Un cambio de estado. Moléculas en transición, de líquido a vapor. De una taza de tienda de todo a un dólar del barrio chino se elevaba una voluta de humo parecida a una cometa de dragón.
—¡Basta de dormir! —dijo Irene Jew. Con un susurro, la persiana de la ventana abandonó su puesto y la luz del sol entró a raudales por la obertura—. Hora de levantarse. ¡El gran día!
Gwen abrió los ojos. Las motas de polvo dibujaban estampados de cachemir sobre el resplandor: moléculas en transición. Y Gwen no era más que otra molécula, una molécula gordísima, dando tumbos al azar por el espacio.
—El gran día —dijo en tono irónico—. ¡Yujú!
Su mundo ahora se componía de cuatro paredes y de una ventana solitaria situada en la parte de atrás del dojo, escondida detrás de una puerta sin pomo que a su vez estaba oculta detrás de una fotografía a tamaño natural (musculatura pectoral y abdominal reluciente, pie derecho enfundado en zapatilla y volador, dientes prietos en una sonrisa de depredador) del espíritu epónimo y patrono del Instituto Bruce Lee de Artes Marciales. Su vida era un saco de dormir y un talego azul y comidas para llevar en bolsas de papel, y cada día añadía su página lamentable a la historia de la gente sin hogar.
La semana treinta y seis era terreno fértil para la autocompasión en la mujer grávida, y los pensamientos de Gwen al despertar le parecieron claramente sintomáticos.
La maestra Jew rodeó el paisaje montañoso que había pintado en la taza de té con sus manos diminutas, entrenadas para enmendar y curar, así como para repartir golpes, por Lam Sai Wing, que a su vez había estudiado con el gran doctor y deshacedor de entuertos Wong Fei Hung. Se puso de cuclillas junto al camastro, vestida con sus pantalones negros de algodón y su túnica blanca sin forma, esperando a que su más reciente invitada oculta y fuente de irritación se incorporara pesadamente por fin hasta salir a medias del saco de dormir. Gwen cogió la taza con aquellas manos extragrandes que habían rodeado los tiernos cráneos de un millar de bebés y cuya genealogía de instructores se remontaba directamente al siglo XIX y a una comadrona llamada Juneteenth Jackson, de Tulsa, Oklahoma, la retatarabuela de Gwen.
—Agua caliente del grifo —dijo Gwen. Hizo una mueca. Su tono no solo condenaba la idea de beber agua caliente del grifo sino también todas las eventualidades que la habían llevado hasta un nuevo toque de diana en aquel armario venido a más, cuyo único adorno era un jarrón Ming de tienda china de todo a un dólar donde había una margarita gerbera de plástico que en realidad era un bolígrafo. Hasta aquel futón barato con su olor a gofres rancios. Hasta aquel momento en que tenía que beberse un vaso de agua caliente del grifo, que no se habría atrevido a rechazarle a la maestra Jew—. Lo que a mí me hace falta es una taza de café.
—El café pone nervioso a tu bebé —dijo la maestra Jew—. Le da ganas de escaparse un día de casa.
Junto con el vaso de agua caliente, pues, estaba claro que Gwen debía aceptar una crítica implícita a su huida del hogar familiar. Una maestra de kung-fu de noventa años, por muy mujer que fuera, no iba a ser tan progresista, era de esperar, en materia de cómo debían relacionarse adecuadamente un marido y su mujer.
Gwen se lo bebió y se quedó asombrada, como siempre, de lo bien que sabía y sentaba el agua caliente del grifo, de lo agradable que resultaba a la garganta y al gaznate al bajar, de cómo bebérsela parecía soltar alguna cuerda interior o bien fundir algún frío interior que ni siquiera sabías que albergabas. La maestra Jew afirmaba poder curar toda clase de enfermedades únicamente a base de un cigarro de altamisa y del consumo regular de agua moderadamente caliente. En la oscuridad del vientre de Gwen, el hijo o hija de su impresentable marido dio una patadita apenas perceptible de gratitud por el agua.
—¿Cómo tienes la espalda? —dijo la maestra Jew.
Gwen estiró los dedos de una mano para palparse los músculos de la rabadilla. En los últimos días, su embarazo había estado encontrando utilidades nuevas para los nudos más grandes de músculos del cuerpo de ella. Ahora se despertaba en compañía de espasmos musculares de las piernas, achaques de abuela y rigidez de las articulaciones. Gwen se encogió de hombros.
—Me duele —dijo.
La maestra Jew se arrodilló y le puso la mano detrás de la espalda a Gwen para clavarle los dedos en el sistema raíz de las lumbares como si fuera un jardinero que se dispone a transplantar una flor de azafrán. Gwen ahogó un grito de dolor, pero el contacto áspero y abrupto de los dedos fríos, secos y de piel suave de la anciana fue como un shock para su corazón de exiliada. Gwen amaba a la maestra Jew de esa manera en que se supone que uno ama a su maestro de kung-fu: con furia, como una niña.
—¿Mejor? —dijo la maestra Jew.
—Un poco —admitió Gwen.
Allí estaba la razón de que Gwen hubiera elegido estudiar en el Instituto Bruce Lee y llevara tanto tiempo perseverando con aquellos estudios, entrenando duro durante casi cuatro años hasta ganarse el cinturón negro: el hecho de que daba la impresión de que al qigong, igual que a la maestra Jew, no le importaba si creías en él o no.
Le devolvió el vaso vacío a la anciana, que tomó nota sin gesto ni palabra alguna de la mirada de agradecimiento que tenía Gwen en la cara. La maestra Jew también notó que a la joven se le habían inflado los rasgos atractivos y se le había empañado su amplia mirada. De la noche a la mañana, Gwen parecía haber alcanzado el clímax de su embarazo. El bebé iba a llegar muy pronto y allí estaba aquella mujer, con su vida en completo desorden. Trabajando demasiado. Ocupándose de otras aspirantes a madre mientras descuidaba su propia salud. Y para empeorar las cosas, llevaba las tres últimas noches durmiendo en aquel cuarto diminuto, en un mundo de bolsillo atiborrado de energías masculinas. La maestra Jew expectoró un poco de flema y la escupió con delicadeza felina dentro de un pañuelo de lino.
No, aquello no estaba bien.
Cuando Gwen se había presentado a clase el lunes por la noche trayendo un talego atiborrado en el maletero del BMW descapotable y sendos rastros de lágrimas en las mejillas, unos instintos muy arraigados habían hecho que la maestra Jew extendiera los brazos y cogiera a aquella mujer en plena caída. Ahora, sin embargo, la maestra vio que no había manejado la situación como era debido. Irene Jew era muy anciana —le gustaba jactarse, por improbable que fuera, de ser la mujer china más anciana al oeste de las Montañas Rocosas— y durante los largos años que se había pasado deambulando en el exilio, desde Guangdong y Hong Kong hasta Los Ángeles y Oakland, les había entregado a muchos estudiantes el cinturón negro que era la marca del estudio más prolongado y del mayor ahínco en el entrenamiento, el dolor, la devoción, el tedio y el trabajo. Algunos de aquellos estudiantes habían sido capaces de hacer cosas magníficas, otros habían sido brillantes y unos pocos habían participado de ambas cualidades. Hasta ahora, sin embargo, ninguno de ellos había sido una mujer negra embarazada que condujera un BMW. La maestra Jew no sabía muy bien cómo comportarse con Gwen Shanks.
—Este lugar es muy malo para ti —dijo—. Huele mal. También es malo a la vista. Feo.
—Sí. —Gwen hizo un ruido, una especie de suspiro ronco que podría ser el precursor de las lágrimas o bien de una de sus risotadas petardeantes. Se masajeó la cara, apartó las manos y abrió los ojos—. O sea, no, está bien, pero… lo siento. —Extendió el brazo para coger el batín de un tono metálico de seda marrón de calidad que había doblado junto al futón y echársela por encima. Llevaba un pijama de seda a juego con el batín, con ribetes blancos—. Solo necesito dormir bien una noche.
—Necesitas tu almohada.
—Sí —dijo Gwen, anhelando la larga y fresca extensión de la almohada corporal Garnet Hill que llevaba meses entrelazada con sus piernas, brazos y barriga, siendo su más fiel amante—. Me hace mucha falta mi almohada.
—Vete a casa —dijo la maestra Jew—. Y cógela.
—No puedo.
La maestra Jew le dio la espalda a Gwen. Al otro lado del estudio con suelo de bambú reluciente y lleno de arañazos, cuatro ventanas altas daban al glaseado azul de un cielo estival de Oakland surcado de cables telefónicos como grietas. Detrás de la mole de cemento del viejo supermercado Golden State, una palmera levantaba sus faldas verdes de buscona.
—Muy bien, sé que necesita usted que me vaya. Le doy muchas gracias por haberme dejado quedarme tanto tiempo. Hoy mismo me iré a un hotel o alquilaré un apartamento. Uno de esos sitios diminutos que hay en Emeryville al lado del cine. El IKEA está allí mismo. Compraré una cuna y unos cuantos platos. Todo lo que me haga falta. Sé que he estado aquí tirada sin hacer nada y en pleno ataque de autocompasión. Me duele la espalda y tal vez tengo un poco de shock. Hay muchas cosas que no sé. No sé si puedo cuidar de mi bebé sola. No sé si voy a ser capaz de conservar mi trabajo de los últimos diez años.
La maestra Jew le siguió dando la espalda a Gwen, que fue consciente de que su discurso había sido poco respetuoso y de que ella no había calculado bien ni su duración ni su tono.
—Lo siento —concluyó Gwen—. En serio, mañana o pasado como muy tarde me marcho.
La taza de té —más pequeña que la primera, roja, dorada y provista de un intrincado dibujo geométrico y un pez dorado— ya estaba en la cara de Gwen antes de que ella se diera cuenta de que la maestra Jew se había movido, un repentino accidente de la visión, como un apagón o el flash de una cámara, y para cuando se dio cuenta de que aquella vieja loca le había tirado una taza a la cabeza, a Gwen le escocía la palma de la mano derecha y notaba entre los dedos el frío de la taza interceptada, que le dejó escapar una última gota sobre el pulgar.
—Gran día. Vístete —dijo la señora Jew—. Y ve a buscar tu almohada.
A Gwen le ponía nerviosa su situación, su estatus en su propia casa. De manera que tenía en mente una especie de Grenada marital, el empleo de una fuerza masiva en apoyo de un objetivo modesto, casi risible. Sin embargo, cuando pasó por delante de la casa dormida a las 6.51 (una hora que su marido nunca había conocido de forma íntima), la vio tan ordinaria, con la pintura azul de los listones descascarillada, la madreselva estrangulando la cerca de lamas y los depósitos vacíos de la pipa de agua Arrowhead alineados en el porche, que perdió las ganas de pelearse. Pasó por delante de la casa y por un momento se planteó pasar de largo.
Era cierto, tal como le había dicho a la maestra Jew, que la almohada corporal no solo la ayudaba a dormir: había noches en que tenía la sensación de que era la única cosa en el mundo que la conocía y la entendía. Fiel a su nombre, la almohada corporal había llegado a encarnar a la criatura desconocida que ella tenía dentro, muda y sin forma pero imbuida de una esencia o presencia distinta del bebé que estaba en camino. La almohada corporal era una muñeca a la que ella hacía arrumacos por las noches mientras, en sus extraños sueños de embarazada, el bebé se transformaba en toda clase de bestias y verduras y cosas mucho más extrañas que una almohada. Al mismo tiempo, ella sabía que no era más que una almohada corporal de cuarenta y cinco dólares que ella había comprado por internet. Se podía reemplazar fácilmente.
—Al cuerno —dijo en voz alta, y aparcó el coche delante de la casa de los Lahidji—. Quiero mi puñetera almohada.
Se quedó dentro del coche. Hizo unas cuantas respiraciones qi. Trató de agarrar la pequeña perla reverberante que tenía en el centro de su ser. Intentó amarrar o por lo menos ordenar su qi. Ya había tenido bastantes conflictos hasta entonces, se recordó a sí misma, sin añadir a la carga de estrés, medible en unidades de radiación, al que ella y el bebé habían sido expuestos. Pese a todo, su reticencia a enfrentarse con Archy no reducía para nada su indignación por todo lo que él había hecho o no hecho como marido, padre y hombre, una indignación que ahora se fijó y se concentró, como si fuera un enjambre de abejas, en la cantidad de cuarenta y cinco dólares. No tenía intención de tirar aquel dinero. Ella había dejado atrás muchas cosas de valor en la casa al abandonar a Archy y, si nunca las recuperaba, no pasaba nada; la almohada corporal serviría para redimir el resto de la vida y las posesiones que ella había abandonado. Salió del coche. Solo tenía un curso de acción: entrar no como el batallón de marines que asola una islita de cocoteros, sino como la Fuerza Especial. Una operación quirúrgica. Con sigilo. Entrar y salir.
Gwen decidió probar primero la puerta de atrás. Se deslizó con discreción —y sin mucho espacio a los lados— por la piel rota de serpiente del camino de ladrillos que iba entre la casa y la alambrada, ahora invadida de campanillas como si fuera una especie de cesta asilvestrada. Pasó a hurtadillas por delante de las ventanas de la cocina, dejando atrás los cubos de la basura y del reciclaje, recorriendo el lateral sumido en penumbra de la casa, una zona en que se había aventurado muy pocas veces a lo largo de los años, un pasadizo tupido y situado a la sombra de las hojas, muy del agrado, o eso había imaginado ella siempre, de las ratas. Aquel pensamiento la hizo apretar el paso.
El jardín de atrás tenía peor aspecto del que ella recordaba. La zona de ladrillo de la barbacoa, el árbol de estramonio cargado de aquellas flores que parecían sombreros de mago amarillos, la alambrada desaparecida en muchas partes detrás de la cascada verde de hiedra, jazmines y campanillas. Una mata desaliñada de cortadera. La extensión abandonada de cemento que algún ocupante anterior de la casa, en un exceso de pereza o de optimismo, había pintado de color verde césped. Todo estaba hecho un desastre desharrapado, sarnoso y selvático que debía de estar haciendo bajar los precios de las propiedades desde allí hasta Claremont Avenue. Era una vergüenza. Pero solo hacía una semana que Gwen se había marchado; aquella ruina era la obra de años. Un fiel reflejo del descuido de su vida.
Apartó la vista de la celosía rota que rodeaba los cimientos de la casa y de las tiras sueltas de aislante que asomaban por las rendijas de alrededor de la puerta de atrás como los calzoncillos de un delincuente sexual. Cuando ella y Archy habían comprado la casa, esta se encontraba en estado semirruinoso, barata pero maltratada. Ellos habían preparado una lista de las reparaciones y mejoras que iban a llevar a cabo. La lista se dividía entre lo necesario, lo opcional y la pura fantasía. Cambiaron los retretes y los fregaderos usando un libro de la biblioteca. Hicieron los suelos nuevos, cambiaron las ventanas y arreglaron el tejado. Fue el primer proyecto en común de su matrimonio y, al recordar aquella época, Gwen sintió una punzada de pérdida y de pesar por la felicidad que habían compartido. Con el tiempo hicieron todos los arreglos necesarios, pero, cuando llegaron a la fase siguiente, decidieron no optar por lo opcional. En algún momento mucho antes de llegar a la fantasía, ya se habían olvidado de la lista.
Gwen abrió la puerta de atrás con su llave y la empujó, pero la puerta le devolvió el empujón. Estaba puesta la cadena. Era una cadena formidable instalada por el anterior propietario, pero, que Gwen supiera, ni ella ni Archy la habían usado nunca. Había algo irritante en la forma en que ahora la cadena se resistió a los intentos de Gwen de entrar en la casa. Era como si Archy hubiera cambiado las cerraduras para que ella no entrara. Gwen se sintió insultada. Estaba a punto de ponerse a dar porrazos y exigir una explicación cuando recordó su decisión maternal de no perder la calma. Se le ocurrió la posibilidad de que Archy se sintiera menos seguro sin ella en la casa, y la idea la conmovió. Cerró la puerta de atrás con un clic suave y dio la vuelta sigilosamente hasta la parte de delante.
Mientras entraba por la puerta delantera, se dio cuenta de que cierto ronroneo leve que al subir la escalera del porche ella había tomado por la vibración de la nevera que se sentía a través del viejo suelo de tablones de abeto, o tal vez del humidificador del sótano, o tal vez incluso de alguna clase de hormigonera lejana o del helicóptero de evacuación médica al aterrizar en el helipuerto que tenía el Hospital Infantil, venía en realidad de los ronquidos entrelazados de dos muchachos. Julie Jaffe estaba tumbado con medio cuerpo fuera del viejo saco de dormir de Gwen, sin camisa y escandalosamente pálido, con unos pezoncillos rosados de cobaya. Titus estaba completamente sepultado debajo del saco de dormir de Archy, que parecía salido de la serie Arnold, y solo le quedaban a la vista los extraños dedos de los pies y la mitad superior de su cara. Sobre la mesilla de café se derramaba un glaciar de estuches de DVD, Strutter, Ghetto Hitman, Soul Shaker, todas aquellas chifladuras de películas cutres que el padre de Archy se había pasado los años setenta haciendo como churros o bien dejándose hacer como un churro. Por debajo de un recipiente de espuma de poliestireno del que sobresalían dos patatas fritas como las antenas de un insecto grande y cauteloso asomaba otro disco en cuya etiqueta reconoció el asombroso peinado afro de Valletta Moore, junto con el cañón y el silenciador del arma del calibre 357 que ella tenía en la mano, en aquella pose icónica del póster de Nefertiti, cuarenta plantas de pierna morena interminable con unos zapatitos altos y provocadores haciendo de planta baja y un mono de satén amarillo con minishorts haciendo de frontón. La habitación estaba cargada de una atmósfera viciada de pubertad, palomitas de microondas y algo no identificable pero horrible.
Julie, en sus forcejeos nocturnos con su saco de dormir, se había salido tanto del mismo que ella casi lo pisó al entrar en la sala. La concavidad de su pecho sin pelo, el nudo perplejo de su ceño, el pelo lacio y suave pegado por el sudor de la noche a su frente huesuda, todo ello le despertó a Gwen recuerdos profundos de cuando ella se lo vigilaba a Aviva y a Nat y le cantaba las sombrías nanas de su abuela. Por entonces le había parecido que la inocencia del niño era también la de ella: antes de que Nat y Aviva la juntaran con Archy, antes de la larga y creciente decepción que había sido su vida profesional.
Prefirió no mirar a Titus, que roncaba debajo de un manto ridículo y trágico en el que había estampada una imagen de Gary Coleman y Todd Bridges con jerséis idénticos. La verdad era que le daba lástima, pero no quería que se la diera, de manera que optó por cabrearse con él. Entretanto, su nariz de embarazada percibió con claridad, como si fuera el palio de una matanza, que aquel olor misterioso que había notado era olor a hamburguesa rancia. Cometió el error de mirar con más atención el recipiente que había sobre la mesa. De su exterior goteaba una veta rosada de grasa con goterones grises que le mandó a ella un cohete de bilis caliente de la barriga a la boca.
Habría estado dispuesta a apostar cuarenta y cinco dólares a que los ninjas y los boinas verdes, por lo general, no solían incorporar los vómitos a sus procedimientos operativos. Habría sido una humillación insoportable; Archy se había pasado, sin quejarse, bastante tiempo del principio del embarazo de ella limpiando sus diversas emisiones.
Las moléculas de grasa oxidada parecieron seguirla como una comitiva de duendecillos malolientes mientras Gwen se alejaba en silencio por el pasillo que daba al dormitorio y abría la puerta de este. Las persianas estaban todas cerradas, pero las de la ventana de detrás del viejo vestidor estilo María Antonieta de la tía de Archy no habían sido bien cerradas del todo y ahora formaban un ángulo oblicuo con el antepecho de la ventana. Bajo la luz del sol que se filtraba por debajo de aquella hipotenusa, Gwen vio a Archy repanchingado en la cama, boca arriba. Era una cama redonda que Archy había aportado al matrimonio —él la llamaba su cama de agente secreto—, y ahora, con los brazos y las piernas extendidos, su marido la hizo pensar en el hombre desnudo de Leonardo Da Vinci, aquel que estaba haciendo la cuadratura del círculo o lo que fuera. Archy, sin embargo, no estaba desnudo: llevaba unos pantalones cortos del equipo de baloncesto de la Universidad de California. El objetivo de ella estaba justo al lado de él, doblado por la mitad, sin que nadie le prestara atención o tal vez intentando alejarse a rastras. Todas las demás almohadas más convencionales habían sido arrojadas o lanzadas a patadas por el costado de la cama y ahora yacían en actitudes abandonadas sobre el suelo. Como era típico en él, Archy dormía directamente sobre el colchón y solo usaba almohada para taparse la cara cuando en la habitación había demasiada luz. No iba a echar de menos para nada la almohada corporal.
Las moléculas que caían del envase de la hamburguesería en la sala de estar parecieron abandonar por fin su persecución de Gwen. Pudo soportar otra vez el acto de respirar por la nariz y lo que olió fue su dormitorio, a su marido y su vida. La fragancia a clavos y cítricos de la loción para después del afeitado de Archy, un olor a Navidad. Un olor del que ella se había enamorado muy pronto. Ahora le pareció un tónico, vigorizante y reconstituyente, que reforzaba su intención de coger la almohada, con cuidado, moviéndose despacio, conteniendo la respiración. Agarró dos puñados de almohada llena de plumas y empezó a separarla del colchón con paciencia, milímetro a milímetro.
Archy se dio la vuelta y, con un suspiro hondo, rodeó la almohada corporal con las piernas. Apoyó las caderas en ella, la cogió en brazos y se la apretó contra el cuerpo. La abrazó, dejó escapar una bocanada temblorosa de aire, suspiró una vez y se puso a roncar. Gwen se quedó paralizada, horrorizada, excitada y espoleada por una sensación de traición, aunque no tenía muy claro si la traición venía de su marido o de la almohada.
—No te levantes todavía —dijo Archy sin abrir los ojos. Suplicando en sueños. Dio otro largo sorbo agradecido de inconsciencia, paladeándolo y relamiéndose—. No me dejes.
Gwen consideró una serie de posibles réplicas a aquello, entre ellas «Demasiado tarde, cabrón», «Lo siento», «No lo haré nunca más» y «Estás hablando con una almohada».
Soltó la almohada de cuarenta y cinco dólares sin decir palabra. Dio media vuelta y salió del dormitorio sin hacer ruido. Cuando levantó la vista después de cerrar la puerta con cuidado y soltar el pomo de forma ensayadamente silenciosa, vio a Titus de pie al otro lado del pasillo, mirándola, no exactamente con una media sonrisa ni tampoco exactamente confuso. Con aquellos ojos verde azulado de Luther Stallings, escarchados con esa reverberación parecida a un campo de fuerza ilegible que velaba los ojos claros de la gente negra.
—Solo he venido a buscar mi almohada especial —dijo Gwen, bajando patéticamente la voz.
Titus asintió y luego pareció darse cuenta de que ella no llevaba nada.
—He cambiado de opinión —dijo Gwen.
Notó una ligera tensión en la barriga que sabía que significaba deshidratación. El chaval se apartó de su camino para dejarla pasar de camino a la cocina. De pie detrás de ella, se convirtió en lo único que evitó que Gwen retrocediera horrorizada por lo que descubrió allí.
—Oh, Dios mío —dijo ella.
El chaval mostró su conformidad con un soplido burlón y amargo.
—¡¿Qué habéis hecho?!
—Me dijo que se podía moler el café con la licuadora.
—¿Quién?
—Julie.
—¿Y también te dijo que se podía disparar salsa ragú con un rifle de agua? Porque eso es lo que parece que ha pasado aquí.
El chico se encogió de hombros.
Gwen entró en tromba, conteniendo la respiración como si estuviera entrando en una letrina portátil de la que acabara de salir su anterior ocupante, y se sirvió un vaso de agua del grifo del fregadero.
—Ahora entiendo por qué habéis puesto la cadena en la puerta de atrás. —Se bebió los treinta y tres centímetros cúbicos de un solo trago ansioso—. Es para proteger a los demás.
—También la puso Julie —dijo Titus—. Es un miedoso.
Nuevamente hubo algo que no era del todo una sonrisita en su cara; su expresión albergaba demasiada curiosidad para que lo fuera.
—Sí, ya lo sé —dijo Gwen.
Algo, cierta ternura rutinaria en el tono o el aspecto de ella en la que él no se había fijado nunca, le hizo dirigir la maquinaria de su curiosidad hacia Gwen. Le midió la circunferencia y el contorno.
—¿Tienes una almohada especial para eso? —le dijo, señalándole el abdomen.
—Una almohada corporal.
—¿Para agarrarla cuando duermes?
—La verdad es que no duermo —dijo Gwen—. Pero sobre todo cuando no la tengo.
—Y ese chaval de ahí dentro, es, vamos, mi hermano.
