Si la pena es la consecuencia de un orden echado a perder, entonces el pájaro estaba de duelo, buscando consuelo en el suave golpeteo de los zapatos del bebé sobre el suelo de madera, Rolando atacando como Billy Cobham con los talones de sus pequeñas Air Jordan, arrastrándose por la habitación de espaldas, como un trapo humano para el polvo haciendo una gira de caballero andante por la sala de estar vacía, con sus ojos castaños disfrutando todo el tiempo de mirar fijamente y sin expresión alguna la pluma roja de la cola y el ojo negro del loro, acerca de cuyo cuidado, eliminación o destino último la madre de Rolando no había recibido instrucción alguna junto con la orden de limpiar la casa que le había dado el albacea del patrimonio de Cochise Jones, un patrimonio modesto y meticulosamente diezmado por sesenta y pico años de inconsciencia, la mayoría del cual estaba inmovilizado en forma de discos de vinilo y el resto eran trajes de fantasía de época (Aisha había contado veintidós), el Hammond fatídico, un teclado Yamaha con un soporte metálico de patas cruzadas, unos muebles que ya solo valían para el mercadillo de segunda mano del aparcamiento de la estación de tren de Ashby, y la arquitectura antártica de los llamados archivos del señor Jones, torres, cúspides y avalanchas de papel desperdigados por todas partes, que Aisha había metido de cualquier modo en cajas de cartón de archivo —facturas del gas, facturas médicas, comunicados del Musicians Local 6, fotos de gente que a Aisha no le sonaba de nada, una foto del señor Jones en el mostrador de su tienda favorita diciendo algo que estaba haciendo sonreír a Archy Stallings con aquella sonrisa grande y lenta, menús de los que se cuelgan en las puertas de las habitaciones de hotel, extractos bancarios de mediados de los noventa, documentos médicos y de aseguradoras, el historial abierto y ya amarillento de las batallas del señor Jones contra las discográficas y sus departamentos jurídicos— antes de volverse por fin, el corazón en un puño, hacia el loro. Cincuenta y Ocho, que no había dicho ni una palabra durante todo el tiempo que Aisha había dedicado a ordenar las pertenencias del viejo, sino que únicamente se había expresado emitiendo un ronroneo musical gutural que a ella le recordaba al viejo órgano Wurlitzer de su iglesia, tocando o cantando —o ninguna de las dos cosas, o ambas— una versión instrumental de una canción que se oía en las emisoras de música antigua, «but it’s too late, baby, now, it’s too late», con un sonido como un órgano de iglesia funky y llevando a cabo su selección musical, dadas las circunstancias, con lo que parecía ser un acierto inquietante, hasta que al cabo de un par de horas su solo de órgano interminable empezó a romperle los nervios a Aisha, unas fibras de tejido vivo que sus amistades y familia sabían que ya se encontraban de por sí tensadas al máximo por aquel hijito suyo con TDA que ahora estaba allí tirado en la alfombra pataleando con sus piececitos de TDA, añadiéndose al efecto enervante de una extraña vibración de anciano muerto que cargaba el aire del apartamento, del olor a decrepitud y plantas de hogar abandonadas, de los goterones de un grifo que perdía agua y que golpeaban la bañera como un reloj que hacía tic-tac, año tras año de deudas y destituciones, de álbumes viejos de música, del olor elegiaco a traje de fantasía, todo ello estaba empezando a darle a Aisha un mal rollo de narices, pero por fin consiguió terminar de etiquetarlo todo y meterlo en bolsas y cajas y, después de ponerle las correas de seguridad a Rolando en su sillita de coche, para no correr riesgos, hizo cinco trayectos hasta la calle, transportando un cargamento de trastos exiliados hasta la acera para que se los llevara alguien, intentando, mientras subía y bajaba las escaleras de entrada, decidir de una vez por todas cuál era el curso de acción correcto con el loro, hasta que su análisis determinó que dicho curso podía ser 1) venderlo para sacar algo de dinero, 2) sacrificarlo, o 3) soltarlo para que se forjara su propio destino en la naturaleza, pero cuando regresó por última vez a casa de Cochise Jones, tras decidir que le plantearía la cuestión al albacea, que era también su padre, Garnet Singletary, a pesar de estar segura de que, si se lo