liberación de emergencia. Abrió la abrazadera que bloqueaba su movimiento, rodeó los palos verticales de la escalerilla con los pies sin zapatos y bajó la palanca, forcejeando con ambas manos sobre su mango recubierto de goma. La palanca se desplazó hacia fuera y hacia abajo, y emitiendo un susurro de acero contra acero, el cable se soltó del mástil con un latigazo y quedó colgando del gancho de mosquetón enorme que lo sujetaba al morro de la aeronave.
—Adelante, Arch —dijo, descubriendo tal vez la fuente de la repentina oleada de cariño que estaba sintiendo hacia el zepelín—. Vuela y sé libre.
El zepelín desdeñó su gesto de liberación. Se limitó a permanecer allí suspendido, experimentando una deriva minúscula, casi invisible, a metro o metro y medio del suelo.
—Lastre —dedujo Nat—. Claro.
Bajó por el poste de amarre, saltó al suelo y echó a andar lentamente alrededor de la cabina, en busca de algo que soltar, algún sistema de pesas o bien sacos de arena como en El mago de Oz. No había nada. Se sentó en el suelo, sintiéndose repentinamente fatigado, y levantó la vista hacia la superficie inferior de la cabina. Había dos válvulas rojas selladas con tapones. Una modesta inscripción en mayúsculas rojas las identificaba como los tanques del lastre. Nat alargó el brazo, se estiró cuanto pudo y agarró uno de los tapones. Con los pies de puntillas, llegaba justo para extraerlo. El tapón se le escapó de los dedos. Sintió el porrazo de algo frío e implacable que resultó ser cuatrocientos litros de agua. El batacazo del agua disipó su borrachera de golpe, lo bastante como para empaparlo de un volumen todavía mayor de remordimientos claros y despejados por lo que acababa de hacer, mientras el zepelín, con una elegancia y una liviandad atroces, se elevaba hacia el luminoso cielo nocturno.
—¿Cómo llegaste a casa?
—Andando. Encontré un taxi.
—¿Y dejaste el coche allí?
—Ahora me doy cuenta de la idiotez que cometí.
—Así es como te ha encontrado la policía. Por la matrícula.
—Está claro.
—Oh, Nat.
—Ya sé, ya sé.
—Has robado el maldito dirigible de Dogpile.
—Liberado —sugirió él, pero era consciente de que, en toda su larga historia, aquella palabra nunca había sonado menos convincente.
—¿Y dónde está ahora?
Se le ocurrió que en el corazón del miedo que le daba mirar por la ventana de su casa o por la ventanilla del coche de Gwen y avistar el zepelín se escondía una grave y narcisista falacia. El zepelín no lo iba a perseguir a él. Era un objeto sin mente, que solo traficaba con gravedad y viento.
—¿En el cielo? —sugirió.
—¡Ya querrías tú! Dime una cosa. Cuando te ha llamado la policía, ¿me puedes decir por qué no has confesado de inmediato?
—¿Por pánico? ¿Por vergüenza?
—Nat, ese trasto se puede estrellar contra la Pirámide de Transamérica o contra el Puente de la Bahía.
En privado, Nat se preguntó si las construcciones gigantes y señeras atraían más las catástrofes que, por ejemplo, las granjas de huevos o las tiendas de saldos.
—Tal vez —dijo, esperanzado— no haga más que subir y subir sin parar. Hasta llegar al espacio.
Estaban a unas manzanas al norte de MacArthur y a mano izquierda se acercaba el Merkata. Tenía un revestimiento exterior parcial de madera y estucado y un tejado de cemento que imitaba techumbre de paja, vestigios de la época, hacía tres o cuatro gastronomías, en que había sido un local de pescado frito con patatas.
—Si quieres aparcar aquí —dijo él, contento de cambiar de tema—, los puedo recoger yo.
—Aquí vienen.
—Oh, oh. ¿Qué les pasa?
Los chavales salieron arrastrando los pies del Merkata como presos encadenados por los tobillos. Curtis y Poitiers, hermanos de penas. Algo los abrumaba, la angustia de la cautividad o bien su plan secreto de fuga. Julie llevaba aferrado aquel ocho pistas portátil contra el pecho con los dedos extendidos en gesto de ferocidad extraña. Nat salió del coche, viendo las expresiones abatidas y avergonzadas de los chicos y preguntándose si acaso le correspondía preparar su número de padre enfadado. Si es que le quedaban energías para montar ese número; ya no hablemos, dados los acontecimientos de la noche anterior, de si tenía base moral alguna.
—Julius Lawrence Jaffe, ¿qué has hecho?
Su hijo lo asombró echándosele a los brazos. Los hombros huesudos, el pelo lacio y suave contra su mejilla. Lo asombró echándosele a llorar en la pechera de la camisa.
—Papá, he roto mi reproductor de cintas —dijo Julie.
Desconsolado. Arrugándose contra Nat como una de esas marionetas de madera cuando les aprietas el botón de la base.
—No pasa nada, chaval —dijo Nat. Y a pesar de toda la soledad y la rabia, de toda la estupidez y la vergüenza, de todo el dolor de perder a Archy, la tienda y la visión de lo que Brokeland siempre (exactamente como había dicho Archy en su panegírico) había representado para Nat, a pesar de la orden de detención que pesaba sobre él por sustracción de zepelín y a pesar de llevar en la conciencia la posible destrucción del Puente de la Bahía o, quién sabía, tal vez de la Esfinge o de la Torre Inclinada de Pisa; pese a todo, en aquel momento, mientras los sollozos de su niño se reanudaban entre sus brazos, sinceramente le dio la sensación de que no pasaba nada. Se trataba de algo útil, tal vez la única cosa útil, que él todavía sabía hacer—. Vámonos a casa.
Julius asintió y luego miró a Nat a la cara.
—¿Titus también?
—Claro que sí. Titus, ¿estás bien? Dios bendito, mírate, ¿qué te ha pasado?
Titus tenía sangre en la cara y en el cuello de la camisa y una mancha de otra cosa en la camisa. Tenía los ojos muy abiertos y relucientes, con las lágrimas a punto de aflorar, y estaba contemplando con expresión anhelante cómo Julius se arrugaba entre los brazos de su padre. Allí plantado, sucio de sangre, sin nadie a quien abrazar o que lo abrazara. Al verlo, a Nat le entró vergüenza. De manera que abrió los brazos para hacer sitio también a Titus.
Titus negó una sola vez con la cabeza, asqueado, recobrando la compostura. Luego se dio media vuelta y echó a correr.
—¡Titus! —lo llamó Julie—. ¡Papá, venga! ¡Titus!
Se puso a intentar soltarse, pero Nat lo agarró fuerte y, después de un breve forcejeo, Julie se rindió y se volvió hacia Gwen, que los estaba mirando desde el coche.
—Tenemos que alcanzarlo —dijo Julie—. Vamos, Gwen.
—Me da toda la impresión de que no quiere estar con nosotros —dijo Gwen—. Y yo necesito entrar y hablar de una cosa con esa gente.
En el menú no había suff, pero las distintas partes llegaron a un acuerdo y, después de una breve espera y de cierta actividad con una licuadora, Gwen pudo por fin aplacar aquel dolor inverosímil. Cogió el vaso alto de plástico transparente lleno de algo que Nat entendió que era una leche aguada y beige de semillas de girasol asadas y se lo llevó a los labios. El placer y la dulzura que se le reflejaron en la cara, el temblor orgásmico de sus párpados, fue absoluto, excitante.
—Oh, Dios mío —dijo.
Pero luego aquella infusión de aspecto extraño pareció sentarle mal.
—Perdonad —dijo.
Se llevó los dedos largos y hermosos a los labios, abrió los ojos como platos, los volvió a cerrar y echó a correr hasta la salida del restaurante. En la acera se inclinó hacia delante, tuvo un espasmo y luego emitió un ruido que Nat nunca más sería capaz de borrarse de los oídos, una especie de rebuzno robótico, una y otra vez. Nat, que era ateo, rezó para que aquel ruido se detuviera. Daba la impresión de que a Gwen se le estaba partiendo el estómago por la mitad. Cuando por fin volvió a entrar, las mejillas y la frente le relucían por el sudor.
—Uau —dijo. Respiró, tragó saliva y volvió a respirar. Cuando abrió los ojos, Julie le pasó una servilleta y ella se secó los labios con delicadeza chocante—. Gracias, guapo.
Se quedó quieta, con el ceño fruncido, como si estuviera escuchando algo, palpándose un diente con la lengua, intentando recordar si se había dejado un fogón encendido en la cocina de casa. A continuación, Nat olió algo que le recordó de repente al sótano de Cochise Jones. Aquel mismo aroma a bodega de quesos, débil como un susurro, a podredumbre. Un tono más oscuro de negro se extendió por la parte delantera de los pantalones elásticos que llevaba Gwen.
—Ahora vuelvo —dijo con un despliegue escalofriante de jovialidad.
Su avance hacia el cuarto de baño fue lento y sus andares de pato se vieron exagerados por la necesidad de mantener las piernas separadas. Detrás de ella se fue formando un rastro de salpicaduras de agua. Cuando salió, se había quitado los pantalones elásticos y al parecer se había deshecho de ellos. La visión de sus piernas desnudas, emergiendo de los faldones de una de las camisas de Archy, dejó pasmado a Nat. Gwen tenía un aspecto vulnerable, y él entendió que ella estaba a punto de partir hacia un lugar, pasara lo que pasara, donde estaría completamente sola, mucho más sola de lo que se podía imaginar un palizas de la angustia existencial como Nat.
—Me tenéis que llevar al hospital.
Ahora que Valletta se había ido —allí donde no la podían alcanzar los rayos X, las conexiones vía satélite ni la sed insaciable que él tenía de público—, el viejo Luther había perdido su aspecto desafiante. No paraba de moverse en su asiento, como si este se encontrara engrasado o electrificado, y evitaba mirar a Archy a los ojos. Arqueando las cejas, moviendo los labios, mandando a la mierda a Flowers, pero sin decir nada en voz alta. Dentro de su mente se estaba librando una discusión tremenda. Una pelea a cuchilladas, un debate televisado, un encuentro de sumo.
—Tu padre —empezó a decir Flowers. Hizo una pausa para intentar ordenar sus siguientes palabras, poniéndolas a prueba antes de soltarlas en la sala—. Tu padre me ha estado intentando chantajear —continuó, sin perder la ligereza del tono, divertido por aquella idea—. Usando algo que pasó hace mucho tiempo, que por entonces no le importó a nadie y que afectó a alguien a quien nadie recuerda. Ha estado escurriéndose de ratonera en ratonera. Dejando mensajes difamatorios. Propagando el escándalo y las mentiras.
—El escándalo tal vez sí —dijo Luther. Negó con la cabeza y puso morritos, intentando imitar la burla afectada de su viejo amigo con un despliegue de severidad moral que resultaba exactamente igual de poco convincente—. Pero las mentiras no.
—Como es natural, tengo un problema con su conducta —continuó Flowers, sin hacer caso a Luther, exponiendo su caso directamente ante el mediador oficial, que ya hacía cinco minutos que se había arrepentido de mezclarse en aquella mierda, pese a que sabía que la decisión de no mezclarse en ella había resultado al final igual de coñazo—. Pero, dada la naturaleza de la acusación, no me ha parecido, todavía, que llamar a mis buenos amigos de la policía de Oakland fuera a aclarar necesariamente la situación.
—Espero que lo hagas —dijo Luther—. Me encantaría contarles todo lo que sé de ti.
Echó un vistazo a su alrededor, por si alguien le quería chocar esos cinco o entrechocar puños con él. Pero debió de parecerle que estaba ante un verdadero hueso de público.
—Que diga él la suya —le sugirió Flowers a Archy, hablando por medio de su intérprete—, después de que yo diga la mía.
—Cállate, hostia —le dijo Archy a Luther.
Luther se encogió de hombros y se dio una palmada en la boca con una de sus manazas, como si fuera Rayo Negro refrenando una sílaba letal. Luego se repanchingó todavía más en su sofá.
—Aunque he estado liado con una serie de asuntos igualmente importantes —dijo Flowers—, también he estado intentando sacar a este tipo de la madriguera en que estaba escondido para poder traerlo aquí, sentarlo delante de mí y obligarlo a que, por lo menos, me mire a los ojos mientras me está intentando desplumar.
—Aquí me tienes —dijo Luther, ensamblándose de nuevo a sí mismo, sacando mandíbula, como si la idea de ir allí hubiera sido de él, un hombre íntegro que caminaba en solitario por la senda de la verdad y el honor. Cuando en realidad lo habían llevado en volandas como a un gusano en la pala del jardinero—. Y no te estoy amenazando con nada, Chan. ¿Qué he dicho yo? ¿Qué nota o mensaje te he dejado? Además, básicamente, lo que yo te decía era: si no quieres ayudar a tu amigo más antiguo, a un hombre que ha estado trabajando tan duro para limpiarse y volver a salir adelante, ¿qué dice eso de ti? Que viene a ser también —dijo, volviéndose hacia Archy— el mensaje que te he estado intentando mandar a ti.
—Sí, muy bien —dijo Archy—. Tú manda todo lo que quieras. Yo le pondré «Devolver al remitente» cada puta vez. —Se volvió hacia Flowers—. Esto va del tipo aquel al que le pegaron un tiro en los setenta, ¿no? ¿Me equivoco? En el bar de los Panteras. ¿Cómo se llamaba? El Bit o’ Honey…
—Se llamaba Popcorn Hughes —dijo Flowers—. Era un gángster, un chulo asqueroso, ignorante y de poca monta de East Oakland. Que acabó justamente donde debía, tal vez un año o dos antes de tiempo.
—Y fuiste tú quien le metió prisas.
—Yo no tenía ninguna razón para querer hacerle daño a aquel hombre —dijo Flowers con cautela.
—Estaba intentando dejar su huella —dijo Luther—. «Crear su leyenda». Impresionar a Huey Newton. Lo que pasaba era que, cuando Huey quería eliminar a alguien, sabía que lo único que tenía que hacer era decirlo en voz alta y bien claro. Como Peter O’Toole en la película aquella, ¿cómo se llamaba? —Compuso una expresión ceñuda y regia, en una imitación bastante respetable de O’Toole—. «¿Es que nadie me va a librar de ese incordio de cura?» Y el Colega Chan se puso de pie para hacer realidad el deseo de Huey.