Gwen pensó en lavar el pintalabios del borde del vaso de agua, pero en el caso improbable de que alguien se fijara en ello en medio de todos los pescados marinados y los hormigueros de platos y sartenes, la huella de su pintalabios serviría de tarjeta de visita, de bala de plata, de comodín doblado.
—O hermana —dio ella.
—¿No te has hecho ecagrofía?
—Ecografía. Les pedimos que no nos dijeran nada.
—¿Por qué queréis una sorpresa?
—Archy la quiere. A mí no me gustan las sorpresas. —Le salió un poco más enfático de lo que ella había querido, pero tampoco resultaba inapropiado.
—¿Por qué no lo averiguas y no se lo dices?
—Pues podría —dijo ella.
—¿Cómo? Aaah, ya lo has averiguado —conjeturó Titus—. ¿Verdad que sí?
Gwen quitó la cadena de la puerta de atrás.
—Medio hermano —le dijo a Titus antes de salir para afrontar el resto de su día—. Y medio no sé qué.
—¿Quién era? —le preguntó el hombre.
De aquella dirección nunca le llegaba otra cosa que preguntas, cada vez que el hombre entraba en una habitación donde estuviera su hijo se ponía a agitar las preguntas dentro de su puño como si fueran un puñado de dados. «¿Te gustan los Krispies?» «¿Los panecillos dulces?» «¿El béisbol?» ¿La guerra de las galaxias? «¿Los melocotones?» «¿Las mujeres?» «¿Mos Def?» «¿Los gatos?» «¿Los perros?» «¿Los caramelos Mentos?» «¿Los monos?» «¿Es que nadie te ha enseñado a cepillarte los dientes cuando te levantas por la mañana?» «¿Esa camisa originalmente era blanca?» «¿Cómo es que te pasas tanto tiempo jugando a ese videojuego de las narices?» «¿Qué pasaría si leyeras un puto cómic de la Marvel, ni que fuera una vez?» «¿Has oído hablar de fregar los platos?» «¿Escuchas a Duke Ellington?» «¿Sabes quién era Billy Strayhorn?» «Oh, joder, ¿me quieres matar del disgusto?» Siempre soltando los dados. En aquel sentido, el hombre no suponía una gran novedad; Titus tenía la sensación de ser un vórtice alrededor del cual venían a girar a menudo las preguntas de los adultos, como aquella rueda de plástico que había visto una noche en el Discovery Channel, en algún sitio más allá de Hawai, un gigantesco remolino infinito de bolsas de plástico y botellas de refresco que giraban sin parar. Cada conversación era un acertijo, un interrogatorio, un catecismo. Cada frase iba rematada al final con su interrogante parecido a un látigo, a un garfio para atraparlo. Y cada una de aquellas preguntas, en el fondo, era puramente retórica, ni admitía respuesta ni la necesitaba.
—¿Quién era quién?
—Estabas hablando con alguien que tenía voz de mujer. ¿Era Gwen?
—¿Quién es Gwen?
—Chaval, tú ya sabes quién es Gwen. Mi mujer. Titus se encogió de hombros de forma elaborada, en tres partes, con tantos niveles como un ajedrez vulcaniano:
—Supongo.
—Supones.
—Ha estado aquí.
Al oír aquello, a su padre se le vaciaron los ojos y se le distendieron aquellas mejillas que tenía de Oso Yogui. Plantado en la misma puerta del dormitorio donde hacía unos minutos había estado su mujer. Anudándose y desanudándose un lazo fallido en el cinturón de su batín de playboy. El hombre contempló los calcetines que había tirados en el suelo del pasillo y captó el hedor a población masculina de la casa. Cerró los ojos, funcionando con lo que debían de ser dos o tres horas de sueño, con las cuencas de los ojos moradas de fatiga. Sin duda imaginándose la devastación reinante en la cocina, los montones de basura de la sala de estar y a aquel chaval blancucho y flaco, con sus calzoncillos diminutos, que yacía enredado en el viejo saco de dormir mugriento. Reconstruyendo mentalmente el itinerario probable de la visita de ella. Sospechando lo asqueada que se debía de haber quedado al ver todo aquello. Repasando la situación entera como ese flashback del final de una película de detectives que muestra la forma en que se debió de cometer el asesinato, mientras todo el mundo está sentado en el salón o en la galería o donde sea, bajo las mariposas enmarcadas y las cabezas disecadas de tigre, mientras el detective lo desvelaba todo. «Ella estaba de pie ahí mismo; solo se tendría que haber despertado usted y la habría visto. Pero no se despertó, ¿verdad que no, señor Stallings?» Se pasó una mano por la cara despacio y de forma deliberada, como si estuviera deseando borrarse los rasgos. Abrió los ojos.
—Hostia puta —dijo—. Pero mira qué desastre.
Echó a andar por el pasillo, dejando atrás una estela de aquel olor suyo a limpiador Pledge de limón, a punto de rozar a Titus al pasar pero sin llegar a hacerlo. Cuando entró en la sala de estar, lo que descubrió allí no solo confirmó sus peores miedos sino que los intensificó o incluso los hizo palidecer.
—¿Y qué la ha hecho venir hoy aquí? —dijo, con una voz que apenas se oía. Para empezar, no sonaba a pregunta.
De manera que Titus no le contestó. Esta vez no porque se enorgulleciera de burlarse o de no hacerle caso a su padre y a todas las preguntas absurdas del mundo adulto, sino porque, ¿qué iba a decir? Se había mencionado cierta almohada corporal, pero Titus entendía que una almohada corporal no explicaba nada, no era más que lo que Hitchcock denominaba un MacGuffin. La barriga de la mujer, la curva del hermano que la deformaba, la seriedad con que le había hablado a Titus, no mirándolo con seriedad de «Chaval, mejor será que te comportes» como hacía la madre de Julie, sino con seriedad de científico, escéptica y fascinada por lo que veía. ¿Cómo iba a explicar todo aquello con palabras?
—Levántate, Jaffe —dijo su padre.
Julie se incorporó de golpe hasta sentarse, con unos pezones rosados como de cachorro de pit bull, sin un solo pelo en todo el cuerpo salvo uno bien duro como de ceja debajo del brazo izquierdo, que había que conocer para ver y que se sabía que había provocado alguna burla de Titus. Julie parpadeó, enfocando la vista hacia el hombre, todavía bizco y resacoso de los vapores de su último sueño de la noche.
—Gwen ha estado aquí —le dijo el hombre.
Julie asintió y luego vio que se le estaba pidiendo más que aquello. Negó con la cabeza.
—No lo sé —se aventuró a decir.
—No te lo estoy preguntando. Titus dice que Gwen ha estado aquí. Ahora mismo. —Se volvió hacia Titus—. ¿En esta sala? —Titus volvió a asentir—. ¿En la cocina?
—Se ha bebido un vaso de agua del fregadero.
—Dios bendito —dijo Archy. Volvió a mirar a Julie—. Entonces, ¿tú no la has visto?
—Estaba durmiendo —dijo Julie.
—Sí, yo también. El único que no estaba durmiendo era mi Titus, y, como de costumbre, no tiene gran cosa que decir sobre el tema.
Titus entendió que aquel último comentario pretendía ser una crítica, aunque él veía la cosa distinta. Con el silencio, uno se podía condenar a sí mismo, pero nunca de forma tan efectiva como yéndose de la boca. Se echó atrás mientras su padre se acercaba a las pruebas desordenadas y, la verdad, en el mejor de los casos, rotas (debido a la mala calidad de la película original, a las transferencias a vídeo de tercera, los argumentos vulgares y al mismo tiempo descabellados y los diálogos envarados) de que en una época Luther Stallings había aparecido resplandeciendo en las pantallas de los cines especializados en serie Z del gueto. Al principio, el hombre pareció no ver los DVD, ocupado como estaba con las servilletas arrugadas, los vasos de sesenta y seis centímetros cúbicos y los envoltorios grasientos de los restos de comida. Con esa energía desesperada de quien intenta salvar baratijas de un incendio que se avecina, recogió las cajas de hamburguesas con los rebordes cubiertos de queso, los tenedores usados y envoltorios de cañitas y todos los demás desperdicios que los chavales habían dejado la noche antes cuando, a las tres y media de la madrugada, antes de que él volviera de un concierto en San Francisco, por fin apagaron el televisor y se fueron a dormir. Se lo amontonó todo precariamente en los brazos, como si hubiera alguna posibilidad de que su mujer fuera a volver en cualquier momento.
—Hostia puta —volvió a decir.
Entró pisando fuerte en la cocina, soltando un gruñido al captar en su integridad el desastre que reinaba en ella. Se puso a remover ruidosamente debajo del fregadero hasta encontrar una bolsa de basura y tiró dentro de ella toda la porquería que llevaba en brazos. Acumulando rabia dentro de sí como un huracán que coge agua del mar, recorrió la cocina sin dejar de recoger basura. Regresó con zancadas furiosas a la sala de estar, como un Papá Noel gordo del gueto con perilla y su pesado saco al hombro.
—No me puedo creer que hayáis dejado mi puñetera casa hecha una puta mierda tan grande —dijo, ateniéndose a los hechos pero de forma injusta, puesto que si la habían dejado así era solo porque habían seguido los principios del cuidado del hogar que él mismo había establecido tras la marcha de su mujer. El estado lamentable de la cocina era tan culpa de él como de los demás—. No me puedo creer que haya tenido que venir esta mañana. —Como si, por ejemplo, de haber venido ella el día anterior o el siguiente la casa hubiera estado impecable y reluciente, y en cambio aquel día fuera una anomalía extraña en el programa de limpieza—. Con la casa hecha un puto garaje lleno de adictos al crack. Tendría que hab… Un momento. Espera.
Ahora la portada de Night Man, uno de los DVD que Titus y Julie habían alquilado la noche anterior en el Videots de College Avenue, pareció llamar la atención del hombre, ser captada por primera vez. Cogió el estuche, le dio la vuelta y leyó las frases publicitarias, académicas y de pura trola que había escritas allí.
—«Quentin Tarantino presenta» —dijo—. Ja.
Mientras examinaba el estuche del DVD, la postura se le ensanchó y la espalda se le puso recta. La rabia avistó tierra y viajó hacia el interior. Se estaba alimentando de sí misma, le dio la impresión a Titus, que era alguien instruido en los repertorios de la rabia. A continuación revolvió entre los demás estuches de DVD que había desperdigados por toda la mesa. Tarantino tenía razón: Night Man era lo mejor de la filmografía de Stallings, una película de atraco a un banco, con policías y ladrones, no demasiado cutre, con partitura de Charles Stepney y fotografía de Richard Kline, que también había hecho la fotografía de Soylent Green y alguna que otra película chula de la época, como por ejemplo una de la serie de El planeta de los simios. Barata, dura y desigual, dejó clara y proclamó para siempre la verdad del estado de gracia física de Luther Stalings en 1975, la belleza de sus anchas aletas nasales, la forma granujienta en que sonreía, la arquitectura fatal de sus manos.
—¿Qué mierda es esto? —dijo el hombre.
Titus estuvo a punto de decir «Es tu padre», pero en el último momento se dio cuenta de que podía dar la impresión de que estaba diciendo que Luther Stallings, su abuelo, era una mierda. Cuando era lo contrario: en una época Luther Stallings había sido lo contrario de una mierda, había sido la hostia, así con artículo definido y hasta con mayúsculas. Estaba clarísimo que era La Hostia.
Antes de aquel verano, antes de la semana pasada, el nombre de Luther Stallings no era un recuerdo para Titus, sino el recuerdo de un recuerdo ajeno, como un tema de éxito poco importante o el vicepresidente de la era de la música disco. Un desparrame de imágenes atrapadas como mariposas en la rejilla de su mente. Primero: un artículo de un número viejo, muy viejo, más viejo que el Rey Tut, de la revista Ebony guardado en un cajón de la mesilla de noche de su abuela. Titus recordaba poca cosa del artículo más que el nombre del tipo a quien estaba dedicado, el título Strutter y un plano de Luther Stallings sentado en una sala de estar de Los Ángeles, con pantalones negros ajustados y botas blancas hasta el tobillo, tirándole una pelota de béisbol a un chaval borroso. Segundo: unas imágenes llenas de arañazos y descoloridas en un vídeo del Wu-Tang Clan, de no más de unos segundos de duración, que mostraban a un hombre negro esbelto y liviano sembrando la destrucción con sus puños y pies entre una banda de taoístas homicidas. Y tercero, y el más vago: el recuerdo, en realidad el simple residuo acre —y nada más— de la baja opinión, embotellada como si fuera humo bajo el nombre de Stallings, que tenía su abuela de todos los padres de los que Titus era heredero.
Ninguno de aquellos ecos había preparado a Titus para la verdad de la grandeza de Luther Stallings tal como la revelaban de forma fragmentaria las películas en sí, incluso las películas malas de remate. Ninguna lo había preparado para la extraña calidez que le había llovido sobre el corazón la noche anterior, sentado con el único y mejor amigo que había tenido nunca, mirando a aquel asesino bailarín de Night Man, con sus coches fabulosos y su ridículo botín de mujeres guapas, una de ellas con un afro plateado. Luther Stallings, la idea de Luther Stallings, le producía a Titus una sensación que no le había producido nunca nadie ni tampoco ningún lugar: la sensación de ser un punto de origen. Un lugar de nacimiento legendario, perdido en las nieblas del Shaolin o en las lejanas tecnojunglas de Wakanda. Allí a oscuras junto a Julie, mientras miraba a su abuelo, Titus había sentido que su propia vida se fundaba en el tiempo del mito y los héroes. Por primera vez desde que había cobrado conciencia de sí mismo, pequeño y pasado por alto como un penique en un rincón del cajón de abajo del mundo, Titus Joyner veía en su propia historia un brillo valioso, y en sí mismo los componentes del glamour.
—¿Estáis montando un festival de cine de Luther Stallings? —dijo el hombre.
—Era bueno —dijo Julie.
—No, Julie, no lo era.
—Bueno, en kung-fu o lo que sea.
El hombre no levantó la vista del estuche de plástico. Hablaba con una dicción suave y furiosa.
—No quiero a ese cabrón en mi casa —dijo—. Bajo ninguna forma. Ni en carne y hueso ni en electrones y píxeles. Ni siquiera quiero oír su maldito nombre en vuestra maldita boca. ¿Vale? ¿Entendido?
El hombre recogió los elementos alquilados del Festival de Cine de Luther Stallings, los amontonó al azar y trató de dárselos a Titus. Titus se limitó a quedárselos mirando. De manera que el hombre se los intentó dar bruscamente a Julie.
—¡Sácalos de mi casa! —dijo.
—Vale, vale —dijo Julie—. Caray, Archy, pero ¡¿qué te pasa?!
El chaval estaba aturdido por la forma brusca y violenta en que el otro le había entregado los DVD. Miró al hombre como si estuviera a punto de llorar.
—Lo siento, Archy. Yo no…
—Es tu padre —se oyó decir Titus a sí mismo, para su sorpresa, si no para su horror—. ¡El tipo era una puta estrella del cine! Te tendrías que sentir orgulloso de él.
—¿Eh?
—Era bueno —dijo Titus—. Actuaba realmente bien. Mejor que Fred Williamson, y también peleaba mejor. Peleaba mejor que Jim Kelly, que no era actor para nada. Y mejor que todos los blancos, que Chuck Norris, que el tío de las cejas…
—John Saxon —dijo Julie.
—John Saxon. Y también mejor que todos esos tíos chinos clásicos. Sonny Chiba, Sammo Hong. Pero si a ti esos rollos te encantan, si te has puesto de fondo de escritorio una captura de pantalla de Juego con la muerte. De la pelea con ese tipo enorme que parece un emú gigante. No tiene ningún sentido que no aprecies a Luther Stallings. Toca el piano. Es un experto en barbacoas y rollos de esos. —Aquellos datos los había sacado de un extra del disco de Night Man—. Pero, o sea, aunque no te caiga bien, aun así lo tienes que respetar.
Titus vio que le había proporcionado al hombre una nueva sorpresa en aquella mañana tan poco habitual.
—No dices ni diez palabras en dos semanas —dijo el hombre—. Y ahora me sueltas un discurso entero, ¿eh? Y me cuentas lo que tengo que sentir.
—Es tu padre.
—Ajá. Pues entonces, siguiendo la misma lógica, supongo que tú me tienes que respetar a mí, ¿no?
—No —dijo Titus—. Porque tú no eres más que un donante de esperma.
Aquello salió de su arco con un chasquido de inspiración y alcanzó a su objetivo con un porrazo que casi se pudo oír. Hizo que el hombre se tambaleara antes de recuperarse.
—A ver, en primer lugar —dijo—, yo aquello no lo «doné», ¿de acuerdo?, lo obsequié. En segundo lugar, ese «emú» es el puto Kareem Abdul Jabbar. Tercero, a ver, y ahora escúchame, ya tengo bastantes problemas, a ver, con el entierro de mi verdadera figura paterna pasado mañana, y con servir comida y bebidas para cien personas. Tengo que reunir una banda de música. Encontrar a un loro. En mi garaje, fíjate, tengo el órgano Hammond que mató a Cochise Jones, ahí sin hacer nada, y encima hay que arreglarlo para poder rendirle al hombre el tributo que se merece. Tengo todos sus puñeteros efectos personales amontonándose por todos lados, el bebé de camino y a mi mujer completamente chalada. He dormido tres putas horas como mucho. Tengo a este cabrón flaco aquí, paseándose en calzoncillos, con un saco de dormir en el tobillo como si fuera un puñetero calcetín gigante. Pedazo de mariconcillos —dijo, arrancando el último par de bloques de Jenga de la pila tambaleante de su compostura—, venís aquí, lo llenáis todo de DVD, me faltáis al respeto, contravenís mis deseos, me dejáis la puñetera casa hecha un desastre…
Julie levantó una mirada acusadora. Decepcionado por el hombre y deseoso de hacérselo saber.
—Eso es homofóbico —señaló.
—¿Eso crees? —dijo el hombre—. Pues, hermano, eso no es nada comparado con lo que estáis a punto de oír. Podéis poneros la ropa, cabroncetes, hacer las maletas y largaros de aquí, los dos. Fuera de esta casa. Y llevaos con vosotros esas películas de mierda. Os vais con vuestra cinefilia a la puta calle.
—¿En serio? —dijo Julie.
En aquel momento pareció que el hombre le quería enseñar a Julie que hablaba en serio. Cogió la copia de Strutter en su estuche, la primera película de Luther Stallings, hecha cuando solo tenía ocho años más de los que tenía Titus ahora. La tiró al suelo y la pisoteó cuatro veces.
—A. La. Puta. Calle.
El plástico cedió dos veces. Al tercer golpe, sin embargo, el estuche se partió por la mitad. Y con el último, se rompió el disco. Tres pedazos resplandecientes de arco iris sobre la alfombra.
—Gilipollas —dijo Titus.
Lleno de instinto asesino, y de esperanza, intentó darle un puñetazo a su padre. Se retorció con gran estilo sobre sí mismo, perdió el equilibrio y cayó. La mano que había usado para detener la caída se le enganchó con los trozos del estuche roto. Un pedazo de arco iris roto le hizo un corte, suficientemente grande como para sangrar un poco y doler mucho.
—Te odio, joder —dijo Titus, con una voz que sonó, incluso a sus propios oídos, deprimentemente femenina y chillona—. ¡Te odio al puto máximo!
El hombre se plantó a su lado, mirándolo desde arriba, con los brazos en jarras, respirando con enormes bocanadas resollantes de aquel aire que habían amargado entre todos.
—Eso sí que son palabras de odio —dijo.
A dos manzanas de Brokeland, dando marcha atrás para ocupar un sitio en Apgar Street con un golpe furioso del volante del El Camino, sorbiéndole el último milímetro chamuscado de utilidad a un canuto mientras intentaba componer un pedido de diez kilos de tacos al pastor, doce docenas de nachos y cuatro litros de pico de gallo del camión de tacos de Sinaloa que estaba en la Catorce Este, Archy Stallings pisó un cable-trampa interno que liberaba varias cargas ocultas de remordimientos. Remordimientos por el estallido poco viril e irresponsable que había tenido con los chicos, por el daño que le había hecho a Gwen, por el hecho de que Gwen descubriera la miseria absoluta en la que su marcha lo había dejado sumido. Y remordimientos, finalmente, por su aventura etíope; Archy recordaba, con esa agudeza llena de remordimientos que confiere la marihuana, el tinte de melancolía que inundaba las pupilas de Elsabet Getachew cada vez que levantaba la vista para mirarlo con el semen de él en la boca. Remordimientos por su incapacidad general para guardarse dicho semen, por su última pelea con el señor Jones, por haber elegido unos mocasines marrones con un traje que tenía más azul de lo que él recordaba en su tela a cuadros escoceses. Apagó el motor y se quedó sentado mientras un platillo de remordimientos resonaba estridentemente.
Justo antes de que la mujer de los tacos regresara de pasar su tarjeta para interrumpir la espera de Archy e informarle, empleando una fraseología hábil y entrecortada, de que la operación había sido un fracaso y su Visa no había sobrevivido, Clifford Brown Jr. apareció por la KCSM para anunciar de forma retrospectiva un tema que debía de haber pinchado antes de que Archy se subiera al coche, la versión que había hecho en 1970 Freddie Hubbard de «Better Get Hit in Your Soul», «con la participación», en palabras de Junior, «a los teclados, del enorme y difunto señor Cochise Jones de Oakland», y Archy se sorprendió inesperadamente al borde de las lágrimas. Aquel borde era lo más cerca de las lágrimas adonde Archy solía permitirse llegar. Los remordimientos, el dolor, el duelo, la pérdida… Permitir que fluyera ni que fuera una sola lágrima ante la acumulación de semejantes sentimientos implicaba poner en peligro vetustos sistemas raíz y muros de contención. El resultado serían corrimientos de tierras y avalanchas negras que lo ahogarían.
La culpa era de algo en la forma en que Clifford Brown Jr. había dicho «enorme y difunto».
—Sabía que mi tarjeta no se encontraba bien —admitió Archy ante la mujer de los tacos, llorando copiosamente—. No sabía que estuviera tan enferma.
—No pasa nada —dijo la mujer de los tacos, confundiendo el temblor de la voz de él con simple dolor por la pérdida del señor Jones, que había sido un cliente de Sinaloa casi tan fiel como de Brokeland Records, propenso a caer en éxtasis casi musicales ante el espectáculo de aquellas losas rotatorias de carne de cerdo glaseada y crujiente rodeando su eje como si fueran sabrosos discos de cuarenta y cinco revoluciones por minuto. O tal vez no se estaba confundiendo en absoluto—. Me pagas en metálico cuando te vaya bien, ¿vale? Pasado mañana a las once de la mañana, ¿de acuerdo?
Archy dijo que aquello le iba bien. Intentó recuperar la compostura. Pensó en Tony Stark, Iron Man, con aquella metralla incrustada en el tejido cicatrizado de su corazón, condenado a vivir encerrado en una armadura, disparando sus rayos de repulsa. El hecho de que la marcha de Gwen pudiera haber despertado recuerdos de la muerte de la madre de Archy… ¡PUM! Repelido. El hecho de que si viajabas atrás en el tiempo e informabas a Archy Stallings, a los catorce años, de que llegaría el día en que su propio hijo estaría cargado de nada más que reproches y desprecio por aquel hombre indigno que, al estilo de Wile E. Coyote, había dejado en su vida un agujero con la forma exacta de un padre fugado… ¡PUM! Repelido. Repelido el cabrón.
—Pasado mañana —dijo Archy, secándose la mejilla con la manga excesivamente azul de la chaqueta de su traje.
Luego Nat Jaffe le mandó un pitido desde la otra línea.
—Estoy a una manzana —le dijo Archy a Nat.
Pasaban cuarenta y siete minutos de las once, solo unos doce minutos más allá de las fronteras habituales de retraso de Archy, y este confió sinceramente pero sin demasiada esperanza en que su socio no tuviera planeado pegarle una bronca por ello. Aquella mañana no.
—Tienes una visita —le informó Nat, en tono frío, incluso gélido.
A Archy le entró el terror, sobre todo en el cuero cabelludo, que se le puso como el forro de un sombrero prieto. Tenía candidatos al papel de Visitante Espantoso de sobra para alimentar su premonición de un destino aciago, pero en el centro de esa premonición residía el recuerdo de un día en que se había presentado en su aula de tercer curso el director de la escuela, durante la clase de acontecimientos actuales, el mismo martes por la mañana en que había fallecido su madre. Después de aquel día, cualquier visitante era, de forma retrospectiva, el señor Ashenbach, y todas las noticias eran necesariamente malas. Enemigos, amantes, hijos hasta entonces desconocidos, policías y federales, agentes judiciales, deudores y acreedores, padres o hermanos o líderes de clan etíopes en busca de venganza, cualesquiera de los nueve mil nueve idiotas por los que él había sido acosado o influido a lo largo de los años, gente que viajaba hacia delante en el tiempo procedente de cualquiera de una larga serie de épocas pasadas de su vida. Bankwell, Feyd, Titus o Gwen. Al final se decantó por su padre como el señor Ashenbach más probable de la jornada.