consultaba, estaría incurriendo en el riesgo de que él eligiera la opción 4), quedarse con el loro, un destino que ella situaba a medio camino entre 1) y 2) desde la perspectiva del loro, y lo que era peor, también desde la de ella, puesto que ella sufría un caso grave de pajarofobia, y además estaba convencida de que la casa de su padre ya olía lo bastante mal tal como estaba, regresó a la sala de estar para encontrarse con su bebé sentado allí en la sillita de coche, mamando de su biberón, sin patalear y examinando al pájaro mientras este, ahora en silencio, contemplaba al bebé, y Aisha entendió que la parte de Rolando que era como un animal salvaje, todo ojos y reflejos, era una parte que ya estaba desapareciendo y que pronto se iba a esfumar de la faz de la Tierra, entendió lo frágil que era su criatura y lo contingente que era aquella tierra para ella, en relación con Rolando, entendió el precio en dolor que su criatura se iba a cobrar de ella a cambio de un placer efímero, y luego el loro le echó un vistazo rápido a ella, y hubo algo en su expresión, cierto aire de reserva compasiva, de piedad que el animal se guardaba cortésmente para sus adentros, que la irritó todavía más, de manera que aunque era hora de llamar a su padre y hacerle entrega del pájaro, hora de decirle al bebé: «Muy bien, señorito, es hora de largarse», Aisha se quedó mirando a aquellos dos animalillos atrapados en alguna clase de momento especial, y sintió que se soltaba algo que llevaba mucho tiempo estancado dentro de ella, y entonces, por fin, el loro habló, diciendo simple y llanamente, con la voz de Cochise Jones: «¡Las tres menos cuarto de la puta madrugada!», y fue entonces cuando, para resumir, Aisha fue hasta la ventana del dormitorio y la abrió para revelar una bonita tarde de agosto, con el cielo azul y los árboles verdes y cualquier otra cosa que un loro pudiera querer, con un vago recuerdo resonándole en la cabeza de haber oído rumores de colonias de loros, ¿o acaso eran periquitos?, que volaban asilvestrados sobre San Francisco, y se imaginó entonces a Cincuenta y Ocho uniéndose a alguna comunidad pajaril del este de la bahía afincada en Trestle Glen, o bien en Tilden Park, y reteniendo en la mente aquella imagen feliz de pájaros sociables que vivían libres en los árboles, Aisha se armó de valor y se acercó al pájaro, se acercó lo bastante como para asustarlo, lo bastante como para agarrar el poste de la percha y oler la peste a periódicos calientes de sus plumas, a continuación llevó la percha y el poste hasta la ventana abierta y exhortó bruscamente al pájaro para que se fuera libremente, una invitación que el loro no vaciló en aceptar; un erizamiento de las plumas del cuello, un paso lateral y por fin un aleteo que se lo llevó bajo el sol sin una sola palabra de despedida, un pájaro provisto de amplia experiencia y de un talento poco común liberado sobre la Telegraph Avenue, captando un aroma a eucaliptos con los órganos olfativos, escorándose hacia la izquierda y poniendo rumbo norte a través de la calle Cuarenta y tres, dos manzanas más allá, pasando por encima del Instituto Bruce Lee de Artes Marciales, en cuya sala secreta, detrás de las escaleras que llevaban al tejado, donde una serie de exiliados y fugitivos religiosos y, durante nueve noches, un buda viviente de las montañas de Sichuan, habían conocido la amargura y la seguridad, y donde ahora Luther Stallings y Valletta Moore preparaban su huida, ninguno de ellos limpio del todo pero los dos espantosamente sobrios, metiendo todo lo que tenían en maletas y bolsas de deporte, después de lo cual Luther mandó a Valletta al diminuto aparcamiento de la parte de atrás para cargarlo todo en el coche, y luego, cuando ella tocó la bocina —se suponía que no tenía que tocarla—, él bajó también, cauteloso como un gato y llevando lo que él llamaba «las joyas de la corona», aunque Valletta no estaba segura de si el término se refería a sí mismo o al contenido del portafolio atiborrado y del cajón de plástico que llevaba consigo: los bocetos, diseños promocionales, notas, tratamientos, borradores de guión y otros materiales creativos que, en caso de que él falleciera antes del inicio de la producción, pudieran algún día ser presentados y montados, tal como a él le gustaba imaginar, en