—No se puede tocar una disculpa en un teclado Hammond —dijo el señor Randall «Cochise» Jones—. A menos que tengas alguna clase nueva de cable que yo no conozco.
Lo dijo como si fuera una broma, con intención de ocultar su irritación. Se había pasado la noche despierto, dándole vueltas en la cabeza a cinco ideas: «Concierto mañana. Traje a cuadros marrones y dorados. El pájaro necesita las gotas de la artritis. Gasolina en la furgoneta. Coger el Leslie». Concierto, traje, pájaro, furgoneta, Leslie; una aguja en un surco infinito que no dejaba de darle vueltas al eje de su mente. Al señor Jones le daba vergüenza lo reducido de aquella lista de temas nocturnos. Cuando era más joven, en su insomnio solía sonar de todo: sexo, raza, leyes, política, Bach, Marx, Gurdjieff. Toda clase de pensamientos descabellados e indómitos, en formato libre, voluminosos, profundos y amplios. Ahora, joder. Le cabía todo en un EP de mierda de cinco canciones que no paraba de sonar una y otra vez.
—Me dijiste que viniera el sábado —dijo el señor Jones.
—Sí, ya lo sé.
—Para un negro de mi edad, eso podría ser mucho pedir.
—Pero aquí está usted —dijo Archy.
—Aquí estoy.
Y aquí estaba, con sesenta y seis años y, de hecho, todavía esbelto y fuerte. Con el traje a cuadros marrones y dorados emitiendo ese olor agradable a vestíbulo de casino que emiten los trajes de fantasía recién salidos de la tintorería. Con el pájaro sobre el hombro atiborrado de tabletas de diente de león machacadas dentro de un platillo de copos de avena Quaker. Con cincuenta dólares de gasolina en el depósito de la camioneta, aparcada en la entrada para coches de la casa del chaval. Era una Econoline blanca del 83, con el cuentarrevoluciones girado dos veces y rebozada de polvo gris. Aparcada allí, con las portezuelas traseras abiertas, tan vacía como una promesa. El chaval ya le había dicho hacía una semana que el trabajo estaba acabado.
—Señor Jones, joder, lo siento, ¿qué más le puedo decir? —dijo Archy—. Ha sido una semana difícil.
—Me dijiste que ya estaba.
—Sí, y prácticamente estaba, pero luego… mmm… resultó que le iba mal el driver de agudos. He tenido que ir a ver a un tipo en Suisun para que me vendiera otro.
Archy marcó el código numérico del candado de la puerta del garaje y abrió el grillete. Se agachó para agarrar la manecilla de la puerta. Eran las nueve de la mañana y el chaval iba en pijama. Dormía con una especie de atuendo de kung-fu de satén rojo con la inscripción INSTITUTO BRUCE LEE bordada en seda blanca en la espalda.
—De verdad que ya casi está. Faltan dos o tres horas como mucho. Lo que es seguro es que estará listo para el concierto. ¿A qué hora nos esperan?
—Si no lo sabes, ¿cómo sabes que va a estar listo a tiempo?
Archy le echó un vistazo al pájaro con los ojos en blanco como diciendo: «¿Te puedes creer que este tío me despierta a las 8.57 de la puta mañana para romperme las pelotas con problemas de lógica?». A día de hoy, Archy Stallings era la única persona además de Fernanda que había intentado conversar sobre el señor Jones con el pájaro. El señor Jones se acordaba de cómo solía hacerlo Fernanda: dejaba con malos modos un frasco de pastillas sobre la mesa de la cocina, tal vez, se volvía hacia el pájaro, que estaba en su percha junto a la ventana, y decía algo del tipo: «Más te vale asegurarte de que se toma la medicación, Cincuenta y Ocho. El día que se muera, te vendo al Kentucky Fried Chicken».
—No, pero en serio, señor Jones. Solo me hace falta volver a montarlo y ya lo tendrá usted listo.
—Jovencito —dijo el señor Jones—. Necesito tocarlo antes del concierto. Asegurarme de que funciona y ver cómo suena.
La puerta del garaje se elevó sobre sus goznes con un chirrido de muelles. El pájaro, medio kilo de calidez y de respiración regular sobre el hombro del señor Jones, saludó al altavoz del Leslie reproduciendo el zumbido que hacía su rotor de agudos al encenderse. Pero el Leslie, desmontado, no dijo nada. Su caja estaba todavía más vacía que la furgoneta, que por lo menos contenía varias fundas para muebles, un enredo de cuerdas y correas elásticas y una serie de plataformas con ruedas. Todos los motores del Leslie, todas las ruedas, drivers, conos rotatorios y el bañe de aquel amplificador que más bien parecía un Kremlin de válvulas, todo se encontraba desplegado en hileras sobre la mesa de trabajo del fondo del garaje. El señor Jones pudo ver que todo había sido limpiado y engrasado y se veía correcto.
Aquella gravitación hacia lo correcto era algo que al señor Jones siempre le había gustado de Archy Stallings. Hasta cuando era un niño de cinco o seis años, Archy ya llevaba las uñas bien limpias y cortadas y jamás se le salía un faldón de la camisa. Se forraba los libros de la escuela con bolsas de la compra cortadas. De mayor, a los quince o dieciséis, empezó a llevar aquellos trajes de tío enrollado de la vieja escuela, con corbata y sombrero, haciendo gala de un estilo a medio camino entre Malcolm y Mingus. Siempre estaba leyendo algún libro de bolsillo de Penguin, traducido del latín o del griego: el pingüino era la más correcta de las aves, y a su lado incluso el maniático Cincuenta y Ocho parecía un plumero para quitar el polvo.
—He estado con otras cosas —dijo Archy— y me he despistado. Entre ese rollo de Dogpile, ya sabe usted. Y otras cosas…
—No tienes que perder la concentración —dijo el señor Jones, aunque el sonido de sus palabras le arrancó una mueca. Se acordaba con claridad meridiana de lo irrelevantes que le habían parecido las máximas de los viejos cuando él era joven. Eran lluvia sobre un paraguas, y a los jóvenes lo único que les interesa es no mojarse. Archy ya no era tan joven, y el señor Jones llevaba mucho tiempo diluviándole encima aquel consejo absurdo. Ya no era más capaz de refrenarse que una nube con el vientre lleno—. Te comprometiste.
—Oh, sin duda —dijo Archy, sacudiendo su paraguas—. Sin duda. Le diré qué podemos hacer. Si no tiene usted que ir a ningún sitio, se lo puedo montar todo ahora mismo. ¿Le parece bien? Tardo, en serio, una hora. Luego podemos ir a su casa, le conectamos el Hammond y lo probamos todo junto. Si hay que hacer ajustes, se los hago allí mismo. Y luego le ayudo a cargarlo todo en la furgoneta. —Puso la espalda recta y se apretó el cordel de su batín de kung-fu—. Y así ya está todo. Listo para esta noche. ¿Vale? ¿Le parece buen plan?
Lo dijo usando aquel tono apaciguador que adoptaba siempre con el señor Jones, entendiendo como ningún otro ser vivo aparte de cierto sabio con plumas que Cochise Jones era en secreto un hombre furioso, propenso a la impaciencia, a la indignación y a sentirse ofendido. En el texto de la funda de Redbonin’, Leonard Feather lo había llamado «el imperturbable señor Jones», y por entonces, en medio del caos de los setenta, aquello era lo que se decía de Cochise: que era tranquilo y taciturno como un indio del cine, como Jeff Chandler en Flecha rota. Hoy en día la gente lo tomaba por un caballero inofensivo, sonriente, callado y amigo de los loros que, de vez en cuando, sentado ante las teclas de un Hammond, adoptaba la sorprendente identidad de un Zorro del soul-jazz y ponía a sus dedos a batirse en esgrima con las barras deslizantes y las teclas. El señor Jones se sentía tan atrapado dentro de aquel amable caballero anciano, con sus sonrisas y sus risillas, como lo había estado dentro de la imperturbabilidad de indio de madera de su juventud.
—El día en que me haga falta ayuda para mover ese trasto —dijo el señor Jones— será el día en que me retire para siempre.
El Hammond B3 era un aparato voluminoso como un vehículo a diesel, incómodo como un ataúd y frágil como un reloj. Para ir de concierto con uno de ellos había que tener brazos de forzudo o bien estar dispuesto a importunar a tus amigos. Desde el día de 1971 en que se lo había comprado a Rudy Van Gelder, el señor Jones siempre había elegido la primera opción.
—Pues encuéntrame una silla —dijo—. Y algún sitio donde poner a este pajarraco de las narices.
Archy entró en la casa y volvió con dos tazones de café solo, una silla de ordenador y una escoba a la que le acopló una abrazadera metálica para que Cincuenta y Ocho se posara en ella. Extendió una de las fundas de la parte de atrás de la furgoneta en el suelo del garaje. Resultó que era el cumpleaños de Count Basie: la KCSM estaba emitiendo la versión que habían hecho Lambert, Hendricks y Ross de «Lil’ Darlin», con el Conde en persona sentado de forma excepcional ante las teclas de un B3, aferrándose al tono lastimero de iglesia que aquel instrumento había tenido al llegar en aquella época al jazz.
El señor Jones sacó su pipa y su bolsa de tabaco y se acomodó para ver trabajar al chaval. Le producía cierta satisfacción ver cómo los dedos carnosos de Jazzmaster de Archy cogían uno por uno los extraños componentes del Leslie, unos artículos con pinta de haber salido de un cajón de la cocina, una caja de juguetes y un submarino, y los obligaban, uno por uno, a cohabitar en el interior de la caja. Ese día su pipa, una angulosa pipa modernista de madera de brezo, regalo de Archie Shepp, parecía tirar particularmente bien. Junto a la entrada para coches, las abejas holgazaneaban entre las campanillas de la madreselva y un colibrí emitía su misterioso pitido. Cincuenta y Ocho se hurgaba ociosamente con el pico negro en el pecho moteado. El Leslie iba a estar arreglado y ellos iban a dar su concierto esa noche en las Colinas de Berkeley. Todo iba manifiestamente bien. Y sin embargo, al señor Jones le seguía doliendo algo, algo parecido a un dedo amargo de ácido en la tráquea, cierto fracaso que acechaba o bien en el futuro o bien en el pasado tanto de Archy como suyo.
—¿Qué «otras cosas»? —dijo el señor Jones.
Cincuenta y Ocho soltó un pitido de colibrí.
—¿Eh? —Archy tenía la unidad de agudos montada en el nivel superior de los tres que había en la caja y conectada con el motor de corriente alterna. Estaba en cuclillas, mirando el interior, escuchando en aquel silencio perfectamente engrasado cómo el disco que albergaba los dos conos, el de verdad y su hermano falso, giraba en el tubo de cojinetes. Aspas de hélice en un gorrito de dibujos animados—. ¿Qué otras cosas qué?
—Te han tenido despistado.
Archy desconectó la corriente y el rotor de los agudos se detuvo con un suspiro audible. A continuación se dio la vuelta para mirar al señor Jones, con la misma laboriosidad y concentración que un autobús que dobla una esquina muy cerrada. Se meció hacia atrás sobre los talones, pensativo. Respirando por la nariz. Tratando de decidir si quería empezar o no.
—Resulta que tengo un hijo —dijo—. De catorce años. El cabrón se presentó ayer en la tienda sin previo aviso. Resulta que lleva viviendo aquí en Oakland desde junio.
Pasó el tiempo suficiente como para que Archy llegara a la conclusión correcta de que tal vez el señor Jones no tuviera nada que decir. Por mucho que el señor Jones ya sospechara que la causa del «despiste» podía ser Titus, y hasta confiara en ello, la palabra «hijo» lo había cogido desprevenido, lo cual a su vez lo había dejado perplejo a un nivel más profundo, irritado por el hecho de que la palabra todavía le hiciera aquel efecto, después de tantos años. Había habido un tiempo en que la podías dejar caer como si fuera una bandeja llena de platos sobre un suelo de baldosas y detener cualquier conversación que estuviera teniendo lugar dentro del señor Jones. Ahora solo resonaba con un trémolo suave de pesar, más o menos igual que cualquier otro pesar de los que se podían oír en el corazón de un hombre de sesenta y seis años. El señor Jones se quedó allí sentado, confundido por la tristeza, dándole vueltas y más vueltas a la información de Archy, como si fuera un pisapapeles, algo pequeño, pesado y con un montón de facetas talladas. Con ganas de decirle algo a aquel joven tan majo y lleno de talento, algo duradero y útil sobre los hijos, la pérdida y los remordimientos. Cuanto más se prolongaba el silencio entre ellos, más irritado se sentía el señor Jones. Archy regresó al Leslie. Lo desenchufó, cogió el rotor de bajos, lo colocó en su sitio y apretó los tornillos que lo sujetaban.
—¿Cuánto hace que conoces a tu mujer? —dijo el señor Jones.
—Diez años.
—Ajá.
La pipa estaba apagada y el señor Jones se la pasó al pájaro. El pájaro agarró la boquilla de la pipa haciendo «clic» con el pico y se alejó volando de su percha para adentrarse en la mañana. Se puso a dar golpecitos con ella en la acera. Lo más seguro es que también hiciera sus necesidades mientras estaba allí fuera, ya que en ese sentido el pájaro estaba mejor entrenado que un niño de cinco años. Al cabo de unos segundos, el pájaro regresó con aleteos nerviosos para posarse en el hombro del señor Jones. Le devolvió la pipa con la cazoleta recién vaciada. A Cincuenta y Ocho le había enseñado aquel truco algún propietario anterior al señor Jones, y también anterior a Marcus Stubbs, que había perdido al pájaro ante el señor Jones en una partida de póquer y que además no era capaz ni de entrenar a un tiburón para que comiera carne. El señor Jones cogió la pipa y el pájaro se volvió a subir a su percha de fabricación casera.
—Todavía no se lo he contado a mi mujer, por cierto —dijo Archy—. En caso de que se lo esté usted preguntando.
—¿Y hasta ahora no sabías que tenías un hijo?
—Lo sabía, pero bueno, nunca habíamos tenido, no sé, contacto. El chaval vivía en Texas… mmm… en Tyler, creo.
—Lo conozco.
Había tocado en un bar con brasería situado en una cabaña de chapa de zinc en un cruce de carreteras, una noche densa, húmeda y cargada de aroma a rosas. Idris Muhammad a la batería cuando todavía era un chaval llamado Leo Morris. Hacía ya medio siglo.
—El chaval tenía una abuela, la madre de la madre, que vivía allí —dijo Archy—. La vieja me mandó una foto una vez.
—Ajá.
El señor Jones metió otra madeja de su tabaco Perique favorito en la cazoleta de su pipa y lo apisonó con el dedo.
—Nadie me pidió que fuera el padre de ese chico —dijo Archy—. Y yo tampoco me presenté voluntario, ya me entiende.
—Ajá.
—Ayer va el chaval y se presenta en mi tienda y yo sigo sin entender por qué. Pero resulta que está con Julie.
—¿Julie?
—Julie Jaffe.
—No sabía que ese chico tuviera amigos.
—Julie está completamente colado por el cabrón.
—Oh —dijo el señor Jones—. O sea que el chico es de esos.
—Estoy convencido de que sí —dijo Archy.
Aquello no preocupaba en absoluto al señor Jones. En lo tocante a estilos de vidas y conductas, el señor Jones era un firme creyente en el vive y deja vivir. Gays, neopaganos, gente que quería incrustarse una arandela de metal en el lóbulo de la oreja… Pero de alguna manera, aunque no le sorprendió, al señor Jones sí que le puso triste enterarse de que Julie Jaffe había salido homosexual. Le daba la impresión de que era algo demasiado complicado, demasiado fuerte, como para que un chaval tan joven tuviera que cargar con ello. No lo desaprobaba pero tampoco veía que le fuera a reportar ninguna recompensa.
—Con lo joven que es —dijo, negando con la cabeza—. Y listo.
El pájaro soltó un pitido como si fuera un microondas, cuatro veces. Palomitas listas. Luego, siguiendo su propia lógica inescrutable, empezó a articular la versión de Groove Holmes del coro de «American Pie». Con un rotor fantasmal zumbándole en la garganta.
—Dice que se conocieron en una clase de cine —dijo Archie, poniendo el bafle de bajos en su sitio en el compartimiento inferior del Leslie—. En el Centro para la Tercera Edad de Southside.
—Ah, ¿sí? —dijo el señor Jones, mirando fijamente al pájaro como si le estuviera avisando de que se mordiera la lengua sobre lo sucedido en junio.
—Dan un curso sobre Quentin Tarantino. No sé, creo que están estudiando Kill Bill o algo así, mirando un montón de pelis de kung-fu y pelis de serie B. Me sorprende que no se apuntara usted, con lo que le gusta Pulp Fiction y todo eso.
—Es que sí que me apunté —dijo el señor Jones—. Creo que estás hablando de mi joven amigo Titus. ¿Va en serio que es hijo tuyo?
Archy se levantó despacio y con cuidado. Se dio la vuelta para mirar al señor Jones, muy poco a poco, como si esperara encontrarse mirando el cañón de una pistola.
—¿Lo conoce usted?
Siempre que el señor Jones, nuevamente al estilo característico de los ancianos inútiles, deseaba contemplar la miseria del mundo, o por lo menos de la parte del mundo comprendida entre la Autopista Grove-Shafter y Telegraph Avenue a su paso por la calle Cuarenta y dos, solo tenía que mirar la casa situada al otro lado de su calle y a dos puertas de distancia donde vivía su vecina la señora Wiggins. La mujer ya les había parecido vieja cuando él y Fernanda habían llegado para vivir con la madre de Fernanda en 1967. Pero por entonces la señora Wiggins todavía no había perdido las fuerzas, era una mujer furiosa y devota, a quien le gustaba ser conocida y anunciar el régimen de hierro con que gobernaba a aquellas tribus de niños perdidos que entraban a manadas como inmigrantes por su puerta —entre ellos, la difunta Jamila Joyner—, aceptando lo que ella les diera en forma de amor y azotainas, de ropa limpia y comida sobre la mesa. La señora Wiggins siguió así años y décadas, como uno de esos soldados japoneses que continúan combatiendo en las islas Salomón o donde sea, sin que nadie se presentara nunca a traerle refuerzos ni a pedirle a la pobre mujer que se rindiera. Sin embargo, el tiempo, los delitos y la tristeza en todas sus morfologías habían acabado por hundir a la vieja señora Wiggins. Aunque seguía viva, ya no era más que un fantasma farfullante de ella misma. Y pobre de la criatura a quien el tribunal superior de la mala suerte encomendara a los cuidados de la anciana. Cuando el señor Jones era chico en Oklahoma City, lo habían llevado a una feria ambulante en cuya carpa se exhibía a un hombre que supuestamente era John C. Frémont y tenía ciento veinte y pico años de edad. Manos esqueléticas, una mata de pelo alborotado y un par de ojos velados por las cataratas, asomándose desde debajo de un montón de mantas y temblando. Alrededor de aquella cosa que se asomaba, en las sombras de la carpa, se movían las aberraciones de la naturaleza y los horrores corporales, sigilosos, amargados y retozando. Así era como el señor Jones se imaginaba ahora a la vieja señora Wiggins, en aquella casita del otro lado de la calle.
—Puede que sea yo quien ha provocado eso que ahora te está despistando —dijo el señor Jones—. Titus está viviendo con la señora Wiggins. ¿Sabes esa casa que hay delante de la mía?
—Sí, ya. Era la tía de Jamila o algo así.
—Un día vi salir al chico de la casa y vi algo en él que me resultaba familiar, ¿sabes? El chaval llevaba un jerseicito sin mangas. El pelo bien peinado, los vaqueros planchados.
—Tiene una apariencia bien pulcra, eso lo admito.
—Y empezamos a hablar.
Con aquellas cuatro palabras, el señor Jones condensó dos semanas de intercambiar saludos con la cabeza. El chaval se dedicaba a ir y venir con la bicicleta a cualquier hora del día o de la noche, y el señor Jones se lo quedaba mirando en busca de señales de un destino aciago inminente, pero día tras día no veía nada digno de mención más que un repertorio pequeño y ferozmente cuidado de camisas de botones y camisetas blancas deslumbrantes. Y luego, de repente, un torbellino de conversaciones, después de que a Titus lo atrajera una ráfaga de extraños tañidos de cítara emitidos por el loro al otro lado de la ventana de la cocina del señor Jones, y es que la noche anterior habían pasado El tercer hombre por la KQED.
—El chaval me contó que quería ser director de cine —dijo el señor Jones—. Se puso a hablarme de Walter Hill, Sam Peckinpah y Stanley Kubrick. Y yo pensé: «Pues bueno, mira».
—Tiene buen gusto.
—Luego me mencionó que le gustaba Tarantino. De manera que le hablé del curso. Lo que pasa es que cuando llegamos, un tipo en silla de ruedas… —El señor Jones se interrumpió y apretó los labios. Respiró hondo, negando con la cabeza con tristeza furiosa—. Me dijo que tenía alergia a los pájaros.
De acuerdo con el doctor Hanselius de la Biblioteca Marxista Niebyl-Proctor, las alergias a los pájaros eran —se abren comillas— extremadamente poco frecuentes —se cierran las corrullas—, y la punzada persistente de humillación que el señor Jones había sentido aquella tarde, la sensación de que tanto él como el pájaro habían sido víctimas de una forma esotérica de intolerancia, alimentó la rabia que llevaba acumulándose en su interior desde que había averiguado que el Leslie no estaba listo para el concierto de aquella noche; desde que lo habían expulsado de la clase de Tarantino; desde el asesinato de Marcus Foster o del Doctor King; desde 1953 o 1938.
—Lo más seguro es que el cabronazo duerma todas las putas noches con una almohada de plumas —dijo el señor Jones.
Miró al pájaro, cuyas plumas emitían aquel ligero olor a periódicos chamuscados que es típico en los loros, en quien se destilaban toda su soledad y su indignación. Cincuenta y Ocho chilló como si fuera una flauta de émbolo.
—Así que me tuve que marchar —dijo el señor Jones, consciente de que su explicación del papel que había jugado en la llegada del hijo de Archy se había desviado un poco de su rumbo—. Pero Titus se quedó. Y el chaval de Nat estaba allí sentado.
—¿En la primera fila, al lado del profesor?
—En el centro mismo de la primera fila. Supongo que se debieron de hacer amigos allí. Ya me pareció a mí que podía pasar que el chico terminara por encontrarte, tarde o temprano.
—¿O sea que usted lo sabía?
—No estaba seguro.
—Pero, o sea, señor Jones, ¿cómo es que no me lo dijo?
La pregunta hizo que el señor Jones se retorciera.
—Pensé que ya había cumplido mi función. Que luego ya te tocaba a ti. A ti y a él.
—Uau —dijo Archy—. A veces es usted más callado que una puta tumba, señor Jones.
—En eso no te puedo llevar la contraria.
—Está usted hecho un misterio. ¿Y se lo dijo a ellos?
Tal vez fue entonces cuando el señor Jones se empezó a dar cuenta de que se sentía ofendido.
—¿Te crees que les iba a decir algo a ellos y a ti no?
—Pues debieron de adivinar un montón de cosas entre los dos, para llegar hasta mi puerta.
—¿Es ahí donde está Titus ahora, en tu puerta?
—Mi puerta en sentido figurado.
—¿No vive contigo?
—¿Cómo, de un día para otro? Ah, claro: «Hola, soy tu hijo». «Ah, vale, genial ya puedes vivir con nosotros».
El señor Jones intentó encontrar lo que fallaba en aquella historia. Él quería a Archy Stallings y siempre intentaba verlo con buenos ojos. Y ahora estaba luchando para entender qué podía impedir a un hombre aferrarse a la bendición inesperada de un hijo vivo, atractivo y correcto, con un gusto encomiable en materia de directores de cine.
—Yo no me muevo tan deprisa, señor Jones, ya lo sabe usted. Y, como le he dicho, todavía no le he contado nada a Gwen. Ya ocupo el número uno de su lista negra por culpa de ciertos desaciertos que he tenido.
—Pero no lo habrás devuelto a la señora Wiggins.
—No, de momento, se está quedando con Nat y su familia. He pensado que haría feliz a Julie. Podrán montar una buena batalla de almohadas en el desván.
—No es verdad que hayas pensado eso —dijo el señor Jones.
—No —admitió Archy—. No, tienes razón. Es que, con el bebé de camino y lo de Dogpile…
—Las distracciones.
—Sí.
—Que te están despistando de lo importante.
—Eso mismo.
—¿Y qué me has dicho que era lo importante?
—Eh —dijo Archy—. A ver, señor Jones. ¿Qué problema hay?
El señor Jones se levantó de su silla. Le tendió una mano a Cincuenta y Ocho y el pájaro subió de lado la pasarela que lo llevaba a su percha de toda la vida.
—Señor Jones, ¿qué he dicho? ¿Por qué se va? No he terminado del todo, pero casi.
—Tráelo al concierto —dijo el señor Jones—. Si no funciona, lo tiras.
Echó a andar hacia la camioneta, deseoso de hablarle a Archy —o por lo menos sintiendo que le debía hablar— de Lasalle, nacido y muerto el 14 de abril de 1966. Deseoso de hablarle de las dos horas y diecisiete minutos de orgullo y placer que Archy llevaba catorce años desperdiciando. Fue a la Econoline y cerró de golpe las portezuelas de la zona vacía de carga. El señor Jones ayudó al pájaro a ponerse en el reposacabezas del asiento del conductor y aferrarse con una garra al cinturón del hombro para no perder el equilibro.
—Tal vez necesites empezar a centrarte en las distracciones —dijo el señor Jones—. Tal vez entonces no te distraigan tanto.
—¡Señor Jones! Eh, venga ya. ¿Qué he dicho?
El señor Jones se metió en la furgoneta y arrancó el motor. Incluso por encima del baboseo de su V8 Windsor de trescientos caballos, oyó que Archy repetía inútilmente:
—Señor Jones, lo siento.
—Como sacar una tirita… —dijo Gwen.
—Ni siquiera —dijo Aviva.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo. Sé valiente.
Aviva estaba ondeando la bandera de la valentía. Con los pies plantados uno junto al otro, sobre la moqueta berebere gris. Llevaba sandalias nuevas, con unas correas que se le cruzaban por encima de los tobillos al estilo de las películas épicas, y las uñas de los pies recién pintadas de color ciruela. Las piernas bronceadas y afeitadas, las espinillas relucientes como los pabellones de una sección de vientos. Falda de lino gris y blusa de lino blanco, no nuevas pero sí confeccionadas con seriedad y bien cuidadas. La blusa abotonada hasta una altura profesional, pese a lo cual se las apañaba para revelar con el cuello una atractiva cuña de clavícula y escotadura supraesternal. En su regazo, un tomo abstruso titulado Acupuntura: puntos y meridianos.
—«Sé valiente» —dijo Gwen. Se tiró del dobladillo de la falda de embarazada negra y ajada que había planchado con vistas a aquel ejercicio en humillación ritual. La camisa que llevaba, aunque bastante nueva y limpia, era hawaiana y había pertenecido originalmente a su marido. El pelo, en cambio, sí que lo tenía impecable. Limpio, elástico y con los bucles infantiles recién hechos. Su pelo sí que estaba a la altura de la dura prueba de esta mañana, y eso le producía a Gwen un mínimo de comodidad, o incluso, y esto tal vez fuera peligroso, de orgullo desafiante. Ahora carraspeó—. Si yo fuera valiente, Aviva, no estaría sentada aquí.
—Yo hablo de valiente a largo plazo —dijo Aviva—. Valiente en el gran esquema de las cosas.
—O sea, valiente en la modalidad cobarde.
—Eso mismo —dijo Aviva—. Por oposición a la modalidad estúpida.
Aquella distinción concordaba con la experiencia de Gwen y, en menor medida, con sus creencias; y, sin embargo, trazarla no la reconfortó en absoluto.
—Júramelo —dijo, solicitando aquella garantía por tercera vez en lo que iba de mañana—. Aviva, júramelo.
—Esto no significa nada —dijo Aviva.
—Porque te lo aseguro: parece algo tan cargado de significado que casi me entran ganas de vomitar.
—¿Va usted a vomitar? —dijo la recepcionista de los sábados, apartando la vista de su pantalla para examinar a Gwen, en un tono que venía a decir: «Ni se le ocurra vomitar en mi oficina».
Tenía una vibrante mata de rizos afro, y Gwen la reconoció como condiscípula de Tyneece en el Glama. Se habían cruzado unas cuantas veces, peregrinas de camino al templo. La mujer tenía algo que siempre había molestado a Gwen, y ahora por fin se dio cuenta de lo que era: un miasma invisible y penetrante al doctor Lazar.
—Pues igual sí, mira —dijo Gwen. Bajó la voz hasta convertirla en aquel susurro peculiarmente audible que solían usar las mujeres de su familia; peculiar no por su audibilidad sino por la insinceridad con que, igual que Dios les había entregado sus Mandamientos a una panda de tipos que Él sabía perfectamente que se iban a pasar la eternidad entera quebrantándolos sin parar, se molestaba en ser un susurro. Una mujer de la familia Shanks que hubiera ensayado bien su embocadura no solo podía modular la dinámica de su susurro, sino también proyectarlo de tal forma que atravesara puertas cerradas y doblara esquinas, mandarlo a través del tiempo mismo para que emitiera ecos eternos, por ejemplo, en los oídos réprobos de una nieta casada con un individuo que no valía nada—. Es lo que pasa cuando tienes que comerte eso que tú sabes.
Aviva bajó la vista a su manual, no lo bastante deprisa como para ocultar su sonrisa. La recepcionista, en cambio, no pareció encontrarle ninguna gracia a Gwen. Volvió a golpear furiosamente las teclas de su ordenador con las uñas largas, haciendo un ruido que ahora Gwen se dio cuenta de que la había estado molestando desde que se habían sentado. Gwen cambió de postura en una de las sillas de acero con tapicería de vinilo que amueblaban la sala de espera, inclinándose primero sobre la nalga izquierda y después sobre la derecha. Cada vez que se inclinaba hacia un lado u otro, sus muslos se despegaban entre sí con un suspiro, como amantes que no se quieren separar. Los músculos de la rabadilla se le habían agarrotado formando un puño lleno de rencor. Tenía la cabeza del bebé empotrada contra el lado izquierdo de la caja torácica, justo debajo del corazón, en aquel punto preciso en que Gwen solía sentir las premoniciones de los desastres.
—Lo que a mí me hace falta —dijo, usando el mismo susurro Shanks que podía oír hasta la dermatóloga que estaba en la oficina contigua— es algo para hacer que me baje. —Pensó en una taza de aquel suff blanco y cremoso que ella jamás se volvería a permitir disfrutar—. Algo que me quite de la boca el sabor de…
—Chsss… —le chistó Aviva. Metió la mano en su bolso, abrió la cremallera de un bolsillo interior y sacó una botellita en miniatura de salsa Tabasco como las que tienen en los aviones—. Échale unas gotas de esto.
Gwen cogió la botella y la agitó un par de veces, pensando: «Echa unas gotas en el bote del jabón del cuarto de baño de Lazar. Úsalo para darle un masaje en la calva de color rosa. Méteselo bien por los poros».
Mientras se imaginaba a sí misma, con una satisfacción extraña, llevando a cabo aquel acto de acicalamiento vengativo, la puerta que separaba la sala de espera de la zona de reconocimientos se abrió y por ella salió el doctor A. Paul Lazar, ginecólogo y tocólogo colegiado. Parecía estar en plena transición entre la sala de partos y el asiento de su bicicleta, con la chaquetilla verde del uniforme hospitalario por encima de unos pantalones cortos de Lycra negra y unas zapatillas Nike de ciclismo. Aquel atuendo híbrido parecía perfectamente adecuado para su sala de espera, que se ajustaba a la estética general de las consultas de los médicos de Berkeley, con su mezcla libre de elementos de salón expositor de muebles de segunda mano, de compañía de títulos de propiedad inmobiliaria y del Ministerio de la Verdad de 1984. Lazar era más guapo y menos joven de lo que Gwen recordaba, ni tan pálido ni con la mirada tan apagada. Pero seguía teniendo bastante cara de pez.
—Señoras —dijo en un tono que no auguraba nada bueno. Extendió la mano para que ellas se la estrecharan, con cierto aire de portento pero también con un toque de travesura, como si se estuvieran reuniendo para firmar un tratado que lo permitiría a él ocupar el país de ellas con el pretexto de defenderlo—. Entren.
Aviva se guardó el atlas de acupuntura en una bolsa de tela de la KPFA y se puso de pie. Gwen se apoyó en el brazo de Aviva para levantarse también. Lazar observó cómo se incorporaba con un fulgor diagnóstico en la mirada. El temor, o bien el cráneo de su bebé, parecieron encajarse todavía más adentro de los huesos de la caja torácica de Gwen cuando siguió a Aviva al despacho del médico. El despacho era un recinto insulso —estantes de acero negro, cuadros de Pfizer, vistas al aparcamiento—, animado únicamente por el desorden de los manuales médicos de Lazar y por una fotografía enmarcada en la que aparecía él compartiendo el sol, en lo alto de una montaña de color gris verdoso, con una mujer joven de dientes de caballo y dos bicicletas italianas. Lazar y su mujer, o bien su novia, sonreían con aire de felicidad diligente, tal como sonríes cuando un completo desconocido acepta sacarte una foto. Gwen aventó la chispita de pena que se había encendido en su interior al ver el despacho de Lazar, notando que la luz de su llama le ofrecía su única esperanza de encontrar una salida al lío en que ella había metido a las Comadronas Asociadas. La pena y nada más que la pena podía enmascarar el sabor amargo de la mierda.
—Bueno pues —dijo Lazar—, aquí están ustedes.
—Aquí estamos —ratificó Gwen, intentando plantar cara a los ojos azules del hombre, que seguían tomando notas del caso. Edema, melasma.
—Sé que las tengo a ustedes entre la espada y la pared —dijo él—. Pero, aun así, les agradezco el gesto.
