«El señor Stallings, —escribía A. O. Scott en su reseña para el New York Times de Strutter y sus patadas de la vieja escuela—, no solo se ha redimido a sí mismo, también ha redimido ese género del cine americano conocido como blaxploitation, y confiemos en que esta maravillosa nueva película entierre ese innoble apelativo para siempre».

Y aquel no era más que uno de los recortes de prensa. Había reseñas positivas de Time, de Ebony y de Entertainment Weekly. Portadas de People y Esquire. De aquellos artículos y reseñas se habían extraído citas para anuncios de prensa y para los estuches de los DVD, exclamaciones útiles como ¡ARRIESGADA! y ¡TREMENDA! y ¡UNA MONTAÑA RUSA DE ACCIÓN SIN PAUSA! De lado a lado del póster de la película, por encima de una imagen de cuerpo entero de Candygirl Clark y Cleon Strutter apoyados el uno en el otro, los dos vueltos tres cuartos hacia la cámara, con el hombro izquierdo de ella contra el hombro derecho de él, una inscripción en letras gigantes proclamaba: ¡¡¡EXCELENTE!!! — TEBERT Y ROEPER.

—Se ve muy real —dijo Titus.

No era cierto en absoluto, pero él lo dijo en tono sincero. Todo estaba compuesto a base de texto, dibujos e ilustraciones recortados de páginas de periódicos y revistas de verdad, y de texto de impresora que intentaba con éxito moderado coincidir con los tipos de letra de las publicaciones originales. Mientras hojeaba aquel archivo de fabricación casera, Julie notó una punzada en el pecho, aunque no estaba seguro de si obedecía a la tosca sinceridad de lo falso que era el archivo o bien a la sinceridad falsificada y sentida con que Titus había dicho que se veía muy real.

—Ya lo creo —dijo Julie.

La cubeta también contenía siete borradores del guión de la película, seis de ellos manuscritos con caligrafía inclinada en papel con membrete de la cárcel; un delgado fajo de viejos retratos fotográficos de Luther Stallings cuando era Luther Stallings, con cara de póquer pero con aquel centelleo de Strutter en los ojos, hermoso y joven. Varias sinopsis y diagramas, casi todos trazados a mano. Una carpeta roja etiquetada presupuesto que contenía hojas de cálculo de aspecto oficial y una azul etiquetada localizaciones atiborrada de docenas de fotografías de 10x15 de Chinatown, East Oakland, del museo y del interior de un restaurante que Julie reconoció como la pastelería Merritt.

Un portafolio de cartón con revestimiento de imitación de cuero desveló una pila de storyboards de la película, tiras de viñetas de tebeo, ejecutadas con un estilo que tal vez estuviera medio paso por encima de los monigotes de palotes, y pegadas con cinta adhesiva a paneles recortados de cajas de pizza. El tesoro más grande y el corazón patético del archivo entero era sin duda el póster, tan grande que había que doblarlo por la mitad para que cupiera en el portafolio. Estaba hecho con lápices de colores, sin duda durante un periodo muy largo de tiempo, con unos colores ya desvaídos pero bien aplicados y uniformes, como si alguien los hubiera frotado con un pañuelo de papel, dándole al conjunto esa atmósfera apropiada de los sueños. Las figuras en pose de Strutter y Candygirl eran desproporcionadas, tenían demasiada pierna hasta para tratarse de Valletta Moore, y se notaba por los ojos y la sonrisa sin vida que las caras estaban copiadas, con bastante precisión, de fotos.

—Artista presidiario —dijo el padre de Archy, en tono de disculpa y mirando el póster con expresión crítica. Sonrió, haciendo aparecer el centelleo del vetusto retrato fotográfico. A Julie le recordó primero a Archy, y luego a Titus, plantado en la acera de delante del Instituto Bruce Lee, mientras urdía toda aquella aventura—. Pero tengo que decir que me quedó bastante bien.

—¿De dónde vas a sacar el dinero para hacerla? —dijo Titus—. Para hacerla de verdad, quiero decir.

—De aquí y de allí. —Luther intentó que la frase le saliera con picardía, como si tuviera un secreto, pero a continuación pareció preocuparle la posibilidad de estar quedando como un trolero—. ¿Habéis oído hablar de Gibson Goode?

Como es natural, habían oído hablar de él, Titus en sus conversaciones sobre estadísticas de fútbol americano y premios Grammy y Julie básicamente al captar que el antiguo quarterback había invertido su riqueza, su leyenda y su magia en destruir a Nat Jaffe y Brokeland Records.

—Una parte del dinero procede de él, en forma de pago por servicios prestados. Para el resto confío en el dinero que me ha de llegar de otra fuente de financiación, un empresario local. Un… ejem… un antiguo socio, ya sabéis, un antiguo coleguita mío, siempre ha sido de confianza. Entre lo que él está dispuesto a aportar y lo que Goode ya se ha comprometido a dar, todo junto… —Luther dio un golpecito con el dedo a la carpeta roja—, yo imagino que puedo hacer esta película por, digamos, cien mil pavos. Y eso es lo que espero recaudar.

Los dedos de Luther, sus manos, asombraban a Julie. Tenían el dorso de un color marrón rojizo, que se degradaba hasta el dorado en los meridianos que daban paso a las palmas. Los dedos eran esbeltos, largos y fluidos, pero uno no se cuestionaba su legendaria letalidad. Eran unas manos que daban la impresión de haber sido labradas con herramientas de calidad a partir de una regia cornamenta.

—O sea que ese viejo amigo tuyo tiene todo ese dinero —dijo Titus—, pero tú duermes en un taller mecánico.

Valetta soltó una risa grave y amarga y se levantó de la mesa donde había pasado de pintarse las uñas de las manos a las de los pies.

—El chaval tiene sentido común —dijo. Metió los pies en un par de sandalias del doctor Scholl y luego se alejó repiqueteando por el suelo de cemento hasta la puerta del cuarto de baño, sobre la cual algún maestro del aerógrafo había pintado una imagen fotorrealista de un personaje tipo Conan el Bárbaro con el estilo de Frank Frazetta, sentado en un retrete con su hacha y su espada en el suelo delante de él, echando una cagada con expresión de placer bárbaro en la cara—. Le debe de venir del lado de la madre.

Cerró la puerta del cuarto de baño de golpe detrás de ella.

—Chico, aquí estamos puñeteramente cómodos —dijo su abuelo—. De verdad. No es que yo no quiera mejorar nuestra situación. Pero preferiría que dejaras de recordármelo a todas horas.

El comprensor retumbaba por el edificio entero como una gigantesca alarma de incendios que reverberara en la misma estructura de acero; el aire mismo resonaba como si lo estuvieran tañendo. Su ruido estaba empezando a crisparle los nervios a Julie. Alguien se había puesto a cocinar una remesa de cierta sustancia perniciosa necesaria para el culturismo y a Julie le pareció que olía a plátanos.

—Lo siento —dijo Titus.

Era la primera vez que Julie le oía pronunciar aquellas palabras una detrás de la otra.

—La respuesta a tu pregunta es que no es exactamente amigo mío. Digamos que él y yo tenemos un pasado juntos. Hace mucho tiempo, en el periodo jurásico. —Señaló la ruina del Toronado—. Cuando los putos dinosaurios poblaban la Tierra. —Se interrumpió para saludar con una risilla su ironía hacia sí mismo, luego pareció perder el hilo, tal vez rememorando su época de dinosaurio—. El colega y yo tuvimos algún malentendido, ya me entiendes. Está claro que es agua más que pasada. Pero se avendrá. Básicamente, si quiere mantener la prosperidad en calidad de empresario local, se tiene que avenir, esa es la clase de situación de la que estamos hablando.

Julie no lo veía nada claro, y en base a lo que sabía de las décadas más recientes de la historia de Luther Stallings, sospechó que aquel asunto tal vez tuviera algo que ver con drogas. Tal vez la razón de que Luther hubiera «cargado con las culpas» y «pasado una temporada en el trullo» fuera evitar que aquel misterioso viejo amigo del período jurásico tuviera que ir a la cárcel, y ahora, en base a un acuerdo previo, al otro le había llegado la hora de recompensar a Luther por haberse «comido el marrón». O tal vez, pensó Julie, recurriendo alborotadamente a su temario cinematográfico de la semana anterior y olvidándose de que Luther no era un maestro del robo sino que únicamente había interpretado a un maestro del robo en una película medio mala y otra completamente espantosa, tal vez pasara como en La huida, y el misterioso «compañero de correrías» había movido los hilos para sacar a Luther de la cárcel porque lo necesitaba para un trabajo. El benefactor en la sombra que se imaginaba Julie adoptó un parecido claro con el actor Ben Johnson, de manera que se quedó perplejo al oír que el abuelo de Titus decía:

—Tu padre lo conoce. Es Chan, Chandler Flowers, el sepulturero.

—¡Yo lo conozco! —dijo Julie, sobresaltándose a sí mismo en igual medida que a Luther Stallings, que parecía tener tendencia a olvidarse de que Julie estaba presente—. Trabaja en el Ayuntamiento de Oakland. Es cliente de Brokeland. Le gusta King Curtís.

—King Curtís, Earl Bostic, Illinois Jacquet —corroboró Luther Stallings—. Le encantan todos esos saxos.

—El Colega Chan —dijo Julie.

—Así lo llaman, así —dijo Luther—. El viejo Chan, os diré una cosa… el viejo Chan nunca fue una persona flexible. Era un tipejo terco como una mula. Pero tengo confianza en que al final se avenga.

—Más te conviene confiar en que no, viejo atontado.

Aquello pilló a Luther Stallings con la guardia igual de baja que a Julie y Titus. Si hubiera sido un matón o, por ejemplo, Ben Johnson el que acababa de aparecer allí con un arma del 45, Luther ya estaría fiambre. ¿Dónde habían quedado los instintos afinados a lo largo de años de entrenamiento en las artes marciales arcanas o a manos de la dura realidad de la vida en la cárcel? Al final Luther se acordó de blandir su bastón, pero ya era demasiado tarde, y él lo sabía. Las balas fantasma le acribillaron la cabeza y el torso con estallidos fantasma. Bajó el bastón con cara asqueada.

—¡Maldita sea, Eddie! —dijo—. ¿Qué puta clase de refugio secreto tienes aquí?

Eddie le contestó desde lejos, brusco, aburrido.

—Ah, sí. Tienes una visita.

—¿Qué pasa, Ed?

—Eh, Archy. ¿Qué tal tu buga?

—Funciona bien y tiene buena pinta.

—¿Y el bebé?

—Nada, todavía nada. Julie, Titus. Meteos en el puto coche.

Julie conocía a Archy Stallings desde los cuatro años. Intentó acordarse de si en todo aquel tiempo lo había visto enfadado dos veces en el mismo día. Luther estaba sonriendo, o por lo menos enseñando los dientes, con una sonrisa extraña, como si hubiera perdido dinero apostando por algún resultado que en realidad fuera peor que el hecho en sí de perder.

En la boca de Archy apareció por un momento una pastillita blanca de menta, haciendo surf por la cresta de su lengua.

—Chavales —dijo—. Al coche.

—Colega, vete a la mierda —dijo Titus.

Durante el rato que acababan de pasar en Motor City, una hora o una hora y media, sacudidos por el compresor de aire como huesos dentro de una batidora, mirando cómo los piratas del soldador de Eddie Cantor despedazaban el Citation para poder reconstruirlo, un despedazamiento mágico que parecía sacado de Dioses y gigantes nórdicos, enanos tuneadores concentrados en cambiarle los faros por diamantes y los neumáticos por jabalíes y el motor por el corazón de un dragón, y a Valletta Moore pasar de las uñas de las manos a las de los pies, con una larga pierna torcida y apoyada en el bidón de acero, estirándose hacia delante de una manera que había permitido que los chavales disfrutaran de una visión entrecortada de la tierra de sombras de entre sus piernas, que de ahora en adelante y para siempre se confundiría en la imaginación retroactiva de Julie con la visión de su país natal tal como la había explicado Luther Stallings mientras hacía abdominales a docenas devastadoras, toda aquella versión del Antiguo Egipto en la que Oakland era una tierra de renacimiento para el Hombre Negro gracias a los mozos de coche-cama… durante todo aquel rato, sentado allí en aquel viejo sofá maloliente, Titus había parecido relajarse por primera vez. Sus ángulos se habían suavizado y sus cuerdas se habían destensado. Las cosas que había dicho parecían sinceras, desprovistas de corchetes de formulación irónica, ya fuera la imitación de un famoso o la parodia de un pandillero mafiosillo de barrio de la tele. Ahora le acababan de tensar la cuerda otra vez, y Julie no estaba seguro de si era Titus o algún negro imaginario de la calle el que había dicho: «Colega, vete a la mierda».

—Me están haciendo una visita —dijo Luther—. Estoy con mi nieto. Y con mi colega Julius. ¿Verdad que sí, chavales?

—Sí, señor.

«Mi colega». Julie se regodeó en aquella designación.

—Sí, señor —dijo.

—¿Hay algún problema con eso? —preguntó Luther—. ¿Tienes alguna objeción?

—Oh, ja, de repente es tu nieto.

—De repente, no. Lleva siéndolo… pues… ¿cuántos años tienes, chico?

—Catorce.

—Hace catorce años.

—Catorce años en que ni lo sabías ni te importaba un carajo.

—Mira quién habla.

—Toma ya —dijo Titus, como si la réplica le hubiera gustado, a pesar de que Julie no se podía imaginar cómo le podía gustar la idea de que, durante los catorce años que llevaba en el mundo, a su padre le hubiera importado tan poco como a su abuelo. Pero Julie había observado que, igual que otros chavales negros a los que conocía, Titus parecía capaz de encontrar humor en cosas que a Julie solo le habrían puesto triste.

—¿Cómo nos has encontrado? —le preguntó Julie a Archy.

—El dueño de la compañía de taxis es cliente mío. El señor Mirchandani. ¿Le diste tu tarjeta al taxista?

—Ah, sí.

—El señor M. ha reconocido tu nombre y me ha llamado al móvil.

—El señor M. es simpático —dijo Julie.

—Sí, sí —dijo Archy—. Venga, vamos, ya estáis rescatados. Ahora nos tenemos que ir.

Julie echó a andar hacia Archy, más que dispuesto a irse a casa, pero, cuando se dio la vuelta para mirar a Titus, vio que iban a quedarse allí bastante más rato teniendo problemas generacionales.

—¡Vamos! Tengo que ir a Costco y luego reunirme con mi orquesta de calle. Meteos en el puto coche, cojones.

—Ve tú —dijo Titus. Y suavizando el tono, añadió—: Vete a casa, hombre, Julie.

—Estás planeando quedarte aquí —dijo Julie—. En un… ejem… taller mecánico.

—Hola, Archy.

—Eh, Valletta, ¿qué tal?

—Oh, ya sabes, otro puto día cualquiera en las antiguas Tierras Egipcias del Renacimiento.