una edición especial con funda que llevara por título apropiadamente modesto Strutter y sus patadas de la vieja escuela: la segunda mejor película no filmada de la historia, puesto que la mejor película no filmada de la historia era, por supuesto, el Napoleón de Stanley Kubrick, y Luther bajó las escaleras llevando el cajón y el portafolio con una ternura que casi nunca le había dedicado a Valletta, en opinión de esta, hasta salir a un porche trasero de tablones pintados que la directora del Instituto Bruce Lee, Irene Jew, estaba barriendo con una escoba china de aspecto descabellado, un puñado de ramitas atadas con una tira de paja al estilo brujil a un palo de bambú, un instrumento para barrer demonios, y es que la sifu Irene era una mujer avezada en el arte de ser acosada por entidades del más allá, de manera que aquellos dos jóvenes negros vestidos con trajes de la talla incorrecta que intentaban aparentar que habían aparcado su coche fúnebre casualmente delante del instituto aquella mañana no le habían supuesto ningún problema a su talento para el kung-fu de fantasmas, al contrario: la aparición la había mandado escaleras arriba para decirle a Luther que su escondrijo había sido descubierto, y ahora la señora Jew dejó de barrer durante el tiempo justo para decirle a Luther «No te preocupes» cuando este pasó junto a ella, porque, tal como él lo entendía, ella sí que estaba preocupada, de manera que lo único que él le pudo contestar fue: «Me tendría que haber marchado ayer», y a continuación la dejó barriendo mientras él cargaba los storyboards de su sueño en el maletero del Toronado, como una especie de dictadorzuelo derrocado de Haití o de Filipinas a punto de meterse en un Sikorsky y volar hasta un paraíso fiscal, aunque sin título, helicóptero o ingresos que gravar, un rey arruinado, que aun así seguía siendo el producto más brillante del Instituto Bruce Lee y el alumno con más talento que la señora Jew había tenido nunca, metiendo la caja de las pelucas de Valletta en el maletero al lado de su bokken de entrenamiento, sin sitio adonde ir, sin nadie que lo ayudara, y es que Archy nunca iba a abandonar su estado eterno de enfado con Luther, pese a que Luther había intentado enmendarse, asumir responsabilidades, había probado los doce pasos, en algunos casos dos o tres veces cada uno, se había sacado el título en remordimientos y había hecho el trabajo de posgrado en disculpas, pero Archy no quería tener nada que ver con Luther, no quería escuchar, se negaba a escuchar a nadie, cuando hasta su propia mujer le decía que escuchara, y entretanto Luther vivía, pese a su abstinencia y a las ventajas que esta prometía, tan arruinado e indigente que se veía obligado a refugiarse entre los brazos de la vieja y loca Irene Jew, que Dios bendijera a aquella mujercilla china, tan desesperado como para acudir a Gibson Goode, como para emprender el largo intento de estafa a Chan Flowers, una estafa que hasta ahora siempre había estado demasiado hecho polvo para intentar llevar a cabo, un último golpe desde el fondo de un marrón de mil pares de demonios, en la otra punta de cuyo majestuoso arco había el suficiente dinero —Goode se lo había prometido— para financiar el sueño que Luther llevaba tanto tiempo postergando, aquella película que tenía planeada hasta el último plano, desde el clásico paseo a cámara lenta por las calles del barrio chino de Oakland en un bullicioso sábado por la mañana, bajo los créditos iniciales, cuando Cleon Strutter abandonaba su retiro para llevar a cabo un último golpe a ritmo de funk, regresando del pasado con traje de tres piezas y sombrero Borsalino, como un Rip Van Winkle de las palizas, hasta la imagen final congelada, puesto que a Luther siempre le había provocado un placer extrañamente tenso las películas que terminaban así, como Dos hombres y un destino o Furia oriental: un plano de Luther y Valletta saltando desde una avioneta a un océano lleno de tiburones con un maletín lleno de oro, con todos los detalles perfectamente planeados a lo largo de muchos años, desde la campaña publicitaria hasta el casting, de manera que cuando la película se estrenara por fin, Luther no solo fuera el protagonista en las pantallas sino también en el centro de su propio regreso triunfal, y además