—Es un tipo llamado Goode —dio Nat, y la temperatura de su tono descendió otros diez grados Kelvin—. Dice que es buen amigo tuyo. Ha venido con su séquito.
Resultó que el séquito no era más que Walter, paseándose con expresión huraña y enfundado en un chándal de quinientos dólares detrás de aquella pequeña luna. «No es una luna, es Taku», con un auricular diminuto dentro de la oreja izquierda y otro colgando sobre el pecho como si fuera un relicario. Con la garganta, las orejas y la muñeca cargados de quincalla, camiseta negra, vaqueros y mocasines Top-Sider azules sin calcetines.
—La estás cagando —le confió Walter a Archy en voz baja. Archy se cuidó de llevar puestas sus gafas de carey redondas, y es que nadie iba a pillar llorando a Diz o a Mingus por cualquier idiotez que pudieran haber hecho o dejado de hacer—. No la cagues.
—No la estoy cagando —dijo Archy.
—Y tampoco dejes que la cague tu colega.
—¿Nat?
—Joder, ¿qué problema tiene?
—¿Está siendo susceptible?
—Más bien sí.
—Nat puede ser susceptible —dijo Archy.
Es posible que al llegar aquella mañana a la tienda el afable señor Gibson «G Bad» Goode hubiera intentado, como es imaginable, intercambiar algún que otro comentario amistoso con el señor Nat «Supercoñazo» Jaffe; sin embargo, para cuando Archy entró en Brokeland, ya no daba la impresión de que los dos hombres se hablaran. Estaban instalados en extremos opuestos de la tienda, Nat apoyado en la caja registradora, fingiendo que llevaba a cabo una meticulosa auditoría de unos resguardos de cheques que tenía en una carpeta negra ajada. Goode al fondo de todo, manoseando una ristra de cuentas de colores de la cortina de Miles Davis mientras ojeaba las cubetas de hip-hop. Por los altavoces de la tienda sonaba una copia de sonido impecable del Melting Pot de Booker T & The MG’s (Stax, 1971), y gracias a ese pinchadiscos que es el azar, el disco que Goode estaba sacando de la cubeta al entrar Archy era un single de doce pulgadas del «Live On Stage» de Roxanne Shanté (Breakout, 1989), que estaba construido sobre el lecho de roca de los sampleados de Booker T.
Goode se giró en redondo al entrar Archy por la puerta, pero Nat se limitó a quedarse allí sentado, encorvado en su taburete como si fuera un oficinista avaro sacado de las páginas de Charles Dickens, igual de doblado que un dedo sobre la cuerda de una guitarra, tarareando con voz gutural de cable que vibra.
—Caray, quién hay aquí —dijo Archy.
El gorro de temor le seguía apretando la frente, pero él actuó con liviandad e inocencia, ganando tiempo mientras comprobaba la atmósfera de la tienda, examinaba el termómetro y le echaba un vistazo a la cinta del sismógrafo. Las agujas bailaban bruscamente. Los indicadores y calibres estaban todos en la zona roja.
—Señor Stallings —dijo Gibson Goode.
Se metió debajo del brazo a Roxanne Shanté y se deslizó sobre los trenes de un monopatín invisible hasta la parte delantera de la tienda, vestido con un conjunto de camiseta y vaqueros valorado en mil dólares. Archy se planteó una última maniobra evasiva: fingir que no conocía en persona a Gibson Goode, que nunca había volado en su zepelín y que no se podía imaginar qué podía haber traído al tipo a su vieja tiendecilla de discos de segunda mano de Telegraph Avenue aquella bonita tarde de agosto. Pero no, había llegado el momento. Archy necesitaba echarle pelotas, recobrar la compostura. Confesar que había tenido un momento de debilidad. Que estaba tentado por la oferta de dirigir el Departamento Rítmico, cobrar un sueldo fijo y dar órdenes a otra gente.
Sin embargo, cuando abrió la boca, lo que le salió en tromba fue el habitual embrollo de mentiras.
—Cielo santo —dijo—. Pero ¡mira quién es! Nat, ¿te das cuenta de quién es?
—Pues sí, fíjate.
G Bad y Archy levantaron la tienda de campaña de un apretón de manos por encima de sus cabezas, la desmontaron, la plegaron y la guardaron. Archy echó un vistazo a su socio. Nat tenía el mismo aspecto que siempre que estaba escuchando algo asombroso que no conocía. Huyendo del análisis, como si lo sobresaltara darse cuenta de que se le podía haber pasado algo por alto, dado que él lo sabía todo sobre cualquier cosa que valiera la pena saber.
—No te lo pierdas, Nat. Gibson Goode. En nuestra tienda.
—Ya lo creo.
—Sé que eso te emociona.
—Pues sí.
—¿Y se lo has comunicado?
—Oh, lo ha comunicado, lo ha comunicado —dijo Goode.
—Usted antes venía a cortarse el pelo aquí, ¿verdad que sí? —Archy formuló la pregunta como si fuera un entrevistador del magazine informativo 20/20, tirándole una pelota fácil—. Cuando era la Barbería de Spencer…
Nat levantó la vista del talonario de tres hileras, traicionando un atisbo de curiosidad hacia Goode.
—Aquí se cortaba el pelo mucha gente —dijo Nat en tono amigable.
—¿Tú también? —dijo Goode.
Los dos se inspeccionaron mutuamente, con unas miradas que eran como cañones de radar.
—Me pilló demasiado joven —dijo Nat.
—Si sacas todos estos vinilos y pones unos cuantos sillones de barbería aquí, el sitio está prácticamente igual —dijo Goode. Sacó una lata de pastillas de menta para el mal aliento marca Flow, con la cual tenía un acuerdo de patrocinio desde hacía mucho tiempo, y le ofreció una a Nat, que negó con la cabeza—. Prácticamente.
—Quédese por aquí —dijo Nat—. Puede usted venir a la segunda reunión de COCHISE. Es a mediodía.
—¿A mediodía? ¿Por qué tan tarde? —dijo Goode sin vacilar ni un segundo—. Me da la impresión de que aquí habéis estado celebrando reuniones cada cinco putos minutos.
—Pues mire, igual quiero tener una reunión ahora mismo —dijo Nat—. ¿Archy? ¿Reunión de socios? Abierta al público en general. Quédese por lo menos a esa, G Bad. —Les hizo una señal a Walter y a Taku, que estaban al otro lado del escaparate—. Ellos también pueden venir.
—Nat…
—¿Qué, viene usted a ofrecerle un trabajo a Archy?
Goode vio lo que pasaba; que Nat no sabía nada, que Archy no le había contado nada.
—Eso es entre él y yo —dijo con una sonrisa—. Soy la competencia. No tengo por qué contarte mis planes.
—¿Son planes o son un hecho?
—Me ha ofrecido trabajo, Nat —dijo Archy—. Dirigir el departamento musical.
—El Departamento Rítmico, creo que se va a llamar.
—Correcto —dijo Goode.
—Director —dijo Nat—. Anda, qué genial. Felicidades.
—No le he dicho que sí.
—Ah, ¿no?
—No.
—Bueno, ¿y le has dicho que no?
Goode contempló la escena, con los escáneres iluminados y suministrándole información al procesador de su cerebro.
—En un momento dado se lo dije —dijo Archy—. Tal vez no de forma definitiva.
Nat señaló en dirección a Archy con el pulgar.
—Váyase acostumbrando a esa clase de respuestas —le dijo a Goode.
Archy sintió que se le ruborizaban las mejillas, con esa vergüenza del que todo se lo piensa en un mundo que requiere decisiones rápidas. Un perpetuo indeciso, mordisqueado y acosado por los sabuesos de la prisa. Profesando en su corazón, a modo de credo despreciado, la verdad central de la vida: que la única decisión que un hombre nunca va a lamentar es la que no ha tomado jamás.
—¿Qué pasa con ese padre tuyo? —dijo Goode—. El señor Strutter. ¿Ha aparecido por algún lado?
La pregunta pilló a Archy con la guardia baja; le había dado la impresión de que Luther era un bote al que ya le había puesto la tapa aquella mañana. Empezó a entender, aunque todavía no a aceptar, que tarde o temprano iba a tener que hacer frente al problema de su padre, que entretanto andaba por ahí conspirando y lanzando alguna clase de dados de Dragones & Mazmorras como los de Julie Jaffe.
—No que yo sepa —dijo, intentando averiguar adónde quería ir a parar Goode con aquel interrogatorio.
—¡¿Tu padre?! —dijo Nat—. ¿Y él qué tiene que ver con todo esto?
—Sabes que nuestro común amigo el hermano Flowers lo va a encontrar —dijo Goode—. Con o sin tu ayuda. Tiene a toda su gente, tiene a esos sobrinos suyos, buscándolo por todas partes. Hay mucha gente que le debe favores al hermano Flowers y que ahora se puede encontrar con la oportunidad de liquidar una deuda enorme muy deprisa. Solo tienen que averiguar el número de una calle. El nombre de un motel.
—Pues que lo hagan —dijo Archy—. Me da igual. Ahora no puedo ponerme con eso, ¿sabe?
—¿No?
—No, señor. Ahora no puedo pensar en eso.
—Pues puede que tengas que empezar pronto.
Goode lo dijo en tono frío y neutro, sin mostrar interés alguno por el destino o el paradero de Luther Stallings, y por fin Archy se dio cuenta de que la advertencia iba dirigida a él. Goode estaba intentando recordarle que la oferta de trabajo en Dogpile había tenido, y seguía teniendo, como condición el que ayudara a Flowers a encontrar a Luther.
—Lo haré —dijo Archy—. Me pondré a pensar en ello, está claro. Pasado mañana.
Una expresión hermosa para el perpetuo indeciso: «Pasado mañana». La dirección misma de la utopía.
—Muy bien, voy a intentar por un momento fingir que entiendo algo —dijo Nat—. Tú, Archy, no solo no estás dispuesto a ayudarme a liderar esto, a concienciar al vecindario, a empezar a presionar al Ayuntamiento, a la Comisión de Planificación, sobre el Informe de Impacto Medioambiental y todo eso… Sino que estás planteándote directamente irte a trabajar para este tipo en Dogpile. ¿Lo he entendido bien?
—Puede que sí —dijo Archy—. O tal vez puede que no.
—Archy, ¿de qué coño vas?
—Nat —dijo Archy—. Me he pasado muchos años haciendo lo humanamente posible, y de buena fe, para contestar a tus preguntas retóricas. Hoy, y en este momento en concreto, me temo que esa pregunta retórica en particular va a tener que comportarse de la forma tradicional, que tengo entendido que es no necesitar respuesta ni de mí ni de nadie.
—Arch —dijo Nat, y por primera vez sus ojos y su voz traicionaron cierta desesperación, una mueca de dolor genuino—. Te necesito. No puedes pasar de esto. Tenemos que oponernos activamente a este gilipollas.
—¿En serio? —dijo Goode, mostrando dolor él también, aunque se trataba de ese dolor más amplio y universal de quien está viéndoselas con idiotas—. ¿Vas a hacer eso, Stallings? ¿Costarle a este vecindario en el que creciste unos doscientos cincuenta o trescientos trabajos bien pagados? Más no sé cuánto en ingresos y base fiscal… Revitalización del vecindario. Orgullo…
—Tal vez —dijo Archy, tranquilizándose con el tacto de aquellas palabras, como si fueran los lados fríos de una piedra redonda y lisa que él tuviera entre los dedos—. Tal vez no. De momento, tengo una posición neutral.
—Oh, ajá —dijo Goode—. Muy bien.
—A la mierda —dijo Nat. Por fin dejó de fingir que estaba haciendo la contabilidad, cerró el talonario de triple hilera y dejó el lápiz de golpe sobre el mostrador. Se bajó deslizándose del taburete como si fuera Snoopy pasando de buitre a serpiente—. De neutral, nada. Va en serio, Archy. O me estás jodiendo o me estás ayudando. ¿Cuál de las dos cosas?
Archy y sus zapatos marrones dieron la vuelta al mostrador y se pegaron a Nat, obteniendo una especie de fea satisfacción del modo en que su socio se echó hacia atrás. Archy sabía, sin embargo, que a Nat no le daba miedo ni mucho menos la violencia física; que a lo largo de los años se había metido a lo cafre en más peleas y riñas públicas que Archy, en proporción de diez a una. Ahora Archy activó todos los campos de fuerza de la frialdad, la calma y la compostura que tenía incorporados en los circuitos de su armadura de Iron Man. No había motivo de pelea ni necesidad de alarmarse. Bajó la copia enmarcada de Redbonin’ que había colgado de la pared el día de la primera reunión de COCHISE. Apoyó el marco en el mostrador sobre su base, desplegó el pie triangular que había recortado en el dorso de cartón y lo colocó de tal manera que la fotografía de la cara pecosa del señor Jones, con su aspecto joven y feroz, pudiera mirar con altivez a Gibson Goode. El disco en sí se encontraba entre los artículos reservados del estante de detrás de la caja registradora, metido en su funda de papel. Archy lo sacó, lo sostuvo frente a la ventana y contempló cómo la luz del sol fluía como si fuera agua sobre la reverberación de los surcos. Un ejemplar en Muy Buen Estado de una tirada pequeña; de hecho, se creía que estaba entre las tiradas más reducidas de todas las que había publicado la CTI. Puso el disco en el plato del tocadiscos y colocó la aguja en la primera pista, una versión de «I Don’t Know How to Love Him» de Jesucristo Superstar.
A Cochise Jones siempre le gustaba frustrar las expectativas que uno tenía de las canciones, iluminar el corazón sombrío de las baladas con tempos latinos y capas de vibrato, desarraigar su lamento oculto, el dolor de la añoranza, con una melodía pop optimista. La aventura de seis minutos de duración del primer tema de «Redbonin’» era un ejercicio clásico de revisionismo en clave de Hammond B3, y le daba la vuelta por completo a la canción. Se abría con Gary King tocando una línea de bajo profunda y dicharachera, que parecía la intro funky de alguna sitcom ambientada en el gueto de los años setenta, y a continuación entraba Cochise Jones, con las cuatro primeras palancas superiores del Hammond desplegadas del todo, dándole a la melodía de Lloyd Webber un tratamiento que no era tan risueño como nervioso, subrayando la ansiedad inherente al título de la canción, debida al hecho de que hubiera tantos miles de formas posibles de amarlo y tan poco tiempo para elegir entre ellas. Los dedos de Cochise daban brincos y salían disparados como si las teclas del órgano fueran mechas de velas y él estuviera intentando encenderlas todas con una sola cerilla. Luego, mientras Idris Muhammad emprendía un tema subido de tono de aires cabareteros, y King se ponía a seguirlo, Cochise empezó ahora en serio su vandalismo, arrancando trozos enteros de la melodía y desparramándolos a puñados, atiborrándolos de notas adicionales en ráfagas atolondradas. Estaba estropeando el tema, desvalijándolo, burlándose de él con un aire paródico de diversión. La impresión que uno se llevaba, citando a algunos críticos, era que para Cochise Jones el significado o el espíritu originales de la canción no tenía más importancia de la que un poema tiene para un tiburón que se está comiendo al poeta. Pero en algún momento cerca del minuto tres de la canción, Cochise empezó a levantar, a base de capas desiguales, a partir de unas pocas notas repetidas por encima de un blues tranquilo de la mano izquierda, un solo que resultaba al mismo tiempo denso y rudimentario, aporreándolo, dándole al órgano una ronquedad descarnada de voz humana, mientras la melodía se volvía más triste y dura y desagradable. Dentro del amplificador Leslie, con sus micrófonos perfectamente dispuestos, el tubo de los agudos giraba y los drivers disparaban, y el tema se oía como lo que era verdaderamente, una confesión de ignorancia e impotencia. Y luego, en los últimos compases de la canción, sin aviso previo, entraban las cuerdas Creed Taylor patentadas, amaneradas y contenidas pero no del todo elegantes. Un toque de sacarina, una pizca de patetismo, frente a la cual la batería y el bajo guardaron silencio, de manera que al final quedaron Cochise Jones y unos violines de alquiler, media docena de judíos lastimeros de estudio, y luego las cuerdas también guardaron silencio, y solo quedó Cochise Jones, apagándose, terminando el tema con la sorprendente revelación de que la canción era una disculpa, una expresión de pesar ilimitado como las que solo puede ofrecer el blues.
Archy pulsó el botón que levantaba el brazo del Marantz 6300 que él mismo había restaurado hasta devolverle todo su lustre y su gloria después de que Nat lo rescatara de un montón de basura de una acera de Montclair. En el silencio que siguió, devolvió el disco a la funda y la funda al álbum.
—Nat —dijo Archy—. Lo siento. Sé que soy el socio más inútil, indeciso e inservible que podrías tener. Y señor Goode, me disculpo por lo maleducado y desagradecido que probablemente le parezco a usted en relación con su generosa oferta. Pero ahora mismo, y durante las siguientes cuarenta y ocho horas, hasta que vea a ese hombre a salvo y descansando en paz bajo tierra… —Levantó el disco en alto con ambas manos, como si fuera una de esas chicas que llevan en alto los tarjetones en los rings de boxeo, enseñándole la cara del señor Jones primero a Nat y después de G Bad—. Que os den por el culo a los dos.
Asintió tanto para sus interlocutores como para sí mismo y por fin, metiéndose el disco debajo del brazo, se puso en marcha, misteriosamente libre de pesar por primera vez en días, listo para todo lo que se pudiera presentar, y con rumbo, como siempre, a pasado mañana.
Un último estandarte matinal del verano, de color azul con bandas de color dorado y melocotón, se desplegó lentamente sobre las calles mientras los dos paseantes, moradores de ese mundo oculto que los picaros, los jugadores profesionales y los espadachines conocen como «el Margen del Agua», avanzaban por Blake Street hacia el reducto ancestral del Clan Judeo-Tang, con sus tejados reforzados con listones de cedro del color de las colinas resecas en agosto. Armados únicamente con las sutiles armas de la soledad, iban dejando tras de sí, como una estela de muertos, la decepción de su estancia en la Escuela de la Tortuga. Eran poco más que muchachos, y aunque diferían en su raza, su temperamento y su idea del amor, había una cosa que los unía: el resto de su niñez era un lastre del que se querían desprender. Y pese a todo, la niñez seguía operando en sus mentes, reteniendo todo su poder de antaño para confundir deseos con planes.
—No me quedo. Para que lo sepas. No me pienso quedar.
—Un par de días nada más.
—Ni siquiera.
—Bueno, pues hasta que consigamos dinero.
—Yo puedo conseguir dinero hoy. ¿Cuánto tienes tú?
—Ciento siete dólares.
—Ah.
—Ciento ocho. O sea, seguramente llega para el autobús, pero…
—El autobús debe de costar unos cien.
El deseo que albergaban, enmascarado de planificación, era encontrar un maestro legendario en su santuario escondido entre los desiertos del sur y ofrecerle poner las espadas de ellos a su servicio. El viaje sería largo y estaría lleno de peligros y, si se consideraba fríamente, era imposible, pero uno de los chavales ya dominaba el kung-fu de la desesperación y el otro el kung-fu del amor, y armados con aquellas técnicas arcanas avanzaban intocables, protegidos del conocimiento de la certidumbre de su fracaso. A fin de cuentas, era el final del verano, una estación en que los deseos de los chavales de catorce años acostumbran a no hacer caso de la realidad. De manera que habían regresado a la casa en que uno de los jóvenes se había criado, en la época anterior a que abrazara la amargura y el romance del Margen del Agua, confiando encontrar, por medio del robo o del pillaje, provisiones para su viaje al sur.
—Habría conseguido más de ciento ocho dólares, pero como soy un capullo, en abril me compré esa idiotez de casco de vikingo en el Solano Stroll.
—¿Cuánto te costó?
—Doscientos veinticinco. Sí, ya sé.
—Mierda.
—Lo sé. Pero, o sea, los cuernos son de verdad. De un toro de verdad.
—Pero si ni siquiera te cabe.
—Tengo la cabeza anormalmente grande.
—En todo caso, los cascos de los vikingos no tenían cuernos.
—Lo sé. Lo siento. No sé en qué estaba pensando. Por entonces no te conocía.
—Da igual. Puedo conseguir el dinero. Si tengo que llegar, no sé, al extremo de robar o algo así, sé la combinación de la caja fuerte donde mi tía guarda el dinero. O sea que vale.
—¿Lo guarda en una caja fuerte?
—En una enorme. No le queda más remedio, viviendo en esa casa. Debe de tener unos trescientos o trescientos cincuenta pavos que ha estado ahorrando para comprarse una peluca nueva. Una de pelo humano y tal. El pelo viene de la India, tienen unos templos donde te afeitan la cabeza y es, cómo se llama, un sacrificio. Solo tengo que abrirle la caja…
—¿Te sabes la combinación?
—Me sé todos los números menos el último. Y el dial solo llega a cincuenta y nueve…
Se acercaron al reducto de los Judeo-Tang con ese retraimiento acechante de los gatos, empleando técnicas de Silencio y Liviandad. A pesar de sus precauciones y de la intensidad con que se concentraron, mientras le daban la vuelta a la casa, se sintieron observados.
—Pero ¿qué demonios es esto?
—Ah, hola, mamá.
La matriarca del Clan estaba asomada a una ventana de la cocina que daba al jardín de atrás. Se sabía que podía ver a través de las sombras, ya fueran las sombras de los rincones del mundo o las del corazón humano. En cuanto oyeron su voz, entrenada junto con sus ojos y oídos a lo largo de años de estudio implacable de esa tendencia que tienen los hombres y sus planes de irse al garete, la gran empresa que se habían propuesto conjuntamente durante su huida de la Escuela de la Tortuga cayó hecha pedazos improbables en la mente de su hijo. Los jóvenes se volvieron para mirar a la matriarca, espantosa bajo la luz oblicua, ataviada con vestiduras sobrias como si fuera a presentarse ante un tribunal, sondeando las almas de ellos con la ganzúa de su mirada. En una mano tenía una taza y en la otra la tira de cajitas transparentes en las que almacenaba su misteriosa ración semanal de pastillas, las fórmulas pulverizadas y amargas de las que derivaba muchos de los poderes por los que era legendaria.
—Esto… mmm… nos han echado —dijo su hijo.
—Estamos bien —dijo el otro.
—¿Echado?
—No, señora.
—Sí —dijo su hijo.
Todas las arcanas escuelas de la mentira, en sus refugios montañosos, y todas las técnicas que estas enseñaban, no servían de nada contra aquella sutil matriarca provista del kung-fu invencible de su Mirada de Acero de Nueve Intensidades. Su hijo sabía que su única esperanza de salvación radicaba en contarle una versión de la verdad, colarle la mentira entre las yemas de los dedos de su atención oculta bajo una piel de oveja de verdad y rezar por que se produjera un instante de ceguera.
—Bueno, solo por hoy —dijo su hijo—. Limpieza de moqueta.
—¿Le están limpiando la moqueta a Archy?
—Eso es.
—Ya veo. Baja el volumen.
—¿Qué?
—¿Puedes bajar el volumen, por favor? ¿Qué es eso?
—Son los Return to Forever.
—Esooo es. Gracias. ¿Y por qué lleváis esas, hum, mochilas?
—No funciona la lavadora. Hemos venido a lavar la ropa de T.
El individuo denotado por aquella inicial mística asintió, pero el hijo vio con claridad que la madre no se creía ni una palabra de la historia, que probablemente era lo mismo que habría pasado si él le hubiera contado la verdad.
—Se han peleado —probó a decirle su hijo, levantando un poco más su pedazo raído de piel de oveja—. Él y Archy.
—Archy y él.
—Archy y él se han peleado. Y Archy lo ha echado.
—¿Cómo? ¿Qué clase de pelea?
—Pues nada violento, eso no, pero bueno, hemos venido aquí para, ya sabes… Estamos de vuelta.
Su madre asintió con amabilidad, lo cual era claro indicativo de escepticismo, y dejó de prestarle atención a su hijo.
—¿Tú qué tienes que decir del tema? —le preguntó al otro joven.
Durante un par de segundos largos de esos que bastaban para envenenar a emperadores y arruinar reinos enteros y prescindir calamitosamente del vaticinio de profetas, no hubo respuesta.
—Tengo hambre —dijo por fin el otro joven.
—Ah, ¿sí? —dijo la matriarca—. Entonces, ¿por qué no habéis entrado por la puerta principal?
Hizo falta un intervalo prolongado de interrogación mutua y silenciosa para que uno de ellos urdiera una respuesta verosímil.
—Porque teníamos hambre… Y la cocina está en la parte de atrás de la casa… —dijo su hijo, y vio cómo la fatiga le empañaba los ojos a ella como si fuera una niebla.
—Entrad —dijo ella.
Cansados y con dolor de pies, subieron pesadamente los escalones de una terraza de madera de abeto que dominaba los guijarros rastrillados y el ciprés enano del jardín de atrás.