—¿Cómo dices?

Valletta se limitó a trazar con la cabeza un arco infinitesimal de negación, apenas un temblor, como si repetir sus palabras le fuera a costar un precio demasiado alto en dignidad.

—¿Y qué, esta vez te animas a hacer de madrastra? O de abuelastra. Porque parece que os ha caído otra boca que alimentar.

—Pues no me había enterado.

—¿Ese es el plan, Luther? ¿Titus se va a quedar aquí con vosotros? —Archy echó un vistazo lento y teatral pero atento a las instalaciones de Carrocerías Motor City—. No parece demasiado cómodo. ¿De verdad Valletta y tú dormís aquí?

Julie también se lo había estado preguntando. No se atrevía a plantearse la posibilidad de que los dos sofás grises, cuya coloración original se había perdido en el tiempo, se pudieran convertir en lugares donde sendos seres humanos pasaban la noche.

—No está mal —dijo Luther.

—Me alegro de saberlo. ¿Y tenéis sitio para uno más? Luther no contestó, sino que se limitó a quedarse allí con los brazos cruzados y expresión ofendida, moviendo los labios como si intentara formular una razón para que Archy se mostrara más respetuoso. Al final se encogió de hombros y se volvió hacia Titus.

—Vete, pues —le dijo.

Titus se vino abajo. Todo el brillo y toda la ferocidad se le escaparon de la cara. Ni se movió ni dijo una palabra. A Julie le dolió verlo, no porque su amigo se acabara de quedar tan decepcionado, sino por el mero hecho de que se pudiera haber imaginado que Luther le iba a dejar quedarse allí.

—¡Vete! —repitió Luther—: Me consta que Eddie Cantor no tiene planeado montar aquí una casa de acogida próximamente.

Desde el taller, Eddie asintió con la cabeza, despacio y con firmeza, con pinta de estar planteándose señalarle a Luther que tampoco dirigía allí un hotel, ni un centro de día, ni un bed and breakfast.

Titus hizo un experimento descabellado:

—Abuelo —probó a decir.

La palabra sonó exótica viniendo de él, inverosímil, como si se refiriera a algo mítico o extinto mucho tiempo atrás.

—Vayamos paso a paso —dijo Luther.

—Eso con suerte —dijo Archy, y Valletta añadió:

—Cierto.

—Vete —dijo Luther—. Te volveremos a ver.

En un último acceso desinflado de emoción, Titus dejó caer los hombros como una criatura y soltó un gemido. Luego se incorporó y pasó, con andares de Strutter, por delante de Archy y en dirección al portón abierto del taller de en medio.

—Colega, ¿cómo puedes dejar que tu padre viva así? —dijo.

Julie, sintiendo de forma inesperada que Archy —que había sido tradicionalmente su persona favorita del mundo entero— estaba siendo un cabronazo con Luther, que había sentado la cabeza y estaba arrepentido de todo su pasado y solo necesitaba un poco de ayuda, no consiguió reunir el valor para decirlo, pero sí que fue a la cubeta que había sobre la mesa de trabajo y señaló:

—¿Cree usted que me podría quedar con uno de estos retratos? —dijo—. A mí me encantan sus películas.

—¿Cómo? —dijo Luther, contemplando cómo su nieto salía con zancadas furiosas a aquel vacío gigantesco que se abría donde antaño habían venido los trenes y embarcaciones de una poderosa nación a intercambiar cargamentos, y donde Oakland había engordado a base de la guerra y de la carne de San Francisco. Repitiendo los pasos fantasmagóricos de su bisabuelo, que había trabajado en aquellos muelles y había volado por los aires aquel día durante la Segunda Guerra Mundial de la explosión de Vallejo, ¿o había sido en Martínez?—. Claro, cómo no. Coge uno.

Julie se acercó a la cubeta de plástico. Estaba a punto de elegir una foto cuando se fijó en el pellejo descolorido y arrugado que había tirado en un rincón de la cubeta, como una crisálida vacía, de color azul violáceo; solo podía ser un guante de Batman. Se le veían manchas oscuras en los dedos y las costuras deshilachadas. Tenía aquellos aleroncitos del diseño antiguo, y Julie supuso que era de la misma cosecha que la portezuela que colgaba de la pared de Sixto Cantor, con su logotipo del murciélago rojo. En su imaginación —mientras patrullaba Genosha o Wakanda Street o los pasillos de la Zona Azul de la Luna del Marvel Team-Up Online—, Desseo lleva guantes largos de color violeta. A Julie nunca se le había ocurrido que pudieran tener alerones. Cogió el guante olvidado y se lo metió en el bolsillo de los vaqueros recortados.

—¿Tienes un bolígrafo? —le preguntó Julie a Archy después de elegir la foto que quería y alejarse de la cubeta.

—Julie —dijo Archy, con un matiz de amenaza en la voz.

—Quiero que me firme un autógrafo. Venga, hombre. No seas capullo.

—«No seas capullo». ¿Así es como me vas a hablar?

—Quiero. Un. Autógrafo.

Archy se sacó un bolígrafo del bolsillo y pulsó el botoncito de apertura. Se lo dio a Julie.

—Dile que es pura cuestión de tiempo —dijo Luther en voz baja mientras garabateaba con el bolígrafo en la esquina inferior derecha de la foto—. En cuanto se avengan mis socios. Después él y yo lo podemos hablar, a ver si es posible.

Fue entonces cuando Julie comprendió que la empresa de Strutter 3 estaba condenada al fracaso, si es que no era puramente imaginaria. Decidió allí mismo encargarse de que se volviera real, de que sucediera, de que Strutter resucitara una vez más para dar patadas de la vieja escuela, por Titus, por Luther y también por el mundo del cine.

NO PIERDAS TU SUEÑO, escribió Luther. CORDIALMENTE, LUTHER STALLINGS.

El difunto Randall «Cochise» Jones, sus restos mortales. Lavados, empolvados y maquillados. Conductos y cámaras inundados de aldehídos. Costillas rotas recompuestas. Párpados sellados, mandíbulas cosidas entre sí con alambres, uñas de las manos tan cortas como en vida, dedos entrelazados sobre el vientre. Un vestigio de sonrisa de disculpa. Traje de fantasía alucinógeno de Ron Postal que había costado trescientos dólares ya en 1975. Zapatos de cordones Stacy Adams, en dos tonos de azul y blanco. Tupida mata de pelo gris rojizo orientada testarudamente hacia la izquierda, como en vida. Guardado como si fuera alguna herramienta o instrumento valioso en la oscuridad de terciopelo de un ataúd pagado por adelantado desde 1997. El tono concreto del violeta del terciopelo se llamaba Zinfandel. La cabeza de cinco kilos, apoyada en un cojín de satén. El exterior del ataúd, provisto de un elegante acabado en madera de roble como si fuera el armazón de un altavoz Leslie y luego decorado como si fuera el arca perdida con florones y gárgolas de latón con baño de oro. Cargado en una camilla de la morgue y listo para ascender en el montacargas hasta el garaje trasero de la Funeraria Flowers e Hijos, donde un prístino Oldsmobile 98 Cotner Bevington de 1969, que había prestado para la ocasión una funeraria de Richmond, aguardaba para llevar al muerto hasta Brokeland Records. Allí el cuerpo sería exhibido para una combinación de velatorio y funeral que estaba programada para empezar a las once de la mañana y que debía durar hasta las tres de la tarde o hasta que se terminaran los refrigerios. Cuando los vivos terminaran con sus despedidas, el ataúd sería llevado en camilla de vuelta a la amplia parte de atrás del coche fúnebre. Media hora más tarde, en el cementerio de Mountain View, sería consignado a la tierra al lado de los restos de la segunda mujer del difunto, Fernanda. Y allí se acabaría todo. El funeral que había preparado el señor Jones requería el uso del antiguo Cadillac de 1958 de Flowers e Hijos, pero al Caddy le había salido algún problema en el alternador. Por mucho que el señor Jones se hubiera enterado de la sustitución, no podría haber tenido mucho que objetar al magnífico Olds 98, con silueta de murciélago y vertiginoso, listo para abrirse paso hasta por el más sombrío de los valles.

—¿No hace falta un permiso o algo parecido para tener un cadáver en una tienda de discos?

—Pues no lo sé. En caso de que sí, supongo que se habrá encargado Chan Flowers. Se ha encargado de todo, el tipo.

—Seguro —dijo Singletary—. Seguro. Pero en serio, cuidado, no hay luz, el interruptor de arriba está roto.

Se podría haber abierto un túnel, de tener tiempo y palas suficientes, desde el sótano de Flowers e Hijos, donde el cuerpo de Cochise Jones yacía en sus tinieblas de color Zinfandel, hasta el sótano de su casa de la calle Cuarenta y dos, pero lo más seguro era que hubieran surgido problemas para entrar en este último. Se trataba de un sótano de la década de 1890, recio y seco. La casa la había construido un capitán de embarcación fluvial jubilado de Sacramento que se había casado con una chica portuguesa a la cual todavía recordaban algunos de los vecinos más ancianos, como la señora Wiggins. El olor a millares de álbumes de música sometiéndose a las depredaciones de las bacterias y el moho no conseguía borrar del todo el aroma persistente de los quesos de flor de cardo que la anciana se había pasado décadas preparando, junto con jamones y tomates encurtidos, en su sótano.

—Confío en que no esté enfadado por lo del Cadillac —dijo Singletary.

—Si es el mismo Olds que tenían en el funeral de Ardis Robinson —dijo Nat, citando el funeral, celebrado dos años atrás, de un puntal del circuito de funk del área de la bahía durante los años setenta y ochenta—, funcionará.

Nat y Archy bajaron a tientas detrás de Singletary las escaleras del sótano de la casa de Cochise. La pared de las escaleras era de piedra caliza suave y fría de Oakland.

—Y tú tienes a los chinos, ¿verdad? A mí esa orquesta de Green Street me gusta. Bien militar, como debe ser. Aunque no hay ni uno de esos cabrones que sea chino.

—No, estaban ocupados. He tenido que buscar por otro lado. He contratado a unas que se llaman Bomba y Circunstancia, ¿las conoces?

—¿Las lesbianas?

—Tienen el repertorio ensayado, saben cómo lo hacen los chinos, conocen los himnos y todo. Kai, Kai Fierro, la que trabaja para Gwen, ¿sabéis?, toca el saxo. Me ha prometido que le darán al señor Jones la despedida que se merece.

—Aun así —señaló Singletary—. No se puede decir que él pidiera exactamente lesbianas.

—Cierto, cierto.

—Eso te debe de preocupar.

—A veces, sí.

El interruptor de la luz del pie de la escalera hizo un ruido seco. Los fluorescentes del techo, con algunas bajas en su seno, flirtearon con la oscuridad. Luego, con un clic, se iluminaron plenamente. Debía de haber unos siete u ocho mil discos, de acuerdo con la estimación a primera vista de Archy, acumulados con cariño e impotencia.

—No tenía ni idea —dijo Nat. Llevaba un traje italiano de los sesenta de solapa estrecha, sin dobladillo en los pantalones, de seda negra con relieve y salpicada de gris. Corbata estrecha. Mocasines negros de puntera afilada. Parecía Peter Sellers intentando recuperarse de una noche intensa en 1964 y necesitado de un corte de pelo—. O sea, lo sabía, pero no era consciente de ello.

—El vicio del hombre estaba fuera de control —dijo Archy en tono de admiración. El traje que llevaba era el menos interesante de su guardarropa, un traje viejo de Armani comprado de oferta en el Men’s Wearhouse, con chaqueta de dos botones y ventilación en el medio. Solo se lo ponía en los funerales y una vez, hacía mucho tiempo, en que Nat y él habían ido a una fiesta de Halloween disfrazados de los Men in Black—. Que Dios lo bendiga.

—A la mierda Dios —dijo Nat—. El cabrón ha matado a nuestro mejor cliente.

—Tenéis quince minutos. Diez si seguís blasfemando. —Singletary se sacó el teléfono y miró la pantallita con el ceño fruncido—. Si no os interesa, llamo a Discos Amoeba.

El hijo único del capitán de Sacramento y de la portuguesa había tenido un hijo que había muerto en Corea y una hija, Fernanda, que le había legado la casa a Cochise Jones al dejarlo viudo. Los Jones nunca habían tenido hijos, y la heredera del señor Jones, la hija de su difunta hermana, vivía en algún lugar de las inmediaciones de San Diego y quería vendérselo todo. De manera que Garnet Singletary había hecho limpiar la casa, pintarla, arreglarla y, en calidad de albacea, se había contratado a sí mismo para venderla. Archy estaba bastante convencido de que Garnet Singletary también estaba organizando las cosas para que uno de sus muchos parientes holgazanes y parásitos, a los que mantenía en un estado de dependencia monetaria de él en previsión de situaciones como la de aquel momento, fuera la cara visible de una empresa que les comprara la casa a los herederos, dado que Garnet Singletary prefería, por lo general, negociar consigo mismo. A Archy le parecía un sistema bastante bueno. El Rey del Oropel sabía salirse con la suya.

—Pero no estamos aquí para hacer negocios… —Archy miró a Nat—. Hoy no, ¿verdad?

Ni Garnet ni Nat dijeron nada, aunque a ninguno de los dos le pareció ver causa alguna de alarma en la idea de negociar por los vinilos del viejo en el día de su entierro.

—Yo creía que habíamos venido a… no sé… admirar la colección —dijo Archy.

—Pues adelante, admira —dijo Garnet—. Son tus quince minutos, para que los pases como quieras. Luego voy a llamar a Discos Amoeba.

Los álbumes estaban en fundas de celofán, casi todos, y en su mayoría guardados de pie y en cajas, aunque aquí y allí había montones tambaleantes de discos estropeados por la horizontalidad, y algunos de los más baratos no tenían fundas de plástico o bien les faltaba la funda interior de papel. Las cajas estaban apiladas formando pasadizos y recodos a las que solo les faltaba un minotauro.

Después de un paseo de diez minutos, Archy ya estaba dispuesto a declarar que la colección era de primera fila. Calculó que algo menos de la mitad de los discos había pasado por Brokeland de camino a aquel alijo subterráneo. Otro veinte por ciento, más o menos, llevaba etiquetas de precios que indicaban su procedencia de las cubetas de otras tiendas de discos usados, tanto del área de la bahía como del resto del país. El diez por ciento eran puros desechos, cosas sueltas de gospel malo de los cincuenta, viejos discos de Slappy White y de Moms Mabley, una cantidad sorprendente de Conway Twitty, George Jones y Merle Haggard. El resto, un veinticinco por ciento, tenía el sello de la colección personal del señor Jones, por llamarlo así: grabaciones de sesiones y de fechas en que había tocado, el trabajo de amigos suyos, colegas y rivales, tal vez un centenar de discos raros de stride y de boogie woogie de setenta y ocho revoluciones, y un par de series completas de elepés de diez pulgadas de los años cuarenta de obras clásicas para órgano, Bach, Buxtehude, Widor. Estos venían del padre del señor Jones, que había sido organista durante muchos años en la Funeraria Flowers, además de en una serie de iglesias locales. No había manera de estar seguro después de una inspección tan somera, pero a Archy le pareció que la colección debía de valer entre diez mil y veinte mil dólares. Quizá más.