sin necesidad de que lo rescatara nadie, a diferencia de Pam Grier o John Travolta, al contrario: rescatándose él solo a golpe de pura genialidad, y que se fuera a la mierda aquel blanquito de Tarantino, que no le había querido dar a Luther el papel de Winston en Jackie Brown solo porque se había creído los (completamente ciertos por entonces) rumores sobre el uso incontrolado de drogas por parte de Luther Stallings, y Luther se imaginaba también hasta el último detalle de su regreso triunfal, que terminaba con él lanzando a los pies de Valletta un montón de ofertas de trabajo de agentes y productores, despejando el camino para que a continuación Luther emprendiera su sueño siguiente, que era trabajar con Clint Eastwood, a quien él consideraba, tal como por entonces ya sabía la mitad de la gente viva o muerta de West Oakland, el más grande protagonista que había tenido Hollywood en toda su historia, y cuya elocuente taciturnidad había servido de modelo a su propio estilo parco en palabras, un estilo que contrastaba brutalmente, tal como también podían atestiguar la mitad de los vivos y los muertos de West Oakland, con la locuaz personalidad de Luther cuando estaba fuera de plano, o bien, hum, tal vez cuando llevara a cabo aquel último golpe, cogería todo el dinero que le había sacado a Gibson Goode a cambio de los servicios prestados para persuadir a Chan Flowers de que cambiara de opinión sobre el Garito de Dogpile, y se lo metería todo por la nariz, una opción que, mientras ayudaba a Valletta a cargar las barras para pesas de ella en el coche, le pareció tal vez preferible al regreso triunfal, que iba a ser difícil, mucho más puñeteramente difícil de lo que él estaba dispuesto a plantearse; y justo antes de que salieran con el coche del callejón de atrás, Luther vio recortarse contra el cielo de la tarde el contorno extranjero del loro fugitivo en plena huida, perdiéndose en la dirección general de la hipotenusa de Telegraph Avenue mientras analizaba la luz y los olores y los ángulos para sacarles la información, calculando un rumbo hacia las colinas de eucaliptos, desviado bruscamente hacia el este por la sensación de horror que le hizo eludir la nube de humo letal que flotaba por encima del puesto de hamburguesas Smokehouse, un desvío repentino que lo hizo sobrevolar la calle de los juguetes olvidados, sobrevolar el bungalow de color beige perdido entre las flores, donde a Cincuenta y Ocho no lo vio pasar ninguno de los dos ocupantes actuales de la casa, un hombre y un chico, sentados codo con codo en un sofá sueco amarillo de los años cincuenta que el hombre había comprado porque le recordaba un poco a un traje estilo zoot, mirando a los Athletics jugar contra Baltimore, con Rich Harden en el montículo haciendo uno de sus engañosos lanzamientos fantasma, con sus dos pares de pies enfundados en calcetines, de las tallas 45 y 50 respectivamente, elevándose de los lados de la mesilla de café como si fueran las torres del Puente de la Bahía, con una caja abierta de pizza entre dichos pies que contenía los restos de una especial carnívora extragrande mala, barata y originalmente gigantesca, con salchicha, pepperoni, beicon, ternera picada y jamón, de la que no quedaban más que migas y paréntesis de corteza dejados por el chico, corchetes para aquel vacío que era la conversación del chico, o hasta posiblemente incluso para el vacío de sus pensamientos, y es que, desde que se había marchado Gwen, Titus no le había dicho a Archy nada que no fueran monosílabos propinados a modo de respuesta a preguntas de sí o no: «¿Te gusta el béisbol?», «¿Te gusta la pizza?», «¿Comes carne?», «¿Y cerdo»?, y siempre que le era posible el chico se limitaba a contestar con un asentimiento diminuto de la cabeza, encogido en su rincón del sofá como si estuviera a bordo de un tren abarrotado y llevara algo frágil sobre el regazo, y nadie decía nada en la sala, y nadie tomaba iniciativa alguna salvo Bill King y Ken Korach, librando un partido aburrido y sin embargo deliciosamente lento, en el que las sustituciones de jugadores y las largas series de lanzamientos se comían franjas enteras de tiempo durante las cuales no hacía falta que nadie dijera ni decidiera nada, ni sintiera las cosas que podrían sentirse, ni temiera las cosas que podrían