Les dedicó una sonrisa insincera para demostrarles que estaba fingiendo que bromeaba. La llama de la pena de Gwen se extinguió. Con la imaginación proyectó una breve secuencia de artes marciales, de unos cien fotogramas nada más, que terminaba con un gesto bien distinto: ella clavándole el pie a Lazar en el nudo de la laringe. Retuvo el control de sí misma y resistió el deseo de compartir aquella escena con él. Pese a todo, su comentario era una pelota difícil de devolver por encima de la red para las dos socias.
—Yo… —Gwen echó un vistazo a Aviva—. He hablado esta mañana con Lydia. Parece estar bien. No sé si usted…
—Se va a poner bien —dijo Lazar. «No gracias a vosotras», dijo su mirada.
No, no, Gwen se estaba dejando llevar por la paranoia. El día anterior había perdido los papeles. Había dejado que sus emociones se impusieran sobre su sentido común, lo cual era algo muy impropio de ella, tanto por su naturaleza como por sus acciones, tanto por hábitos como por preferencias. Por poderosas que pudieran ser sus emociones, ella sabía desde los siete años que tenían muy poca utilidad, y que, en cambio, su sentido común era extraordinariamente fiable. Era todo aquello, junto con la larga y sangrienta resolución del parto del día anterior, además de las hormonas que volaban como nubes de tormenta sobre la pradera de su tercer trimestre de embarazo, lo que había llevado a Gwen a traicionar sus principios. Desde un punto de vista clínico, el doctor Lazar había tenido una actuación impecable. Gwen no tenía ningún conflicto clínico con él, ninguno que mereciera poner en jaque su prestigio en aquel hospital, un prestigio que, como el de todas las enfermeras-comadronas que tenían privilegios en el Chimes, siempre resultaba misteriosamente frágil. Ahora, gracias a la intervención de Aryeh Bernstein, lo único que Gwen tenía que hacer era decirle a Paul Lazar las dos palabras más carentes de significado del idioma inglés, y sería perdonada. Una disculpa era… ¿cómo lo decía Nat, citando supuestamente a su padre…? Era algo hermoso, no, un milagro del lenguaje. No costaba nada y te reportaba una recompensa enorme. Claro que aquello era fácil de decir para Nat.
—Ayer fue un día largo y confuso —empezó a decir ella, consciente de que aquello no iba a servir, de que la conclusión lógica de la frase, si ella seguía en aquella dirección, solo podía ser que la culpa no era de Gwen ni de la mala suerte, sino de la pobre, larga y confusa tarde de ayer—. Normalmente, Doc, soy demasiado orgullosa para ponerme en la clase de situación en que me puse ayer cuando perdí la calma.
Aviva le echó un vistazo furtivo a su socia y, desde algún lugar de las profundamente oscuras cuencas de sus ojos hundidos, le lanzó a las alturas una bengala de advertencia. Gwen no había venido a discutir con el doctor Paul Lazar el flujo ni los caprichos de su orgullo o de su calma.
—Así pues… —probó a decir Gwen.
Fue consciente de que se le estaba acumulando un regusto mortecino y fétido en la parte de atrás de la lengua. Se dio cuenta de que al llegar allí había recibido instrucciones no solo de tragarse su orgullo y disculparse ante aquel hombre que le había dedicado un insulto racista, sino también de soportar su petulancia, sus pantalones cortos de ciclista y, lo peor de todo, la sonrisa equina de aquella mujer de la fotografía, que ya no le parecía a Gwen una sonrisa lamentable de persona sin amigos, sino más bien ufana y jactanciosa, la sonrisa de alguien que creía que su sitio natural era la cima de las montañas. O no, tal vez lo peor de todo fueran los pantalones cortos de ciclista.
—Así pues —continuó—, regresando al tema de mi conducta. Y teniendo en cuenta las firmes recomendaciones de mi socia, que se ha pasado toda su vida profesional plantando cara a médicos, hospitales, chupatintas de compañías de seguros…
—Gwen, cariño —dijo Aviva, sacando a relucir su parte de Brooklyn, ya fuera para ironizar el término afectuoso o bien a modo de advertencia genuina.
—… por tanto puede usted estar seguro de que ella sabe, como también lo sé yo, que igual que tenemos que ser el doble de competentes, el doble de cuidadosas, estar el doble de preparadas, ser el doble de sensibles y mantener el doble de frialdad bajo el fuego enemigo…
—¿Estamos hablando de comadronas o de Jackie Robinson?
—… que un medicucho que se las da de Lance Armstrong con un diploma de… —Le echó un vistazo al diploma de la facultad de medicina—… Loma Linda…
—Eh —dijo Lazar—. ¿Perdone?
—… también sabe que tenemos que ser el doble de competentes en tanto que vosotros…
—Por el amor de Dios, Gwen…
—… puede estar usted seguro de que Aviva sabe, porque es la que me lo ha dicho, y porque Dios sabe que la he visto hacerlo miles de veces, que también tenemos que «aguantar el doble de mierda».
Aviva se desplomó en su silla.
—De manera que eso es lo que he venido a hacer. A comerme el marrón. En dos palabritas. Que no son las palabras que yo elegiría decir si pudiera, pero es que no puedo elegir.
Gwen se puso en pie con lo que a ella le pareció una presteza notable y hasta, por primera vez en muchas semanas, con una especie de elegancia. Ni la imagen de Aviva hundida en su silla y soltando humo ni el centelleo de los ojos de Lazar —ya no había duda de que iba a maniobrar para quitarles los privilegios— suscitaron en ella reacción alguna de remordimientos o arrepentimiento. Se limitó a ir a la puerta, poner la mano en el pomo y girarse hacia el doctor Lazar; y entonces, no exactamente como si le estuviera diciendo que se fuera a la mierda, ni tampoco exactamente como si le estuviera sugiriendo que probara a ver cuánta silla de su bicicleta Pinarello de tres mil dólares se podía meter por el culo, sino más bien con toda la fuerza de la pena a la que hacía poco había adjuntado su esperanza de salir de aquel marrón sin estropear todo lo que tanto ella como Aviva habían trabajado tanto para lograr, encontró dos palabritas que resumían lo que ella sentía hacia aquel medicucho de cesáreas de tres al cuarto de culo estrecho y perrillo faldero de las compañías aseguradoras, hacia toda su supuesta profesión y hacia aquel mundo que veía todo lo que era humano y sucio, propenso en la misma medida al fracaso y a la alegría, como un proceso a racionalizar, estandarizar y controlar por partes:
—Lo siento.
Con la sensación de estar pataleando por una piscina, libre de masa, de impulso y de inercia, Gwen atravesó la antesala hasta llegar a la puerta. Aviva la alcanzó en el ascensor, con un tintineo de monedas contra un llavero dentro de su bolsa de tela.
—Lo siento —volvió a decir Gwen, y esta vez no era una expresión de arrepentimiento por las cosas que había dicho o hecho, sino más bien lo contrario: su disculpa era, como a menudo son las disculpas, una declaración de batalla. Lo único que sentía era el hecho de que no lo sentía para nada.
Detuvo el coche delante de la casa, con los pies doloridos, ansiando una ducha, con todas las partes blandas del cuerpo pegadas por medio de una resina de hormonas y sudor a por lo menos una parte más. Con el estómago revuelto por la marea de olor a jazmín que cruzaba en tromba el jardín procedente del porche para chocar con la cerca de listones en forma de una espuma pinchuda de flores cuyo color y olor le recordaron a la carne de los plátanos pasados. Irritada por el zumbido insectil de un clavicémbalo que sonaba por la KDFC (que Gwen se obligaba a sintonizar por las supuestas propiedades relajantes que tenía la música barroca, aunque a ella siempre le había parecido el equivalente auditivo a intentar hacer origami con la mente). Con la mente ocupada no en la estrategia adecuada para afrontar la reunión inevitable de la junta a la que, después de su último estallido de indignación moral, ahora ella y Aviva tendrían que someterse, sino en intentar urdir alguna excusa verosímil para escaquearse de la clase de parto de aquella noche. Ahora apagó el motor. La puerta del garaje, irremediablemente abarrotada de cosas, se abrió sobre sus goznes irreparablemente chirriantes. Y en ella apareció Archy, vestido con su Traje Funky de tres piezas —diez metros de satén de color púrpura—, cargando de espaldas con un enorme armatoste de madera de equipo de sonido por la salida de coches y en dirección a la caja de su El Camino, sin que por lo visto le hiciera falta excusa alguna, como de costumbre, para olvidarse de las clases de Lamaze.
La clase tenía lugar los sábados por la noche en el centro cívico de una iglesia baptista de Telegraph. Gwen la había elegido, de entre las docenas de clases donde las mujeres en estado de Berkeley y Oakland ensayaban técnicas de respiración y relajación, porque había oído que a ella iban parejas jóvenes negras. Confiaba no solo en que ella y Archy pudieran (o eso decía la fantasía) hacerse amigos de los simpáticos papá y mamá sesenta por ciento bohemios / cuarenta por ciento burgueses de algún futuro compañero de juegos con rastitas para su bebé, sino también con base en un cálculo desgraciado reducir la posibilidad de toparse con una de sus pacientes entre las esterillas de yoga puestas en círculo. Sin embargo, resultó que las únicas otras personas negras que se encontraron en la sesión medio vacía que se congregaba todas las semanas bajo el zumbido de los tubos fluorescentes de la sala de juegos, con su aroma persistente a pies y sobacos de la clase de capoeira que venía justo antes, eran un par de madres solteras, que no tenían a nadie que las pudiera entrenar más que sus madres, y las mitades masculinas de dos parejas birraciales, uno con la esposa oriental y la otra blanca. La instructora, la señora Pease, también daba clases en la escuela de religión de la iglesia, y tenía unos modales de catequesis al mismo tiempo zalameros y condenatorios. En cualquiera de los casos, allí Gwen no tenía nada que aprender: aparte de la unidad marital y progenitora que pudiera simbolizar, su asistencia buscaba de forma manifiesta, y hasta descarada, ayudar a Archy. Y, sin embargo, él se olvidaba todas las semanas de la clase hasta que Gwen se la recordaba, a continuación intentaba fingir que no se había olvidado y por fin se pasaba toda la clase con una expresión tan seria, tan comprometida y tan ansiosa por absorber la sabiduría parturienta de aquella vieja arpía amargada y melosa que era Charmayne Pease que resultaba imposible —y Gwen lo había intentado— creer que fuera genuina.
Dicha expresión facial, demasiado paciente, demasiado tolerante y demasiado sincera para ser algo más que una burla, había empezado a ocupar el espacio entre su barbilla y su frente en algún momento del principio del embarazo de ella. Gwen la consideraba una especie de resumen de la actitud que tenía su marido hacia la paternidad inminente con los deberes y obligaciones que le habían sido revelados de momento. Solo se podía tomar el tema en serio, le parecía a ella, en la medida en que sabía lo bastante, la mayor parte del tiempo, como para fingir que se lo tomaba en serio. Aun así ella tenía que hundirle la cara en la materia para conseguir que prestara atención, obligándolo a leer artículos y links de internet relacionados con la espina bífida, con la relación entre dormir de espaldas y el Síndrome de Muerte Súbita Infantil y con las ventajas y los inconvenientes que presentaban los chupetes. Leyéndole en voz alta pasajes de libros sobre el embarazo que ella compraba y fingía estudiar, aburrida y peleándose mentalmente todo el tiempo con los autores, solo para que Archy se viera obligado, acostado junto a ella en la cama, a escucharla leer en voz alta. Era como uno de esos experimentos de Piaget con bebés: la idea de ser padre, en cuanto la extraías de su perspectiva inmediata, dejaba de existir en su mente. Y su reaparición allí, cada vez que Gwen se la recordaba, era más dolorosa para ella que la desaparición.
De manera que aquella noche llegó a casa, después de pasarse la tarde escuchando como si fuera una aprendiz zen el silencio de Aviva sobre la reunión con Lazar —un silencio más doloroso que cualquier reproche, y es que la vida de Gwen tal vez anduviera demasiado amueblada de gente que la fastidiaba con sus paradojas—, sintiendo aquel suave cráneo de temor encajado contra su caja torácica, dispuesta a darle fiesta aquella noche a su mentiroso, infiel e inútil Marido del Alma, ¡y mira al muy memo! Le había ahorrado el trabajo. Trasteando con sus correas elásticas y las fundas para muebles de su furgoneta. Enorme y morado igual que la causa de todos los problemas de ella, con el esplendor ridículo de sus zapatos Oxford de plataforma midiendo en milímetros de elevación la distancia que lo separaba de cualquier mundo que se definiera a sí mismo en términos de deber y obligación.
Aunque solo hacía unos minutos que había estado ensayando para sí misma diversas formas ambiguas o suavemente sarcásticas de decirle a Archy que únicamente quería pasar aquella noche repanchingada con él en el sofá, comiendo helado de chocolate con leche de Fentons de un cartón de cuarto de kilo y viendo el programa que fuera que a él le apeteciera ver, ahora se dio cuenta que prefería dejarle que se follara a todas las mujeres de Etiopía y Eritrea, en parejas y en tríos, antes que permitirle que se saltara la compañía de la señora Pease.
Luego acertó a ver el movimiento de los músculos por debajo de la espalda de su chaqueta, unos destellos como de hojas de cuchillo a contrapelo, mientras levantaba trazando un solo arco sin esfuerzo el enorme cubo de madera del amplificador —el tan preciado Leslie del viejo señor Jones, a cuya reparación Archy había entregado las últimas semanas de libertad sin hijos de la pareja— hasta la parte de atrás de su coche. Levantando aquel armatoste enorme como si fuera una caja de cartón llena de virutas para embalar. Gwen dejó escapar un ruido que pasó involuntariamente del «hum» de desaprobación que ella había querido emitir a un tañido grave como el que hace una cuerda interior al soltarse.
—Oh-oh —dijo él, dándose la vuelta—. Tienes el brazo en jarras de esa manera.
—Sé que debes de estar descargando —dijo Gwen—. Por mucho que parezca que estás metiendo cosas en la furgona.
—Bueno, no… mmm… tenemos concierto esta noche. De los buenos. Un evento político para recaudar fondos, en Kensington. Allí en Cragmont, saliendo por la Arlington o… —Vio que ella no estaba interesada en los detalles de la geografía de North Berkeley—. Oh, mierda. Es sábado.
—¿Estás seguro?
—Muy bien —dijo—, vamos a ver. No me necesitan, en serio. Son Nat y Boom y el señor Jones, y mientras yo le lleve el Leslie, él puede hacer con el pie izquierdo todo lo que yo con las dos manos en el bajo. En serio. —Se consultó el reloj—. Se lo llevamos allí, lo descargamos, te compramos algo para comer que te suba el azúcar hasta unos niveles aceptables y todavía podemos volver para llegar a la clase de parto a tiempo. ¿Te parece buen plan?
—Pues mira, me parece buen plan, sí —dijo Gwen—. Pero me parece que no era el que tenías. El que tenías, a ver si lo adivino, era meter el resto de esas cosas en la furgona. —Hizo un gesto hacia el J Bass guardado en su estuche, el amplificador del bajo y el preamplificador, todo amontonado junto al guardabarros delantero del El Camino—. Y largarte a North Berkeley sin pensar ni un segundo en lo único importante que tienes ahora mismo en tu vida. Estoy segura de que no me habías dejado ni una puñetera nota.
Ante aquella grave acusación, Archy empezó a presentar una protesta, decidido a comunicar sus objeciones, adentrándose a tientas en ellas como alguien que retrocede por un pasillo a oscuras, como si confiara en que al llegar al final descubriría, con un grito de reivindicación y de triunfo, que en realidad, au contraire, sí que había escrito una nota, y simplemente después de escribirla se había olvidado. Pero no; aquella esperanza se apagó en sus ojos. Luego se le ocurrió una idea. Levantó un dedo. Se tanteó el bolsillo. Asintió. Exagerándolo todo con aire de pantomima cómica, intentando calmarla a base de payasadas, una táctica que a lo largo de los años le había reportado bastantes éxitos, aunque los fracasos también eran incontables y espectaculares. Se metió la mano en el bolsillo de la pechera de la chaqueta de su Traje Funky, sacó un rotulador negro y un papel que resultó ser una multa de aparcamiento sin pagar del Ayuntamiento de Emeryville emitida hacía dos años, garabateó unas palabras en el dorso y se la pasó a ella haciendo gala de una ceremoniosa falta de ceremonia. Gwen la dobló por la mitad sin leerla, se preguntó por qué aquella tarde de junio de hacía dos años había estado el El Camino de Archy aparcado delante del 1133 de la calle Sesenta y dos, llegó a la conclusión de que habría sido o bien por una mujer o bien por el sótano lleno de discos de un muerto, la dobló por segunda vez y se la volvió a meter en la mano a su marido.
—Me voy a duchar —dijo ella—. Ve ahora mismo a La Calaca Loca y tráeme uno de esos elotes que tienen, con poco chili, y un taco de pescado, no, dos, de los rebozados. Y una botella de tamarindo, y tenlo todo listo aquí y esperándome para cuando baje.
—Sí, señora —dijo Archy.
A continuación le pasó una expresión rara por la cara, como el parpadeo de un televisor durante una caída de tensión, y su mirada fue de un lado para el otro, siguiendo el zumbido de cigarra de una bicicleta. Gwen se dio la vuelta a tiempo de ver la espalda de un chico larguirucho montado en bicicleta, tal vez un chaval del vecindario, a quien ella no conocía, y, cuando volvió a mirar a Archy, él estaba metiendo el resto de sus cosas en el El Camino y diciendo:
—Elote… mmm… sí, suena de maravilla. La comida mexicana me apetece todos los días. —Se volvió hacia ella—. Me encanta México. —Se secó la frente con el dorso de un brazo enfundado en satén—. Nena, vámonos a México. Esta noche mismo. Venga, hagámoslo. Mudémonos a México.
—Ja, ja.
—No, en serio. —Puso una cara muy seria, o tal vez resultó que por una vez le salía realmente así—. Te estoy siendo totalmente sincero.
—Y yo estoy total y sinceramente a punto de tener un bebé, Archy. ¿Cómo me voy a ir a México?
Todavía no había terminado de espetar aquellas palabras y ya se había arrepentido de ellas, dándose cuenta, probablemente antes que Archy, de que para ir a México él no necesitaba llevársela a ella. Archy podía irse a México, podía mudarse allí, en cualquier momento en que le diera la puñetera gana. Podía irse aquella misma noche.
Archy se quitó las gafas de sol para limpiarse las lentes con la punta de la corbata. Le echó un vistazo sin gafas a su mujer, con expresión irónica, bromeando, por lo menos de momento.
—Tacos de pescado —dijo—. Para varios días.
Los aparcacoches estaban plantados codo con codo como presidiarios encadenados por los tobillos, con sus monos de trabajo de color beige idénticos, con la cabeza echada hacia atrás y apuntando al cielo con la barbilla. Algo había allí arriba que los tenía pensativos. Archy dirigió el morro del El Camino colina arriba y en dirección a la casa donde iban a tocar: una torre redonda con estucado de color caramelo de mantequilla, ventana abalconada y un portón del mismo color con arco de baldosas azules. Subió muy despacio por aquella calle cuyo rumbo seguía el curso lleno de curvas de algún antiguo arroyo, con los coches del vecindario apareciendo en ambas direcciones y dejándole el espacio justo para pasar a su ancha y estruendosa mole del viejo Detroit. Archy ya se sentía lo bastante agobiado por el silencio marital que en aquellos momentos llenaba el vehículo, sabiendo perfectamente, con toda aquella sagacidad de almanaque que implicaba la palabra «marido», que el silencio presente era más presagio que secuela. Una fórmula silenciosa. Aquel descenso en picado de la presión, perturbador y sin pájaros, que precedía a la llegada a tierra de un tornado.
Pasaron junto al Saab de Nat y se detuvieron frente al puesto donde los cuatro aparcacoches con sus anoraks Carhartt estaban plantados mirando al cielo, cuatro chavales hispanos con envergaduras y circunferencias tan variadas como si fueran las muestras de los distintos tamaños de palomitas alineadas sobre el mostrador del puesto de aperitivos de un cine. Gwen asomó la cabeza por la ventanilla de su lado del El Camino, vio lo que ellos estaban viendo y volvió a apoyar la espalda en el respaldo del asiento continuo. Se encajó los brazos cruzados entre los pechos y la barriga. Y habló por primera vez en aproximadamente dieciocho minutos, o por lo menos articuló un ruido, molestándose en equiparlo antes, como si fuera un jihadista que prepara un artefacto explosivo casero, con esquirlas de ironía, clavos de amargura y metralla de asombro lúgubre.
—Ja —dijo.
Archy salió del coche. Durante un par de segundos, su mirada se distrajo con el enorme lienzo de ciudad, bahía y puentes que había enmarcado por los eucaliptos de más allá de los tejados de terracota de la casa del concierto. Pinceladas tanto finas como gruesas, estelas de niebla y centelleos del sol en los ventanales, las ruinas forjadas de Alcatraz, el gigante de hierro presa del júbilo en la cima de los Picos Gemelos. Y de pronto lo vio, recortándose sobre la curva del cielo de agosto.
Tan largo como su antebrazo e igual de grueso, tarareando para sí mismo igual que Nat Jaffe cuando desarrollaba una teoría sobre el profundo efecto que habría tenido sobre la historia del mundo el que Hank Crawford no hubiera dejado plantado a Creed Taylor en las sesiones que se acabarían convirtiendo en el primer álbum de Grover Washington Jr., el zepelín de Dogpile pasaba deslizándose. Todo negro desde el morro hasta las aletas traseras, con la huella roja de una pezuña impresa en el costado y el nombre de Dogpile escrito con gruesas letras rojas estilo tipografía egipcia. Con cierta provocación implícita en la desidia de su paso, tan perezoso y deliberado como un Benz lleno de juerguistas que pasara frente a tu puerta con las ventanillas bajadas.
—No nos quedamos —les dijo Archy a los aparcacoches mientras iba hasta la parte trasera del El Camino para soltar las correas del Leslie envuelto en paños.
—¿Por qué no nos dejas el traje, entonces? —le dijo uno de los aparcacoches—. Es que se me ha roto la linterna.
Archy tuvo ganas de ofrecerle al jovenzuelo, si no una contracrítica de aquella bolsa marrón en la que estaba enfundado como si fuera una botella de litro escondida, sí al menos una sugerencia de almacenamiento anatómico de la susodicha linterna. Pero, como todos los estilistas puros, Archy había aprendido hacía mucho tiempo que cuando tratas con esa gente que no entiende nada, la única salida apropiada es seguir confundiéndolos. «Encenderlos y apagarlos como velas». Pero el efecto que pretendía causar con su mirada fulminante se vio reducido drásticamente por la risotada que vino de Gwen.
—La linterna —dijo su traidora—. Me encanta.
A los músicos se les había pedido que montaran sus cosas fuera, al lado de un estanque con pececitos dorados que había al final de un patio enlosado y surcado por ristras de lucecitas con forma de guindilla y farolillos de papel: concertinas de color rosa y pagodas verdes. Archy salió jadeando por las puertas de cristal, moviéndose a toda prisa bajo cincuenta kilos de altavoz Leslie, hostigado por una pequeña chavalita oriental poseída por un pánico tranquilo y provista de una tablilla sujetapapeles sobre la cual tenía suspendido el bolígrafo, listo para inventariar cualquier abolladura o arañazo que Archy pudiera sentir el deseo de dejar en una pared o una puerta.
—Gracias por venir, por cierto —dijo la chica—. Con tan poca antela… oh. Oh, Dios mío, tenga cuidado, por favor.
—Se me conoce por ser cuidadoso —le garantizó Archy—. Te daría las gracias por dejarnos tocar, pero la verdad es que os estamos haciendo un favor, porque somos mucho mejores que esos panolis que os han dejado tirados. Nada menos que tres de esos tipos son dentistas.
—Oh, vaya, gracias —dijo la chica de la campaña.
Nat, que llevaba su Jazzmaster roja colgada a la altura de las caderas estrechas, levantó un índice y enarcó la ceja del otro lado para hacerle una señal a Archy. Avisándolo de que no interrumpiera ni estropeara el efecto del despliegue de feroces palabrotas que estaba soltando Stanley «el Boom» Ellerbe, encorvado sobre la abrazadera de una pata de su tom de suelo y hurgando en ella con un cuchillo de mesa de plástico. El Boom era conductor de autobús, y se lo conocía tanto por su equipamiento gafado como por soltar, en forma de ristras largas y entusiastas, las palabrotas que se tenía que tragar y guardarse dentro durante la jornada entera de servir al público y obedecer a los caprichos del tráfico al volante de la línea 51. Cuando tocaba la batería, sin embargo, tenía la sangre tan fría como un vaso lleno de hielo picado y llevaba el ritmo como si fuera un reloj atómico.
Seguía sin haber ni rastro del señor Jones ni de su Hammond, una circunstancia que estaba claro que iba a complicarle el horario marital a Archy, puesto que a) su conciencia le impedía dejar el Leslie sin antes verificar que al señor Jones le funcionaba bien; b) a pesar de su orgullo o su vanidad, el viejo iba a necesitar ayuda para bajar el Hammond por todas aquellas escaleras, y c) a Archy le gustaba el hecho de que el señor Jones siempre parecía contento cuando él cargaba con el Leslie de un lado para el otro, con ese placer que a veces sienten los ancianos cuando ven esforzarse a los jóvenes. Dejando ver todas aquellas piezas de oro sudafricano que llevaba en la boca, diciendo «¡Cuidado! ¡Bulto va!», disfrutándolo con todo el cuerpo huesudo, de la misma manera que si le llegaran los efluvios de un traguito de Hennessy, de un plato de siluro frito o de alguna otra cosa que le hubiera prohibido el médico. Al hombre se le habían llenado los ojos de lágrimas cuando Archy se había ofrecido a repararle el Leslie; a Archy le habría encantado que Gwen lo hubiera visto. Por supuesto, no hacía falta mencionar que el señor Jones siempre tenía una ligera película de humedad en aquellos ojos suyos que parecían ostras con perla. Ni tampoco lo cascarrabias que había estado aquella mañana, ni el hecho de que algo lo había ofendido misteriosamente durante la conversación que habían tenido sobre Titus Joyner.
—Adelante, tú ve a lo tuyo —le dijo Archy a la chica del sujetapapeles, que estaba echando vistazos hacia la nube cada vez más oscura de aire azul que flotaba encima del Boom Ellerbe, intentando decidir tal vez si el individuo en cuestión planteaba alguna amenaza a la seguridad del evento—. Si necesito ayuda con esto, tú tranquila, que te llamo.
La mirada de él se posó en la acreditación a fin de poder darle el debido énfasis a su despedida y allí leyó, con una sonrisa, LESLIE.
El Boom paró de cuestionar la pureza materna de su batería y se puso de pie para dar la bienvenida al amplificador, un modelo 122 venerable y cargado de pedigrí que se conocía que había sido propiedad de Rudy van Gelder, en cuyo estudio de Englewood Cliffs lo habían usado Johnny «Hammond» Smith y Charles Earland antes de que llegara a manos del señor Jones, en cuyo «Redbonin’» se podía oír para su gloria eterna. Limpio, engrasado, restaurado y con cables nuevos. Archy se había sentido agradecido de la oportunidad de meterse dentro de un pedazo de historia como aquel, historia analógica provista de paneles de madera de nogal y transmisión de correa y con todas sus piezas girando, por muchas horas de su tiempo libre que el trabajo le hubiera quitado. ¿Qué clase de persona superficial, insensible y carente de respeto que tuviera las habilidades necesarias le daría la espalda a una oportunidad como aquella? Por no mencionar la oportunidad de ayudar a un caballero anciano y solitario que no tenía más ingresos que los que le venían de la Seguridad Social y de unas pequeñas regalías por haber coescrito (junto con un productor blanco cuyo sello se había quedado los derechos de todas las demás canciones que había escrito en su vida Cochise Jones) «Cold Cold Sunday», un pequeño éxito que había tenido Wilson Pickett en las listas soul de 1969 y que a finales de los ochenta se había usado para una campaña publicitaria del helado Dreyer’s. Mientras discutía en aquellos términos con la Gwen que vivía dentro de su cabeza, Archy dejó suavemente el Leslie —el de madera— sobre las losas del suelo y lo hizo traquetear, con tanta majestuosidad como si fuera un coche fúnebre, a través del patio.
—¡Morado oscuro! —dijo el Boom, contemplando el Traje Funky de Archy.
El batería acarició la superficie encerada del Leslie con su mano derecha de nogal barnizado, la que usaba para golpear más fuerte.
—Sí, Boom, ¿cómo te va? ¿Cómo estás? —Choque de palmas, enredo de dedos, apretón, la mano del mayor de los dos seca y fría—. Tengo alguna herramienta en el coche, si necesitas alicates, una llave de tubo o algo parecido. —Archy reprimió de algún modo el noventa y dos por ciento de la sonrisa que intentaba desplegarse en su cara—. Un soplete…
—Jodeeer —dijo el Boom, reducido por la desesperación a aquellas dos sílabas, pese a que las alargó todo lo que pudo—. Es un Ludwig de segunda mano nuevecito.
Archy negó con la cabeza con falso gesto de compasión y se volvió hacia Nat, dejando escapar la sonrisa. Nat dio un guitarrazo con su guitarra desenchufada, haciendo una breve imitación humorística del jazz de dibujos animados de Carl Stalling. Como tenían al señor Jones al órgano, y debido a que el contratista original del espectáculo de aquella velada, indispuesto en su casa por culpa de una hepatitis de alguna letra crónica del alfabeto, era guitarrista (soporífero, en opinión de Archy), Nat había venido armado de su Fender Jazzmaster y de una vieja y melindrosa Epiphone a la que tenía apego por razones sentimentales, y es que la guitarra era el segundo instrumento que se le daba mejor, después del piano. Un grupo de guitarra, órgano y batería se las podía apañar bien sin Archy. Intentó transmitir parte de aquella convicción con la mirada y a continuación dio un paso atrás e hizo una inclinación de la cabeza que pretendía representar la necesidad de comunicarse de forma confidencial con su socio. Nat colocó la Fender en su soporte y caminó por entre los cables para reunirse con Archy junto a un cactus de la altura de un hombre metido en una maceta de Talavera, en un rincón donde solo los podían oír los pececitos dorados. Unos bicharracos feos, técnicamente koi, supuso Archy, unos cabrones imitantes perdidos, moteados, con los ojos saltones y enredados en sus propios cuerpos parecidos a bufandas resplandecientes.
—¿El señor Jones viene con retraso?
Todo iba a ir bien, pensó Archy, por lo menos hasta que Nat levantara la vista hacia el cielo y viera aquel gigantesco chiste negro sobre los siglos de ansiedad anatómica masculina de los blancos.
—Lleva retraso en general —dijo Nat—. ¿Lo has llamado?
—Lo he visto esta mañana. Precisamente, me ha echado bronca para que llegara a tiempo.
—Yo he llegado a la conclusión de que siempre hay que decirle que se presente media hora antes de la hora en que necesitas que esté. Y ahora, para no ser menos que tú, llega… —se miró el reloj, un Mondaine que Nat siempre llevaba, en virtud del hábito adquirido en los tiempos remotos en que trabajaba de camarero, siete minutos adelantado—… veintitrés minutos tarde.
Algo —los nervios de antes del concierto, el hecho de que los hubieran contratado en el último minuto, el elevado calibre del escenario y de la clientela, o incluso, conjeturó Archy, la naturaleza política del evento en sí, puesto que al candidato presidencial cuya campaña pretendía beneficiar el acto de esta noche no le iba tan bien la cosa a aquellas alturas— le estaba crispando la voz a Nat. Llevaba un traje negro de zapa que por su mismo diseño tenía las mangas de la chaqueta y los bajos de los pantalones demasiado cortos y le venía demasiado prieto en el pecho. Una camisa de vaquero negra abotonada hasta el mismo cuello. Un corbatín cuya cincha estaba adornada con un retrato en miniatura y en blanco y negro de Richard Nixon. Cualquiera de aquellos elementos indumentarios podía contribuir a que Nat fuera todavía un poco más estirado. Archy decidió postergar durante un par de segundos más el tener que decirle a Nat que, una vez entregado el Leslie, iba a mandar al garete la oportunidad de exponer a la Filarmónica de Wakanda ante una mansión llena de creadores de tendencias forrados de pasta del este de la bahía, muchos de los cuales se podía dar por sentado que iban a casarse en el futuro próximo, cumplir cincuenta años o bien celebrar los bar mitzvá de sus hijos, y en cambio iba a ir a sentarse en una esterilla de caucho dentro de la sala de juegos con peste a pies de una iglesia, con el Fin de aprender un conjunto de procedimientos y técnicas sin los cuales, durante cincuenta o sesenta mil años, los padres se las habían apañado perfectamente. Y eso pese al hecho de que cada vez se volvía más difícil imaginarse que Gwen fuera a dar la bienvenida a su irresponsable presencia en el parto. Lo más seguro era que Archy se dedicara a tropezar y a tirar cosas por todo el castillo igual que el Igor de El jovencito Frankenstein mientras Gwen se zambullía de cabeza y a todo trapo en el fragor tempestuoso (¡la vida!, ¡¡¡la vida!!!) del asunto entre manos, de aquel trabajo que conocía mejor que nadie, con la excepción posible de Aviva Roth-Jaffe, que además también iba a estar presente, haciendo que Archy fuera todavía más inservible de lo que ya se sentía.
—¿Ese es tu sistema? —dijo—. ¿Le dices a la gente que venga media hora antes porque prevés que van a llegar media hora tarde?
—A la gente negra, sí —dijo Nat—. Treinta y siete minutos antes.
—De manera que, por rutina, y también a mí…
—A ti te digo cuarenta y cinco minutos antes como mínimo. Y fíjate, aun así, consigues llegar veinte minutos tarde. —Se rascó el cogote con gesto perplejo—. No consigo entender cómo lo calculas.
—En fin, mira —dijo Archy, pasándose un dedo con gesto confidencial por el costado de la nariz—. Tengo a Gwen en el coche y… ejem…
—¿Está bien?