No resultaba fácil leer la expresión de Chandler Flowers. Ya hacía mucho tiempo, años, que había compuesto sus rasgos con el mismo cuidado que había puesto para entrelazar los dedos muertos de Cochise Jones. Si tú le contabas un chiste o una historia triste, él se limitaba a sonreír tal como dictaba el protocolo o bien a inclinar la cabeza para mostrar su compasión. Ligero regocijo o comprensión solícita. Archy nunca había visto nada parecido a lo que estaba viendo en ese momento en aquella cara indescifrable como un puño. Puede que fuera dolor o remordimientos. Tal vez fuera únicamente nostalgia. Sus ojos eran un par de túneles sombríos que se adentraban en las entrañas de las montañas del pasado.
—«Crear mi leyenda» —dijo casi complacido—. Sí que suena como las cosas que yo decía por entonces. Eso lo admito.
—Completamente dispuesto y capaz de hacer lo que hiciera falta para no tener que acabar donde estás ahora. Hacer cualquier cosa con tal de que fuera lo contrario de esto. —Luther abrió la rosa de los vientos de su mano derecha para guiar la atención de los presentes a las zonas de ironía que los rodeaban a todos—. Lo contrario de lo que Chandler Segundo quería que hicieras. Pasar de ir a la universidad. Salir con chicas blancas. Alistarse en la marina como marinero sin rango. Afiliarse al partido de los Panteras Negras.
Flowers entornó los ojos con placer, disfrutando del recuerdo del trabajo que había puesto en escandalizar a su padre. Se echó a reír, con una risa que era como echar gotitas en una sartén y que recordaba a su sobrino Walter.
—Es verdad —dijo—. Tienes toda la razón.
—Intentabas provocarle un ataque de epilepsia —dijo Luther, manteniendo una cara seria por cuyos márgenes se colaba la risa igual que se cuela la luz alrededor de una puerta—. Un ataque al corazón.
—Hice lo que pude, sí —dijo Flowers.
—«¡Eres una mancha en el apellido!» —dijo, desempolvando, como si fuera un disco antiguo de vinilo, la voz envarada y nasal de un hombre negro muerto mucho tiempo atrás, afectándola—. «¡Chandler Bankwell Flowers, eres una mancha en el apellido!».
—Una mancha en el apellido, Dios mío, me había olvidado por completo de que él…
—Me sorprende que nunca probaras a volverte maricón —dijo Luther—. Eso habría acabado con él bastante deprisa.
El silencio que siguió a aquella revelación, aunque nanométrico, fue abrupto y revelador.
—Mmm… —dijo Archy, notando que se le ruborizaban las mejillas, aunque la cara de Flowers había recuperado su compostura de manos entrelazadas—. Entonces, ¿qué? ¿Estuvisteis los dos en el partido o…?
—Nah, eso fue un chanchullo de este —dijo Luther—. Yo no quería tener nada que ver con eso. Yo iba de acompañante.
—Ah, claro. Porque tú estás en contra de los chanchullos —dijo Archy—. Tú y los chanchullos no os conocéis de nada.
—Fue todo hace mucho tiempo —dijo Flowers, y se le oyó en la voz un eco nasal y burgués de la imitación que había hecho Luther de Chandler Segundo, un eco que ahora Archy se dio cuenta de que había estado presente todo el tiempo—. Agua pasada.
—Ah, ¿sí? —dijo Luther, jugando con él, disfrutando de la compañía, en opinión de Archy, de su antiguo compañero de correrías—. Entonces, ¿cómo es que todavía te preocupa tanto?
Plácidamente, reclinado hacia atrás, con las manos entrelazadas sobre la convexidad de su abdomen en un extraño eco de la forma en que colocaba a sus cadáveres, Flowers dijo:
—No me preocupa, Luther.
—Entonces ¿por qué cambiaste de idea con lo de Dogpile? De repente. En cuanto yo fui a hacerle una visita a Gibson Goode y le sugerí que te preguntara a ti qué le había pasado a Popcorn. ¿Cómo es que te pasaste entonces al bando de Dogpile?
—A mí también me gustaría saber eso —dijo Archy.
Flowers se limitó a poner aquella sonrisa inescrutable, forjada en los fuegos de un centenar de sesiones de la Comisión de Planificación, donde la gente nunca paraba de presentarse en la Sala de Vistas Número 1 para preguntar lo que no tenía respuesta, exigir lo que no se podía conceder y dar rienda suelta a lo que no se podía aplacar.
—Ya te conté mis razones, Archy, cuando hablamos el otro día. Me di cuenta de que por mucho amor y lealtad que pueda sentir yo a título personal hacia esa hermosa tienda que tú regentas, por no mencionar toda la historia que contiene, historia negra, historia de Oakland, historia del barrio, mi historia, era egoísta por mi parte oponerme al señor Goode. Un Garito Dogpile es una oportunidad para el conjunto de la comunidad. Ahora. Hoy. En el momento presente. Por no mencionar, y ahora te voy a ser sincero, el hecho de que será una oportunidad para cierta gente que me es próxima y querida, como por ejemplo el hijo pequeño de mi hermana Candida, mi sobrino Walter, que está en plenas horas bajas. Y una oportunidad para gente como tú, si no ando equivocado.
—Eso sí que es una mentira sucia —le dijo Luther a Archy—. Chan, tú ya sabías que el asunto de Popcorn te iba a encontrar algún día. Desde el día en que sentaste la puta cabeza, seguiste los pasos de tu viejo y empezaste a bombear formaldehído, has estado viviendo con el miedo a que la cosa saliera a la luz. —Se volvió hacia Archy—. Tengo pruebas, hijo. ADN. —Ahora le tocó a él repanchingarse en su silla, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y meneando aquellas alas de gallo que eran sus codos—. La mierda dura millones de años. Si la pones en el microscopio, puedes clonar un puto triceratops. Un día, no te lo pierdas, algún cabrón tipo Parque Jurásico va a venir y clonar a Chan Flowers para quienes quieran dar un paseo por la prehistoria de Oakland, y cuando llegue Laura Dern en su jeep se encontrará allí a Chan. ¡Joder, Chan, si hasta seguro que los puedo llevar adonde está el arma! Lo más seguro es que aquella Mossberg siga estando allí en el bosque, enredada con los matorrales y tal.
—Tú sí que te estás enredando ahora —dijo Flowers—. Te estás enredando de verdad, Luther.
—¿Pero qué es lo que tienes? —dijo Archy.
—Un guante —dijo Luther—. El que llevaba Chan cuando se cargó a Popcorn Hughes, un guante lleno del ADN de la sangre de Popcorn.
—Un guante —dijo Flowers.
—Acuérdate, era de tu hermano Marcel. Un guantecito de color morado, del disfraz que llevaba…
—¡Un guante! —Chan Flowers se regodeó o fingió regodearse en la idea de que un simple accesorio de vestimenta, un complemento insignificante, pudiera inspirar una ansiedad como la que Luther había descrito—. ¿Un guante que lleva treinta y un años en el bolsillo de atrás de un adicto al crack? Aun en el caso de que resultara ser auténtico —dijo, deseoso de que Archy se uniera a sus burlas sobre aquello—, o sea, aunque resultara que la sangre de ese guante es mía, o de Popcorn Hughes, o de Jimmy Hoffa, ¿qué demostraría eso?
Y entonces apareció, luminosa y fiel como un estandarte ondeante: la sonrisa de Cleon Strutter, enseñando sus cartas.
—Tú dame cien mil dólares —dijo Luther— y nunca nos tendremos que hacer esa pregunta.
—Luther, ¿en serio? —dijo Archy—. ¿Chantaje?
Lanzó la palabra hacia su padre como si fuera un garfio de escalador y sintió que una de las púas se enganchaba. Luther se miró los pies enfundados en alpargatas y luego levantó la vista para mirar a Archy. Asintió. Le parecía bien.
—Si lo quieres llamar así… —dijo.
—¿Es verdad que estás limpio de alcohol y drogas?
—Desde hace trece meses, una semana y cinco días —dijo Luther.
—¿Por primera vez desde cuándo, sinceramente? Finales de los ochenta, ¿no?
Luther admitió que probablemente aquello fuera cierto.
—O sea que ahora el que habla es tu yo verdadero, ¿no? El Luther Stallings limpio y sobrio: una escoria de chantajista.
La bandera de la sonrisa de Luther decayó un momento; a continuación cogió un repunte de brisa y volvió a ondear.
—Solo estoy intentando hacer una película, hijo. Revivir mi fortuna. Tal vez eso os parezca un plan impracticable a todos vosotros porque sois unos cínicos de mierda que no tenéis sueños propios. Supongo que soy un sentimental. Un tonto. Simplemente se me ocurrió que tal vez mi amigo más antiguo y de más tiempo podría querer echarme una mano.
—Echarte otra mano —lo corrigió Flowers—. Archy, lleva años intentando chantajearme con este supuesto asesinato. No es un fenómeno reciente asociado a su sobriedad.
A Archy no le pasó por alto aquello de «supuesto», y se puso a darle vueltas como si fuera una piedra lisa en la palma de la mano. Repasó mentalmente la conversación, intentando recordar si Flowers había admitido o reconocido haber hecho algo malo. Le pareció que no.
—Echarme otra mano —admitió Luther—. A una escala más grande. Básicamente —le dijo a Archy—, lo que pasó, fíjate, es que la noche del asesinato el guante me lo quedé yo. No sé por qué. Simplemente me lo quedé para tener un recuerdo de, ya sabes, aquella época salvaje. Y al cabo de unos años, cuando me adentré en la peor maldad de mi vida, y no me enorgullezco de ello, sé que te dejé en la estacada, a ti y a todo el mundo, pero… mmm… —perdió el hilo y lo volvió a recoger—, pues me puse a buscar el guante. Pensando que tal vez fuera, como se suele decir, intercambiable. Pero parece ser que yo lo había perdido, de tanto mudarme todo el tiempo, de entrar y salir de la cárcel y todo eso. Luego me volví a juntar con Valletta. Justo después de salir de desintoxicación. Y resultó que ella lo había tenido todo el tiempo.
—Así pues, señor concejal —dijo Archy—, ¿quiere usted ese guante que tiene Luther?
Chan Flowers habló despacio, entre dientes, como si le matara el tener que admitirlo.
—Es posible —dijo.
—Y si, digamos, por la razón que sea, Luther no se lo da, ¿qué va a hacer usted?
La respuesta a aquella pregunta tardó todavía más en llegar, pero, cuando llegó por fin, pareció causarle poco dolor.
—Yo tengo más que perder que Luther.
—Ah, ya veo —dijo Archy—. Respuesta críptica pero amenazadora. ¿Y qué pasa conmigo, ahora que yo también estoy enterado de que existe ese guante? ¿Tiene usted más que perder que yo?
—Tú no me vas a chantajear nunca en la vida, Archy, eso yo lo sé. No forma parte de tu naturaleza. Debes de tener la fuerza de carácter de tu madre.
—No metamos a mi madre en esto, ¿vale? Me alegro de que ella no haya vivido para ver este día funesto. —Desafió a su padre a que cuestionara aquella afirmación y Luther la dejó pasar sin decir nada—. Así pues, ¿qué? —dijo Archy—. Si yo prometo que no diré nada de esto, ¿usted se limitará a matar a Luther pero a mí no?
—Trato con muertos todos los días del año —dijo Flowers—. No te olvides. Y estoy intentando encontrar algo de seguridad en estos tiempos tan inciertos. Da igual qué forma adopte esa seguridad.
Archy se preguntó dónde estaba el guante en aquellos momentos. Luther lo debía de tener a buen recaudo, escondido en casa de algún personaje de mala vida, de algún ex compañero de celda. Metido en una bolsa de plástico con cierre de cremallera y pegado con cinta aislante dentro de la cisterna de un retrete. Lo que había que hacer, pensó, era hacerse con él de alguna manera. Llevarlo a la policía y dejar que fuera esta quien decidiera lo que iba a suceder. Puede que no llevara a ninguna parte, que no señalara a ningún lado y que no incriminara a nadie. O puede que fuera el final del concejal Flowers y muy posiblemente de los planes de Dogpile.
—Si me largo de aquí ahora mismo —le dijo Archy a Flowers—, y dejo a este capullo a su cuidado, y creo que todos estamos familiarizados con la calidad del trabajo que hacen ustedes aquí, ¿me dice usted que aceptará mi palabra en este asunto?
—Sí que acepto tu palabra, Archy. Yo te respeto y sé que tú nunca me faltarías al respeto a mí. En cuanto salgas de aquí, te garantizo personalmente que me haré cargo de que tanto a ti como a esa pequeña familia que tienes de camino nunca os falte de nada mientras yo viva. Así que te puedes marchar tranquilo. Deja que Luther y yo arreglemos esto.
—Así pues, a ver —dijo Archy—, por ejemplo, ¿me respaldaría usted con Brokeland? Porque, o sea, en cuanto nuestro amigo G Bad ya no tenga nada que pueda usar contra usted… suponiendo que obtenga usted ese famoso guante. A cambio de que yo no diga nada. —Al decir esto, un rotor empezó a dar vueltas dentro del armazón de altavoz Leslie de su pecho—. ¿Tal vez podría usted, por ejemplo, retirar su apoyo al Garito Dogpile… y volverse al bando donde estamos Nat y yo? Porque, ¿sabe usted?, a nuestra manera pequeña y humilde, nosotros también ayudamos a la comunidad.
—Haré más que eso —dijo Flowers—. Os respaldaré de verdad. En calidad de socio capitalista. Pagaré vuestra deuda. Os quitaré de encima a los acreedores, lo que haga falta.
—Tengo que decir que eso resulta muy atractivo.
—Archy —dijo Luther—. Venga, hijo.
—Y lo único que tengo que hacer, a ver si lo he entendido, es salir de aquí, ¿no? Dejar que usted y él… mmm… ¿cómo era? «Arreglen esto».