temerse, con el partido empatado a 1 y en teoría capaz de seguir así para siempre, o por lo menos hasta que a nadie le quedaran brazos en el banquillo y al tercer receptor suplente lo pusieran a lanzar en la trigésimo segunda manga, y los bateadores dormitaran apoyados los unos en los otros en el banquillo, muertos de agotamiento en el círculo de espera, con las tribunas vacías y llenas de ecos, y los envoltorios de perritos calientes rodaran como plantas rodadoras por delante de los fanáticos dormidos en sus asientos, y las mangas se sucedieran mientras el cielo del amanecer emitía un resplandor azul como el del fogón de una cocina, y los equipos se vieran obligados a traer autobuses llenos de jornaleros siguiendo el reglamento de emergencia para rellenar la lista de turnos, procedentes de Sacramento, Stockton y Norfolk, Virginia, aldeas enteras de la República Dominicana saqueadas para traer a todos los individuos en la flor de su juventud, cargarlos en el vientre de aeroplanos C-130 y llevarlos por aire hasta Oakland para alimentar el apetito insaciable que tenía aquel partido de bateadores y jugadores de campo y lanzadores de refresco, y las amenazas se sucedieran hasta llevar a la tercera expulsión, bolas altas y sin fuerza, terceras fallas, manga tras manga, semana tras semana, y a todos les creciera la barba, y llegara la Navidad, y los veranos se sucedieran, y las guerras terminaran, y los bebés se licenciaran de la universidad, y la pelota cuatro llenara las bases por 3211a vez, seguida de un lanzamiento a la izquierda alto y fácil de coger, y a continuación el comisionado llamara a equipos universitarios y a las estrellas de los equipos de softball femenino y a los de la Liga Infantil, y Archy y Titus aguantarían todo ese tiempo con su silencio igualmente infinito, sin que entre ellos terciara nada más que un metro de sofá; y el loro siguió volando, percibiendo el potente zumbido sensorial del Hospital General Chimes, desconcertado por el luminoso estallido de humanidad que emitía el hospital, uno de cuyos suaves latidos de electrones estaba siendo rastreado en aquel mismo momento por la pantalla LCD y la cinta registradora de un monitor fetal situado en una de las salas de parto más agradables de la cuarta planta, con una atmósfera como de hotel Marriott pijo, cortinas blancas, paredes de color ciruela, suelos laminados, con un cardiotocograma que era como un hilo de relámpagos, como el contorno rápidamente esbozado de unos picos montañosos, como un tamborileo medido con mesa de mezclas, y el padre y la madre se cogían la mano junto a la cama y lo miraban, aunque es posible que la expresión «se cogían» no fuera suficiente, puesto que estaban unidos en una especie de maniobra de sumo, enzarzados como luchadores, esperando y contemplando el monitor mientras, al otro lado de la puerta, donde no lo pudieran oír, el médico presente, el doctor Bernstein, les estaba diciendo a las dos comadronas con pesar evidente que iba a tener que entrar a sacar a la criatura, una noticia que no supuso una gran sorpresa para ninguna de las comadronas, puesto que las dos habían visto la impresión de la máquina y sabían que a menudo los hospitales actúan con cautela precipitada, confundiendo la impaciencia con la eficiencia, pero las dos anonadadas pese a todo por el hecho de verse obligadas a entrar una vez más en la sala de partos y decepcionar gravemente a su paciente, que también había tenido a su primera criatura por medio de una cesárea de emergencia y ya llevaba tiempo trabajando y visualizando y haciendo cantos y ejercicios de Kegel y meditando y haciendo hipnosis y ofreciendo su perineo cada noche para que el padre lo untara generosamente de aceite de yoyoba, preparándose para tener un Parto Vaginal Post Cesárea como si fuera Beatriz Kiddo preparándose para vengarse del Escuadrón Asesino Víbora Letal, hasta que su identidad misma, su misión en la vida, dio la impresión de quedar subsumida, en contra del consejo de las dos comadronas pero con su simpatía, en el paso exitoso de su bebé por el cuello de su útero, y es por eso que la madre rompió a llorar cuando vio que Gwen y Aviva entraban por la puerta con sendas muecas tensas que les levantaban las comisuras de las bocas, se echó a llorar como una magdalena en