—¿Qué te parece? —dijo Nat, que resultó ser el Minotauro que atrapaba a Archy en el corazón del laberinto—. ¿A cuánto subiría esto, a quince? ¿Ofrecemos doce y medio?

Habló en voz alta, sin llegar a susurrar, pero Singletary estaba ocupado interrogando a alguien por teléfono, posiblemente a Airbus.

—¿Quién ha sido? —estaba diciendo Singletary—. ¿Y dónde lo han visto? Ajá. ¿Decía algo? ¿Qué decía? Maldita sea, Airbus, ¿qué decía?

—¿Doce y medio? —dijo Archy—. Nat, escucha: tal vez este no sea el mejor momento para… Me estás hablando de poner más dinero en la tienda.

—Eso mismo.

Archy examinó la cara de Nat, intentando ver si su socio le estaba tomando el pelo. Nat estaba convencido de tener una cara de póquer de primera fila, pero se trataba de una convicción tristemente equivocada. Sus cejas en concreto eran completamente rebeldes y elocuentes. Él pensaba que podía esconder el desprecio que le producían sus ignorantes coetáneos, pero lo más que conseguía era inmovilizar todas las partes de su cara salvo las cejas, convirtiéndola en una máscara de plomo a través de cuyas ranuras para los ojos se escapaba una burla incandescente. Ahora mismo, sin embargo, lo único que Archy veía en la cara de Nat era entusiasmo, cierto mohín altivo en los labios que a Nat le salía siempre que estaba convencido (también erróneamente, la mayor parte del tiempo) de estar a punto de imponerse en una negociación. Nat había descendido como si fuera Orfeo hasta aquel sótano lleno de música olvidada, vestido con un traje fúnebre, confiando en devolver Brokeland Records al mundo de la superficie, a la tierra de los vivos, por medio de una vibrante infusión de material de coleccionista, un material cuyo aroma iban a husmear hasta desde Japón.

—Pero… ejem, no sé… no estoy seguro, ni siquiera si tuviera tanto dinero…

—Yo lo tengo. O lo puedo conseguir. Si tú… Oh. —La verdad que Archy no estaba listo para confesar, por lo menos ese día, se estaba empezando a infiltrar por aquellas ranuras de la máscara. La máscara se desplomó. A Nat se le estaba distendiendo la mandíbula—. Archy, aquí hay cosas que en Japón y en Francia podríamos vender fácilmente…

—¿Sabía alemán? —les preguntó ahora levantando la voz el señor Singletary desde las escaleras—. ¿El loro del señor Jones sabía hablar alemán?

Archy miró a Nat, que se encogió de hombros con impaciencia.

—Que nosotros sepamos, no —dijo Archy.

—No es él —le dijo Singletary a Airbus—. Yo nunca oí a ese bicho hacer nada que no fuera imitar un Hammond B3.

—No se puede descartar, sin embargo —le dijo Archy levantando la voz—. Ese bicho sabía hacer cosas rarísimas.

—Tal vez tendría que haberme hecho socio de él —dijo Nat.

—Ah, muy bien, ahora estás cabreado conmigo.

Nat no contestó. Pasó un dedo peludo por los lomos impresos de los discos de un cajón cercano. Archy vio que eran todos discos de compañeros de discográfica del señor Jones de su época de la CTI. Hank Crawford, Grover Washington, Jr., Johnny Hammond. Bastantes de ellos eran probablemente discos en los que había participado el señor Jones. Lo más seguro era que Archy hubiera poseído la mayor parte del catálogo de Creed Taylor en un momento u otro, pero ahora le impresionó ver todos aquellos discos juntos en aquel cajón, junto con los que había inmediatamente encima y debajo, todos aquellos discos producidos por Taylor o por Don Sebesky en la época en que Archy era chaval, grabados por Rudy van Gelder, impresos en alguna planta de Nueva Jersey y mandados en forma de diáspora millonada a todas las ya desaparecidas tiendas familiares de discos de América y a aquellas cadenas locales de los años setenta que ya hacía mucho tiempo que habían cerrado o bien habían sido absorbidas por las cadenas nacionales, que a su vez habían cerrado también, todos aquellos suculentos ritmos y (en su mayoría) elegantes arreglos de cuerdas entremezclados en un intento final de reivindicar el jazz como música popular de baile y no como una forma de arte necesitada de comisarios, todos aquellos hermosos discos con sus severas fotografías de portada y su personal informalmente integrado, reunido gracias a los esfuerzos del señor Jones. Archy llevaba años desmontando legados personales y vendiéndolos a piezas, pero hasta ahora no había sentido el vandalismo inherente a aquel acto, su propia condición de bárbaro entre los cajones de todos aquellos imperios en ruinas.

—Qué chulos —admitió Archy, pasando el dedo también por los lomos de los discos.

—Preciosos —dijo Nat, imprimiéndole a la palabra todo el color del acento que le quedaba de la región de Tidewater.

—Nat —dijo Archy—, nada me haría más feliz que dejarte coger doce mil quinientos dólares que no tienes y comprarnos estos discos para luego sentarnos los dos encima de ellos a empollarlos durante dos o tres años como si fuéramos dos papas pingüino. Escuchando todo el día a Idris Muhammad, todo aquel viejo material tan loco de Willie «The Lion» Smith que tenía el señor Jones, aquella grabación que hizo con el puto Grant Green que nunca se publicó, o sea…

—Sí, sí, ¿te acuerdas? —Nat se aferró a aquello, aventando su chispita.

—Pero llevo demasiado tiempo escaqueándome, cagándola y haciendo el idiota. Necesito ser realista o voy a terminar viviendo en un taller mecánico. Necesito un seguro, un sueldo y todas esas gilipolleces que vienen al sentar la cabeza. Si Gwen coge la maternidad, no va a trabajar, y yo tendré que hacerme cargo de ella y del bebé. Tengo que arreglar las cosas con Titus, Nat, ese chaval…

—¿Volvéis a estar juntos?

—¿Eh?

—Tú y Gwen. ¿Ha vuelto a casa?

—Volvió anoche.

—Ah, muy bien.

—Ajá. Primero volvió a casa y luego me echó. Me soltó que también era su casa y tal y cual. Vino a casa, no sé… tenía algo en el cuerpo. Tenía la potencia del lanzallamas subida al máximo.

—Sí, he oído que ayer estuvo en plena forma. Que les hizo el ataque de los mau-mau a esos capullos del Chimes.

—¿Ese es el término con que lo ha descrito Aviva, «mau-mau»?

—Esa es simplemente mi interpretación.

—¿O sea que una comadrona negra que se defiende delante de una panda de médicos blancos está haciendo un ataque mau-mau?

—No tengo ningún problema con la revuelta mau-mau —dijo Nat—. Me parece una técnica válida.

—Pues me alegro de oírlo —dijo Archy—. Los negros llevamos tiempo sin hacer ataques mau-mau, estamos esperando a que tú nos des permiso.

—¿Qué hemos decidido? —dijo Garnet Singletary, con tono de estar preparado para que la respuesta lo decepcionara.

Llenó el espacio del final del angosto callejón en el que Archy y Nat parecían haberse alojado.

—Lo que hemos decidido es que Archy necesita «ser realista» —dijo Nat.

—Eso no parece una oferta —dijo Singletary.

—Nat, por favor, colega. Podemos hablar de todo esto mañana. No necesitamos hablar de ello ahora. Señor Singletary, con todos los respetos, ya sé que tiene usted prisa, pero lo que estoy intentando hacer hoy es básicamente despedirme de Cochise Jones como él esperaba y como se merecía. No puedo estar por nada más.

—¿Te vas a ir con Gibson Goode? —Nat soltó una risotada que parecía un ladrido incrédulo—. ¡Eh! ¡Espera! ¿Es eso lo que estás haciendo ahora? ¡Ya has aceptado el trabajo! Dios bendito, Arch, ¿es por eso por lo que estás aquí? ¿Es porque tu amigo Kung-Fu te ha dado su talonario y te ha dicho, adelante, baja ahí y empieza a abastecer tu puto Departamento Rítmico?

—Un momento, Nat. Ahora te estás acercando a la paranoia.

—Nunca estuvo muy lejos —comentó Garnet Singletary.

—Dudo mucho que la oferta siga en pie —dijo Archy—. Tal vez le he dado demasiadas largas.

—No me puedo creer que te acabe de decir cuál es mi oferta.

—¿Por qué no me dices a mí cuál es tu oferta? —sugirió Singletary—. El que vende los putos discos soy yo. No, escucha una cosa. Hagámoslo así, te voy a decir yo cuánto pido. Diecisiete mil dólares.

—¿Se supone que le tengo que dar diecisiete de los grandes para volver a comprar un puñado de discos que ya he comprado y vendido? —dijo Nat—. Algunos de estos discos son como hijos para mí, y me va usted a hacer pagar por ellos dos veces.

—Pues hazme tú una oferta —dijo Singletary, negándose a reconocer que Nat estaba empezando a mosquearse—. Así también los puedes vender dos veces.

—A la mierda —dijo Nat—. Aprovechemos que ya estamos en un funeral. Enterrémoslo todo. Aquí y ahora. Acabemos de una vez.

Pasó rozando a Singletary y subió las escaleras con sus pequeños mocasines puntiagudos.

—Da la impresión de que llevas demasiado tiempo cabreando a un montón de gente —dijo Singletary.

—Lo sé —dijo Archy—. Ojalá supiera qué problema tengo.

—Tengo una teoría.

—¿Cuál es?

—Que tal vez estés hasta las mismas narices de discos antiguos de vinilo rayados y polvorientos que huelen a moho y saltan cuando los pones en el plato.

—Dijo usted que «nada de blasfemar».

—Tal vez estés harto de Nat Jaffe. A mí me empezó a poner de los nervios cinco minutos antes de conocerlo.

Archy experimentó cierta tentación de corroborar aquella teoría, pero le pareció desleal, de manera que se limitó a decir sin entusiasmo:

—¿Eh? No, qué va. Nat es mi colega.

Singletary pareció sopesar aquella afirmación.

—Si solo fuera cuestión de tomaros una cerveza juntos —dijo—, casi estaría dispuesto a aceptar esa descripción.

—Bueno, pues. Supongo que será mejor que llame usted a Amoeba o a quien sea. Llame a Rick Ballard de Groove Yard.

—Espera un momento —dijo Singletary—. A ver, un momento nada más. Déjame que te lo pregunte. ¿Cuánto quería ofrecer él?

—Pues me ha dicho que once. Cinco quinientos por barba, pero yo no los tengo y, que yo sepa, él tampoco los tiene.

—Y si los tuviera, si él reuniera esa cantidad, y los dos adquirierais la colección del señor Jones por algo menos de quince pero más de once, ¿seríais capaces de sacar beneficios de eso?

—Es difícil saberlo.

—Oh, está claro.

—Quizá un poco. Tal vez algo más que un poco. Nat estaba hablando de Francia y Japón, pero no es nada seguro. Mejoraría nuestro inventario, o sea, joder, aquí hay cosas rarísimas. Tal vez si ampliáramos la página web e hiciéramos más conciertos… Si le diéramos un empujoncito a la parte empresarial y pasáramos menos tiempo parloteando detrás de ese mostrador…

—Oh, no, no digas eso —dijo Singletary—. O quizá me retracte de la oferta estúpida que estoy a punto de hacer. Porque, mira, la verdad es que a mí me importan un carajo todos esos vinilos rayados de Rahsaan Kirk y todas esas impresiones pirata de no sé qué concierto ignoto en París en 1967 de Ornette Coleman sonando como un ganso que se intenta follar una bicicleta. Si me paso cinco minutos escuchando eso, me entran ganas de dar una bofetada a alguien. Para serte sincero, no me gusta ninguna clase de jazz. El estilo que tocaba el señor Jones casi siempre tenía un ritmo animado para bailar, no estaba mal, pero cuando yo llego a casa al final de un día de trabajo, a la hora de beberse una Miller y poner un poco de música, ¿sabes qué me gusta? Me gusta Peabo Bryson.

—Peabo también hizo muchas jams.

—Esto es lo que me interesa a mí de este asunto. Ya sé que tú crees que solo me estoy metiendo en esos rollos de protesta que monta tu socio para tocarle los cojones a Chan Flowers. Solo porque mantengo unas relaciones tradicionalmente frías con el concejal. Pero la razón verdadera es que me acuerdo de cuando esa tienda de discos era de Eddie Spencer. Y antes todavía, cuando me licencié del ejército, justo después de la guerra, se llamaba la Barbería de Angelo, y a ella iban todos los sicilianos para que les arreglaran el bigote o lo que fuera. Yo he conocido a sicilianos, de manera que puedo decir con confianza que tu tienda lleva por lo menos sesenta años llena de conversaciones masculinas llenas de insensateces y mentiras y consistentes en nada más que perder el tiempo y jactarse. Lo que dijo aquel tal Abreu el otro día en la tienda es verdad. Es una institución. Como se os acabe el negocio, no sé yo qué va a pasar. Voy a tener que alquilarle el local a algunas colgadas del new age que venden colchonetas de yoga o algo así. Todo el mundo celebrando «días de silencio», paseándose con letreritos colgados del cuello que dicen: «Hoy guardo silencio». Eso sí que me parecería una pérdida.

—Garnet Singletary. —Archy dejó que el asombro le trasluciera en la cara—. Convertido en organización preservadora. Se está usted volviendo blando.

—Cuando te empiezas a hacer viejo pasan muchas cosas malas.

—¿Y qué? ¿Nos va a regalar usted los discos, sin más?

—¿Y cómo iba yo a hacer eso? Estos discos son del señor Jones. Yo no soy quién para regalarlos. Ya lo sabes. Pero tal vez los herederos os los podrían adelantar en consignación. Y vosotros podríais pagar a los herederos en el futuro. Cuando terminéis de venderlos en Francia y en Japón.

—Ja —dijo Archy—. Vaya, gracias, Garnet.

—Debe de ser que el funeral me ha puesto sentimental.

—Es usted un buen hombre.

—Como vayas por ahí diciendo eso, lo voy a tener que negar.

—Lo mismo digo de lo que he dicho yo que era Nat para mí. No se lo cuente a nadie. Y mucho menos a Nat. Se le subiría a la cabeza.

—Tal vez después de que se gane unas cuantas insignias más de los boy scouts, le dejaremos entrar en el club.

—Vale.

—Entretanto vas a tener que pensar qué es lo que quieres hacer contigo mismo, Archy Stallings. Te tienes que decidir.

—Me suena ese estribillo —dijo Archy.