Ellos se quitaron las mochilas y se guardaron las armas y cruzaron el vetusto umbral de piedra caliza de la cocina, rondado por el humo de un millar de banquetes y festines, con su techo abovedado y sus gruesas paredes de piedra. Para cuando entraron, ella ya había encendido fuegos, derretido sebos en sus ollas fabulosas y retorcido pescuezos de patos y pollos.
—Tengo tortitas que han sobrado del desayuno en el congelador —les dijo—. Las puedo meter en el microondas. Pero nada más. Tengo una reunión. Tengo un día de locos. Me tengo que ir.
—No pasa nada.
—En serio, mamá. De verdad. Te puedes ir.
Pero se quedaron todos sentados a la mesa en la que, a lo largo de los años, notorios pícaros y caballeros homicidas se habían congregado para elogiar la hospitalidad de la casa y vaciar sus bodegas de vino de arroz y sus alacenas de patos colgados de garfios como lamas de una larga cortina. Y la matriarca de los Judeo-Tang les puso delante un festín de fideos envueltos en sebo, órganos asados, manitas de cerdo encurtidas y huevos que habían yacido enterrados como tesoros durante tres inviernos.
—Coged sirope —dijo ella, con los brazos cruzados sobre el pecho de la chaquetilla de seda gris que llevaba puesta—. ¿O sea que queréis vivir aquí?
—El… ay.
—Oh, por el amor de Dios, Julie. Ten una servilleta. Límpialo.
—Ya sabe usted que no —dijo el otro—. Y usted tampoco quiere tenerme aquí. No le caigo bien.
—Si no me cayeras bien —dijo la matriarca de los Judeo-Tang, con aquel estilo epigramático que le gustaba a ella—, nunca te daría la satisfacción de decírtelo.
—No pienso quedarme.
—Muy bien. Entonces, ¿cuál es el plan?
Los chicos se consultaron entre ellos por medio de no consultarse, hablaron sin hablarse y buscaron la mirada del otro por medio de mantener la vista firmemente clavada en sus platos.
—Te voy a sacar la verdad, Julius.
Su hijo dejó sobre la mesa sus cubiertos, hechos de dientes labrados de unicornios marinos, y suspiró.
—Es una idiotez —dijo—. Venga, Titus, ya sabes que lo es. Como si Quentin Tarantino te fuera a dejar, así sin más: «Eh, hola, tengo catorce años y aparento doce, o sea que a ver, ¿dónde está mi caravana, cabrón?».
A lo cual su compañero se tapó la cara con las manos y se echó a llorar.
—Te has peleado con tu padre —dijo la matriarca después de dejar pasar un intervalo decente, dándole un trapo para que se secara los ojos.
—Da igual.
—Te puedes quedar aquí —dijo la madre—. Te puedes quedar aquí tanto tiempo como quieras o te haga falta, Titus.
—No me pienso quedar.
—Mira, estoy segura de que eres un genio del cine en ciernes. No, te lo digo en serio. He leído tu guión, y yo no entiendo, vale, pero me ha parecido muy bueno. Lo que pasa es que Quentin Tarantino necesita que tengas por lo menos dieciocho años antes de acogerte. Y, en todo caso, estoy segura de que tienen normas sindicales que rigen esa clase de cosas. Ahora, mira, me tengo que ir. Ya llego tarde. ¿Me puedes decir en veinticinco segundos o menos qué es lo que te está poniendo triste?
El caballero de la pena secreta pareció sopesar aquella pregunta durante un periodo cuya duración impresionó a su tenaz compañero.
—Que ella no ha podido coger su almohada —dijo por fin.
—¿Cómo? ¿Quién?
Rápidamente, su hijo narró lo mejor que pudo la incursión fallida que la Emperatriz había llevado a cabo aquella mañana en la Escuela de la Tortuga.
—No puede dormir sin ella —dijo Titus—. Eso la está estresando mucho. Y seguramente también estará estresando a mi hermano.
—Estoy segura de que tu hermano está bien —dijo la matriarca—. Pero te diré qué haremos.
Ella se marchó y regresó al cabo de un minuto trayendo una almohada fabricada en las tierras bárbaras del norte a base del plumón más recóndito del ganso de las nieves.
Con una solemnidad espantosa, inclinando la cabeza, ella le confió la larga Almohada del Sueño Plácido.
—Lo que os hace falta claramente —dijo la matriarca— es algo en que ocuparos.
Gwen subió lentamente la angosta escalera y entró abriendo con la llave de invitados. Se quitó las alpargatas para cruzar el suelo de madera bruñida del dojo, con su ligera capa de olor parmesano a pies y con su pared de espejos oscuros y acuosos situada junto a los expositores de las armas. Mientras caminaba, la iba siguiendo el susurro de sus suelas al pegarse y despegarse del frío suelo de bambú. La pared de espejos parecía albergar tantas sombras como las que disipaba, como si embotellara los reflejos de los estudiantes del pasado, aquellos cuarenta años de jóvenes de West Oakland que habían intentado escaparse de sus vidas a base de patadas, puñetazos y estilo.
Aunque le daba miedo quedarse a solas con aquel espejo infestado de sombras, Gwen se alegró de encontrar el lugar desierto. No le apetecía volver a afrontar a su maestra tan pronto. Tenía planeado recoger sus escasas pertenencias y desaparecer antes de que Irene Jew volviera de su cita de los jueves por la mañana con el médico tradicional chino que le rectificaba el qi.
La maestra Jew la había mandado aquella mañana, con una resolución ceñida por el cinturón negro anudado del consejo de la anciana, a cumplir una misión simple y hasta rudimentaria: recoger una almohada, usada y desprovista de un valor especial. Pero igual que todo lo que hacía últimamente —tal como había descubierto en voz alta conversando con el senador estatal de Illinois—, la misión de rescate resultó ser una pérdida de tiempo.
De hecho, lo más probable era que llevara perdiendo el tiempo desde su misma llegada a California en 1994. Ahora recordó con vergüenza a aquella Gwen Shanks, que se había presentado en Berkeley con su diploma en enfermería de la Hopkins, una carta de recomendación para Aviva Roth-Jaffe y el grandioso plan de restaurar, ante su familia obstétricamente diplomada y ante la comunidad negra en general, su rica herencia ancestral de partería. Durante mucho tiempo las hábiles manos de Gwen, sus nervios templados y la forma en que las pacientes solían encandilarse con el buen humor escéptico con que ella trataba sus excentricidades hippiosas habían servido, si sintonizabas la frecuencia de las voces negras, para enmascarar el eco cavernoso de la sala de espera. Ahora aquel silencio era lo único que ella podía oír. En cuanto a su matrimonio, se había enamorado de Archy Stallings sin hacerse ilusiones sobre su pasado sexual ni su fuerza de carácter. Sin embargo, el arranque de perdón que seguía a cada nueva transgresión de su marido, igual que el tifus sigue a las inundaciones, cuestionaba la diferencia —si es que había alguna— entre la ilusión y su testarudo hermano, el autoengaño, con sus teorías chifladas y su gorro de papel de aluminio.
La vida no tendría que haberle ido así a Gwendolyn Ward Shanks. Desde el mismo jardín de infancia que dirigía la señora Hampt en la Georgetown Day School, y en el cual ella ingresó ya sabiendo leer Mujercitas, pasando por la Jack and Jill, hasta llegar a la Howard University, donde se había licenciado con la nota más alta de su clase y había sido elegida presidenta de la sección Alfa, Gwen había sido formada y equipada —su padre habría dicho que había sido criada— para el éxito. Para satisfacer las ambiciones de sus antepasados y justificar el cuidado con que estos se habían casado bien, habían apuntado alto, habían trepado con esfuerzo y habían hecho piña. Gwen se acordaba de un discurso de Julie, pronunciado una noche en que el chico tenía once o doce años, sobre la diferencia entre la terraformación y la pantropía. Si cambias la atmósfera y el medio ambiente de un planeta para adecuarlo a las necesidades de la fisiología humana, estás llevando a cabo terraformación; la pantropía, en cambio, se refiere a la alteración de la forma y la mente humanas para permitir que estas sobrevivan, y hasta prosperen, en un mundo duro e inclemente. En su lucha por prosperar y florecer en el planeta América, había gente negra que había optado por la tragedia épica, grandiosa y amarga de la terraformación. Otros, en cambio, como los padres de Gwen y los padres de estos y sus abuelos, habían emprendido un largo y selectivo programa de pantropía. La pantropía negra había producido, en Gwen y en sus hermanos, un grupo de individuos viables y exitosos que respiraban éxito, capaces de planear y maniobrar sobre las corrientes térmicas de la oportunidad y de resistir la gravedad asesina del mundo-colonia.
Sin embargo, había resultado que Gwen no estaba preparada para la vida en la superficie del planeta Brokeland. Durante la última semana, había empezado a sucumbir al aire extraño y a la gravedad aplastante del lugar. Poco a poco había ido renunciando a aquellos atributos de dignidad y ambición que tan a pulso se había ganado hasta que, por fin, después del incidente en el Reina de Saba y el desastre sangriento que había sido el nacimiento del bebé Frankenthaler, había perdido la única ventaja que le quedaba, la más preciada y la que más le había costado ganar: su serenidad. Tal como sin duda habría dicho Julius Jaffe: «¡Fracaso!».
Ahora llegaba el consejo convocado para aquella tarde, investido de poderes y obligado por su deber a arrastrar a Gwen una vez más por todo aquel desastre de parto. Ella se veía incapaz de afrontarlo, y tampoco podía hacer frente a Aviva. Ya no quería ser comadrona, igual que tampoco quería estar casada con Archy ni ser la madrastra de su hijo. Le daban asco el kung-fu, ella misma y Oakland. Nunca le había gustado el área de la bahía, con su clima indeciso y tímido, la tendencia de sus cielos a teñirse de gris en cualquier época del año y la forma en que había desplegado sus colinas y sus vistas como una diva que desplegaba sillas a su alrededor para asegurarse la admiración de sus visitas. Los habitantes del lugar eran fetichistas y sectarios, propensos a los cismas y a las manías, con tendencia a hacer que toda su fe en el cielo dependiera del sabor de un huevo puesto en el corral de una casa por una gallina de pura raza. Ahora tenía que sacar sus cosas del cuartito del piso de arriba antes de que Irene Jew volviera de la consulta de su reparador de qi, amontonarlas en el asiento de atrás del coche y largarse a algún lado. A alguna población libre de fijaciones, que hubiera tirado al vertedero sus discos de vinilo y estuviera dispuesta a comerse cualquier huevo que le pusieras delante. Había izado hasta la última vela para aprovechar el viento creciente de su pánico; era imposible saber hasta qué lúgubre trópico sería capaz de llegar.
Mientras cruzaba la sala hasta el póster de Bruce Lee rampante, otra puerta se abrió de golpe y a punto estuvo de darle a Gwen en toda la cara. Era la puerta tras la cual había un cuartito de baño con una ducha diminuta de PVC, que retumbaba como un tambor cada vez que Gwen intentaba dar vueltas en su interior.
—Oh, yo soy… Oh, ¡hola!
Era Valletta Moore. Aunque el tiempo, los cigarrillos y un pincel para maquillar manejado con torpeza habían hecho estragos en ella, seguía siendo inconfundible. Una foto estilo pin-up de ella en sus años mozos, recortada de un viejo ejemplar de Ebony, había colgado de la pared del taller que el padre de Gwen tenía en su sótano de Mitchellville, donde, ocupando el lugar de honor entre las herramientas colgadas de sus ganchos y los botes de papilla llenos de tornillos, había afligido la adolescencia de Gwen, mostrándole todas las formas en que Valletta Moore —alta, de piel clara y con unos pechos como planetas— era distinta de Gwen, y al mismo tiempo constituía el ideal de mujer negra que tenía su padre.
Incluso sin aquellos tacones de aguja que, en la foto de la pared de su padre, lanzaban a Valetta como si fueran dos cohetes Saturno V hacia la estratosfera de su peinado afro, la mujer seguía siendo alta, le faltaba poco para llegar al metro ochenta. Debía de tener por lo menos cincuenta años, pero mostraba, con la ayuda de una falda que parecía haber sido hecha dándole unas cuantas vueltas con una venda elástica a sus caderas y a la parte superior de sus muslos, la pierna suficiente como para desplegar por ella cables telefónicos y transmitir mensajes sorprendentes al mundo. El pelo recogido hacia atrás, bien tenso y reluciente, y los labios pintados de color púrpura brillante. Sus ojos enloquecedoramente verdes, en el instante antes de desaparecer detrás de un par de enormes gafas Dolce & Gabanna, traicionaron una mirada inconfundible y medio canina de sorpresa culpable. Atrapada, pensó Gwen, con las manos en la masa.
Valletta Moore agachó la cabeza, se echó al hombro un bolso grande de plástico rojo y pasó junto a Gwen con un saludo frío y mudo. Calzada con unos blasfemos zapatos de salón de tacón alto, cruzó repiqueteando el sacrosanto recinto del dojo. El oficioso bamboleo de sus andares podría ser una emanación de su seguridad en ella misma o bien esa retirada elegante del que acaba de robar en una tienda y se encamina a la salida. En cualquier caso, la serpentina de papel higiénico que le colgaba de la cintura de la falda estropeaba en gran medida el efecto.
—¡Oh! Mmm… señorita… señorita Moore.
La mujer se detuvo y, en aquel instante de vacilación, el repiqueteo de su salida arrancó ecos del estudio vacío. Empezó a darse la vuelta hacia Gwen pero cambió de idea. Se volvió a echar el bolso al hombro y se alejó sin contestar.
—Adelante, pues, Valletta. Ondea tu bandera —dijo Gwen—. Siempre va bien llevar algo de papel higiénico extra encima. Nunca se sabe.
Una mano enjuta y con los dedos como garras pero elegante emergió de la fachada de altivez de Valletta como un tramoyista enviado a los camerinos a buscar la peluca que se le había caído a una actriz principal. La mano se palpó la espalda con una impotencia frenética que conmovió a Gwen lo bastante como para impulsarla a acercarse y ayudarla. Valletta se dio la vuelta de golpe y se apartó bruscamente en cuanto vio lo que Gwen se proponía.
—Hola —dijo Gwen, con la tira de papel higiénico colgando entre tres dedos a la altura aproximada de su hombro derecho, como si esperara que en el otro extremo se materializara un yoyó.
—Fíjate —dijo Valletta Moore con un ligero matiz de acusación y reproche.
Como si fueran boxeadores o gallos yendo en círculos, se examinaron la una a la otra. Sus sistemas criónicos de puntos de mira respectivos fueron activados y puestos en marcha. Allí donde sus miradas se encontraban, entre ellas se levantaban enormes bancos de nieve. El crujido del hielo resonaba en el aire.
—¿Te puedo ayudar de alguna otra manera? —dijo Gwen—. ¿La señora Jew sabe que estás aquí?
Valletta Moore contempló el espectáculo de la barriga de Gwen, cerrando un ojo como si estuviera mirando a lo largo de una pasarela para comprobar si era segura.
—¿Quién representa que eres tú?
—¿Quién «representa» que soy? ¿Qué te parece, que estoy disfrazada para Halloween?
Gwen captó una vaharada de la colonia de la otra mujer, un perfume denso que de alguna manera recordaba el olor a los Froot Loops, tal vez Poison. Recordó haber detectado una ráfaga de aquel olor, como la presión de una migraña incipiente dentro de sus parpados, la primera noche que había estado en la habitación secreta. A menos que Valletta Moore fuera también una antigua alumna de la señora Jew, Gwen razonó que tal vez el padre de Archy hubiera regresado al Instituto Bruce Lee, buscando refugio y cobijo en las manos de su vieja maestra, y se hubiera largado justo antes de que Gwen apareciera.
Genial. Ya había sido bastante vergonzoso escaparse a aquel sombrío agujero de ratas de detrás de la puerta secreta, donde por lo menos ella se podía imaginar que estaba siguiendo, tal como le había dado a entender la maestra Jew, los pasos de lamas fugitivos y practicantes perseguidos del Falun Gong. Pero tal vez llevaba todo aquel tiempo archivándose a sí misma al lado de un viejo y escurridizo adicto al crack de tres al cuarto y de la acabada de su ex ex novia en un cajón que ya llevaba para siempre la etiqueta: «¡Fracaso!».
—¿Cómo has entrado aquí? —dijo Gwen.
—Tengo llave.
—Yo creía que solo había una llave extra.
Cuando Valletta abrió su bolso para sacar y esgrimir su llave de la puerta del instituto, Gwen vislumbró sobre el fondo de forro de satén rojo un agujero en el universo que tenía exactamente la misma forma que una pistola de gran tamaño, colocada allí sin más y absorbiendo toda la luz del espectro visible.
—¿Cómo has conseguido una llave? —dijo Gwen sin perder el aplomo, aunque el corazón le dio un vuelco y se puso a propinarle patadas igual que el bebé que vivía dentro de ella—. ¿Das clases aquí?
Echó un vistazo al otro lado del estudio, en dirección a la vitrina donde la señora Jew había amasado una conurbación de trofeos de latón dorado desplegados formando varios skylines polvorientos. Generaciones enteras de ciudadanos insectos habían abandonado sus cáscaras y patitas en sus calles necropolitanas. Apoyadas al fondo del estante superior, media docena de fotografías en blanco y negro enmarcadas mostraban a la señora Jew con algunos de sus colegas y alumnos de mayor éxito, entre ellos el futuro Kato, con un aspecto tan grave como si fuera un micólogo vestido con un gi blanco, y un hermano atractivo con un afro voluminoso, inclinado para colocar su cara sonriente al lado de la de su diminuta sifu, un hombre al que Gwen había identificado hacía mucho tiempo como el padre de Archy, Luther Stallings. Era Archy quien le había hablado a ella por primera vez del Instituto Bruce Lee, y únicamente se lo había recomendado en base a la nostalgia bovina que informaba muchas de sus recomendaciones, en otoño de 2000, después de que alguien le dijera a Gwen que las artes marciales podían ayudarle con la rigidez persistente que le había dejado en las rodillas y en la baja espalda una colisión trasera que había tenido con un Grand Wagoneer.
—¿Tú también eres antigua alumna de aquí?
Él «también» se quedó flotando en el aire, sin glosar, a modo de chincheta para sujetar los hilos del mapa desplegado por Gwen mientras se alejaba caminando trabajosamente de la mujer que tenía plantada delante; hacia la fotografía de Luther Stallings que había en la vitrina; hacia el hijo con el que Stallings había perdido el contacto, hacia un recuerdo de este llorando en el cuarto de baño en su boda, aliviado y destrozado al mismo tiempo porque su padre, ajustándose perfectamente a las expectativas de Archy pero no, por desgracia, a sus esperanzas, no se hubiera presentado; hacia las historias que Archy le había contado sobre fumaderos de crack y comparecencias ante tribunales y sobre una mujer que, mucho tiempo atrás, se afeitó las piernas en el cuarto de baño de un moderno apartamento de soltero estilo danés situado en El Cerrito.
—¿Te conozco? —dijo Valletta Moore, claramente dudándolo.
—No nos conocemos personalmente —dijo Gwen—. Me llamo Gwen Shanks. Sé quién eres tú. —Sabiendo que probablemente fuera una equivocación pero incapaz de darle a aquella mujer, por patética que fuera, la satisfacción de pensar que Gwen había reconocido su famosa cara de las películas o de, por ejemplo, una foto satinada de pin-up pegada a la pared de un taller en un garaje de hacía veinte años, Gwen añadió—: Estoy casada con Archie Stallings.
—¿Qué? No me jodas. —Valletta Moore se recolocó las gafas de sol y deslumbró a Gwen con un vislumbre verde—. ¡¿En serio?! ¿Tú y Archy vais a tener un bebé?
—No, solo estoy increíblemente gorda.
—¿Va en serio?
—No —confesó Gwen—. Es que me puede la autocompasión.
—Oh, cariño.
—O sea, caray. Valletta Moore. ¿Cómo estás?
—¿Cómo estoy? —Pareció que se tambaleaba en el borde de algo—. Estoy haciendo lo que tengo que hacer, me entiendes, ¿no?
—Debería, a estas alturas.
—Y estoy intentando montármelo a lo grande.
—Oh, no hay duda. Ya lo creo.
—Gracias, cariño. ¿Qué haces…? ¿Ahora vives aquí?
—Estaba solo… No. Me estoy mudando.
—¿Tú y Archy no estáis juntos?
—Pues no. Ahora mismo, no. Supongo que estamos…
—No hace falta que digas nada. Si ese chaval ha heredado ni que sea un diez o un quince por ciento de lo que su padre traía de fábrica, entonces tienes toda mi simpatía y no hace falta que me cuentes más.
—¿Está bien? ¿Luther? ¿Está… en apuros?
Pareció que Valletta estaba intentando decidir cuál era la mejor respuesta.
—Lo siento —dijo—. Encantada de conocerte, Gwen, pero de verdad me tengo que ir. —Dio un paso hacia Gwen. Se le acercó. Barrió a Gwen durante tres segundos con una ráfaga de olor a colonia, aceite capilar y chicle con sabor a piña colada—. De acuerdo, pues. Cuídate.
Volvió a ajustarse la enorme carga del hombro derecho y empezó a darse la vuelta.
—¿Estás tú en apuros? —dijo Gwen—. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?
—Móntatelo a lo grande —dijo Valletta Moore invirtiendo a toda prisa los términos de su ecuación— y haz lo que tengas que hacer.
Y se marchó. Gwen sopesó sus palabras de despedida y se asombró de ver que al oírlas se le encendía cierta calidez en el pecho, casi una llama de la nostalgia. Le resultaban familiares; un trozo de letra de canción, una frase de despedida arrojada al final de un álbum en directo. Una frase pegadiza. Ah. Debía de ser algo que decía su personaje en una de aquellas películas espantosas en las que Valletta salía. Al coger el volante de un avión de carga en plena caída en picado o justo antes de saltar desde una salida de incendios hasta el techo de un autobús que pasaba, mientras se preparaba para enfrentarse a una banda de traficantes de heroína. Al consejo de inspección de un hospital.
Gwen entró en el cuarto secreto pero en lugar de hacer las maletas y marcharse, tal como tenía planeado, sometió su ropa a una severa inspección, intentando encontrar algo que se pudiera poner para el consejo. Nada: iba a tener que ir de compras; le quedaba el tiempo justo para eso y pasar por el Glama. Y todo el tiempo las palabras arrancaban más y más ecos, hasta que, por fin, en mitad de su carambola, Gwen las atrapó: «Haz lo que tengas que hacer y móntatelo a lo grande». Eran las palabras de despedida de Candygirl Clark, el personaje que interpretaba Valletta Moore en las películas de Strutter. Mientras se desvestía, Gwen se preguntó si la frase era algo que se había inventado el guionista, un judío intentando pensar como una hermana dura del gueto, o bien si habían nacido de forma improvisada, basadas en algo que Valletta solía decir en la vida real. Entró en el cuarto de baño, envuelta en una toalla que apenas conseguía rodearla, con el pelo recogido bajo un gorro de ducha, y se fijó en que la tapa del depósito del retrete estaba desencajada. Miró dentro y vio una bolsa de plástico pegada con cinta adhesiva al interior del depósito, rajada y vacía. La tapa del depósito tañó como una campana cuando ella la devolvió a su sitio.
En su vida había toda clase de cosas que iban mal, y, a medida que la iban rodeando, ella se dedicaba de forma admirable a identificarlas y a llevar a cabo una taxonomía de ellas. En tanto que meteoróloga del fracaso, había demostrado su valía haciendo frente a una tormenta de información. Así era como llegaban los problemas, igual que abarrotan la barra del bar los asistentes a un velatorio. Aunque vinieran en bandadas funerarias, solo era posible deshacerse de ellos uno por uno, y así era como iba a tener que proceder ella. Abrió el grifo de la ducha y dejó que el agua se calentara, mirándose la cara en el espejo de acero hasta que esta se esfumó como si fuera San Francisco en medio de una niebla estival. Sobre las partes del cuerpo que llevaban más carga se echó el agua tan caliente como pudo aguantar, confiando en deshacer todos los calambres que le había producido otra noche sin la almohada corporal. Cuando emergió del cuarto de baño, sintiéndose luminosa, despidiendo vapor, descubrió que el más reciente de sus problemas había encontrado el camino, literalmente, hasta la puerta. O por lo menos hasta una puerta. Sobre el fondo del póster fotográfico en blanco y negro de Bruce Leee, apoyado en la lámina de plaxiglás que lo cubría, doblada por el centro como para agacharse y así permitir que Bruce, con los pies y los puños en alto, le pasara por encima dando un único salto interminable y eternamente incompleto, había una almohada corporal grande, rechoncha y con estampado de raya fina. En el suelo junto a ella había un recibo de tienda amarillo y cuadrado en cuyo dorso Julie Jaffe había escrito, con su cómica caligrafía en mayúsculas, HAZ LO QUE TENGAS QUE HACER Y MÓNTATELO A LO GRANDE.