—Nada más que eso —dijo Flowers—. Por supuesto, tienes que recordar que si alguna vez se da el caso de que la policía se interesa por ese viejo crimen sin resolver, es posible que te acaben acusando de encubrimiento.
Archy se puso de pie, asintiendo, como si aquello le pareciera una propuesta razonable, hasta envidiable. A continuación estiró el brazo y le dio una fuerte colleja a su padre en el pescuezo, como si estuviera matando a un moscardón particularmente feroz y lento que se había posado allí.
—Dale el puto guante de los cojones, Luther —dijo—. Y luego lárgate de aquí. No soporto ni veros ni oleras a ninguno de los dos, putos viejos chantajistas, mentirosos y asesinos. Dale el guante al señor Flowers antes de que yo te lo quite y se lo dé personalmente a la policía.
—No puedo —dijo Luther.
—¿Por qué no? ¿Porque vas a coger todo ese dinero que él no te va a dar nunca y lo vas a invertir en una película que no vas a hacer nunca?
Archy podía contar con una sola mano las veces en su vida en que había dejado a su padre sin palabras. Supuso que debía de ser resultado de la colleja que le había dado, o tal vez hubiera algo convincente en el desprecio que acababa de mostrar hacia el proyecto de Luther. Luther se puso a murmurar y a negar con la cabeza otra vez. A Archy le recordó a aquel vagabundo tirado sobre su caja al que había visto días atrás delante de la pastelería de Neldam, aferrándose a su bolsita de bollos.
—Dale el guante —dijo Archy, luchando por mantener su voz libre de cualquier tono de compasión, ya no en beneficio de Luther sino de sí mismo—. Y la película te la pago yo.
Un filete a través de los barrotes de una jaula para tiburones. Luther levantó la vista, receloso y hambriento.
—¿Cómo?
—Me vendo la tienda. Y, lo que me saque de mi mitad, te lo doy a ti.
—¿Y por qué ibas a hacer eso?
—No lo sé —dijo Archy—. Aunque seguro que no es porque me importe una mierda lo que le pase a un desgraciado como tú.
—Chaval —dijo Luther, levantándose del sofá, sacándole todavía cinco centímetros largos a Archy aunque pesara por lo menos una docena de kilos menos—. Te agradezco la generosa oferta que me haces, pero estoy cansado de que me faltes al respeto. O sea que te aviso: como me vuelvas a hablar así otra vez, te vas a ver recibiendo una paliza de verdad y de las de antes como no has recibido ninguna en treinta años.
—Colega —dijo Archy, haciéndose eco sin darse cuenta de lo que le había dicho su hijo la otra mañana—. Vete a la mierda.
—Caballeros… —dijo Flowers, pero era demasiado tarde.
La decisión histórica de Archy, tomada alrededor de 1983, de que su padre dejara de importarle un comino, había coincidido casi exactamente en el tiempo con la última vez en que había intentado zurrar a Luther. E igual que las cinco o seis veces anteriores, aquel intento también había fracasado. Pese a ser grande y fuerte y estar inundado de la hombría que por entonces estaba a punto de alcanzar, y hasta enfrentándose a un Luther enganchado a la droga y anoréxico, el volumen y la furia en bruto de Archy no le sirvieron de nada frente a la habilidad que su padre tenía completamente interiorizada.
Pero el de ahora fue un ataque por sorpresa, y Archy se aprovechó de esa ventaja. Se lanzó contra Luther y lo derribó sobre el pequeño sofá, que a su vez se volcó hacia atrás, mandando a los dos hombres al suelo. Antes de que Luther pudiera empezar a recuperarse, Archy se le puso encima, se sentó a horcajadas sobre él y le dio la vuelta de manera que a Luther le quedara la cara pegada a la moqueta gris de hebra corta. A continuación se sentó sobre el trasero de su padre y le atenazó ambas muñecas con una mano mientras con la otra le agarraba el pelo. Clavó los dedos para tirar con fuerza de la cabeza de su padre hacia atrás.
—Dáselo.
—Vete a tomar por el culo.
Archy clavó más los dedos y tiró más fuerte.
—Que le des el guante, Luther.
—No puedo. Déjame.
—¿Por qué no?
—Porque lo he perdido.
—¿Lo has perdido? ¿Quieres decir que nunca lo encontraste? ¿Que Valletta no lo tenía?
—Sí que lo tenía. Pero la última vez que nos mudamos… no sé… se perdió. No lo encuentro. Lo juro. Que me dejes, hostia.
—¡¿Qué?!
—Yo lo tenía —dijo Luther, escribiendo sin quererlo su propio epitafio—. Pero lo perdí.
—De verdad que me gustaría creérmelo —dijo Flowers—. Me va a hacer falta alguna garantía. ¿Qué pasa si vuelve a aparecer?
—Que haga una declaración jurada —dijo Archy—. Que escriba una declaración jurada de su puño y letra diciendo que lleva años chantajeándote, que toda la historia del guante y del asesinato se la inventó él y que tú nunca tuviste nada que ver con ello. —Dio otro tirón de la cabeza de su padre, solo para dar énfasis a sus palabras—. ¿Lo harás, Luther? ¿Confesarás que has estado haciendo chantaje? Te daré todo lo que me pueda sacar de venderme la tienda. Así tú podrás seguir viviendo esta vida tuya tan admirable.
—A mí me parece aceptable —dijo Flowers—. Pero… mmm… para una declaración jurada de esa clase vamos a necesitar un abogado. No me imagino qué clase de abogado. Sé que el mío no querría ni oír hablar del tema.
Archy dijo que le parecía que Mike Oberstein se dejaría convencer, pero, antes de eso, ¿qué tenía que decir Luther de la propuesta?
—Cuando el año pasado salí del programa —dijo Luther—, tenía tres cosas en mi lista de deseos. Y ninguna de ellas era «Por favor, que mi hijo me arree una colleja, me tire del pelo y se me siente encima cuando el cabrón debe de pesar más de ciento veinte kilos».
—Ah, sí —dijo Archy—. Oh, lo siento.
Salió de encima de su padre y se incorporó de un brinco. Luther se dio la vuelta hasta quedarse tumbado de espaldas, mirando el techo de requesón y el ataúd donde estaba Terrell Padgett. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero él se puso a parpadear hasta hacerlas desaparecer.
Archy estiró el brazo y le ofreció una mano a su padre. Luther se la cogió. Dejó que Archy levantara su armazón correoso y liviano del suelo. Pero, cuando Archy trató de soltar sus dedos, Luther se aferró a ellos. Tenía aquel apretón recalcitrante de hierro que había castigado bloques de hormigón, tablones de madera de pino y a Chuck Norris. Archy se rindió y dejó que su padre le estrechara la mano.
—Esto era el número dos de la lista —dijo Luther.
La madre era una niña, le faltaban dos meses para cumplir veintiún años y al parecer su bebé no tenía padre. Trabajaba en las cocinas del Chez Panisse y de vez en cuando iba en un camión de tacos vendiendo pastelillos. Cuando Aviva la había conocido, era una alumna de tercero con el pelo rubio rojizo que se llamaba Rainbow, hija de la orientadora de una red de negocios de mujeres a la que Aviva había pertenecido por entonces. Una chiquilla silenciosa, que se movía con sigilo por los márgenes de las habitaciones. Ahora llevaba el pelo teñido de un color oscuro como de moras, se había quitado la segunda sílaba del nombre, se había tatuado un escandaloso repertorio de objetos semialegóricos (una abeja, un paraguas, un huevo en una huevera) que le ocupaba más o menos el sesenta por ciento del cuerpo, y ocupaba, por lo menos hoy, el escenario central de su mundo. O mejor dicho, del mundo; Aviva todavía conservaba aquella sensación, después de tantos años, después de haber traído al mundo a un millar de bebés y de que la rutina, las neurosis transmitidas por las pacientes o la industria sanitaria le dieran todas las oportunidades del mundo para que se desencantara, se hartara o se aburriera de su trabajo. Las personas tenían tendencia a verse a ellas mismas como farolas en una noche de niebla, ocupando el centro de una esfera de resplandor, pero en el fondo no se trataba más que de un truco de la luz, de un espejismo de centralidad en medio de una niebla general. Una mujer que estaba de parto, sin embargo, mientras sufría el parto, se encontraba en el centro de algo verdaderamente radiante en cuatro dimensiones; todos los partos del mundo, todos los vectores de la evolución y de la migración humanas se originaban y terminaban entre sus piernas abiertas.
—Noto como si me fuera a cagar —dijo Rain. Se había puesto a ocho centímetros en las dos horas siguientes a su primera contracción, pero el desplazamiento al hospital parecía haberla ralentizado—. ¿Y si me cago en la cama?
—A ver si puedes —dijo Aviva.
Se oyó el clic del pestillo de la puerta y se coló en la habitación una ráfaga del murmullo del hospital. Aviva estaba de espaldas a la puerta de la nueva y encantadora sala de preparto en la que Rain había tenido la suerte de que la pusieran, una sala de madera dorada con acabados de acerocromo, que hacía pensar en esbeltas madres danesas dando a luz a jóvenes y atractivos socialistas. Audrey, la madre de Rain, se levantó de golpe del sillón para cerrar la cortina que rodeaba la cama con un traqueteo de cojinetes.
—¿Señora Jaffe? —Era una de las enfermeras, una filipina llamada Sally, una buena enfermera, que compartía con Gwen la misma forma perfectamente entrenada de ser al mismo tiempo dulzona y dura—. Está aquí su querido marido.
Ahora le tocó a Aviva ponerse de pie de un brinco. No recordaba que Nat se hubiera presentado jamás en el hospital sin que ella se lo pidiera. Tal vez para traerle un par de zapatos más cómodos o algo para comer. El hecho de que ahora apareciera de improviso solo podía comportar malas noticias o un desastre. Mientras seguía a Sally hasta el mostrador de las enfermeras donde él la esperaba, Aviva se sacó el teléfono del bolsillo de atrás y buscó el mensaje de voz que no debía de haber visto. Pero no había llamadas ni de Nat ni de Julie. De hecho, no la había llamado nadie en absoluto.
Nat estaba dibujando un mándala invisible por los baldosines relucientes con sus zapatillas Chuck Taylor altas, cabizbajo y con las manos en los bolsillos traseros de los vaqueros que a ella le parecía que le quedaban mejor, tarareando la banda sonora de su impaciencia. Cuando la vio, el pánico de su cara dio paso tan repentinamente al alivio que a ella le vinieron ganas de echarse a llorar.
—¿Qué pasa? —dijo ella.
—Gwen está pariendo.
—¿Archy está allí con ella?
—No. No está en casa, Aviva. Está aquí.
—Oh, no.
—Sí. Ha roto aguas y había… meconio…
—¿Mucho?
—Mucho no, pero había. El médico ha dicho que probablemente todavía no tengamos que preocuparnos, pero han querido ingresarla y ponerla en el monitor. En caso de que haya sufrimiento fetal.
—¿Quién está asistiendo?
—Tu amigo.
—¡¿Lazar?!
—Todo un encanto.
—¡Mierda! ¿Y tú estabas con ella cuando ha roto aguas?
—Sí.
—¿Y por qué no me has llamado?
A él le pasó por la cara una nube de turbiedad, como de tinta de calamar, que la alertó a ella de que las próximas palabras que le salieran de los labios iban a mantener una relación peliaguda, o incluso antagonista, con la verdad.
—He perdido el teléfono —dijo.
—¿Dónde lo has perdido?
Él se encogió de hombros.
—En el coche.
Ella decidió dejar pasar la mentira, fuera cual fuera.
—¿Cómo está Gwen? —preguntó.
Desde que había salido de casa para encontrarse con Rain y Audrey en el hospital, Aviva había sido consciente, como un suelo que subyacía a la figura de todas las sugerencias tranquilas que le hacía a Rain y de todas las interacciones pacientes que tenía con el personal del hospital, de que toda su capacidad emocional —cuidadosamente escondida de todo el mundo que la rodeaba igual que esas fábricas de aeronaves de tiempos de guerra que tienen los cristales de las ventanas pintados de negro— se había desplazado a la producción de cólera; estaba furiosa con Gwen.
No, era algo más profundo y egoísta, más cobarde que la furia, en cuyo seno a Aviva le parecía percibir una noción de azote, de fuego purificador. Aviva estaba dolida. Y su furia era aquella cólera especial y amarga de los acusados. Gwen estaba rompiendo su asociación, renunciando a su vocación común, por razones que Aviva no podía desdeñar sin emplear la violencia contra ciertos hechos inconvenientes o embarazosos relativos a la naturaleza y la realidad demográfica de su práctica profesional, relativos a la mala fama paradójica que pendía como un letrero sobre la partería moderna, una profesión que antaño, no hacía tanto tiempo, había limitado sus atenciones a mujeres pobres y del campo. Aviva estaba molesta —aunque su molestia también estaba contaminada por su conciencia de aquellos putos hechos— por el hábil e implacable ataque mau-mau que Gwen había infligido, de forma perfectamente justificada, al desafortunado consejo de inspección. Y eso a pesar de que —o quizá porque— Gwen les había salvado el pellejo a las dos.
—No está contenta —dijo Nat—. No sabe dónde está Archy, eso para empezar. En segundo lugar, y cito textualmente, ni de coña va a dejar que ese subnormal de Lazar le ponga una mano encima. En tercer lugar, vete corriendo para allá, por favor, lo más deprisa que puedas. Ella te necesita, Aviva. Dice que no piensa tener el niño como no vayas tú a sacarlo.
—Qué tierno.
—Yo solo soy el mensajero. Y será mejor que me vuelva con ella. No creo que Julie la esté ayudando mucho.
—¡¿Julie?!
—Ha venido con nosotros. Está un poco…
—¿Cómo ha sido eso?
Nuevamente una parálisis facial leve, una distonía narrativa que le distendió los rasgos.
—Lo he recogido yo —dijo—. Mmm… por el camino.
—¿Qué coño está pasando, Nat? No, olvídalo. Luego te mato.
—Vale.
—¿Vale?
—Si es luego, me va bien.
—Bien. Y ahora. Dile a Gwen…
—Aviva…
Era Audrey, plantada en el pasillo y haciendo un ligero gesto vacilante de retorcerse las manos, inclinando la cabeza hacia la puerta de la sala de preparto de Rain.