—Sí, sí, está bien. Es que ella… es que me he olvidado…
—He oído que ha estado, no sé… —Nat fingió que buscaba la palabra adecuada, aunque Archy la podía ver ya fuera de su caja, desembalada, enchufada y esperando en la mente de su socio, lista para salir—… actuando de forma algo irracional en los últimos dos días. Con lo del parto y el… incidente. Con el médico ese. El tipo parece un gilipollas de marca, pero tal como funcionan las cosas en ese hospital…
—Sí, no sé, ella…
—¿Le has contado ya lo de Titus?
Oír aquel nombre era como caerse por la boca de una alcantarilla. Cada puta vez. Iba andando por la calle, con el sol reflejándose en sus gafas de sol, música en los auriculares, yendo totalmente a su rollo por la acera, y de repente ¡zassss! Sin dejar siquiera la nubecilla de humo o el montoncito de cenizas que podía dejar atrás una centella. Gwen siempre estaba acusando a Archy de que no pensaba en el bebé que venía de camino, o bien de que no le importaba. Lo cual solo demostraba lo poco que ella lo conocía, o, para ser justos, lo parsimonioso que podía ser él cuando compartía con una mujer, o con cualquiera, el estado casi constante de ansiedad en el que vivía. Una ansiedad que, por ejemplo, lo había llevado a presentarse voluntario para cuidar al pequeño Rolando el día anterior, para ver cómo podía apañarse él solo con toda la rutina de los pañales y los biberones. Pero el chaval aquel… Titus… Su hijo, ya medio crecido y contemplándolo desde el otro lado de todo aquel resentimiento y abandono. Si Gwen supiera de la existencia de Titus Joyner —y tarde o temprano lo iba a averiguar—, entonces todas sus acusaciones de negar la realidad y de desconsideración estarían justificadas. Porque Archy llevaba desde el día anterior intentando retomar su antiguo estado de ignorancia feliz y pensar lo menos posible en el hijo que ya tenía.
—Esa revelación todavía está, ejem, por venir —dijo él.
—Tal vez tendrías que intentar decírselo ahora —sugirió Nat—. Método holístico. Curar con veneno. Combatir el fuego con fuego. Volverla loca desde una dirección completamente distinta, para dejarla a cero.
—Sí —dijo Archy sin entusiasmo—. Ahora mismo estamos en la semana treinta y seis. Creo que ya no tengo mucha influencia sobre la situación de dentro de su cabeza. —Nat inclinó la cabeza y frunció los labios, asintiendo sin argumento alguno que ofrecer—. ¿Cómo se está comportando el chico en tu casa? Titus.
—Ah, pues bien. No lo sé. Bien. Es un chaval raro.
—Raro…
—Es un cabroncete solemne.
—¿Cómo solemne?
—Pues solemne en el sentido de que su paleta emocional es restringida.
—¿Se os enfrenta? ¿Se hace el duro?
—Tal vez haya algo de eso. Pero parece que él y Julie…
Antes de que Nat pudiera continuar, vio algo que hizo que se le levantaran las dos cejas. De una sola sacudida se le quedó la cara blanca, como si fuera la pantalla de un Telesketch.
—Hola, señora —dijo.
—Cuidado —dijo el Boom.
Cuidado, porque venía Gwen, por las puertas de cristal que conectaban el patio con la sala de estar llena de bóvedas de arco y vírgenes de arte folk. De la biblioteca personal de Archy había sacado en préstamo una camisa de bolos antigua, de color rosa sobre negro, originalmente llevada, de acuerdo con las inscripciones serigrafiadas y bordadas, por un caballero corpulento y llamado al parecer Stan, que había jugado a los bolos en las filas de Electricistas y Fontaneros de Alameda. Iba directa hacia Archy, con aquellos andares de locomotora que le confería el embarazo. No había posibilidad alguna de que viniera a decirle que se podía quedar, que ella le había perdonado sus pecados, los grandes y los pequeños. Gwen no había llegado ni una sola vez en su vida al perdón en ausencia física del objeto que lo necesitaba. Por lo menos no sin intervención de alguna fuerza externa: del consejo de su padre, por ejemplo, o del doctor Nickens, el pastor de la iglesia de su infancia o bien, bajo ciertas circunstancias, de alguna mala noticia que se impusiera a todo lo demás. Dicha ausencia constituía un vehículo demasiado conveniente para el despliegue de contraargumentos refinados, de ejemplos ulteriores de refuerzo, de ejemplos recién recordados de infracciones pasadas, etcétera.
—Hola, Nat —dijo ella—. Arch. Mmm… A ver, escucha.
Tranquila y sin alterarse, miró primero a Nat, luego a Archy y por fin de nuevo a Nat, y con una sacudida interior, Archy llegó a la conclusión de que Gwen había descendido del El Camino para emitir un ultimátum en presencia de Nat Jaffe y del mundo, y que daba igual cuál fuera aquel ultimátum o cómo lo expresara ella, él iba a tener que contarle lo de Titus, y entonces se terminaría todo, adiós muy buenas a la segunda gran asociación de su vida, no porque tuviera un hijo de tapadillo, lo cual, vale, tal vez no fuera gran cosa, sino porque jamás le había mencionado aquel hecho a Gwen, ni de pasada ni en detalle. Porque en diez años o más, Archy no había pensado para nada en aquel chico, ni una sola vez, un hábito de negligencia que continuaba incluso ahora que el chaval estaba de vuelta y aporreando el exterior de su vida igual que una polilla que aporrea la pantalla de una lámpara. Aparcado allí, en el desván de los Jaffe.
Archy vivió un instante de pánico puro. Nada le causaba mayor repulsa que las señales de debilidad en un hombre, y esa repulsa se agudizaba cuando el hombre era él; y no había nadie en el mundo más débil que alguien que intentaba mantener algo en secreto, a menos que fuera alguien obligado a confesar.
—No me puedo quedar, Nat —dijo, decidiendo que iba a tirar primero por la borda la más pequeña de las confesiones y ver adónde lo llevaba aquello—. Lo siento mucho. Esta noche Gwen y yo tenemos clase de parto y, cuando dije que podía tocar, me olvidé como un capullo.
—No —dijeron Nat y Gwen al mismo tiempo. «El que patea primero, recibe primero».
Y entonces Nat, sin esperar a que nadie dijera su nombre y lo liberara, habló, midiendo sus palabras, siempre contento de aprovechar la oportunidad de educar:
—Por favor, si lo entiendo perfectamente. Esas cosas son importantes, Arch. Han hecho toda clase de estudios. Si estás bien entrenado, las cosas van a ser mucho más fáciles para Gwen y para quien esté ahí dentro. —Señaló el vientre de Gwen con un dedo peludo—. Marchaos, anda.
—No —repitió Gwen—. Chicos, yo… Archy, te ha sonado el teléfono en el coche y lo he contestado.
El muelle real del pánico de Archy se tensó todavía más, con sus pensamientos siete minutos adelantados, igual que el reloj de Nat. Repasando mentalmente todos sus archivos, intentando recordar qué chica, zorra o mujer, qué lío se había dejado sin recoger.
—Era Garnet Singletary —estaba diciendo Gwen—. Archy, el señor Jones… Se ha… oh, Archy, se ha muerto. Está muerto.
—Se ha… ¿qué? —dijo Archy, sintiendo primero las palabras en forma de rubor de sangre en las mejillas—. No, si lo he visto esta mañana.
—Creo… creo que la vecina, eh, la señora Wiggins, la del otro lado de la calle… Es quien ha llamado a la ambulancia.
Archy todavía no estaba allí, no estaba lo bastante presente como para ver que Gwen parecía agitada, temblorosa. «Esto es de verdad», pensó.
—He hablado con él hace dos horas —dijo Nat, como si creyera que aquellas palabras podían rebatir, refutar, las tonterías que estaba diciendo Gwen.
Se pasó los dedos por el estropajo de acero de su pelo. Se sacó el teléfono del bolsillo lateral de la chaqueta.
—Sí… eh… Garnet —dijo—. Nat Jaffe. ¿Qué coño pasa?
Se alejó dando la vuelta por el patio, de espaldas a Gwen y a Archy, un escéptico recalcitrante que se dedicaba a poner en duda por principios cada historia que oía hasta obtener información independiente, cualquier cosa destacable que a la gente le diera por decir era una «leyenda urbana», una «información inexacta», un «error común» o una «falsa etimología». Una de sus pelotas estaba allí para cuestionar a la otra y las dos juntas dudaban de lo que su polla tenía que decir. Lo más seguro era que Garnet lo ayudara a desenmascarar a la señora Wiggins, al informe policial y la declaración del forense.
Sin darse cuenta de nada, el Boom despertó al bombo, dividió dieciséis notas entre el contratiempo y el tambor con bordón y luego empezó a darle bien fuerte al primero, armando un ritmo medio borracho, un crab-step con la segunda línea que de alguna manera se fue convirtiendo entrecortadamente en el solo de «Funky Drummer» (King, 1970). El señor Jones siempre había asegurado que James Brown era primo suyo por parte de madre (sin ofrecer prueba alguna que satisficiera a Nat Jaffe, más allá de una mención sin demostrar en el texto de cubierta de «Redbonin’»). Archy se acordó de una vez en que el señor Jones se había bajado de su taburete en Brokeland para ejecutar un complicado baile Mashed Potato sobre el suelo de baldosas y él se había quedado mirando sus pies diminutos de pájaro como si fueran un par de milagros.
—Oh, no —dijo Gwen—. Archy, por favor, no hagas eso.
Ella también se secó la mejilla con el antebrazo. Se acercó a su marido e hizo lo que pudo para abrazarlo. Pero él estaba demasiado arriba y ella era demasiado ancha. De manera que lo llevó a una silla, una de aquellas sillas mexicanas hechas a base de cuero de cerdo y palos. A continuación se le sentó en el regazo, haciendo que a la silla le entrara el pánico. En sus brazos, Archy se dejó llevar por un momento. Olió el pelo de Gwen, frío contra su mejilla, aroma a limpio y a flores.
—No pasa nada —le dijo ella—. Lo entiendo.
De repente —así de fácil—, él sintió que ella lo perdonaba. En algún lugar del continente de estupor y dolor que era Archy Stallings, un pequeño principado se regocijó.
—Era lo más parecido que he tenido a un padre —dijo él.
—Siempre lo has dicho.
Ella quería decirlo en tono cariñoso, él lo sabía, pero le salió con tanto tono de reproche como de panegírico. Gwen se llevaba bien con el señor Jones, pero para ella había sido un hombre afable, emocionalmente vago y reticente cuya mayor muestra de tenacidad, cuando no estaba ante las teclas de su órgano, era la lealtad a su loro y a los trajes de fantasía de los años setenta, nada parecido a un padre en ningún sentido importante. Archy no estaba en desacuerdo con aquel juicio. No le molestaba estar por detrás de Cincuenta y Ocho; aquel loro era una especie de prodigio, el Mozart de los pájaros.
—Estaba cargando el Hammond —dijo Nat, devolviéndose el teléfono al bolsillo—. Supongo que no tenía bien puestas las correas de la plataforma. Y se le ha caído el Hammond encima.
«El día en que me haga falta ayuda para mover ese trasto será el día en que me retire para siempre». Archy lo había dejado irse, lo había dejado salir del garaje. Furioso, enfadado por algo que Archy no entendería nunca. Descuidado, con la cabeza en otras cosas, sin nadie que lo ayudara a levantar aquel trasto tan y tan pesado.
—Ah, oh, hola —dijo Leslie, la del sujetapapeles, asomándose desde detrás de Gwen, la que les mandaban provista de un palo para pinchar al oso enfurecido—. Bueno, ¿estáis empezando a estar todos? Robin y David estaban pensando que podríais, no sé, empezar ya.
—Estamos listos —dijo Nat—. Lo que pasa es que voy a tener que haceros una reducción de la tarifa. Es que resulta que mi bajista tiene clase de parto y ahora también, caray, es una tragedia, mi organista… ejem… se acaba de morir.
—Oh, no —dijo Leslie, parpadeando. Le echó un vistazo al sujetapapeles, a ver si la campaña le podía dar alguna pista acerca de cómo proceder en caso de músico muerto—. Lo siento mucho.
—De manera que esta noche solo os puedo ofrecer un dúo. Guitarra y batería. Pero podemos…
Entraron en el patio dos de los aparcacoches. Uno traía el Jazz Bass de Archy dentro de su funda blanda para los conciertos y el otro lo seguía de cerca con los tubos y cables de Archy. El que iba en cabeza le dio a Gwen un recibo para recoger el coche y Gwen señaló con la cabeza en dirección a Archy.
—Tenéis un trío —le dijo a Leslie—. Más una mujer embarazaba con camisa de bolos.
Justo antes de que la anfitriona de la velada, que tenía la patente de un gen responsable de una proteína que prevenía el rechazo de los riñones transplantados, les dijera a todos los presentes que se reunieran bajo las vigas de madera de abeto talladas y estampadas de su sala de estar, y a continuación mandara a la joven de la campaña afuera para decirle a la banda que parara de tocar diez minutos para que el senador estatal Obama de Illinois pudiera dirigir al resto de los invitados, cada uno de los cuales había pagado una contribución de por lo menos mil dólares para asistir a aquella velada, un discurso en el que intentaría con palabras mesuradas y una conducta tranquila asegurarles (en vano y equivocadamente, tal como se vería) que su candidatura a presidente de Estados Unidos no iba a sufrir una derrota ignominiosa en noviembre, Obama se detuvo en el umbral del patio enlosado para escuchar un momento a la banda contratada. Estaban desgranando con solemnidad evidente una versión instrumental de «Higher Ground».
La sección rítmica consistía en un hombre mayor y canoso con jersey de cuello de cisne blanco, provisto de esa quietud engañosa de los baterías sólidos como rocas, dándolo todo y al mismo tiempo inmóvil como un lagarto sobre una roca. Un tipo corpulento con un traje ridículo, más joven, tocaba el bajo a través de un viejo amplificador de órgano de madera del tamaño de un horno. Su acústica le daba a la línea de bajos una grandiosidad ampulosa, turbia y oscura como la melaza. A su lado un tipo blanco de semblante adusto y flaco como una escoba batía las notas para formar elevados merengues de jazz por encima del fondo muy, muy denso de la melodía, que siempre había estado entre las favoritas del senador estatal. Se quedó allí en el umbral, poniendo un poco nerviosa a su anfitriona. Obama se dedicó a seguir el ritmo con el pie y a mecer su cabeza al rape.
—Estos tipos son bastante enrollados —comentó, dirigiéndole el comentario a una mujer bajita y extremadamente embarazada que llevaba una camisa de bolos masculina y estaba de pie al otro lado de las puertas abiertas del patio, una mujer de piel oscura, guapa y con un peinado en forma de atractiva y elaborada anémona de rastas cortas. Con los dedos de la mano se estaba tocando notas de bajo invisible sobre la barriga. Al oír el comentario, la mujer embarazada asintió sin volverse para mirarlo; daba la impresión de que se estaba intentando esconder, de forma vagamente punitiva, detrás de las espinas biseladas de un cactus enmacetado con aspecto de candelabro complejo. Aquel verano Obama se presentaba al Senado de Estados Unidos y el mes anterior había pronunciado un discurso maravilloso en la Convención Demócrata de Boston. Cuando la mujer se dio la vuelta hacia él, se le abrieron mucho los ojos.
—¿Son amigos de usted? —dijo él.
Era una deducción razonable, a juzgar por la forma en que aquella camisa de bolos la hacía destacar entre las demás mujeres de la concurrencia, la mayoría de las cuales llevaban vestidos de cóctel. También era una de las pasmosamente escasas mujeres de color presentes. Ella volvió a asentir, con más rigidez, sin jugar ya con el bajo y con la mirada poniéndosele vidriosa. Sintiéndose gorda, supuso él, y mal vestida, y atrapada detrás de un cactus por un célebre hombre negro en una casa elegante llena de gente blanca. Decidió aventurarse más.
—¿Está usted con el colega del bajo?
La embarazada lo miró de reojo, con cara de sorna, y pareció recuperarse de su brote inicial de timidez.
—Pues mire, eso me pregunto yo —dijo ella con una aspereza que lo dejó perplejo—. Precisamente.
—Senador… —dijo la azafata, a quien se veía muy guapa con un vestido de lo más elaborado, todo lleno de arrugas y estructuras—. Si está usted listo, le puedo pedir a la banda que…
—Déjelos que terminen este tema —dijo Obama.
Su recuerdo rellenó la línea vocal que faltaba, aquella letra que se las apañaba para transmitir esperanza y al mismo tiempo ser apocalíptica, perfectamente adecuada al estado de ánimo político del momento, en el caso que hubiera alguien del público que estuviera prestando atención, que era algo que, francamente, el senador estatal del distrito 13 de Illinois dudaba bastante, a juzgar por el animado tumulto de charlas y lúgubres peroratas en curso, tanto dentro de la casa como fuera de ella. Se quedó un momento más escuchando.
—Lástima que nadie esté bailando —dijo.
—Supongo que no es una fiesta de bailar —dijo la embarazada.
—Casi nunca lo son —admitió Obama—. Por desgracia. Le pediría a usted un baile, pero no creo que mi mujer se pusiera muy contenta si le llegara la voz de que me han visto bailar con una hermana despampanante y en su estado.
—Me gusta la filosofía que hay detrás de eso —dijo la embarazada, mirando fijamente al bajista de una forma que confirmó, para satisfacción del senador, su anterior inferencia—. Es una filosofía que puedo respaldar. Lástima que no esté más extendida.
El senador se vio obligado a sonreír.
—Aun así, el hermano le pone sentimiento cuando toca —observó—. Se le nota. Mucho sentimiento.
El bajista pasó la mano hacia arriba y hacia abajo por el traste como si fuera un ciego leyendo en Braille un pasaje apasionado. El senador se acordó de haber oído unas palabras por megafonía hacía un rato que decían que la banda le quería dedicar el concierto de aquella noche a alguien llamado Jones que se había muerto. Miró cómo el tipo del traje morado tocaba su kaddish.
—Menudo traje —dijo Obama—. Hay que ser un hombre especial para ir por ahí vestido con un traje como ese.
—¿Sabe que él ni siquiera se da cuenta de eso? —dijo la embarazada—. No le da ningún pudor, ni una pizca de vergüenza, ir por la vida vestido así. —La burla y la admiración se juntaban en igual medida en su tono—. Su exterior está perfectamente a juego con su interior. Es como, no sé ni cómo explicárselo. No testarudo, o sea, sí, puede ser testarudo de cojones, testarudo y orgulloso, o sea, un traje morado que hasta un chulo de putas tendría reparos en ponerse, y zapatos Oxford… Hay que tener…
—Dignidad.
Al oír aquella palabra, la embarazada lo miró. Le pasó una expresión rara por la cara, como si estuviera experimentando una contracción, pensó él.
—Acaba de perder a alguien —dijo ella.
—Eso he oído a un tal Jones, ¿no?
—Sí, sí, tenía que estar aquí, tocaba el órgano. Cochise Jones, se llamaba.
—Cochise Jones, sí.
Tal vez el nombre le sonara, una huella poco profunda en la arena de la memoria del senador. Pero la huella lo mismo la podrían haber dejado Elvin o Philly Joe.
—Tenía que estar aquí tocando. Es muy reciente, se ha muerto esta tarde.
—Lo siento mucho.
—Era como un padre para mi marido.
De alguna manera, sin pausa, la banda pasó a una versión de «Trespasser» de Bad Medicine.
—Gracias por contármelo —dijo Obama—. ¿Sabe?, lo he oído en la forma en que tocan. Se les nota un dolor. Pero no sabía lo que era.
—El señor Jones era su propia modalidad de tonto holgazán —dijo ella en tono amable—. Músico. Hizo, creo que hizo, un montón de planes la mar de elaborados para su funeral: una banda que desfilara por las calles, un Cadillac fúnebre… —Negó con la cabeza—. Las últimas dos semanas, cuando podríamos haber estado preparándonos para el bebé y disfrutando del tiempo que nos quedaba para estar solos, mi marido decidió pasárselas en el garaje, reparando ese viejo dinosaurio de amplificador lleno de polvo de ahí. Y ahora que falta un mes, se va a enredar con todo el rollo del funeral, en vez de concentrarse en lo que debería.
—A ver —dijo el senador—. Yo entiendo su frustración. Todos hemos oído hablar de cómo pueden ser los músicos. Pero viajando de un lado para otro, yendo de campaña, tanto por Illinois como por el resto del país, he conocido a un montón de gente. Y los más afortunados son la gente como su marido. Los que encuentran un trabajo que significa algo para ellos. En el que pueden poner toda su alma, por mucho que a los demás les parezca una bobada.
Mientras decía aquello, el senador estatal sintió tal vez una ligera duda, un pequeño espasmo Braxton-Hicks de temor, recordando la razón que lo había hecho volar hasta allí el día anterior, a bordo de la aeronave privada de Gibson Goode, la Minnie Riperton, en la que Goode iba de camino a una feria de coleccionismo o algo parecido y el senador estaba aprovechando el vuelo.
—Eso me recuerda algo.
Se volvió hacia la anfitriona, cuya evidente impaciencia ante el hecho de que él se estuviera retrasando no se debía tanto al hecho de que ella estuviera siguiendo un horario a rajatabla como a las ganas que tal vez tuviera de recibir garantías sobre la elección inminente, unas garantías que él confiaba en ser capaz de proporcionarle.
—Muy bien, Robin —le dijo él—. Vamos allá.
Le estrechó la mano a la embarazada, que ahora parecía distraída, perdida en sus pensamientos, y sorprendentemente, dada su turbación inicial, incluso daba la impresión de no estar muy interesada en aquel valor en alza de Illinois.
—Tiene usted razón —dijo la mujer, y durante un segundo él no consiguió retomar el hilo de la conversación que ella estaba siguiendo—. He estado desperdiciando mi vida.
—Oh, no sea usted demasiado dura con el hermano —dijo él, intentando aligerar un poco el tono ante la inminencia de su partida.
—No estoy hablando de él —dijo ella—. O sea, sí, pero no. Me refiero a lo que ha dicho usted del trabajo. De poner toda tu alma en algo lleno de significado. Y se lo agradezco.
Ella le estrechó la mano con solemnidad desconcertante.
La banda fue silenciada, los invitados congregados y Barack Obama entró dando zancadas en la sala de estar, relajado y sonriente. Se plantó frente a una pared alta pintada de color marrón canela, bajo una serie de retablos, cuadrados destartalados de latón reciclado en los que una serie de almas crédulas de México habían pintado, con una técnica dolorosa y conmovedoramente simple, escenas que describían sus penas y expresaban en términos severos la gratitud que sentían hacia la Santa Madre de Dios, o bien hacia diversos santos y santas, por haberles concedido consuelo. Había por lo menos una persona en el público a quien le dio la impresión de que el senador estatal sentía el peso de aquellos deseos sobre él. Obama hizo una pausa de un par de segundos antes de iniciar sus comentarios.
—Era lo más parecido que tenías a un padre —le dijo la embarazada al hombre del traje morado enorme, llenando, por lo menos para los que estaban más cerca, aquel silencio prolongado con su grave susurro—. Está claro que lo tienes que enterrar como es debido.
El chaval estaba sentado a la mesa de la cocina de Aviva, vestido con el mismo peto de color hierro forjado, el jersey sin mangas y la camisa de cuadros de manga corta con los que le había dado las buenas noches la noche anterior. Teniendo en cuenta que Julie había sido un auténtico zayde prematuro, nostálgico y cascarrabias ya de nacimiento, nacido con ciento tres años de edad, tal vez esa fuera la conexión que sentía con el viejo Titus, menudo otro, encorvado sobre una revista junto a una caja de All-Bran de Nat con un jersey acrílico sin mangas, hundiendo la palma de la mano en la mejilla de su cabeza inclinada, tan enfrascado en lo que fuera que estaba leyendo que ni siquiera levantó la vista cuando Aviva se detuvo en la puerta, apretándose el cinturón del albornoz, y le dijo:
—Buenos días.
Titus siguió allí sentado, perfeccionando su inmovilidad. Aviva todavía tenía que formarse una opinión sobre el chico —todavía estaba recogiendo pruebas—, aunque le gustaban su inmovilidad y la parsimonia interminable de sus movimientos. No era un Batería que Golpeaba todas las Superficies Resonantes, como Julie, ni tampoco un Tarareador Perpetuo de Melodías Infinitas, como Nat. Solo por eso ya estaba dispuesta a concederle crédito a Titus.
En el curso del día y las dos noches que el chico había pasado exiliado entre los Jaffe, Aviva había adoptado la costumbre de concederle a Titus aquellos modestos átomos de crédito, ninguno más grande ni valioso que, por ejemplo, una moneda de un centavo o una alubia pinta. A modo de premio por su pulcritud, su familiaridad con el agua y el jabón, sus modales educados y su disposición a limpiar su sitio a la mesa después de cenar sin que nadie se lo pidiera. Detrás de cada una de aquellas cualidades ella percibió la mano dura y fantasmagórica de la difunta abuela texana, y debía de ser en honor de aquella mujer desaparecida que Aviva seguía teniendo abierto el expediente de Tims, porque desde el momento en que el chaval había entrado renqueando en la casa con aquellos andares de abuelo estreñido, cargando con un talego manchado de marinero, marcado por un embargo indefinido —sujeto con un imperdible al alma como si fuera una nota garabateada en la mano apresurada de su padre putativo— que le impedía a ella revelarle la noticia de su existencia a su socia y mejor amiga, la opinión instantánea que Aviva se había formado era: problemas. Problemas para todo el mundo pero sobre todo, imaginó, para Julie, que estaba claro que había caído presa de una especie de amor incipiente y desordenado hacia Titus Joyner.
Nat admitía (una de las pocas veces en que esas dos palabras se combinaban) que, con la llegada de Titus, todos los recientes episodios de conducta inexplicable protagonizados por su hijo parecían encajar de repente. Únicamente la costumbre que tenía Aviva desde siempre de tomar la temperatura de su propio racismo, de sus sesgos y estereotipos sobre los jóvenes negros (o sobre la subsistencia de la mano dura de sus abuelas) la había permitido dejar de lado, de momento, su reacción visceral —que el chaval iba a traer problemas— y admirar la quietud de Titus. Se trataba de una más de las muchas cualidades que el chico no compartía con el descendiente poco limpio, maleducado, descuidado e hiperactivo de ella.
Luego oyó el resuello húmedo y lento de la respiración de Titus: el chaval estaba dormido. Su pelo, que hasta aquel momento había mantenido con meticulosidad de conservador profesional su afro museístico de 1973, era una masa de bultos y abolladuras, un globo topográfico. Estaba sentado con la cabeza apoyada en la mano y roncando bajo la luz suave y gris que irradiaba la neblina matinal del otro lado de la ventana de la cocina, frente a un ejemplar de —ella se acercó a la revista, la cogió y dobló la portada para verla— American Cinematographer.
En la imaginación de Aviva empezó a cobrar forma una narración nacida del ensamblaje espontáneo de las nanopartículas de su pesimismo. La cabeza despeinada de Titus, la ropa del día anterior que despedía un olor vago pero inconfundible a la noche de Berkeley (salvia morada, jazmín, niebla, meadas de gato), la profundidad evidente de su letargo.
¡Menudo cabroncete escurridizo!
Salió de la cocina para no despertarlo antes de poder confirmar su teoría. Igual que toda la gente que es recelosa por naturaleza, Aviva también tenía el don de ser escurridiza y solía usar el sigilo para corroborar sus teorías. Subió sin hacer ruido a la habitación de Julie y abrió lentamente la puerta, haciendo caso omiso de sus tres letreros distintos destinados a ahuyentar a los intrusos, escritos respectivamente en klingon, en rúnico y (era de suponer) en letras de sangre simulada. Bajo la luz tenue, Julie estaba encogido en su cama de Ikea formando una bola tan imposiblemente pequeña que ella no se atrevió ni a mirarla, no fuera que la nostalgia que sentía por el ancianito diminuto que el chico había sido en otros tiempos obstaculizara su investigación. En el suelo de la habitación del desván, el futón, desenrollado dos noches antes para acomodar a Titus, mostraba una leve abolladura alargada pero seguía sin deshacer, con las sábanas tan remetidas y tirantes como los faldones de la camisa y la raya de los pantalones del chaval. Para Aviva, aquello sugería, o más bien confirmaba, que Titus había estado tumbado en él, sin desvestir, hasta que le había parecido seguro escaparse por la única ventana del desván, cuyo marco inferior estaba abierto al máximo. Al pie de la ventana, las zapatillas de deporte megalíticas de Titus yacían en ángulos sospechosos, sugiriendo que se las había quitado con los pies nada más entrar dando tumbos por la ventana.
Aviva se plantó junto a la cama de Julie, intentando determinar a partir de las pruebas visibles —los huesos arqueados de su espalda, un bosquejo enredado de rodillas y codos entre las sábanas— si también él se había escapado de la casa en plena noche y luego había regresado a hurtadillas. Usando la perspicacia a modo de escudo contra el pánico. No había ni zapatillas reveladoras ni calcetines tirados por ahí.
Aviva volvió a bajar a la cocina y se puso a cocinar furiosamente el supuesto desayuno favorito de Titus, panqueques con beicon. Cascó los huevos como si fueran los argumentos espurios de unos adversarios deleznables. Con ese desprecio que reservamos para quienes no están a la altura de sus puras fanfarronadas, miró cómo el beicon se encogía en su propia grasa. Despegó los panqueques burbujeantes de la plancha y les dio la vuelta con la sensación de estar interrumpiendo una discusión absurda. En el seno de la masa, el suero de la leche y la levadura representaron su alegoría del pH emocional de ella. Para cuando Aviva terminó de liquidar, en su opinión, la cuenta del chaval en forma de panqueques del tamaño de monedas de un dólar y de una loncha chisporroteante del mejor beicon ahumado a la leña del Berkeley Bowl, ya había procesado y consumido la mayor parte de la indignación que había suscitado en ella el descubrimiento de las aventuras nocturnas de Titus. Aquello estaba en consonancia con la política oficial en materia de indignación de Aviva Roth-Jaffe, que era que, incluso cuando aquella emoción estaba justificada, se trataba de una herramienta carente de eficacia.
—Muy bien, señor —dijo ella, poniéndole el plato delante—. Despierte usted.
Él se despertó con un sobresalto, abrió mucho los ojos y se despegó la mejilla de la mano. La miró a ella, a continuación miró el plato y por fin otra vez a Aviva. Ató cabos de dónde estaba y de lo que ella le había preparado y aquellos ojos castaños y grandes se le humedecieron como los de un cachorro. Justo cuando Aviva sentía que el último centímetro cúbico de enojo se iba por el desagüe, vio que Titus se acordaba del tipo duro que se suponía que era. La mirada se le heló. Los orificios nasales se le dilataron como si detectaran algo pestilente en el humo que se elevaba de los panqueques.
—Gracias —dijo, extirpando cualquier gratitud de su voz y cortando con prolijidad un trozo de la pila de panqueques.
—¿Cuándo has llegado?
En lugar de contestar, levantó varios pedazos estratificados con el tenedor, uno detrás de otro, como si estuvieran yendo hacia su boca en una cinta transportadora.
—Puedes abandonar esa pose de hombre de pocas palabras, colega. Te he oído hablar por los codos con Julie. Sé que crees que estás dejando claro lo inútil que es hablar con adultos o con blancos o lo que sea, pero solo estás siendo maleducado. Yo no te he hecho nada para que me faltes al respeto. Sé que tu abuela no te crio para que fueras un maleducado.
Él terminó de masticar el último bocado, sopesando su argumento y meditándolo bien. Tragó. Dio un sorbo de leche.
—¿Podría usted repetir la pregunta, por favor? —dijo.
—¿A qué hora has llegado? Sé que has estado fuera, Titus. En tu cama no ha dormido nadie. No se te ocurra mentirme.
—Ah, ya. Bueno, no llevo reloj, o sea que…
La confirmación de su sospecha no la asombró —sus conjeturas, arraigadas en el pesimismo, equivalían a Leyes de la Física—, pero tampoco la consoló. Ella sintió que su pánico inicial empezaba a regresar.
—¿Y Julie ha estado fuera contigo?
—Sí.
—Oh, Dios mío.
Aviva se dejó caer en una silla de la mesa. A veces, en caso de distocia de hombros, y después de que todo lo demás fallara, el médico intentaba practicar la maniobra Zavanelli, plantando la mano sobre la cabeza del bebé que venía con el hombro por delante y empujándolo de vuelta a la oscuridad del interior. Aviva efectuó una maniobra similar con la sensación de pánico que estaba pugnando por salir de ella a la luz de la mañana.
—Bueno —dijo ella. Se reclinó en su asiento, intentando que se le ocurriera algo razonable y firme que decir—. ¿Y adónde habéis ido?
Él pareció plantearse genuinamente la posibilidad de contestar a su pregunta. Luego pinchó un pedazo de beicon y se encogió de hombros.
—A todos lados —dijo—. A dar un paseo, vamos.
—¿A dar un paseo?
—Con mi bicicleta. Y él con su monopatín. No sabe hacer gran cosa más que montar en él, pero se puede enganchar a mi bicicleta. Me gusta remolcarlo.
Ella se lo imaginó perfectamente: Julie rodando junto a Titus por la oscuridad estival de Berkeley, agarrado al hombro de su amigo, tal como ella había visto hacer a otras parejas de patinadores.
—Quiero que no lo volváis a hacer —dijo ella—. Por lo menos, mientras estés de invitado en mi casa. Os vais a la cama, os quedáis en la cama y os despertáis por la mañana en la cama. ¿Me entiendes?
—Sí, señora.
Ella tenía que admitir que le encantaban todos aquellos «señor» y «señora» que le salían con tanta facilidad a él de la boca, arrastrados como pedazos de mantequilla sobre una panecillo. Se acordó de una vez que había estado haciendo excursionismo en Yosemite con Nat y con Julie, hacía unos cuantos veranos. Habían subido a lo alto del Camino de Niebla por una escalera inverosímil hecha de piedras escogidas, talladas, subidas hasta allí y fijadas de forma inamovible, a prueba de terremotos y del paso del tiempo, bajo los auspicios de la Works Progress Administration. Y recordó haber sentido agradecimiento hacia aquellos hombres muertos tanto tiempo atrás, tanto hacia los planificadores como hacia los trabajadores, por su previsión, su esfuerzo y la absurdidad heroica de su escalera de granito. Y ahora, cada vez que él la llamaba «señora», ella sentía lo mismo por la abuela muerta de aquel chico.