Cuando volvieron a subir las escaleras, pasaron frente a la sala de estar del señor Jones, que tenía cierta atmósfera de abandono pero conservaba el mismo aire de aglomeración, de bordados con lanas y fruta falsa, como si la hubieran decorado señoras de una era anterior, tal vez la misma mujer portuguesa. En el centro de la sala, dos percheros para trajes esperaban codo con codo, atiborrados de los trajes de fantasía del difunto. La paleta general de colores iba desde lo atrevido, e incluso lo irresponsable, estilo años setenta, hasta los tonos apagados de arcilla de alfarería, con un ligero toque soviético o incluso maoísta en los marrones oliváceos o los grises rosados. Los diseños a cuadros habían dejado Escocia muy atrás y habían zarpado en busca de mundos nuevos de chabacanería, entre ellos uno en rojo, blanco, negro y azul celeste que a Archy siempre le había recordado a los mantelitos individuales de los restaurantes IHOP.

—Mira eso —dijo Archy—. Mira esos trajes. Y yo se los he visto todos puestos.

—Puedes creerlo o no, pero existe un mercado bastante animado para esa clase de trajes —dijo Singletary—. Lo he consultado.

—A lo mejor yo tendría que cambiar de especialidad —dijo Archy.

—Aquí está Airbus.

El hombretón se reunió con ellos en lo alto de la escalera, ataviado con un precioso chándal color azul medianoche y con el pelo rapado hasta no ser más que un ligero destello sobre el cuero cabelludo. El coche de Singletary, un Toyota Avalon de último modelo, estaba aparcado en doble fila en la calle, con los intermitentes encendidos. Kai Fierro, la recepcionista de Gwen, salió del lado del pasajero. Llevaba el pelo engominado hacia atrás al estilo de Fabian Forte y transportaba su saxo en una funda flexible para conciertos. Llevaba puesta una chaqueta azul con botones de latón de orquesta de calle de instituto como las que llevaban todos los miembros de Bomba y Circunstancia, y una gorra de pega de capitán de yate con huevos revueltos en la visera.

—Se supone que esta es… ejem… la líder de esa orquesta de calle china —dijo Airbus como si estuviera siguiéndole la corriente a la diatriba de una chiflada a fin de impedir que esta perdiera los papeles—. Estaba delante de vuestra tienda con otra chavala blanca llamada… ejem… Jerry no sé qué, y dos señoras mayores, con trompeta y saxo. Dice que tienen una cita con Stallings. Quiere saber cómo va la cosa y cuál es la ruta.

—Hola, Arch —dijo Kai. Le estrechó la mano a Garnet Singletary, firme y masculina, y le dijo—. Soy Kai.

A Archy le resultó algo rara, y también un poco excitante, la forma en que ella le estrechaba la mano a Singletary.

—Gracias por venir —le dijo él.

—Es un honor —dijo Kai—. Cochise Jones es un nombre que, bueno, para muchas de las que estamos en la orquesta significa mucho.

—¿Sabes que nació en Nueva Orleans? —dijo Archy—. Es por eso que le gustaba todo ese rollo de los funerales con orquesta. Siempre dijo que por aquí los únicos que sabían hacer funerales como Dios manda eran los chinos.

—Os diré una cosa, sin embargo, esos tipos de San Francisco no son para nada como en Nueva Orleans. No tienen swing para nada —dijo Kai—. Esos temas que hemos ensayado hoy, o sea, son todos temas de funerales militares sin más. ¿Es correcto? Un montón de himnos. «Onward, Christian Soldiers» y rollos de esos.

—A ver —dijo Airbus, con pinta de estar claramente ofendido—. «Onward, Christian Soldiers», ¿eso qué tiene de chino?

—Pero hemos ensayado mucho, eso sí. Y además, tengo que decir que hemos hecho un arreglo con bastante swing de «Redbonin’» que nos gustaría tocar.

—A mí me parece bien —dijo Archy, pero no pudo evitar fruncir el ceño mientras contemplaba la cutrez de chaqueta de orquesta de tercero de secundaria que llevaba Kai—. Déjame que te haga una pregunta: ¿qué talla llevas?

Por lo bajo, por debajo del ruido del tráfico de Telegraph Avenue y del ralentí del coche de Singletary, casi por debajo del umbral de lo audible, una nota grave resonó y luego subió un tono. Más al sur, sobre West Oakland, un zepelín negro husmeaba el cielo con su morro puntiagudo.

—Los Athletics juegan hoy contra Tampa —dijo Archy—. Todo el mundo va a levantar la vista, ver ese trasto y emocionarse. Todos van a decir: «¡Ahí va el dirigible de Dogpile!».

—Yo he estado en el Dogpile de Los Ángeles —dijo Kai—. Es maravilloso.

—Me estás matando —dijo Archy.

—¿Qué cojones es esto? —dijo Dios.

En la cabina de la Minnie Riperton, Walter Bankwell ni se molestó en intentar parecer cómodo. No le gustaba la experiencia de volar a bordo del dirigible y estaba demasiado nervioso para tomar una copa y soltarse. Tampoco le gustaba que todo el mundo se relajase a bordo de la Riperton, aunque el propósito principal y expreso de aquella aeronave (además de funcionar como imán irresistible para las miradas) no era otro que el entretenimiento corporativo de clientes de alto standing, actores y cantantes y raperos, gente de los medios de comunicación, barones del calzado deportivo y algún que otro puñado de bibliotecarios de barrios degradados que después de ganar algún concurso subían al cielo con G Bad y su pandilla y perdían el control por completo.

No es que Walter tuviera miedo a las alturas per se; era la bolsa de gas lo que le preocupaba. Entendía perfectamente que había una diferencia entre el helio y el hidrógeno, pero, por inerte y gigantesca que pudiera ser, la Riperton tenía algo de frágil e insuficiente; su nombre, con aquel sonido a tela rasgándose, no ayudaba precisamente. Los zepelines habían tenido su oportunidad y habían fracasado. El mundo los había dejado atrás, igual que había dejado atrás las cintas de ocho pistas. Estaba claro que una cinta de ocho pistas podía cagarla, comerse sus propias tripas y hacer papilla una de sus ruedecitas de plástico. Pero por lo menos nunca iba a explotar y hacerte papilla a ti.

Walter se sentía incómodo; y seguramente la verdad era que él no tenía que sentirse cómodo allí, por mucho que hubiera estado dispuesto a beber y soltarse el pelo. Aquel era el verdadero sentido de ser propietario de un zepelín, y no las relaciones públicas o con los clientes: afirmar la divinidad de Gibson Goode, afincado en su mansión celestial. Y hoy Walter había sido convocado ante el trono del cielo para enterarse de que el Altísimo estaba disgustado.

Dios cogió el ejemplar del Oakland Tribune que había tirado sobre una mesilla de café en forma de pequeña joroba.

—¿Has visto esto? —dijo.

«Más titulares», pensó Walter con amargura.

—PROPIETARIO DE TIENDA DE DISCOS ANTIGUOS SUBE A 78 RPM EN SU BATALLA CONTRA UNA CADENA NACINAL —leyó—. Sí, lo he visto. El tipo queda retratado como un capullo. Si te pasas la vida a setenta y ocho revoluciones, acabas pareciendo el Pato Donald.

—Es una comparación válida —dijo Gibson Goode—. En esa clase de entornos, no sé por qué, en el mundo de los cromos de deportes, de las revistas de coleccionista, de los autógrafos y esas cosas, los capullos tienen tendencia a atraer a seguidores. Pero ni siquiera es eso lo que me preocupa —dijo Goode—. Colega, me importa una mierda ese pequeño rompepelotas blanco con sus intentos de reclutar a veintisiete blancos intolerantes a la lactosa.

—Muy bien. Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?

—Lo que me preocupa eres .

Un sobre grande y blanco, un sobre de correos con galones verdes en los bordes, acababa de quedar al descubierto al levantar Goode el periódico. El hombre tenía a mano todos los materiales que le hacían falta para su presentación, incluyendo al guardaespaldas, Taku, sentado en la zona comedor, poniendo en serio peligro la propulsión vertical del vehículo. Cuando uno llevaba una pistola a bordo de una aeronave, en cualquier momento se podía dar un disparo accidental.

—Esto ha llegado a mi oficina de Fox Hills —dijo Goode—. Parece que lo ha mandado un chiflado.

Se trataba de una fotografía a color impresa en papel común y corriente, con unos tonos al mismo tiempo nítidos y horrorosos, de algo parecido a una estrella de mar de color azul violáceo sobre un fondo de añil pálido que hacía muaré. Mirándolo mejor, era algo escaneado: un objeto tridimensional pegado al cristal y fotocopiado, oscuro sobre el fondo del destello infinito, vacío y añil pálido de lo que fuera que estabas fotografiando cuando dejabas la tapa de una fotocopiadora abierta. Del mundo imposible de escanear.

—Parece un guante —dijo Walter.

—La carta que lo acompañaba dice que es un guante.

—¿De quién es la carta?

—De Luther Stallings. Dice que ese guante vincula a tu tío con el asesinato de Popcorn Hugues, que tiene restos de sangre, de ADN, el tipo de cosa que después de tantos años pueden analizar.

—¿Acaso Chan Flowers tiene alguna historia pasada que le gustaría mantener oculta? No me hubiera importado cuando él y yo estábamos en bandos distintos de la contienda. ¿Me entiendes? Pero, ahora que estamos en el mismo bando, no me siento cómodo con todos estos… mmm… souvenirs pululando por ahí. Circulando en fotocopia y qué sé yo.

—¿Un guante violeta? —dijo Walter.

Goode le tiró la fotografía a la cabeza a Walter.

—¿Qué cojones sé yo? —dijo. Se levantó, fue a la ventana y contempló el estadio en forma de cuenco—. ¿Sabes que a mí me ficharon los Athletics? —dijo—. De lanzador.

—Yo lo vi jugar una vez —dijo Walter—. La USC contra la Cal, hacia el 85, yo iba detrás de una chica llamada Nyreesa que trabajaba en el catering del estadio Evans. Todo el mundo decía que allí había reclutadores tanto de los Athletics como de los Giants.

—Solo me pudieron batear dos veces. No tenía corredores. Un tío consiguió darle floja de dentro afuera y luego la cagué y dejé una bola fácil en el rincón de dentro para el siguiente. Carrera doble. No les hizo falta más.

—Y además me impidieron entrar —dijo Walter—. Solo Nyreesa.

—Muy bien. —Goode se dio la vuelta de golpe, apartándose de la ventana y cogiendo a Walter con la guarda baja. Walter se echó hacia atrás, perdió pie y se cayó de culo. Goode se quedó plantado frente a él, observándolo desde arriba, con una mirada no exenta de desprecio—. Después de que haga su aparición en el funeral, el concejal Abreu se va a reunir conmigo en el partido por iniciativa propia. Pensé que le podría gustar sentarse en un palco corporativo pero dice que prefiere estar en tribuna. Así que he cogido asientos detrás de la caseta de los Athletics.

—¿Abreu?

—Por alguna razón se le ha metido en la cabeza que puede ser interesante examinar la estructura fiscal y otros elementos del trato que estoy haciendo con el Ayuntamiento, gracias al duro trabajo de tu tío, para edificar el solar del viejo supermercado Golden State. Cómo se ha llevado a cabo el Informe sobre Impacto Ambiental, qué clase de vínculos tengo con la comisión de planificación, etcétera.

—También le está intentando sacar pasta a usted…

—¿Qué pasa con Oakland? Esta ciudad de idiotas siempre tiene que hacer el Gilligan en el último minuto y joderse a sí misma de una manera u otra. Vale, esta vez no. Esta vez Skipper va a hacer lo que haga falta. Y si yo decido que tu tío Chan nos da demasiados problemas… Pues mira, aquí arriba, ya sabes, tengo que plantearme el exceso de peso.

Kung-Fu pensó que en ese caso tal vez deberían dejar a Taku en el aeródromo, pero se guardó el pensamiento para sí mismo.

—Enséñale esa foto a tu tío, enséñale esa carta que venía con ella y que habla de la noche de Popcorn Hughes. Enséñale todo este marrón. A ver qué quiere hacer al respecto. Dile que lo quiero todo arreglado. Dile que exijo garantías. Si no, esas garantías tal vez me las pueda dar el concejal Abreu, ¿me entiendes?

—Por supuesto —dijo Walter—. A ver, ¿cuándo aterrizamos?

En cuanto sus padres se marcharon para reunirse con Singletary en el sótano del muerto, los chavales se pusieron a trabajar. Sacaron las cubetas enormes de en medio y llevaron existencias a la trastienda, sumergidos hasta los codos en el olor y la gravedad plomiza de los discos. El suelo de Brokeland que quedó al descubierto, un palimpsesto de linóleo rojo y blanco tan desgastado aquí y allí que dejaba ver un substrato de color verde y crema, resultó estar más mugriento de lo que Archy había sugerido. Titus se hizo con la escoba y puso a Julie a quitar polvo. El hecho de que les estuvieran pagando por su tiempo tenía el interesante efecto de poner contento a Titus. Había localizado a una hermana de su madre en alguna parte de Los Ángeles. Ella no le había querido mandar dinero, pero le había dicho que, si él podía viajar hasta su casa, lo dejaría vivir allí. Y ahora Titus tenía una meta en la vida: romperle el corazón al pobre Julie Jaffe.

En la tienda había un plumero vetusto para el polvo, con unas plumas azules cómicas arrancadas del sombrero de una vieja o del culo de un avestruz de los dibujos animados de la Warner Bros. Julie se puso a perseguir el polvo con él, sintiéndose como si fuera Bugs Bunny, sin quitarle la vista de encima a Titus. Titus se tomaba en serio su trabajo con la escoba, demarcando el suelo con arenilla y patas de bichos, formando pulcros montoncitos con todo ello y agachándose para remeterlos en el recogedor. Con el blanco de su camiseta resaltando sobre la piel de sus hombros, sin cinturón y con la tela a cuadros de sus bóxers visible allí donde le venía ancha la cintura de los vaqueros. Mientras pasaba el plumero por aquí y por allí, Julie sintió esa confusión típica del deseo al recordar cómo, de pequeño, se excitaba con algo que Bugs Bunny tenía en las caderas, en aquella colita tan coqueta, en la forma en que replegaba las orejas hacia atrás cuando fingía que era una chica, con pintura de labios y gestos de gatita.

—¿Quién me dijiste que era ese?

Titus se quedó apoyado en su escoba, mirando la cortina de cuentas que Julie había pintado hacía dos veranos, que se había pasado literalmente todo el verano para pintar, desde el último día de quinto curso hasta el primero de sexto, a razón de una cuenta irritante detrás de otra.

—Se supone que es Miles, pero…

—¿Miles Davis? ¿El trompetista? Fíjate, me lo estoy aprendiendo. —Titus se dio la vuelta y sorprendió a Julie examinándole el arco largo y esbelto, estilo Bugs Bunny, de la cintura y las caderas. Julie arrancó una pluma del plumero sin plena intención de hacerlo—. ¿Hemos acabado por ahora?