—Dice que quiere empujar.
—Vale… —dijo Aviva. Empujó ella también a Nat, poniéndole los dedos contra el esternón y echándolo un paso o dos hacia atrás—. Dile que iré lo antes que pueda. Tú ayúdala a ponerse cómoda, acompáñala a la habitación, ¿vale? Echa una mano. Haz de padre. ¿Crees que puedes?
—Creo que puedo fingirlo —dijo Nat.
—Y entretanto, ¿dónde coño está Archy?
—Lo he estado intentando encontrar pero no contesta.
—Prueba a mandarle un mensaje de texto de esos.
—¿Eso qué es? No sé qué es eso.
—Yo tampoco. Pregúntale a Julie.
—¿Aviva? —dijo Audrey, con un tono que se aventuró a aproximarse a la acusación.
—Tengo que volver con Rain —dijo Aviva—. Ve. Dile a Gwen que iré pronto.
—Pero ¿qué pasa si te entretienes aquí? —dijo Nat—. Como manden a Lazar, me temo que ella le va a arrancar la puta cabeza.
—Esto es un hospital —dijo Aviva—. Se la pueden volver a coser.
—Creo que me decanto por «Espejito, espejito» —dijo Julie.
—El de la barba —dijo Gwen, mostrándose vagamente de acuerdo mientras otra contracción se formaba en el golfo de dolor en cuya orilla ella estaba asentada como una ciudad al nivel del mar, con los diques tambaleándose ante el avance de la ola. Durante la última contracción, ella le había cogido la mano a Julie y se la había puesto sobre el vientre para que él notara cómo la piel dejaba de ser tapicería para convertirse en placa de metal—. El de Spock con barba.
—La barba está incluso más de moda ahora que por entonces —dijo Julie—. Las perillas están de moda.
Ella le había ordenado que la distrajera, aunque él sospechaba que no lo decía en serio, que Gwen no era capaz de distraerse de ninguna manera de su objetivo de ese día. Las contracciones ocupaban toda la atención de Gwen. A medida que se sucedían, cada una de ellas se volvía un objeto de estudio intenso. Julie, sin embargo, estaba haciendo lo que podía, pese a que él también se sentía considerablemente distraído. Por un lado sabía que tenía que estar presente, completamente presente, para Gwen, por lo menos hasta que volviera su padre o, mejor todavía, hasta que apareciera su madre. Pero al mismo tiempo no podía parar de pensar en Titus, de preguntarse dónde estaría y adónde habría decidido escaparse. El esquivo Titus, un ladrón de casas que descendía trepando por la tapia vertical de la vida de Julie. Tan fugitivo como una aspiración pasajera, como una de aquellas fantasías diurnas que uno sabía, incluso mientras la estaba teniendo, que requerían más dinero, más suerte y más serenidad de las que uno iba a tener jamás.
—Sigue hablando de Star Trek —le mandó Gwen en voz baja, quedándose muy quieta, con los ojos cerrados, posiblemente llevando una especie de cuenta interior, pese a que Julie, con la ayuda de su reloj, estaba registrando fielmente la frecuencia y la duración de las contracciones en el dorso de un sobre que había encontrado en el coche de ella—. Eso me ayuda. Además, creo que era más bien un bigote de mosquetero lo que llevaba.
—De acuerdo —dijo Julie, despegando las piernas del asiento de vinilo del sillón de la sala de preparto. Se volvió para mirar a Gwen y le cogió la mano izquierda húmeda de sudor con la derecha de él. Gwen estaba acostada en la cama, vestida con la vieja camiseta de Xavier McDaniel de Archy y unos pantalones elásticos limpios que había mandado a Julie a buscarle a casa de camino al hospital. Había dejado que la conectaran al monitor pero se había negado a ponerse la bata de paciente, a fin de demostrar su determinación a no tener aquella criatura hasta que Aviva estuviera libre y que no hacía falta que las enfermeras llamaran a Paul Lazar—. Además, en ese episodio estaba la Mujer del Capitán.
—Ah, eso te gusta. —Su voz era suave, meditabunda, como una bibliotecaria del dolor examinando con el dedo un catálogo interminable de llamas—. ¿Verdad?
—Es… no sé. Supongo que mola bastante.
Lo que no dijo era que cada vez que veía aquel episodio, que recordaba haber visto por primera vez con Gwen la noche en que sus padres habían salido a ver Casi famosos, le gustaba imaginarse que él era la Mujer del Capitán, deambulando por los aposentos del Kirk malvado con el vientre desnudo y su Campo Tantálico, esperando a que el capitán volviera a sus brazos, a sus labios y a su cama espacial retrofuturista de los años sesenta con sus sábanas de malla centelleante roja.
Pasaron cuarenta y nueve segundos en silencio y por fin ella volvió a abrir los ojos. Julie apuntó el tiempo y la duración en el dorso del sobre que le había mandado a Gwen el bufete de abogados de Leopold, Valsalva y Rubin y que ella no se había molestado en abrir. Tenía un aspecto muy serio y, en opinión de Julie, urgente.
—Ya pasó —dijo ella, tragando saliva y lamiéndose los labios.
Un último borboteo diminuto de dolor en la mirada. Julie lo vio apagarse, como cuando el fuego psiónico abandonaba a Sally Kellerman en el episodio «Donde nunca llegó el hombre».
—¿Estás bien? —dijo él.
—Estoy bien. Pero, si viene Lazar, no estaré bien. Tendrás que matarlo.
—Puedo hacerlo.
—Tendrás que ser mi Mujer del Capitán y golpearlo con el Campo Tantálico.
—Es hombre muerto.
Ella le cogió las manos con las suyas.
—Eres un buen chico, Julius Jaffe —le dijo—. Tu madre te crio como es debido.
—Gracias.
—La escena de esta mañana en el motel debe de haber sido rarísima.
—Ha sido una locura. No tengo ni idea de qué estaba pasando. No entiendo de qué va esto.
—¿Quiénes eran esos tipos?
—No lo sé, trabajan para el señor Flowers, ya sabes… llevan esos trajes, o sea que parecen musulmanes negros, pero con joyas y corbatas en lugar de pajaritas.
—Sí, sí.
—No sé, parece que hay una especie de lío entre él y Luther. Entre el señor Flowers y Luther. Algo que viene de hace mucho tiempo, cuando Archy era pequeño.
—¿Y Archy no te ha contado de qué iba?
—No. Solo me ha dicho que ya se encargaría él.
Gwen se mordió el labio, no por dolor, y negó con la cabeza una sola vez, apartando la vista de Julie. Él estaba a punto de asegurarle que Archy vendría, que vendría en cuanto se enterara de que ella se había puesto de parto. Sin embargo, se le ocurrió que tal vez no fuera cierto. Julie no tenía ni idea de en qué clase de líos se había metido Archy. Los tipos de la funeraria iban por ahí armados y lo más seguro era que fueran peligrosos, por mucho que el grandullón, Bank, hubiera resultado ser sorprendentemente vulnerable al asalto con katana de madera.
—Es Titus quien debería estar en urgencias —dijo Gwen—. Estaba herido, ¿no? Me he equivocado, no tendría que haber dejado que se marchara. Eso ha estado mal. No sé dónde tenía la cabeza. Supongo que estaba un poco desquiciada.
—Le ha sangrado la nariz pero ya estaba bien. Es bastante duro de pelar, el tío. —Julie sintió una oleada de agradecimiento hacia Gwen por estar dándole una excusa para hablar de Titus—. Creo que ha vivido en algunos sitios… ya sabes… no precisamente maravillosos. Como por ejemplo la casa donde vivía aquí. La de delante del señor Jones.
—Alguien me lo contó, sí.
—Lo trataban como a una mierda.
—Esa lengua, Julius.
—Era una pesadilla.
—Te cae bien, ¿verdad?
—Es mi amigo.
Usando la fusión de mentes vulcaniana, Julie la miró a la cara y le leyó los pensamientos: «Algo que nunca habías probado».
—¿Qué te ha dicho de mí?
—Pues… no sé. Probablemente te tenga un poco de miedo. Sé que… o sea… yo me he dado cuenta de que está bastante emocionado con esto.
—Con el bebé.
—Sí. Su hermano. Me dijo que tú le habías dicho que era niño.
—Lo es. Es un niño.
—Sí, parecía emocionado. Seguro que no se habría escapado si supiera que te ibas a poner de parto.
—Mmm… —dijo Gwen, y al principio Julie lo tomó por una expresión de ligero interés, como si ella estuviera registrando una pequeña obtención de información sobre un tema del que previamente había sabido muy poco.
A continuación el ruido se intensificó y fue cambiando hasta convertirse en un gemido, «Uuuuuuuuy», y él vio que se acercaba otra contracción.
Julie oyó el traqueteo del expediente de Gwen en el soporte de fuera. Se puso de pie justo cuando se abrió la puerta y un médico delgado y pálido asomó la cabeza afeitada un par de días atrás al interior de la habitación. Llevaba uniforme hospitalario azul y un estetoscopio al cuello.
—¡Siete minutos entre contracciones! —informó Julie, sosteniendo el sobre en alto—. ¡Siete minutos!
—¡Siete minutos! —repitió el médico—. ¿En tiempo inglés o métrico?
Julie quedó sumido en un estado de confusión fascinada en torno a aquel concepto: el año dividido en diez meses, el mes en diez semanas y la semana en diez días. Pero no, saldrían demasiados días.
Gwen había cerrado los ojos; Julie ni siquiera estaba seguro de si había visto al médico.
—Usted no —dijo ella, con una voz tan baja que apenas resultaba audible—. Ni hablar, hostia.
Lazar echó un vistazo a Julie, intentando reclutarlo con la mirada. Julie le devolvió su peor mirada de basilisco, intentando que esta vaporizara al médico y lo convirtiera en una neblina tantálica reverberante.
—¿Quién es su amigo? —le dijo Lazar a Gwen. Echó un vistazo al monitor fetal y trató de cogerle la muñeca a Gwen—. ¿Está usted teniendo una ahora mismo?
Ella se soltó la mano bruscamente.
—No —dijo Gwen—. Estoy bien. El bebé está bien. No hay signos de sufrimiento. Puedo esperar a que llegue Aviva.
Luego a Gwen se le echó encima la contracción y se vio barrida por ella sin contemplaciones. Julie sintió que él mismo, Lazar y el hospital desaparecían de sus pensamientos. Lazar se quedó allí plantado mirándola. Antes su mirada había parecido muerta, agotada, pero ahora Julie vio en ella agilidad, atención y hasta casi le pareció captar cierto espíritu de aventura. Lazar se limitó a esperar, mirando la pantalla del monitor. Cuando Gwen volvió a abrir los ojos, él le dijo:
—Le voy a decir lo que pienso hacer. Y es lo único que pienso hacer. Señora Shanks, puede usted esperar a su socia, aguantar y entonces parir. Yo estaré encantado de no molestarla. Pero, en cuanto oigamos un solo pitido que me sugiera que puede haber sufrimiento fetal, pienso entrar y sacar a ese bebé. Y punto. ¿Me entiende?
Gwen se limitó a asentir.
Lazar pareció vacilar, como si estuviera a punto de decir algo más. Al final, sin embargo, se limitó a apuntar un par de cosas más en el expediente y a salir.
—Lo siento —dijo Julie—. No lo he matado.
—No pasa nada —dijo Gwen—. Hay tiempo. Creo que hay tiempo. Ojalá estuviera aquí mi madre.
Ella se echó a llorar un poco por su madre. Dijo que añoraba a su padre y sus hermanos, que estaban todos todavía en D. C. y en Filadefia. Julie le dio un pañuelo de papel y al cabo de un momento le dio otro. Su padre entró trayendo un vaso lleno de cubitos traqueteantes de hielo.
—Aviva vendrá en cuanto pueda —anunció—. Probablemente, en cualquier momento. También te he traído hielo.
—Que Dios te lo pague —dijo Gwen.
Él le dio el vaso de plástico y ella se puso a masticar con expresión pensativa. Con los ojos inundados de lágrimas, mirando a Julie de una manera que le hizo temer que iba a ponerse él también a llorar. Gwen estaba sintiendo lástima o bien por ella misma, que estaba teniendo a un bebé a cinco mil kilómetros de su familia, o bien por él.
—¿Sabes dónde buscar a Titus? —dijo Gwen por fin, con la boca llena de hielo.
—Tal vez —dijo Julie, elaborando una tesis casi de inmediato—. Tal vez sí.
—Pues ve a buscarlo, anda —dijo—. Este bebé querrá ver a su hermano.
—Pero si no te conozco —dijo la viejecilla china—. ¿Por qué iba a conocer a tu amigo?
—Por nada —dijo Julie—. Pero…
—¿Es alumno mío?
—No. Pero ya se lo he dicho, guarda aquí su bicicleta, o sea que…
—¿Me tomas por sorda?
—No.
—Pues hablas muy fuerte.
—Yo…
—Sorda, vieja, china y tonta. ¿Eso te parece que soy?
—No. —Julie respiró hondo. «Vuelve a empezar»—. Hola —le dijo. Le ofreció la mano—. Me llamo Julius Jaffe.
Se sacó las tarjetas de visita de la billetera y rebuscó entre ellas. Encontró una antigua que lo identificaba como detective paranormal y se la pasó a la mujer. Ella leyó el texto que el otro le acababa de dar y echó otro vistazo al chico que no revelaba ni escepticismo ni interés.
—Mi amigo Titus —dijo— siempre esconde su bicicleta detrás del contenedor de basura de usted, allí en la… hum… mata de madreselvas… La tiene que esconder aquí porque… bueno… cuando estaba viviendo en casa de la señora Wiggins… según se gira por la Cuarenta y dos… a su bicicleta no paraban de pasarle cosas. Supongo que es porque allí vivía mucha gente.
—La señorita Wiggins. —Él vio que ella sabía a qué casa se estaba refiriendo—. Ya veo.
—Por ejemplo una vez alguien se la cogió y estuvo yendo en ella. Y se la rompió. Y otra vez alguien la vendió para comprar droga, y Titus tuvo que volver a robarla. De manera que empezó a esconderla ahí detrás porque… o sea… hay muchas madreselvas. Ahí queda escondida del todo. Y ahora lo estoy buscando, para decirle que su hermano está naciendo, ahora mismo.