—Cuando haces eso, Titus —dijo ella, suavizando el tono porque lo estaba agobiando—, cuando te escapas así de mi casa, me estás faltando al respeto.
El chico negó con la cabeza, con la cara hendida por la huella dactilar de una sonrisilla y la mirada baja para demostrar la lástima que sentía por ella.
—¿Qué? —dijo Aviva—. ¿No estás de acuerdo?
—No estoy… No estoy diciendo nada.
Y se entregó al estudio de los azulejos protectores de detrás del fregadero, hechos de piezas iridiscentes de color óxido y crema. Aviva primero había odiado aquellos azulejos, después se había pasado una década sin fijarse en ellos y ahora sentía hacia aquellos tonos terrosos la misma burla conmovedora que le merecían gran parte de los vestigios que sobrevivían de los años setenta. El chico podría haber estado mirando con añoranza alguna cumbre nevada lóbrega y solitaria.
—Ni siquiera quiero estar aquí. —Su mirada abandonó el escrutinio del hogar elevado y frío de su alma durante el tiempo suficiente para arrojarle a ella una mirada de sorna—. Con todos los respetos.
—¿En serio? —dijo Aviva, sabiendo que ella le tenía ganada aquella mano, preguntándose qué esperaba obtener al prolongar aquella conversación y por qué no podía dejar un poco en paz al chaval—. No es lo que me ha dicho Julie. Él me ha dicho que tú le suplicaste que te dejara quedarte con nosotros.
—¿Cómo? No, él… yo… No, no, señora.
Aquellos «señora» cada vez llegaban de forma más automática y abyecta, y ella hundió el dedo todavía más en la llaga, encarnando a una anciana mujer de Texas a la que no había llegado a conocer, encajando los pulgares en la costura que había encontrado.
—Eso he oído yo. Que querías quedarte con los Jaffe y comer todo el tempé que pudieras.
Él miró el plato que tenía delante con expresión de haber sido traicionado.
—¡¿Ha puesto tempé en los panqueques?!
—Un poco nada más —dijo Aviva—. Es broma. Nadie te va a obligar a comer tempé en contra de tu voluntad. Así que, hum, a ver, ¿adónde habéis ido?
Él apartó con la mano el plato sospechoso y empezó a levantarse.
—No te he dado permiso para levantarte.
Titus asintió; ciertamente, no se lo había dado. Se volvió a sentar en la silla y pasó la página para mirar un artículo del American Cinematographer, un artículo sobre un hombre con traje blanco que contemplaba una embarcación fluvial con varias terrazas encallada en una montaña selvática; ella se había olvidado de cómo se llamaba aquella película. Era un número viejo de la revista que Julie había encontrado en algún lado, en el mercadillo de segunda mano o en el Almacén de Reciclaje Creativo del este de la bahía. Ella se levantó, se volvió a ajustar el cinturón del albornoz, se sirvió una taza de café y se sentó en la silla de delante de él. Fitzcarraldo. Ella la había visto durante su tercer año de carrera en el Telegraph Repertory, en la misma época en que había conocido a Nat, que trabajaba allí de taquillera dos noches por semana. En el 84 o el 85, hacia el amargo final de aquel calabozo oscuro de aire viciado. Poco antes de la noche en que él había acudido a su rescate. Quién sabía qué destino la habría aguardado de no haber aparecido él, con su afro trasnochado y su improbable y conmovedor acento de Tidewater… Se acordó de cómo era Nat en aquella época, el chaval sin la secundaria acabada más pretencioso del mundo, intentando ligar con ella con no sé qué complicada teoría sobre Peter Lorre y un cartón gigante de palomitas gratis. Empleado de forma simultánea en Discos Rather Ripped y en la librería Pellucidar, ambos establecimientos desaparecidos mucho tiempo atrás. Un tipo que era como un Habsburgo en el exilio, criado y educado para unirse a las familias reales de los reinos perdidos. En un momento dado ella había conseguido que el aire de obsolescencia heroica de su marido la consolara de la carga emocional y material que le suponía estar casada con él. Ahora lo más que podía esperar durante la mayor parte del tiempo era que él la hiciera negar con la cabeza con más diversión que sarcasmo.
—Muy bien, pues, no quieres estar aquí. ¿Dónde quieres estar, entonces? ¿Con tu padre?
El chico dio la impresión de que el artículo sobre Fitzcarraldo le resultaba fascinante, o bien de haberse dormido otra vez. Aviva no podía verle los ojos.
—Esta noche tú y Julie tenéis vuestra última clase.
—Sí, señora.
—Julie dice que quieres ser director de cine.
No hubo respuesta.
—Dice que has escrito un guión.
Él hundió la yema del índice izquierdo —era zurdo— en el charco de sirope de arce que le quedaba en el plato. Ella resistió el deseo de darle una palmada en la mano, tal como habría hecho con Julie. Él tardó un rato en averiguar qué era lo que quería o podía permitirse decir.
—Uno que él sepa.
—¿Has escrito más de uno?
—Cinco.
—Dime cómo se titula uno de ellos.
—¿Me puedo levantar de la mesa ya?
—Un minuto más de tortura.
—Incidente en el puente de Al-Qufa.
—¿El puente de Al-Qufa? ¿Es… es una historia bélica?
—Es… viene a ser una adaptación de «Incidente en el puente de Owl Creeck». Pero cambiando la guerra civil por la guerra del Golfo —dijo, pillando con las manos en la masa a la racista infinitamente supervisada que ella tenía dentro—. Es una historia de Ambrose Bierce, o sea que es del dominio público y no tengo que pagar derechos.
—Sabes que tu padre, Archy, sirvió en la guerra del Golfo, ¿no? En el ejército.
No hubo respuesta.
—¿Lo sabías?
—¿Puedo irme?
—¿Irte adónde? —Ella tuvo una intuición repentina—. ¿Sabes dónde vive?
—¿Dónde vive quién?
—Archy. Te dedicas a pasar por delante de su casa, ¿verdad? Por las noches. Con tu bicicleta.
Él la miró, la miró de verdad, por primera vez en toda la mañana. Tenía los ojos llenos de súplica, le estaba rogando a ella que terminara con sus sufrimientos.
—Muy bien —dijo Aviva, y mientras él pasaba corriendo a su lado para salir de la cámara de Torquemada, ella le tocó el hombro con una mano derecha que había impedido que un millar de criaturas salieran demasiado deprisa y llegaran demasiado lejos—. Pero óyeme. No quiero que metas en líos a mi hijo, teniéndolo fuera toda la noche. Y no me vuelvas a mentir.
—No, señora.
—Y no me vuelvas a llamar así, por favor. Con Aviva ya basta.
—Entendido —dijo el chico—. Y ahora, por favor, quítame la puta mano de encima, Aviva.
Ella lo dejó ir. Él empezó a salir de la cocina, pero volvió atrás.
—Tu chaval es un mariconcillo chupapollas —dijo—. En caso de que te lo estés preguntando. Y esto no es mentira.
—Muy buen comienzo —dijo Aviva—. Buena manera de plantar los cimientos.
—Llámeme Moby.
Gwen se había visto obligada a agarrarse la barriga mientras recorría a la carrera el paseo delantero del edificio Nefastis, un arabesco de cemento de tres pisos cuyo corredor techado generaba remolinos de menús de restaurantes para llevar y brácteas de buganvillas. A kilómetros de distancia del ascensor, que además era el ascensor más lento del hemisferio occidental, de manera que si lo perdía le tocaría esperar otros diez minutos. De manera que le había gritado:
—Oh, señor Oberstein, ¿me lo puede aguantar abierto?
El nombre que figuraba en la placa frente a la que Gwen pasaba todos los días laborables de su vida decía OBERSTEIN, y ella nunca había conocido a nadie con más pinta de llamarse Oberstein, sobre todo a nadie vestido con un traje de tres piezas. Además, siempre le había dado la impresión de que el apodo favorito del hombre precedía a un Dick silencioso. Pero el hombre había interpuesto un mocasín para impedir que las puertas del ascensor se le cerraran a ella en la cara, y además todos los meses se gastaba un montón de dinero en contribuir a diezmar los rebaños de vinilos de Brokeland, de manera que ahora Gwen lo llamó lo que él quería ser llamado y le dio las gracias por aguantarle las puertas.
—Gracias, Moby —dijo ella.
Ella se fijó en que, además de traje azul con mocasines marrones, el hombre llevaba calcetines blancos altos con una raya azul.
—Sí que te despiertas temprano —comentó ella a continuación.
Las seis y media de la mañana; los lunes, las Comadronas Asociadas de Berkeley salían más temprano que nadie para servir a la mujer trabajadora. Moby debía de ser la única forma de vida presente en todo el edificio, además de Gwen y de las tortugas del terrario del doctor Mendelsohn.
—Tengo que estar en el juzgado federal a las nueve de la mañana —dijo Moby, haciendo aquel número suyo de imitador de habitante del gueto, o tal vez atrapado en él de forma permanente, como si fuera una polilla blanca y blanda atrapada en una gota de ámbar de hip-hop—. Y no estoy listo. Estoy intentando montar un litigio a favor de las ballenas, meterle un puro a la marina de parte de ellas…
—Ah, ya —dijo Gwen, recordando la historia a medias, las ballenas sumidas en la perdición, desconcertadas por los pitidos del sonar de los submarinos. Pese a todo, el hombre le llevaba ventaja a ella. Estaba siguiendo a su corazón en su vida profesional, haciendo lo que le encantaba y encantado con lo que hacía—. Bien por ti.
Avanzaron lentamente hacia el cielo. El ascensor dio porrazos, mugió y chirrió, haciendo los mismos ruidos que si Sun Ra y toda su espantosa Arkestra estuvieran atrapados dentro de una máquina de resonancias magnéticas.
—Los sonares de baja frecuencia, como esos que está probando la marina, son una movida chunga. Les joden los sistemas de orientación internos, las hacen embarrancar y les provocan lesiones cerebrales. Cada vez que los prueban, aparecen docenas de ballenas muertas en las playas.
—Tengo que serte sincera, Moby —dijo Gwen, haciendo un «¡tachan!» de ayudante de mago en dirección a la gesta sorprendente que era su barriga—. Últimamente no me gusta mucho la palabra «ballena».
—Está por salir de cuentas, sí —dijo Oberstein—. A punto de caramelo.
—Cuatro semanas.
—Caray.
—Eso mismo te estoy diciendo. La verdad es que me impresiona el que quepamos los dos en este ascensor. Para la semana que viene es posible que me haga falta un ascensor para mí sola.
—Por lo menos en cinco semanas ya no estará usted embarazada. Yo, en cambio seguiré estando gordo.
—Oh, déjame que te diga una cosa. —Ella no había dormido bien, agobiada por aquel bulto inquieto que tenía dentro de la barriga y por los dolores que tenía en la espalda. Por las visiones rojas y negras de Lydia Frankenthaler desangrándose y de Cochise Jones atrapado y tratando de respirar bajo el peso colosal de su B3. Por los pensamientos sobre Archy y la costumbre que este tenía de ocultar su dolor. De mantener su aflicción pegada a sí, como si fuera un secreto, siempre yendo de una cosa de la que no podía hablar a la siguiente, cruzando el campo de sus emociones a hurtadillas y de trinchera en trinchera, con la cabeza gacha. Ella sabía que lo que lo preocupaba tenía que ser la muerte del señor Jones, aunque no se podía quitar de encima la sensación de que no era solo eso. Se preguntó si no tendría tal vez algún otro secreto; si estaría enamorado de Elsabet Getachew; si no le habría mentido al decirle que el señor Jones había dejado dinero para pagar su funeral y ahora los estaba llevando clandestinamente a la bancarrota para poner al viejo bajo tierra con lo que él denominaba, de forma preocupante, elegancia. El problema principal, sin embargo, eran sus dolores de espalda—. Siempre voy a estar embarazada.
—Ya tengo ganas de parir —admitió la primera paciente de primera hora, Jenny Salzman-House, que salía de cuentas el mismo día que Gwen pero solo había ganado catorce kilos frente a los veintitrés y medio que Gwen se las había apañado para acumular—. ¿Tú no?
Jenny era de color rosa pálido y larga de brazos y piernas; tenía cara de muchacho y el pelo cortado en una media melena en forma de Volvo popularizada por las estrellas femeninas del tenis de los años setenta que no le quedaba nada bien. Su barriga de embarazada de treinta semanas no resultaba muy impresionante ni siquiera cuando se tumbaba de espaldas en la mesa de reconocimiento y desnudaba su abdomen para el cielo y para el resplandor sin sombras de los tubos fluorescentes del techo. Llevaba su embarazo igual que un corredor de fútbol americano lleva la pelota cogida con el brazo: con aplomo y sin dejar que se viera. La barriga de Gwen, por su parte, era una especie de fuerza einsteiniana, que deformaba el tejido del espacio-tiempo al adentrarse en él. Aquella mañana Gwen no estaba de humor para simpatizar con Jenny y sus nueve kilos y medio de déficit de aflicción.
—Yo estoy harta —dijo Gwen. Estrujó el bote de gelatina para ecografías hasta dejarle a su paciente una espiral reluciente en la modesta curva de la barriga y a continuación le apoyó en esta el extremo operativo de la máquina de ecografías—. Harta del todo.
—Dímelo a mí.
Gwen encendió la máquina y las dos escucharon la oleada de estática que inundó la habitación. Jenny sonrió con valentía durante el instante habitual de pánico que tardaba en llegar la información. Por fin emergió del vacío aquel silbido firme: una señal interestelar, un chorro expulsado desde la branquia pulsátil de algún morador del abismo, la evidencia rítmica de vida procedente del fondo del mar o del borde más lejano del universo. Una serie de válvulas y pistones que hablaban ese lenguaje simple de las máquinas.
—Hola, bebé —dijo Jenny.
Gwen añadió el ritmo cardíaco actual del bebé a sus anotaciones del peso, la temperatura y la circunferencia abdominal de Jenny. Todo era normal, apenas merecía comentario alguno. Todo era siempre normal hasta que dejaba de serlo. Hasta que el rugido de la estática se prolongaba en la sala de reconocimientos sin interrupción alguna. Hasta que el arco de la barriga no medía más que en la visita anterior. Hasta que la placenta típica se adhería al útero corriente, iniciaba una hemorragia y tú acababas yendo a toda pastilla en la parte de atrás de una ambulancia por los chicanes de Berkeley, embadurnada de sangre y mucosa uterina, soltando diatribas a los médicos, intentando salvar dos vidas. No es que no tuviera sentido ni finalidad alguna tomar nota de la normalidad del embarazo de Jenny. Es que nada era normal, nunca, ni en la profesión de comadrona ni en la vida; solo había distintos niveles de ignorancia y de denegación, de inconsciencia ante ese cetáceo acechante que era el desastre. Su matrimonio se basaba en el engaño y las mentiras. El trabajo que llevaba a cabo no significaba nada para las personas —sus seres queridos— a quienes ella confiaba y deseaba que les importara, que les importara ella. Al final todo terminaba siendo un flujo incesante de estática, que en el fondo no se distinguía del silencio. El ruido de fondo de la creación. La marea implacable del tiempo.
—Todo está bien —se dijo Gwen a sí misma, estremeciéndose y apagando la máquina—. Y tú te encuentras bien, ¿no?
—Solo gordísima.
—Oh, mujer. Ni te atrevas.
—Ya no, el único problema que tengo ahora mismo es que a mi marido le excitan sexualmente las mujeres embarazadas.
—Cuánto lo siento.
—¿Y al tuyo?
—No le dejo ni que se me acerque.
Durante el primer tercio del segundo trimestre de su embarazo, Gwen había permitido de forma temporal que Archy disfrutara de ella igual que un lobo de dibujos animados provisto de cuchillo, tenedor y servilleta anudada al cuello. Se había desplegado a sí misma, exuberante como un bufet de Las Vegas, y le había dejado que se llenara el plato tantas veces como quisiera. Entre la semana trece y la diecisiete, una especie de mensaje hormonal había crepitado por los cables que los separaban y las centellas habían iluminado su cama. Ella no podía realmente sentir placer en la presencia convencional de su marido dentro de ella, pero sí que había descubierto, durante aquellas extrañas semanas, un apetito inédito porque él le diera por el culo, una especie de inundación de péptidos que la abría por allí como no se había abierto nunca antes. Aquella fase, sin embargo, se había acabado; Gwen también se había hartado. A veces, por la noche, Archy le arqueaba una pierna por encima y ella sentía una especie de rabia ante aquel contacto, un insulto a su persona, un parpadeo de fuego en la piel. Estaba claro que él se había rebelado ante su destierro del interior de su mujer. Había cogido su plato vacío y su servilleta y se había ido a Etiopía a hartarse. Relamiéndose como un animal.
—¿Quieres que te ordene que no vuelvas a practicar sexo? —dijo Gwen.
—¿Lo harías?
—Sin problema.
Gwen le quitó la gelatina de la barriga a Jenny y limpió la máquina de ecografías, perdida en un recuerdo conmovedor de aquellas semanas desaparecidas de fuego. Jenny estuvo conversando de forma errática mientras se volvía a poner el traje y la blusa y recogía su maletín, yendo de una crónica de locura en el mercado inmobiliario de Rockridge a la descripción de una forma ridícula y hermosa que tenían de preparar los higos en el Oliveto.
—¿Puedo decirle también que le has ordenado que me haga un tonel de refresco de raíces todas las noches durante el resto de mi embarazo? —dijo Jenny mientras salían de la sala de reconocimientos.
A Gwen le recorrió el alma el impulso de consumir refresco de raíces, oscuro, astringente, espumoso y dulce.
—Dile que me llame —dijo ella.
Se sentía degradada, burlada por su servidumbre a las hormonas y a los vientos de sus estados de ánimo, tan impotente por culpa de su enormidad como una ballena sin abogado, vacía y cansada y yendo de farol (como habría dicho el señor Mike Oberstein) siete días a la semana y veinticuatro horas al día.
Aquellas sensaciones únicamente se incrementaron cuando salió a la sala de espera, con sus sillones de roble a la moda de los ochenta con acolchado de lana color frambuesa y su galería arbitraria de pósteres de Gauguin montados en plancha de espuma y rescatados de algún antiguo viaje de los Roth-Jaffe a Dinamarca, mujeres polinesias de piel pardusca y pechos desnudos y sombríos patatales estilo Van Gogh bajo la inscripción arcana NY CARLSBERG GLYPTOTEK, y vio a las siguientes tres pacientes de primera hora repanchingadas y esperando. Una psiquiatra, una agente inmobiliaria y una paciente nueva, otra mujer blanca, con su maletín Coach a los pies y con pinta, precisamente, de abogada.
—Adiós, Jenny —dijo Gwen, luchando para reprimir aquel descontento extraño y desconocedor del idioma danés que despertaba en ella cada vez que le entraban a la fuerza en la cabeza las palabras NY CARLSBERG GLYPTOTEK. Se volvió hacia las mujeres sentadas en sus butacas de color frambuesa—. Hola, Jenny. Hola, Karen. —Examinó a la paciente nueva, una madre entrada en años con traje pantalón negro y holgado, la clásica propietaria de gatos de Berkeley, con el traje y su propietaria perdidos ambos en una aureola de caspa—. Hola…
—Jenny. —La propietaria de gatos sonrió—. Créetelo o no.
—Tres Jennys —dijo Gwen—. Qué te parece.
—Es la segunda vez que pasa desde que trabajo aquí —dijo Kai, la recepcionista de Comadronas Asociadas. Nacida mujer pero no muy convencida de ello. Llevaba el pelo corto y engominado, camisetas blancas, vaqueros con dobladillo en los bajos y tocaba el saxo en una orquesta de calle alternativa. Su orquesta tocaba en ferias al aire libre, en festivales indios para enrollados y en los márgenes de conciertos al aire libre, apareciendo siempre en plan protesta relámpago, ataviadas con gorras de marinero y casacas militares de alamares como las de aquella otra banda que tocaba en los funerales chinos de la ciudad, interpretando marchas de Sousa alteradas, música de orquesta de iglesia y canciones de Led Zeppelin. Se hacían llamar Bomba y Circunstancia—. Pero la otra vez pasó con Carolyn.
Gwen le devolvió la sonrisa a la tercera Jenny y se volvió con un temor avergonzado pero profundo y enorme hacia la segunda, que recogió su bolso y su maletín, levantó su fardo de bebé con una sacudida y dirigió toda su carga útil en dirección a Gwen.
La puerta de la consulta se abrió con un chirrido inquietante característico de película de monstruos, un ruido inmune tanto al aceite de engrasar como al lubricante WD-40, que ya había rondado como un fantasma las consultas de un analista jungiano, una terapeuta de parejas, un especialista en programación neurolingüística, un hipnoterapeuta, un practicante de shiatsu y una orientadora vital antes de decidirse a mofarse de la presencia de las Comadronas Asociadas en la suite 202. Una mujer muy joven con una cara ancha de india maya asomó la cabeza y dijo en voz baja:
—Lo siento.
Karen, las Jennys y Gwen se volvieron para contemplar a la joven. Era al mismo tiempo diminuta y voluminosa, le debían de faltar un par de dedos para el metro y medio y estaba de unas siete semanas. Su cuerpo no tenía sitio para meter a la criatura nonata más que creciendo mucho hacia delante. Rasgos indios, el pelo tan negro y reluciente como una sartén de hierro bien cuidada, recogido a un lado del cogote y atado con una banda elástica de color rosa con purpurina. Por encima de unos leotardos negros llevaba una camiseta extragrande que anunciaba de forma arbitraria una licorería y tienda de cebos de Lake Hopatcong, Nueva Jersey. La camiseta se le tensaba sobre la barriga y le ensanchaba los agujeros para los brazos, de donde le emergían unos codos afilados y unas muñecas flacas. Al decir su diminuta frase, en las mejillas se le formaron unos círculos de rubor tan precisos que parecía que se los hubieran pintado. Puede que aquel fuera su decimoquinto verano de vida.
Se adentró medio paso en la sala de espera, mirando una por una las caras de las mujeres presentes, conectando los puntos con expresión de pesar creciente. Pugnando por leer el texto poco familiar de aquella sala de color pálido y desgastada por el uso, que Gwen se imaginaba que tal vez fuera idéntica a la Oficina de Vivisección Humana de Tegucigalpa, o de donde fuera que venía aquella chica.
—¡Hola! —dijo Gwen tan fuerte que la chica dio un respingo. Viendo a aquella joven de brazos flacos, ojos sumidos en las sombras, aspecto desamparado y una camiseta donde una lubina negra saltaba alegremente hacia el anzuelo que había venido a aniquilarla, pareció que a Gwen se le expandía el corazón con una especie de añoranza extraña y, como el del Grinch, le hacía un ruido de cristales rotos—. ¡Entra! No pasa nada.
—Creo que tal vez llamó ayer —dijo Kai—. ¿Fuiste tú? ¿Araceli?
—Araceli —dijo Gwen. La chica asintió una vez y se detuvo, entrecerrando un ojo como si le hubieran advertido que esperara lisonjas falsas en la lóbrega recepción de la Oficina de Vivisección—. ¿Hablas inglés? —Araceli negó con la cabeza con gesto vacilante y retrocedió hacia la puerta—. Entre —le suplicó Gwen, con su español de la UC Extension todavía funcional pero cargado de unos vestigios inexplicables de acento de Boston—. Por favor, entre, puedo verla enseguida.
—Lo siento mucho, pero tengo un desayuno muy importante a las siete y media —dijo en español la siguiente Jenny—. Y no puedo esperar.
Gwen se puso una mano en el pecho como si quisiera refrenar al corazón que tenía allí dentro e impedirle que saliera volando para siempre hacia aquella jovencita que iba a redimirlo todo. A regañadientes, pero reconociendo la necesidad de mantener por lo menos un mínimo de protocolo con las pacientes —un talento, tarea o arte que por lo general prefería dejarle a Aviva—, Gwen se volvió hacia la segunda Jenny.
—¡Usted habla muy bien español! —le dijo.
—He pasado dos años en Guatemala —contestó Jenny II—, enseñando a los quiché cómo dirigir una cooperativa textil.
Gwen parpadeó, avanzando a tientas, enredándose en la palabra «quiché» y luego estampándose de cara con «textil». Acababa de darse cuenta de que le importaba un cuerno dónde había aprendido Jenny español cuando oyó el chirrido de mausoleo de los goznes y el susurro de la puerta al cerrarse.
Gwen se quedó paralizada por un pánico que era medio indignación, como si la repentina sacudida que ahora notó en la barriga le estuviera diciendo que había sido engañada o estafada con el cambio, como si la joven embarazada fuera una estafadora que le había sustraído de la cartera a Gwen una suma dolorosa e irrecuperable.
—Perdone —dijo en voz baja mientras salía en busca de Araceli, y nuevamente el demonio de los goznes de la puerta se burló de toda posibilidad de terapia, curación, recuperación o de que alguien te pudiera orientar en tu vida.
Gwen se alejó corriendo por el pasillo, pasando por delante de la oficina del abogado de las ballenas, hasta el ascensor. Cuando apretó furiosamente el botón con el dedo, las puertas se abrieron de inmediato. Araceli debía de haber bajado por las escaleras.
Las escaleras eran un parco despliegue de losas de cemento dispuestas sobre barras de acero igual que una serie de vértebras apoyadas en la médula espinal. Gwen fue al rellano del segundo piso y se quedó escuchando a ver si oía el susurro de los pasos descendentes de la chica, el tañido grave y revelador del armazón de acero de la escalera. Pero no se oyó nada, solo aquella brisa incansable que subía soplando por las escaleras con un retumbar lastimero de Halloween hasta en los días sin nada de viento.
Gwen bajó los peldaños uno por uno, haciendo que se tambaleara el edificio entero por culpa de su descenso, o eso le pareció a ella, y gritando: «¡Araceli!». Por fin salió en tromba a la mañana, a Telegraph Avenue, al traqueteo musical de un tren de carritos de la compra que estaba siendo conducido a través del aparcamiento del Andronico’s, al eco de un grito acuático procedente de la Piscina de Willard y al susurro apremiante de un autobús arrodillado en la acera de enfrente; un grupo de gente arrastraba los pies hacia las portezuelas del autobús, entre ellos una coleta de pelo negro que relucía como el hierro.
—¡Espera! ¡Araceli! ¡Espera! —repitió Gwen en español.
Levantó una mano para detener al autobús de AC Transit como si fuera un taxi y, haciendo gala de una inconsciencia notable hasta para Gwen, se lanzó al centro de la avenida.
—¡Cuidado! —dijo una voz, y a continuación ella se perdió en el metal y en el olor a metal y en la cruel punzada metálica de su rabadilla contra la acera.
—Lo siento —dijo el ciclista. Ella se dio cuenta de que él no la había golpeado, sino que la había apartado de la trayectoria del autobús que se le venía encima. Era un adolescente nervudo vestido con unos vaqueros impecables y una sudadera con la capucha calada que le sumía la cara en las sombras—. ¿Se ha hecho daño?
Gwen tenía un desgarrón en la pernera de los pantalones. Se metió un dedo por él y descubrió un rasguño; no parecían haber más heridas, salvo las infligidas sobre su eterno orgullo.
—Estoy bien —dijo Gwen, intentando recobrar el aliento—. Estoy bastante segura. Gracias.
Se despidió con la mano del chico, que asintió. Antes de volver a montarse en su bicicleta y alejarse pedaleando, dio la impresión de que se planteaba —o eso le pareció más tarde a ella— si debía o no ofrecerle, desde las profundidades de su capucha de Espectro del Anillo, algún consejo o información útil.
—Realmente eres una persona inconsciente —dijo una voz de hombre, familiar y suave—. ¿Verdad?
Garth Newgrange, el padre, al volante de un Prius de color claro como la lechuga. Metiendo el morro del coche por la entrada para vehículos de la estructura subterránea del edificio de oficinas que se había levantado recientemente al lado mismo del edificio Nefastis. Chaqueta y corbata, ropa de trabajo, aunque lo que Gwen recordaba era que Garth trabajaba en el centro de Oakland. Debía de haber ido allí a primera hora para visitar a su médico o su dentista.
—¿Cómo está Lydia? —dijo Gwen, sintiendo que le faltaba la energía para explicarse cómo era posible que Garth hubiera iniciado su conversación con aquel comentario; ya no digamos la energía necesaria para contestarle. Pero en sus palabras había algo raro, sin duda, y algo quebrado en su sonrisa tensa.
—¿Cómo está Lydia? Pues mira, Lydia está muy enfadada. Estamos todos muy enfadados. Lo que ha pasado ha sido traumático para todos. Ha sido literalmente un trauma. ¿De acuerdo?
El hombre estaba, y ella no se creía que hubiera encontrado un caso de aquello fuera de las páginas de una novela, pálido de furia.
—Garth…
—Lydia tenía un sueño, Gwen, y tú y Aviva, vosotras… se lo habéis jodido.
—¿Un sueño?
—Sí.
—Garth, Lydia ha tenido un bebé.
—Soy consciente de eso —dijo él—. Sí, Lydia ha tenido un bebé. Ella tiene un bebé y yo tengo un abogado. Su oficina está, ja, en la puerta de al lado de tu edificio. Tiene gracia, ¿verdad?
—¿Vais a…? ¿Vas a demandarnos?
—Es mi intención —dijo Garth—. Tengo toda la intención de hacerlo.
—Pero… ¿qué? ¿Por qué? Sé que fue duro, las cosas podrían haber ido mejor, pero tanto ella como el bebé están bien.
—¿Quién sabe si el bebé está bien? —dijo él—. Tú no lo sabes, Y yo tampoco.
—Garth, por favor.
Ya tenían bastantes problemas, tuvo ganas de decirle, sin que él les añadiera un pleito absurdo, un desperdicio de tiempo y dinero para todos. Pero si Gwen le decía aquello, lo más seguro era que él fuera y se lo contara al abogado del edificio de al lado, y de alguna manera acabaría siendo usado como prueba contra ellas.
—Espero que tu abogado haga mejor su trabajo que tú el tuyo —dijo él, levantando el pie del freno y puntuando el comentario y la conversación con un signo de exclamación. El papel del signo de exclamación lo interpretó con aplomo el dedo corazón de Garth.
—Genial —le dijo ella a la parte trasera del Prius de Garth mientras este bajaba la rampa que llevaba al aparcamiento subterráneo.
Luego, debido a que parecía albergar la promesa de expresar todo lo que ella había estado sintiendo aquella mañana, hacia su consulta, hacia su vida y hacia el mundo, le hizo un gesto obsceno con el dedo a Garth, bien alto para que él lo pudiera ver por el retrovisor mientras se alejaba.
—Genial —ratificó Aviva, parando su viejo Hecate destartalado delante de su edificio—. Eres como el letrero de Bob’s Big Boy pero en hostil.
—Hace diez años que te conozco —dijo Aviva, en cuclillas, hurgando en el armarito de al lado del fregadero de la sala de reconocimientos número dos. La consulta estaba cerrada para el almuerzo; las socias tenían la suite doscientos dos para ellas solas—. Y no te he tenido que practicar los primeros auxilios ni una sola vez. Y de repente parece que es lo único que hacemos.
—Ja.
—Es como si no pararas de proponerme una cita chunga.
—Estoy estresada, Aviva —dijo Gwen, produciéndose una impresión desagradable incluso a sí misma. Estaba hundida hasta los tobillos en una vorágine de remordimientos, en un hedor a arrepentimiento residual y nada familiar. Había gestionado de forma terrible la situación con Garth Newgrange y lo sabía. Era hora de confesar, de reconocer el fracaso, de someterse una vez más al discurso malhumorado pero bienintencionado de los reproches de Aviva—. Estoy embarazada.
—Eso ya lo sé, cariño. Tranquila. No me tienes que explicar nada.
Gwen se ordenó a sí misma no apretarle las tuercas a su socia, que no había cometido error alguno y no había estropeado nada.
—Si ese AC Transit me hubiera atropellado —aventuró—, ahora yo le debería un autobús nuevo al condado de Alameda.
—Muy graciosa —dijo Aviva—. Ja, ja. —Se volvió para alejarse del cajón de los suministros y se puso de pie, con una cajita de cartón llena de vendas elásticas de soporte en cada mano. Llevaba un vestido de April Cornell con campanillas estampadas, que había comprado de segunda mano en Crossroads, largo hasta la rodilla, con el cuello en forma de V y mangas cortas de cordón. A cualquiera que no fuera Aviva le habría dado pinta de matrona, pero Aviva tenía aquellos brazos nervudos. La mujer entera era un nervio, con sus cincuenta y un kilos. Se enrollaba y se desenrollaba. El vestido floreado intentaba seguirle el ritmo, convertido en envoltorio luminoso pero inadecuado de sus movimientos—. ¿Qué look prefieres? ¿Caucasiana o leprosa?
—La beige. No sé. Supongo… Supongo que simplemente me he emocionado de ver una cara morena.
—Supongo que has debido de emocionarte, sí.
—Es patético. Perseguir a esa criatura. Tendrías que haberme visto bajar las escaleras. —Gwen soltó una risa baja y compungida—. No te rías.
Aviva dejó de reírse.
—Sé por qué la has perseguido —dijo.
Gwen tenía las piernas colgando del borde de la mesa camilla, cuyo papel protector iba ofreciendo su comentario en forma de crujidos sobre los movimientos del trasero de ella mientras Aviva le vendaba el pie derecho del arco al tobillo. No parecía nada grave, pero Gwen se había pasado toda la mañana usando el pie y ahora cada vez que apoyaba su peso en él los huesos le rechinaban. Aviva ya le había limpiado el rasguño de la espinilla y se lo había tapado con una tirita. Ahora le vendó el tobillo con esa ternura implacable de quienes ponen muchas vendas. Tenía una manera de no hablar que dejaba a Gwen del todo impotente.
—Era Garth —dijo Gwen—. A quien me has visto hacerle el gesto con el dedo cuando tú te acercabas con el coche.