Julie fingió que examinaba la tienda. Para el funeral habían traído camisas elegantes y pantalones limpios, que Aviva les había doblado pulcramente y que ahora tenían guardados en una bolsa de tela del Berkeley Bowl en la trastienda.

—Van a volver en cinco minutos —dijo Julie—. Podemos vestirnos, o…

Entraron en la trastienda. Julie se bajó los pantalones y se abrió de nalgas, y Titus se escupió en la mano y le metió la polla un minuto. Fue doloroso, pero de una forma que a Julie le pareció interesante. El dolor, le pareció, requería algo más de análisis; le habría gustado estudiarlo durante un rato. Había algo que pasaba cada vez que Titus se echaba atrás para tomar impulso y volver a empujar, algo más cercano al alivio que al dolor. Pero al cabo de un minuto o dos Titus se la sacó.

—Me parece que he oído la puerta —dijo.

Entró en el cuarto de baño, trepó al pequeño lavabo y se puso a horcajadas sobre la pileta. Julie se quitó los vaqueros sucios de polvo. La espuma del jabón, los dedos de Titus, el asombro de su pene.

—No soy gay —dijo Titus cuando salió del cuarto de baño—. Si fuera gay te lo diría. No se lo diría a nadie más, pero a ti sí.

—Vale.

—Es que, mira, no quiero besarte ni nada de eso. No quiero ser tu novio. —Negó con la cabeza rotundamente—. Te puedo follar, eso sí. Sin ser homo.

—Vale.

—Pero tú sí que lo eres. Gay.

—Mmm…

—Lo sabes, ¿verdad?

—Supongo.

Se pusieron los vaqueros limpios y dos camisas de botones de manga corta, recién compradas en Target para la ocasión. Julie pensó que podrían haber sido hermanos. En Berkeley no habría sido imposible para nada.

Titus le tendió la mano derecha a Julie, despacio, con los dedos extendidos, trazando un arco hacia él. Entrelazaron las manos a la altura del pulgar y entrechocaron los pechos. Titus rodeó a Julie con el brazo. Julie se sintió protegido por aquel largo abrazo, aunque sabía que, cuando Titus lo soltara, se iba a sentir completamente abandonado.

Nat salió del sótano de la casa de Cochise Jones decidido a infligirle al que hasta entonces había sido su socio una sentencia de cadena perpetua de silencio. Cuando estaba en plena forma, era capaz de mantener un régimen de monosílabos furiosos durante días enteros.

Durante la primera hora aproximadamente, no tuvo problema alguno para mantener un silencio bien denso mientras Archy, los chicos y él apartaban las cubetas de discos, amontonaban vinilos raros en la trastienda, colocaban mesas para la comida y la bebida y llenaban las paredes de fotos de Cochise Jones. En el taburete que solía ocupar el señor Jones colocaron una fotografía en formato grande de él vestido con zahones, chaleco y sombrero Stetson, a lomos de un caballo picazo en el desfile del Día del Vaquero Negro. Julie parecía confundir la reticencia a hablar de su padre con solemnidad funeral. Titus no parecía darse cuenta o bien le importaba un comino, o ambas cosas. Archy, por su parte, estaba acostumbrado a capear los silencios de Nat. A Nat le iba a costar más de una hora empezar a ver algún efecto en aquella dirección.

Y entonces el Olds del 98 se presentó ante la tienda para dejar que se apeara el invitado de honor. Dos de los sobrinos de Flowers entraron empujando la camilla con los restos de Cochise Jones metidos en un ataúd al que solo le faltaban las alas de colorines y Dick van Dyke para ser idéntico al coche de Chitty Chitty Bang Bang. Archy dio instrucciones a la cuadrilla de Flowers para que lo instalaran detrás del mostrador de cristal. En cuanto todo estuvo en su sitio, los sobrinos le dieron una palmada a la tapa, preparándose para sacársela al ataúd, y fue en ese momento cuando Nat se vio obligado a estropear el inicio perfecto de un millar de años de silencio para conversar con el hombre que lo había traicionado.

—¿De verdad vamos a tener el ataúd abierto? —dijo.

—¿Tiene usted algún problema con eso? —dijo uno de los sobrinos.

—Bueno, he comprado discos en un montón de tiendas de mala muerte —dijo Nat—. Pero ninguna tenía un cadáver en exposición.

Archy pareció sopesar aquello, como si estuviera buscando un ejemplo de lo contrario, alguna tienda de vinilos usados del South Side del Hades o de Filadelfia. Luego se volvió hacia los sobrinos.

—Bueno —dijo—. ¿Cómo se lo ve ahí dentro?

Al cabo de unos segundos de consulta mutua, el más corpulento de los dos asintió, una sola vez y despacio.

—Se lo ve muy bien —dijo el otro.

—Venga, pues, abrid la tapa para que podamos echarle un vistazo —dijo Archy.

Los Flowers levantaron la tapa y Julie y Titus se acercaron para ver lo que salía a la luz. Era el primer cadáver de Julie: la idea le produjo un pánico repentino a Nat. No había preparado ningún discurso, ningún comentario ni acotación ni fórmula protectora para contextualizarle ni amortiguarle aquel momento a Julie ni tampoco, de hecho, a sí mismo. A lo largo de su vida, Nat debía de haber visto media docena de cadáveres en exposición, y cada una de aquellas imágenes parecía haber marchitado la página de la vida, haber ensuciado la plata del mundo y haber deslucido su oro. Sin más razón que la parálisis del pánico masculino, reprimió el impulso de rodear a Julie con el brazo y alejarlo de aquella visión.

—Carajo —dijo Titus con admiración no fingida.

—Venga ya, Nat —dijo Archy—. ¿Cómo vas a enterrar eso sin echarle ni un vistazo?

El traje de fantasía que Cochise Jones había prescrito para su entierro no era simplemente chillón, feo ni de cuadros aparatosos. Era la joya de su colección, profundo y mágico en su exceso. Blanco y con decoración de color naranja quemado, tenía un aire a estilo vaquero engalanado de bisutería, lo que pasaba era que en los faldones y los puños de la chaqueta y en los bajos de los pantalones exhibía unos llameantes y descabellados bordados pseudoaztecas, unos diseños abstractos que sugerían flores rosadas, suculentas verdes y corazones rojo sangre. Cochise había llevado aquel traje, que él siempre llamaba «mi traje azteca», en tres ocasiones durante su vida: la primera vez al tocar con Bill James en el Eden Roc la noche en que se desató el huracán Eloise; la segunda en el Sahara de Las Vegas, donde obtuvo un comentario favorable de Sammy Davis Jr.; y la última, con consecuencias improbables, ante el público de su ciudad en el Eli’s Mile High. Después de aquella noche legendaria en los anales del escándalo de Oakland, Cochise había retirado de circulación el traje azteca, notando que era un traje de fantasía con un destino. Un traje que no había que desaprovechar poniéndoselo en un día ordinario de la vida de un hombre, por mucho que ese hombre, en un día ordinario, se dedicara a darle caña al B3.

Nat miró a Julie. El chico se estaba abrazando a sí mismo. Nat tardó unos segundos más en hacerle aquel servicio a su hijo: lo rodeó con el brazo. Julie llevaba una camisa de botones de manga corta que le venía pequeña, con diseño de microcuadritos blancos y negros. Su hueso de la escápula encontró un hueco familiar en el brazo de Nat. El brazo parecido al palo de una escoba del chico seguía teniendo un tacto infantil. En cuanto Nat lo tocó, su hijo se relajó.

—Se ve fabuloso —dijo Julie.

—¿Sí?

—Ya lo creo.

—Vale —le dijo Nat a Archy—. Pues lo dejamos abierto.

Aviva apareció a las once menos cuarto, ocupando hábilmente una plaza de aparcamiento que se acababa de desocupar justo delante del coche fúnebre que había aparcado delante de Brokeland Records.

Nat estaba en la acera, intentando que pareciera que no la estaba esperando. Pero ella sabía el aspecto que él tenía cuando esperaba en una parada de autobuses bajo la lluvia y el autobús se retrasaba. Y ahora estaba esperando.

Nada más aparcar ella, Nat entró en el coche y cerró la portezuela. Con movimientos de atracador de bancos, pensó Aviva. De alguien que tiene prisa por alejarse.

—Has encontrado un puesto ideal —dijo él.

—Ya lo creo. ¿Ya ha llegado alguien?

—Solo los de la casa. Y, por supuesto, el cadáver. El difunto.

Tenía un retintín extraño en la voz, un resonar hueco de ironía. El traje a lo Belmondo le daba aspecto avejentado y desencantado. Ni siquiera le echó un vistazo a ella para ver qué había decidido ponerse para el velatorio del señor Jones o lo que fuera aquella cosa que los ocupaba ese día. Para que conste en acta, llevaba puesto un traje pantalón negro de Donna Karan, comprado en el Crossroads, por encima de una blusa sin mangas de color gris perla y unas sandalias gastadas de cada día. Una indumentaria práctica para el asunto del día, a excepción del pañuelo que llevaba atado sobre la frente. Se lo había regalado un año por su cumpleaños el señor Jones, y había pertenecido a la difunta Fernanda. Tenía un estampado de melocotones y de hojas de melocotonero, y resultaba tremendamente chillón en un funeral. Nat realmente se tendría que haber fijado en ello.

—He ido al Smart and Final. Está todo en el maletero.

—Gracias.

—¿Qué te pasa?

—Nada —dijo él.

Y se tapó la cara con las manos. Era lo más cerca de desplomarse que Nat llegaba nunca: aquel intento heroico de confinar su llanto a las regiones abarcadas por sus palmas. A ella siempre la mataba.

—Oh, cariño, ¿qué te pasa? —le dijo—. Ven, anda.

Ella lo abrazó, dispuesta a darle la oportunidad de masajear su tristeza, empujándosela toda hacia la cara. Durante la primera parte de su matrimonio, Aviva lo habría animado a no cortarse y desfogarse llorando. Pero por fin había aprendido que Nat no quería permitirse llorar, tal vez era incapaz de permitírselo, y que tal vez no era justo intentar obligarlo todo el tiempo. Tal vez era mejor dejarlo en paz, al pobre.

De manera que ahora Nat la asombró de verdad cuando dejó caer las manos, como si fueran ilusiones juveniles, para mostrar a un hombre presa de un señor berrinche. Descompuesto, lloroso, dominado por una pena que le daba pinta de abuela y mugiendo lastimeramente. Con los hombros temblando. Y todo por el viejo señor Jones. Impresionante. Después de tantos años de desearlo y acabar resignándose, ahora Aviva veía a su marido deshacerse en lágrimas y se daba cuenta de que la estampa, aquel blando desmoronamiento del castillo, la irritaba un poco. Aquel no era el Nat que ella conocía, morador de los polos, propenso a los enajenamientos de furia y a las pataletas de alegría.

—Sé que te caía muy bien —dijo Aviva, sacándose unos Kleenex del bolso—. A mí también.

Nat se sonó la nariz, respiró hondo y lo soltó.

—Es verdad —dijo él—. Me caía muy bien. Pero no es… No es por eso…

—Entonces, ¿qué problema hay? Nat, ¿qué ha pasado?

—Que me he peleado con Archy. Vamos a romper.

—¿Qué?

—Se divorcia de mí. Porque… está harto de mis putas chorradas. —Se volvió a sonar con el Kleenex, produciendo mocos e irrisión a partes iguales—. ¿Qué coño de razón es esa?

—¿Va a aceptar el trabajo de Dogpile?

—Espero que sí. Porque te aseguro que lo quiero perder de mi puta vista.

—Nat. —El problema no era que Archy quisiera divorciarse; era que Nat, según ella dedujo de su tono petulante, sentía que el otro lo estaba abandonando—. Está claro que ahora mismo Archy y Gwen están teniendo problemas.

—Sí. Sus problemas se llaman vida real.

—¿Me estás diciendo que hasta ahora Gwen Shanks y Archy Stallings han estado viviendo en un mundo de fantasía?

—Apuesto a que Gwen tiene la sensación de haber estado viviendo en un mundo de fantasía. Una comadrona negra entre un millón de madres blancas. La gente negra se pasa la vida entera en un mundo de fantasía, lo que pasa es que no es la fantasía de ellos.

—Ajá —dijo Aviva, notando con una punzada de migraña que se avecinaba una sesión de teoría jaffeana—. Muy bien, pues, hablemos de lo que vas a hacer tú.

—¿De lo que voy a hacer yo? Muy bien. Hablemos. Lo primero es que ya no quiero vender más putos discos de vinilo de segunda mano.

—Nat.

—La verdad, fíjate, la verdad es que odio los discos. No. Mejor dicho: odio la música. Toda la música. Sí. La repudio. ¡Vete a la mierda, música! La música es Satanás. Nosotros somos simples sirvientes de sus planes ocultos. Es como un virus del espacio, la amenaza de Andrómeda, propagándose. Nosotros no somos más que vectores de su contagio. Es la música la que mueve los hilos en secreto.

—Nat.

—Piensa en ello, Aviva. La música nos ha llevado a un punto en que vamos por ahí con putas cápsulas dentro de los oídos. No, lo dejo. Creo que me voy a pasar, yo qué sé, a vender quesos. Voy a ser vendedor de quesos. Tú me puedes ayudar. Olvídate de traer bebés al mundo. Joder, ya tenemos bebés de sobra en el mundo. Lo que ahora necesitamos de verdad es que haya más queso del bueno. O sea, dime tú, ¿por qué tenemos que ir hasta North Berkeley, con lo lejos que está, para comprar queso de primera calidad en el Cheese Board? ¿Por qué no puede Oakland tener también un colectivo de fabricantes de queso, ya sabes, en South Berkeley o en Oakland? Espera… no, el puto queso… El queso es todo esporas y mohos y mierdas de esas. Tal vez el queso también nos esté intentando colonizar el cerebro. El queso y la música peleando a brazo partido por el control del sistema nervioso humano.

—Nat…

Una mano se puso a golpear. Los dos dieron un brinco en su asiento. Nat bajó la ventanilla y allí estaba Julie, la mar de guapo con su camisita de hombre adulto, mientras que a su lado Titus simplemente tenía aspecto de adulto. Dos muchachos, mascando sendos chicles enormes.

—Hola, señora Jaffe —dijo Titus.

—¿Qué estáis haciendo? —dijo Julie, emprendiendo un rápido examen del alboroto que reinaba en la cara, el pelo y la ropa de Nat—. ¿Qué le pasa a papá?

—¿Qué le pasa? Que está en un funeral, Julie —dijo Aviva—. Quiero que Titus y tú descarguéis todo lo que hay en el maletero. El hielo y los refrescos. Y que lo entréis todo.

Ellos siguieron mascando.