—No tan fuerte —lo advirtió ella—. Demasiado volumen.
—Yo estaba yendo a ver si está en casa de la señora Wiggins. Pero he pasado por aquí y he visto su bicicleta en los matorrales. Y he pensado… no sé. Que tal vez él estuviera aquí.
—¿Aquí? —Ella negó con la cabeza, con lo más parecido a una sonrisa que él había visto nunca en ella—. Aquí, no.
—Pero es que usted no lo sabe. Puede que se haya colado en la casa. Titus tiene talentos.
—Mírame bien, detective paranormal —dijo ella—. ¿Tú te crees que como soy vieja, tonta, sorda y china se me puede colar en la casa un chaval para esconderse y yo ni siquiera me voy a enterar?
—No —supuso él.
—Debes de ser un detective paranormal de pacotilla.
—Más o menos.
—Creo que los fantasmas se ríen de ti.
—Es probable.
—Aquí no hay ningún fantasma —dijo ella—. Tu amigo se ha ido a su casa. Ve allí y díselo, dile: «Ha llegado tu hermanito».
—Sí, pero… —bajó la voz y miró a un lado y al otro de Telegraph—, ¿qué me dice de esa habitación que tiene usted?
—No existe.
—No, la… ejem… habitación secreta. La puerta que hay escondida detrás de un póster de Bruce Lee… Donde se estaba quedando Gwen. Gwen Shanks.
Ella pestañeó y le devolvió su tarjeta.
—No hay fantasma. Ni habitación fantasma. Buena suerte. Y adiós.
A Julie se le ocurrió intentar escabullirse de aquel incordio de vieja. Subir corriendo las escaleras y examinar por sí mismo la habitación que había al otro lado de la puerta de Bruce Lee. Dio media vuelta, dejando caer el monopatín en la acera, y subió al porche. Vaciló y probó una táctica distinta.
—Mmm… usted dio clases a Luther Stallings, ¿verdad? —dijo él—. El actor. Pues mi amigo Titus es nieto de Luther Stallings.
Ella salió ataviada con su ghi de color gris y sus sandalias negras, flaca, casi ingrávida y con los andares de una persona joven.
—Déjame ver esa bicicleta fantasma.
Julie la llevó por el costado del edificio hasta el aparcamiento. Hicieron crujir la grava con los pies hasta llegar al contenedor de basura. Él apartó con la mano varias marañas de madreselvas, cubiertas de unas flores que parecían palomitas con mantequilla desparramadas. La densa fragancia de las flores se mezclaba con la atmósfera rancia del contenedor. Antes de que Julie pudiera ayudarla ni impedírselo, ella agarró la bicicleta por el manillar y la extrajo de la maraña de enredaderas con facilidad sorprendente. Pareció que la presencia de la bicicleta le resultaba ofensiva, pero Julie también vio en ella, o eso le pareció, un toque de perplejidad, y hasta posiblemente de asombro. La mujer miró de reojo una ventanita cuadrada que había en la parte superior del edificio —estaba abierta, pese a que no había ninguna forma obvia de trepar hasta ella— y luego contempló otra vez la bicicleta.
—Qué bici tan rara —dijo.
—Se llama una fija… —dijo Julie—. No tiene frenos ni marchas. Solo se puede pedalear. Y cuando quieres parar, pedaleas al revés.
Ella se subió al asiento, agarró el manillar y se puso a pedalear en medio de un chorreo de grava, meneando los dedos en busca de unos frenos manuales que no existían. Pisó con fuerza los pedales hacia atrás, se detuvo y derrapó un poco hasta llegar a la acera. Se pasó tres segundos bamboleándose sobre la bicicleta como un niño al que le acaban de quitar las ruedas de apoyo, hecha un frágil nudo de huesos, tendones y seda gris. Para el cuarto segundo, ya había entendido cómo pedalear hacia atrás y se estaba alejando en zigzag por la acera sin mirar por encima del hombro. Desapareció detrás de una verja alta. Al cabo de diez segundos reapareció, pedaleando hacia delante y haciendo gestos cortantes con una mano, convertida ya para siempre en maestra de la bicicleta fija.
—Vamos —dijo.
—¿Vamos adónde?
—A casa de la señorita Wiggins. A buscar a tu amigo. Señor detective paranormal a quien le da miedo la casa encantada. Por eso has venido aquí primero. Contándome un cuento absurdo, como si un chaval de catorce años se pudiera colar en el Instituto Bruce Lee sin que yo me diera cuenta. Has venido aquí porque te da miedo ir allí. ¿Es verdad o no?
—Es verdad —dijo Julie—. Básicamente. Pero, en serio, Titus tiene talentos.
—Como me insultes una vez más —dijo ella—, no te acompaño.
Él se subió a su monopatín y los dos partieron, la mujer hendiendo la acera con una energía tan imposible, con un abandono tal que Julie no la podía seguir. Ella se detuvo para esperarlo y se señaló el hombro con la barbilla. Julie se agarró a él; era todo cuerda y hueso.
La mujer lo remolcó por la calle Cuarenta y dos y a continuación doblaron la esquina. Pasaron por delante de la casa del señor Jones, que se veía vacía y desolada. En el porche estaba la percha donde solía posarse Cincuenta y Ocho, vacía, abandonada. Ella siguió pedaleando hacia la puerta de la casa donde la tía de Titus se apolillaba como una anciana monarca cuyo reino había caído en el desgobierno y la ruina. La mujer —que decía llamarse señora Jew— cogió la bicicleta y la subió por la escalera destartalada del porche. A continuación aporreó la puerta: ¡pum, pum!
—Titus —le dijo al joven que abrió la puerta, un chaval de dieciocho o diecinueve años, de ojos saltones y mandíbula fuerte, con una barbita enredada y desaliñada en el mentón. Sin camisa, con el vientre esbelto y la piel emborronada por tatuajes ilegibles e indescifrables. De la cintura de sus vaqueros cortos emergían el elástico de sus bóxers y un par de dedos de topos de color azul oscuro sobre un fondo azul celeste.
—Titus —repitió la señora Jew.
El joven se rastrilló la barbita del mentón con un par de dedos. Julie se había quedado en el peldaño inferior, sintiéndose desnudo y peligrosamente afeminado con sus pantalones muy cortos y su camiseta sin mangas. De la boca abierta de la casa salían una vaharada de marihuana y el ronroneo bajo del televisor, tal vez un partido de fútbol americano. También se oían voces. No enfadadas ni furiosas. Solo voces. De gente hablando y riendo.
—Soy maestra de kung-fu —dijo la señora Jew.
—¿De kung-fu?
—En el Instituto Bruce Lee. A la vuelta de la esquina.
Julie se acordó de que su padre le había contado una vez que él, cuando era pequeño e iba por el vecindario vestido cualquier día del año con su pequeño disfraz de Batman o de Spider-Man, a la gente le parecía muy mono. Pero cuando daba la vuelta a la manzana vestido de Superman, la gente se ponía a dar saltos. Más allá de lo mono que pudiera ser un pequeñajo de cara solemne disfrazado en el chillón traje de la S, había algo en la idea misma de Superman que hacía feliz a la gente. Lo más seguro era que pasara lo mismo cuando mencionabas a Bruce Lee.
—Bruce Lee —dijo el joven—. ¿Es verdad que estudió ahí?
—Yo fui su profesora.
—¿De verdad? ¿Usted?
—Yo le daba buenas palizas —dijo la señora Jew—. A diario.
—Eh —dijo el joven, echando un vistazo por encima del hombro en dirección al interior de la casa—, ¿dónde está Titus?
Alguien dijo algo y el joven se hizo a un lado. Había sucedido con facilidad, sin violencia ni subterfugios y sin siquiera decir «por favor». Julie se avergonzó de sus temblores y ansiedades, pero no renunció a ellos mientras seguía a la señora Jew al interior de la casa. Era una casa vieja y abarrotada, que tal vez hubiera gozado de cierto encanto en algún momento. La repisa de la chimenea tenía ese aspecto medieval que presentan las chimeneas de algunos bungalows de pequeño tamaño. Aquí y allí el techo estaba sostenido por elegantes columnas de madera pintada. El centro absoluto de la sala de estar lo ocupaba el televisor, un viejo aparato de retroproyección cuya pantalla atenuada por el sol luchaba para sostener la paleta de colores de El príncipe de Bel-Air. Había tres chicos y dos chicas adolescentes sentados en un sofá de cuadros escoceses dividido en secciones y reparado con metros y metros acumulados de cinta aislante plateada. En el suelo había una chica de la edad de Julie, con falda de escuela católica, y cuatro o cinco niños pequeños. A Julie la chica le parecía más latina que negra, y una de las niñas era casi blanca y tenía largos mechones rizados de color castaño rojizo. Al otro lado del sofá a cuadros, un joven en silla de ruedas respiraba por medio de un tanque metálico de color verde. Lo vieron reírse detrás de su mascarilla de plástico para respirar. En el suelo había tirada una bolsa vacía de Cheetos picantes. En la mesilla del café había dos botellas grandes de Coca-Cola. Una caja de pizza. Un envase de plástico que antaño había contenido galletas en forma de animales del Trader Joe’s. Todo estaba sucio, mugriento y abarrotado y reinaba una miasma de Cheetos, pero, principalmente, no eran más que una panda de chavales sentados y viendo una serie que a Julie también le gustaba. Él había estado esperando luces estroboscópicas, el papel de pared cayéndose, gente inconsciente por el suelo y el destello de las pipas del crack. El chumba-chumba de los altavoces durante veinticuatro horas al día. Y gente siniestra, pensó, acechando en los rincones de habitaciones sumidas en las sombras. Menudo racista estaba hecho.
El joven que los había recibido en la puerta los llevó hasta la parte de atrás de la casa, por unos peldaños irregulares que llevaban a una sección del edificio construida más tarde. En una de las literas había acostado un chaval no mucho más joven que Julie con una Game Boy en brazos.
—¿Titus? —llamó Julie.
Era una especie de dormitorio colectivo, amueblado con una amplia gama de literas de distintos periodos y estilos, algunas hechas de tubos de acero, otras de madera raspada y tallada a buril. Sin mucha luz. En el rincón del fondo, en la litera de abajo, debajo de un saco de dormir de la serie infantil Blue’s Clues, Julie encontró a Titus.
—Eh —le dijo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo Titus desde debajo de la colcha, con una voz amortiguada pero que a Julie le sonó enronquecida por haber llorado—. Colega, lárgate de aquí.
—Vale —dijo Julie, y le vinieron lágrimas a los ojos a él también.
Empezó a darse la vuelta, pero entonces se secó la cara con el brazo. El niño de la Game Boy lo estaba mirando.
—Solo he venido a… miran… decirte que se me ha ocurrido que tal vez quisieras saber que Gwen está teniendo al bebé. O a punto. Ahora mismo. O sea, que está de parto. Si vienes ahora, puedes, ya sabes, podrías estar presente, o lo que sea. Cuando nazca tu hermano.
Titus no se movió ni dijo nada.
—¿Tiene un hermano? —dijo el niño, inseguro.
—Está a punto —dijo Julie—. Titus, venga. Tenemos tu bici. Vamos, no te pierdas esto. Está tremendo. Los hermanos molan mucho. Ojalá yo tuviera uno. —Miró al niño—. ¿Verdad que los hermanos molan mucho?
—Pues no —dijo el niño.
—¿Podrías, o sea, nos podrías dejar solos un momento?
—¿Para qué, para que le puedas chupar la polla?
—Exactamente —dijo Julie sin dudarlo ni un segundo, entusiasmado por su propio atrevimiento—. Ten. —Se sacó cinco dólares de la billetera—. Ve a comprarte golosinas o lo que sea.
El niño se marchó. Julie se sentó en la esquina de la cama.
—Ya sé… o sea… ya entiendo que tú… —Respiró hondo y lo soltó—. Solo quería decir que, si has vuelto aquí, es porque te debías de estar sintiendo bastante solo. O sea… Archy estaba siendo un capullo, está claro. Pero… o sea… es tu hermano, tienes una… esta es tu oportunidad, ¿sabes? De tener a alguien que te quiera y te admire. Además de mí, quiero decir, porque ya sé que eso… o sea… tampoco importa mucho.
—Levántate —dijo la señora Jew—. Y ve al hospital. Ahora. O te parto la cara. ¿No me crees?
Titus se incorporó hasta sentarse, miró a Julie y luego a la señora Jew. Asintió.
Cambio. Un respiro entre compases de partitura para timbales. Un trozo de cielo azul entre dos nubes de tormenta.
Gwen en la cama de partos, entre contracciones, odiando al único amigo que le quedaba en el mundo. Odiando su loción de afeitado: un compuesto de cigarro de cereza sin encender y de aquellos pinos de cartón que colgaban del retrovisor de los taxis. Y, por debajo de aquel olor, un substrato amargo, beicon crudo reblandecido por el calor. Odiando el brillo de su cuero cabelludo a través de los pelitos cortos. El grano infectado con pus que tenía en la aleta derecha de la nariz. El vello del dorso de sus dedos. Odiándolo por no ser Archy.
Nat estaba sentado con la espalda recta en un sillón de cuero sintético, con la barbilla en alto, la espalda rígida y con pinta de estar esperando a que sucediera algo extravagante, algo que fuera a exigirle más de lo que él estaba preparado para dar, como si en cualquier minuto la enfermera Sally fuera a meter en la habitación un extraño piano filipino sobre ruedas, hecho de dientes de tiburón, concha de tortuga y fibra de coco, que todos iban a esperar que él tocara. La expresión de su cara decía: «Por favor, Dios, no permitas que este espectáculo se vuelva más repugnante de lo que ya es». Con los párpados entrecerrados, abriendo mucho los ojos y volviendo a guiñarlos, buscando patéticamente aquel punto ideal entre tenerlos fuertemente cerrados de horror y tenerlos abiertos como platos para prestar atención al milagro del nacimiento. Con tembleque en las piernas. Los hombros encorvados en postura de impaciencia. Teniendo en cuenta que el hombre llevaba diecisiete años casado con una comadrona, a Gwen le pareció sorprendente lo poco que parecía saber, recordar o ser capaz de intuir sobre las necesidades de una mujer de parto. La suma de toda la sabiduría en materia de partería que él se las había apañado para adquirir se podía medir con la capacidad de un vaso de hielo y la superficie del paño que él se dedicaba de forma regular a llevar al baño para mojarlo y escurrirlo antes de volver a ponérselo a ella, agradablemente fresco, en la frente.