—¿Eh? No te referirás a Garth Newgrange, ¿verdad?
—Justo después de que el chaval de la bici chocara conmigo, Garth ha parado a mi lado. Iba a ver a un abogado del edificio de al lado.
—A un abogado…
—Me ha dicho que nos van a demandar. Que van a buscar fundamento de acusación.
Aviva se echó hacia atrás, soltando el pie de Gwen.
—Me cago en la puta —dijo. Se presionó las órbitas de los ojos con unos dedos largos y de uñas muy cortas—. ¿Qué?
—Eso me ha dicho.
—¿Y tú le has enseñado el dedo?
—Él me lo ha enseñado primero.
—Sí, pero escucha, Gwen, tú… —Ella dejó correr lo que fuera que estaba a punto de decir—. Da igual.
—¿Qué?
—Nada.
—Tú piensas que es culpa mía que me haya enseñado el dedo. Y que nos esté demandando. Piensas que él está en su derecho. Por cómo la cagamos.
—Yo… no. No, no es verdad. Sinceramente. Pero no puedo evitar pensar que si… ya sabes, si fuéramos a hablar con él…
—No.
—Y… ya sabes…
—No lo digas.
—Nos disculpáramos…
—No lo vamos a hacer, Aviva. No. No tenemos nada de qué disculparnos. No hicimos nada mal.
—Sí, vale, estoy de acuerdo contigo, Gwen, pero el cabrón ha ido a un abogado.
La puerta se abrió; era Kai, masticando una hoja de algo envuelto en pan lavash.
—En caso de que os lo estéis preguntando: ¿acaso vuestra cita de la una en punto, que ha venido antes de hora, puede oír desde la sala de espera que estáis teniendo una pelea en la sala dos? Tengo vuestra respuesta: sí.
—No nos pasa nada —dijo Aviva.
—Ah, ¿no? —Masticando, haciéndose la desinteresada, dándose un tirón del cuello de su camisa de vaquero bordada.
—No, qué va. Yo estoy bien. Gwen está bien. Gwen va a estar bien por lo menos durante otros… —Aviva se miró el reloj de pulsera, un Timex de hombre con la esfera gastada por la parte de dentro de la muñeca derecha, como si lo tuviera todo cronometrado, incluso aquella revelación pendiente, y estuviera decidida a no retrasarse, y puso cara de decepción al ver lo que le decía su reloj—. Digamos cinco minutos.
Kai frunció el ceño, juntando las cejas al estilo Sal Mineo, y cerró la puerta tras de sí con suavidad, como si estuviera haciéndoles un reproche.
—¿Qué va a pasar dentro de cinco minutos? —dijo Gwen.
—Gwen —dijo Aviva. Aviva hizo otra de sus largas pausas, una pausa profunda y cargada—. Gwen, ¿has hablado con Archy?
«Archy tiene cáncer y te lo está escondiendo, a ti, a su mujer»; aquello era lo que parecía estar diciendo la expresión grave de Aviva.
Gwen arrancó un puñado de papel sanitario del rollo que tenía detrás.
—¿Qué pasa? —dijo, y una vez más se sintió atrapada en un ciclón de metal y acera.
—O sea que no te ha dicho nada.
—¿Qué me tiene que decir? ¿Está enfermo?
—Cielos, no. No, está bien. Él también está perfectamente. De momento.
—Durante los próximos cinco minutos.
—Ahora ya son cuatro.
—Aviva, ¿qué está pasando?
—Mierda. Vale. Estás sentada. Menos mal.
—Un momento —dijo Gwen—. Espera. Creo que tal vez prefiero estar de pie.
—Gwen, no, creo que deberías…
—Déjame apoyarle un poco de peso, Aviva.
Aviva toqueteó el vendaje, lo consideró aceptable y luego le devolvió su tobillo a Gwen.
—Mucho mejor —dijo Gwen—. Muchas gracias. Y ahora a ver: ¿qué coño pasa?
Se oyeron unos golpes suaves en la puerta de la sala de reconocimientos. Aviva se volvió a mirar el reloj de pulsera.
—Aviva, ¡¿qué está pasando?!
La puerta se abrió y Gwen vio que Julie entraba con el chaval que la había apartado de un empujón de la trayectoria del autobús. El chaval se echó hacia atrás la capucha de la sudadera. Era como una versión más pequeña y más flaca del padre de Archy, como si Luther fuera un LP y él un single de 45 rpm. Ella tardó menos de un segundo en formular una primera conjetura descabellada.
—Oh, cielo santo —dijo Gwen.
Los chicos se dedicaron a mirar, cada uno de ellos a su modo reconcentrado, primero sus propios zapatos, luego el tobillo de Gwen y por fin el suelo.
—Titus —dijo Aviva—. Esta es Gwen.
—Hola —dijo el chaval.
Aparentaba la misma edad que Julie, catorce o quince años. Gwen hizo los cálculos biográficos, silogizó un par de comentarios dispersos separados por varios años de distancia y adivinó el resto.
—¿Te apellidas Joyner?
El chaval levantó la vista de golpe, pero justo antes de mirarla a los ojos esbozó su sonrisa juguetona estilo Luther Stallings.
—Sí, señora.
—Vale —dijo Gwen. A continuación alguien le dio la vuelta al disco y volvió a pinchar Archy es infiel, y el primer tema de la cara B se titulaba «Jamila». Gwen nunca había conocido a Jamila Joyner, lo cual, como siempre, hizo que le fuera mucho más fácil hacerse un esbozo mental de aquella mujer, llena de contornos malignos—. ¿Ella está en la ciudad?
La sonrisa se deshizo como una gota de agua sobre una plancha caliente.
—No, señora.
—Ejem, su madre falleció —dijo Julie—. Hace mucho tiempo.
La punzada de celos remitió y el corazón de Gwen, dando sus primeros pasos vacilantes desde que Aviva había abierto la puerta de la oficina, se acercó a Titus, que de pronto aparentaba estar más cerca de los doce años que de los quince.
—Titus está viviendo con nosotros —dijo Aviva—. De momento.
—¡¿Qué?! ¿Desde cuándo?
—Desde el viernes. Gwen, lo siento. Yo estaba respetando los deseos de Archy. Dios sabe por qué. Dijo que te lo iba a contar. Dijo que necesitaba un poco de tiempo para prepararlo todo.
De manera que era aquello, y no su dolor por la muerte del señor Jones, ni la vergüenza que le producía el que ella lo hubiera pillado con la Reina de Saba, ni el cáncer; aquel era el secreto que Archy le había estado guardando, el vacío que subyacía a su presencia física en la sala, el retraso con que contestaba a sus preguntas. No solo que tuviera un hijo, sino que dicho fruto de sus entrañas se iba a vivir con ellos. Y entonces Gwen ya no sería responsable de los dos bebés que había encargado, sino de tres.
—Tendrías que haber dejado que me atropellara ese autobús —dijo Gwen—. Tendrías que haber pasado de largo.
Mosquito. Lo tenía en el oído, de nacimiento. Oía el flujo de su propia sangre, un crepitar neural, el pulso omnipresente de la energía electroindustrial del mundo entero y de la red de información, oía su música silenciosa. Su cabeza era una antena sintonizada con la radiación cósmica de fondo, senos y señales, séptimas disminuidas que llegaban por los cables del tiempo y del espacio para hacer vibrar membranas secretas. Oía cosas. Sus estados de ánimo (que de momento no recibían medicación) eran propensos a actuar como filtros de aquella señal. En los días buenos oía melodías, estructuras armónicas, polirritmos, sampleados y ráfagas, frases y estribillos, ideas musicales sueltas. En los días malos o en los estados intermedios, nada más que aquel tarareo rítmico, que uno de sus muchos antiguos psiquiatras había postulado que era —qué otra cosa iba a ser— un tenue eco apagado de su madre, muerta antes de que Nat cumpliera dos años. Una canción de cuna en la oscuridad, una palmadita firme y tranquilizadora en el trasero del pañal. Claro, claro. Pero siempre, por dentro, por debajo, entremezclado con la alucinación auditiva del día, aquel tono constante y sin variaciones, a la vez grave y brusco, enfurecedor, precioso, firme como una barandilla. En el menú de aquella mañana, un relleno saltarín a lo Maceo y una entrada jubilosa de instrumentos de viento: hoy tenía pinta de que iba a ser un día bueno, ¡joder, sí, la-la-la-tralará, la-la, tralarí!
Y también en el menú: pollo frito, estilo Richmond. Bollos. Alubias con arroz. Y casi seguro, verduras. Las verduras eran el arma secreta, la llave maestra para abrir el alma de un hombre de la edad y la procedencia de Garnet Singletary. Las berzas eran el truco para atrapar la conciencia del Rey del Oropel.
Pero la cocina, ay, la cocina. ¡La-la-lará, tralará! Un puto campo de batalla. Nat se acordó con una punzada de que su madrastra, Opal, que trabajaba de contable en el departamento de facturación de los grandes almacenes Thalhimer, nunca dejaba que se impusiera el desorden, sino que iba limpiando a intervalos regulares todo lo que hacía, y de que los pasos de sus preparativos siempre seguían una lógica: mientras las hojas de las berzas arrancaban a hervir a fuego lento en su olla de jugo de tocino salado, ella tiraba dentro de la basura las nerviaduras y las venas de las hojas; mientras las alubias hervían, el cuenco donde habían estado en agua la noche antes ya se encontraba lavado y reluciente en el escurridor de alambre; la masa de los bollos —cuya receta, heredada de la mujer para la cual la madre de Opal había trabajado toda su vida, una tal señora Portman, requería tanto levadura como bicarbonato de soda— había que prepararla antes y dejarla toda la noche bajo un paño en la nevera para que subiera, después de lo cual ya solo había que pasarle el rodillo, cortarla y poner los bollos diez minutos en el horno antes de hacer sonar la campanilla de la cena. Opal Starrett, aleha hasholem, impartía justicia con su estropajo Scotch Brite a todas las ollas, sartenes y platos con los que se encontraba, sacando brillo a todas las superficies como si fueran las de un laboratorio, y dejándose para el final únicamente el combate con las bandejas del horno, la sartén grande de hierro forjado y el radio de la explosión de salpicaduras de grasa que quedaban entre los fogones.
Igual que tantas otras cosas de ella, Nat admiraba la progresión ordenada de la cocina de su madrastra, pero jamás podía aspirar a emularla. Él ya llegaba aturullado, igual que Julius I, y se ponía a hacerlo todo a la vez. Se le escapaban nubecillas de harina de la bolsa de papel marrón de rigor dentro de la cual, aderezados con pimienta negra molida, cayena y sal, él agitaba los pedazos de pollo, patas y muslos, tal como requería la clientela de hoy. Todo un sistema meteorológico, con frentes tormentosos de harina avanzando por la cocina de oeste a este. El suelo estaba lleno de alubias secas desparramadas, cuyas camaradas no llevaban sumergidas más que una hora en agua hirviendo, en lugar de haberse pasado toda la noche en un remojo incompatible con lo impulsivo de la maniobra de Nat para conseguir el apoyo del Rey del Oropel. La manteca —otra arma secreta en la batalla por el alma de Garnet Singletary— ya empezaba a mascullar y crepitar en la sartén. Se trataba de la sartén de Opal, que él había heredado junto con sus bandejas de horno parecidas a carrocerías de tanque, en las cuales ahora yacían en formación de piezas de dominó la mitad de las tres docenas planeadas de bollos, y la enorme olla gris de Magnalita donde hervían a fuego lento las berzas de Nat, cuyas partes sobrantes yacían ahora amontonadas en la encimera junto con las pieles de las cebollas, una tira inservible de tocino salado y el paisaje ártico del amasado incompleto de los bollos de Nat. Y era mejor no pensar en el arroz, Dios, el arroz, parte del cual había sido debidamente absorbido en el vientre de la aspiradora DustBuster con las baterías agotadas que ahora yacía abandonada en el suelo, en medio de todo el arroz que quedaba sin absorber. Un diluvio de arroz acontecido a raíz de que él diera un tirón del paquete para sacarlo del estante de la despensa, y es que alguien, probablemente Nat, lo había guardado sin apretar lo bastante el cierre de alambre. Aunque le había agradado bastante la dulzura con que el sonido de la lluvia de arroz se desplegaba sobre el riff de vientos que a él le sonaba en la cabeza, como un susurro de cepillos metálicos sobre el contratiempo de la batería.
A las 9.45 de la mañana, la primera remesa de pedazos de pollo se sumergió con un ruido de aplausos en la manteca de cerdo. La manteca inició su magna obra, arrancándole aquella hermosa reacción de Maillard a la harina sazonada, y el olor a comida dorándose se empezó a mezclar con el aroma de laurel cálido, denso y vagamente corporal que emitían las alubias, y también con la amargura estival de las berzas, que traía recuerdos de zapatillas Keds blancas con las punteras manchadas de hierba recién cortada. Nat se adentró por el portal temporal que se estaba abriendo dentro del círculo de hierro sazonado. Montado en la máquina del tiempo de la cocina. Dándoles la vuelta a los pedazos de pollo con unas pinzas, emitiendo sin darse cuenta siquiera un tarareo que era como unos dedos que le masajeaban con firmeza el pescuezo, rememoró a Opal de pie frente a la vetusta Hotpoint de East Broad Street, con tacones altos y un delantal Marimekko con enormes coros de amapolas estampados, soltando palabrotas contra Julius I, furiosa por alguna nueva insensatez de este, por alguna calamidad de pastelillo del que ahora Monument Liquor and News se veía con diez cajas, o bien por algún pariente ignoto de Opal a quien el padre de Nat le había pedido prestados trescientos cincuenta dólares que ellos no se podían permitir, pese a que ella le había ordenado enfáticamente que no se los pidiera, mientras que, en el marco inferior de la ventana de bisagras de detrás de la cocina, un par de ventiladores eléctricos diminutos ejecutaban una tosca parodia del padre de Nat (y, ya puestos a presagiar, del mismo Nat), dando vueltas y vueltas y más vueltas, con intenciones irreprochables pero sin resultado alguno. Por fin, con sus pedazos de pollo pulcramente dispuestos y sus bollos vertidos en el interior de una cesta con el fondo recubierto por un paño limpio, Opal se alejaba repicando con aquellos tacones altos por el pasillo de atrás hasta la escalera de madera craquelada, con sus duelas y sus clavos doblados, sacada de unos dibujos animados de Popeye, que había atornillada a la parte de atrás de su casa adosada, abría de golpe la puerta y se quedaba allí plantada en el rellano, agitando las manos morenas y bien cuidadas para levantar una ligera brisa de esperanza, liberando su pelo negro y suave y parecido a alas de paloma del pañuelo que llevaba en la cabeza, diciendo con aquel yiddish de negra que tenía: «Eso sí que es un mechiah». De aquello ya debía de hacer treinta o treinta y cinco años, y la experiencia profesional de Nat tenía el impulso de edulcorar el recuerdo añadiéndole algún tema con sabor a menta fresca de Isaac Hayes procedente del estéreo de la sala de estar, o bien el primer álbum de Minnie Riperton, Come to My Garden. Opal le había tenido mucho aprecio a la pobre y dulce Minnie.
Igual que en otros muchos sentidos, Aviva seguía principios Opalinos a la hora de gestionar los desórdenes en la cocina, y cuando viera lo que él había hecho iba a poner el puto grito en el cielo: «¡Máquina del tiempo y un cuerno, Nat, por el amor de Dios!». Aquella misma mañana ella les había preparado a los chavales un desayuno semielaborado, panqueques con beicon, y cuando Nat se levantó de la cama preñado de su deseo de ganarse a Garnet Singletary y entró en la cocina silenciosa y reluciente, lo único que encontró que la traicionara fue un vestigio en el aire de ese aroma a corcho del beicon. Aviva, la primera mujer blanca en la que Nat había tenido un interés romántico en su vida, y la única de sus novias que había cumplido con los requisitos de su madrastra o había recibido su aprobación. Esto último lo había expresado Opal poco antes de morir, en un breve discurso dirigido a Nat que podría haber sido pronunciado por la misma Aviva:
—No la cagues.
Cuarenta minutos después de que la primera remesa de pollo fuera a parar a la manteca —sin que esto le devolviera ni una pizca de orden a la cocina—, Nat seguía ocupado con las pinzas y las patas de pollo, consciente de que Opal prohibía absolutamente llenar mucho la sartén. Para cuando aquellas pétreas alubias diminutas y rojas, sumergidas en sus aguas estancadas de tocino salado, consiguieron relajarse lo bastante como para pasar de un salto a la cazuela del arroz, ya eran casi las 10.40. Hora de ir tirando. Al Rey, o más a menudo a un miembro de su séquito, se lo podía ver pasar habitualmente frente a los ventanales de Brokeland con una bolsa del McDonald’s, o tal vez con un bocadillo de pescado de la panadería Your Black Muslim, alrededor del mediodía, o a las doce y media como muy tarde. Nat necesitaba estar allí para cuando Singletary sintiera la llamada de hambre.
Igual que uno de esos perros de dibujos animados cuyas patas delanteras se convierten en un revuelo de turbinas cuando desentierran un hueso en medio de un torbellino de tierra, Nat se puso a hurgar en los armarios y a saquear los cajones en busca de recipientes para servir que pudiera usar y bandejas adecuadas. Acumulando tras de sí montañas enteras de tapas sin recipiente y recipientes sin tapa, emitiendo un traqueteo de bandejas para hornear pasteles y tartas. Recuerdos de vetustas reuniones de Tupperware, bandejas para hacer cubitos, tapas de termo sin termos, moldes para polos sin los palitos, parrillas para asar, brochetas de bambú, ¡y una balanza de cocina! Nat calculaba que le tocaría alimentar también a cinco o seis de los satélites de Singletary, ya fueran gente de aquella que iba a pasar el rato a la tienda o bien clientes del R. del O. Confiaba en que por lo menos a unos cuantos de ellos sus argumentos les resultaran sólidos y sus lisonjas persuasivas gracias a la retórica invencible de la cocina de Opal Starrett. De momento, sin embargo, solo necesitaba llegar al Rey.
Y no era difícil llegar a Garnet. Nacido y criado en Oakland, sus raíces se extendían serpenteando hasta Texas y Oklahoma. Al ofrecerle la comida que ahora guardó con cuidado en botes, envolvió en papel de aluminio, encajó en una caja de leche de plástico (cuyo cargamento de grabaciones en vinilo sin clasificar y casi todas invendibles, entre ellas varias creaciones de Jim Nabors, Nat añadió generosamente al desorden ya existente en la cocina) y a continuación arrastró escaleras abajo para cargarla en la parte de atrás de su vetusto Saab 9000, Nat iba a hablar a Singletary en un idioma más profundo. Igual que un mago se dirigía a un dragón en una de las novelas que su hijo tenía en la mesilla de noche, hablándole en la Lengua Antigua.
—Madre mía —dijo el Rey del Oropel mientras Nat entraba andando hacia atrás, cargando con la caja de leche, por la puerta de tela de alambre del establecimiento del mismo nombre. Singletary reinaba desde su taburete de detrás del mostrador de cristal de su caverna de oro, por encima de su montón de cadenas y anillos. Aparte de los tesoros de las vitrinas, en la tienda no había nada más que mirar: baldosas blancas y lisas y paredes desnudas con paneles de fibra prensada de madera. El mismo Singletary no llevaba encima, como de costumbre, ni la más diminuta pieza de oropel; llenaba por completo una guayabera y tenía una pinta acalorada y sudorosa por culpa de su permanente húmeda, hacia la que adoptaba una actitud rigurosamente historicista. En una pistolera alrededor del brazo, como si fuera Bullitt, llevaba un arma del calibre 44 con licencia, que, tal como nunca se cansaba de asegurar a los curiosos, había sido llamada más de una vez, al servicio del Rey, a cumplir con los propósitos para los que la habían diseñado sus fabricantes—. Tenía un presentimiento. En cuanto vi aquel folleto que estabas repartiendo.
—Ah, ¿sí? —dijo Nat, dudándolo.
Tal como exigía su oficio, Garnet Singletary era un experto tasador de las aleaciones humanas, aunque decía lo que hiciera falta, Nat lo sabía, para inducir entre el público general, ya fuera el que compraba o el que empeñaba, la idea de que era todavía más listo. Pero Nat tampoco estaba intentando llevar a cabo ninguna sutil maniobra política, ni tampoco se consideraba inescrutable, ni un maestro de la diplomacia del vecindario. Lo que estaba representando era bastante transparente.
—Me lees como si yo fuera un libro abierto —dijo.
Le guiñó el ojo a Ervis Watson, más conocido como Airbus, que era quien se ocupaba de forma contundente de la seguridad del Rey del Oropel, una primera línea de defensa de metro noventa y cinco de altura y ciento cincuenta kilos de peso con chándal de velvetón; sin más armas que sus brazos reglamentarios y sus piernas parecidas a obuses, más allá de cuya mole los acontecimientos casi nunca penetraban hasta el punto de que se requirieran los servicios de la pistola de Singletary. El local del Rey del Oropel tenía la mitad del tamaño de Brokeland, puesto que se repartía con la Federación Unida de Rosquillas el antiguo establecimiento de una carnicería italiana, y, entre Singletary, Airbus y la mercancía, desplegada en dos mesas largas con vitrinas, dos mesas cortas y un armario alto que recorría toda la pared norte, no quedaba demasiado espacio para darse la vuelta.
Airbus no dio señal alguna de haber visto el guiño ni tampoco movió un solo rasgo de la cara. Nat entendía que el intento de obtener una camaradería superficial por medio de los guiños era un gambito estándar del hombre blanco a quien le ponía nervioso su entorno. Él no estaba nervioso para nada, puesto que había crecido en la parte negra de Richmond con una madrastra negra, amigos negros, amantes negras, maestros negros y una serie de héroes culturales que, con unas cuantas excepciones judías, eran casi todos negros. Sin embargo, les tenía un horror tan profundo a los hombres blancos que actuaban como negros, como por ejemplo Moby, que evitaba con rigor casi patológico cualquier apariencia, en sus modales o su forma de hablar, de intentar pasar por lo que no era. De manera que iba a dejar que su pollo hablara por él.
—Os he traído algo de almuerzo —dijo. Dejó la caja de leche en el mostrador detrás del cual Singletary estaba sentado en su taburete—. He pensado que tal vez estaríais un poco cansados de Big Macs.
Singletary miró la caja con los ojos fruncidos y luego miró a Nat, repasando mentalmente situaciones negativas posibles que podían surgir cuando Nat abriera los recipientes que había amontonados dentro de la caja: chanchullos, planes de atraco, o bien alguna clase de hummus asqueroso o alguna otra de esas mierdas que había que comer encima de una hoja. En ese momento el aroma que emanaba de la comida, una brisa procedente de la costa del pasado, le llegó a las narices, bien defendidas como estaban por su bigote a lo Billy Dee Williams, y una conjetura descabellada le iluminó los gélidos distritos de la cara. Nat levantó el plato de pollo e hizo una pausa, exprimiendo el momento, con los dedos preparados para retirar de forma inminente la manta de papel de aluminio. Lo único que le hacía falta era una señal del Rey del Oropel.
Singletary se quedó mirando a Nat con una mezcla curiosa de esperanza y recelo. Miró a Airbus como si no estuviera seguro de si tenía que doblar o separar con una jugada de once en el blackjack. Por fin asintió una sola vez: «a ver». Nat apartó la lámina de papel de aluminio.
—Joder —dijo Airbus.
—Me imaginaba que seríais unos cuantos más —dijo Nat mientras dejaba los recipientes de alubias, arroz y verduras y rompía el paquete de papel de aluminio donde estaban los bollos. Tenedores, cuchillos y platos de plástico. Una pequeña otomana de esponjosa mantequilla del condado de Marin—. Así que he traído comida de más para unos cuantos clientes.
—Aisha ha pasado por aquí, pero se ha llevado al bebé al centro comercial de Hilltop para que le hicieran una foto —dijo Singletary. Sonrió—. Y es posible que yo haya asustado a unos cuantos de esos que se pasan el puñetero día aquí perdiendo el tiempo y haciéndomelo perder a mí. La medicación que estoy tomando para la presión sanguínea tiene tendencia a ponerme un poco «irritable», por lo que se dice.
Airbus pareció dispuesto a hacer algún comentario sobre este rumor, pero finalmente decidió no hacerlo.
—Clientes… —continuó Singletary—. Eso ya no lo sé. Esta mañana no ha habido mucho trabajo.
—A la mierda los clientes —dijo Airbus—. Más para mí.
Cazó al vuelo un plato lleno hasta arriba de un poco de todo.
—Espero haber traído bastante —dijo Nat.
Singletary se quedó mirando el plato abundantemente surtido que Nat le acababa de servir, pero se refrenó de probar la comida. Estiró un brazo hacia atrás, hurgó entre unos papeles y por fin sacó uno de los folletos impresos en papel azul. Nat había escrito el texto en el ordenador de la tienda y luego había hecho las copias en el Krishna. Singletary se acercó a la cara las gafas sencillas de media montura negra que llevaba siempre colgadas del cuello de un fino cordel de goma: otra oportunidad perdida de imitar el estilo de sus mercancías. Examinó, o fingió examinar, el texto que Nat había compuesto la noche anterior en pleno delirio de superioridad moral desafiante.
—«COCHISE» —dijo—. Como el señor Jones.
—Otro pequeño tributo.
—¿El funeral es el sábado?
—En la tienda, a las dos de la tarde.
—«Conservemos el carácter de Oakland frente a la homogeneización y los impactos perniciosos sobre el medio ambiente».
—Estoy abierto a sugerencias.
—Ya está bien así.
—Me alegra saberlo.
—¿Homogeneización?
—En el sentido corporativo. Cadenas de tiendas, franquicias.
—Entiendo. Sí, eso es muy inteligente.
—Muchas gracias.
Singletary dejó el papel como si pesara cinco kilos, como si en líneas generales el texto, en contra de lo que acababa de declarar, no hubiera acabado de convencerle. Volvió a dejar sus medias gafas colgando sin nada a que agarrarse, amarradas por el cordel de goma, por encima de la Half Dome de su barriga. Sus ojos eran los platillos de acero de una balanza de precisión.
—A ver si lo he entendido —dijo—. En tu opinión, el hecho de que abran un centro comercial de Dogpile en el local que antes ocupaba el supermercado Golden State de la Cuarenta y uno con Telegraph, y que cuenta con el apoyo de figuras muy respetadas de la comunidad, como por ejemplo el Colega Chan, con capital de una empresa que trabaja duro para elevar el estatus económico de la gente negra y el orgullo que sienten por sus barrios, en realidad tendría un impacto negativo.
—Se llama Garito —dijo Airbus con la boca llena de alubias y arroz—. Pero en realidad es como un centro comercial.
—Cinco mil quinientos metros cuadrados —dijo Nat—. Dos plantas de aparcamiento. El equivalente a cinco pisos de altura. Aprovechan hasta el espacio de las aceras de alrededor. Van a ahogar todo lo que hay alrededor.
—Hay muchas cosas en este vecindario, espero que no te importe que te lo diga, que se ahogarían en un vaso de agua. No se puede decir que tengamos muchas mansiones ni suelos de terrazo ni cosas de esas. No hay edificios históricos.
—Cierto —dijo Nat—. Tampoco tenemos mucho tráfico ni problemas de aparcamiento, pero si construyen ese «Garito» sí que los tendremos. En cuanto a lo del levantamiento económico de la comunidad… Gibson Goode está buscando su propio beneficio. O sea, venga ya, Rey. He venido aquí por dos razones, y una de ellas es que de toda la gente que hay en esta avenida en un radio de tres kilómetros, blancos, negros, orientales o del Tayikistán, tú eres el único más dispuesto que yo a plantar cara y a decir que odias esas patrañas de levantar a la comunidad.
Singletary sopesó el intento de cumplido con aquellos platillos verificadores de acero.
—El enemigo de las patrañas —dijo por fin—. Ese eres tú, ¿eh? Y todo esto —agitó el folleto— no tiene nada que ver con el hecho de que vayan a abrir un «Garito» de Dogpile a dos manzanas de aquí que seguramente os va a hacer quebrar a ti y a Archy Stallings tan deprisa que vais a tener que declarar la bancarrota con fecha de la pasada Navidad para ir adelantando, ¿verdad que no?
—Pues claro que sí —dijo Nat—. Tendría que haber empezado diciendo eso. Tienes razón. Supongo que me he cansado un poco de ir todo el día diciendo que estamos jodidos. —Se frotó la barbilla—. Voy a contártelo todo, Garnet. He hablado con un tipo de la oficina del concejal Abreu. —Abreu era el concejal sin cartera del Ayuntamiento de Oakland. No tenía ningún interés ni por Brokeland ni por la música en general, que Nat supiera. A juzgar por sus antecedentes, Abreu no debería tener ningún reparo ni filosófico ni medioambiental ni de ninguna clase ante un proyecto como el de Dogpile. Sin embargo, se rumoreaba que a Abreu le caía mal Chan Flowers, y sus choques en las sesiones del ayuntamiento estaban perfectamente documentados—. Y me ha dicho que Abreu podría estar dispuesto a venir, a hablar con COCHISE y a escuchar nuestros argumentos. Pero para eso…
—Para eso —miró el folleto— no puede ser que a las doce y media tengas la tienda llena de viejos blancos estirados.
—Me iría bien tener a gente de color influyente —dijo Nat—, está claro. Comerciantes locales de peso.
El Rey del Oropel sopesó sus siguientes palabras.
—Chan y yo no estamos de acuerdo en muchas cosas —dijo—. Y él ha dicho muchas cosas sobre mi línea de trabajo, tanto a mí en persona como a otros para que me llegara a mí, ha comparado la venta de cadenas de oro y esas cosas con un cáncer, una plaga y qué se yo. Pero si este vecindario tiene alma, el candidato al puesto es el Colega Chan. Y tú deberías saber mejor que nadie, porque eres un tipo inteligente y lleno de experiencia y de credibilidad, que solo porque un cabrón escéptico y de mirada fría como yo vaya diciendo que todas esas fanfarronadas de levantar a la comunidad son un montón de patrañas, eso no quiere decir que lo puedas decir tú.
—Cierto también —dijo Nat—. Lo admito.
—¿Cuál es la segunda razón?
—Ah, bueno, que sé que te encantan las berzas.
Singletary asintió y cogió su tenedor. Dio un buen bocado de berzas y se quedó masticando, al principio con cara pensativa y con lo que parecía un asomo de duda. De repente cerró los ojos y dejó escapar un suspiro lento y profundo, como si estuviera liberándose de una carga de muchos años. Cuando abrió los ojos, los tenía empañados de emoción de una forma que habría dejado pasmados a aquellos ociosos a los que su mal humor había desterrado del local hacía un rato.
—¿A qué hora me necesitas? —dijo.
Solemnes, sonrientes, vagamente perplejas o emitiendo un benévolo susurro de Glinda la Bruja Buena, todas las Personas Concienciadas procedieron a anotar sus caracteres alfanuméricos y a pasarle al siguiente la tablilla sujetapapeles y el bolígrafo de regalo de Children’s Fairyland que venía adornado con espumillón rosa y morado para parecer una varita mágica: Shoshana Zucker, que había sido la directora de la guardería de Julie, con un shmatte de quimioterapia en la cabeza; el planificador urbanístico Claude Rapf, que vivía en una colina sobre el túnel de Caldecott, en una casa con forma de platillo volante, donde una vez había hecho una Fiesta para celebrar el estreno de una primera edición original y en perfecto estado de In a Silent Way (Columbia, 1969), que a continuación catalizó en un equipo de sonido analógico de cincuenta mil dólares; un tipo flaco y de pelo lacio con pinta de Fu Manchú que después resultó ser el Profesor Presto Digitación, el mago que había actuado en la fiesta del quinto cumpleaños de Julie; dos de los ancianos judeo-budistas que acababan de abrir un centro de meditación llamado Neshama, a una manzana del antiguo Golden State, de los cuales el judeo-budista masculino sorbía con intensa deliberación la tetilla de goma de una botella de agua mientras que el femenino hurgaba melancólicamente con unos palillos por entre las tiras de color carne grisácea de las pieles de tofu que había entretejidas en el recipiente de su almuerzo japonés, como si lamentara la matanza de plantas de soja inocentes que el apetito de ella había desencadenado; Moby; aquella grotesca señora que trabajaba como imitadora —ahora caracterizada de Gloria Swanson— y que vivía en el apartamento de encima de la lavandería automática, con su skye terrier en brazos; Amre White, ahijado de Jim Jones y en la actualidad pastor de una iglesia para pobres situada justo al lado del antiguo emplazamiento del Golden State, con las orejas, narices y arcos de las cejas llenas de los cráteres fantasma de los piercings a los que había renunciado; una arboricultora de Berkeley llamada Marge a quien Aviva había acompañado hacía tiempo a lo largo de un aborto dolorosamente tardío; aquel doble de Stephen Hawking que no era Stephen Hawking; la propietaria de la costurería de vanguardia, extrayendo a la vida desde el caos primordial de su bolsa de hilo algo que parecía ser unos pantalones en miniatura estilo Eldridge Cleaver con funda para polla, aunque también es posible que fuera un jersey para su dragón de compañía; por extraño que pareciera, la contable a la que habían pillado desfalcando cantidades pequeñas de una serie de clientes suyos, entre ellos Brokeland Records, y que estaba obligada (como resultado de algo que se le había metido a Nat entre ceja y ceja hacía tiempo) a arreglarlo en el tribunal de instancia; un reputado especialista académico en lenguas altaicas de la UC Berkeley que también estaba especializado en coleccionar discos de soul de siete pulgadas de discográficas independientes de la segunda mitad de los sesenta, y que llevaba sobre el hombro derecho, sin decir nada al respecto y por razones ignotas, un plátano pasado, en cuyo extremo (él o alguien) había dibujado con rotulador negro una carita sonriente; uno de los once psiquiatras que Nat había tenido durante los últimos diez años, un tal doctor Milne, que llevaba todo el rato recorriendo con incansable mirada diagnóstica las portadas enmarcadas de discos que llenaban las paredes, la aljaba de hierro no operativa del ventilador, cuya vara vertical se sumergía en las telarañas rebozadas por el tiempo y las sombras del alto techo de latón, la cortina de cuentas donde Julie había pintado un retrato que se parecía más a Sammy que a Miles y el batallón de Shriners masónicos de plástico en miniatura con su esmoquin y su fez en miniatura que había apelotonados contra el raíl de lámina metálica del revestimiento de madera del fondo de la tienda, reliquia arquitectónica de algún establecimiento prespenceriano que se rumoreaba, aunque no estaba confirmado, que durante una época había albergado la sede en Oakland de la Mano Negra; Sandy la adiestradora de perros, que llevaba casi una década presionando al Ayuntamiento para que convirtiera el solar del Golden State en un parque para perros, y que le había enseñado a hacerse el muerto al mestizo de beagle y schnauzer de los Jaffe, Jasper, que acabaría muriendo de cáncer; y finalmente S. S. Mirchandani, que solo estaba presente porque siempre lo estaba a aquella hora del día, parte del recorrido de su misterioso sistema de moteles, sobrinos y licorerías. El último en firmar, gruñendo y moviéndose incómodamente y con cara de que habría preferido consultarlo antes con su abogado, fue el Rey del Oropel, sentado en su taburete habitual, satisfaciendo el requisito mínimo racial que le había impuesto a Nat un ayudante anónimo del concejal Rod P. Abreu; aunque también estaba presente Airbus, al fondo del todo y sin que la varita mágica lo registrara, para ponerle un segundo parche de credibilidad a la capa abigarrada de apoyo diverso de la comunidad detrás de la cual Abreu, en su lucha constante con el Colega Chan para controlar el Ayuntamiento de Oakland, podía envolver de forma creíble su presencia y sus intenciones.