—Vale —dijo Julie al cabo de un momento—. Vamos, T. Los chavales fueron al maletero del Volvo y lo abrieron. Aviva se quedó mirando por el retrovisor cómo Titus rodeaba cuatro bolsas de hielo con sus largos brazos y las levantaba, sin que la cara reflejara más que una ligera tensión resultante de llevar aquella carga. Julie envolvió solícitamente otras cuatro bolsas con las cintas de sus bracitos y se alejó del coche, doblado hacia delante como si le doliera el estómago.

—«Vamos, T» —dijo Nat—. Será fantasmilla el chaval.

Ella se rio, contenta de verlo irritado otra vez. Luego se apartó de él sin soltarle la mano, que le apretó entre las suyas hasta que las alianzas matrimoniales de ambos chasquearon como si fueran un guijarro y una pieza de acero, o tal vez un par de flautas de champán.

—¿Vas a estar bien?

—Sí —dijo él.

—Sabes que al final todo se va arreglar, ¿no?

—No —dijo él—. Pero seguramente lo puedo fingir.

Salieron. Él agarró dos cajas de latas enanas de Coca-Cola y ella una de refresco de naranja Jarritos y siguieron a los chavales al interior de la tienda.

—Uau —dijo Aviva cuando vio el cuerpo desplegado en un ataúd tuneado con partes de latón como si fuera algo sacado de un libro de Julio Verne. Sobre un oleaje de velvetón de color burdeos, la cara del señor Jones flotaba como si fuera un cacho de madera pulido por el desgaste del agua. El traje de fantasía daba paso en las extremidades al trabajo devorador del fuego y las enredaderas—. ¿Ese es el famoso traje azteca?

—En su aparición final.

—Hola, Aviva.

Ella se volvió hacia Archy, que estaba de pie junto a la mesa de la comida, embutido con éxito parcial dentro de un traje de enterrador. Le escrutó la cara, igual de legible que la de un bebé, y únicamente vio una mueca ceñuda y fúnebre apropiada para la ocasión. Ni rastro de culpa o remordimientos por lo que fuera que había pasado aquella mañana entre Nat y él. Sin caída lastimera de hombros. Ella conocía lo bastante la historia que Archy tenía con Gwen —de hecho, la conocía más que bastante— como para saber que era posible que los remordimientos tardaran en aparecer.

—Se te ve bien, Aviva —dijo él—. Veo que llevas el pañuelo de Fernanda.

—Gracias, Archy —dijo Aviva.

Nat le puso una mano en el hombro. Ella notó que él le transfería cierta presión a modo de mensaje. No le hizo falta darse la vuelta para saber que su marido estaba mirando con el ceño fruncido a Archy, que ahora apretó los labios y puso los ojos en blanco para transmitir una impaciencia que confirmaba la intuición de ella.

—¿Seguro que habéis encargado suficiente pollo frito?

A lo largo de la mesa discurría un zigzag de montañas de pollo frito. Envueltas en nubes. Para alcanzar sus cimas hacían falta tanques de oxígeno y sherpas.

—Estás de broma, ¿no? —dijo Nat—. Espera, en serio, ¿voy a buscar más?

Habían hecho traer la comida del Taco Sinaloa y de la pastelería Merritt, que eran los dos sitios donde más le gustaba comer al señor Jones. Llanuras interminables de enchiladas verdes y de tamales y un Popocatepetl de tacos al pastor. Y de la Merritt, aquella alta cordillera de pollo frito. Aviva sabía que a Nat le dolía no estar sirviendo el pollo frito que hacía él, y más en una ocasión como aquella, pero Aviva le había hecho prometer, igual que Dios después del Diluvio, que nunca más volvería a destruir la cocina.

—Estoy bromeando —dijo ella—. Pero quiero mencionar que cuando se juntan negros y judíos para alimentar a un grupo grande, mueren muchos pollos.

—Le he contado a Aviva que cerramos la tienda —dijo Nat—. Para siempre. Tal como tú deseas.

—¿Cerráis… la… tienda? —dijo Julie, dejando salir las palabras entre gruñidos mientras pasaba dando tumbos hacia la mesa de las bebidas cargando con dos cajas de sidra sin alcohol Martinelli’s.

—No es cosa tuya —dijo Aviva—. ¿Es verdad, Archy? ¿Has aceptado el trabajo de Dogpile?

—No —dijo Archy—. No he hecho nada y pienso seguir sin hacer nada todo el tiempo que pueda, por lo menos hasta mañana. A Nat se le está yendo la olla, simplemente.

Aviva agarró a Nat del codo, lo obligó a darse la vuelta e hizo que su mirada boxeara con la de él hasta que Nat se rindió y la miró a los ojos.

—Nat, ¿se te está yendo la olla? Porque, en caso de que sí, necesito que pares. Durante las próximas cuatro horas. Ni irse de la olla ni perder la chaveta ni quitar el freno para nada. Tú necesitas a Archy. Y Archy te necesita a ti. ¿Verdad, Archy?

—De vez en cuando —dijo Archy.

—¿A cuánta gente esperáis? ¿A cincuenta? Más un muerto.

—Más bien a unas cien —dijo Archy.

—Pues recobra la compostura —le dijo a su marido—. Puede que mañana dejéis de ser socios o puede que no. Pero os aseguro que hoy todavía lo sois, y mucho. Y, en tanto que socios, tenéis la obligación de dar la cara y darlo todo por el señor Jones.

—Te ha quedado de maravilla, Aviva, y eres una persona tan madura que me quito el sombrero ante ti —dijo Nat—. Pero hay un nivel que subyace a todo este rollo entre Archy y yo que tú, a pesar de toda tu sabiduría y tu madurez, no vas a entender en la vida. Y ese nivel es el que depende por completo de los vinilos.

Aviva se planteó una serie de réplicas posibles, afiladas, desdeñosas, sardónicas. Al final, sin embargo, se mordió la lengua, porque si era una cuestión de vinilos —y los hombres como Archy y Nat eran capaces de iniciar guerras, fundar imperios y perder la dignidad y la fortuna por puro amor al vinilo—, entonces Nat tenía razón. Ella no lo entendería jamás.

—Pero te he escuchado —dijo Nat—. De manera que voy a considerar que hoy es nuestro último día y lo voy a vivir en consonancia, y a hacer lo posible para honrar el recuerdo de Cochise Jones. ¿De acuerdo? Simplemente, no esperes que le dirija la palabra a Archy.

—¿Te ha retirado la palabra? —le preguntó Aviva a Archy.

—Es posible. No me he fijado.

—Sí que se la ha retirado —dijo Titus—. Claramente.

Todo el mundo se volvió para mirarlo. Para tratarse de Titus Joyner en presencia de adultos, era un discurso bastante largo.

Gwen se presentó casi veinte minutos tarde, tras dormir quince horas seguidas en su cama, con la sensación de haberse tomado un potente estimulante cortical. Se sentía imparable, aun cuando resultó que apenas cabía por la puerta de la tienda. Había venido toda clase de gente a presentarle sus respetos al señor Jones. Gente del vecindario, modernillos, coleccionistas de discos corpulentos y barbudos. Kai y sus compañeras de orquesta, dieciocho mujeres resplandecientes con sus trajes de fantasía de la colección del señor Jones. Los habituales de la tienda: Moby, el señor Mirchandani y Singletary. Junto al ataúd, Chan Flowers, cruzado de brazos, con aquel brillo a lo James Brown en su vieja pelambrera, examinaba la cara del difunto con expresión crítica. Todo el mundo estaba de pie salvo unos cuantos afortunados en las inmediaciones del mostrador a quienes se les había concedido el uso de sillas plegables.

La mirada de Gwen se encontró con la de Archy. Él estaba al fondo de todo, junto a la cortina de cuentas, erguido cuan alto era y con expresión afligida al lado del bufet. Gwen no se detuvo en sus ojos dulces, tristones y ojerosos. Habían traído una especie de tarima para el B3 asesino y le habían puesto un foco encima. Al lado del instrumento estaba plantado Nat, cruzado de brazos, como para impedirle que cometiera más actos de violencia. Su marido enarcó una ceja a modo de saludo y a continuación devolvió su atención a un anciano blanco y desconocido que estaba de pie al otro lado del órgano, delante del altavoz Leslie. Con un acento europeo indefinido, el anciano estaba dirigiéndose solemnemente al público, hablando de las creencias políticas del señor Jones, que Gwen (igual que la mayoría de los presentes) había desconocido hasta aquel momento. Más rojas, por lo visto, que el propio jefe indio Cochise.

A continuación captó la atención de Gwen el pañuelo selvático que llevaba Aviva en la cabeza, sentada en la fila más cercana al mostrador. Aviva era una de las personas que tenían silla. Levantó la mano para hacerle una señal a Gwen: al lado de ella había un asiento vacío. Gwen iba a tener que aceptarlo. Sabía que Aviva estaba enfadada, y el mero hecho de saberlo bastaba para enfadarla también a ella. Pero estaba demasiado embarazada para quedarse de pie.

Mientras Gwen se abría paso entre la concurrencia como un rompehielos empujando témpanos, Aviva recogió el bolso que había estado usando para reservarle la silla a Gwen.

—¿Quién es ese tipo? —le susurró Gwen a Aviva al oído nada más sentarse.

El pelo de Aviva olía un poco a hojas de laurel.

—Creo que es de una biblioteca marxista que hay en esta calle.

Gwen jamás había tenido ni idea de que hubiera una biblioteca marxista en Telegraph Avenue. Intentó imaginarse un lugar que le resultara agradable a un tipo que no solo vestía como vestía el señor Jones, sino que también entendía, de acuerdo con aquel bibliotecario marxista con voz de pito, las interacciones de la base y la superestructura y la forma en que en última instancia las relaciones de clase determinaban todo el racismo de América.

—¿Es el traje azteca? —susurró Gwen, captando por primera vez todo el esplendor del cadáver.

Aviva asintió.

—Chist —dijo la mujer que había al otro lado. Se trataba de una vieja Cruella de Vil de aspecto extravagante con un perrillo shih tzu moteado sobre el regazo.

—Lo siento —le dijo Gwen a la siniestra anciana.

—Yo también —le contestó Aviva inmediatamente a Gwen, como si ella también se lo hubiera estado guardando para el momento en que llegara su socia.

Gwen se planteó corregir el malentendido que acababa de llevar a Aviva a pensar que ella se estaba disculpando por lo que Aviva había llamado su «actuación» en la vista del Chimes. Pero algún impulso la refrenó. No era ningún reparo, ni mucho menos. Tal vez se debiera al suave manto níveo del sueño bajo el cual había pasado la noche anterior, pero ahora se sentía más legitimada que nunca para hacerse con aquellas herramientas de las compañías de seguros y más legitimada que nunca en su decisión de echar de casa a Archy a fin de poder descansar un poco por fin. No fue la posibilidad de que la tarde anterior se hubiera equivocado o se hubiera pasado de la raya o bien hubiera sido excesiva o manipuladora lo que ahora llevó a Gwen a no aclarar aquella disculpa malinterpretada. Era puro cálculo, aunque profundamente soterrado: que Aviva pensara que había recibido sus disculpas; eso facilitaría las cosas más tarde.

Después del hombre de la biblioteca marxista vino un batería desdentado que parecía mayor de lo que probablemente era, ciento diez en años de droga, y luego Moby subió a la palestra y contó la historia de la primera vez que había entrado en Brokeland Records. El señor Jones había estado sentado en su sitio habitual del mostrador, recompensando a su loro, Cincuenta y Ocho, con pipas de girasol que se sacaba del bolsillo de la chaqueta, intentando enseñarle por medio de una baraja de naipes a reconocer la diferencia entre los palos rojos y los negros.

—«Este pájaro es más listo que las personas» —dijo Moby citando al señor Jones tal vez con demasiada fidelidad y empleando como siempre el ebónico—. «Si no ha aprendido a jugar al póquer, es solo porque no le he enseñado como debía».

La mayor parte de la concurrencia soltó una risotada. Gwen echó un vistazo en dirección al órgano para ver cómo se estaba tomando Nat el número del abogado. Sabía lo mucho que Nat detestaba la forma en que Moby adoptaba aquellas gracias de negro de pega. Y la verdad es que se le daba muy mal, era innegable. Si no fuera tan dulce y gordo y si no tuviera aquel ridículo pelo repeinado hacia atrás, Gwen hasta se podría ofender por la forma en que hablaba Moby, por aquel estilo armado (con intenciones incuestionablemente sinceras de tributo) a base de materiales de desecho de discos de rap, Grady Tate en Sanford and Son, un toque de Martin Lawrence y en el fondo de todo, algo realmente ofensivo, tal vez Morgan Freeman interpretando a su personaje Easy Rider del programa infantil The Electric Company. A Nat le tocaba muchísimo las narices, solo había que mirarlo allí subido, sentado de espaldas en la banqueta del órgano, accionando los pedales de su irritación y recolocándose los puños del traje. Si estabas intentando pasar por blanco, el truco era siempre distanciarte de tus parientes más oscuros, pero si eras un tipo blanco que llevaba toda la vida viviendo en los márgenes de la negritud, lo peor que te podía pasar era encontrarte con alguien más que hacía lo mismo.

Tras concluir su discurso, Moby se abrió paso de vuelta a su silla, como un jugador de baloncesto que acaba de lanzar sus tiros libres, flanqueado de jugadores corriendo y dando brincos.

—Gracias, Moby —dijo Nat desde el fondo del todo. Todo el mundo estiró el cuello para mirarlo—. No te caería tan bien ese pájaro si le debieras tanto dinero como yo.

Lo decía en broma, y Aviva se rio, pero le salió en tono furioso, y si Gwen fuera una detective que estuviera investigando la desaparición del pájaro, estaba claro que habría llamado a Nat para interrogarlo.

—Ahora voy a tocar un poco —anunció Nat, como si fuera un periodontólogo a punto de iniciar una intervención. Lo dijo en un tono que sugería que no iba a ser divertido para nadie—. Y luego el señor Stallings hará el panegírico.

Gwen intentó acordarse de la última vez que había oído a Nat llamar a Archy «señor Stallings». Se volvió hacia Aviva a ver si esta estaba enterada de algún problema entre sus hombres, pero Aviva solo tenía ojos para Nat. Estaba sentada con la espalda recta y mirándolo con tanta atención como la que Flowers le estaba prestando al cuerpo del ataúd: queriendo que fuera perfecto.

Nat le dio la vuelta al amplificador Leslie, lo honró con una reverencia y lo encendió bruscamente. El aparato cobró vida con un ronroneo. El viento fluyó a través de su misteriosa maquinaria de anticuario. Nat se sentó ante aquel Hammond que se había cobrado en todos los sentidos la vida del señor Jones. No era el instrumento de Nat, pero este tenía un don que le permitía coger cualquier instrumento y familiarizarse con él lo bastante deprisa como para que pareciera que lo dominaba. Sí que tocaba el piano, sin embargo, y Gwen supuso que su interpretación del órgano sería parecida: un rollo moderno y lleno de aristas estilo Monk, difícil de escuchar.

