Hacía una hora, cuando habían llegado en plena vorágine de emergencia del aparcamiento de ambulancias, con el médico de urgencias vociferando instrucciones y pidiendo una camilla, con Garth poniendo una cara humildemente frenética, meneándose nervioso como si tuviera que mear, sosteniendo en brazos a aquel bebé al que había que alimentar, y con Aviva desprecintando un frasco de Enfamil que llevaba en la mochila y abriéndolo con un ruido parecido a un suspiro y aquel aroma a queso y vitaminas del biberón, del que el maravilloso y ávido bebé necesitaba hasta la última gota, Gwen no se había fijado en lo abarrotada que estaba aquella noche la sección de urgencias del Hospital General Chimes.
Parecía que todas las salas estaban ocupadas. Mientras Gwen perseguía al doctor Lazar, con el rabillo del ojo pudo vislumbrar una espinilla pálida y peluda con vetas de color rojo. Un adolescente desolado con uniforme de voleibol que se agarraba un brazo doblado en un ángulo surrealista. Un joven con microrrastas que tenía las manos a los lados de un fregadero como si estuviera a punto de vomitar. Toda la escena tenía como banda sonora una partitura discordante de televisores y dolor, el parloteo de Bob Esponja, las expectoraciones de oso de un viejo, una guapa mujer asiática que soltaba palabrotas como un marinero mientras le extraían algo desagradable de la carne de la mano, los chillidos espantosos de un niño de dos años al que su padre tenía inmovilizado mientras un flebotomista le palpaba el brazo en busca de una vena. En el exterior de la última sala de reconocimientos que había antes de llegar a la de espera, un joven hispano se mecía en una silla, aguantándose una bolsa de hielo ensangrentada contra la cara, mientras que, en el interior, un médico le hablaba alegremente a gritos en inglés a su compañero igual de ensangrentado como si el hombre fuera sordo y retrasado.
—Soy enfermera —dijo Gwen, apañándoselas para parecer más calmada de lo que estaba, cuando alcanzó a Lazar—. Por favor, dígame que no acabo de oírle emplear a usted el término «vudú» en referencia a mi práctica de partería con título y licencia.
Lazar se detuvo en el umbral de la sala de espera, donde ella dio por sentado que planeaba decirles a Garth y Arcadia que Lydia se iba a poner bien, una cuestión que Gwen sabía perfectamente en un rincón tranquilo y silencioso de su ser que era mucho más importante que cualquier cosa que ella le intentara hacer entender al médico. Este se dio la vuelta para mirarla con cara de estar resignado a escucharla, como un soldado obediente que ensilla su caballo para adentrarse cabalgando en el valle de la muerte.
—Sé que estaban ustedes quemando algo —dijo—. Lo he olido en la paciente.
—Era aceite de cananga —dijo Aviva, que justo llegaba corriendo y dio un paso hacia Gwen, como si quisiera interponerse entre ella y el médico—. Su marido lo estaba quemando durante la primera parte del parto. A ella le gusta cómo huele.
—Esa mujer —dijo Gwen—, Lydia. Tenía la placenta adherida. Había hemorragia de grado cero, limítrofe con grado uno. Atonía uterina. Y había entrado en estado de shock hemorrágico.
—Correcto —dijo el médico, impaciente.
—A pesar de que le estábamos suministrando suplementos e y de inmediato empezamos a administrarle oxitocina y a hacerle masaje uterino. Exactamente lo mismo que habría hecho usted o cualquier médico. ¿No es verdad?
Él parpadeó, reacio a concederle nada a aquella mujer.
—Dígame pues, doctor, ¿cuántas placentas acretas y cuántas hemorragias posparto han tenido ustedes aquí este mes? Voy a aventurar que unas seis, por ejemplo.
—No lo sé.
—¿Diez?
—No sé la respuesta a esa pregunta, señora Shanks, pero mire usted, lo importante es que cuando esas cosas pasan aquí, ¿me sigue?, cuando pasan aquí, cuando se producen hemorragias, que es algo que pasa, por supuesto, entonces la paciente ya está en el puñetero hospital. Que es donde tiene que estar.
Gwen echó un vistazo al joven de la bolsa de hielo, que tenía el ojo visible vidrioso y enloquecido y los nudillos inflados como bayas a punto de pudrirse.
—¿Sabe usted una cosa? —dijo Aviva, y en ese momento apareció el dedo acusador que tanto temían todos sus seres queridos, Gwen entre ellos, señal de que Berkeley se estaba retrayendo y Brooklyn estaba aflorando, y de repente la proximidad de Aviva ya no protegía al médico sino que lo amenazaba—, en quince años no se nos ha muerto ni una sola madre. Ni un solo bebé. ¿Acaso este sitio puede decir lo mismo? Pues no, resulta que yo sé muy bien que no es así, y usted también.
—¿Quién iba a querer tener un bebé aquí? —comentó Gwen, medio para ella misma, apoyándose una mano en el vientre como si fuera un amuleto o un escudo.