En el asiento que había junto a la portezuela central del 1, una joven madre latina con el pelo recogido en forma de palmera sobre la coronilla iba sentada y uncida por el cordón de los auriculares a un niño que tenía en el regazo, con un auricular en el oído izquierdo de cada uno de ellos. El niño sostenía por el único brazo que le quedaba algo que parecía ser una figura de acción de Goliath de la vieja serie de animación Gargoyles. Mucho tiempo atrás habían sido la voz pomposa y el peinado leonino de Goliath los que habían despertado en el niño Julie, mientras veía Gargoyles en el Canal Disney, lo que él recordaba con emoción como su primera erección consciente. Ya hacía mucho tiempo que no se emitía la serie, y lo más seguro era que aquel niño de ahora no supiera quién era Goliath, ni cuánta tragedia había en su pasado de gárgola ni en las vidas de toda la raza de gárgolas. Para él, el juguete no era más que un enigma imperfecto, al mismo tiempo molón y estropeado. Lo más seguro era que su madre le comprara juguetes viejos y rotos de segunda mano en eBay para ahorrarse dinero, o bien que se los comprara entre la desolación de las cubetas infantiles del Goodwill. O tal vez trabajara limpiando casas para mujeres que les regalaban a sus sirvientas los trastos viejos y rotos de sus hijos. Lo más seguro es que el niño considerara a Goliath un simple monstruo de juguete. Al fin y al cabo, aquella clase de errores y de ignorancia era el destino habitual de los monstruos. Julie sintió una punzada de compasión hacia los monstruos y hacia sí mismo, pero por encima de todo sintió lástima por aquel niño, con su juguete manco y su único auricular. Julie siempre encontraba motivos abundantes para sentir lástima por sus compañeros de trayecto en autobús.
—No es mi abuela —estaba diciendo Titus.
—Ya lo sé, pero aun así…
—Me estás diciendo que tú no te la tirarías.
Le costaba imaginar desear algo así, pero Julie no sintió la necesidad de decirlo. Tampoco señaló el hecho de que, por ejemplo, una espadachina que llevara un sujetador de acero y cota de malla, sometida ocasionalmente a arranques de sed mágica de sangre, en teoría molaba más o menos de la misma manera en que molaba Valletta Moore, pero que si, por ejemplo, Red Sonja apareciera en el autobús número 1, con destino al centro de Oakland, la pregunta de si él se la tiraría, entre comillas, no figuraría necesariamente en su primera serie de discusiones internas sobre el asunto. Y eso dejando de lado toda la cuestión de si era posible que aquella mujer fuera una abuela.
—Claro —dijo Julie por fin—. Seguro.
—Maricón.
—Eso es homofóbico.
Como a modo de respuesta, una respuesta emitida en ese idioma secreto e intrincado en que ellos solían tratar los asuntos secretos que subyacían a su amistad, Titus le cogió la mano a Julie y se la apretó contra la bragueta de los pantalones. Estaban en la parte de atrás de un Van Hool nuevo y flamante, segmentado y con amplia capacidad, y aunque no había nadie en los asientos de detrás ni de alrededor de ellos, tampoco se podía decir que el autobús estuviera vacío, ni que el gesto de Titus hubiera sido del todo discreto. Julie apretó la palma contra aquel arco tenso de tela vaquera y la meneó a un lado y al otro, con los dedos extendidos. Titus no apartó la vista de Valletta, y Julie entendió que se estaba imaginando que se la tiraba. En la escena de violación que abría Mayflower Black, Valletta Moore dejaba al descubierto unos pechos que tenían la misma elegancia arquitectónica que las berenjenas, más pálidos que el resto de su cuerpo, con unos pezones carnosos y unas areolas extensas. Mientras ella apuñalaba a su violador blanco en la garganta, fabricando un cuchillo improvisado con un trozo de álbum de vinilo roto, y se lo quitaba de encima, se le podía ver, a cámara lenta, ¡ahí! y ¡ahí!, la sombra selvática de la entrepierna. No cabía duda de que ahora Titus estaba haciendo uso de una parte de aquel material. Julie sabía que no se lo estaba imaginando a él desnudo. Lo más seguro era que ni siquiera estuviera pensando que era Julie el que le estaba intentando desabotonar la bragueta.
Los dedos de Julie escenificaron un breve pasaje cómico con los botones y la cintura de los calzoncillos bóxers de Titus, en el cual la polla de Titus interpretaba el papel de payaso que salía de golpe de un cochecito en miniatura o de serpiente liberada del falso bote de frutos secos. Tenía un tacto tan suave y frío como la piedra de una gárgola. Mientras jugaba con Titus, Julie intentó mirar a Valletta de la forma en que él imaginaba que Titus la estaba mirando, pero lo único que consiguió imaginar fue que sus labios eran los de Valletta, una letra «o» bien nítida y pintada de rojo alrededor del pene de Titus. Que la cabeza de él subía y bajaba con movimientos mecánicos en el regazo de Titus de la misma forma en que lo había hecho la de Valletta durante su escena de amor con Luther Stallings en Strutter anda suelto. La idea de que Julie se pudiera parecer a Valletta Moore de alguna forma le pareció solo un poco más verosímil que la idea de que se la pudiera tirar, y eso le hizo dedicarle una sonrisa a su pobre yo de gárgola. Las cosas fueron todo lo lejos que pudieron entre Titus y los dedos de Julie sin causar problemas de limpieza. Titus apartó la mano de Julie y, sin dejar de mirar a Valletta, se volvió a abotonar. Les dio un pequeño apretón a los dedos de Julie.
—En serio, tío —dijo Julie—. No deberías decir «maricón».
—Vale, hombre, vale.
—Te lo digo en serio. Es…
—Yo te dejo que me llames n… —dijo Titus.
—Ah, sí, claro.
—De verdad que no me importa.
—Sí te importa.
Titus frunció el ceño y entornó los ojos para ensayar mentalmente la escena. Repanchingado al lado de Julie, con las piernas extendidas hasta la zona de minusválidos y las zapatillas Nike escoradas con un par de cabezas de la isla de Pascua. Ocupando también un tercio aproximado del asiento de Julie.
—Seguramente sí —admitió.
—Y en todo caso, yo nunca te llamaría eso.
—Di que sí. Wavy Gravy. Paz y amor.
—¿Quieres un poco de tempé?
Detrás de sus gafas Run-DMC, los ojos de Titus se clavaron en la nuca de Valletta mientras esta miraba por la ventanilla del otro lado del autobús o, menos probablemente, a lo que hubiera que ver al otro lado del cristal. Como para ofrecer pruebas del hippismo terminal y de las megadosis de radiaciones de arco iris a las que Titus tenía la impresión de que Julie había sido sobreexpuesto durante su apacible infancia en Berkeley, ahora pasaron por delante de las ruinas del bar Bit o’ Honey. El Bit o’ Honey, propiedad de unos Panteras Negras, se mencionaba dos veces en un libro sobre la historia de los Panteras que les había prestado Peter van Eder. El ministro de Defensa, Huey Newton, había sido asaltado y había recibido una paliza en el aparcamiento, y unas cuantas noches más tarde, tal vez a modo de venganza, alguien llamado Everett «Popcorn» Hughes había sido abatido a tiros dentro del bar. Ahora, pegado a una de las persianas blindadas tipo Bagdad que cubrían la fachada del Bit o’ Honey, había un letrero llamativo aunque escrito de forma extraña que anunciaba, en letras esbeltas y de palo, que pronto el solar albergaría el Centro MindBridge para el Estudio del Consumo Humano.
—Creo que sé de dónde viene el tempé —dijo Julie.
—Vale —le dijo Titus a la nuca de Valletta Moore—. ¿Adónde va esto?
—El Número Uno va a East Oakland. Coge, hum, International y va más o menos a Fruitvale, creo.
Julie sabía que Titus no le había preguntado por la ruta del autobús ni por adónde los podía llevar a ellos. El meollo de su pregunta había sido: «¿Adónde va ella?». Se habían topado literalmente con Valletta cuando esta había emergido de la puerta principal del Instituto Bruce Lee con esa naturalidad propia de los sueños. La almohada corporal había servido, igual que un airbag, para absorber el impacto de Julie con la mujer. En aquel momento, envuelto en el cojín profundo y fresco de la fragancia de ella, Julie la había reconocido más o menos, pensando: «Se parece a ella y huele tal como me imagino que ella huele, qué gracia, porque yo acabo de ver seis de las nueve películas en que ella apareció entre 1974 y 1978 y que están disponibles en DVD y VHS, me pregunto qué edad tendría ahora si nació por 1954 o algo así», y luego, cuando volvieron a salir, después de dejarle la almohada y la nota a Gwen, y vieron a la mujer esperando en la marquesina del autobús del otro lado de Telegraph, él la reconoció sin lugar a dudas: Valletta Moore, en carne y hueso. Alta, elegante, felina, con aquella altivez de Candygirl Clark, aunque la verdad era que a los ojos de un chaval del este de la bahía irradiado con arcos iris tenía un poco de pinta de travelo.
Titus se quedó muy callado al reconocerla, de la única forma en que Titus se podía quedar callado, es decir, apagando sistemas no esenciales y desviando toda la energía motriz disponible a los sensores. Allí estaba Valletta Moore, esperando un autobús de la AC Transit, dándose golpecitos con el móvil en la cadera, con la cara inescrutable detrás de sus gafas de sol de dictador extranjero, pero plantada con el cuerpo un poco replegado en sí mismo, como si estuviera impaciente o tuviera que mear. Fijando la cabeza como si fuera una antena de radar en todos los coches que le pasaban al lado. Yendo a alguna parte. Buscando a alguien.
A los dos chavales se les ocurrió de forma simultánea la posibilidad de que estuviera yendo a una cita con Luther Stallings, puesto que en el intervalo entre la colisión en la puerta y el momento presente, no solo habían depositado la almohada corporal junto a la puerta tras la cual (una idea que a Julie le resultaba tan temible como la de tener relaciones sexuales con Valletta Moore o Red Sonja) era evidente que se estaba enjabonando y enjuagando la extensión desnuda de Gwen Stallings. También habían visto una fotografía enmarcada en la polvorienta vitrina de los trofeos: la foto de Luther Stallings en su mejor momento, posando junto a la diminuta y chiflada señora sifu china cuando ella solo tenía cien años de edad en lugar de ciento treinta y cinco, como ahora.
—Vale, mira esto —había dicho Titus, mirándola bajo la marquesina del autobús, con la energía restaurada a todos los sistemas.
Se había dado un golpecito en el costado de su pulcro afro con la palma deslumbrante. Luego había cruzado la calle sin hacer caso al semáforo en rojo y a los vehículos que convergían, con Julie siguiéndolo como si fuera un abuelito preocupado. Al llegar el autobús de la mujer, los chavales se subieron a él. Habían trazado una línea que iba desde la fotografía perdida entre el polvo del olvido del kung-fu hasta Valletta Moore, y ahora iban a bordo del autobús, siguiendo aquella línea mientras ella sostenía el lápiz y marcaba el rumbo que ellos podían seguir para encontrar al hombre mágico.
No sería preciso afirmar que Julie no se hacía ilusiones acerca de si Luther Stallings podía estar a la altura de la admiración, la consideración y hasta —de una forma que, en aquel punto, era puro fanatismo adolescente— el amor que le profesaban Titus y también Julie por el hecho de amar a Titus. Cierto: Julie Jaffe era uno de aquellos raros seres capaces de adoptar una postura optimista hacia el pasado, y además, al visionar la filmografía disponible de Luther Stallings, había experimentado la misma clase de excitación sexual que debía de experimentar Titus mientras miraba a Valletta Moore. No porque Stallings fuera hermoso: aunque lo era, un cuarto de indio semínola, dotado en las escenas de pelea y las secuencias de acción de esa misma liviandad que tienen los especialistas en robar bases del béisbol, cabizbajo y dispuesto a ensuciarse los pantalones. Lo que fascinaba a Julie era la forma en que Luther Stallings despedía algo invisible que Julie pensó que tal vez se pudiera llamar «equilibrio»: sin despeinarse, lleno de confianza, preparado para improvisar. Algo tan escaso y frágil no se podía fingir del todo. Archy tenía la misma cualidad, aunque reblandecida, y también la tenía Titus: debía de haber alguna clase de base genuina en el famoso original.
Por consiguiente, toda una serie de ilusiones de Julie permanecían intactas cuando se acabó el trayecto y él se puso a seguir a Titus, que a su vez estaba siguiendo a Valletta Moore, hasta Franklin Street, donde ella abrió su teléfono, hizo una breve llamada y entró en una tienda de comida para llevar cuyo letrero sostenía, con cierta apatía que debía de ser fruto de la aplicación irresponsable del lenguaje, que su nombre exacto era: ROSQUILLA AMIGA Y ROLLO DE HUEVO. Pero, aunque jamás hubiera oído las palabras de desdén con que su padre y Archy se habían referido siempre a Luther Stallings, Julie había leído los suficientes libros y había visto las suficientes películas para sospechar que si Titus llegaba a conocer a su abuelo le esperaba una decepción, y tal vez de las gordas. Julie era tan consciente de esta posibilidad que había una parte de él que confiaba en que Valletta Moore solo se estuviera parando a comprar una rosquilla de camino a pagar la factura de la luz, por ejemplo, y llevara veinte años sin ver a Luther Stallings, una parte igual de grande que la parte que confiaba en que ahora estuvieran realmente tras la pista del hombre. Titus no mostraba nada más que desprecio hacia Archy, y jamás había dicho nada que sugiriera ni siquiera remotamente que tenía en el corazón un agujero en forma de padre, pero igual que un astrónomo con un exoplaneta, Julie podía deducir la existencia de aquel agujero de las distorsiones del campo que rodeaba a Titus. Estaba presente en su ambición y en su burla. Y estaba presente en el atrevimiento que lo llevó a adelantar a Valletta Moore, a colarse por delante de ella y entrar en el Rosquilla Amiga, con aquel acero pulido y aquellos baldosines blancos que le daban aspecto de morgue de la policía, y ponerse en la cola antes que ella. Julie recordaba haber leído en una novela de espías que la mejor manera de seguir a alguien era caminar por delante de ellos, pero la verdad era que la maniobra de Titus tenía un ímpetu que iba más allá del espionaje.
Titus se pidió seis rollos de huevo y dos dónuts con azúcar glaseado; Julie pagó. Valletta Moore, sin fijarse en ninguno de los dos chicos, se pidió un pollo chow mein y una docena de rollos de huevo para llevar.
Pagó su comida con moneditas pequeñas, despacio y con cara de ir enfadándose más y más a medida que las iba dejando con brusquedad sobre el mostrador, como si la mujer oriental del mostrador le estuviera metiendo prisas y haciéndole perder la cuenta. La mujer oriental no dijo nada de nada y su cara revelaba muy poco, pero en su mismo silencio y paciencia había algo que podría haber pasado por desprecio. A fin de pagar la cuenta, Valletta Moore tuvo que poner hasta el último centavo que consiguió extraer del desorden de su bolso. Cuando la mujer asiática le ofreció los cuatro centavos del cambio, Valletta se quedó mirando con disgusto las moneditas, como si fueran algo que la mujer asiática debería estar cogiendo con un trapo de cocina. Por fin sacó su bolsa de papel a la acera, donde los muchachos, con astucia, ya se habían adelantado bastante. Su tapadera: ser dos clientes del Rosquilla Amiga. Fácil de recordar y provista de una simplicidad diabólica.
Julie se negó a tocar la bolsa de papel que Titus le estaba ofreciendo, y mucho menos su contenido, cuyo hedor a col y azúcar quemado le hizo bullir el estómago, que ya traía revuelto por el temor, la paja del autobús y la excitación de la persecución.
—¿Tú has visto el aceite en el que estaban friendo esas cosas? —dijo.
—Biodiésel —dijo Titus—. Se puede usar en el Jetta.
Si uno filmara a Titus comiéndose los seis rollos de huevo y los dos dónuts, pensó Julie, y luego pasara la película al revés, parecería que los estuviera disparando con la boca, pop, pop, como bolas saliendo de la boca de un cañón. Treinta segundos después de empezar a comer, entró para hacerlo bajar todo con un cuarto de litro de leche, también a cuenta de Julie.
Cuando Titus regresó del Rosquilla Amiga, tuvo el tiempo justo para presenciar la llegada de un Toronado muy desafortunado. Iba dando tumbos, experimentando sacudidas y disputando con antagonistas invisibles, como si fuera una especie de vagabundo de Telegraph Avenue. El óxido le había dejado dentelladas ensangrentadas a lo largo del vientre y en los lechos de las ruedas. Era posible que originalmente hubiera sido gris, pero, desde aquellos tiempos remotos, daba la impresión de que el pintor más indeciso de la historia de la automoción hubiera probado hasta la última marca y fórmula conocidas de pintura base en todas sus superficies. El conductor aminoró la marcha sin pararse y estiró el cuerpo para desenganchar un lazo de nailon negro que conectaba la manecilla del costado derecho con el botón de bloqueo de la puerta del lado del pasajero. La portezuela se abrió con un chirrido. Valletta ocupó el asiento del pasajero por medio de una especie de salto volador. Cerró de un portazo y volvió a enlazar el botón de bloqueo con el cordel de nailon. Sin perder un instante, el conductor y ella parecieron reanudar de forma inmediata una discusión anterior, el sonido de la cual pugnó, mientras el coche se alejaba del bordillo, con las toses y los traqueteos del enfisema, la artritis y la tuberculosis del coche.
Al volante, de forma indiscutible e inconfundible: Luther Stallings.
—Joder —dijo Titus, con cierto aire de asombro genuino.
La cacería habría terminado allí, con los chavales obligados a regresar por su cuenta de Franklin Street, si Julie no hubiera visto por casualidad a un tipo con turbante que salía del edificio de oficinas de una sola planta que había al lado del Rosquilla Amiga. Llevaba en la mano un paquete de antiácidos Rolaids y un bote pequeño de ambientador Febreze en espray.
—Esto va a ser increíblemente racista —avisó Julie a Titus, o a sí mismo, o bien a las severas divinidades de su ciudad natal.
El patético Toronado se encontró con un semáforo en rojo en la esquina de la Doce con Broadway. Julie se acercó al caballero del turbante y le preguntó si por casualidad no sería taxista y, en caso de que sí, si por casualidad no tendría su taxi a mano.
Julie se iba a librar de ver expuestos ante el mundo los cimientos racistas de la estructura de su conciencia, por lo menos de momento, porque resultó que la puerta de la que acababa de salir el hombre del turbante pertenecía a la centralita y oficinas de la compañía Berkeley-Oakland Yellow Cabs of Oakland, Inc. De esa manera, la pregunta maleducada y prejuiciosa de Julie se transformó por la proximidad casual en una inferencia razonable, incluso lógica.
El hombre del turbante los miró de arriba abajo, sosteniendo el bote de ambientador con cierto aire de advertencia, como sugiriendo que, si estaban pensando en tocarle los cojones, tal vez se viera obligado a rociarlos con Febreze.
—¿Quién lo pregunta? —dijo.
Encontraron el Crown Victoria del señor Singh aparcado a la vuelta de la esquina, con la sorprendentemente furiosa inscripción en mayúsculas inclinadas ¡MALDITA LA INDIA IMPERIALISTA DESTRUCTORA DEL PURISTÁN! escrita a lo largo de la parte inferior de sus portezuelas, por debajo del logo hecho con plantilla de la Berkeley-Oakland Yellow Cab of Oakland. Los chavales ocuparon el asiento de atrás. A Julie le quedaban veintiún dólares en la billetera. Confió en que le bastara para llegar a donde fuera que estuvieran yendo.
—Siga a ese coche —dijo Titus.
Había muchas formas de interpretar aquella frase; Titus decidió darle un toque de la BBC, al estilo de John Steed de Los vengadores. Aquello obligaba a Julie a quedarse con el papel, aunque fuera mentalmente, de la señora Peel o de Tara King. No era una decisión fácil: las dos tenían sus atractivos.
—No, no. Nada de juegos —dijo el señor Singh—. Cuando uno entra en un avión, no le dice al piloto: «Siga a ese Boeing».
—Yo a lo mejor podría —dijo Titus—. Nunca se sabe.
—Yo sé una cosa: que «siga a ese coche» es la forma en que el taxista siempre recibe un disparo. No, no. Nada de «siga a ese coche». Deja a ese coche en paz.
—No, esa mujer se ha dejado la cartera en el autobús —dijo Julie, esgrimiendo su billetera de plástico amarillo 21 Jump Street—. Solo se la queremos devolver.
—Eso es claramente mentira.
—En serio, colega —dijo Titus, poniendo un acento del gueto con la misma libertad y sinceridad con que había puesto la voz de Patrick Macnee—. Esa que va en el coche es mi vieja, ¿vale? Y lleva to el día bebiendo y colocándose, y no tie ni idea, ¿sabes?, ni idea de quién es el colega ese que va con ella. Y el colega es un chungo de cojones. Venga, tío. Que estamos intentando vigilar a mi vieja.
Mientras pronunciaba el discurso le imprimió a su voz un temblor lo bastante auténtico como para asustar a Julie. La historia había llegado a labios de Titus con tanta libertad y aire de fidelidad hacia la experiencia vivida que le provocó a Julie un dolor tan claro como el que le había provocado el niño que llevaba la gárgola manca en el autobús.
—A mí esto me suena a asunto de la policía —dijo el señor Singh.
—Quita. Si van a decir que les estamos haciendo perdé el tiempo, ya lo sabes.
El señor Singh examinó el reflejo de Titus en el retrovisor. Los ojos del señor Singh vistos en el espejo tenían, en opinión de Julie, una belleza compungida.
—Voy a intentar alcanzarlos —dijo el señor Singh, poniendo el coche en marcha—. Pero no pienso sobrepasar el límite de velocidad.
—Vale —dijo Titus—. Pero no t’acerques demasiao.
Ghost Town, Dogtown, Jingletown, se trataba de enormes sectores de Oakland que a Julie le resultaban casi del todo desconocidos, y entre ellos aquel viejo reborde desastrado y mal usado que había entre la bahía y los embrollos de la 880 y la 980: bases del ejército y estaciones navales abandonadas, manzanas despobladas en las que todo parecía haber sido arrasado por el impacto de un meteorito económico, ciénagas maltrechas y surcadas por garzas. Y, por supuesto, la hilera de grúas de carga que se apiñaban en el extremo más occidental de la ciudad, como si fueran el Primero de Caballería de Oakland preparándose para cargar sobre San Francisco, aprovisionándose de los contenedores que se acumulaban alrededor de sus pies, como balas de heno trajinadas por intendentes gigantes, para abastecer el asalto final. Los cajones contenedores del puerto de Oakland, vistos desde el Puente de la Bahía, habían sido siempre una fuente de fascinación para Julie, aquellas pilas monstruosas de ladrillos de colores que parecían intentos inacabados de un ambicioso proyecto de Lego, intercambiables como fichas de casino y sin embargo todas ellas potencialmente llenas de algo nuevo y sorprendente: pelotas de fútbol, réplicas de sushi en poliuretano, láseres azules, gorros de Papá Noel, bolsas de diez kilos de chicharrones. En teoría estaban en constante movimiento, importaciones, exportaciones y transbordos enganchados, balanceados y suspendidos sobre las zonas de carga de trenes y camiones de dieciocho ruedas y sobre las cubiertas de las embarcaciones grises que los traían y se los llevaban. Sin embargo, Julie jamás parecía poder pillar a aquellas grúas en movimiento, y las pilas irregulares pero ordenadas de contenedores tampoco parecían moverse nunca, como si el trabajo del puerto fuera tan mágico como el de los juguetes de Toy Story, una operación secreta que se podía echar a perder si él la observaba.
—¿Veis eso? —dijo el señor Singh mientras seguían al Toronado por una amplia avenida que atravesaba, de acuerdo con una placa indicadora situada en la antigua entrada (donde un grafitero había firmado con una runa de aire orco), el antiguo emplazamiento del Depósito Naval de Oakland. En el lado este de la avenida había inmensos edificios ferroviarios de cemento y estucado gris esperando la demolición. Por el lado del puerto, una verja de acero desplegada en forma de láminas entrelazadas y rematada con alambre de púas, más allá de la cual la caballería de acero preparaba su ataque—. Esas cosas metálicas tan grandes que algunos dicen que parecen caballos…
—George Lucas —predijo Julie por lo bajo—. Transportes AT-AT.
—¿Conocéis La guerra de las galaxias? —dijo el señor Singh—. Esas cosas enormes que andan… Esos robots grandes que andan.
—Los transportes AT-AT —dijo Julie—. Los de la nieve.
Sabía que su padre, si estuviera presente, se sentiría obligado a señalar que aquello era una leyenda urbana del este de la bahía, igual que la afirmación de que el nombre en sí se lo había puesto a la región una sociedad secreta de pioneros satanistas que hablaban en jerigonza. A Julie le costó mucho, comprometido como estaba a no parecerse a su padre en ningún sentido o detalle, resistir la tentación de corregir al señor Singh.
Titus no dijo nada. Se limitó a seguir mirando la parte de atrás del Toronado, igual que había contemplado la nuca de Valletta Moore en el autobús.