mitad de una larga contracción, y el padre luchó para no mirar el monitor fetal mientras Aviva les explicaba que debido a que el bebé, tras negarse sabiamente a encajar la cabeza en la pelvis de su madre, estaba empezando, después de veinticuatro horas de parto, a mostrar señales de fatiga, iban todos a tener que abandonar su plan tan meditado y esperanzado para concentrarse en lo que el bebé necesitaba en aquellos momentos, un argumento que casi siempre conseguía amarrar nuevamente a una madre de parto al mástil de su determinación y producía el efecto deseado, y la madre asintió mientras la contracción la abandonaba, y Gwen también asintió, pero no dijo nada, evitando que su mirada se encontrara con la de los padres igual que había hecho desde que había determinado, hacía muchas horas, en el dormitorio del pequeño bungalow de Ada Street, que el feto era flotante, que estaba demasiado arriba en el útero, atascado en una estación fetal de menos tres, corriendo un pequeño riesgo de prolapso del cordón que en circunstancias normales las Comadronas Asociadas de Berkeley optarían por correr, manteniendo los planes que tenía la madre para su hogar y su vagina mientras esperaban a que el feto flotante descendiera, y ni siquiera sumida en la nube de su dolor y su pesar, la madre estaba lo bastante ida como para darse cuenta de lo furtivamente que estaba actuando Gwen, o para preguntarse si tal vez Gwen no se sentiría algo responsable por el rumbo que habían tomado las cosas, si sus modales tranquilos y solidarios pero algo reservados no serían una muestra de fracaso personal, o si tal vez Gwen no creería en secreto que hacer cesárea era innecesario y no había querido trasladarla al hospital, pero por alguna razón sentía que no podía hablar y por eso había tenido que someterse a la política hospitalaria y a su socia, pese a que se podría argumentar perfectamente que nacían fetos flotantes en partos en casa todo el tiempo, en el mundo entero, y los bebés salían perfectamente sanos, pero antes de que la madre pudiera preguntarle a Gwen qué estaba pasando, y por qué daba la impresión de que ella y Aviva no se hablaban, salvo cuando se hacía necesario algún intercambio de información, la sala se llenó de un ejército de médicos desconocidos cuyo aire de importancia le pareció al padre profundo y aterrador, mientras que un equipo de enfermeras se entregaba a la tarea mágica de convertir la cama de partos en una mesa de operaciones que a continuación fue sacada por la puerta, con el padre detrás, agarrando la mano de su mujer con tanta fuerza que Gwen se vio obligada a separarlos, diciendo «muy bien, cariño», diciéndoles que ya era hora de dejar que la madre soltara a aquel bebé, y luego ayudando al padre a ponerse la ropa de hospital y la mascarilla, preparándolo para la breve y relativamente horrible serie de obligaciones cuya ejecución recaería en él: cortar el cordón umbilical, hacer fotos con su cámara digital, animando para la obtención de una buena puntuación Apgar mientras su criatura se escurría bajo aquellas luces de patatas fritas, reducido, con Gwen y Aviva —las tres únicas personas del edificio, de la ciudad o del mundo, a quienes les importaba si ella paría por la vagina o por una raja en el vientre— a una de las tres personas con menos poder de la sala, y acto seguido un aire de impotencia soñolienta impregnó todo el procedimiento para el padre, que en un momento dado, después de que el bebé fuera sacado por los sobacos del agujero en la madre, una niña que recibió al instante el nombre de Rebekah con una K que la agobiaría durante el resto de su vida, cometió el grave error, justo cuando los médicos estaban recomponiendo a su mujer, de girar la cabeza —se suponía que tenía que estar mirando cómo su hija sentía la luz, el aire y el agua por primera vez, el primer día de la creación— y vio cosas al otro lado del quirófano que ningún marido debería ver, un amasijo de color anaranjado sanguinolento de Betadine y placenta y grasa dorada y membrana de color pollo blanquecido, pero al final, aparte de una decepción que perduraría durante años en el corazón de la madre igual que un olor a quemado en una cocina, todo salió bien, y una imagen con grano y evanescente del padre sonriente con el bebé flotante arropado en los