—Quiero empezar diciéndoos —dijo Abreu— por qué, en mi opinión, no estamos aquí.
Rod Abreu era un abogado de hombros caídos y mejillas como flanes, que durante una época había representado al sindicato de electricistas; era más joven y estaba en mejor forma de lo que parecía, tenía más estudios de los que parecía tener cuando hablaba, emitía cierto aroma a ron de la bahía y estaba ventajosamente provisto de unos ojos enormes, húmedos y tristes del color del café aguado hundidos en un par de cuencas amoratadas, como huellas dejadas por los pulgares de malhechor de la vida. Sin embargo, a pesar de la pose abatida de su espalda encorvada y de su semblante afligido, mostraba una tendencia bastante agresiva al regocijo irreprimible y uniforme, un regocijo que rociaba en forma de chorros serpenteantes sobre todo lo que decía, como si estuviera echando cemento sobre barras de armado.
—Probablemente no deberíamos estar hoy aquí —les explicó— pensando que vamos a intentar detener o darle marcha atrás al reloj de la propuesta de Dogpile. ¿De acuerdo?
Esperando objeciones de una forma que parecía prometer una rápida invalidación de las mismas, probada en los tribunales, Abreu levantó la barbilla. No le llegó objeción alguna, aunque la señora del skye terrier pareció decepcionada. Nat también se había quedado decepcionado, pero supuso que aquel sería una especie de gambito retórico del tipo «Brutus es un hombre honorable» y se limitó a esperar lo que viniera a continuación. Bajó diligentemente la barbilla.
—Decir algo así, entendedme, no solo sería prematuro, sino también injusto. Tal vez incluso sería una equivocación. —Dirigiéndose a un jurado, a un comité sindical, a una gente que estaba convencida, pese a las pocas evidencias al respecto, de no ser corta de luces—. Sí, he visto la propuesta inicial, mi personal y yo hemos tenido ocasión de verla, y yo diría que el término que mejor la describe es «ambiciosa». Es una propuesta ambiciosa; el señor Gibson Goode, un atleta magnífico y un artífice de verdaderas gestas deportivas, lo digo en serio, también es un tipo ambicioso, de acuerdo, un hombre que ha hecho un uso fabuloso de sus dones y de su afán competitivo y de esas dotes suyas de liderazgo. Si alguna vez lo visteis jugar, sabréis que tiene lo que hay que tener. Lo puede hacer todo. Es el tipo a que te conviene tener en el corrillo, en una jugada de tercera y largo, para coger la pelota y salir corriendo, en fin, elegid el tópico del fútbol americano que más os guste, yo la verdad, soy más fan del béisbol. ¡Adelante, Athletics!
Aquel intento de transmitir emoción fue secundado con fervor desigual pero genuino, ya que aquel mes de agosto Oakland estaba a un partido y medio de ocupar la primera posición y tenía posibilidades de victoria serias; un momento más tarde, sin embargo, las bisagras de la puerta de entrada emitieron un clamor en sentido contrario. Todo el mundo se volvió para ver a un hombre corpulento que vacilaba en la puerta, vestido con una sudadera sucia de Captain EO, con las mangas cortadas a la altura de las costuras del hombro para dejar al descubierto un par de brazos poderosos y enormes. Un par de pantalones cortos oficiales de la selección nacional de baloncesto como los que llevaba aquel verano el deshonroso equipo olímpico. Zapatillas Adidas de color blanco sobre blanco, maltrechas como caballos de batalla y arrugadas como elefantes. El hombre tenía un aspecto desconcertado, perdido, y, en opinión de su socio profesional, alicaído, como si un lúgubre destino que siempre había temido que le cayera encima a su establecimiento —por ejemplo, una llegada masiva de gente blanca extraña— estuviera a punto de acontecer. Llevaba un marco negro y cuadrado de la tienda de material artístico Blick, de los que usaban en Brokeland para enmarcar portadas de discos. No dijo nada, se limitó a quedarse allí todo sudoroso y respirando cautelosamente por la nariz.
—Este es mi socio, amigos, Archy Stallings —anunció Nat, consciente de un cambio de tono, un cambio descendente, en la música que le estaba sonando en la cabeza.
Por primera vez desde que había empezado a confeccionar el folleto inaugural de COCHISE, se le ocurrió ahora, posiblemente un poco tarde, que quizá le debería haber comunicado sus intenciones a «su socio, amigos, Archy Stallings». Aunque solo fuera (también un poco tarde, vio que tal vez hubiera otras muchas razones) para prevenir la calamitosa violación del código de estilismo personal que aquel descuido había llevado a Archy a cometer. De vez en cuando, tal vez, si llevaba mucho retraso, Archy solía pasar por la tienda cuando volvía de las pistas de Mosswood Park, antes de irse a casa para ducharse y cambiarse de ropa. Únicamente lo hacía con reticencia, incomodidad y presentando sus disculpas a cualquiera que estuviera al otro lado del mostrador y lo tuviera que ver tan desharrapado.
—Lo siento —les dijo a los presentes antes de quedarse mirando a su socio, la fuente más probable de la confusión que lo llevaba a desentonar de aquella manera, con la frente arrugada y las cejas fruncidas—. Yo… mmm… Caray. Nat…
—Archy, te presento al concejal Abreu —dijo Nat, intentando por una cuestión de apariencias dar la impresión de que no le estaba informando de aquel dato sino únicamente recordándoselo—. El concejal ha tenido la amabilidad de encontrar un momento para pasar hoy a vernos y hablar con nosotros y decirnos lo que piensa de todo el asunto de Dogpile. Y también —añadió, guiándose por una inspiración feliz pero falsa— para oír lo que nosotros tenemos que decir. Nuestro vecino y buen amigo el señor Singletary…
Garnet Singletary se presionó el esternón con los dedos como si buscara a tientas una herida de bala.
—¡Tenemos que luchar! —dijo la señora que vivía encima de la lavandería, tocándole el trasero a su perro mientras decía «luchar», como si estuviera animándolo para que secundara la moción.
El perro se abstuvo.
—SÍ, COÑO —entonó el doble de Stephen Hawking a través de su simulador de voz, alejando su vehículo de exploración de Marte de la trayectoria de Archy.
—Mmm… —dijo Archy en voz baja—. Ah, ¿sí? Vale, pues luchemos.
Nat se fijó en que a su amigo le cruzaba por los rasgos anchos y plácidos algo que parecía una aflicción genuina. Ansioso por atribuir aquella imagen patética a algo que no fuera el hecho de que él, en un acceso de hipomanía, hubiera reunido —sin consultar a nadie, en medio de un vecindario «de paso» de una ciudad mayoritariamente negra y pobre y ansiosa de la clase de gesto económico enorgullecedor que representaba la construcción de un Garito de Dogpile, por mucho que a fin de cuentas acabara siendo un simple gesto y beneficiara únicamente a Nuestros Queridos Mandamases Corporativos— a aquella abigarrada asamblea de extraños caucasianos unidos —por aventurar una posibilidad— por una simple voluntad reflexiva, si no una compulsión, de oponerse básicamente a todo lo nuevo que se les presentara, sobre todo si prometía ser grande y luminoso y molar. Y a fin de montar aquella reunión había causado un desastre absoluto en su cocina y lo había abandonado allí, un desastre que, tal como le empezaban a decir en voz baja las rápidas rotaciones de su química cerebral, probablemente fuera una metáfora, una profecía de cómo iba a terminar todo aquello. Confiando en impedir que aquello se hiciera realidad, Nat buscó una explicación de la congoja evidente de Archy en el marco que este llevaba en las manos. Archy lo había usado para enmarcar la funda de su preciada copia de «Redbonin’», aquella fotografía crudamente iluminada y en primerísimo primer plano que le había hecho Pete Turner a Cochise Jones, con aspecto delgado y saludable, aunque mucho más amenazador de lo que había sido nunca en la vida, y un calamitoso historial de pecas impreso en las mejillas.
—Solo he venido a colgar esta foto.
—Hostia, colega, te acompaño en el sentimiento —dijo Moby, entregándose a una especie de colección absurda de apretones de manos que, curiosamente, Archy le devolvió hasta la última palmada, hasta el último aleteo y el último detalle. Luego, como osos enzarzados, se fundieron en un abrazo atontado—. Vaya putadón de noticia, hermano. El señor Jones era una leyenda y un tío de narices.
—Cierto, cierto —dijo Archy, caminando pesadamente hacia el mostrador mientras todos lo observaban en silencio de un modo que a Nat le recordó a Jesús pasando entre los prestamistas.
Archy se fijó en los restos de pollo frito, alubias con arroz, berzas y bollos que quedaban sobre el mostrador. Frunció los labios como si estuviera demostrando el desapego judeo-budista que sentía hacia aquellos productos mundanos (por no decir impíos). Intercambió con el Rey del Oropel un apretón de simplicidad zen, con los dedos entrelazados. Fue a un estante que había en la pared de detrás del mostrador, apartó un viejo reloj digital de Seth Thomas, un muñequito de James Brown y una pila de facturas de la AT & T que alguno de los socios debería haber revisado hacía mucho tiempo con un rotulador fosforescente. Desplegó el pie de cartón que había en la parte de atrás del marco y colocó en posición vertical la funda de disco con su borde de color negro funerario acabado en mate. Dio un paso atrás para contemplarla y soltó uno de aquellos suspiros enormes de grandullón. Por fin se volvió para contemplar a la inexplicable concurrencia y cogió una pata de pollo. Mordió, masticó y tragó sin placer aparente, gracias a lo cual Nat vio que su socio estaba furioso de verdad.
—Arch…
—He venido a escuchar —le dijo Archy a Nat—. Y tú escucha también. —Mordisco—. Disculpe, concejal. Por favor, continúe.
—Muy bien —dijo Rod Abreu—. Bueno, como he explicado hace un momento, señor Stallings, a estas alturas del partido la verdad es que no creo que debamos estar pensando en pelear contra nada. Estaba diciendo… —Puso una mirada avergonzada—. ¿Qué estaba diciendo?
—Adelante, Athletics —dijo el doctor Milne.
—Ah, sí. Lo del fútbol. Sí. Amigos, no hay duda alguna, y si no lo sabéis, creedme, de que Gibson Goode ha hecho grandes cosas por la comunidad en Los Ángeles, una comunidad donde la verdad es que antes no estaban pasando muchas cosas grandes. Yo lo elogio y lo admiro por eso, y también elogio a la gente, algunos colegas míos del Ayuntamiento, que miran lo que ha hecho el señor Goode en Los Ángeles y dicen: «Eh, ¿no sería genial si pudiéramos hacer que algo así pasara en Oakland?». Y caray, es un chaval de aquí, ¿verdad? Un chaval de aquí. ¿No sería fabuloso que pasara algo así? Sería todo un estímulo. Bueno, sí, tal vez sería fabuloso. Tiene una pinta fabulosa. Sobre el papel se ve fabuloso. Pero si hay una cosa que yo he aprendido, y que quede claro que yo también soy de aquí, ¿eh? Nacido en East Oakland, en el Highland Hospital… Es lo siguiente: a lo largo de los años he visto pasar por esta ciudad a un montón de gente impresionante y provista de un montón de ideas fabulosas que se veían geniales sobre el papel. Y, eh, cuando eres tan feo como yo, solo puedes quedar bien sobre el papel.
Aquello obtuvo una risa, Shoshana se puso a asentir envuelta en su pañuelo de quimioterapia y otros la secundaron. Abreu puso en juego aquellos ojos tristones, aquellos ojos de judío converso, y es que abreu quería decir hebreo, tal como a Nat le habría gustado informar a Archy, en portugués, o tal vez en catalán.
—Siempre que veáis una propuesta tan ambiciosa como esta, y amigos, no hay duda de que es una propuesta muy ambiciosa, tenéis que andaros con cuidado. Cuando la gente ve a un tipo carismático como Gibson Goode, una verdadera superestrella, caray, esa clase de persona genera una gran emoción, deja a todo el mundo cautivado, ¿verdad? Y cuando la gente se queda cautivada, se deja llevar y se precipita. Y es por eso por lo que estamos hoy aquí. Porque alguien tiene que pararse un poco y decir, vale, pisemos el freno. Dediquemos un poco de tiempo a pensar en esto. Y ese es el mensaje que os traigo hoy.
«Pisemos el freno» no era ciertamente el mensaje que Nat se había imaginado cuando había empezado a urdir sus planes febriles, pero su olfato detectaba subterfugio en las palabras de Abreu: no se creía que el concejal solo tuviera en mente una simple acción para retrasar la cosa.
—Y también es el mensaje que me gustaría oíros a vosotros y transmitirles a mis colegas del Ayuntamiento.
S. S. Mirchandani se acercó a Archy.
—Me han informado fuentes fiables —dijo con un susurro portentoso e inadecuado, señalando con la cabeza a Abreu— de que fue él quien echó a la hermana del Colega Chan del puerto de Oakland.
Igual que Archy, que se estaba comiendo sin placer un bollo que habría hecho feliz hasta al burrito Eeyore, Nat fingió que no había oído al señor Mirchandani, pero sí que le echó un vistazo a la fuente más probable de la información. Singletary enarcó una ceja y luego, tras recorrer la sala con la mirada, sonrió con expresión reservada pero alentadora, igual que le puedes sonreír a alguien que está a punto de pulsar el botón de encendido de una mochila a propulsión de fabricación casera. No parecía demasiado impresionado por los miembros fundadores putativos de COCHISE, cuyas filas se componían principalmente, tal como Nat se habría visto obligado a admitir, de los destinatarios de un correo electrónico enviado con prisa metida entre ceja y ceja a aquellas direcciones de su libreta de contactos personales que tenían el mismo distrito postal que Brokeland, un número relativamente modesto (Nat utilizaba el correo electrónico de forma esporádica, en el mejor de los casos) y reunido a lo largo de bastantes años y a partir de contextos sociales completamente dispares.
—Y ahora quiero darles las gracias a nuestros anfitriones de hoy, unos verdaderos pilares de este vecindario, por organizar esta reunión informal.
—Mmm… —dijo Archy.
Abreu se volvió al oírlo y pilló a Nat en el preciso momento en que este le estaba ofreciendo un elaborado encogimiento de hombros a su casero, con las comisuras de los labios dobladas asimétricamente hacia abajo para formar una expresión destinada a transmitir: 1) que a su voluntad de señalar tanto la improbabilidad del éxito de COCHISE como la lamentable preponderancia, de momento, de caras blancas entre sus miembros se le sumaba ahora 2) la sugerencia respetuosa de que Singletary se reservara su juicio de momento, porque, eh, nunca se sabe lo que puede pasar, así como una segunda y todavía más respetuosa sugerencia de que 3) Singletary se fuera a la puta mierda; aquellos encogimientos de hombros tan elaborados y ricos en capas eran una especialidad particular de los Jaffe y se remontaban a la época en que nunca se sabía lo que podía pasar a orillas del Vístula.
—No, en serio —dijo Abreu, tomando el encogimiento de hombros de Nat por un gesto de modestia—. Brokeland Records, caray, ya lo creo, este sitio es mucho más que una tienda. Es una institución del barrio. Sé que muchos de vosotros habéis dejado aquí mucho tiempo y dinero a lo largo de los años.
—Mucho más tiempo que dinero —dijo Archy, y Moby, que se había dejado miles de dólares a lo largo de los años, soltó una risa leal.
—Se trata de la clase de sitio acogedor, independiente y excéntrico… —continuó Abreu, con la voz temblándole como si estuviera sintonizando el crepitar de tensiones políticas que viciaba el aire entre los socios. La tristeza spinoziana de su mirada pareció inflarse, y las huellas de pulgares de debajo de sus ojos parecieron hacerse más profundas—… que le confiere un carácter especial a esta parte de la ciudad. Y es ese carácter especial lo que debemos tener en cuenta mientras contemplamos el avance del plan de Dogpile. También es posible que existan algunos problemas de impacto ambiental. Tengo entendido, por lo que me ha dicho la señora…
—Sandy —dijo la antigua niña de los ojos y galleta en el plato del pobre Jasper—. Es por eso que me dijeron que no podían poner ahí un parque para perros. Porque la parte de atrás de la propiedad había sido una fábrica o algo así. Me dijeron que había mercurio. Y que no se podía excavar sin hacer una limpieza a gran escala.
Varios de los presentes asintieron y murmuraron que habían oído hablar de alguna clase de problemas en el solar, pero la gran mayoría parecía estar oyendo la información por primera vez, y a Nat no solo le alegró ver la preocupación que parecía engendrar la noticia del peligro, sino que en su imaginación dicha preocupación empezó a ramificarse, a lo largo de una red de cotilleos y blogs, hasta alcanzar un crescendo de indignación que condenaba el proyecto de Dogpile de forma irreversible y lo derribaba al suelo con un crujido, un desmoronamiento y una nube enorme de polvo. Le dieron ganas de volverse hacia Archy, a quien tenía enfurruñado a su lado, de volverse hacia Aviva mientras en su imaginación ella salía corriendo y chillando de la cocina devastada de aquella casa que a fin de cuentas también estaba amenazada por el avance del Garito, y hasta de volverse hacia el fantasma de Opal Starrett, que siempre solía decir, con cierto afecto, que Nat era incapaz de ordenar ni un cajón vacío, extender los brazos y gritar: «¡Tra-la-la-la tralará!».
Pero cuando ya se estaba felicitando a sí mismo y fanfarroneando mentalmente ante los vivos y los muertos por la notable puntería que había tenido con su ancestral honda de David, vio que Singletary se incorporaba de golpe en su silla como si le acabaran de dar una descarga eléctrica y saludaba con la cabeza con expresión fría y cautelosa a alguien que estaba al otro lado del marco del ventanal de la tienda, fuera del campo de visión de Nat.
—De manera que probablemente la gente de Dogpile va a tener que contestar a una serie de preguntas en este sentido. Y por supuesto, y aquí se termina lo que tengo que deciros, el Ayuntamiento y la comisión de planificación van a recibir un montón de ideas y comentarios de vosotros…
Y en ese momento entró el Colega Chan, con su sombrero y su traje de enterrador a lo Sergio Leone, con pasos precisos y una mirada luminosa y vivaz como la de un gallo. Se detuvo en el umbral, con un par de sobrinos suyos detrás.
—Oh, cielo santo —dijo—. Lo siento. No sabía nada.
Se llevó una mano a la boca y pareció avergonzado. Pasmado al descubrir que su tienda de discos favorita se encontraba casi —o sin el casi— abarrotada de gente a mediodía. Mucha más gente, tal vez, de la que había casi —o sin el casi— abarrotado aquel local en ningún momento de su historia, incluyendo la época en que era la Barbería de Spencer. Durante un instante catódico, Nat pasó con la imaginación de la escena en Brokeland a una tarde de hacía cuarenta años, la tarde en que un grupo de hombres y muchachos, entre los cuales tal vez se contaran Chan Flowers y Luther Stallings, se agolpaban alrededor de un televisor portátil en blanco y negro para ver cómo Cassius Clay derribaba al Gran Oso. Nat deseó intensamente que la reunión presente fuera aquella otra reunión, que la gente de ahora pudiera ser aquella, con todos los años de fermentación e innovación de la música y la vida de la América negra por delante. Con las esperanzas todavía vivas y no traicionadas.
Aquel viejo cabrón astuto, fingiendo sorpresa. Existía alguna posibilidad de que estuviera sorprendido por la nada desdeñable concurrencia que Nat había reunido, pero Nat no se tragaba ni por un segundo que el tipo estuviera avergonzado, ni tampoco que hubiera irrumpido por accidente en la reunión organizativa de COCHISE, «Oh, cielos, siento mucho interrumpir, ya veo que tendré que volver más tarde». Flowers llevó a cabo una inspección más rápida pero meticulosa del contenido humano de la sala. Cuando llegó al Rey del Oropel, hizo una pausa.
—Señor Singletary —dijo con afecto frío—. Vaya, vaya. Una presencia augusta.
—Ajá —dijo Singletary.
Saboreando el momento, repentinamente contento de encontrarse en aquella sala, el Rey del Oropel meció su taburete con los pies. Sonrió lentamente. El Colega Chan le devolvió la sonrisa.
—Muchas caras que no conozco —dijo, como si la culpa de aquella ignorancia la tuviera solo él—. Ah, sí, Elisheva, ¿verdad?
—Sí, hola —dijo la mujer rabino de Neshama, levantando tres dedos al estilo de las Girl Scouts.
—¿Ya están de preparativos para el Año Nuevo?
—Ya se acerca —dijo Elisheva.
—¡Cierto! ¡El Rosh Hashaná! —En boca de Flowers, el nombre de aquella festividad adquiría un aire mucho más grandioso a oídos de Nat, algo así como ¡Roosh Hashanááá!, un evento klingon que incluía combates rituales y aullidos a la luna—. ¿Y quién más? Oh, perdona, hermano.
El doble de Stephen Hawking hizo girar su silla con la palanca de mandos para apartarse de en medio, obligando a Abreu a dar un paso atrás y así entrar por primera vez en el campo de visión de Chan Flowers. Hasta aquel momento había quedado escondido por el certificado, montado en un plafón de plancha de espuma, que informaba a todos los que llegaban a la tienda de que en 2003 los lectores del Express habían declarado que Brokeland Records era la Mejor Tienda de Discos de Segunda Mano del este de la bahía, una conclusión a la que habían llegado en siete de los últimos diez años. Y entonces sí que Chandler Bankwell Flowers III pareció genuinamente atónito.
—Concejal Abreu —dijo—. Y completamente suelto.
—Esto es espléndido —dijo Abreu con aquella jovialidad a prueba de bomba, muy parecida al tedio, que tan bien debía de servirle en su línea profesional—. Justamente estaba a punto de abrir la reunión a las preguntas de esta buena gente que ha venido. Y usted está mucho más informado de este proyecto que yo. Estoy seguro de que todos ustedes saben, ¿verdad que sí?, que el concejal se ha vuelto un gran seguidor de Dogpile y del señor Goode después haber compartido durante un tiempo las reservas que yo sé que también sentimos muchos de los que estamos en esta sala. Así pues, señor Flowers, no lo sé, tal vez le gustaría a usted contarnos algunas de las cosas de las que se ha enterado, o bien contarnos las decisiones que usted ha tomado y que lo han ayudado a cambiar de opinión sobre este proyecto.
—Me encantaría —dijo Flowers—. Nada me haría más feliz. Por desgracia, hoy no tengo tiempo. Estoy yendo de una cita a la siguiente. Ni siquiera tengo tiempo de echarle un vistazo a la cubeta de las novedades. Para dejar un poco más del sueldo que tanto me cuesta ganar en esa caja registradora de ahí.
Aquello obtuvo una risotada más grande que ninguna de las que Abreu había conseguirlo arrancarle a aquel público, que, cierto, era un público difícil de Berkeley/Oakland, con el sentido del humor reducido, igual que el recuento de espermatozoides de un hombre que llevaba los calzoncillos demasiado prietos, por el calor de dos docenas de cerebros indignados. A Nat se le ocurrió que el Colega Chan parecía en buena forma y que era posible que hasta le diera por hacer un discurso. Era posible que incluso hubiera venido con uno preparado. Un discurso que llegara al corazón de los electores de Nat: los cascarrabias del barrio, los puristas, los amantes de los detalles, los que nunca paraban de oír abejas invisibles. Todos congregados en la misma sala, al alcance de los brazos severos pero clementes de Flowers. Aniquilados de un solo golpe, como las valientes mosquitas del sastre. Cortesía de Nathaniel Jaffe, cuyo epitafio podía ser: «En aquel momento me pareció buena idea».
—La verdad es que lo estaba buscando a usted, señor Stallings —dijo Flowers—. ¿Tiene usted un momento?
Era una pregunta sin malicia y cordial, y cuando la reunión se reanudó con una pregunta del doctor Milne acerca de cierta peculiaridad de las ordenanzas de zonificación de Oakland, nadie le prestó ninguna atención aparte de Nat, que resultó que estaba mirando a Archy cuando este, cauteloso, replicó:
—Sí, ya lo creo.
En la penumbra fresca del despacho de Chan Flowers, Archy se dejó caer en un sillón de orejas. Era grande y blando como una abuela y tenía un diseño en chintz de color crema cuadriculado y abarrotado de rosas de color rosa. Un sillón donde desvanecerse, donde renunciar a la propia dignidad, a salvo en aquel remanso acondicionado de compasión donde, instalado detrás de su escritorio, Chan Flowers recibía a la clientela de la muerte con desapego de maestro, como un guardabosques agachado y vigilando desde su escondite. A Archy se le enfrió el sudor de los brazos y de la frente en forma de telarañas.
—Gracias por dedicarme un minuto, hijo —dijo Flowers—. No me ha dado la impresión de que estuvieras necesariamente involucrado en ese desastre de allí.
—No necesariamente —admitió Archy.
Luchó contra el sillón, resistiéndose a la invitación que este le hacía a acomodar la forma de su cuerpo a su armazón de dolor. El dolor en sí ya era una especie de sillón, ancho y clemente, capaz de envolverte suavemente con sus brazos y a continuación devorarte, meterte en su bolsillo como si fueras un puñado de monedas. Se encontró a sí mismo repanchingado en el sillón, con el cuerpo torcido, las piernas estiradas, las rodillas desnudas torcidas hacia fuera, cubriéndose la boca con la mano como si estuviera intentando tragarse un comentario ingenioso.
—Me ha parecido que tal vez fuera conveniente —dijo Flowers— que tú y yo tuviéramos ocasión de repasar unos cuantos detalles del funeral. Un par de puntos que han salido a la luz en la letra pequeña, por decirlo así.
Archy asintió, notando ya en aquella conversación, en aquella audiencia con el concejal, cierto trasfondo que no le gustaba. Bankwell y el otro sobrino, Feyd, montaban guardia a ambos lados de la puerta del despacho como si fueran una pareja de leones guardianes chinos, demasiado cerca de resultar amenazadores para el gusto de Archy. Eran los matones del sepulturero, de eso no cabía duda. Si en un funeral se producía algún tumulto, era posible que uno de los sobrinos de Flowers tuviera que intervenir para mantener la paz. Si Flowers estaba enterrando a la víctima de un asesinato, alguien ejecutado por la lógica de la venganza, si circulaba un historial de sangre y malos sentimientos, era posible que uno de los sobrinos tuviera que ir armado en el cortejo fúnebre. Bankwell y Feyd, con sus copiosos trajes, tenían unas expresiones que se podían interpretar como reflejos de la tranquilidad que confería llevar un arma en la cadera. Archy recordaba a Bankwell obeso y con doce años, con la cabeza demasiado pequeña en relación con el cuerpo, provocando un escándalo en el barrio después de que se descubriera que había estado obligando a su abuela medio chinada a pagarle cinco dólares por cuaderno a cambio de ayudarla a solucionar sus Sopas de Letras Dell. La estaba ayudando a mantener la dignidad, aseguraba él, para que ella pudiera dejar los cuadernos por la casa con círculos pulcramente trazados en torno a las letras y las palabras tachadas. Archy se preguntó por qué Flowers creía que era necesario o deseable tener matones en su reunión. Torció el cuello para ofrecerles a los sobrinos, por medio de una mirada larga y aburrida, una invitación para que se fueran a la mierda, y levantó bien alta la barbilla para saludar a Feyd. Feyd levantó la suya con frialdad cordial. Tenía reputación de ser un bailarín fenomenal y enciclopédico, conocedor de todas las modalidades, desde el southside hasta el turfing. Probablemente también supiera pelear e hiciera capoeira, a juzgar por el aspecto esbelto y elástico de malandro que tenía el chaval. Bankwell, sin lugar a dudas, había crecido hasta una talla muy grande.
Archy regresó a Chan, con su respuesta lista:
—¿Tengo elección? —dijo.
—Por supuesto —dijo Flowers en tono afable, tan afable que Archy se arrepintió inmediatamente de sus palabras y quiso retractarse.
Era un paranoico que se imaginaba pistolas y trasfondos donde no los había. Estaba respondiendo con burlas y faltando al respeto.
—Si este es un mal momento —dijo Flowers—, no tengo ningún problema en…
—No, no —dijo Archy—. Era broma. Hagámoslo.
—De acuerdo.
—Me estaba hablando usted del señor Jones.
—Sí. Estoy seguro de que el hermano Singletary ya se lo habrá contado, pero el señor Jones se hizo cargo de todo, desde el punto de vista financiero y también en materia de elegirlo y escogerlo todo.
—Lo sabía todo el mundo. —Resultaba que Singletary era el albacea del señor Jones, y es que tenía la mano metida en todas partes donde no la tuviera ya Chandler Flowers—. O sea, joder, se pasó una temporada llevando una foto de su ataúd doblada en la billetera, y de vez en cuando le daba por sacarla y mirarla con una sonrisa como si estuviera mirando un desplegable de una revista guarra o, no sé, una foto de Tahití.
—El señor Jones, que en paz descanse, no andaba falto de peculiaridades, está claro.
—Pidió que lo enterraran con el traje azteca —dijo Archy—. Por lo que tengo entendido.
—Es feo de cojones —dijo Feyd.
—El traje azteca lo hizo Ron Postal de Beverly Hills —dijo Archy, agradeciendo la oportunidad de poder dejar de repanchigarse como un adolescente y hablar como un caradura para adoptar un tono académico e instruir a aquel bocazas de los cojones—. Maestro reconocido del traje de fantasía americano. Es un modelo único. Tendría que estar expuesto en el Smithsonian.
—La gente puede ser muy maniática con los atuendos con que quieren ser enterrados —dijo Flowers con aquella afabilidad que había perfeccionado—. No, lo que es verdaderamente raro, a lo que me refería yo… bueno, tal vez raro no sea el término adecuado. Estaba yo revisando sus instrucciones, ya sabes… las dejó todas mecanografiadas en seis páginas a un solo espacio. —Abrió una carpeta que tenía en la mesa, de color verde bosque y con unos ganchos metálicos blancos que se usaban para colgarla en el cajón del archivador. Con la punta del dedo corazón, que apenas era más grande que el de un niño, empezó a repasar los artículos de la primera hoja de papel que contenía la carpeta—. Quería el Cadillac fúnebre.
—Naturalmente —dijo Archy.
—Naturalmente. Y vamos a concederle ese deseo. Quería ataúd abierto.
—¿Qué aspecto tiene?
—¿Ahora? Ahora se lo ve completamente digno y en paz.
—¿No hay rastros de… mmm… daños?
—Ese es nuestro arte, señor Stallings —dijo Flowers—. Nuestra profesión. Por favor. También quería a esa banda de música china, la Banda Mortuoria de la calle Green, de San Francisco. —Levantó la vista de la carpeta—. ¿Qué te parece?
—Resulta que están ocupados —dijo Archy—. Mañana y tarde.
—Pues eso va a ser un problema —dijo Flowers.
—Por favor —dijo Archy. Había estado escribiéndose con la recepcionista de Gwen, Kai, para ver si podían contratar a su banda, Bomba y Circunstancia, para tocar en el cortejo fúnebre. El señor Jones las había visto una vez en el festival callejero de Temescal. A una panda de guapas lesbianas menudas y tatuadas con instrumentos de viento y las caras muy serias que tocaban «What a Friend We Have In Jesus» no les podía costar demasiado ponerle una sonrisa en la cara al señor Jones—. Es mi arte y mi profesión.
—Muy bien.
—Pero no me ha contado usted esos puntos que han salido a la luz —dijo Archy—. En la letra pequeña.
—Bueno —dijo Flowers—. El caballero, que en paz descanse, le tenía cierta aversión, podríamos llamarlo así, a la religión.
—Era un hombre profundo, sin embargo.
—Sí, lo era. Pero dejó claro —le dio unos golpecitos a la tercera página mecanografiada de la carpeta verde— que no quería ni predicador ni pastor y tampoco quería una iglesia. Ni siquiera quería que el servicio se celebrara aquí en la funeraria. Por culpa de las vidrieras, supongo, y los bancos de las capillas y todo eso. Tenemos biblias, tenemos libros de himnos. Una atmósfera general de algo que podríamos llamar solemnidad reverente. O sea, yo intento que el elemento religioso no sea un obstáculo y que respete a todos. Técnicamente hablando, esta es una empresa laica. Pero en fin, se llaman «capillas» funerarias, y el señor Jones…
—Era un ateo de tomo y lomo —dijo Archy—. Me acuerdo de que mi padre me contó que el señor Jones en una época había llegado a ser comunista del todo.
—¿Cómo está Luther? —dijo Flowers, cansado, desinteresado, más afable que nunca. Preguntándolo por puro formalismo. Sin embargo, uno de sus ojos saltones se desvió a la izquierda y le echó a Bankwell un vistazo que le decía: «Ahora presta atención».