—¡Exacto! ¡Pues ahí! ¡Miradlos! ¿Veis? George Lucas solía cruzar en coche muy a menudo el Puente de la Bahía, ya sabéis, por lo que me han contado, viniendo de Stockton o de Fresno.
—De Modesto —dijo Julie.
—De Modesto, peor todavía. De joven iba en coche a San Francisco a beber café expreso y vivir el cine francés y luego volvía de madrugada a Modesto, que es el culo del mundo, eso os lo atestiguo personalmente. Y esta, fijaos, fue la inspiración de las máquinas caminadoras AT-AT de las películas de La guerra de las galaxias.
—Mola —dijo Titus, apartando la mirada del Toronado lo bastante como para revivir aquellas patas gigantes sobre el hielo de Hoth y aquellos cazas estelares de movimientos vertiginosos que iban dejando un rastro de hilos como si fueran arañas—. Espera, espera.
Acababan de llegar a una antigua playa ferroviaria con los edificios todavía en pie y hasta renovados. En aquel vacío de cemento sin vías, una serie de cobertizos y almacenes metálicos se apiñaban alrededor de un hangar para trenes inmenso, como si aquello fuera un fuerte feudal. Un tótem repleto de letreros anunciaba los servicios de una panoplia de soldadores, fabricantes de muebles artesanales, pulidores industriales y empresas de fibra de vidrio; al pie del poste figuraba Carrocerías y Tuneados Motor City. A medida que el Toronado avanzaba levantando grava del suelo, se adentraba en la explanada y aminoraba la marcha, sus temblores y espasmos arreciaron. Ejecutó una especie de rumba borracha en dirección a una de las tres puertas de carga de la parte delantera de Carrocerías Motor City, entró a medias como pudo por el portón y por fin, con un último repique de castañuelas, murió. El conductor del Toronado salió y la sombra de Valletta Moore se deslizó por el asiento continuo de delante para coger el volante.
Llevaba puesta una camiseta de los Raiders con el número 78 y el nombre SHELL sobre los hombros. Pantalones de kung-fu y una especie de sandalias o chanclas de cuero. En la mano tenía una cachiporra larga, un bo de kung-fu —no, era un bastón— que se puso a girar como si fuera un poli de la vieja escuela en plena ronda.
—Vale, ahora sí que me voy —anunció el señor Singh en cuanto Stallings salió del coche haciendo girar su cachiporra—. Y os llevo conmigo, gratis.
Stallings no miró en su dirección ni pareció fijarse para nada en el taxi. Rodeó el Toronado renqueante y examinó un instante el maletero. A continuación levantó el bastón, se echó hacia atrás para tomar impulso sobre sus largos zancos de espantapájaros y empujó suavemente con el bastón contra la cerradura circular de la tapa del maletero. Dobló una rodilla, giró la muñeca y ya fuera por una cuestión de qi o de puro garbo —si es que había alguna diferencia— le dio un empujoncito al Toronado. El coche se meció un momento hacia atrás antes de salir disparado hacia delante y acabar de meterse en el taller. Con presteza blofeldiana, una persiana metálica descendió detrás de él. Luther Stallings se quedó en pie examinando la persiana cerrada como si esta fuera una alegoría de algo. Por fin se dio media vuelta de golpe y señaló al Crown Victoria con la punta de su bastón.
—Hostia —dijo Titus.
El señor Singh y Julie llegaron a un rápido acuerdo sobre la sensatez de girar en redondo y conducir todo lo lejos que el señor Singh pensara que podían llevar veintiún dólares.
Antes de que el señor Singh pudiera poner el coche en marcha, sin embargo, Titus salió. Se sacó del bolsillo de la camisa un pequeño fajo de billetes bien doblados con precisión de origami. Podría haber sido uno de aquellos paquetes de compresas estériles. Desdobló un billete de veinte y se lo entregó, a medio convertir en grulla de origami, al señor Singh.
—Yo me encargo —dijo.
Julie salió también del taxi. Era la primera vez que Titus pagaba algo.
—Aquí tenéis mi tarjeta —dijo el señor Singh, pasándoles un rectángulo donde había impreso su nombre, su información de contacto y la sorprendente ocupación chef del punjab.
Julie rebuscó en la billetera de Johnny Depp, sacó una de sus tarjetas de visita al azar y ya se la había dado al señor Singh antes de darse cuenta de que era la que decía:
JULIUS L. JAFFE
Libertino
La palabra la había encontrado en las novelas pornográficas victorianas que su madre guardaba en una caja de zapatos dentro de su armario, entre las cajas de zapatos normales. Se trataba de una declaración de vocación menos pragmática, aunque no menos esperanzada, que la del señor Singh. El chef del Punjab le echó un vistazo a la tarjeta y otro a Luther Stallings. Apoyándose en el bastón, Stallings había echado a andar lentamente en dirección a las inmediaciones de Titus, sin meta definida. El bigote del señor Singh bailó un pequeño huía sobre sus labios fruncidos mientras contemplaba la tarjeta de Julie. Por fin, echando una serie de miradas hacia atrás, el señor Singh dio media vuelta con el taxi y se largó.
El libertino sin experiencia laboral alcanzó a su amigo, que había incurrido, tal vez sin poder evitarlo, en una imitación flagrante de los andares marca de la casa de su abuelo, intensificados ahora por la herida o enfermedad que estaba obligando a usar bastón, una imitación tan precisa que bordeaba con la burla. Stallings inclinó la cabeza a un lado y sopesó a Titus; Titus ladeó la suya al mismo ángulo interrogativo. Ninguno de ellos pareció darse cuenta de que Titus le estaba haciendo un Harpo Marx a Stallings.
—Eh —dijo Stallings, y Titus repitió con diligencia «Eh».
El pelo de Stallings estaba densamente salpicado de gris ceniciento. Tenía bastante menos carne que en sus años mozos. A su dentadura no le había ido nada bien: le faltaban dientes. Por lo demás no parecía estar mal, ni hecho polvo ni enfermo de ninguna manera obvia, y aunque no se lo veía en tan buena forma como a su antigua coestrella, sí que parecía estar mucho mejor que su Oldsmobile; en un estado bastante semejante, en conjunto, al del original, incluyendo el centelleo gélido en la mirada de estafador. Aquel calzado que llevaba sin calcetines no eran sandalias, vio Julie, ni tampoco chanclas, sino alpargatas chinas de tela, de aquellas que se vendían en cubetas enormes en Chinatown por cinco dólares el par. Los pantalones de kung-fu tenían el lustre de los pijamas de muñeca o de un disfraz barato de Halloween. Sin quitarle la vista de encima a Titus, ahora Stallings levantó el bastón que llevaba extendido. Barrió el aire con él hasta apuntar a Julie, con una punta completamente firme, fuertemente atraída como si fuera una vara de zahorí por el alma de Julie, un movimiento directamente sacado de El general Witchfinder. Julie se sorprendió a sí mismo sonrojándose intensamente, como si llevara los bolsillos llenos de beleño y mandrágora.
—¿Quién es ese chico blanco? —le preguntó Stallings a Titus. Julie no captó la respuesta, de tan flojito que la dijo Titus.
—¿Es quién? —dijo Stallings. No enfadado ni impaciente, ni harto todavía de aguantar a idiotas o a chavales que hablaban entre dientes, sino listo para ir en cualesquiera de estas direcciones si era necesario.
—Mi amigo —dijo Titus en voz alta, avergonzado.
Stallings bajó el bastón y examinó a Julie, barriéndolo primero con una mirada vertical y luego con otra horizontal, un proceso que lo dejó poco convencido, sino directamente escéptico.
—Tu «amigo» —dijo, como si Titus acabara de afirmar que Julie era su patata invisible o su anquilosaurio azul parlante.
—¿Qué quieren?
Valletta Moore estaba de pie en el segundo portón del garaje. Tenía la mano metida en el bolso rojo.
—Soy hijo de Archy —dijo Titus.
—¿De Archy Stallings?
—Sí, señor.
—¿En serio? ¿Eres mi nieto?
Titus asintió.
—Ese tiene hijos debajo de las piedras —dijo Valletta.
Luther echó a andar a toda prisa y con un destino claro. Titus se dejó abrazar con rigidez. Con el cuerpo echado hacia atrás. Pero se dejó. Luther Stallings —que en otra época, hacía muchos, muchos años, había sido un pretendiente viable al ferozmente disputado título de Hombre Negro Más Duro del Mundo— se secó con la mano unas cuantas lágrimas inconvenientes.
—Vaya joder.
Soltó a Titus, se apartó y carraspeó. Agarró con las dos manos el pomo plateado de su bastón y lo plantó con firmeza en el suelo que tenía delante. Miró primero a la parte de la avenida que quedaba al otro lado de la extensión desierta del viejo depósito y luego en la dirección contraria, donde no había gran cosa que ver, a primera vista, más que una feroz contienda entre el alambre de púas y las campanillas. Y cielo. Un cielo enorme, partido en pedazos de color plateado y azul. Los camiones de dieciocho ruedas parecían cuentas de un collar interminable, avanzando lentamente por los pasos elevados en dirección a los muelles. Y allí donde uno mirara había contenedores apilados, con nombres pintados que a Julie le sonaban a nombres de oponentes de Street Fighter: «K» Line, Yang Ming, Maersk, Star. Y más allá, los planos y las facetas grises de San Francisco.
—Será mejor que entres —dijo Luther.
Titus echó a andar hacia el garaje. Stallings se volvió hacia Julie, que vaciló, paralizado por un miedo ridículo a que Valletta Moore pudiera tener una pistola dentro del bolso. Y con miedo también al hombre del bastón, a aquella zona profunda de Oakland y a ciertas sombras del garaje que vio que se juntaban para formar la figura de un hombre, grande y corpulento, con un bigote temible a medio camino entre rey de los moteros y dictador latinoamericano.
—¿Qué? —le dijo Luther Stallings a Julie—. ¿Tú también quieres un abrazo?
—Vale —dijo Julie.
Luego se dio cuenta de que Luther Stallings se lo había dicho en broma, y antes incluso de que el hombre se diera la vuelta y echara a trotar, sin mirar atrás, hacia el garaje de Carrocerías y Tuneados Motor City, ya se sintió amargamente abandonado.
—Oh, mira qué niñito tan guapo —dijo Aviva con amargura. Frog Park a la hora del almuerzo, los bebés y las pastoras de bebés pastando al sol. El niño tenía el mismo pelo rubio rojizo que había tenido Julie. Ahora se abalanzó contra su madre con el peto desabrochado y colgándole para darle de comer un garbanzo—. ¿Podrías morirte?
Aparte del pelo, el niñito no se parecía en nada a Julie de pequeño. Era el ángulo en que se repanchingaba, la forma en que confiaba descuidadamente en que su madre lo cogiera en brazos, lo que estaba matando a Aviva. O tal vez fuera simplemente la avalancha de los años. Por fin apartó la vista. Casi se arrepentía de haberle propuesto a Nat que, en vez de comer en la tienda, encontraran algún sitio bonito donde sentarse y almorzar temprano juntos. Una bolsa de bocadillos del Genova Deli, unas alcachofas fritas y un par de Aranciatas. Su «última comida», la había bautizado ella, buscando un efecto de sorna ðåþ transmitiendo crispación. La dejó perpleja el que Nat se limitara a asentir al oír aquel término, encorvado sobre el mostrador de Brokeland, con la barbilla apoyada en la mano y con velas negras desplegadas en todos los mástiles, igual que aquella embarcación de la mitología griega. Navegando como siempre hacia ella, pero esta vez procedente de su propio laberinto, a bordo de la nave Tipo Melancólico. No había ni rastro de Archy. La explicación de aquella ausencia, de lo que iba mal en torno a los socios o bien entre ellos, únicamente estaba esperando una petición formal por parte de Aviva; ella, sin embargo, la refrenó. Por una vez, que fuera Nat el que la escuchara a ella. Que fuera él quien buscara algo a lo que aferrarse, un lugar donde agacharse y observar cómo ella le quitaba el tapón a la lámpara de un genio del pánico y llevaba a cabo como fuera que se llamaba lo contrario de pedir un deseo.
—Si voy a la cárcel… —dijo ella.
—Carajo… —dijo Nat, extrayendo cintas de Moebius de cebolla de su bocadillo con afectación felina y amontonándolas en el envoltorio blanco del bocadillo que había desplegado entre ambos sobre el banco—. Ya empezamos.
—Vas a tener que obligar a Julie a que me visite.
—Aviva.
—No me querrá venir a ver —dijo Aviva—. Estará demasiado enfadado.
—No te van a meter en la cárcel.
—Ah, ¿no?
El niñito se apoyó contra su madre igual que en las pinturas italianas al fresco los dioses se reclinan sobre una nube que le gusta; se apoyó en el paraíso de su madre y en su hombro moreno desnudo. Tal vez alrededor de los ojos también tuviera un toque de Julie, cierta hinchazón histamínica de las mejillas.
—Aviva, es una vista en un hospital. No es un juicio en unos juzgados. Y además es por algo que hizo Gwen. Tú solo vas de acompañante.
—Gwen no hizo nada, Nat.
—No, claro que no. Solo digo…
—De eso se trata. La verdadera equivocación de Gwen fue irse de la lengua con un médico. O sea, fue una equivocación. Pero estaba cansada. Estaba completamente agotada. Había tenido un día durísimo. Y el tío la provocó, pero vamos, del todo.
—Debió de provocarla —dijo Nat—. Cuesta bastante de imaginar a Gwen Shanks perdiendo la calma.
—Fue irreal. Impresionante. —Delicioso, mareante, como comerse un pastel de cumpleaños entero entre las dos. Aviva se había sorprendido a sí misma disfrutando de los estallidos de Gwen con todo el horror de los quince años que se había pasado aguantando la prepotencia y el desdén de los médicos, sacudiéndoselos de encima como quien se quita caspa de los hombros. Quince años de valiente discreción, de morderse la lengua y de trepverter—. Pero una equivocación.
—Siempre es una equivocación el perder así el control —dijo Nat, sin que pareciera estar desplegando ninguna ironía hacia sí mismo.
—Ja —dijo Aviva.
—Calla.
—En fin. Esta jodida vista que tenemos que aguantar hoy no ha venido porque a Gwen se le fuera la olla en urgencias. Y la pataleta de Gwen tampoco va a ser la razón de que yo acabe en la cárcel.
—Me alegra saberlo.
—Gwen cree que Lazar le faltó al respeto porque es negra. Y tú ya sabes qué política tengo yo cuando surge esa clase de situaciones.
—Tu política es: «¿Qué sé yo cómo es ser negra?».
—¿Qué sé yo cómo es ser negra? Estoy segura de que cuando ella le fue detrás, insultándolo y señalándolo con el dedo, para Lazar no fue más que otro estereotipo de la colección que ven en urgencias, ya sabes, la Mujer Negra Enfadada. Pero ser una mujer negra tampoco fue la equivocación de Gwen. Su gran equivocación fue ser comadrona. Una enfermera-comadrona que hace partos en casa y también partos en hospitales.
—Eso lo odian.
—Odian a todas las comadronas, pero sobre todo a las que hacen partos en casa. Quieren que nos larguemos. Quieren decirnos: «Elegid. Podéis hacer partos aquí en el hospital o bien podéis hacerlos en casa con vuestro pachulí, vuestros mandalas tatuados en la baja espalda y comiendo placentas. Pero si decidís seguir haciendo esos partos en casa, señoras, entonces perdéis vuestros privilegios».
Ella fue consciente de que algunas mujeres que tenían cerca, tanto madres como canguros, estaban mirando a ver quién estaba despotricándole en aquella bonita tarde de agosto a aquel pobre tipejo viejo y encorvado con traje de sala de billares que se dedicaba a hurgar con los dedos en su bocadillo. Por lo menos una de las madres presentes había sido paciente de las Comadronas Asociadas, una tal Dina o Deanna, que ahora parecía medio avergonzada y medio absorta, igual que cuando uno se queda mirando a su rabino cortar el césped de su casa en Bermudas.
—O sea —dijo Aviva, bajando la voz—, eso lo sabemos. Es un hecho demostrado y claro. Casi todos los hospitales del este de la bahía ya lo han hecho. El Chimes es el último que todavía permite a las comadronas hacer partos tanto en casa como en el hospital. Pero solo están buscando una excusa para ir en la misma dirección. Y por supuesto, tienen todo el poder, ¿verdad?
—Verdad.
—Entretanto, si ellos tienen un parto que va como el de Lydia… Entonces: «Oh, en fin, estas cosas pasan. La madre está bien, el bebé está bien, olvidémoslo». No sé, tal vez si Gwen no hubiera perdido los nervios habríamos podido salir indemnes. Pero Gwen perdió los nervios, y cuando le llegó el momento de decir que sentía haber perdido los nervios, que Dios la bendiga, no le dio la gana. De manera que ahora, en esta vista de hoy…
—¿Qué va a pasar?
—Imagino que nos suspenderán los privilegios. Un mes o dos. O seis. Solo para darnos algo en que pensar. Y luego, dentro de dos meses o de seis, nos pondrán como condición para readmitirnos el que dejemos de hacer partos en casa. Y luego, en cuanto me lo hayan prohibido a mí, se lo prohibirán también a todas las demás comadronas. Y ahí está el problema, Nat.
Dejó su bocadillo, se limpió los dedos y dio un trago largo y acre de refresco de naranja. El niño se había alejado de su madre, dando bandazos por la hierba en dirección a la estructura de juegos. Su madre lo vio marcharse, orgullosa, conmovida, sin saber que cada vez que se alejaban tambaleándose de ti, volvían un poco cambiados, diez segundos mayores y más cerca del momento en que te dejaban para siempre. Igual que los pescadores de perlas cuando se entrenan, que cada vez que se sumergen pasan unos segundos más debajo del agua.
—No pienso dejarlo —dijo Aviva—. Les diré que lo dejo pero seguiré haciendo partos en casa en secreto. Los haré en chozas estilo mongol y en cabañas sobre los árboles, en viviendas de protección oficial y en la cima del Grizzly Peak, en un palacio de cristal de mil dólares desde donde se vea el puente de Dumbarton. Y luego un día, tarde o temprano, algo saldrá mal. Tendré que trasladar a la paciente al hospital. Y el secreto saldrá a la luz. Se me acabarán los privilegios. Me investigarán y me harán una inspección, y después de tirar adelante el procedimiento hasta que nuestra familia esté arruinada y endeudada de pagar honorarios de abogados, el consejo médico del estado me quitará la licencia.
Ella experimentó una extraña sensación de entusiasmo y a continuación la vio reflejada en la cara de su marido, en cuya mirada se formó una pregunta, probablemente algo parecido a «¿Es así como soy yo?».
—Y después de que me quiten la licencia, Nat, te lo prometo: seguiré haciendo partos en casa. Los haré para personas que vivan fuera del sistema. Gente marginal. Inmigrantes ilegales. Gente, no sé, madres fugitivas de la ley. Madres de sectas, madres que vivan en comunas. Cualquier situación demente y totalmente desaconsejable que se te ocurra en la que alguien esté dispuesto a contratar a una comadrona en rebeldía. Porque los bebés tienen que nacer en casa, y son las comadronas quienes tienen que sacarlos. Ese es el resumen completo de mi sistema de creencias, ¿de acuerdo? Puede que a ti te parezca trivial o pintoresco o chiflado…
—¿Yo cuándo he dicho…?
—… pero quiero que te tomes un minuto, ¿de acuerdo?, o sinceramente, dado que llevamos diecisiete años casados, que te tomes dos segundos y te preguntes si yo estaría dispuesta a ir a la cárcel por esa simple creencia.
—No hace falta preguntarse nada —dijo Nat—. Voy a empezar a acumular limas para esconderlas en las tartas.
Ella sonrió y le dio un puñetazo en el hombro, fuerte, con afecto.
—Au.
—Capullo.
El genio se había vuelto a adentrar por el pozo oscuro y humeante de la boca de su lámpara. Ella le volvió a encajar el tapón bien fuerte y tiró la lámpara al abismo profundo e insondable del que nunca debería haber salido.
—Lo siento —dijo ella—. Me tenía que desfogar.
—Lo entiendo.
—Tenía que decírselo a alguien.
—Para eso estoy —dijo él.
—Es tu trabajo.
—Genial —dijo él—. Pronto lo podré hacer a tiempo completo.
Por primera vez ella captó el matiz de tristeza de su voz, aquello que se le atascaba al fondo de la garganta.
—Eh —dijo ella—. ¿Qué pasa, cielo?
—Nada —dijo él—. No es más que una puta tienda de discos.
—Esto es terreno sagrado —estaba diciendo el viejo, o algo parecido. A decir verdad, Titus solo estaba escuchando a medias, o mejor dicho: estaba poniendo toda su atención, pero estaba escuchando una historia distinta. Una historia más grande. La historia de Titus Joyner, que por fin culminaba ahora. En el frío fluorescente de aquel viejo y casposo taller de reparación con pinta de gruta de la Atlántida perdida, y es que Carrocerías y Tuneados Motor City había resultado ser una auténtica vitrina de los prodigios, destino último de submarinos incas y platillos volantes nazis y cañones de rayos letales del Antiguo Egipto. Entre aquellos garfios de acero que había a lo largo de dos de sus paredes de bloques de hormigón y de los cuales colgaban los huesos, pellejos y órganos de toda una serie de bugas legendarios: rejillas, placas e intrincados adornos metalizados rapiñados o preservados de docenas de automóviles monstruosos. En aquel lugar donde, junto a la larga pared de enfrente de las persianas metálicas, había desplegado un auténtico museo smithsoniano de piezas y herramientas clasificadas y etiquetadas en cubetas, cestas y cajoncitos de costurero. En aquel lugar. Y en aquel momento. Escondidos a la sombra de los transportes AT-AT en el mundo helado de Hoth. Conspirando juntos en la guarida secreta de Cleon Strutter y Candygirl Clark para emprender el robo de la cámara acorazada de su inexpugnable yo y llevarse el tesoro que llevaba tanto tiempo guardando en ella. Con todo aquel corazón protegido y atrapado en el tiempo, pues, Titus estaba escuchando. No el saber que Luther Stallings estaba desgranando, sino la misteriosa historia de su propia vida a partir de aquel momento, un cuento embrollado donde el laberíntico sermón del viejo no constituía más que una hebra del tejido global—. Terreno sagrado. Oakland, California. El final del sueño. El final del puto trayecto.
—Pero no el final del sermón —dijo Valletta Moore, y por lo bajo, casi por debajo de la frecuencia auditiva humana aunque no del todo, añadió—. Parece.
Valletta estaba apoltronada en un taburete de bar, encorvada como un joyero para trabajar en un bidón puesto del revés y cubierto de un pedazo cortado de tapicería de vinilo salpicado de purpurina, en la «oficina» que le habían robado al rincón del fondo de aquel cobertizo de bloques de hormigón por medio de dos sofás rebozados de grasa, un escritorio de madera con tapa abatible y un archivador, debajo de un póster que mostraba una camioneta tuneada de un color naranja descabellado y que anunciaba algo llamado la Kasa del Kolor. Llevaba un auricular blanco metido dentro de la oreja más alejada de Luther, y el de la oreja más cercana le colgaba mientras se inclinaba para examinar las pequeñas herramientas y frasquitos que había extendidos encima del mantelito con purpurina. Todo el instrumental que necesitaba para llevar a cabo un perfecto tuneado de sus uñas. De vez en cuando se bajaba unas gafas de media montura de la frente hasta el puente de la nariz pero se negaba a mantenerlas allí más que unos pocos segundos cada vez. Un hombre británico muy serio narraba en tono de moscardón La autobiografía de la señorita Jane Marple o algún rollo parecido por el altavoz del auricular abandonado. La caverna submarina del escote de Valletta Moore, entrevista a través del cuello abierto de su camisa, como otra Atlántida más pequeña perdida entre pecas y rumores de encaje de color arándano, formaba otro enredo de gran intensidad dentro de la historia de Titus Joyner.
—Hoy tiene público —dijo el viejo gordinflón mexicano o español o lo que fuera. El dueño del lugar, Sixto Cantor. Con su cara bigotuda hecha de rocas de color naranja cosidas entre sí como la Cosa de los Cuatro Fantásticos, ensanchado igual que los coches con los que se ganaba la vida, con el pelo blanco y tupido repeinado hacia atrás estilo cisne, o bien como el alerón de algún cacharro con ruedas de la época de Fonzie. En la pechera de su mono de trabajo azul ponía EDDIE con letras rojas. Detrás de las lentes graduadas de sus gafas protectoras negras con unos costados que parecían ralladores de queso, los ojos de Eddie patrullaban el lugar como si fueran peces luchadores en una pecera. Por lo menos uno de sus ojos seguía en todo momento a la cuadrilla de seis trabajadores que había en el taller de al lado, tres latinos, dos negros y un pequeñajo seguidor del punk y el arte corporal, que estaban ocupados destripando una carrocería gris de los ochenta, tal vez un Citation. Alimentándose de aquel trasto como si fueran un enjambre de pirañas—. Nos vamos a pasar aquí la noche entera.