brazos fue lo último que la madre vio antes de cerrar los ojos, agotada, con un litro de sangre de menos, mareada, empujada sobre ruedas hasta la sala de recuperación y colocada junto a una ventana alta y estrecha que daba al resplandor de una tarde inverosímilmente verde y azul, donde la madre se quedó dormida de agotamiento, y donde seguía completamente fulminada por algún opiáceo formidable cuando Gwen entró, se plantó junto a la cama, le cogió las dos manos con las palmas de las suyas, unas palmas frías y destinadas a permanecer en alguna capa sumergida de la memoria de la madre y más tarde, minutos o siglos más tarde, cuando la madre volvió a abrir los ojos, justo antes de apartar la mirada del resplandor de la tarde que se veía por la ventana para saludar a su hija y encargarse de prepararle un poco de leche, la madre vio una mancha roja en un roble de Virginia que había junto al aparcamiento, una mancha de un rojo salvaje, un pájaro, ¡un loro!, que acechaba desde una rama del roble de Virginia, con cara de estar hablando o incluso cantando para sí mismo, recomponiéndose con aire meticuloso y a continuación regresando al cielo, rumbo a la manada de colinas con sus mantos de color ruano, trazando un rumbo que pasaba por encima del dúplex de Blake Street en cuyo dormitorio principal otro padre y otro hijo estaban tumbados mirando algo juntos en lugar de conversar, codo con codo en la cama, apoyados en almohadones y con las caras iluminadas por la pantalla de un ordenador portátil que el padre tenía colocado sobre el abdomen en un ángulo tal que, si los dos permanecían muy juntos, ambos podían ver bien la película, almacenada en uno de los nueve discos que Julie había sacado de la sección de blaxploitation del Reel Video y había llevado a casa a modo de investigación para su clase sobre Tarantino en el Centro para la Tercera Edad, una película, Strutter (1973), protagonizada por los actuales fugitivos del Instituto Bruce Lee en la flor de su juventud y en los papeles respectivos de sendos tragos de magnificencia funk que se paseaban armados hasta los dientes, repartiendo leña y apareándose con frecuencia, Luther Stallings interpretando a un ex marine y veterano de Vietnam entrenado hasta alcanzar la excelencia en las técnicas del sigilo, la infiltración y el combate mano a mano y a continuación sometido a un consejo de guerra, dado de baja con deshonor tras intervenir para impedir que un capitán (blanco) violara a una chica de una aldea y soltado con todas sus habilidades de comando en el mundo de los bancos, las colecciones de arte pirateado, los cargamentos de lingotes y joyas, un ex marine que es perseguido (la primera película del proyecto de trilogía era una supuesta versión blaxploitation de El caso de Thomas Crown) por la investigadora de la compañía aseguradora, una señorita de largas piernas y escasa vestimenta que lleva por inverosímil nombre Candygirl Clark y que se ve obligada a traicionarlo a fin de cobrar su paga, y el hijo estaba disfrutando del aire general de cutrez despreocupada de la película, mientras que el padre estaba disfrutando del recuerdo de la época y del año, 1973, maravillándose de una serie de pequeños detalles del pasado (buzones bitonos de tapa roja, largas hileras de cabinas telefónicas en las estaciones de autobús, ancianos deambulando de forma rutinaria con traje y corbata) que, sin que él se diera cuenta, se habían esfumado tan completamente como setas bajo el paso de las botas de Super Mario, y tanto el padre como el hijo estaban igualmente impresionados, a múltiples niveles, por Valletta Moore, por sus habilidades de kung-fu, por aquel atuendo de color naranja con partes recortadas en la cintura y aquellas botas de color naranja que le llegaban hasta las caderas, por el toque de extravío, o incluso de bizquera, que se le veía en la mirada de tipa dura, y sobre todo impresionados por lo muchísimo que molaba Luther Stallings de joven, por la contención con que interpretaba cada escena, como si estuviera seguro de poder satisfacer sus requisitos sin recurrir a las palabras, y es que el texto del folleto de la futura edición en estuche de la trilogía en DVD (empaquetada ahora en la parte de atrás del Toronado) explicaba que, el primer día del rodaje, Stallings (autor de dicho