—Gracias, Nat —dijo ella con gratitud furiosa.
En la sala de prepartos debían de estar a mil grados Kelvin, y en medio de aquel calor Gwen sentía una ingravidez extraña pero no agradable. Sudorosa, sucia e incapaz de quedarse quieta. Con pelo de gorgona. Con una cama que era un pantano. Con la piel en plena rebelión, como si el bebé fuera algo que no solo tuviera que expulsar del útero sino también del exterior; el hospital se había vuelto intolerable, abrasivo, como una corteza de tostada contra el velo del paladar. Gwen se sentía completamente desesperada por ir de parto desnuda. Quería arrancarse el camisón del hospital, hacerlo trizas como si fuera Hulk destrozando una de sus batas de laboratorio de profesor. Pero tenía delante al tipo que era su único amigo, y que tenía todavía menos ganas de verla desnuda de las que tenía ella de verlo a él. Cada vez que Gwen se daba la vuelta o se incorporaba para sentarse, la mirada de él ya se ponía a restallar por toda la habitación como si fuera una manguera desbocada. El tipo estaba horrorizado por todo lo que estaba sucediendo, cabizbajo, encogido de vergüenza, como un lacayo de palacio enviado a la inmundicia del laberinto para atender al Minotauro rugiente. Y tarareando. Pasando una llave metálica o un cuello rotó de botella de un lado a otro y sin parar por una cuerda tensada de piano.
—Nat, hijo, te lo suplico, ¿quieres parar de una puta vez con el tarareo?
—¿Qué tarareo? —dijo él.
Nat se levantó y abrió el teléfono de Gwen por décima vez, intentando invocar a Archy. El gesto agotó la paciencia de Gwen; lo odiaba más que todas las demás cosas increíblemente molestas que Nat estaba siendo, haciendo y diciendo en aquellos momentos, juntas.
—Quizá no convenga que hagas eso. Porque, como Archy Stallings entre por esa puerta, Nat, te lo juro por Dios, voy a llamar a seguridad para que lo detengan.
Ella lo había pillado a punto de marcar el último dígito, con el dedo vacilando sobre el número nueve. Con las cejas arqueadas, mirándola, considerando la posibilidad remota de haberla oído mal.
—Guarda. El teléfono. De los cojones.
Nat asintió, con los labios fruncidos, los ojos muy abiertos y una expresión que decía: «Vaaale». Más o menos en el momento en que Gwen había dicho la palabrota, la enfermera Sally había vuelto a entrar en la habitación o, mejor dicho, se había limitado a aparecer de nuevo allí. Provista, notó Gwen, de su propia combinación de olores: extracto de almendras, sobaco y algún derivado inexcusable de la gardenia.
—Hola, mamá, ¿estamos bien? —dijo Sally con su inglés ligeramente incorrecto, con aquella vocecilla dulzona y aquella risilla insoportable—. Creo que la mujer de usted, jiji, sigue liada —le dijo a Nat—. Hay que ver con qué calma se lo está tomando esa otra madre.
—Estamos bien, Sally —dijo Gwen, intentando poner la voz más normal que pudo. Lo cual ya era fatigoso. Necesitando acabar de una vez, con una añoranza que la llevó, justo cuando más deseaba parecer jovial, fresca como una risa e infinitamente dispuesta a esperar, a las lágrimas—. Ya ves, esperando.
—Eso mismo —ratificó Nat.
—¿Con qué frecuencia vienen? —preguntó Sally. Se fue directa al monitor cardiaco—. Uy —dijo—. Lo siento, mamá. Señora Shanks, lo siento mucho. Tengo que traer al médico. Ya sé que usted quiere que sea la señora Jaffe. He oído que ha tenido usted, no sé, algún problema con el doctor Lazar. Pero creo que ya no podemos esperar más.
—¿Qué es?
—Creo que hay una deceleración. Pequeña, pero aun así… Hora de que venga el médico.
—Oh —dijo Gwen, mirando la espalda floreada de Sally mientras esta salía corriendo de la habitación—. Oh, no.
Apenas le dio tiempo a emitir las palabras antes de que se le abriera dentro otro paraguas enorme y lento de dolor. Peinándole los pensamientos y haciéndole una coleta ensortijada con ellos. Todo se desvaneció salvo el dolor: la habitación y sus muebles, el murmullo de las bombas y los monitores, el ciclo de las horas, la luz del día y el mundo. El marido que la había abandonado para que trajera sola a su hijo al mundo. Un dolor que era como cerrar los ojos.
—Haz la respiración «ji» —dijo Nat, consiguiendo recordar aquello de alguna parte.
—Calla, hostia —sugirió a su vez Gwen.
Pataleando para permanecer en la cresta de la ola mientras esta rompía, intentando montar en ella. Una ola enorme, gigantesca, la más grande de todas, alta, ancha y profunda, que avanzaba imparable como un terremoto. E inmune igual que un terremoto a la voluntad de ella, que al final se reducía a nada más que las palabras «Por favor, que se acabe» repetidas durante un lapso que parecía durar horas.
Aquella vez no hubo descanso entre compases ni trozo alguno de cielo azul. El flujo del dolor dentro de ella simplemente se desplazó, desviado por algún interruptor de la playa de maniobras de su sistema nervioso, desde las bandas de acero que le envolvían el abdomen hasta un lugar más bajo y más profundo. Para horror de ella, entonces, y como si viniera de muy lejos, oyó su propia voz farfullar, suplicarle a Nat que fuera corriendo a buscar a Aviva, que la sacara de una «puta vez» de la habitación de la chavala aquella de los pastelillos, de aquella esmirriada cubierta de tatuajes, porque su bebé estaba llegando «ya», y Aviva tenía que estar presente para sacarlo. Gwen llevaba toda la vida tomándose a mofa o bien tratando con condescendencia o bien lamentando en distinta medida aquellos sueños condenados al fracaso y fútiles, aquellas visiones esperanzadas de luz suave, música ambiental y de una especie de satori vaginal, en las que tan proclives eran a caer las embarazadas en sus planes de parto. Y ahora veía que su propio plan de parto, condenado al fracaso pese a ser tan simple, le ardía en el corazón con el fuego de la utopía. Era un plan que solo tenía un punto, y ese punto era Aviva: serena y hábil, sin recurrir nunca a cuchillos, fármacos u hormonas sintéticas, sacando con sigilo a la luz la vida de su criatura. Daba igual qué luz y qué criatura; lo único que no variaba era Aviva Roth-Jaffe. En cuanto la enfermera regresó para anunciar que el médico estaba de camino, Gwen les juró a Nat y a Sally que no iba a permitir que aquel bebé le saliera del cuerpo, que se aferraría a él, que masticaría clavos, se ataría a rocas de granito y plegaría el espacio-tiempo para convertirlo en un único punto interminable, hasta que alguien le trajera a Aviva.
—¡Ve! —probó a decir, y tal vez en aquel momento se volvió un poco loca—. Dios bendito. ¡Qué lento eres, Nat! ¡¡¡Ve a buscar a Aviva!!!
Y sin embargo, todo el tiempo que se pasó despotricando y luchando y jurando que mantendría al bebé agarrado con la intrincada y formidable musculatura de su útero, estuvo experimentando también, por encima de cualquier pena que le produjera la cancelación de su plan de parto o al hecho de que su marido hubiera faltado una vez más, y esta vez peor que nunca, a sus obligaciones hacia ella, el deseo imperioso de expulsar al bebé. Sabía que ya no iba a servir de nada que nadie corriera, que ya era demasiado tarde.
Y nadie corrió. Nat se puso de pie. Había algo extraño en su expresión, cierto aspecto pétreo, condenado, como si se hubiera decidido a hacer algo irreparable. Cuando recordara aquel momento más adelante, Gwen lo vería adentrándose bajo un foco de luz cruda.
—Un momento —dijo Gwen—. Uno solo. Oh, Nat, por favor. Esperemos un momento más a Aviva.
—Ni hablar, joder —dijo Nat.
De manera que ella abandonó su modesto sueño de utopía y lo expulsó de sus entrañas con esa violencia de la decepción.
—Me voy a cagar encima —anunció.
—Vale —dijo Nat—. Hazlo.
—Va a ser completamente asqueroso. Soy completamente asquerosa.
—Eso me recuerda algo —dijo Nat. Entró en el cuarto de baño y se lavó las manos, enjabonándolas con una precisión que a ella le pareció encomendable desde el punto de vista de la higiene pero cuestionable dada la inminencia del parto y, a la vista del tamaño del cagarro que sentía que estaba a punto de expulsar de sus tripas, posiblemente prematura.
—Oh, cielos —dijo—. Oh, Nat, oh.
Él salió a toda prisa del baño y se secó las manos con una toalla. Sin dar ninguna impresión de vacilación, dirigió su atención a la entrepierna de ella y dijo:
—Oh, Dios mío. De acuerdo.
Se inclinó, con los brazos hacia ella, encorvando la espalda igual que la encorvaba sobre las teclas de un piano. Arrepentida, Gwen se obligó a sí misma a dejar de empujar. La irritación, el descontento rayano en la furia que había estado fluyendo a raudales a través de ella durante la última hora regresó a su interior, presionando como un río contenido contra sus compuertas. Ella se balanceó en un punto a medio camino entre la rabia y el alivio. Entre las capas de pensamiento consciente y las acciones involuntarias de su cuerpo, Gwen se encontró a sí misma en posesión de la idea, cómodamente aposentada en la palma de la mano de sus pensamientos como si fuera una moneda de dólar, de que estaba a punto de traer al mundo a otro hijo abandonado, hijo a su vez de un hijo abandonado. Heredero de una historia de decepción y traición, de violencia y de pérdida. Siglos enteros de pérdida, imperios enteros de decepción. Toda la rabia que Gwen había estado sintiendo, no solo hoy o durante los últimos nueve meses sino toda su vida —nutriéndose de ella como si fuera un sol, usándola para abastecer sus motores, para financiar su participación en el Sueño Americano— le pareció por primera vez una desventaja. Algo puramente trágico. No había forma de tomar parte en ella sin legársela a las generaciones venideras.
Luego Archy entró en la habitación con una gorra de capitán de yate puesta. Se quedó allí mirándola con cara de bobo. Se lo veía desastrado, lleno de arrugas, con la camisa por fuera y despeinado. En el instante antes de que su nuevo hijo emergiera de golpe, morado y berreando, a la mortalidad y a la historia, a Gwen se le hizo añicos el corazón como un espejo que ha recibido una pedrada. Era posible que algún día llegara a sentir algo parecido al perdón, pero en aquel momento solo pudo sentir lástima: por Archy, por su padre y por sus hijos, por todos los hombres de los que era heredero o testador, desde las rutas oceánicas de los esclavistas, pasando por los coches-cama de la Union Pacific, hasta el asiento de una bici fija que bajaba en plena noche por las callejuelas aledañas a Telegraph Avenue.
Luego ella se vio sosteniendo en brazos a su hombrecito, con su olor a penique caliente y sus ojos azules lechosos, y aunque no había tomado fármaco alguno y tampoco le habían puesto anestesia, pese a todo tuvo la impresión de estar delirando un poco, porque le pareció que una atractiva agente negra de policía uniformada, cuya insignia decía LESTER, acababa de entrar en la sala de preparto junto con la enfermera Sally y el doctor Lazar —la policía negra, la enfermera cobriza y el médico blanco: de pronto aquello parecía una especie de versión pesadillesca de Barrio Sésamo— y le estaba pidiendo a Nat Jaffe que la acompañara. Nat se lavó las manos y luego, dedicándole un encogimiento lastimero de hombros a su socio, salió de la habitación acompañando a la agente Lester.
—¿Qué me he perdido? —dijo Archy.
Una ranchera Subaru Outback de 2002 de color caqui se detuvo en la entrada para coches de la casa de Stonewall Road, justo encima de la mancha de color marrón sangre que habían depositado allí hacía cinco semanas las juntas goteantes del Volvo de Aviva Roth-Jaffe. El dueño de la casa, un hombrecillo de barba pelirroja, estaba en el garaje, flotando sobre un témpano de papeles de periódico y pintando de blanco una cuna azul. Pasó la brocha por un tablón y remató el brochazo con un delicado giro de muñeca; a continuación dejó la brocha sobre la boca abierta de un bote de pintura y se puso de pie, calzado con unas sandalias Naot de color beige y llenas de salpicaduras. Por la timidez de su sonrisa se le notó que no le sonaban de nada ni el Subaru ni los ocupantes de su asiento delantero, un hombre negro fornido con boina de color calabaza y un adolescente negro a quien, incluso a través del parabrisas, se le notaba que estaba sufriendo un espasmo intenso y tal vez fatal de vergüenza.
—El demandante —dijo la ocupante del asiento trasero, que quedaba oculta detrás del pasajero y también por el hecho de que iba inclinada sobre el asiento de bebé (debidamente orientado hacia atrás) con la blusa desabotonada, el sujetador desabrochado y con su pezón convertido en placer y juguete exclusivos del ocupante del asiento de bebé, cuyos padres habían discutido, aunque muy brevemente, si debían llamarlo Kudu (sugerencia del padre) o (en honor al abuelo materno) Clark.
Ella ahora estaba terminando de amamantar a Clark, después de ponerlo a dormir otra vez como resultado del hecho de que él decidiera, por razones desconocidas, causar un trastorno en mitad del trayecto.
Justo cuando ella estaba extrayendo el corcho de su pezón con un ruidito húmedo —un ruido que siempre conseguía hacer más densa la nube de vergüenza que rodeaba al hermano mayor de Clark— del recipiente adormilado en cuyo seno acababa de verter sesenta mililitros de rica segunda leche, otro Outback se detuvo junto a la acera. De él emergió la figura cetácea del señor Michael Oberstein, ataviado con un notablemente feo traje de mohair marrón cuya fabricación, pensó Archy debía de haber requerido la cruel matanza de docenas, o posiblemente centenares, de cabras de angora. No es que aquel traje lo vistiera, sino que más bien lo revestía.