Nat se aflojó la corbata. Hizo de mediador en una disputa entre los faldones de su camisa, su pretina, su cinturón y su trasero. Toqueteó las palancas y los interruptores del Hammond, más por puro ritual que en busca de precisión. Tras contar hasta cuatro y agachar la cabeza al llegar al cuatro, se puso a tocar. Ella reconoció la canción como un viejo tema de Carole King: «It’s Too Late». El órgano tenía un sonido frágil de blues, con humo en la garganta. Nat evitó tontear con aristas y notas bajadas de tono. Sus pies accionaron los pedales. Ella no recordaba nada de la letra más que el estribillo, aunque este ya se bastaba por sí solo para transmitir la melancolía de la canción. A Gwen le vinieron ganas de buscar con la vista a Archy, pero tuvo miedo de que, si sus miradas se encontraban mientras sonaba aquel tema, él pensara que ella tenía intención de mandarle el mensaje que Carole King le había estado mandando al hombre de su canción.

Parte de ella, o mejor dicho la mayor parte de ella, sabía que hasta cierto punto había estado haciendo teatro, que sus hormonas le habían dado la licencia para infligir por medio de la farsa de su marcha y su regreso toda la humillación que Archy había tenido que soportar. Mientras Nat tocaba, ella evitó mirar directamente a Archy y se preguntó si la tristeza que le había visto en la cara sería por ellos dos. Archy había decidido marcharse después del funeral, pensó ella, con su petate y diez cajas de discos en el maletero de su El Camino. Ella lo había echado por puro despecho, pero ahora él se marchaba en serio, igual que ella siempre había sabido y temido que acabaría haciendo. La certidumbre de la partida inminente de él se le vino encima con tanta fuerza que la dejó confundida y preguntándose si Nat no habría elegido aquella música a propósito a modo de comentario sobre la relación entre ella y Archy.

Aviva se inclinó hacia Gwen y le murmuró en el oído sin quitarle la vista de encima a su marido:

—Esa fue la canción de la vida del señor Jones —dijo—. Según Nat.

Gwen entendió entonces que fuera cual fuera su situación o tema ostensible, «It s Too Late» trataba de Cochise Jones. Tirado como un guiñapo en su ataúd. Sentado junto al lecho de su mujer mientras ella se moría. La canción trataba de toda la gente congregada ahora en la tienda que nunca había tenido ocasión de conocer al señor Jones y también de quienes le habrían dicho algo distinto o algo más la última vez que lo habían visto, de haber sabido que se iba a morir. Trataba de cómo Titus había crecido sin padre y de cómo Aviva había tratado de no perder al único hijo que tenía y del sueño de Brokeland Records. Trataba de un gran porcentaje de los deseos, planes y ambiciones sumados que albergaba la gente que se había reunido ese día en la tienda. A Nat no le había hecho falta elegir «It’s Too Late» para hacer un comentario directo sobre la situación entre ella y Archy. Era la canción de la vida del señor Jones y su sentimiento siempre resultaba apropiado.

—Perfecto —dijo Gwen.

—Me llamo Archy Stallings. Muy bien. Gracias. Sí. Gracias. Para quienes no me conozcáis, soy uno de los copropietarios de este local, Brokeland Records, gracias, que lleva doce años siendo una institución del barrio si solo cuentas esos años, pero en realidad habría que remontarse a mucho más atrás. En serio. Habría que remontarse a antes de que hubiera discos de vinilo, a antes de que estuviera aquí el señor Jones, y mira que el señor Jones llevaba aquí mucho tiempo. Y me refiero a justamente a aquí. En serio. Ahí mismo, en ese taburete, donde ahora está esa foto suya mirándoos, y en plena forma, diría yo, ese Borsalino es fabuloso. A lo largo de los años, el señor Jones le dio mucho tiempo y dinero a esta tienda, ya cuando era una barbería. La Barbería de Spencer, eso mismo. Yo me corté el pelo aquí varias veces, cuando era chaval. ¡Y luego el señor Jones se gastó todavía más dinero aquí, durante los últimos doce años, comprando discos! Un montonazo de discos, nos compró a mí y a mi socio, Nat Jaffe, que acaba de arrasar, ¿verdad que sí? Verdad. Ha arrasado con la canción emblemática del señor Jones: «It’s Too Late». Te lo agradecemos, Nat.

»Pero si hablabais un rato con el señor Jones, y mira que costaba bastante rato sacarle algo al señor Jones, porque a él le gustaba más escuchar y ser testigo… Sin ir más lejos, apuesto a que la mayoría de vosotros no teníais ni idea hasta esta misma tarde, con todos los respetos para el doctor Hanselius de la biblioteca… ¡Oh, cielos, Cochise Jones, mírate, vestido así todo el tiempo, yendo de aquí para allá con tu vieja furgoneta y tu palillo dorado, y en secreto eras un comunista! El señor Jones fue casi como un padre para mí, me solía pasar algo de dinero de vez en cuando y cuidaba de mí. Hablaba conmigo y, tal como os estaba diciendo, era algo que, ya sabéis, le costaba bastante…

»En todo caso, si conseguíais sacárselo, tarde o temprano os enterabais de que el señor Jones vino a Oakland procedente de alguna parte de Louisiana, de las afueras de Nueva Orleans, ¿era de Slidell? Sí, cuando tenía catorce o quince años. Su padre encontró trabajo en la planta de envasado, donde ahora está el Departamento de Tráfico… La planta de envasado Lusk, sí. Eso fue mucho antes de mi época. Pero el señor Jones siempre me contaba cosas, ya sabéis, de vez en cuando el loro se callaba un momento, Nat terminaba su rajada diaria, ja, ja, y al señor Jones se le escapaba algo. Algo sobre el barrio. Cosas que recordaba. De cuando era niño en Louisiana y oía cosas que contaban los viejos, y algunos de esos viejos eran gente muy de otros tiempos, casi de los tiempos de la esclavitud.

»No sé cuánta de esa gente negra llegó a Oakland procedente de Louisiana, Alabama y Texas, ya sabéis, en la misma época en que vinieron el señor Jones y su familia. Muchos, muchos miles, docenas de miles. Sí, y dejaron casi todo lo que tenían en el Sur, pero se trajeron la música que les gustaba, unos rollos musicales que venían de Congo Square o de donde fuera. Jazz, boogie y música de iglesia. Y luego se bajaron del tren en Oakland y todo estaba eclosionando. Fue entonces cuando, si entrabas aquí, lo más seguro era que oyeras ese blues movido de la posguerra, aquel blues acelerado, por la radio que Eddie Spencer tenía en esta estantería que ahora tengo detrás.

»Si escucháis aquella música ahora, aquellas cosas tipo Joe Houston, es rock and roll, ¿verdad? La misma música. Joe Turnen Y esa es la clase de música que el señor Jones empezó a tocar en público. Eso y música de iglesia, y es que la música de iglesia viene a ser el rock and roll original. A juzgar por la cara que está poniendo, veo que mi socio tiene ciertas discrepancias con las teorías que estoy elaborando, pero eh, nos lo echamos a suertes y a mí me tocó el panegírico, de manera que ahora me tienes que aguantar, ¿vale? Creo que te va a gustar la conclusión de este rollo.

»Así pues, cuando estaba en la secundaria, el señor Jones tenía una banda, eran todos negros y tocaban rhythm and blues, versiones de los Drifters. Pero a veces también tocaba con una panda de chavales blancos, creo que se llamaban los Pearl Tones, ¿es posible? Estudiaban en el instituto Skyline. Y ni siquiera cuando se empezó a hacer conocido, en el 64 o el 65, tocando algo que era claramente jazz, siguiendo un poco con el órgano lo que estaba haciendo Ahmad Jamal con el piano, ni siquiera entonces perdió del todo aquel toque de rock. Yo sé que, bueno, no le molestaba, pero sí que le ponía un poco triste el hecho de que la gente se sentara para «escuchar» jazz. En aquellos garitos tipo Eric Dolphy donde tocaba, la gente meneaba un poco la cabeza y daba golpecitos con el pie, pero no se ponía a saltar, ya sabéis, ni a hacer el bestia, de la forma en que la gente negra ha tenido tendencia a hacer históricamente.

»Entretanto, por la radio, el señor Jones oyó a Jimi Hendrix y oyó a Sly Stone. Ya no se trataba solo de chavales blancos que tocaban música negra, como siempre, ni tampoco de negros que tocaban al estilo de blancos, sino que realmente, en aquel momento, en aquel momento único, que duraría cuatro o cinco años, todos los estilos y los intérpretes se mezclaron. Los Temptations, y algunas de aquellas bandas que vinieron después, eran auténticas bestias del rock and roll. Y el señor Jones conocía a Sly Stone, hasta estaban emparentados de alguna manera por sendos matrimonios, y empezó a introducir una idea bastante parecida en el jazz que estaba empezando a tocar.

»Y aunque nunca perdió aquella suavidad suya, aquel toque suave de la mano derecha, su mano izquierda, en el 67 o el 68, se empezó a volver extremadamente funky. Pero el señor Jones no llamaba a su estilo “funky”. Creo que jamás le oí usar este término. Ni tampoco música de iglesia, ni blues acelerado, ni rock and roll, ni hard bop, ni soul-jazz ni nada de todo eso. En esta tienda nos enzarzamos en montones de discusiones sobre géneros, por ejemplo: ¿el Street Lady de Donald Byrd es soul-jazz o se acerca más al soul-funk? ¿La expresión “hard bop” es redundante? El señor Jones jamás tomó parte en esas discusiones. Pero una vez, de eso sí que me acuerdo, llamó al estilo que él tocaba “Criollo de Brokeland”.

»Para mí, la palabra “criollo” lo resume todo. Quiere decir que renuncias a trazar fronteras. Quiere decir África y Europa cocinadas en la misma sartén. Chopin, himnos, música irlandesa, polirritmos y baterías que hablan. Y gente. La madre de Cochise Jones creo que era principalmente choctaw. Mi padre, por ejemplo, es medio mexicano, que ya implica ser medio otra cosa. Criollo de Brokeland. Este sitio donde estamos antes era México, y antes todavía, España, y antes, de los ohlones. Y luego llegan los blancos, los chinos, los japoneses, los negros que se traen la cultura del pantano, de los semínolas, de Houston. Filipinos. Lo tiras todo en la parrilla y hala. Criollo de Brokeland. Y más mexicanos, guatemaltecos. Tailandeses, vietnamitas. Hmong. Hummm, persas. Punjabis, el señor Mirchandani, aquí presente, es un ejemplo. Todas esas sarnosas tan buenas que hay ahí, amontonadas al lado del pollo frito… Sí, sí, ya sé, me estoy yendo por las ramas. Ja, en serio. Sí, sí, vale.

»Lo que pasa es que Cochise Jones… Oh, disculpadme. Ufff. No, estoy bien. El señor Jones fue como un padre para mí, que es algo que me hacía mucha falta. Eso es una cosa. Y la otra cosa es que, ya que estoy aquí haciendo este panegírico, tengo la responsabilidad de hacer, ya sabéis, que echemos un vistazo a la vida que llevó el tipo y, bueno, sacar de ella alguna clase de lección. ¿Vale? Aquí va, pues.

»Parece que, no lo sé… cuando la gente empieza a mirar a otra gente, a gente que no es como ella, una cosa que a menudo les termina gustando de esa gente distinta es su música.

»Hay una especie de, cómo llamarlo, de “ideal” que Nat y yo siempre hemos tenido en mente para esta tienda. A ver, no es nada que hayamos planeado conscientemente ni de lo que hayamos hablado. Pero viene a ser algo así: en la antigua Ruta de la Seda, ya sabéis, entre Europa y China, todo eran tribus y desiertos, y luego venía un viaje largo y duro, se tardaban dos años en llegar si ibas deprisa. Era un camino muy duro, había bandidos y tormentas de arena. Tú ibas transportando la luz de todas las civilizaciones de un lado para otro, pero las tribus que te rodeaban no querían más que seguir haciendo la guerra, matando y llevando la cuenta de lo que las hacía mejores que el resto del mundo. Ya sabéis que si traduces el nombre de cualquier tribu, quiere decir “la gente”, como si el resto del mundo no fuera humano, ¿verdad? Pero tú seguías adelante porque estabas intentando ganar un poco de pasta, claro, y te dedicabas a propagar la sabiduría colectiva de un lado para otro. A forjar ese estilo criollo. Y de vez en cuando, cada cien kilómetros, por ejemplo, te encontrabas con un oasis, ¿no?, con un caravasar, donde todos se juntaban para descansar, escuchar buena música e intercambiar historias descabelladas y llenas de exageraciones. Nat, colega, tú me estás entendiendo, ¿verdad? Pues ese fue más o menos nuestro sueño. El sueño del estilo Criollo de Brokeland.

»El señor Jones era un puntal de este caravasar. Era un poco el ídolo que teníamos en el rincón, el dios del hogar. Ahora se ha ido, y nosotros, Nat y yo… Bufff. Bueno, vale, ¿me das ese pañuelo de papel, Aviva? Gracias.

—Puedes venirte con nosotros —estaba diciendo una voz, que parecía la del sepulturero—. Sin el difunto no se puede empezar un funeral.

No se oyó más respuesta que un silencio, parcial, intensificado por los ruidos de la gente que se iba marchando de la tienda, el chirrido de las sillas, la gente que se ofrecía para llevar a otra gente, dando fe de su propia sobriedad o de la ajena. De los matones enlutados de la funeraria repartiendo mapas para llegar a la tumba: «¿Quiere un mapa, señorita?».

Titus se subió la cremallera de los pantalones. La mejor estrategia era salir tranquilamente del cuarto de baño a la trastienda, él solo. Un chaval que sale del lavabo subiéndose la cremallera de los Levi’s, lo más normal del mundo. Le comunicó sus intenciones a Julie por medio de esas señales que usan los cuerpos de Operaciones Especiales: «Yo apago la luz. Tú te quedas. Yo voy y creo una distracción. Tú cuentas hasta treinta sales del cuarto de baño y te escabulles por la parte de atrás». Julie asintió: «Entendido». Pero resultó que no lo había entendido, porque, en cuanto Titus apagó la luz, Julie fue y abrió la puerta del cuarto de baño. La abrió suavemente, haciendo por lo menos un despliegue de sigilo, un centímetro, dos centímetros.

Entonces llegó la respuesta:

—Tiene usted cinco minutos.

Su padre. Archy. Con la voz tensa. Haciéndose el duro. Aburrido del sepulturero y aburrido de fingir aburrimiento para hacerse el duro. Enfadado y cansado.

Titus y Julie se miraron en la oscuridad: cambio de planes. La ciencia solitaria del escuchar a hurtadillas, otro amor desenfrenado que compartían. Julie aguantó la puerta abierta un par de centímetros con dos dedos.