texto) le había cogido prestado un bolígrafo al director (que acabaría dirigiendo centenares de episodios de Trapper Jones, M. D., El coche fantástico y Walker, Texas Ranger) y había tachado el sesenta y tres por ciento de sus líneas de diálogo, violando hasta el último código y norma de la profesión, y es que poseía el don, muy extendido entre los genios fracasados (aunque esta observación no se encontraba en el texto del folleto) de una fuerte conciencia de sus propias limitaciones, un don que se sumaba a su dominio del kung-fu, con todo su brío y su acrobacia, su parentesco con ciertos movimientos de baile de James Brown —las Palomitas, por ejemplo—, su mensaje de liberación corporal del severo yugo de la física, un Luther Stallings «brutal», en palabras del hijo, que señaló varias veces en un tono de aprobación que hizo que el padre sintiera una punzada de compasión por el hijo, el asombroso parecido que Luther tenía de joven con el señor Titus Joyner, de manera que, cuando la película se terminó, el padre, cerrando el portátil, dio él también un salto brutal digno de Stallings y se puso a asediar al hijo a preguntas más incisivas de lo normal sobre su amistad con el joven señor Joyner, y así fue como emergió una historia, un relato, tal como lo percibió el padre, de amor no correspondido de esos que los chicos adolescentes experimentan a menudo en compañía los unos de los otros, en este caso con toda la emoción del lado de Julie, y a medida que la conversación avanzaba el padre se fue dando cuenta de que, por desgracia, no estaba preparado para nada de aquello, no para el hecho de que su hijo fuera gay —eso era lo que era y no había más que hablar—, sino para el mundo de dolor emocional (homo o hetero) en el que su hijo había entrado con tanta rapidez, y su corazón se puso sin reservas del lado del chico, renunciando al interrogatorio y concediéndole a su hijo una oportunidad para que le diera la vuelta a la situación preguntando «¿Y qué fue de él?», lo cual inauguró otro largo e intenso interrogatorio sobre la carrera de Luther Stallings después de Strutter, sobre la naturaleza exacta de la relación que tenía con su hijo y sobre su paradero actual, en caso de conocerse, y Nat respondió a cada pregunta con la escasa información que él poseía, reconociendo con cierta desaprobación, y a la mierda el dolor emocional, que su hijo estaba en la fase inicial de una obsesión total, y fue en ese momento cuando Aviva llegó a casa, trayendo consigo el olor a aire acondicionado del hospital, para dejar caer su bolsa en el suelo del dormitorio y encontrárselos a los dos haciendo el friki en las interwebs (como las llamaba Julie), buscando información sobre el padre de Archy Stallings, mirando su obra completa en clips de tres minutos y pasándoselo mejor de lo que ella se lo había pasado con ninguno de ellos desde hacía mucho tiempo, y durante un segundo pareció dolida y enfadada, pero aquellos sentimientos dieron paso a algo agridulce mientras Aviva se dejaba caer sobre la cama entre ellos, con un aspecto más derrotado del que ninguno de ellos le había visto en mucho tiempo, y por medio de aquella modesta melé los tres intentaron procurarse cierto consuelo mientras el loro, cansado de volar, se posaba en un cedro del People’s Park, donde se quedó vigilando a un pequeño grupo de adolescentes asilvestrados y prolongó esa vigilancia durante un buen rato, hasta que por fin la oscuridad recompensó su paciencia con medio limón, las pieles y huesos de unos cuantos aguacates y un tomate entero, que el pájaro consumió con ferocidad comedida, y a continuación se metió a pasar la noche en un agujero de un leño, hueco pero adecuado, donde se pasó los dos días siguientes antes de partir en busca de nuevas aventuras y acabar asentándose, tras mucho deambular, en el jardín trasero descuidado pero paradisíaco de una casa cerrada por ejecución de hipoteca cerca del Juan’s Mexican, donde otros pájaros habían saqueado hacía mucho tiempo un nísperero y luego habían dejado caer o bien cagado las pepitas, que el tiempo y el abandono habían convertido en una buena arboleda de nispereros muy frecuentada por la legendaria bandada de loros de North Berkeley, los Hombres-Hoja de aquel vecindario, lejos de los dolores y las penas de Telegraph Avenue.