Archy salió del coche para saludar a Moby, anhelando una excusa para extraerse a sí mismo de aquellos confines angostos, carentes de estilo y ligeramente punitivos a los que le había sentenciado el destino, tras verse obligado a admitir que un El Camino del 74 legendario por su falta de fiabilidad tal vez no resultara adecuado como coche familiar. Venderse el El Camino solo había sido una parte del variado paquete de concesiones, enmiendas, resoluciones y reparaciones que él había aceptado bajo los términos de su repatriación a la casa de la calle Sesenta y uno. Confiaba en que un día aquel camino predeterminado lo llevara, por medio de incontables toboganes y muy pocas escaleras, a la casilla de la redención última: el Perdón. Diversas partes del viaje habían sido dolorosas, y Archy casi nunca se molestaba en escudar a su mujer e hijos del conocimiento de aquel dolor. Sin embargo, no le había confesado a nadie la amargura con que había llorado el día en que un tipo de Livermore se le había llevado el El Camino.
Saludó con la mano a Moby, que le estaba metiendo mano al nudo de su corbata en el retrovisor lateral, y a continuación saludó con la cabeza al demandante, Garth, que estaba de pie junto a la cuna medio blanca y medio azul con cara recelosa, apagado y tan agotado y falto de sueño como Archy.
—Ahora sale ella —dijo Archy—. El niño está terminando de merendar.
Al fondo del garaje, sobre una mesa de trabajo, una radio informaba de cuántas pelotas y cuántos strikes llevaba Miguel Tejada, y debajo de la radio, sujeta con correas a una mecedora de bebés y sin parar de hacer intrincados mudras, estaba la criatura causante de todos los problemas. Archy se había olvidado de cómo se llamaba y de si era niño o niña. Se fijó en que el bebé tenía algún problema en la piel, una especie de extrañas manchas de decoloración en los dedos y en la cara. En el pecho de Archy se encendió un cable de pánico; no se le había ocurrido para nada que Garth pudiera tener base legal para su pleito. Luego vio que las manchas parecían ser del mismo tono exacto que la mancha azul que había en la cuna a medio pintar.
—No se me había ocurrido que la pudiera chupar —dijo Garth.
—Chupan lo que se les ponga delante, por lo que tengo entendido —dijo Archy.
—Hola, Arch —dijo Moby—. Qué tal. Señor Newgrange, soy Mike Oberstein. Hablamos por teléfono.
Por una vez, Moby se refrenó de hacer bufonadas con las manos y se acercó directamente a Garth Newgrange para darle un apretón. A continuación se volvió hacia el coche mientras Gwen salía del asiento de atrás, pasándose un dedo por los botones de la blusa y tirándose de la falda hacia abajo para cubrirse los hoyuelos de las rodillas.
—Eh, Gwen.
—Hola, Moby. Hola, Garth.
Moby ya había hablado con él y había acordado que vendrían, pero ahora Garth tenía cara de que le acabaran de tender una emboscada. Se cruzó de brazos y respiró hondo.
—Hola.
—Le presento a mi marido, Archy. Archy, este es Garth.
Archy consiguió que el tipo sacara una mano y se la ofreciera, una mano pequeña y moteada de melanina y de pintura de látex blanca semibrillante.
—Ese que está en el coche es Titus, el hijo de Archy. Titus, sal del coche y saluda a este hombre como Dios manda.
Titus, operando bajo los términos del paquete de condiciones más modesto que había negociado con Gwen, un paquete que incluía habitación, pensión y al final de su propio caminito del tablero de Candy Land, la ambigua casa de pan de jengibre con tejado de glaseado rosa de una familia que lo quisiera y le diera por el saco, salió del coche al instante, respetó las convenciones preestablecidas de la interacción civilizada entre desconocidos y se volvió a meter en el coche. El chico seguía de visita en nuestro planeta muy alejado de su mundo natal, pero Archy supuso que, si le daban tiempo, se adaptaría a la gravedad y los microbios locales. En ningún momento se alejaba del bebé, como si Clark fuera el objeto de estudio que le había hecho cruzar el vacío estelar.
—Y ahí está —dijo Gwen cuando vio al bebé manchado de azul en su sillita—. La pequeña Bella.
—Ahí está —admitió Garth, sin decir «No gracias a ti».
A continuación se hizo un silencio incómodo que Archy no tuvo ni energía ni valor para romper.
—¿Podemos…? Garth, yo confiaba en que tú y yo pudiéramos hablar… —dijo Gwen, señalando las escaleras que debían de bajar hacia la casa.
—Aquí ya va bien —dijo Garth.
Gwen pestañeó y miró a Moby.
—De acuerdo —dijo ella—. Muy bien. Supongo que a fin de cuentas no tardaré mucho en decir lo que he venido a decir. En realidad solo son dos palabras. Te las tendría que haber dicho hace mucho tiempo, exactamente el día en que nació Bella, en aquel mismo momento. Pero son unas palabras que me cuesta mucho pronunciar, que siempre me ha costado pronunciar, no sé por qué. Tal vez es porque, y no estoy poniendo ninguna excusa, tal vez es por la forma en que me criaron. Como si básicamente yo no debiera disculparme nunca. Casi por una cuestión que yo llamaría de política. Una cuestión política. Pero aunque eso sea cierto en un sentido más general, ya sabes, histórico… en el nivel personal…
—Me dijiste que te avisara si te ibas por las ramas —dijo Moby.
—Dos palabras —repitió Gwen, como si se lo estuviera diciendo a ella misma.
Archy estaba disfrutando de aquello. Llevaba semanas caído en una desgracia profunda, amplia e inexpugnable. Intentó acordarse de si alguna vez había oído pronunciar a Gwen, de ninguna forma que no fuera un puro formulismo, la frase que ahora le vino, entrecortada pero creíble, a los labios:
—Lo siento —dijo ella.
Como pareció contentarse con dejarlo ahí, y Garth se cruzó de brazos y frunció el ceño sin que pareciera producirse un gran aumento de temperatura, Moby arqueó una ceja hacia una de las aletas ascendentes de su flequillo: «Continúa».
—Siento haber perdido los papeles como los perdí —dijo—. Con el médico. Dejé que… mi…
—¿Petulancia? —sugirió solícitamente Archy.
Gwen encajó la muesca de un ceño fruncido en la cuerda de su arco, apuntó a Archy y por fin bajó el arco y asintió con la cabeza.
—Mi petulancia. Mi susceptibilidad. Parte de lo mismo, supongo, que hace que me cueste tanto disculparme. Pero me disculpo, lo siento mucho. En aquellos momentos yo me tendría que haber centrado en Lydia y el bebé y en nada más. Les fallé a ellas y te fallé a ti, y gracias a Dios que esta bebé vuestra está sana y es preciosa, porque si le hubiera pasado algo…
Empezó a derrumbarse y recobró la compostura. Continuó:
—Entiendo tu rabia. Y la acepto. Pero confío en que puedas encontrar la manera de perdonarme.
—Vale —dijo Garth.
—¿«Vale» quiere decir que me perdonas?
—Claro —dijo él—. ¿Por qué no?
—¿Acaso esto quiere decir…? —dijo Moby—. Lo siento, pero, actuando informalmente en calidad de abogado de Gwen, se lo tengo que preguntar: ¿está usted retirando su demanda contra Aviva y ella?
—Sin problema —dijo Garth.
En cuanto se volvieron a meter en el coche y se alejaron de allí, Gwen dejó de contenerse. Estuvo llorando hasta que llegaron a la verja de abajo del hotel Claremont y entonces se detuvo.
—Creo que deberías probarlo —dijo.
—Ya lo probé —dijo Archy—. No conseguí que calara.
—Yo no estaba preparada —dijo Gwen—. No sabía lo bien que sienta.
—Muy bien —dijo Archy—. Lo siento, Gwen. La he cagado largo y tendido, de todas las maneras imaginables, y estoy absolutamente arrepentido. ¿Crees que puedes encontrar la manera de perdonarme?
—No —dijo Gwen.
—¿Cómo?
—Pero casi.
Él le echó un vistazo al chaval que tenía sentado al lado, contemplando la carretera, sin que le pasara gran cosa por la cara más que un resplandor luminoso en los ojos.
—Vale, pues. Ahora a ti, Titus. Siento no haber sido ni un padre ni nada para ti durante tus primeros catorce años de vida. Eres un chaval muy majo y voy a intentar tratarte bien a partir de ahora. ¿Crees que puedes encontrar la manera de perdonarme?
—Vale —dijo Gwen—. Ya basta. Déjalo.
Entonces se pararon en un semáforo y el bebé se volvió a despertar, desconsolado y hambriento, y Archy pisó el acelerador para llevarlos a casa. Pasaron semanas antes de que se diera cuenta de que Titus no le había llegado a contestar, y para entonces el asunto ya no le pareció urgente.
Archy y Nat se encontraron en el local, una suite situada en la segunda planta de un imponente bloque comercial de la década de 1920 ubicado en la frontera entre Berkeley y Oakland. Tejas rojas, vigas de roble, estucado pintado del mismo tono habano que la piel de Lena Horne. Entre los inquilinos de la planta baja había una tienda de bicicletas profesionales, una mercería de vanguardia y un vendedor de amplificadores de válvulas.
—Ya tiene esa atmósfera de viejo maniático —comentó Archy—. Vas a encajar perfectamente.
—Muy gracioso —dijo Nat. Estaba caminando por la más grande de las dos salas de la suite, colocando las estanterías y aprovisionándolas de vinilos. De pared a pared y del suelo al techo. Satanás haciendo de arquitecto de Pandemonio—. ¿No te pone nervioso tener una tonelada y media de discos en una segunda planta?
—Al edificio le han hecho una puesta al día total —dijo Archy—. En el año 2001. Antes era un sitio de pilates. Ya sabes que tienen una maquinaria pesadísima.
—Te sorprendería el poco tiempo que he pasado en compañía de máquinas de pilates.
—Pues pesan mucho —dijo Archy haciendo un despliegue teatral de paciencia—. El señor Singletary hizo reforzar el suelo, se gastó diez mil pavos.
—El señor Singletary… —dijo Nat.
Archy se llevó la mano a la barbilla, se encogió de hombros y negó con la cabeza. Con una sonrisita avergonzada.
—Ahora el cabrón va a ser propietario del edificio y de las existencias —dijo Nat—. Y ni siquiera le gusta la música.
—Le gusta Peabo.
—Pues mira, Peabo está bastante infravalorado —dijo Nat.
—El señor Singletary no lo infravalora.
—Mmm…
El bebé se despertó y empezó a moverse, inquieto. Archy se sacó un biberón Avent del bolsillo del gabán de cuero, lo destapó y olisqueó la tetina. Se agachó junto a la sillita de bebé para ofrecerle el biberón a su hijo, se lo encajó en los labios y esperó a que reanudara su siesta.
—Con lo que cuesta tenerlo —dijo Archy—. Y luego te pasas la vida sedándolo, al cabroncete.
—¿Está bien?
—Eso parece.
—¿Eso es leche en polvo?
—Es lo que queda de la leche de su madre congelada.
—¿No os ha podido ayudar la asesora de lactancia?
—Nat, por favor.
—Lo siento.
—Has asistido a un parto y ya eres la puta Liga de la Leche.
—¿Cuánto has dicho que era el alquiler?
—Ochocientos.
—Joder.
—Incluyendo agua y basura. Y una participación de un tercio en un cuarto de baño sin ducha. A mí me parece poco, para un edificio de un calibre tan magnífico.
—Ya imagino que te parece poco —dijo Nat—. Es lo que se supone que te ha de decir un agente inmobiliario.
—Oh, está claro que la jerga la domino —dijo Archy—. Por desgracia, no es eso lo que piden para el examen.
—¿Te vas a examinar?
—Todavía me estoy decidiendo.
—El bebé es un truco genial. ¿Quién no le va a comprar una casa a un negro gigantesco y adorable con un bebecito que está para comérselo?
Archy sopesó la pregunta.
—Casi nadie —dijo.
—Creo que tienes que coger el trabajo.
—Y yo creo que tú tienes que coger el local —dijo Archy—. Ya le has dado demasiado tiempo al señor Singletary, a Garnet, para que se replantee esa oferta que te hizo sin pensarlo.
Nat echó un vistazo a las baldosas desnudas del suelo, negras y relucientes como discos, a las paredes recién pintadas y a las tres ventanitas que daban al callejón de detrás del edificio.
—No habrá mostrador. No vendrá nadie a pasar el rato y charlar —dijo—. Y yo que pensaba que eso era lo único que a Garnet le gustaba de Brokeland.
—Supongo que algo lo ha puesto en plan generoso. La muerte del señor Jones. El que a Chan Flowers le haya salido mal lo del Garito de Dogpile. El que G Bad traslade todo el tinglado a San Francisco y lo vaya a poner en Hunters Point.
—Yo he oído que lo pone en Visitación Valley.
—Pero te digo una cosa, Nat: a mí me da la sensación de que se le está a punto de terminar el buen humor. Chan Flowers ya se ha recuperado y se está sacudiendo el polvo de los hombros. Trasladando las culpas y moviendo los hilos. Ha hecho despedir a un tipo de la oficina para el desarrollo económico porque «el consistorio ha perdido Dogpile» y tal y cual. ¿Y a quién ha despedido? Pues al cuñado de Abreu.
—No habrá mostrador —dijo Nat, recuperando el hilo anterior de sus pensamientos—. No habrá cubetas con los comentarios escritos con rotulador en los separadores. Se acabó el ver pasar el mundo por el escaparate. Ese escaparate mágico. Se acabaron los clientes.
—Tendrías clientes —dijo Archy—. De todo el mundo. De todas las franjas horarias; tendrías cabrones samoanos y de Madagascar aflojándote cinco mil pavos por una primera edición original del Blue Note 1568, en mono y con surco profundo. Y en todo caso, hay quien dice, y no pienso dar nombres, pero reina un consenso más o menos general, Nat… hay quien dice que la gente no se te da bien.