—Pues ni idea —dijo Archy.
—¿No lo has visto?
—Hace un par de años que no. ¿Qué ha hecho esta vez?
—No ha hecho nada —dijo Chan Flowers—. Yo no he dicho tal cosa.
—Pero lo está usted buscando —dijo Archy—. Me da esa impresión clara.
—Es posible.
—Si lo anda buscando usted —dijo Archy—, es que ha hecho algo.
Una sonrisa se abrió, fina como un corte hecho con un papel, en la parte inferior de la cara de Flowers. Archy no conocía la naturaleza de la antigua rencilla que Chan Flowers había tenido con Luther Stallings. La historia de aquel asunto estaba proscrita y se guardaba en secreto. Sus tías habían indagado al respecto y habían hecho alguna pesquisa. Se habían pasado años sondeando los fosos de la rumorología y revolviendo sus cenizas con palos. Pero ni siquiera aquellas legendarias expertas en escándalos encontraron jamás nada que explicara de forma definitiva la ruptura entre ambos hombres, aparte de algunos murmullos sobre un asesinato mítico de la época de los Panteras. De chicos, Archy lo sabía, Chan y Luther habían sido célebres compinches, compañeros crónicos de conspiraciones. Luego, cuando Archy tenía cuatro o cinco años, más o menos por la época en que Luther había empezado a actuar en el cine, la amistad entre ambos había quedado igual de abandonada que una casa precintada por la ley y declarada ruinosa.
—Sea lo que sea que ha hecho, yo doy por sentado que la culpa es toda de él —dijo Archy—. Déjeme que lo deje claro antes de empezar.
—Es posible que tengas razón —dijo Flowers—. Es posible que Luther haya hecho algo, y lo que sea que ha hecho, siento decirlo, seguramente sea culpa de él. Pero ahora eso es irrelevante. Simplemente necesito verlo. Y hablar con él.
Había una fotografía que Archy recordaba haber visto colgada de la pared en los diversos apartamentos de su padre. Se trataba de una fotografía en blanco y negro y papel satinado, tomada por un fotógrafo del Tribune, en un baile de la Oakland Tech, donde aparecían Luther Stallings, Chan Flowers y dos chatis de la época. Todos emperifollados y sonrientes, pero provistos de esa dignidad precoz que tenían tus antepasados cuando eran jóvenes.
—Si yo supiera dónde está, concejal, se lo diría sin más —dijo Archy—. Pero no lo sé. Por decisión mía. Y no tengo planes de averiguarlo.
—¿Y no conoces a nadie que sepa dónde vive? ¿Ni a un alma?
Era posible que estuviera reprendiendo amablemente a Archy por no saber aquello. Sugiriendo que en alguna parte tal vez hubiera alguien a quien todavía le importara Luther Stallings.
—Pues no. No, señor. Ni idea.
—Bueno, pero pongamos por caso que la situación cambia, o que tal vez eres tú el que experimenta alguna clase de cambio en tu forma de ver la situación. Digamos que un día estás contemplando las aguas del barrio. Ves asomar una aleta y ese viejo tiburón se te acerca nadando. En ese caso tú me avisas, ¿de acuerdo? Porque tengo que darle una cosa. Una cosa que le hace mucha falta.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué es?, ¿un león marino?
Flowers clavó su mirada soñolienta en Archy, se la impuso como si fuera la mano de un sacerdote. Despacio y con escepticismo, sus gruesos párpados se elevaron.
—Te estoy hablando en serio —dijo—. Si te lo encuentras a él o a alguno de sus colaboradores habituales y compañeros de correría, a alguien de su vieja pandilla que todavía no se haya muerto, por pocos que queden, tú vienes y me lo dices. A Valletta Moore, por ejemplo. Tengo entendido que anda por aquí.
A continuación se acercó al alma de Archy provisto de la linterna y la palanca de su mirada. Archy no le ofreció ningún sitio al que agarrarse y tampoco le dio nada a cambio. Tal vez Flowers ya supiera que Archy había visto a Valletta; tal vez solo estaba de pesca. Archy no sabía muy bien por qué había decidido no contarle nada.
—Si ella apareciera —dijo Flowers—, pongamos por caso, tú vas y me llamas a mi móvil personal. Feyd, dale el número. ¿De acuerdo? ¿Me harás ese favor?
—Me lo pensaré —dijo Archy.
—Piénsalo —dijo Flowers—. Y tal vez, nunca se sabe, tal vez sea yo el que acabe recomendándote al señor G Bad.
—¿En serio?
—No es inconcebible, ni mucho menos.
—«Relaciones con la comunidad», ¿eh?
—La nueva tienda de Dogpile, me han dicho fuentes fiables, va a tener la sección de jazz más amplia y enciclopédica del país entero. También hip-hop. R’n’B, blues. Gospel. Soul. Funk. Alguien va a tener que dirigir ese departamento, señor Stallings.
Archy tenía dos opciones: o asimilar la trascendencia de aquellas palabras o bien sacudírselas de encima sin darles ni una oportunidad, igual que un perro al que intentan hacer que lleve sombrero.
—Satanás —dijo, sonriente—. Ponte detrás de mí.
Detrás de él solo se oyó un soplido de burla de Feyd, o tal vez fue de Bankwell.
—Cosa tuya, por supuesto. Pero, con un bebé en camino —dijo Flowers—, es hora de que empieces a ganar dinero de verdad. De que te agencies ese paquete enorme de beneficios extrasalariales.
—Ni que el tipo me ofrezca darme una vuelta en el zepelín de Dogpile —dijo Archy—. No estoy en venta.
—Me encantan las predicciones que hacen los hombres antes de que nazca su primera criatura —dijo Flowers—. Son como pequeños copos de nieve, justo antes de que el sol salga resplandeciendo de detrás de las nubes y derrita todos esos sueños tan felices.
—Hay quien vive en el País de los Sueños —sugirió Bankwell.
—Ya lo creo —dijo Flowers—. Pero siempre llega la hora de pagar el alquiler.
—Eh, no, de verdad, quiero darle las gracias —dijo Archy poniéndose de pie—. De pronto me ha ayudado usted a organizarme todas las ideas sobre Brokeland. Se lo agradezco.
—Ah, ¿sí? —Ahora le tocaba a Flowers hablar en tono burlón, cuestionar la dirección de los pensamientos de Archy—. ¿De qué manera?
—Me ha hecho darme cuenta de que tenemos que hacer el funeral en la tienda. Quitar de en medio todas las cubetas, que para eso las tenemos sobre ruedas, ¿sabe? Ahí dentro cabe toda la gente que usted quiera. Igual que en los bailes que montábamos antes. —No era fácil, vestido con unos pantalones cortos apestosos de baloncesto y una sudadera de Captain EO con las mangas cortadas, pero Archy se zambulló de cabeza y reunió toda la dignidad que pudo arrancar del fondo marino de su alma—. Concejal, me ha hecho usted darme cuenta: gracias, pero yo y el señor Jones y Nat Jaffe y la gente como nosotros ya tenemos nuestra propia iglesia. Y también usted pareció que en una época, no hace mucho, era un feligrés con muy buena posición en ella. Y esa iglesia es la iglesia del vinilo.
—La iglesia del vinilo —dijo Flowers, y por un momento pareció medio convencido. Al cabo de un momento, sin embargo, negó con la cabeza y se sorbió las narices para mostrar diversión, o bien disgusto—. Vaya, vaya.
Archy dio media vuelta y salió del despacho sin mirar ni hacia el lado de Bankwell ni hacia el de Feyd, admirando al pasar entre ambos el eco de su propia fraseología resonando todavía en los oídos de ellos.
—Pero si tú ves la aleta en el agua —le gritó Flowers desde el despacho—, no te cortes y avísame.
Ancho como el abismo y retumbando como el fin de los tiempos, el Chevrolet El Camino se adentró por la calle de los juguetes abandonados hasta detenerse delante de la casa. Estremecimiento, tos y golpe suave; luego, la tarde entera se bañó en un silencio avergonzado. Media tarde de finales de agosto, con el cielo limitado únicamente por las colinas y la muralla inminente de la noche. La palmera y los sicómoros impregnados de sombras. Bungalows parecidos a sombreros de copa blanda con la luz del sol resplandeciendo sobre las copas. Archy lo contempló todo con ardor de hombre condenado. La claridad y la dulzura de la velada, la forma en que la luz hacía que le doliera el pecho, eran solo los efectos del pánico leve, un pánico tanto moral como práctico.
Nada más salir del coche, la velada le puso la fría palma de la mano sobre la frente fatigada, como si estuviera comprobándole la temperatura. Él se quedó de pie en la acera de delante de su casa. El motor del Chevrolet suspiró y murmuró para sí mismo, aposentándose. Un arqueólogo en su primera infancia registraba el cajón de arena con una pala de color rojo. Lo más seguro es que encontrara alguna leyenda vetusta del mundo de los juguetes, una cabeza de Steve Austin o la cabeza de un muñeco de Oscar Goldman. «Seis millones de razones para ser el rey». Le iba a contar a Gwen lo de Titus. Después habría más cosas que contar a otras varias personas. Todavía quedaban por tomar varias decisiones cruciales. Con aquello por lo menos habría llegado a la casilla de salida, si no más lejos.
—Quédate ahí —dijo Gwen, y resultó que la orden iba dirigida al joven Titus Joyner, instalado en el peldaño inferior del porche de la casa.
Ciertamente, a juzgar por la expresión de su mujer mientras se le acercaba resoplando por el camino que rodeaba la parte de delante de su casa, cargada con un enorme macuto verde, el rumbo que ella prefería que Archy tomara no era quedarse donde estaba, sino darse la vuelta y echar a correr hacia aquellas putas colinas.
—Lo he llevado al Trader Joe’s —dijo ella.
Dejó el macuto en el suelo entre ambos, y el oído de Archy calculó que allí habría veinticinco kilos de posesiones personales.
—Hay latas de chile de alubias negras y taquitos congelados. Huevos y beicon y mezcla para tortitas y sirope.
—Muy bien —dijo él—. Lo que tú… Muy bien.
Él se agachó y recogió el macuto. Veinticinco kilos. Era imposible que las cosas que Archy Stallings necesitaba para vivir libre y en circunstancias de igualdad y feliz en el mundo pesaran menos que doscientos cincuenta o trescientos kilos.
—Le he comprado calcetines y calzoncillos nuevos. —Ella se estremeció—. Y puedes estar seguro de que me he deshecho de los viejos.
Archy miró a Titus, que estaba examinándose las Air Jordan con la cabeza apoyada en las manos. Se imaginó los calcetines blancos y nuevos en sus envoltorios semitransparentes de plástico y los calzoncillos Fruit of the Loom impecables en sus paquetes crujientes. Fue cuando miró a su hijo y se imaginó aquellos calzoncillos y calcetines cuando por primera vez se sintió verdaderamente avergonzado. Aquel chaval no tenía a nadie en el mundo que se asegurara, o que por lo menos comprobara de vez en cuando, que tenía ropa interior limpia. Y Archy era tan despreciable, tenía tan poca valía como hombre y como padre, que Gwen, que ni siquiera tenía lazos de sangre con el chico, se había visto obligada a salir al paso como si fuera el Tío Sam frente a un país desvergonzado e intervenir. Hacerse con el control de la situación.
—Eh —dijo—. Eh, colega. Titus. ¿Es así como quieres que vaya la cosa?
El chico se lo pensó, sin prisa ninguna. En sus ojos no se podía percibir ni un solo vislumbre de sus procesos mentales. Por fin se encogió de hombros.
—Muy bien, pues —dijo Archy. Se volvió a echar al hombro la correa del macuto y miró a Gwen—. Gracias.
Se dio la vuelta con un nudo en la garganta y lo intentó camuflar con un carraspeo, como los que soltaba su El Camino. Su viejo coche averiado, su barbería averiada llena de viejos discos averiados y aquella ciudad doble bitonal y ruinosa que era Brokeland: aquel era el inventario de su vida.
—Perdona. ¿Adónde estás yendo?
Él se dio la vuelta, entendiendo que había algo que no había entendido pero sin entender del todo la situación. Gwen se le acercó por el camino, le quitó el macuto del hombro y se alejó dando tumbos con él hasta el maletero de su coche. El macuto ocupó el asiento del pasajero mientras ella sacaba su Beamer de la entrada para coches dando marcha atrás. Bajó la ventanilla del lado del macuto y esperó a que Archy, tras echar un vistazo a las ventanas de los vecinos y encontrar en ellas un par de caras, se acercara dando zancadas al coche.
—Voy a decirte cómo se hace —dijo Gwen, y Archy vio que estaba luchando por no perder la serenidad—. Es muy sencillo. Este es el único consejo que te voy a dar en la vida, porque la verdad es que no hay nada más que decir.
—Vale —dijo Archy. Por mucho que viera a Gwen sentada en su coche, preparándose para marcharse con sus veinticinco kilos de libertad, seguía sin asimilar del todo que ella lo estaba dejando—. Te escucho.
—Primero quiero asegurarme de que me entiendes. Pareces confundido. ¿Estás confundido?
—Sí, estoy un poco confundido.
—Tengo una paciente de parto. Amy. Ahora voy a encargarme de su parto. Y luego me voy a dormir a otra parte. Y no volveré. ¿Me sigues de momento?
Archy asintió.
—Ese chaval de ahí es tu hijo. Titus. Apenas cabe en un colchón hinchable en la habitación de atrás. Me han dicho que sabe hablar, pero de momento no he visto demasiadas pruebas de que sea cierto. Taquitos. Beicon. —Echó la cuenta con los dedos—. ¿Lo tienes?
—Lo tengo.
—Muy bien. Aquí va mi consejo: tienes que obligarlos a hacer cosas que ellos no quieren hacer, aunque a ti te dé igual si las hacen o no —dijo ella—. Todo lo demás es… ya sabes.
Al cerebro de Archy le costó un par de nanopedos más, que invirtió en contemplar aquel consejo con aire de cinta de Moebius y en ver cómo se batía en retirada el bonito trasero del coche de Gwen, pero por fin lo entendió. Aquellos paquetes de calzoncillos, y aquella latas de chile de alubias negras del Trader Joe’s, no eran reproches que le arrojaba una mujer furiosa que intentaba avergonzarlo para que prestara atención a su hijo ostentando el sacrificio que ella tenía que llevar a cabo. Eran datos que él iba a necesitar.
—Tengo hambre —dijo el chico cuando Archy se volvió hacia la casa.
Siempre que su madre y las hermanas de esta se reunían para arreglarse el pelo y emitir juicios en las cocinas de la infancia de Archy, tenían dos expresiones favoritas que usaban para fulminar a alguien. La primera centella que les gustaba arrojar, estirando el brazo como si fueran Zeus para cogerla de un cubo que tenían en el rincón, era «No tiene vergüenza». Se trataba de una expresión que antaño se oía mucho. Emitía un resplandor ambiguo. No tener vergüenza significaba que sufrías un caso de pereza tan grave que ni siquiera te molestabas en esconder tu mala conducta, pero también parecía sugerir que no tenías nada que ocultar, que no te hacía falta sentirte avergonzado.
La segunda expresión que lanzaban las hermanas desde las alturas de su indignación imposible de remontar era «es un escándalo». Lo decían alargando la última palabra, como quien alarga una mira telescópica, introduciendo una pausa detrás de la «n»: «escándalo», de manera que cuando era chaval, Archy pensaba que eran dos palabras distintas «escán» y «dalo», siendo esta última alguna clase de intensificador de la primera. El escándalo era una invisibilidad mágica, un mecanismo de ocultamiento moral que empleaba la gente sin vergüenza para inmunizarse contra todos los escáneres omniscientes que usaba la gente recta que sabía comportarse, un grupo que las hermanas consideraban bastante reducido y básicamente coincidente con ellas mismas.
Sin vergüenza y con escán-dalo, Archy se metió en el coche de Walter Bankwell, algo que indicaba casi por definición que tramaba algo malo. En los viejos tiempos, el vehículo en cuestión habría sido un muy ajetreado pero bien cuidado Datsun B210 de 1981, del mismo color azul que la vasocongestión testicular, con el asiento de atrás reemplazado —igual que en lugar del mobiliario del DeLorean del doctor Brown estaba su condensador de flujo— por un par de altavoces Alpine capaces de soltar los tornillos del mismísimo tiempo y el espacio. Hoy, a las doce y media del mediodía, en la curva secreta de la calle Treinta y siete, un punto de encuentro sugerido por Archy en honor a los viejos hábitos del sigilo, el vehículo en cuestión era un flamante Omni GLH de 1986, turbo y canalla. De color amarillo-peligro con tiras negras parecidas a tiritas y un tubo de escape que tenía el mismo timbre que la voz de barítono de Gerry Mulligan. Por si acaso Archy o algún otro habitante actual de la superficie de Sol III no pillaba el homenaje que la pintura del coche le estaba rindiendo al chándal que el antiguo habitante de Oakland Bruce Lee llevaba en su última e incompleta obra maestra, El juego de la muerte, el propio Walter iba vestido con un chándal Adidas de época, de color amarillo abeja y con una tira ancha de color negro abeja en el costado, además de las indispensables Onitsuka Tiger de color abejorro.
—Oh, Dios mío —dijo Archy, conmovido por la belleza del coche mientras embutía su corpachón dentro, honrando a su viejo compañero de correrías con una larga y lenta mirada de arriba abajo cargada de admiración burlona—. ¡Uma Thurman! Me encanta tu trabajo.
Walter desgajó un pedazo de sonrisa y se lo guardó en la mejilla izquierda como si lo estuviera reservando para usarlo en el futuro. Se le notaba cierto aire irritado, como si se sintiera utilizado, como si tuviera mejores cosas que hacer o peces más gordos que pescar. Le había mandado un correo electrónico a Archy desde una dirección con el dominio de Dogpile, dejando su destino y sus intenciones sin declarar y sumidos en el misterio, salvo por una brusca, e incluso insultante (aunque precisa), alusión al hecho de que Archy era incapaz de rechazar una comida gratis.
—«Uma Thurman» —dijo negando con la cabeza, sintiéndolo por Archy, decepcionado por él—. Eso ni siquiera es un insulto.
Archy se lo pensó.
—Es posible que no.
—Cuando la pica el mosquito… Y mi amiga Uma sale del coma… —Walter puso dos dedos sobre el volante—. Es como un proceso simple en dos pasos. Paso uno: recuperar el conocimiento. Paso dos, dentellada. —Se maravilló—. Cuando le arranca la lengua al tipo ese de un mordisco…
—Pero ¿eso es posible?
—De hecho —continuó Walter, haciendo caso omiso de la pregunta—, ojalá yo fuera Uma Thurman. Está claro que si lo fuera no tendría que estar recorriendo la parte chunga de Temescal en compañía de un cabrón devoto de la negritud con boina, perilla e ínfulas de imitador de Charles Mingus.
Walter puso en marcha el GLH y el coche se bajó de un salto de la acera emitiendo notas graves con el motor.
—Tampoco creo que te hayas puesto como estás porque a la gente se le pasan las ganas de darte de comer.
En aquel razonamiento había cierto mérito que Archy no podía negar. De manera que se quitó la chaqueta del traje de lino y se la dobló sobre el regazo; era una chaqueta de color marrón caramelo, de un solo botón y con las solapas finas como cuchillos al estilo de 1962; encontró la barra que echaba el asiento hacia atrás y lo echó hacia atrás del todo; juntó a la altura de los tobillos los pies calzados con unos botines de piel de cocodrilo color azúcar moreno con cremallera de la talla 50; se ajustó el ángulo de la boina vasca auténtica, que también era de color azúcar moreno, y se calló la boca. Tenía la sensación de que aquel viaje misterioso podía ser una secuela de la conversación que había tenido el día anterior con Chan Flowers, pero su conciencia no le dejaba llevar la idea más allá. Mientras arrancaban, echó un vistazo por encima del hombro a través de la luna trasera para asegurarse de que Nat no estuviera plantado allí en la acera.
El viejo Kung-Fu, había que verlo ahora. Después de tantos años bregando y cagándola en Los Ángeles, ofreciendo las narices a cualquier puerta que se quisiera cerrar en ellas, intentando mantenerse a distancia de aquel tío que lo quería con demasiado vigor. Y aquí lo tenían ahora, otra vez en Oakland, trabajando para el quinto hombre negro más rico de América, conduciendo aquel pedazo de carne automovilístico impecablemente restaurado, haciendo sonar a todo trapo algo de Zapp, o tal vez fuera de Troutman en solitario, en aquel reproductor de casetes que venía empotrado de fábrica en el salpicadero, y en general, tal como él y Archy habrían dicho en sus años mozos, «haciendo el surrealista».
—Ahora en serio, va —dijo Archy—. ¿Adónde estamos yendo?
Pero la única respuesta de Walter fue coger la 24 en dirección oeste, y al cabo de poco ya estaban en la 880, separados únicamente por Hayward, San José y Los Ángeles de la enorme extensión lúgubre y sin restaurantes de la Antártida.
—¿A algún lado cerca del aeropuerto? —intentó adivinar Archy.
Por aquella zona seguía habiendo un par de tugurios de la vieja escuela, escondidos entre los locales sindicales y las hamburgueserías estandarizadas que había a lo largo del tramo renovado de la Hegenburger Road, unos agujeros oscuros y subacuáticos a los que entraba reptando una caterva de abogados laboralistas, moteros y empleados de handling para añadir los picatostes de unos estofados cocinados a toda prisa a sus cuadernillos de Weight Watchers. Nada demasiado interesante que supiera Archy, salvo en la medida en que él vivía esperando constantemente, incluso mientras iba por la carretera menos prometedora y más atiborrada de marcas comerciales del mundo, que le descubrieran o lo llevaran a un enorme despliegue desconocido de maravillas.
—Se supone que tiene que ser una sorpresa para ti —dijo Walter. El chaval seguía teniendo la voz áspera de siempre, pero ahora dio la impresión de que algo se le atascaba al fondo de la garganta, una píldora de duda. Archy rememoró el mensaje de correo electrónico, seguro de que este incluía una serie de palabras que se podía parafrasear como «Te invito a comer»—. En caso de que seas demasiado ciego, memo y tonto como para reconocerlo por ti mismo.
—Pero es un restaurante, ¿verdad?
—Vamos a dejar que eso también sea sorpresa —dijo Walter—. Por un ratito más.
A Archy la imaginación se le disparó y empezó a representarse alguna clase de restaurante coñazo en plan granja donde tenías que matar tú al cerdo, un tenderete de termitas fritas o algo parecido.
—Porque te lo juro por Dios, como estés intentando quedarte conmigo…
—Eh, para el carro, Tortuga. Te garantizo al cien por cien que vas a estar en manos de un chef excelente. ¿De acuerdo?
Universal y católico en sus apetitos, Archy se reclinó en su asiento, tranquilizado por aquella información, permitiendo que la perspectiva de un almuerzo enigmático —tal vez unos tacos al pastor desgajados del asador por algún genio anónimo al volante de un camión de tacos— alejara de su mente los pensamientos preocupantes sobre aquel chico que ahora, en virtud de algún bucle de ese enredo que es la vida, era responsabilidad de él. Con su cara impávida, su constitución y su tez idénticas a las de Luther Stallings, para Archy ver a aquel chico era como si le cogieran el corazón con unas tenazas, pinchándole en el pasado y el presente al mismo tiempo, un dolor que abarcaba décadas y se saltaba una generación. O tal vez como una de aquellas barbacoas coreanas en las que la señora venía y repartía una mano entera de platillos y cuencos de kimchi en la mesa delante de ti, como si te fuera a predecir el futuro por medio de la guindilla y los encurtidos y a continuación dejarte que asaras tu propia costilla en forma de tiras finas de fiambre en tu parrilla privada. Durante un minuto, Archy permitió que una lumbre coreana le quemara aquella conciencia amarga que nunca dejaba de presionarlo, la conciencia de todo el dolor y la decepción que él le había causado y que sin lugar a dudas le seguiría causando, por medio de su falta de vergüenza y su escándalo, a la mujer a la que amaba. Un camión de gofres, un autobús cromado y reluciente que vendía pollo y gofres, donde el destino de Brokeland Records, de su larga y complicada amistad con Nat Jaffe, se podía ahogar en un chorrito de sirope para panqueques que se extendía por la rejilla crujiente de un gofre imaginario hasta caer, con su aroma dulzón a humo, sobre un muslo crujiente de pollo. Todos aquellos problemas, junto con la pérdida del señor Jones, las llamadas y gestiones que Archy tenía que hacer… todas aquellas cosas eran como humo y vapor a ser absorbido por los ventiladores que rugían encima de los woks de una cocina Hunan, de las ollas burbujeantes de birria, de las parrillas donde chisporroteaban las cebollas para una hamburguesa con queso o una fritada de carne con espinacas.
Un momento más tarde, Archy vio, y comprendió, la sorpresa. Se mecía con lenta majestuosidad, sujeto a la punta de un poste metálico alto que a su vez estaba montado en la parte de atrás de un remolcador-tractor, en los confines más remotos del aeropuerto de Oakland, en una zona de marismas lúgubres y medio agrestes.
—El dirigible —dijo Archy. La aeronave llenaba el parabrisas del GLH, negro y reluciente, con la huella de pezuña en el flanco y las gruesas letras rojas de tipografía egipcia—. El dirigible de Dogpile.
—No es un dirigible, es un zepelín. —Aquella voz áspera parecida a la de Q-Tip que tenía Walter se reblandeció y se estranguló. Traicionando, o esa era la impresión que le daba a Archy, un atisbo de miedo—. Tiene la estructura rígida.
—Ah, vale.
—Un dirigible no es más que un saco.
Llegaron a un puesto de control vigilado por un poli de alquiler con la cara picada de viruelas, donde Walter intercambió su permiso de conducir por una larga mirada de ojos de pez, que él devolvió con firmeza al serle devuelto su permiso. Walter llevó el coche hasta la misma sombra de la aeronave y los dos salieron dando sendos portazos. El zepelín parecía ser tan largo como una manzana de la Telegraph Avenue y tan alto como el Kaiser Hospital.
Allí de pie, enderezándose la boina, verificando que llevara bien remetidos los faldones de la camisa, alisándose las arrugas de la pechera del traje de color caramelo de mantequilla, Archy contempló aquel gigantesco chiste negro sobre los siglos de ansiedad anatómica masculina de los blancos y notó cómo la aeronave intentaba, igual que el monolito melismático de Kubrick, cambiarle los circuitos cerebrales. Aquel sol de finales de agosto lo incitaba, igual que siempre lo había incitado Walter, apremiándolo a que se zafara de aquellas tías que vivían en su alma y lanzaban centellas, a que emergiera de aquella caverna condenada que era Brokeland Records y de la lúgubre perspectiva profesional de pasarse el resto de la vida metiéndose en contenedores de basura y yendo a buscar cajas, con cada día cayendo sobre el anterior igual que un disco sujeto por una varilla, cuadrando las pingües cuentas de la caja registradora y llegando a casa al final de la jornada cargado con tu caja de tesoros rayados y mohosos para que tu mujer te arengara en tono instructivo por medio de citas sacadas de algún libro de autoayuda sobre el imperativo moral de librarse de todo lo que no fuera esencial en la vida. Tirar todos los lastres y flotar. Empezando, por ejemplo, por tu colección de discos, cógelos todos con sus efluvios nocivos, lánzalos por los aires como si fueran frisbees de ciento ochenta gramos y álzate. El telón azul y alto del cielo, el olor a marismas reblandecidas de Alameda en la brisa que le sacudía la corbata a Archy, todo aquello parecía albergar una promesa de redimir la promesa irredenta que él siempre había llevado encima, arrugada y maltrecha, en las billeteras de su vida.
—A almorzar, cabrón —explicó Walter.
Igual que un alijo de diamantes de la familia cosidos dentro de los dobladillos y los bolsillos escondidos de la capa de un exiliado, Oakland estaba secretamente atiborrada de prodigios, incluso allí, en su parte más harapienta, fétida y medio podrida.
La góndola del zepelín era un vagón comedor aerodinámico fabricado a base de un polímero negro reluciente como el de los discos de vinilo. Flotaba a poca distancia del suelo, como si fuera un cojín para aquel dios reclinado. A través de las escotillas delanteras, un par de pilotos de película con gorras de capitán saludaron a los pasajeros recién llegados y luego regresaron a los preparativos del ascenso, toqueteando botones y calibrando a saber qué en su mesa de mezclas de zepelín. Entre los recién llegados y la góndola, un hombre moreno, orientado lateralmente y ataviado con toca y bata blanca cocinaba en una parrilla con ruedas, practicando su arte implacable sobre dos docenas de gambones con un par de pinzas metálicas y un cepillo. Las letras de tipografía egipcia que había pintadas con espray en la parte delantera de la parrilla decían: EL SAMOANO HAMBRIENTO.
—No me lo digas —empezó a decir Archy, pero se detuvo, puesto que todavía no se atrevía a entender ni a aceptar lo que ya sabía que iba a pasar con el almuerzo: que se lo iban a comer en el cielo.
Echó un vistazo al humo que se tejía y se destejía en forma de densas madejas que se elevaban de la parrilla y se pegaban al flanco de la aeronave.
—Está lleno de helio —dijo Walter, siguiendo el rumbo preocupado de la mirada de Archy, y con aspecto preocupado él también a pesar de su tono frío y explicativo. Un tono destinado a tranquilizarse a sí mismo—. Es un gas inerte. No arde. No interactúa con nada.
A continuación, una portezuela suspiró y se abrió en el costado de la góndola, desvelando el cargamento secreto de la aeronave: un monolito de basalto, igual que el que puso a los medio simios a soñar con las estrellas. Un polo de punto negro y el cráneo más reluciente que el de un Oscar. Gafas de sol de montura dorada, anillos de oro en los dedos, Levi’s negros, mocasines Timberland. Deteniéndose en lo alto de una escalerilla plegable para mostrarse majestuoso a su manera, el hermano parecía una celebridad del golf o bien alguien que acabara de comerse a una celebridad del golf. Con los hombros echados hacia atrás y el pecho hacia delante, se movía con esa fluidez entrecortada de la animación plano a plano, como si fuera un negro de película de Harryhausen, mítico y enorme. Detrás de él, alto y de espaldas anchas pero pequeño en comparación con el protagonista de El viaje dorado de Simbad, apareció un hombre apuesto del color del té, esbelto y ligero. Se quedó contemplando a sus invitados desde el peldaño superior y a continuación se bajó de un brinco y echó a andar lentamente hacia Archy y Walter, dejando atrás al guardaespaldas, saliendo de detrás de su parapeto, con unos andares ligeramente descompensados que delataban una vieja herida o algún dolor de articulaciones.
—Archy Stallings —dijo Gibson Goode, como si estuviera repitiendo el astuto final de un chiste que le hubiera hecho reír hace poco—. Gracias por venir.
—Sí, gracias por… ejem… invitarme —dijo Archy, con la voz apagándosele tras pronunciar el pronombre y la indignidad que designaba. Walter se llevó el dedo a los labios para reprimir una risa mientras Archy se atropellaba a sí mismo en su intento de no atropellarse a sí mismo—. ¡Gibson Goode! O sea… —Ahora fue Archy quien se rio de sí mismo—. Joder.
Impreso en el dorso del cromo Topps de aquel hombre: metro noventa y ocho, ciento quince kilos y Emperador del Universo en 1999, cuando había sido el número uno de la NFC en anotaciones, finalizaciones, estadísticas de pases y había hecho tres pases de cuatrocientas yardas. Todavía larguirucho y nervudo, con más constitución de centrocampista que de quarterback, casi todo piernas y provisto de una elasticidad casi equina, Gibson Goode, alias G Bad. Con la cabeza afeitada casi al cero, dejando siempre una especie de polvillo de carbón. Con unas lentes de color verde oscuro en sus gafas de gruesa montura de carey que permitían que su ojos manejaran los fríos asuntos de su imperio sin ser observados.
—¿Qué te puedo servir? —dijo.
—No bebo… —dijo Archy, pero se detuvo. Odiaba la impresión que daba aquello cada vez que se veía obligado a decirlo. Dios sabía que no le gustaba la idea de estar en compañía de un muermo cabrón que hacía ondear aquel siniestro lema desde lo alto de su palo de bandera—… alcohol —añadió. Lo cual lo dejaba todavía en peor lugar: el típico puntilloso, dispuesto a soltar una lista completa de las bebidas que estaba dispuesto a consumir. A continuación venía el triste esfuerzo por redimirse sugiriendo los vicios del pasado—. Lo dejé. —Por fin, la caída en la revelación médica que nadie le había pedido—. Problemas de vientre.
—Sí —dijo Goode con un aspecto adecuadamente sobrio—. Yo también dejé la bebida. ¿Coca-Cola? ¿San Pellegrino? ¿Té con azúcar?
—Le va a gustar mi té con azúcar —dijo en tono grave el Samoano Hambriento. El comentario parecía tener naturaleza de mandato.
—Eh, T —le dijo Goode al gigante de las Timberland, su guardaespaldas o mayordomo.
Mudo y tan obediente como un gólem, el gigante regresó a la góndola. Cuando Archy entró siguiendo a Goode en la cabina del mal llamado dirigible de Dogpile, el gigante ya tenía preparados sendos vasos de té de flor de la pasión para Archy y para Goode y una lata de Tecate para Walter, con una rodaja de lima en forma de ceja.
El interior de la góndola era fresco y cómodo, todo moldeado en una sola pieza para ser una superficie continua y reluciente de plástico negro con decoraciones de aluminio pulido, y cubierto, allí donde era probable que fuera a encontrar un par de nalgas humanas, con pellejo moteado de pony. En el espectro de las guaridas secretas, estaba a medio camino entre genio loco obsesionado con dominar el mundo y vástago de un pequeño emirato enamorado de la música disco. La decoración hacía referencias a Diabolik y a Dune de David Lynch, ambas del gusto de Archy.
Goode se apartó para dejar que Archy admirara el sitio con libertad.
—Bienvenido a bordo de la Minnie Riperton —dijo. Walter le echó un vistazo a Archy, que se echó atrás, cogido por sorpresa.