—Sí, bueno, estoy hablando precisamente de la noche —dijo el viejo—. De manera que está bien. «La historia se hace por las noches», dijo Henry Ford. A eso se refieren cuando hablan del Sueño Americano.
Mientras peroraba, Luther Stallings estaba tumbado de espaldas en el suelo, vestido solo con sus pantalones de pijama de kung-fu, con la rabadilla apoyada en una esterilla de gomaespuma, haciendo abdominales de cien en cien. Abdominales de bicicleta, abdominales con giro de cintura, abdominales de cuerda, cuyo continuo ritmo de tijera marcaba el avance de una charla que solo se interrumpía para soltar alguna que otra mueca de dolor cuando le crujía el hueso de la cadera o bien cuando Valletta Moore soltaba algún resoplido de impaciencia. Cada vez que Titus le echaba un vistazo a Julie, este estaba contemplando las ondulaciones y la dilatación de la musculatura abdominal del viejo, los movimientos internos de aquel cuero cosido tan prieto como las franjas de un asiento aerodinámico. A Julie se lo veía medio mareado y medio hipnotizado, como esa gente que mira una zapatilla dar vueltas dentro de una secadora de ropa.
—Para nosotros todo empezó en el momento mismo en que el hombre blanco quiso dormir en un tren.
Su perorata llevaba la mayor parte de los últimos quince o veinte minutos centrándose en aquel asunto, La historia secreta del hombre negro en California según Luther Stallings, una serie de argumentos que el viejo respaldaba con citas extraídas de autoridades irrefutables cuyos nombres siempre parecían estar a punto de ser divulgados o bien, cuando se pronunciaban en voz alta, a Tifus no le sonaban de nada. El Argumento Número Uno, principal y central, era algo parecido a que, cuando escarbabas hasta el meollo mismo, tal como había hecho el viejo durante los largos años de su exilio, llegando hasta las entrañas mismas de las minas del conocimiento, Oakland era literalmente la Tierra de los Sueños. Después de eso, en fin, entre los gruñidos y los ladridos del compresor de aire, las bravuconadas incesantes que soltaba la cuadrilla de trabajadores de Motor City, la visión de lo que parecía ser la portezuela derecha (o sea, la del lado de Robin) del Batmóvil de la serie de la vieja escuela de Batman colgando de un garfio como si fuera una media res del rincón del fondo del garaje, y el mundo submarino que abría sus puertas cada vez que Valletta Moore se inclinaba para hacerse una manicura francesa en la punta de otra uña, francamente, Titus ya no siguió con mucha atención las explicaciones, aunque entendió y hasta se mostró dispuesto a apoyar la idea de que la Historia Secreta del Hombre Negro en California estaba completamente vinculada con el dormir y el no dormir, con el insomnio y los sueños del hombre blanco. Porque, porque… mmm… algo de que los blancos de antes, como necesitaban estar bien descansaditos mientras viajaban hacia el oeste subyugando y conquistando, acudieron a un tipo llamado Pullman. Y el blanco este, Joe, no, George Pullman, se puso manos a la obra y, no por querer hacer lo correcto sino únicamente porque era un tacaño y necesitaba una reserva instantánea de sirvientes cualificados pero que cobraran poco, empezó a contratar a libertos negros de la época y a ponerlos a trabajar atendiendo el sueño de los blancos. Usando a modo de puntuación gruñidos que a veces parecían elidir o censurar las partes de su discurso que habrían contribuido a que este tuviera algo de lógica, el viejo se dedicó a evocar aquella escena nocturna: vigilantes negros examinando los sonoros ronroneos nocturnos de los ricos ocupantes de los coches-cama, de aquellos soñadores que se mecían por la enorme oscuridad del oeste de camino a la tierra del crepúsculo, la orilla remota del Sueño Americano, que por razones que sin duda se aclaraban durante un gruñido particularmente fuerte, se debía por completo al hecho de que la palabra «América» era una versión degenerada de «Amón-es-Ra», la Tierra del Oeste del Antiguo Egipto, que era adonde ibas cuando te morías, aunque no en tren, claro, sino en barco, a bordo de un barco que iba al oeste como aquellos que habían transportado las penas de los antepasados africanos de los mozos de coche-cama, aunque para los antiguos egipcios el viaje mortuorio hasta Amón-es-Ra no era más que un tipo de letargo, y de hecho un sueño; no «sueño» en el sentido de «tengo un sueño», sino en el sentido de ese extraño viaje que emprende cada noche el cerebro humano dormido, aunque, a modo de digresión aparte, y es que las conexiones eran interesantes, había que preguntarse por qué el doctor King, cuyo padre había sido un masón negro, había decidido formular su mensaje usando un término tan crucial para la Historia Secreta del Hombre Negro en California, el lenguaje del mozo de coche-cama, elevado y provisto de derechos y liberado mientras el hombre blanco estaba literalmente dormido.
—Fueron los hombres más libres que han existido jamás —les contó Luther Stallings a los chicos—, aunque tenían una especie de libertad secreta.
Stallings describía a los mozos de coche-cama en unos términos que evocaban a guerreros gigantes repeinados de la noche, armados con sonrisas, yendo de un lugar a otro, por todos aquellos pequeños rincones de mala muerte, puebluchos perdidos, viendo mundo, llevando escondidas encima, como si fueran espías infiltrados, todas las noticias del mundo clandestino de la América negra, los últimos discos, cotilleos, revistas y peinados, propagando aquel saber y aquellos estilos por el país entero, llevándolos allí donde viviera gente negra, y por encima de todo cantando el cantar de California, y más concretamente de la ciudad de Oakland, donde los mozos de coche-cama se bajaban de los trenes para descansar en los lechos crepusculares de las casas que se compraban con el dinero que le habían sacado al señor George Pullman, unas casas en las que montaban familias que después mandarían a sus hijos y nietos a la universidad y a la escuela de comercio y finalmente al Congreso de Estados Unidos, y a continuación se volvían a subir a los trenes por la mañana para viajar al sur y al este, propagando la noticia de su propia prosperidad, de manera que para cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Oakland ya era el Hollywood de las aspiraciones de la clase media negra, aunque a diferencia de Hollywood, cuando llegabas a Oakland tenías realmente una posibilidad de triunfar.
—Hollywood —dijo Titus, sospechando que ahora le tocaba a él decir algo—. Vaya, pues.
La Historia Secreta resultaba un poco aburrida cuando descendía a los detalles, esa era la verdad, armada como estaba sobre unos acontecimientos y unos datos y unos fenómenos históricos cuyo desconocimiento por parte de Titus únicamente se intensificaba a medida que su abuelo los iba engarzando: huelgas y sindicatos negros, burguesía y clubes nocturnos de la calle Séptima, astilleros, el Ku Klux Klan bajando por Broadway a plena luz del día mientras la gente blanca de Oakland flanqueaba las calles para vitorearlos, y sin embargo el arco de la narración, la sensación de viaje por el tiempo y el territorio despertaba en la mente de Titus cierta sensación de revelación.
—Aquel fue el verdadero ferrocarril subterráneo, unas vías que discurrían por debajo, por dentro de otras vías. Y esta ciudad era su estación terminal. Este edificio en el que estás ahora era un almacén de trenes. ¿Ves esa línea que hay en el cemento de ahí, esa grieta en forma de círculo enorme que lo rodea todo? Ahí estaba la plataforma giratoria. Una vieja plataforma giratoria enorme de cemento, como un plato de tocadiscos donde sonaba la música de los sueños.
El viejo parecía haber concluido sus comentarios. Se incorporó hasta sentarse, jadeante, reluciendo desde el nacimiento del pelo hasta las espinillas.
—Lo que pasa es que ya no gira —dijo Eddie.
Luther Stallings miró primero a Titus, luego a Julie y por fin de vuelta al primero, deseoso de saber qué estaban pensando, cómo lo estaban llevando y qué iban a hacer con sus pequeñas mentes ahora que él se las había revolucionado.
Julie echó un vistazo a Eddie.
—¿Eso es del Batmóvil auténtico? —dijo.
—Ja —dijo Valletta Moore. Negó con la cabeza—. Luther, no te están escuchando. —Se estaba encajando pequeñas almohadillas de espuma entre los dedos de la mano izquierda—. No te está escuchando nadie.
—Le tendrían que haber dado un Oscar —dijo Eddie—. Siempre estaba interpretando a personajes silenciosos.
Él y Valletta soltaron la carcajada.
—Yo sí que estoy escuchando —dijo Titus, intentando no parecer que estaba llevando la contraria, puesto que llevarle la contraria a Valletta Moore le resultaba doloroso y, al menos en las películas de ella que había visto, también entrañaba cierto peligro.
—Muy bien —dijo Luther, lanzando una mirada ceñuda a su parienta y descerrajándole otra a Eddie antes de secarse la cara con un pedazo cuadrado raído pero limpio de gamuza—. Vamos allá, pues —le dijo a Titus—. Chico, lo que tienes que hacer si quieres absorber conocimiento es preguntar. De manera que adelante. Pregunta.
Titus entendió que debía tomar como punto de partida la lección que se acababa de impartir, pero ese entendimiento fue incapaz de vencer el impulso natural de su curiosidad verdadera. Sabía que tenía que preguntar por las tradiciones funerarias de Egipto y los masones negros de América, pero para su propia aflicción, se oyó decir a sí mismo:
—¿Por qué tenéis que vivir en un taller de reparación?
Otra risa se elevó incontenible de las inmediaciones de Eddie Cantor, una serie reprimida y contrita de semitoses. Esta vez, Valletta se contentó con examinar su propio reflejo en el brillo traslúcido de la uña de su índice izquierdo y con murmurar unas palabras para sus adentros a modo de parodia de los apartes del teatro, unas palabras difíciles de entender, algo del tipo: «Anda, justo lo que me apetece oír».
El viejo permaneció sentado, abrazándose las rodillas contra el pecho con sus largos brazos. Frunció los labios y negó suavemente con la cabeza, empezando por la mandíbula. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Durante un momento que se hizo muy largo, no dijo nada. Titus empezó a arrepentirse de la pregunta, sobre todo cuando vio un ligero humedecimiento en los ojos del viejo, aunque el momento pasó sin que se permitiera el derramamiento de una sola lágrima. Titus ya estaba a punto de retirar la pregunta y de buscar una sustituta cuando su abuelo dijo:
—He hecho idioteces en la vida. Es la verdad.
Titus echó un vistazo a Julie, a quien se le puso una cara solemne de astucia, ligeramente puritana.
—Drogas —dijo Julie.
—Idioteces todavía más grandes que las drogas —dijo el viejo—. Y eso es mucho decir, creedme. Pero llevo trece meses de abstinencia, trece meses, una semana y dos días. Estoy limpio. Tengo oficialmente una película en fase activa de preproducción…
Valletta Moore emitió otra observación cuyas sílabas se quedaron en el umbral mismo de lo audible. Era como el arpa mágica de aquella película de Disney, Taron y el caldero mágico, a la que se le rompía una cuerda cada vez que el tío que la tocaba, el bardo, soltaba una nueva exageración de sus hazañas o sus habilidades.
—¿Strutter 3? —dijo Titus.
—Lo has adivinado. Pero… hummm, vendría a ser algo… un tipo de iniciativa independiente, operando esa clase de nivel pequeño fuera de los estudios en que opera Producciones Stallings, es necesario… cómo decirlo, a veces hay que ser un poco creativo con la financiación. Es por eso, intentando contestar tu pregunta, que no era exactamente la pregunta que yo estaba esperando, pero, ejem, se me ocurrió la idea de… hummm, coger una de esas idioteces que cometí hace mucho tiempo y darle un poco la vuelta. Involucrar a uno de los grandes de la industria.
—O eso creías tú —dijo Valletta Moore.
—Me cago en la puta, Valletta…
—Creyendo que podrías quitarte ese…
El viejo se puso en pie de un salto igual que un paraguas que se abre. En el decurso de otro medio segundo, ya había organizado los brazos y las piernas de acuerdo con una lógica mucho más directa que la que había guiado sus enseñanzas verbales previas. Hubo una sensación de viento y de rotación contenidos dentro de un ámbito modesto, como los movimientos del Diablo de Tasmania de los dibujos animados, y luego, igual que había sucedido con el empujón que le había propinado a la parte de atrás del Toronado con la punta del bastón, todo se redujo a la punta de su pie izquierdo y a dos centímetros cuadrados de contacto. El bidón metálico se volcó y retumbó contra el suelo de cemento con una rotundidad de gong chino. Todos los frasquitos e instrumentos de Valletta salieron volando. En el taller, el bombeo hidráulico se interrumpió con una exclamación ahogada.
—Eh… —le dijo Julie a Valletta Moore—. ¿Está usted bien?
Eran las primeras palabras que le dirigía desde que habían entrado en el taller mecánico.
—Oh, estoy bien, cielo —dijo Valletta en tono risueño.
Se puso a cuatro patas, intentando recoger sus cosas y comprobando que los frascos no se hubieran roto y que su contenido no se hubiera derramado.
—En fin, voy a ver qué hacen esos gamberros —dijo Eddie.
Los peces luchadores revolotearon a un lado y a otro detrás de los cristales de su acuario mientras Eddie examinaba el alboroto que había permitido en su por lo demás impecable taller mecánico, con cara de que ya no veía muy claras las razones por las que lo había permitido. Lo normal sería que a aquellas alturas sus ojos ya estuvieran entrenados para calcular las posibilidades de recuperación y salvación ocultas en las ruinas de una máquina que un día había funcionado bien. Titus intentó encontrar señales de esperanza en aquella mirada, pero Eddie lo estaba mirando a él; a Julie y a él.
—¿Necesitáis que os acerque a algún sitio?
—Pues… mmm…
Julie se puso de pie, abrazándose a sí mismo, acostumbrado a la compañía de la clase de gente que resolvía las cosas hablando, que compartía sus sentimientos y que, cuando todo se resolvía, formaban un círculo como si fueran Osos Amorosos, gente que nunca tiraba cosas a patadas ni salpicaba las paredes y el suelo con esmalte de uñas parecido a sangre.
Luther Stallings recogió su bastón y se apoyó en él con las dos manos, mirando a su nieto pero sin dar ninguna indicación de lo que quería que Titus dijera o hiciera.
—Estamos bien —dijo Titus.
Eddie asintió y, gritando en un dialecto despectivo del spanglish, se fue a criticar los esfuerzos de su cuadrilla. El bastón de Luther repiqueteó en el suelo de cemento mientras caminaba silenciosamente con sus alpargatas de Bruce Lee por entre los mares y continentes de manchas que constituían su mapa, en dirección al Toronado, que ocupaba el muelle contiguo. Metió la mano por la ventanilla del conductor para sacar las llaves del contacto, dio la vuelta hasta la parte de atrás del coche y abrió el maletero. Sacó una cubeta de plástico con dos tapas que se encajaban la una dentro de la otra y la llevó resoplando hasta una de las mesas de trabajo. Miró a Titus.
—Creía que querías ver mi puñetera película —dijo.
Ella iba a hacer lo que tenía que hacer: montárselo a lo grande; por desgracia, ya no era viable. Implicaba mantener un estado metafísico del que Gwen ya se había desprendido hacía tiempo, como una casa en medio de un corrimiento de tierras causado por la lluvia. A pesar de todo, se propuso intentarlo como pudiera, decidida a dejar de ir a hurtadillas y a ponerle fin a su ocultamiento y a todo aquel cobarde ninjutsu marital y profesional. A actuar con la misma firmeza y fuerza que Candygirl Clark, pese a lo inalcanzable que aquella aspiración le pudiera resultar a una mujer en su semana treinta y siete de embarazo que se ha pasado los tres últimos días vistiéndose con la ropa de una maleta y durmiendo en una esterilla de gomaespuma.
A tres horas de su enfrentamiento en el Chimes, Gwen condujo por el túnel hasta la Tierra de los Blancos. Su BMW se fundió gradualmente con la autosfera local a medida que la carretera se desplegaba y se flexionaba para adentrarse en las colinas de la Sierra. Las sombras se afilaron y la tarde adoptó una reverberación desértica. Los aspersores bisbiseaban. Las pelotas de golf trazaban arcos iris blancos sobre el cielo azul del Condado de Contra Costa. La luz del sol hacía resplandecer el vello dorado de los antebrazos de las mujeres cargadas de bolsas de la compra y ataviadas con faldas de tenis.
En la tienda de ropa para embarazadas A Pea In The Pod, Gwen consignó su forma cúbica a un vestido acampanado sencillo de tela elástica de jersey gris con una chaquetilla gris a juego. La chaquetilla venía con unas hombreras que le daban un incómodo parecido con la cubierta de un portaviones. Por culpa de lo mucho que se le subía sobre la barriga, el vestido daba la impresión de colgarle unos buenos diez centímetros más abajo por detrás, formando una especie de cola improvisada. Se iba a pasar el resto del día dándose tirones del frente del vestido, como una adolescente medio osada con microminifalda.
Al llegar a la caja registradora pidió unas tijeras para quitarse las hombreras, lo cual, vista la cara de espanto que puso la empleada de vello dorado mientras Gwen destrozaba un vestido que le acababa de costar ciento setenta y cinco dólares, le pareció un gesto de puta madre. A continuación se fue a la zapatería Easy Spirit donde, empleando unas pinzas de vanadio y una mascarilla portátil de soldador, consiguió entregarle sus maltrechas alpargatas a un equipo de trabajadoras especialistas en materiales peligrosos y salió de allí calzada con un insulso par de zapatos grises con correa adaptados. Tenían el mismo encanto que el cemento y la misma elegancia que sendos bloques de hormigón, pero le sujetaban los pies sin dolor ni fallos estructurales, y a ella le pareció que el aire de monja-bibliotecaria que emitían no era del todo incompatible con el hecho de repartir unos cuantos guantazos.
Equipada de esa guisa, regresó a Oakland por el Portal Transdimensional de Caldecott a fin de someter su pelo a las sutiles aunque no silenciosas artes de Tyneece Fuqua del salón de belleza Glama. Para atender a la emergencia capilar de Gwen, Tyneece se había visto obligada —según le explicó con irritante detalle— a cambiar la hora de una consulta telefónica que tenía con una vidente afincada en Makawao, Hawai, una mujer que, durante su anterior sesión telefónica, había estado a punto de encontrar los dos lingotes de oro nazi que el bisabuelo de Tyneece se había traído a casa de la guerra y que había enterrado, según se decía, en uno de tres jardines posibles pertenecientes a las tres mujeres distintas de Oakland que habían parido a sus diecinueve hijos e hijas. Mientras le peroraba a Gwen sobre las complejidades de los números de serie del oro nazi y sobre sus abundantes primos y primas desprovistos de oro, Tyneece atendió los maltrechos rizos de Gwen, atrapando a los laxos, los caídos y los de alma perdida y retorciéndolos con fuerza, como si estuviera dando cuerda a los resortes mismos de la resolución de Gwen. Le dio a Gwen un masaje en el cuero cabelludo, el cuello y los hombros, y puso a la chica nueva a trabajar en sus pies doloridos. Por fin, después de hacer lo que pudo, avisó al señor Robert, al que había mandado a buscar nada más enterarse de lo que Gwen tenía que afrontar ese día.
El señor Robert llegó empujando un carrito para equipaje de esos que llevan las azafatas aéreas donde transportaba un maletín de pinturas de plástico rosa lleno de arañazos. Se trataba de un caballero pequeño y atildado que llevaba pantalones a cuadros verdes, jersey de color verde lima con cuello de cisne, botines blancos de cremallera y pelo a lo Sammy Davis. Últimamente trabajaba de forma casi exclusiva para bodas, bailes de graduación y con alguna que otra quinceañera, pero en un tiempo pasado había sido el mejor maquillador negro de Hollywood, en el que confiaba una generación entera ya desaparecida de actrices televisivas, desde Diahann Carroll hasta Roxie Roker, para combatir los prejuicios visuales y técnicos de los cámaras y directores de iluminación blancos. Al cabo de unos segundos de escrutinio intenso, el señor Robert se encogió de hombros y pareció confuso.
—Me habían dicho que esto tenía que ser una emergencia —dijo—. Pero cariño, estás tan tremenda que tengo miedo que me pegues fuego a las bolas de algodón.
—Venga, no me mienta, señor Robert.
—¡Te lo digo en serio! ¡Estás radiante! ¡Necesito un contador Geoger! ¡Necesito uno de esos trajes de plomo, como los que lleva Homer Simpson!
El señor Robert era un cotilla escabroso aunque anticuado provisto de unos modales bruscos y puntillosos y de la costumbre de hacer preguntas sin esperar las respuestas. En cuanto terminó le cogió la barbilla con sus dedos flacos y resecos y se la giró a un lado y al otro. Arqueó una ceja con gesto escéptico. Por fin dejó que Gwen se echara un vistazo a sí misma en la pared de espejos del local.
—Estoy casi preciosa —le dijo al reflejo de él.
—¿Casi? —dijo el reflejo de él, con gesto dolido—. Cariño, y un cuerno. El señor Robert no deja a nadie con un aspecto «casi».
—No, tiene usted razón, gracias, señor Robert —se apresuró a decir ella, mientras él se ponía a devolver sus pinceles y frascos al maletín rosa con brusquedad molesta—. Estoy flipante.
Él no dijo nada pero Gwen captó un fruncimiento del ala izquierda de su bigote, una medio sonrisa medio satisfecha. El hombre recogió sus cosas, despacio y con parsimonia, frotándose de vez en cuando sus bonitas manos marrones de dedos largos doloridas por la edad. Tyneece ya había cobrado a Gwen por aquella sesión de emergencia, pero, cuando el señor Robert levantó la vista de su instrumental, Gwen le estaba ofreciendo una propina de veinte dólares. El señor Robert negó con la cabeza y apartó la mano que ella le extendía con el dinero.
—Ya me lo darás la próxima vez —dijo.
—No, señor Robert…
—Nací en la cocina de mi madre —dijo él—. En Rosedale, Mississippi. Fue una comadrona como tú la que me trajo a este mundo maravilloso.
—Sí, bueno —dijo Gwen, conmovida, avergonzada, lamentando el hecho de que, a pesar del progreso, todo aquello pareciera implicar la desaparición de un mundo de comadronas negras que sacaban a bebés negros, extrayendo a la luz el futuro a razón de un par de hombros resbaladizos cada vez—. Después de hoy, puede que ya no me quede mucho tiempo de comadrona.
Tal como parecía ser su costumbre —tal vez el señor Robert fuera un poco sordo—, hizo como que no la oía.
—Antes de llamar a mi padre para que entrara a verme —siguió diciendo—, aquella mujer, la comadrona, se sacó un pintalabios del bolso y le arregló la boca a mi madre. Le peinó el pelo a mi madre. La dejó bien, ¿me entiendes? La preparó. O por lo menos eso era lo que contaba siempre mi madre. A veces me pregunto, ya sabes… mmm… si no sería eso lo que me dio la idea a mí. —Puso un brazo en jarras y se señaló con la otra mano, el genio de sí mismo dirigiéndose a sí mismo en el remoto Rosedale de tanto tiempo atrás—. ¡Señor Robert, cuando crezca, va usted a ser maquillador!
Devolvió su maletín al carrito con ruedas y lo ató descuidadamente con varias vueltas de correas elásticas verdes.
—¿Tú crees que algo así —dijo—, algo que pasa en la sala donde naces, tú crees que es posible que lo veas y se quede contigo para el resto de tu vida?
—Yo de los bebés me lo creo todo —dijo Gwen.
A las 2.55, con el ticket del aparcamiento del Hospital General Chimes guardado cuidadosamente en un bolsillo con cremallera del interior de su bolso, Gwen cruzó pesadamente las puertas correderas altas y amplias que tantas veces había cruzado, con mucho más en juego, en aquellas otras madrugadas, largas tardes y primeras horas de la mañana, que su simple destino personal. Los afluentes y las corrientes crecidas de la humanidad del este de la bahía fluían a través del filtro del vestíbulo del hospital, toda la descabellada variedad de formas de vida del estanque local. Un pandillero avanzaba hacia el ascensor con un ramo de azucenas y margaritas multicolores metidas debajo del brazo, un viejo buitre quemado por el sol con una mata de pelo blanco de científico y pantalones cortos, un motero barbudo con una sola pierna y tres dedos que ella supuso que sería un diabético descuidado al que se estaba comiendo la neuropatía, dos madres recientes —una oriental y la otra con el velo y la tienda de campaña dictadas por las leyes del islam— esperando en festivas sillas de ruedas a que sus maridos trajeran los coches respectivos. Uniformes hospitalarios, monos de trabajo, camisones de dormir, camisetas de baloncesto, faldas estampadas de chicas hippies y hasta un par de monjes budistas con túnicas de color azafrán, probablemente tailandeses del Templo de Russell Street. Al verlos, Gwen se vio atrapada por la necesidad de aquellas pequeñas tortitas de coco con cebollinos que servían allí los domingos por la mañana; pero ese día era jueves, y, en todo caso, Candygirl Clark nunca habría permitido que un antojo, ni que fuera de tortitas tailandesas, la distrajera de una misión.