—Es un parto —dijo el médico—. No sé, quizá yo esté loco, pero a lo mejor resulta que es una de esas cosas que no hay que intentar hacer en casa. No es como alisarse el pelo.
Alguien ahogó una exclamación en la sala de espera. Una voz femenina excitada y malévola dijo: «Hostia puta».
—Pedazo de racista —empezó a decir Gwen—, misógino…
—Oh, venga ya, no me vengan con esos rollos.
Lazar le dio la espalda y se adentró en la sala de espera. Levantando las manos con gesto exasperado y negando con la cabeza: toda aquella farsa barata a la que la gente solía entregarse cuando en realidad estaba siendo más sincera. Gwen no se separó de él. Todos los presentes en la sala de espera levantaron la cabeza, con caras inexpresivas y atentas, preparados para ser entretenidos y hasta anhelándolo.
—No me provoque —dijo Gwen, sintiendo que un hilo en su interior, que llevaba años tensándose, se partía con un chasquido delicioso y terrible—. No se atreva a provocarme, pedazo de carnicero del sistema hospitalario rajavientres y calvorota con pinta de Pee Wee Herman.
«¡Jo! ¡Ajá! ¡Di que sí, mamá!».
Gwen se le plantó a un palmo, con el cuerpo, el vientre y la cúpula respingona del ombligo protuberante amenazando con tocar al médico a través de la tela de su blusa. Lazar retrocedió, revelando una pizca de miedo.
Garth se puso de pie, sosteniendo al bebé con rigidez y sin demasiado entusiasmo, como si fuera un instrumento musical valioso, alguna clase de extraño artefacto hecho con cañas y cámaras de aire que en ese momento le obligaban a tocar. Tenía los ojos azules asustados y perplejos, y al verlo, Gwen se sintió avergonzada. Arcadia, que estaba encogida en una butaca de plástico, se despertó y se echó a llorar.
—¿Señor Frankenthaler? —dijo el médico.
—Garth, Lydia está bien —dijo Aviva. Fue a toda prisa hasta Garth y le frotó el hombro—. Está bien, se va a poner bien.
—¿Por qué no viene conmigo, señor Frankenthaler? Lo llevaré a que vea a su mujer —dijo Lazar.
—No es mi mujer —dijo Garth, aturdido—. Yo me apellido Newgrange.
Lazar se agachó delante de Arcadia y le dijo, con voz amable, unas palabras que solo pudo oír ella. La niña asintió, se sorbió la nariz y dejó que él le apartara de los ojos un grueso mechón rizado de pelo negro, con la punta mojada de lágrimas, dejándole un rastro brillante en la mejilla. De pronto era el médico más amable del universo. A continuación se puso de pie, Arcadia se agarró a los bajos del anorak de su padre y los dos siguieron a Lazar a la zona de urgencias. Al cabo de dos segundos, Lazar reapareció y señaló a las comadronas con el dedo en una parodia tal vez inconsciente de la reciente actuación de Aviva.
—Esto lo voy a hacer constar en el informe —le dijo a Gwen, que seguía allí plantada, con la respiración agitándole los hombros, ya despojada de su superioridad moral, el último depósito resplandeciente de la cual había ardido en aquella última explosión dirigida al cielo—. Pueden contar con ello.
—¿Han oído cómo me ha hablado? —le dijo a Aviva y a todos los presentes, con una nota de incertidumbre en la pregunta, como si buscara que alguien le confirmara que no se lo había imaginado ella—. «Vudú». «No es como alisarse el pelo». ¿Lo han oído? Todo el mundo que está en esta sala ha oído a ese hombre.
Aviva volvió a bajar el tono de voz y le cogió el codo con suavidad a Gwen.
—Yo lo he oído —le dijo—. Yo lo sé.
—¿Lo sabes? No, me parece a mí que no.
—Oh, venga ya —dijo Aviva, con un desafortunado eco de Lazar en su tono—. Por el amor de Dios, Gwen, estoy de tu lado.
—No, Aviva, de mi lado estoy yo. A ti no he oído que te dijera ni una puñetera palabra.
Gwen se soltó el brazo que Aviva le tenía cogido y salió dando zancadas de la sala de espera; cruzó la entrada cubierta de la zona de urgencias y salió a la entrada de coches, donde seguía estando Hekate el Volvo, con las luces de emergencia parpadeando fielmente. La brisa vespertina de finales de verano traía el olor del océano. Gwen se estremeció, con un espasmo que le empezó en los brazos y hombros pero enseguida le llenó todo el cuerpo de convulsiones. Apenas había comido nada en todo el día, lo cual era horrible, censurable, le faltaban dos meses para parir y ya era una Mala Madre. Ahora se moría de hambre y al mismo tiempo tenía ganas de vomitar. Le escocían las suturas de la mejilla. En el exterior de las puertas apestaba a colillas y a ceniza y flotaba en el aire un hilo de humo reciente. Se dio la vuelta para observar a un par de mujeres a las que recordó haber visto en la sala de espera, las dos jóvenes, con los ojos muy abiertos y melenas rizadas idénticas de color caramelo, primas o posiblemente hermanas, una de ellas todavía más embarazada que Gwen, compartiendo un Kool con aire de impaciencia exuberante, como si al terminárselo les fuera a pasar algo bueno a las dos.