—La gente me cae bien en teoría —dijo Nat—. Eso era lo bueno de Brokeland. Que no era más que una teoría que teníamos.
—Eso parece —admitió Archy.
—Y ahora me estás diciendo que hay que pasar a la realidad.
—Tú sigue mi útil ejemplo.
—¿Vender inmuebles?
—Esa es solo una de mis estrategias.
—Y, para pasar a la realidad, lo que yo necesito es montar una página web que venda cachos de vinilo de hace cuarenta años por correo a samoanos invisibles.
—Le he enseñado la contabilidad al señor Singletary —dijo Archy.
—¿Qué?
—Y él la ha repasado. Se ha metido hasta el fondo.
Nat se estremeció.
—Es un valiente.
—Me ha preguntado un montón de cosas. A quién conocía yo que estuviera vendiendo por internet, cómo lo gestionaban, si lo hacían a través de eBay o tenían su propia tienda online, etcétera. Sospecho que hasta ha ido a hablar con otra gente, que ha hablado con el tipo de la mensajería sobre gastos de envío. El cree que lo puedes hacer. Que puedes vender todos los discos del señor Jones. Que puedes generar beneficios tanto para ti como para los herederos. Y Nat, si Garnet Singletary está oliendo beneficios, yo creo que te tendrías que tomar este rollo en serio.
—Espera, ¿tengo que pasar a la realidad y también tomarme las cosas en serio? —dijo Nat—. ¿Al mismo tiempo?
A Clark se le cayó el biberón vacío de las manos y el sobresalto lo despertó.
—Oh, mierda —dijo Archy—. Vale, hombrecito. Muy bien.
Desabrochó las correas que sujetaban al bebé, lo cogió en brazos y lo sacó a través del asa de la sillita de bebé. Agarró el trasero del bebé con la palma de la mano mientras con la otra le tocaba tresillos en la espalda. Clark no se mostró impresionado. Archy se sacó un llavero enorme del otro bolsillo del gabán estilo John Shaft, del que salían docenas de llaves, cada una de ellas con la inscripción prohibido copiar, y unidas a un llavero de seguridad de plástico verde donde se podía leer gestión de INMUEBLES SINGLETARY. Hizo tintinear las llaves delante de la cara de Clark. Clark escuchó su ruido metálico con cara de horror. Archy intentó darle el llavero al niño para que lo hiciera tintinear él, pero las llaves se cayeron estrepitosamente al suelo. El ruido hizo que Clark estuviera a punto de salirse de un salto de su pijama de una pieza OshKosh.
—Caray —dijo Nat—. Vaya pulmones tiene.
—A veces hay que hacer esto —dijo Archy, cogiendo a su hijo por debajo de los brazos y sometiéndolo a una fuerte oscilación, balanceando los brazos y elevándolos, balanceándolos y elevándolos, de un lado del cuerpo al otro, con la misma regularidad que el avance de un reloj.
Sincronizado de esa manera con la rotación de la Tierra, o tal vez simplemente aturdido por el aumento repentino de velocidad, Clark dejó de hacer tanto ruido. Sin embargo, siguió sin querer comprometerse a guardar un silencio total. De manera que Archy añadió un movimiento de pierna de regalo a sus balanceos de péndulo, era un movimiento armónico simple, de arriba abajo.
Titus Joyner apareció entonces en la puerta de la suite de dos habitaciones. Se quedó mirando el absurdo número de baile de su padre con una cara de burla genuina y posiblemente benévola.
—¿Qué? —dijo Archy.
Titus sostuvo en alto el móvil de Archy.
—Te lo has dejado en el coche —respondió—. Te ha llamado tu mujer.
—¿Qué te he dicho de llamarla «mi mujer»?
—Gwen. Te ha llamado.
—Ah, ¿sí? Clark, venga ya, hombre. ¿Y qué te ha dicho?
—Que no te olvides de que esta noche trabaja. En el hospital.
—Joder, me había olvidado. Tengo que comprar cena. —Miró a Nat—. Gwen ha empezado a trabajar en el Chimes, de enfermera de partos a tiempo parcial.
—Lo sé. Aviva se ha encontrado con ella en la planta.
—Solo para ganar algo de dinero.
—Nos lo hemos imaginado. ¿Estudiar medicina va a salirle caro?
—¿Tú qué te imaginas?
—Puede conseguir alguna beca. Con lo lista que es y la experiencia que tiene, ¿qué facultad no la va a querer?
—Hoy te veo repleto de predicciones optimistas sobre nuestro futuro.
—Solo estoy citando a Aviva.
—A Gwen la preocupa que Aviva siga enfadada con ella.
—Fue un golpe duro, la verdad, ya sabes.
—Lo sé.
—Un poco como un divorcio. No dejas de… O sea, te enfadas, pero… ¿Quieres dármelo?
—No, tío, yo me encargo.
—No dejas de querer a la persona. La echas de menos.
—Es verdad.
—Venga, dame a ese pequeñajo.
Ya hacía rato que se había agotado el encanto parcial del tratamiento pendular. Archy se encogió de hombros y entregó al bebé, cuyos chillidos habían adoptado una aspereza felina.
—Eh, eh, hombretón. Tranquilo. Somos amigos, ¿verdad? Ya lo creo, somos viejos amigos, Clark y yo.
Pero aunque se puso a tararear su material más sonoro y somnífero, Nat no demostró más pericia que Archy a la hora de silenciar al bebé.
—Dádmelo —dijo Titus.
Archy manifestó su conformidad con un asentimiento de la cabeza y Nat le pasó el bebé a su hermano mayor, que lo sacó de la suite y se lo llevó por el pasillo hasta las escaleras de terracota del viejo edificio. Para cuando llegó a la acera, pareció que a Clark se le habían terminado los motivos de queja. Estaba acostado boca arriba sobre el brazo doblado de Titus, acalorado y sudoroso y oliendo a leche agria. La luz del sol de octubre era tenue y polvorienta. Aunque todavía faltaba una semana para Halloween, en aquel momento apareció Julie Jaffe, montado en su monopatín y ya disfrazado con una semana de antelación. Todo de negro, blazer negro, pantalones negros y corbatín negro como el de Val Kilmer en Tombstone. Con un guante de satén largo y raído, de color púrpura y con alerones, en la mano derecha. Con el pelo teñido de color negro mate. Un pelo furtivo, que absorbía toda la luz ambiental y no reflejaba nada. Pelo negro y pecas rojas, una combinación más bien extraña, aunque él se las apañaba para hacerla funcionar. Se dejó los auriculares blancos sepultados dentro de los oídos. Le dio un pisotón a la parte de atrás de la tabla del monopatín y lo impulsó hacia arriba para atraparlo con las manos.
—¿Qué tal? —dijo.
—Anda, mira —dijo Titus—. Es Johnny Cash.
Julie se sacó los dos auriculares, pop, pop. Le puso una cara bizca al bebé y luego le tiró un besito. Estiró un dedo y tocó con la yema una lágrima que Clark tenía en la mejilla.
—¿Por qué estaba llorando?
—La verdad es que no le hace falta ninguna razón —dijo Titus.
—Te vi salir del Fred’s Deli… mmm… ayer.
—Sí.
—Con Kezia. Es guapa.
—No está mal.
—Yo la conocí en la Willard. En realidad fui con ella al parvulario. Siempre fue muy amable conmigo.
—Ella también se acuerda de ti.
—Y a esos tíos, Darius y… mmm… Tariq, también los conozco. Son buenos tíos.
—Sí.
—O sea, no son de lo peor. Está bien que os hayáis hecho amigos o lo que sea.
—Julie…
—Lo siento.
Titus apartó la mirada. Contempló el tráfico con los labios comprimidos y aire de estar imponiendo paciencia sobre la exasperación.
—Venga, a llorar todos —comentó.
Sin mirar directamente a Julie, le dio el pañal de tela que su hermano llevaba consigo, pegado al pijama con electricidad estática. Julie usó el pañal para secarse los ojos. Lo devolvió marcado con la caligrafía, escrita con manchurrones de lápiz de ojos masculino, de su tristeza.
—Perdón por ser tan pringado —dijo Julie.
—No, no te preocupes.
—Yo también he hecho un par de amigos.
—Ya lo sé.
Se quedaron allí, junto al arcén de la calle que los había llevado, sobre ruedas, a la oscuridad de unas cuantas madrugadas perdidas de verano.
—Mierda, ¿qué hora es? —dijo Julie por fin.
—Son cerca de las tres, ¿no?
—Mierda. Mi padre no puede llegar tarde. Mi madre me ha mandado a buscarlo, debe de tener el teléfono apagado. ¿Están arriba?
—Sí. ¿No puede llegar tarde a qué?
Julie esperó antes de contestar, respiró hondo. Puso los ojos en blanco.
—A recoger basuras junto al lago Merritt —dijo.
—Jo.
—Sí, ya lo sé. ¿Cómo no voy a ser un pringado yo?
—Robar un zepelín, sin embargo, es bastante macarra.
—No es verdad. Él solo lo desató. Y el trasto subió. Cayó en Utah. Será mejor que entre a buscarlo.
Después de que Julie entrara, Titus se sentó fuera, en el escalón de arriba. Sentó a Clark a su lado en el escalón, aguantándolo por los sobacos, y los dos pasaron un minuto fingiendo que Clark sabía estar sentado. En aquel punto era la máxima diversión que el niño podía alcanzar. Dedicaron unos cuantos minutos a aquel pasatiempo y luego Julie salió del edificio seguido de Nat. Titus se volvió a poner a Clark en el brazo.
—Archy está cerrando —le dijo Nat a Titus—. Ahora baja.
—Vale.
—Saluda a tu madrastra de mi parte.
—Vale.
Nat caminó hasta el Saab, que llevaba las marcas del cruel castigo que le había infligido una alambrada, se metió en él y puso rumbo al lago Merrill para pagar su deuda con la sociedad entre sus nieves eternas de mierda de oca.
Titus y Julie entrelazaron las yemas de los dedos —una mano desnuda y otra enguantada—, se las soltaron y entrechocaron suavemente los puños. Luego Julie dejó su monopatín en el suelo.
—Eh, tú, Artista Antes Conocido Como Julie —dijo Titus. Julie se dio la vuelta—. Lo más seguro es que esta noche esté conectado. Sobre las diez, ¿vale? Reúnete conmigo en Wakanda.
—Si acabo mis deberes —dijo Julie—. Vale.
Luego se subió de un salto a la tabla de su monopatín y se alejó de Titus traqueteando por la acera.
—¿No habéis quedado? —dijo Archy, saliendo del edificio con la sillita de bebé vacía colgando de la mano y cerrando la puerta con una llave del llavero tintineante.
—A lo mejor lo veo en el Marvel. Ten, cógelo tú. Ve —le dijo Titus a Clark, cediéndole la custodia del bebé a su padre—. Los dos oléis a queso Monterey Jack.
Archy y Clark se reunieron de forma más amigable de lo que se habían separado.
—¿Qué le has hecho? —le dijo Archy a Titus.
—Nada.
Se quedaron los dos mirando cómo Julie se alejaba patinando por la tarde de finales de octubre, echando únicamente un vistazo por encima del hombro.
—¿Él sigue jugando de chica?
—Sí.
—¿Cómo se llamaba?
—Desseo. Con dos eses.
Archy negó lentamente con la cabeza, con un gesto que lo ponía a medio camino entre la admiración y el desdén.
—Así es como sois amigos ahora. En un videojuego. Donde él es una chica y tú eres… ¿qué eras?
—La Respuesta Negra.
—Eso. Desseo y la Respuesta Negra, que quedan en el centro de Wakanda.
—Pues no, casi siempre quedamos en la Zona Azul de la Luna.
—Por supuesto. —Archy abrochó las correas de la sillita de bebé de Clark y enganchó la sillita en la base que tenía en el asiento de atrás de la ranchera—. ¿Verdad, pequeñajo? —le dijo al bebé—. ¿Dónde si no?
Clark, que todavía no estaba familiarizado con aquel refugio secreto y cubierto con una cúpula que postulaban las páginas de los cómics de la Marvel, eternamente oculto en el lado oscuro de la luna, no dijo nada.
—Viene a ser el único sitio —dijo Titus.
Se sentó en el asiento trasero a fin de poder hacerle muecas a Clark cuando fuera necesario o darle un biberón. Archy cogió Telegraph Avenue rumbo a casa, pero, cuando llegaron a la calle Sesenta y seis, no giró.
—¿Adónde vamos? —dijo Titus.
—A Wakanda.
—¿Adónde?
—A la Zona Azul de la Luna.
Pero al llegar no se detuvo. Se limitó a aminorar la marcha, a bordo de aquel Subaru lento y carente de elegancia que olía a bebé, el tiempo suficiente como para echarle un vistazo a una pancarta que anunciaba, con letras de camiseta de béisbol, la apertura inminente, entre la Federación Unida de Rosquillas y el Rey del Oropel, de una tienda de coleccionismo de cromos llamada el Vecindario del Señor Nostalgia. A Archy habían dejado de interesarle los cromos de coleccionar más o menos después de cuarto de primaria, pero era capaz de percibir el atractivo de aquella manía. Aunque sabía que nunca podría volver a entrar en aquel edificio sin que se le rompiera el corazón, entendía que aquel nuevo negocio prometía y, por lo menos en principio, lo aprobaba. Lo importante no eran sus productos, ni tampoco la nostalgia. Lo importante era el vecindario, aquel espacio donde las penas compartidas se podían ahogar en pasiones compartidas a medida que las conversaciones se iban volviendo cada vez más eruditas y descabelladas.
—Espero que te vaya bien —le dijo al señor Nostalgia, quienquiera que fuese—. En serio, hermano, lo espero de verdad.
Levantó el pie del freno, pensando, mientras se alejaban, que, al fin y al cabo, tal vez cuando hubieran pasado unos años, era posible que se hubiera recuperado lo bastante como para atreverse a entrar. Saludar y transmitirle al tipo algo de historia y sabiduría, contarle todo lo de la Barbería de Angelo, la de Spencer y los Años de Brokeland. Y ver cómo arreglaban el mundo, esta vez.
Berkeley, California
30 de septiembre de 2011