—Solo necesito cinco segundos —dijo el sepulturero—. Para decirte que eres el negro más idiota y enemigo de sí mismo que he visto en la vida. Y en esa categoría tengo una experiencia larga y amarga.

—Pues déjeme que le ahorre esos cinco segundos —dijo Archy—, porque eso ya lo sé.

—¿Y qué me dices de esto? Te acabas de poner en evidencia.

—Tampoco me viene de sorpresa.

Archy estaba apoyado en una de las mesas para cubetas con ruedas que habían arrumbado aquella mañana en la trastienda, con el culo ancho enfundado en aquellos feos pantalones del traje negro y ensartado por una esquina de la sección de música disco. En la etiqueta del separador de sección blanco que tenía detrás había escrita la intrigante inscripción YELLOW MAGIC ORCHESTRA. Titus se imaginó brevemente la música cálida y acaramelada que podía llevar aquel nombre.

—Confío en que no estés contando con irte a trabajar próximamente para Gibson Goode. Porque te aseguro que a Gibson Goode ya has dejado de interesarle.

Archy Stallings parecía incómodo y descontento, cruzado de brazos, ceñudo, con la esquina puntiaguda de la cubeta de discos clavándosele en el culo. Tal vez estuviera usando el dolor para concentrarse, para mantenerse en guardia. Titus no estaba seguro de cómo de sobrio o borracho iba.

Había hecho su discurso funerario, tocando toda clase de temas, los indios, el Vietnam, el estofado de quingombó y Sly Stallone. Al final de su disquisición sobre el jaleo indistinto que la vida era para él, el hombre se había emocionado demasiado para seguir hablando. Y en aquel momento, Titus se había imaginado una escena: la mujer embarazada se levantaba, le daba un abrazo al padre de su bebé, él le ponía una mano sobre la barriga gigante y los dos decidían que a fin de cuentas, como la vida no era más que un jaleo indistinto, para qué iban a seguir peleando contra ella. Mejor hacerle un sitio en aquel jaleo al bebé, a un bebé que tuviera madre y padre, una pequeña victoria para las dudas y confusiones buenas sobre las malas. Pero en realidad, al acabarse la película mental de Titus, había sido el padre de Julie, Nat, el que le había dado a Archy el abrazo de consuelo. La caja de pañuelos de papel había circulado de mano en mano.

Luego la gente estuvo bebiendo, claro. Cerveza, vino y Coca-Cola. La gente se lo bebió todo. Se zamparon la comida, atacaron salvajemente el bufet como si fueran presos en el comedor o abejas sobre una piruleta medio derretida. Una hora más tarde, no quedaba nada. En una de las neveras flotaba una lata solitaria de tónica, que llevaba mucho rato intacta entre los cubitos de hielo y que por fin encontró la compañía de una botella de ginebra que no había hecho su aparición en público en ningún momento. La última tarde de sábado del verano siguió su curso y llegó la hora de ir en coche al cementerio, para los que iban.

En cuanto se terminó la comida, el sepulturero les dio instrucciones a sus sobrinos y organizó la procesión hasta el cementerio, sugiriéndoles a algunos de los presentes que dejaran conducir a otros, hablándoles con un susurro amable que no tenía nada que ver con la voz de hechicero con que se estaba dirigiendo ahora a Archy Stallings. Luego le pusieron la tapa por última vez a Cochise Jones y Titus se imaginó una escena en que convencía a unos cuantos compinches de confianza para que lo ayudaran en una operación para robar la ropa del muerto antes de que se la cobraran para siempre la podredumbre, la oscuridad y el olvido. Bloquear en un cruce el avance del coche fúnebre por medio de dos camiones con remolque, poner otro coche fúnebre al lado y cambiar los ataúdes. Impedir que aquel traje tan hermoso, el traje azteca, se echara a perder bajo tierra. Hacia el final de la escena que estaba montando con la imaginación, Titus se sorprendió intentando asquearse a sí mismo al máximo, imaginando un cadáver moteado y podrido ataviado con aquel traje impoluto de fantasía. Se trataba de un traje hecho de materiales de la era espacial, al que no se iba a querer acercar ningún gusano. Más eterno que un Twinkie.

—De manera que vais a dejar el negocio —estaba diciendo el sepulturero—. ¿Lo he entendido bien?

—Ya sabía yo que le pondría contento la noticia.

—Solo me pondría medio contento —dijo el sepulturero—, que no es lo mismo que contento del todo.

—Si cerramos la tienda, Nat tendrá que dejar todos sus rollos de protesta. Y usted no se tendrá que preocupar más por eso.

—Tu amigo ya me ha hecho el daño que me podía hacer —dijo el sepulturero—. Ahora Rod Abreu se ha puesto a husmear todo este acuerdo y a fingir delante de todos que está intentando borrarlo del mapa. Haciendo creer a Gibson Goode que es un enemigo y que hay que tenerlo a mano, como suele decirse. Que hay que ganárselo. En este mismo momento, Rod Abreu está sentado en el Coliseum, dejando que G Bad le invite a unos nachos.

Titus no pudo ver la cara del sepulturero, solo la cola metálica del tupé que tenía en la nuca. Pero, a juzgar por el sonido de su voz, debía de tener cara de asco y de desprecio. Resultaba facilísimo imaginarse aquella expresión en la cara del sepulturero.

Dime una cosa —dijo—, si cierras tu tienda y te quedas ahí encogido como un bicho bola, ¿cómo vas a ganarte la vida para mantener a tu hijo?

Solo un segundo atrás, Archy había parecido jodido y confuso. Sus mejillas habían tenido pinta de pudín. Ahora todo él parecía de cemento y de piedra.

—Voy a casa del señor Jones para despedirme de él —dijo—. Que es algo que no hemos terminado de hacer. Y no necesito que me lleve usted. Tengo coche.

—¿Tienes un mapa para llegar a la tumba? Te va a hacer falta un mapa.

—Ya la encontraré.

—El cementerio de Mountain View tiene casi cien hectáreas. Hay enterradas ciento cincuenta mil personas. Se celebran cinco o seis funerales al día. Los judíos están en una parte y los chinos en otra. Los negros están desperdigados por todos lados. Si quieres ver estilo Criollo de Brokeland, el cementerio de Mountain View es el único sitio donde lo vas a encontrar de verdad. Pero te hace falta un mapa. Algo que te guíe.

—Ah, ya veo. Se me está poniendo usted en plan jedi.

—Escúchame.

—Se está poniendo Morfeo.

—No te lo mereces, chaval. Pero aun así estoy dispuesto a ayudarte. Podemos arreglar este desastre. Luther tiene algo que yo quiero. No es nada descabellado ni ilegal, no son drogas ni armas de fuego ni mercancías robadas, no es nada de eso. ¿De acuerdo? Bueno, sí que es algo robado, pero ¡me lo robó a mí! ¡Es mío! O sea, en serio. —Se le quebró la voz, enronquecida hasta el resuello—. Es mío, él lo tiene y yo quiero que me lo devuelva. Yo tengo dinero y Luther está en la ruina. Supongo que a lo largo de los años debes de haber oído un par de cosas de mí que te han plantado una semilla en la imaginación. Cuando eres sepulturero y vienes de una estirpe de sepultureros, la gente siempre va a imaginarse toda clase de cosas raras sobre tu forma de llevar el negocio. De manera que te quiero tranquilizar. No quiero hacer daño a Luther y tampoco quiero líos con él, Archy, Dios sabe que me quedan tan pocas ganas como a ti de tener tratos con ese hombre. Yo ya me cansé de él mucho antes de que te empezara a cansar a ti. Soy un hombre de negocios respetable, tengo cargo de concejal. No soy un gángster, y soy consciente de lo que la gente dice de mí, pero son todo rumores y mentiras, y gente que deja volar la imaginación. Una vez, cuando era joven, cometí una equivocación. Hace mucho tiempo, cuando acababa de licenciarme de la marina. Cometí una equivocación, pero tuve suerte, y de una forma u otra, con ayuda de tu padre, eso hay que reconocérselo, la pude dejar atrás. Dejé de hacer salvajadas y de comportarme todo el tiempo como un idiota. Me empecé a tomar la vida en serio y me empezó a ir bien. A tu padre no le fueron tan bien las cosas. A medida que yo iba subiendo en la vida, él se fue hundiendo. Y se ha pasado los últimos diez o doce años viniendo a verme, a veces sobrio, pero la mayoría de veces tan colocado o enfermo por las drogas que no podía ni hablar. Pero la mayoría de veces se las ha apañado para poner la mano y yo siempre se la he llenado de dinero en efectivo.

—Le ha estado chantajeando.

El sepulturero no contestó a aquello.

—Todo acaba ocupando el sitio que le corresponde —dijo—. Tú todavía puedes acabar detrás del mostrador de información del Departamento Rítmico de la tienda Dogpile de Telegraph Avenue, aleccionando a los jovencitos que entren a comprar el disco nuevo de Lil’ Bow Wow y usando tu descuento de empleado para llevarte a casa uno de esos DVD de Baby Mozart que le enseñan a tu recién nacido a tocar el violonchelo mientras duerme.

—¿Y qué es lo que tengo que hacer?

—Hijo, yo sé que sabes dónde está tu padre.

—De verdad que no.

Encogido en el cuarto de baño con Julie inclinado por encima de él, Titus oyó mentir a Archy. En el taller mecánico le había puesto furioso ver el desprecio que su padre mostraba hacia su propio viejo. Ahora a Titus le dio lástima: el tipo estaba tan corrompido por el odio que ni siquiera era capaz de dejar que a su padre le devolvieran un dinero que estaba más que claro que le debían.

—Como tú quieras, pues —dijo el sepulturero.

Por primera vez se notó que Archy estaba pensando. Planteándoselo todo. Preparándose para hacer lo que estaba a punto de hacer.

—No tengo razón alguna para querer seguirle el juego a ese hombre —dijo—. Y lo conozco a usted de toda la vida, hermano Flowers. Pero no puedo evitar la sensación de que estoy viendo una cara de usted que no me he creído nunca.

—Solo estoy haciendo negocios.

—No. Tiene usted una funeraria. Es director de pompas fúnebres. Se supone que enterrar a los muertos es más que un simple negocio.

—Bueno…

—No me ha dicho usted ni una sola vez «Te acompaño en el sentimiento. El señor Jones era un buen hombre y vestía muy bien», ni nada por el estilo.

—Vaya, lo siento —dijo el sepulturero.

Pero, para entonces, Archy ya estaba saliendo de la trastienda, con rumbo al cementerio y silbando «It’s Too Late».

Atención. Los chavales salen del cuarto de baño, como Alfalfa y Stymie. Lo único que les falta es el pequeño pitbull con su parche. Los dos con los ojos como platos, detectives juveniles, el chico negro en silencio y el joven Jaffe con cara de: «Sabemos dónde está».

—Estabais escuchando —les dijo Chan Flowers—. Eso está mal, moral y éticamente. Es un hecho que han reconocido todos los pueblos civilizados desde el principio de los tiempos.

—No era nuestra intención. —Julie, se llamaba aquel, un nombre de chica para un chico afeminado—. Lo sentimos.

Flowers dijo lo único que se le podía decir a alguien que escuchaba a hurtadillas:

—¿Y qué creéis que habéis oído?

Julie dijo que en realidad no habían oído nada, solo que Flowers estaba intentando encontrar a Luther Stallings para devolverle el dinero que le debía. Y que, aunque habían jurado guardar el secreto, ellos estarían dispuestos a hacer de mensajeros.

—¿De mensajeros? ¿Qué queréis decir con eso de mensajeros? ¿Para qué necesito yo un mensajero? ¿No podéis limitaros a decirme dónde está?

Los chicos se miraron. Flowers estaba ocupado en controlar su impaciencia, un talento que había adquirido sin terminar de interiorizarlo, pero a pesar de su irritación no le pasó por alto una chispa de amistad genuina entre ellos. Aquello lo asombró.

—Hemos oído que tenían ustedes, tal vez, una especie de… —el chico se puso rojo como un tomate— mmm… rencilla.

Flowers le preguntó a Titus si acaso no sabía hablar.

—Me recordáis al viejo ese y a su loro —dijo—. Frick y Frack.

Echó un vistazo al otro lado de la puerta, en dirección a la otra punta de la tienda desierta y la salida. Vio a Feyd y Walter, y a Bankwell, esperando dentro del coche fúnebre. Era hora de que arrancara la procesión.

—Muy bien —dijo Flowers—. Os diré qué haremos. —Se sacó el talonario del bolsillo de la pechera. Y allí mismo, apoyándose en una pila de discos, firmó un cheque por veinticinco mil dólares a nombre de Luther Stallings. Lo firmó con una fioritura que confió que sugiriera magnanimidad.

—No hay rencilla —dijo—. Fue hace mucho tiempo y muy, muy lejos de aquí. Le podéis decir que yo he dicho eso. Lo pasado, pasado está.

—El perdón es un atributo de los valientes —dijo Titus.

Julie estuvo a punto de sonreír, con expresión de satisfacción y de duda. Pero Flowers reconoció la frase como uno de los cuarenta y nueve Proverbios, Meditaciones y Palabras de Alivio que se imprimían en las dos últimas páginas de todos los programas de funerales que repartía Flowers e Hijos.

—Voy a tener que andarme con mucho cuidado con vosotros —dijo, dándole el cheque a Titus—. Ya me doy cuenta. Ten. Llévaselo. Métetelo en la cartera. Llevas cartera, ¿verdad?

No, claro que no, solo llevaba un grueso fajo de billetes pequeños. De manera que Alfalfa se guardó el cheque en una billetera de plástico de juguete que llevaba encima. Flowers esperó a que aquella operación concluyera, preocupado por el destino de aquel cheque, que había diferido y que cancelaría el lunes a primera hora.

—Esto no conlleva nada, ¿de acuerdo? Él no tiene por qué perdonarme. Es su dinero y puede hacer lo que quiera con él. ¿Lo entendéis? ¿De acuerdo? Muy bien, ahora quiero que vengáis los dos en el coche fúnebre.

Renunciando por una vez a sus casacas para vestir las miserias y esplendores fosforescentes de la Colección Memorial Jones de Trajes de Fantasía, las integrantes de Bomba y Circunstancia se soltaron las melenas. Tocaron «Nearer My God To Thee». Tocaron «The Old Rugged Cross». Siguieron un buen orden mientras encabezaban la caravana por Piedmont Avenue, hasta las puertas del cementerio. Tal vez los metales estaban un poco apagados, igual que los faros de los coches del cortejo. Tal vez el ruido de los tambores se perdió en la batahola de la tarde. Pero, en cuanto el ataúd fue depositado por medio de las correas bajo tierra y todos se apartaron de la tumba, el trombón bajo atacó los compases iniciales de «Redbonin’», que había llegado al número 32 de las listas de R & B en julio de 1972, y la orquesta se puso, tal como había prometido, a hacer swing.