—Uau —dijo Aviva, contemplando el fruto de la determinación de Gwen. Los zapatos, el vestido, la chaqueta y los rizos exuberantes de su peinado restaurado—. Cómo te has emperifollado.
Gwen se dio un tirón del dobladillo delantero del vestido.
Aviva estaba de lo más sobrio, delgada, eficaz y ataviada con un conjunto de color marrón topo cuya falda le quedaba justo por encima de las rodillas. Su pelo, salpicado a intervalos regulares —hasta se podría decir meticulosos— de canas, estaba recogido con un pasador ancho de plata cincelada mexicana. No llevaba más maquillaje que un toque de color en los labios, un tono o dos más intenso que su propio color rosado natural. Descansada, serena y proyectando, en opinión de Gwen, un ligerísimo toque de resignación a su destino. Después de hacer un buen repaso a la apariencia de Gwen, su socia se la quedó mirando a los ojos, como intentando discernir algún indicio de lo que tenía en mente o de su estado de ánimo.
—¿Estás lista para esto? —dijo Aviva.
—Estoy completamente lista —dijo Gwen.
—Ah, ¿sí? —Alerta, llena de curiosidad—. ¿Sabes algo que yo no sepa?
—De momento, no —dijo Gwen, acaramelada—. Pero solo han pasado diez años.
—Ja —dijo Aviva, con el detector de trolas graduado como siempre para captar hasta los indicios brutalmente pequeños.
Gwen intentó poner una cara de inocencia con los ojos muy abiertos, sintiéndose nada menos que fuerte y positiva y —salvo por su carencia de media docena de tortitas de leche y coco, humeantes y salpicadas de cebollinos verdes, acurrucadas en su envoltorio de papel— sorprendentemente preparada.
—Simplemente voy a intentar, ya sabes, mantener la dignidad en este asunto —dijo—. No tengo ninguna intención de volver a ponerme en ridículo.
—Me parece genial —dijo Aviva—. Vale, pues. Supongo que deberíamos ir para allá.
Gwen se miró el reloj.
—Esperémosle un momento más.
—¿Esperemos un momento a quién?
—A Moby —dijo Gwen y en ese momento vio al hombretón echándose con pasos entrecortados a la izquierda para evitar la colisión con una pareja de ancianos negros que se estaban ayudando mutuamente a salir por la puerta, como dos edificaciones adosadas, refugios temporales contra la jornada.
Había llamado a Moby justo después de la ducha profética, la última que iba a darse en el Instituto Bruce Lee, en el curso de la cual, atrapada en la brisa de ideas de todos aquellos iones de carga negativa, Gwen se había sorprendido a sí misma imbuida del espíritu de Candygirl Clark.
—Dejando de lado todos esos chistecitos que haces a costa de tu barriga de embarazada —le había dicho Moby por teléfono—, de verdad que yo solo represento a ballenas.
—Sí, yo lo sé —le había dicho Gwen—. Pero el Hospital General Chimes no lo sabe.
—¿Te han sugerido que lleves a un abogado?
—No, al contrario: técnicamente, no es más que una vista informativa. Pero es precisamente por eso que es buena idea. Escucha, Moby, tú ni siquiera tienes que decir nada. Tú te limitas a sentarte ahí, ya sabes, con tu corbata y tu maletín, grande e intimidante como eres.
—No me jodas. ¿Te parezco intimidante?
—Está claro que tienes potencial.
—¿Para ser un tío chungo?
—Bueno, una versión de tío chungo.
—¡El factor intimidante!
—Eso.
Cierto, había sentido dudas en aquel momento, al oír el entusiasmo que se había adueñado de la voz de Moby junto con aquel espantoso acento de Electric Boogaloo, pero ese no era un día para irse con dudas, cuestionamientos o vacilaciones. Era un día para hacer lo que una tenía que hacer mientras se aproximaba, explotando al máximo las posibilidades de ella misma y del señor Robert, a montárselo a lo grande.
Y ahora el hombre aparecía con unas sandalias Birkenstock marrones y el traje azul marino más ancho que tenía con calcetines negros.
—Dios bendito —dijo Aviva.
—Buff.
—¿Qué está haciendo ese aquí?
—Se me ha ocurrido traer cierto factor de intimidación —dijo Gwen—. Francamente, yo no contaba con las Birkenstock.
—¡Gwen!
—No pasa nada.
—¡¿No pasa nada?!
—Solo se tiene que sentar ahí. Estar presente, físicamente, ocupando su puesto de abogado enorme en la sala.
—Muy bien —dijo Aviva, queriendo decir que no estaba muy bien—. Estoy confundida. Cuando Garth Newgrange nos amenazó con un pleito multimillonario que no solo nos puede dejar sin trabajo sino también dejarnos a las dos en la puta ruina, ni siquiera quisiste hablar con un abogado.
—Garth no tiene motivos para entablar un pleito. Su bebé salió bien parado y Lydia también.
—Y ahora para esto —siguió Aviva, igual de sorda que el señor Robert cuando le convenía— te traes a un tipo que tuvo su último juicio en SeaWorld.
—Señoras —dijo Moby, con el toque de sofisticación más espantoso que uno pudiera imaginar.
Gwen sintió otro escalofrío de incertidumbre. Durante el trayecto en ascensor, sin embargo, Moby asumió un porte sorprendentemente profesional, hablando en voz baja y deprisa, boyante y flotando en su propia veteranía.
—He hablado con la letrada general —les dijo a las sodas—. Me ha dicho que, aunque se haya interpuesto una queja formal, no es nada que no se pueda eliminar. No hay nada escrito en piedra. El consejo puede usar su criterio y tiene autoridad para descartar el asunto, siempre y cuando podamos satisfacer a Lazar y darles razones para que lo dejen correr. Tal vez te tengan en periodo de pruebas durante seis meses o un año, Gwen. Y luego todo volverá a la normalidad.
—¿«Darles razones»? —dijo Gwen—. ¿Qué clase de razones tiene en mente la letrada? ¿Y cómo se supone que voy a «satisfacer» a Lazar?
—Oh, por el amor de Dios, Gwen, ya sabes lo que tienes que hacer —dijo Aviva.
—¿Qué?
Aviva no dijo nada, no sintió que hubiera necesidad de decir nada, tan petulante como siempre con el poder telepático de su corrección. Gwen le negó esta vez la satisfacción, sabiendo que la palabra secreta era «disculpas», y en cambio se quedó mirando fijamente a Aviva mientras el ascensor se abría en la cuarta planta para dejar entrar a un fantasma, se cerraba y continuaba su trayecto.
—Pedir disculpas —dijo Aviva por fin, dándole un ligero matiz imperativo.
—¿«Disculpas»? —Gwen fingió cierto escándalo ante aquella revelación—. ¡¿A Lazar?! ¡¿Por qué?!
—Por nada. Es una fórmula vacía y sin significado. «Lo siento». Literalmente significa que estás dolorida, que sientes malestar. Pero eso no lo sabe nadie, y tampoco es el sentido que le da nadie. No son más que palabras, Gwen. Es una muestra, una pequeña casilla en un formulario que te dan, coges el lápiz y haces así… —Hizo una pequeña marca en una casilla invisible—. Tienes que articular las palabras, tomar tu medicina y así todos podremos…
—«Tomar mi medicina» —dijo Gwen, abriendo otro paquete de comillas irónicas, de las que tal vez ya le quedaran pocas—. Muy bien, claro, son médicos, ¿no? Siempre y cuando no me la intenten administrar por vía rectal…
Las puertas se abrieron en la sexta planta y Gwen se calló. Se encontraron a sí mismos brevemente perdidos, buscando la sala de conferencias, deambulando por un laberinto de pasillos y subvestíbulos hasta que se toparon con Lazar en persona, secándose la boca con el dorso de la manga y apartándose de un surtidor de agua que había en mitad de un pasillo secundario con moqueta azul situado detrás de la oficina de personal. Llevaba una camisa de botones de color azul claro con corbata de punto de punta cuadrada y unos pantalones de sarga azul tan estrechos que los muslos de ciclista le levantaban los bajos como si hubiera una inundación en el edificio.
—Siento que esto haya llegado hasta aquí —le dijo Aviva.
—No me cabe duda —repuso él, evitando claramente mirar a los ojos de Gwen.
Abrió la puerta de la sala de conferencias y se hizo a un lado para dejarlos pasar.
Mientras se hacían las presentaciones, Gwen vio que no era su día de suerte: el consejo de inspección de partería lo componían tres tocólogos; los tres, hombres. Ella conocía a los tres y había trabajado con todos a lo largo de los años, y la relación que tanto ella como Aviva tenían con ellos era en el peor de los casos cordial y, en el caso del doctor Bernstein, cálida. Bernstein había transferido a docenas de pacientes a las Comadronas Asociadas, y en diversas ocasiones Gwen se había llevado la impresión clara de que el viejo Aryeh Bernstein flirteaba, de esa forma en que los médicos flirteaban para pasar el rato, con Aviva. Pero nada de todo esto formaba la base de la mala suerte de Gwen.
TRES TOCÓLOGOS BLANCOS Y HOMBRES, escribió Aviva en la primera página de uno de los cuadernos que la taquígrafa del hospital les había repartido a las socias al sentarse, CONTRA UNA COMADRONA NEGRA = COMPLETAMENTE JUSTO.
—Completamente —dijo Gwen en voz alta, aunque no estaba completamente segura de en qué parte de la escala de blancura tenía que colocar al doctor Soleymanzadeh.
La taquígrafa, una madura y formidable filipina que también estaba grabando la vista en una cinta, frunció el ceño y a continuación tecleó trece letras en la transcripción. Bernstein empezó, cogido por sorpresa por el tableteo de las teclas y obviamente temeroso de que tal vez todo estuviera arrancando sin él.
—Adelante, pues —dijo, haciéndoles un gesto con la cabeza a Soleymanzadeh y a Leery, que estaban a su derecha y a su izquierda—. Señora Jaffe, señora Shanks… Gwen, Aviva… Como saben, estamos aquí hoy para tratar una queja que ha interpuesto el doctor Lazar aquí presente, Paul Lazar, a raíz de un incidente que tuvo lugar en urgencias el día veinte. De momento, la vista no tiene más propósito que reunir información y tratar de hacernos una composición más clara de lo sucedido, que luego los doctores Soleymanzadeh, Leery y yo mismo usaremos para emitir alguna clase de recomendación sobre la cuestión de los privilegios de que gozan ustedes aquí en el Chimes. A ver, se trata de una queja grave y no cabe duda de que es un asunto serio. Además, tengo que mencionar que, sea cual sea nuestra recomendación, es probable que se convierta en la acción que emprenda el hospital. Sin embargo…
—O que no emprenda —dijo Moby, como si estuviera ayudando.
—Sin embargo —continuó Bernstein—, quiero empezar recordándoles, Gwen y Aviva, que esta vista queda estrictamente dentro del ámbito de la política que tanto el hospital como el departamento tienen en relación con la conducta y el estatus de las enfermeras-comadronas que gozan de privilegios en el Chimes. Tengo que subrayar que no es un procedimiento legal. No les hace falta abogado.
—Doctor… Bernstein. Lo que pasa es que un abogado viene a ser como un paraguas —dijo Moby, y Gwen nunca le había visto pinta de estar más relajado ni tan en su elemento, sin rastro de Boogaloo Shrimp ni en sus modales ni en su voz—. Cuando no lo llevas, llueve.
—Entiendo, doctor —dijo Gwen—. Simplemente estoy siendo cautelosa. Y espero que usted también lo sea.
Ella vio cómo sentaba aquello, cómo las cejas de Joe Leery salían disparadas hacia el cielo antes de volver a bajar en paracaídas hasta el risco de su ceño.
—Muy bien —dijo Bernstein—, y bueno, es usted totalmente libre de hacerlo. Señor Oberstein…
—Doctor.
—Antes de que entremos en las acusaciones y los asuntos tan serios que se han sacado a colación en este caso, creo que todos tenemos que tomarnos un momento para recordarnos a nosotros mismos lo más importante de todo, que es que tanto la madre como el bebé están bien. Que no es eso lo que estamos tratando aquí.
Siete variaciones distintas de asentimiento piadoso con la cabeza, de siete personas que se mostraban ciertamente de acuerdo en aquello.
—Ahora, doctor Lazar —dijo Bernstein—, todos hemos leído su queja, y creo que está bastante claro que piensa usted que la conducta de la señora Shanks no solo careció de profesionalidad sino que redujo la calidad de las atenciones…
—Mire —dijo Lazar, tan absolutamente capullo como siempre, de los pies a la cabeza, un rasgo muy común entre los médicos de acuerdo con las estadísticas y que no necesariamente encajaba, por consiguiente, bajo el epígrafe de afortunado para Gwen—. No voy a entrar en una competición de gallitos, ¿de acuerdo? No me interesa quién la cagó, ni cómo la cagó, ni si tiene sentido o no que la gente dé a luz en la bañera de su casa. Para mí todo esto se reduce al hecho de que la señora Shanks, cuando yo la cuestioné, que es algo que yo tenía todo el derecho a hacer, se mostró beligerante, amenazadora y agresiva. ¿De acuerdo? Y si eso no se considera una conducta inapropiada hacia alguien que está en plantilla por parte de una persona que tiene privilegios en este hospital, pues oye, no sé qué coño hay que considerar.
Echó un vistazo a la taquígrafa, como si se estuviera planteando pedirle que tachara su pregunta retórica o bien se la dejara cambiar.
—Beligerante y agresiva, tal vez —dijo el doctor Soleymanzadeh, un hombre atractivo con cara de halcón y unos ojos castaños ridículamente hermosos. Hojeó la declaración de Lazar que tenía delante sobre la mesa, dos páginas a doble espacio más o menos desprovistas de detalles concretos o, ya puestos, de interés para el lector. Todo ello tremendamente distorsionado pero en esencia, supuso Gwen, cierto—. Lo de amenazadora me cuesta creerlo, Paul.
—Ese es el meollo del asunto, ¿no? —dijo el doctor Leery, un hombre mayor, el más dulce y el menos competente de los médicos presentes en la sala—. Agresividad, beligerancia, cuesta saber cuándo…
—Dices que la señora Shanks te amenazó —dijo Bernstein—, pero según tu versión, Paul, no veo claro si…
—Vale, no me amenazó físicamente.
—Pero sí que te amenazó.
—Supongo que más bien me desafió.
Gwen notó que Aviva y Moby la estaban mirando, esperando a que ella lo interrumpiera o negara algo o discutiera. Pero ella no había ido allí para discutir con aquellos gilipollas. Se limitó a esperar el momento oportuno.
—Muy bien —dijo Bernstein—. A mí eso me parece un mero matiz semántico. ¿Puedes…? ¿Podemos pedirte que seas un poco más concreto?
Era bastante raro; de pronto Lazar pareció perder todo interés en el procedimiento que él mismo había instigado. Estaba sentado bajo el zumbido de las lámparas fluorescentes de bajo consumo, con aspecto más fatigado y apagado que nunca.
—Se me subió a las barbas —dijo, como a modo de conclusión, y aunque todos esperaron a que él continuara (hasta Gwen se sorprendió a sí misma esperando perversamente a que dijera algo más)— pareció que él había llegado al final de su argumento.
Bernstein se volvió hacia Gwen.
—Señora Shanks, ¿le gustaría a usted contestar?
Gwen miró teatralmente a su abogado, que enderezó de golpe la espalda en su silla, preso de un momento de pánico leve. Tanteándose los bolsillos mentales como si se hubiera dejado la cartera en el autobús. Su mirada le recordó a ella: «Silencioso y duro». Luego, despacio, viendo que ella lo estaba esperando, asintió con la cabeza. Gwen se puso de pie como si estuviera obedeciendo una orden, sabiendo lo que tenía que hacer y, peor todavía, sabiendo cómo tenía que hacerlo, diciéndose a ella misma que era necesario.
—Gracias, doctor Bernstein —dijo Gwen—. Sí, me gustaría contestar. No voy a mentir. En aquel momento estaba furiosa. Estoy segura de que estaba muy cerca de él, tal vez «subiéndome a sus barbas». Pero mírenme.
Se puso de pie y ejecutó una lenta rotación sobre su propio eje, regodeándose en su volumen.
—En primer lugar, me gustaría señalar que yo podría colocar los pies a una distancia tan apropiada del doctor Lazar como a él le gustara y aun así bastantes partes de mí se le seguirían subiendo a las barbas. —Una ristra de risas ciñó a los médicos; hasta a la lúgubre taquígrafa se le escapó al instante una sonrisa—. En segundo lugar —continuó Gwen—, ¿acaso les parezco peligrosa? ¿Desafiante? —No hacía falta en aquel momento mencionar que ella era cinturón negro ni que, si a ella le daba la gana, y a pesar de que Lazar le sacaba treinta centímetros de altura y ella estaba tan ágil como un saco de arena, aun así sería capaz de partirle cualquier hueso del cuerpo al tocólogo. Echó un vistazo a Moby, que se lo estaba pasando pipa, asintiendo con la cabeza, con los carrillos temblándole, tan orgulloso como si la hubiera entrenado él en todo aquello—. Dejando todo eso de lado, vale, démosle cierto crédito. Concedámosle lo que dice. —Moby dejó de asentir—. «Agresiva. Beligerante. Desafiante». —El viejo Moby deseó no haber abandonado nunca a las orcas—. Como he dicho, estaba furiosa. Doctores, tenía derecho a estar furiosa. Acababa de ser sometida a un tratamiento completamente vil y repulsivo por parte de este hombre, Paul Lazar, un tratamiento que yo sé, o quiero pensar, que también les habría puesto furiosos a ustedes. —Mantuvo la vista clavada en los tres inquisidores, por miedo a que, si miraba a Aviva, se le acabaran las agallas—. Este hombre, Paul Lazar… Y sé que ustedes no quieren oír esto. Y yo no se lo quiero contar. No se lo quería contar a nadie, ni siquiera a mi abogado, porque sabía que, si se lo contaba, él me aconsejaría que le presentara una queja a la Agencia Federal de Discriminación en el Trabajo. Pero no me puedo quedar aquí plantada sin más y dejar que ese hombre se salga con la suya. No cuando es culpable de la peor clase de racismo…
—Eh —dijo Lazar—. Eh, pare el carro…
—De la peor clase de comentarios racistas.
—Oh, venga ya, mujer.
—Hizo un chiste sobre mi pelo. Sobre el pelo de la gente negra, sobre el pelo procesado.
—Yo…
El recuerdo, entonces; un pinchazo de alfiler y el aire escapando de sus pulmones con un silbido, mientras el entendimiento, preocupado y nervioso, se infiltraba en las caras de Leery, Bernstein y Soleymanzadeh. Propagándose igual que la mancha de una bolsita de té oscurece una taza de agua caliente. Gwen se volvió hacia Aviva, desafiando a su socia a que la respaldara en aquello o bien se retirara. Los médicos —Lazar incluido— se volvieron también para ver qué decía Aviva Roth-Jaffe, la Alice Waters de las comadronas, la roca en la que había puesto sus cimientos la moderna partería del este de la bahía.
Aviva pareció horrorizada; lo más horrorizada que había parecido nunca. Vaciló durante un segundo largo, con sus labios carnosos aplanados por una mueca de infelicidad. Por fin asintió con la cabeza.
—Es verdad —dijo.
—Me dijo que hago brujería.
—¡Yo no dije eso!
—Me acusó de practicar el vudú.
—Ary, no es verdad —le dijo Lazar a Bernstein. Despierto ahora, revivido, imbuyéndole tanta veracidad a su voz como pudo, más de la que era compatible con decir la verdad—. No quería decir…
—Había una sala de espera llena de testigos —dijo Gwen—. Todos oyeron lo que dijo usted. Esa gente se inscribió en el mostrador de admisiones y estoy segura de que se los puede encontrar. Todos lo corroborarán. Dijo usted: «Cinco minutos más de quemar incienso o del vudú que fuera que estaban practicando ustedes, y esa madre se muere».
Lazar abrió la boca como si fuera a protestar y la volvió a cerrar.
Bernstein se volvió hacia Aviva, que ahora le estaba clavando una mirada a Gwen, confiando en que su socia supiera lo que estaba haciendo y poniéndolo en duda y principalmente, supuso Gwen, temiendo que sí lo supiera.
—Me acuerdo de eso —dijo Aviva—. No estoy segura de que fueran sus palabras exactas pero es verdad que el doctor Lazar dijo algo de que estábamos haciendo vudú.
Bernstein miró a Lazar.
—¿Paul?
—¿Y por qué es racista decir vudú? —dijo Lazar—. Solo me refería, ya saben, a todos esos rollos absurdos new age de la aromaterapia.
—Si usted quería decir «aromaterapia» —dijo Moby, siguiendo la corriente, dispuesto a ayudar a Gwen a aumentar su ventaja—, ¿por qué dijo «vudú»?
—Eso, ¿por qué? —dijo Gwen.
—Tal vez deberíamos llamar a abogados —dijo Moby.
—De verdad que no creo que… —empezó a decir Bernstein.
—Me gustaría haber podido controlar mejor mi furia —dijo Gwen—. De verdad. He dedicado toda mi vida profesional, o mejor dicho, toda mi vida, punto, a mantener una conducta siempre tranquila. Y siempre he conseguido mantenerme por encima de ciertas cosas. Pero cuando alguien empieza a adoptar esa clase de retórica, esa clase de lenguaje de odio, lo siento. Desde mi punto de vista, tengo la obligación de plantar cara.
—Todos la tenemos —dijo Moby.
—Por supuesto —dijo Bernstein—. Gwen, nadie espera de ti que aguantes ese lenguaje. Paul, tengo que decir que todo esto me sorprende mucho.
—Estoy seguro de que todo fue un enorme malentendido —dijo Leery—. Una mala interpretación.
—Era el final de su turno —dijo Soleymanzadeh—. Está claro que el hombre estaba cansado.
Gwen vio que Aviva se estaba mordiendo una uña, una costumbre que ella detestaba y que llevaba años luchando para derrotar. Tenía aspecto de no encontrarse bien, de estar a punto de levantarse y abandonar la sala.
—Muy bien, me gustaría proponerles lo siguiente —dijo Bernstein—. Les propongo que evaluemos esto a la luz de lo que acabamos de oír. Que tomemos este asunto bajo consideración de momento y…
—Lo siento —dijo Lazar tapándose la cara con las manos—. ¿De acuerdo? —Bajó las manos y la huella que le habían dejado en la carne amarillenta de las mejillas permaneció ruborizada un instante, como un residuo de cólera, antes de desaparecer—. Estaba cansado, hecho polvo y cabreado. O sea, si me quieren decir que soy un gilipollas, vale, eso no me va a venir de nuevo. Y tal vez a nadie de los que están en esta sala. Pero soy un gilipollas igualitario. Soy igual de gilipollas con todo el mundo, ya sea negro, blanco, azul o verde. —De alguna manera imperfecta, como recurriendo a rumores y habladurías y a conocimientos largo tiempo olvidados, compuso con los rasgos algo que supuestamente tenía que ser una sonrisa—. Ary, échame una mano.
—Eres una persona brusca —le sugirió Bernstein.
—A eso iba. Soy completamente brusco. Y eso lo explica… escuche, señora Shanks. Gwen. Siento lo que dije. ¿De acuerdo?
Todo el mundo se volvió para mirar a Gwen, esperando que ella aceptara la disculpa de mierda de Lazar —aquella vieja cantinela «No soy racista, es que odio a todo el mundo por igual»—, y lo que era más importante, esperando a que ella se bajara del burro, a que cediera también y se disculpara a su vez. A que se limitara a bombear por encima de la red aquella pelotita de tenis de lenguaje insignificante de la que hablaba Aviva. A que marcara la casillita del formulario de Lazar.
—Qué más quisieras —dijo Gwen. Recogió el cuaderno en el que no había tomado ni una sola nota—. Aryeh, doctor Soleymanzadeh, doctor Leery, les agradezco su tiempo.
—Señora Shanks —dijo Leery en tono lastimero.
—Gwen, por el amor de Dios —dijo Aviva, y luego, dirigiéndose a los médicos, haciendo gala de una sinceridad y una calidez notables, añadió—: Ella también lo siente. Lo sentimos las dos. Para nosotras es importante tener una buena relación con el Chimes. Personal y profesional. —Mientras decía el segundo adverbio, lo subrayó en su cuaderno garabateando cinco palabras: ¡EL PRECIO DE HACER NEGOCIOS!
—No, Aviva —dijo Gwen—. No sé qué me pasa, pero no lo siento. Debe de ser algo que tienen los negros, ¿eh, Paul?
—Pues no lo sé.
—Doctores, espero noticias no solo de ustedes, sino también de la Agencia Federal de Discriminación. Y ahora —dijo Gwen despidiéndose con la mano de Moby, lanzada, hablando principalmente para ella misma—, si me disculpan…
Y así, sintiendo que estaba montándoselo bastante a lo grande, y haciendo lo que tenía que hacer, Gwen se fue a recuperar su casa.