—¿En serio? —dijo Archy.
—En serio. —Goode estaba listo para aquello, tenía su eslogan preparado—. Es negra. Es preciosa. Y sube a donde nadie llega.
En el recuerdo de Archy, aquella voz de cinco octavas capaz de llegar al fa de encima del Do6 con que cantaba Minnie Ripperton, muerta de cáncer en 1977 a los treinta y un años, era un avatar de su madre; siempre tenía un aire como de estar desapareciendo, una calidez etérea. Las dos mujeres, Minnie y Maule, incluso se parecían: nariz cherokee, ojos grandes, de un castaño intenso, y cargados de dolor. Al ser invocado aquel nombre de forma tan inesperada, a Archy le dio un vuelco el corazón y se quedó confundido, convencido durante un instante onírico de que Goode había bautizado a su zepelín en honor a la madre de él.
—Gracias —dijo—. Es usted muy amable.
Goode miró a Walter o, por lo menos, pareció estar contemplando al viejo amigo de Archy desde detrás de la máscara de soldador de sus gafas D & G.
Walter se encogió de hombros.
—Ya te lo dije —dijo—. Le tienes que dar de comer.
—¿Se ha saltado el desayuno? —dijo Goode.
—Eso nunca —dijo Archy.
Goode asomó medio cuerpo por la portezuela, agarrándose al marco, y llamó al chef para preguntarle cuánto faltaba para la comida. El chef levantó tres gruesos dedos y comenzó a poner la comida en platos con aplomo de pinchadiscos. Al cabo de dos minutos y cuarenta y ocho segundos, Archy se encontró sentado a una mesa de plástico con el tablero de laminado con motas lo bastante grande para una fiesta, enfrentado al análisis profundo de alguna clase de plato a base de gamba a la parrilla estilo tai-samoano del sur de Los Ángeles, con abundante salsa picante sriracha y servido sobre arroz al coco. Caupíes con salsa de ajo hoisin. Un puñadito de tempura de okra rociada de vinagre dulce con pimienta.
—Viene a ser una fusión entre comida tradicional afroamericana y asiática —dijo Archy.
—Eh —dijo Goode—. Ese es tu rollo, ¿no? El soul-jazz. El soul-funk. Walter me ha dicho que te gusta trabajarte las fusiones. Walter… oh joder.
Walter tenía los ojos cerrados y estaba conteniendo la respiración como si le fuera la vida en ello, mientras la aeronave, dando una sacudida anhelante, desafiaba a la gravedad y empezaba a elevarse. Goode sonrió, negando lentamente con la cabeza.
—El chaval se ha pasado la vida diseccionando muertos y diciéndole a una panda de raperos homicidas que folian en manada que se han quedado sin discográfica pero le da miedo subirse a un puto globo.
—Ay —dijo Walter.
Oakland se alejó rápidamente bajo sus pies. El área de la bahía se sacudió de encima su colcha arrugada, de color gris y verde y salpicada de salinas inverosímiles, desgarrada, rajada y cosida por las obras de ingeniería. Los Picos Gemelos, después el monte Tamalpais y por fin el monte Diablo se elevaron al otro lado de las colinas. Archy había ido y venido en avión de su ciudad natal una docena de veces o más, pero nunca en un silencio tan sobrecogedor, nunca con semejante sensación de liberación, de que lo estuvieran soltando a uno de sus ataduras. Los aviones usaban la fuerza y el combustible y una serie de trucos de la física para elevarse del suelo, pero el Minnie Riperton estaba regresando al hogar que le correspondía. El cielo era su sitio.
Cuando llegaron a los trescientos metros de altura, Walter tragó saliva y abrió los ojos.
—Ay de la humanidad —dijo.
Archy se levantó para recorrer las ventanas, conocer a los capitanes y contemplar con el ceño fruncido por el telescopio de a bordo un trastorno lejano de la niebla que le explicaron que era el pico Lassen. Echó un vistazo a un puñado de instantáneas y fotos informales que había sujetas con chinchetas a un tablero de corcho situado al lado del asiento auxiliar plegable donde T., el guardaespaldas, estaba sentado detrás de sus gafas de sol de montura dorada, conteniendo, igual que un puño puede contener una chuchería, sus pensamientos inimaginables. Fotos de G Bad, posando sobre diversos fondos nocturnos de luces de ciudad o bien de oscuridad de flashes en compañía de cantantes y actores famosos, blancos y negros, sosteniendo los Globos de Oro que estos habían ganado por dirigir o protagonizar películas de Dogpile o los Grammy de sus discos de Dogpile. O bien pillado en mitad de una serie de poses, o tal vez fueran todas la misma pose, una ontogenia conformada por el tiempo y la moda y los caprichos de Gibson Goode. Hermanos con gorras y camisetas de fútbol americano, sonrientes o con cara de palo, haciendo señales de pandillero, con botellas y vasos en las manos. Mujeres del planeta entero ataviadas con colores de golosinas, con unos escotes que lo apostaban todo, con los párpados maquillados con tanto lustre como si Sixto Cantor les hubiera dado una mano de pintura. Gibson Goode tenía exactamente el mismo aspecto en todas las fotos, gafas de sol, media sonrisa enigmática y anillo de la Super Bowl, podría haber sido una fotografía de sí mismo ampliada a tamaño real y montada en un plafón de plancha de espuma.
—Mis compinches —dijo Goode, sacando la chincheta de una de las fotos del tablero de corcho—. Esto fue la semana pasada.
Le pasó la foto a Archy. La imagen mostraba a un grupo particularmente revoltoso de señoritas, esparcidas como si un huracán las hubiera dejado sobre los regazos de una serie de caballeros, entre ellos Walter Bankwell, que se asomaba desde detrás de la muralla de hermanas horizontales con expresión de pánico evidente.
—Fue el primer vuelo de mi Walter.
—No sabía que tuviera miedo a las alturas —dijo Archy.
—Me han contado que sois amigos de toda la vida.
—¿Se lo ha contado él o lo ha oído de terceros?
—Es posible que me lo hayan contado distintas personas.
«Piénsalo. Y tal vez, nunca se sabe, tal vez sea yo el que acaba recomendándote al señor G Bad». Aquel cabrón de sepulturero trabajaba deprisa. Tenía una urgencia considerable por encontrar a Luther Stallings, eso estaba claro. Y Archy le había dicho: «Me lo pensaré».
—¿Y dónde está ahora la panda? —dijo Archy, señalando con la cabeza el tablero de corcho—. ¿Se los deja usted en casa?
—Sí, están bien para hacer un crucero de recreo, pero no les gusta el… mmm… ritmo pausado del viaje desde Long Beach —dijo Goode—. Al final no son más que una pérdida de tiempo. Si solo voy con Tak, puedo trabajar la mar de bien.
Intentando mostrarle a Archy lo serio que era, pese al desmentido de todas aquellas fotos festivas, simples minucias a las que se enviaba a sí mismo en calidad de doble mientras su verdadero yo seguía planeando sus conquistas incansables, un Amo del Mundo estilo hip-hop con su aeronave a lo Vincent Price.
Cuando llegaron al mundo azul grisáceo y vacío de más allá del Golden Gate, el piloto dio media vuelta y volvieron a poner rumbo a Oakland, mirando desde la ventanilla del lado de babor cómo su ciudad natal recuperaba sus modestos esplendores.
—El Hospital Highland —dijo Goode, señalando—. Ahí nací yo.
—Yo también —dijo Archy.
—Me mudé a Los Ángeles cuando tenía tres años, pero seguía viniendo aquí en verano. Y por Navidad. Siempre que tenía vacaciones de la escuela. Vivía con mi abuela en el distrito de Longfellow. Su hermano tuvo una tienda de discos durante una temporada. Estaba en Market con la Cuarenta y cinco, al lado de la lavandería.
—El House of Wax —dijo Archy. Era casi una pregunta—. ¿En serio? Yo iba allí. ¿El abuelo de usted era… mmm… un hombre más bien corpulento?
—Mi tío. Tío abuelo. El tío Reggie era prácticamente esférico.
—Lo recuerdo —dijo Archy. Y luego, como si la cuerda que la amarraba se hubiera pasado todos aquellos años enganchada en un brazo profundo de coral, una tarde emergió a la superficie de su memoria. Un muchacho, el esbozo rápido de un muchacho, leyendo un cómic o una revista, con los pies largos enganchados en los travesaños de un taburete metálico y unas Top Ten nuevas en los pies—. Tal vez hasta me acuerdo de usted.
Goode se llevó una mano a la mejilla y se dio unas palmaditas en ella como si estuviera comprobado el apurado de su afeitado matinal o bien controlándose un dolor de muelas.
—¿Usted leía cómics? —dijo Archy.
—Puedes estar seguro.
—Me acuerdo de usted leyendo un cómic. —Archy cogió la cuerda con ambas manos y tiró de aquella tarde, chorreando años como si fueran agua—. Creo que era un cómic de la Marvel, pero…
—Era Luke Cage —dijo Goode, recogiendo el recuerdo de Archy como si fuera una pelota que el otro le estuviera fombleando. Demasiado seguro, robando la pelota.
—Ah, ¿sí?
—Sí, Luke Cage, Power Man. Y nos enzarzamos en una discusión, una discusión muy larga. —Se volvió hacia Walter, que se despegó la cabeza de las manos y se lo quedó mirando, con la comida todavía sin tocar en el plato—. Nos metimos de lleno.
Por culpa de las gafas de sol resultaba imposible leer los niveles de ironía o de nostalgia de la sonrisa que le torcía la boca a Goode.
—Bueno… —empezó a decir Archy.
—Este cabrón se dedicó a soltarme un montón de interpretaciones sofisticadas. Significados internos. De Luke Cage. A contarme que los cómics de la Marvel representaban el sistema penal americano. Debía de tener once o doce años y me estaba hablando de rollos como lo que pensaba Frantz Fanón sobre la posibilidad de que existieran superhéroes negros en una estructura de superpoderes blancos y qué sé yo.
—Ja —dijo Walter, con expresión dubitativa, mientras la vida regresaba a él en forma de irritación.
Estaba entre un noventa por ciento y un noventa y siete por ciento seguro de que aquella afirmación era falsa. El recuerdo borroso que tenía Archy de aquella tarde en el House of Wax no era más que un intercambio incómodo y mutuo de contraseñas, el encuentro aleatorio con un hermano de afición cualquiera en un lugar inesperado. Aun a día de hoy, Archy no tenía teoría alguna sobre los superhéroes negros, apenas sabía quién era Frantz Fanón y aparte del temible Pantera Negra, sobre todo durante la operística carrera de McGregor y Graham en aquel cómic, Archy nunca se había interesado de forma particular por el color de la piel de los superhéroes de cómic que le encantaban, la mayoría de los cuales, ahora que lo pensaba, habían sido blancos. El mundo en que aquellos personajes vivían y operaban simplemente no era el mundo en que Archy vivía, y en líneas generales era así como lo prefería. En aquella tarde ya remota en el House of Wax, no había desgranado ninguna teoría ni tampoco había desplegado ningún conocimiento profundo. Goode lo estaba halagando, ya fuera porque halagar era lo suyo o bien porque quería ver si Archy mordía el anzuelo de los halagos. Archy tuvo que admitir que el destello de envidia que vio en los ojos de Walter mientras Goode representaba falsamente su perspicacia crítica a los once años le resultó vagamente gratificante.
—Tiene usted mejor memoria que yo —sugirió Archy, cauteloso, lleno de recelo, incapaz de quitarse de encima la sensación no solo de que estaba engañando a Nat Jaffe, subido allí arriba y dándose un atracón de gambas y halagos con toda clase de salsas picantes, sino también de que se estaba metiendo en un lío del que no iba a poder salir, de que lo iban a liar para que hiciera algo o para que aceptara algo que él no quería hacer ni aceptar, o por lo menos algo que no entendía, alguna clase de asunto controlado por Goode y Flowers que le iba a costar caro a Luther Stallings y quizá también a más gente. A juzgar por las cosas que Archy había leído sobre G Bad, además de por las veces que recordaba haberlo visto por televisión llevando a cabo análisis de profundidad einsteiniana improvisados de forma instantánea y a toda prisa (por no mencionar el hecho de que estaba visitando a aquel hombre en la cabina de su zepelín personal, que volaba con el gas que soltaba el dinero al arder), Gibson Goode era más listo que Archy a muchos niveles—. Pero yo sí que me acuerdo de usted, y de su tío también.
Goode se levantó y caminó hasta un precioso tocadiscos semiautomático Thorens, colocado sobre un armarito bajo de plástico que formaba parte de la pared de plástico de la cabina. En un estante de la parte baja del armarito, debajo del tocadiscos, había una hilera de álbumes repanchingados de cualquier manera, como si fueran chavales perezosos. Además de los álbumes, había un par de docenas de discos de cuarenta y cinco revoluciones en una caja de tela metálica. Goode los ojeó, escogió uno e hizo lo que tenía que hacerle al tocadiscos para pasarlo a cuarenta y cinco revoluciones por minuto.
—A ver si aciertas la canción —dijo.
Bajó el brazo del tocadiscos, y de la tela de un par de altavoces emergió un sonido de batería que empezó a repetirse, «¡b-bum-bum-CHIK!» a un compás de cuatro por cuatro, con el bombo amortiguado, con una mezcla muy seca y los micrófonos desplegados con esa atención a los detalles que caracterizaba las grabaciones de batería de los años setenta, aunque provisto, por el hecho de haber sido sampleado tantas veces por músicos de hip-hop posteriores, de una cualidad atemporal que iba más allá de periodos o estilos.
—Manzel —dijo Archy, sabiendo que lo estaban poniendo a prueba, pensando que era una jugada un poco fea pero incapaz de resistirse al desafío, que tampoco era un gran desafío—. «Midnight Theme». Publicado en el sello… mmm… Fraternity. 1975.
El single continuó sonando, añadiendo texturas y acumulando capas. Una estela taciturna de piano, una pincelada de sintetizador de cuerdas ARP. El remolino y el gruñido de un Hammond B3 sonando a través del planetario giratorio de un altavoz Leslie. Una guitarra chirriante, sonando por el 2, junto con sendas líneas de Minimoog estilo funk espacial que entró con sigilo y en el último minuto para retomar la melodía y la línea de bajo, un Minimoog cuyo sonido reventaba la burbuja de atemporalidad y devolvía el tema cómodamente al sitio que le correspondía a mediados de los setenta.
—Suena bien —dijo Archy—. La edición es buena.
—¿Sabes dónde lo compré? —dijo Goode.
—Fui el sábado por la tarde —dijo Goode—. Walter me había hablado de ti y de tu tienda. Pensé en echarle un vistazo, de todas maneras tenía que pasar por allí. De manera que entré en la tienda, y estaba tu colega. Nat, ¿verdad? Me dijo que te habías ido, que ya no volverías hasta el día siguiente o algo así.
—Sí, había quedado con alguien. —Archy evitó que sus pensamientos regresaran a aquel último encuentro con el señor Jones y repasó la cinta de todas las conversaciones que había tenido con Nat desde el sábado que hubieran contenido las palabras «Gibson Goode», en busca de indicios de conocimiento culpable, de secretos reprimidos—. Mierda. Entra en nuestra tienda un quarterback ganador del MVP de la liga y magnate de los medios de comunicación y ese cabrón reservado no me dice nada.
A Archy no le parecía la clase de cosa que Nat fuerza capaz de callarse, ya no digamos de olvidar.
—No me reconoció —dijo Goode—. Yo era un cliente más. Entre tú y yo, no parecía que el tipo tuviera muchas ganas de charlar. Estaba allí detrás de la caja murmurando solo, haciendo sus ruidillos chungos en plan Keith Jarrett, tipo nananá. Pero sin piano.
—Tiene días así —dijo Archy.
—Para ser sincero… —dijo Goode—. O sea, a ver, tenéis una tienda la mar de maja. Muy maja. Tiene mucho encanto, y el inventario es amplio y tiene profundidad. Pero no era solo tu socio el que parecía llevarlo mal. El negocio lo vi completamente estancado, joder.
—No nos va mal.
—Ah, ¿no? Pues yo me pasé allí veinte minutos y estuve todo el tiempo solo. La tienda era un desierto. Un sábado por la tarde.
—Pero es que el sábado hizo un día espléndido. —Archy se acordó del aroma de las madreselvas al sol y de los golpecitos de la pipa del señor Jones contra la acera—. Lo más seguro es que mucha gente…
—Tu socio allí en la caja registradora, gruñendo y murmurando solo. Me dio la impresión de estar en El último hombre vivo. El último hombre sobre la Tierra y atrapado con un zombi.
Por primera vez desde que habían avistado la Minnie Ripert on, Walter sonrió y eructó algo que parecía una risa. Archy se dio la vuelta y contempló cómo se acercaba Berkeley mientras giraban hacia el norte. La rabia y la vergüenza se entretejieron como cables por su maquinaria interior, y la vergüenza fue la que fluyó en más abundancia. No le gustaba un pelo quedarse allí cruzado de brazos mientras G Bad o quien fuera vendía entradas para chotearse de Brokeland, que, junto con algunos de los sonidos que habían salido alguna vez de su bajo Fender Jazz, Archy siempre había considerado que era lo único hermoso que él había hecho en la vida. Sabía que él y Nat estaban haciendo girar la aguja financiera en círculos cada vez más estrechos. Y ahora venía aquel hombre que se podía permitir, incluso en aquella época en que se hundían las cadenas de las tiendas de discos y había discografías infinitas que se podían descargar gratis y cabían en el bolsillo, abrir una tienda de vinilos usados que molaba, cinco veces más grande que Brokeland y diez veces más profunda, y, sin más meta que su gloria personal, dejar que esa tienda quebrara para siempre, inagotablemente financiada por su imperio mediático, su imagen autorizada y su toque alquímico para las operaciones inmobiliarias del gueto. Y entraba tan campante un sábado por la tarde en Brokeland, como si fuera un rey de paisano, para ponerles la sandalia en el cuello a los conquistados.
Archy también se sintió avergonzado al recordar el anhelo que se había despertado dentro de él, menos de media hora antes, por deshacerse de una vez por todas de la carga que era la tienda. Recordó el día en que había conocido a Nat Jaffe, después de aquel concierto casi improvisado que habían hecho en una boda en las colinas de Oakland, Archy recién llegado del desierto saudí, arrastrando su baja con honores por las calles de la América de Bush I, desorientado, solo, incapaz de conectar con nadie, fuera blanco o negro. Recordó que él y Nat se habían pasado sentados en el suelo de la sala de estar de los Jaffe hasta las cinco de la mañana, con el pequeño Julie dormido y Aviva fuera, forcejeando para traer a un nuevo ser humano al mundo. Nat se había dedicado a hacer porros bien cargados de aquella hierba afgana, blanquecina y llena de hebras, que solía pillar de forma rutinaria en aquella época, y colocados y con las piernas cruzadas, los dos habían atravesado los portales circulares de la colección de discos de Nat, uno tras otro, habían caído sobrecogidos y cogidos del brazo igual que aquel equipo de enanos crononautas de Los héroes del tiempo, a través de aquellos agujeros de gusano mágicos que se abrían en el tejido de la realidad. Archy estaba completamente impresionado por la amplitud y el grado de detalle, pero sobre todo por la pasión —incansable, irritante, extática e inspiradora— del conocimiento que tenía Nat en materia de música, «con su enorme diversidad», desde los rag-times de las casas de putas de Storyville hasta las batallas callejeras con equipos de sonido del sur del Bronx. Hacía mucho tiempo que Archy no veía a un hombre tan dispuesto a traicionarse a sí mismo a base de exuberancia y de entusiasmo por unas cosas a las que no se podía matar ni follar y que tampoco se podían comer. Nat ya estaba soñando con abrir su propia tienda, y solo le faltaban la mitad del dinero, la mitad de los discos y la mitad de la inconsciencia necesaria para hacerlo.
—Mi socio es un cascarrabias y un puto coñazo —dijo Archy, recordando la ansiedad con que él había buscado la oportunidad de compensar aquella santa trinidad de defectos—. También es mi mejor amigo.
Se quedó mirando cómo pasaba por debajo de ellos el hipódromo Golden Gate Fields, con la tribuna medio llena de pringados y los caballos volando como si fueran confeti por aquel óvalo absurdo. Pasaron por encima de los tanques gigantes de petróleo de Richmond, alineados en las laderas de las colinas como si fueran tocadiscos de segunda mano en el estante de una casa de empeños. «Midnight» tocó a su fin. El brazo se separó del borde de la etiqueta y buscó su bien merecido descanso.
—A ver —dijo Goode—. Sé que ya sabes lo que estamos planeando hacer en Temescal, y tengo entendido que el concejal ya te ha sugerido qué es lo que me gustaría obtener de ti en ese sentido.
—Me está ofreciendo usted un trabajo —dijo Archy.
—Se puede entender así. O bien se puede entender que te estoy ofreciendo una misión.
—Ah, sí —dijo Walter.
—Estoy construyendo un monasterio, si tú quieres —dijo Goode, animándose—, para practicar el kung-fu del vinilo. Y te estoy pidiendo que vengas a ser mi abad. Y sí —dijo con su enigmática media sonrisa—, eso me convierte en Buda, pero no vayas demasiado lejos con esa comparación, porque fíjate, ahora la voy a cambiar un poco. Lo que te estoy pidiendo que hagas, que seas… Mira, ¿has leído un libro, me lo recomendó Taku, que se llama Cántico por Leibowitz?
—Buen libro.
—Lo conoces. Muy bien, pues, tú míralo así. El mundo de la música negra ha experimentado en muchos sentidos una especie de Apocalipsis, ¿me sigues? Si miras el paisaje de la expresión musical negra de hoy día, es postapocalíptico. Un revoltillo sin sentido de fragmentos rotos. Pedazos y sampleados. Gángsters que andan en tribus. Lo cual no es una falta de respeto por la música de las últimas dos décadas. Entendida en sus propios términos, me encanta. Me encanta. La vida sin Nas, sin el primer álbum de Slum Village sin, joder, The Miseducation of Lauryn Hill… es que no me la imagino. Y no estoy diciendo que solo porque haya sampleados no estén teniendo lugar innovaciones. La música negra es innovación. Al mismo tiempo, tenemos una continuidad de las tradiciones, hasta en el último garito de hip-hop. Los combates callejeros de insultos y esas cosas. La música de iglesia, el blues, si te pones a analizar mucho. Pero seamos francos, o sea, se ha perdido mucho. Mucho. Ellington, Sly Stone, Stevie Wonder, Curtis Mayfield, en la música negra de hoy en día no tenemos a nadie que se acerque siquiera a ese calibre, te estoy hablando de genios, de compositores, ¿tú me entiendes? De Quincy Jones. Charles Stepney. Weldon Irvine. Joder, te hablo de saber sacárselo todo a tu instrumento. La guitarra, el saxo, el bajo, la batería, antes todas esas cosas eran nuestras. ¡La trompeta! Éramos los terratenientes, los músicos blancos nos tenían que alquilar los instrumentos a nosotros. Ahora, sin embargo, algún chaval negro que sea medio genio… RZA, por ejemplo… No sabe tocar ni el flautín, joder. No sabe hacer nada más que «citar». Somos como esos indios que hay hoy día en México: esos cabrones flacos que viven de frijoles y duermen con su cabra encima de una roca antes tenían templos que podían predecir cuándo iban a haber eclipses de sol.
»No voy a culpar a nadie, y tampoco sé cuál es la razón, porque no he estudiado el tema y estoy seguro que, como pasa con todas las desgracias de la vida, debe de haber diez o doce razones para que la civilización musical haya sido arrasada por esta tormenta de fuego, ¿cómo la llaman en el libro…?
Goode le echó un vistazo al guardaespaldas, Taku, que estaba sentado y enfrascado en un ejemplar de la revista Shonen Jump:
—El Diluvio de Llamas —dijo Taku, sin levantar la vista.
—Las discográficas. La MTV. La radio comercial. El crack. Los recortes del presupuesto de los programas musicales, las bandas de instituto. La razón es todo eso y nada de eso. A fin de cuentas, da igual. Lo que digo es que estamos viviendo en el día después. Lo único que tenemos es un montón de pedazos rotos. Y tú has estado recogiendo esos pedazos y quitándoles el polvo y manteniéndolos bien limpios y ordenados, y eso es digno de elogio. De verdad. Lo que te estoy ofreciendo es una oportunidad no solo de colgarlos en la pared de tu museo y de vez en cuando venderle alguno a un dentista blanco o un abogado fiscal para que los lleve a casa y los cuelgue en la pared. Lo que te estoy ofreciendo, lo que te estoy diciendo es: venga, pongamos esa música de verdad allí donde están los chavales, donde el futuro se está gastando el dinero. Enseñémosles. Expliquémosles lo que significan todos esos viejos pedazos rotos y por qué son importantes. De esa manera será posible que uno de esos chavales se te acerque, aprenda lo que tienes que enseñarle y empiece a recomponer las cosas. Ya me entiendes.
—Ajá —dijo Archy—. O sea que quiere que yo sea el san Leibowitz del Funk…
—Más bien, T., ¿cómo se llamaba? El tipo de… ¿cómo era? Fundación.
—Hari Seldon —dijo Taku.
—Puedes ser Hari Seldon —dijo Goode—. El que preserva toda la ciencia hasta que la civilización renazca y la humanidad tenga un planeta entero…
—Terminus —dijo Archy, antes de que lo pudiera decir el guardaespaldas.
Taku asintió una vez, solemne.
—El Planeta de los Negros —dijo Walter—. Así tendrías que llamar a tu banda. Seguís tocando, ¿verdad? ¿Tú y tu colega Nat?
—Cuando nos salen bolos.
—¿Qué instrumento toca él, el piano?
—Algo de guitarra. Sobre todo piano.
—Como Bill Evans.
—Una pizca.
—Elton John. Barry Manilow.
—Lennie Tristano —sugirió Goode.
—Pues a Nat le gusta Tristano —dijo Archy—. Tristano cantó en su fiesta de cumpleaños o en su bar mitzvá o en algún rollo de esos. Y ya tenemos nombre, Walter, somos la Filarmónica de Wakanda. —Miró a Goode, invocando ante él aquellas reminiscencias de juventud, el saber secreto de los fans de los cómics—. Dada nuestra historia, sé que a usted le gustará la diferencia.
—Me gusta —dijo Goode—. Y hablando de nombres. ¿Qué os parece esto? Departamento Rítmico Memorial Cochise Jones.
—Está bien. Es un buen tributo. Debería hacerlo usted.
—Pues vente, hombre. Yo lo hago. Sé que no me crees, pero yo no estoy haciendo esto por dinero. Las tiendas de discos hechas de ladrillos y cemento se están muriendo. Las grandes y las pequeñas. Hay que ser tonto para no verlo.
—Y lo único que yo tengo que hacer a cambio de tanta generosidad es conseguirle a usted la dirección de mi padre, ¿verdad? Para que Bank y Feyd le hagan una visita a Luther a fin de darle algo que le hace mucha falta.
—De eso yo no sé gran cosa —dijo Goode—. Y no quiero saber. Cuanto menos tenga yo que ver con Luther Stallings, mejor.
—¿Lo conoce usted?
Desde detrás de su Shonen Jump, Taku hizo una especie de ruido de rinoceronte.
—Nos conocimos —dijo G Bad—. El hermano vino a verme y, para ser sincero, tengo que decir que me ayudó con el negocio este del Golden State. En serio. Aunque de forma accidental, un simple efecto colateral. Luther no estaba intentando ayudar a nadie más que a sí mismo.
—Sí que lo conoce.
—Una cosa sí te digo: el hombre ya está de mierda hasta el cuello. Nada de lo que puedas hacer tú lo va a hundir más.
—Señor Goode —dijo Archy—. De verdad, gracias por su generosa oferta, y por dejarme subir a su zepelín y darme de comer unas gambas que estaban muy buenas. ¡Ya lo creo! Ese toque de guacamole en la marinada… Pero aun en el caso de que yo siguiera mi política de toda la vida y me desentendiera del viejo… ya tengo una tienda de discos. Una tienda entera que es mía, mía a medias, no solo un departamento en un local de una cadena, con códigos de barras y software para hacer inventarios y probablemente una acreditación con mi nombre. —Intentó mirar a través de las gafas de sol de Goode, mandarle unos rayos gama estilo Nat Jaffe a través del plástico polarizado—. Ya me entiende usted.
—Pero dentro de un año —dijo Goode— ya no tendrás tienda. Y lo sabes. Ya vas con un ala rota. Yo tengo tres almacenes en West Covina y cualquiera de ellos tiene un puto inventario tan grande como el que tú y tu socio tenéis en oferta, a un promedio de tres a cinco dólares menos por disco, por no mencionar todas las novedades. Recopilatorios, cajas, libros y vídeos relacionados con la música. Si yo abro mis puertas a cuatro manzanas de vosotros con todo eso, estáis acabados.
—Sin duda —dijo Archy, apartando la vista de Goode para contemplar la ancha franja de ventanales del frente de la cabina.
—Venga ya —dijo Goode—. Ahora estás siendo testarudo. La testarudez al servicio de una noción equivocada es vanidad y es pecado.
—Eso lo he demostrado muchas veces en la vida —admitió Archy.
Gibson Goode se reunió con Archy junto al ventanal delantero. Habían girado al nordeste y por debajo de ellos se extendía un yermo enorme de tierra desierta con una bifurcación plateada.
—Eso de ahí abajo es Port Chicago —dijo Goode—. ¿Conoces su historia?
—Sí. Durante la Segunda Guerra Mundial explotó ahí un barco de municiones. Murió un montón de marineros negros. En la marina racista de aquellos años los hacían trabajar de estibadores. Mi abuelo estuvo allí, se quedó ciego y se quemó los pulmones. Murió un año más tarde.
—Mi abuelo se quedó sordo de los dos oídos —dijo G Bad—. Había salido a fumar un cigarrillo en un muelle de carga, a un kilómetro y medio de distancia.
—Yo he oído decir que en realidad fue una bomba atómica —dijo Walter—. Eso he oído decir.
Archy también lo había oído decir. Una bomba de prueba, anterior a Hiroshima, que detonó de forma prematura mientras la estaban cargando en un barco que la tenía que llevar a algún atolón del Pacífico. No hubo demasiados problemas para ocultar el accidente, puesto que todas las víctimas de la explosión fueron negros y no tuvieron más recurso que seguir estando muertos. Y él no descartaba del todo aquella posibilidad, a la vista de los muchos casos de cáncer de mama que se habían dado después en el condado de Marin y en las mujeres de su familia.
—La bola de fuego llegó casi a los cinco kilómetros de ancho —dijo Goode—. El aire se llenó de negros en llamas que caían del cielo. Lo único que hicieron mal fue esforzarse demasiado y trabajar demasiado deprisa para ganar una guerra que no era la suya.
—Sí que era la suya —dijo Archy.
—Es posible. Y Oakland era su ciudad. Nuestra ciudad.
—Se pone usted a darme una lección de historia —observó Archy—. Y ahora me va a decir que tengo la oportunidad de hacer historia como presidente vitalicio del Departamento Cochise Jones del Garito Dogpile de Oakland. Y de darle un empujón a la carrera escaqueándome de mi opresor blanco, del Sistema que obligó a mi abuelo a cargar tantas bombas de saturación y tan deprisa que acabó volando hecho pedazos.
—Es posible que estuviera yendo en esa dirección —dijo Goode, frotándose la barbilla, con una sonrisilla torcida—. Para ser sincero, estaba yendo un poco a tientas.
—Me hace subir aquí con mi antiguo compañero de correrías. Me pone esos temas clásicos en un equipo excelente, tal vez le sobre un poco de bajos en el ecualizador, pero da igual. Me hace rememorar a Luke Cage y el House of Wax. Me da una comida suculenta. Juega con mi nostalgia y también con mi estómago, es una estrategia de lo más eficaz.
—Pues olvídate de la misión, Tortuga —dijo Walter—. Considéralo un puñetero trabajo. —Se había estacionado en un banco situado en el centro exacto de la góndola, equidistante de todas las ventanas y perfectamente situado para no verlas—. Lo coges o lo dejas. Cuanto antes digas algo, antes podremos aterrizar este trasto de los cojones.
—Es un trabajo —dijo Goode—. Y por lo que me han comentado, te tengo que felicitar, ¿no? Esperáis un bebé… A juzgar por mis observaciones de cómo os van las cosas ahí en Brokeland Records, le estáis haciendo honor al nombre, y yo diría que pronto estaréis buscando cualquier trabajo. Ya te puedes olvidar de una oportunidad magnífica como esta, que además, tal como te he intentado explicar, te ofrece la posibilidad de darte algo importante y significativo que hacer con tu vida. Algo que haga que tu hijo esté orgulloso de ti.
Su hijo. Goode se estaba refiriendo al que todavía no había nacido y que tal vez sería una hija a quien lo más seguro es que le importara algo parecido a un comino la transición que había hecho la banda de James Brown entre la época de Bernard Odum y la de Bootsy Collins; pero Archy pensó inmediatamente en Titus, con aquella cara que era como un panel falso bajo el cual una inteligencia desconocida y posiblemente hostil contemplaba a su padre y al mundo a través de las mirillas secretas de sus ojos. Archy solo tenía que consultar el mapa de los sentimientos que él mismo albergaba hacia el padre que lo había abandonado para saber que el sentimiento de orgullo filial era el reino más lejano e inalcanzable del mundo, situado más allá de desiertos, casquetes polares y océanos. Un trabajo. Un bebé. Hijos, hijas, esposas y amantes. Cheques y nóminas.
—¿Cómo de lejos se puede llegar con esto? —dijo Archy de repente, mientras dejaban atrás el yermo de polvo y plata salobre donde setecientos negros habían caído en desgracia. Con rumbo al monte Lassen, al Yukon, a la Luna.
—¿Eh? —dijo Goode.
—¿Cuál es su alcance efectivo?
—¿Con un depósito de combustible? Ochocientos kilómetros. Si no fuera por el gas y los suministros, la verdad es que no le haría falta bajar para nada.
—Eso suena bien —dijo Archy—. Parece un buen plan.