—Hola —dijo Gwen, y las dos se rieron como si ella les hubiera dicho alguna tontería o como si fuera una estúpida sin importar lo que dijera.
Habían sido de las que habían vitoreado y se lo habían pasado en grande presenciando la discusión en público de Gwen con el doctor Lazar. La embarazada siguió fumando, inhalando con aquella extraña impaciencia, y al cabo de un momento examinó a Gwen como si la imagen de esta confirmara una teoría que hacía tiempo que tenía.
—¿Eres comadrona? —dijo la embarazada.
Gwen asintió, intentando parecer orgullosa y competente, darles crédito a su profesión y a su gente. La embarazada tiró el cigarrillo encendido y lo pisó, y a continuación las dos jóvenes dieron media vuelta para regresar a la zona de urgencias, con las chanclas de la embarazada crujiendo y golpeándole las suelas de los pies.
—Ya ves —le dijo a su compañera—, yo paso de esos rollos rurales.
Más o menos a la misma hora en que el bebé Frankenthaler era sacado sin miramientos al mundo como si fuera un fardo rojo, Archy salió con aplomo de la puerta de su casa por segunda vez en lo que iba de día y se quedó plantado en el escalón superior de su porche, recién duchado, secado con toalla y rociado de colonia, vestido con una camisa limpia de lino de color verde espuma y un traje de lino de color marrón dulce de leche. Solo su orgullo seguía impregnado, tal vez, de un ligerísimo aroma a sésamo. Estiró los dos brazos para colocarse bien los puños de la camisa y durante un instante podría haber servido para ilustrar el pasaje crucial de un manual para disfrutar de cada momento de la vida. De aquel día en concreto ya había disfrutado una vez, pero estaba dispuesto, si hacía falta, a volver a disfrutarlo, joder.
Hacía un día ideal para el disfrute, eso estaba claro: de los más bonitos que podía ofrecer Oakland, California. La niebla se había consumido, dejando únicamente cierta vaguedad, tan tierna como un recuerdo de infancia, que desdibujaba la luz del sol que ahora calentaba la extensión de romero y de salvia de color púrpura del margen fragante de la acera y caía en forma de haces cambiantes a través de las ramas de la araucaria. Aquel caprichoso árbol perenne, colosal y pinchudo, dominaba el jardín delantero del bungalow destartalado de 1918 donde vivían Archy y Gwen, y donde antaño había vivido un viejo portugués mezquino llamado Oliveira. Durante la infancia de Archy, la casa había sido una fuente incansable de leyendas del vecindario, sobre todo en Halloween; supuestamente, había albergado la amplia colección de cabezas reducidas que el señor Oliveira había reunido durante su carrera como marino mercante, unas cabezas sonrientes cuyo recuerdo mítico todavía le inspiraba a veces cierto respeto a Archy cuando volvía a casa en las noches de otoño, cierta excitación como la que sienten los chavales cuando llaman a un timbre y salen corriendo. Todavía no había olvidado el extraño horror que le había producido ver uno de los muchos tatuajes del señor Oliveira, un tatuaje que parecía sacado de un relato de Nathaniel Hawthorne, consistente en un rectángulo irregular, una barra de tinta negra inscrita sobre el cuero equino de la parte superior del brazo del viejo marinero, a fin de tachar, como la pluma de un censor, un nombre o imagen subyacentes cuyo recuerdo, por razones misteriosas, ahora resultaba abominable.
Archy se dio unas palmaditas en el bolsillo lateral de la chaqueta, en busca de las Meditaciones, y bajó los escalones de entrada con su resignación reforzada, como dictaba la tradición estoica, hasta convertirse en una especie de resolución. Consciente de que había hecho mal, preparado para enmendarse y arreglar sus asuntos. Decidido a regresar a Brokeland, abrirle las puertas de par en par al ángel de la muerte de la venta al detalle y arruinar el establecimiento él solo si hacía falta. Pero decidido, eso sí, a hundirse con tranquilidad, a hundirse con elegancia y a hundirse por encima de todo con verdadera dignidad, algo de lo que ni su esposa ni su socio tenían ni idea, y que consistía en no perder nunca los papeles y no mostrarte nunca ofendido ni herido ante quienes te habían ofendido o herido.
Oyó el ronroneo de un motor antiguo fabricado en Detroit, con el silenciador roto, y contempló con aprensión desanimada cómo un Oldsmobile Toronado de 1970, familiar como una pesadilla que regresa, giraba por la calle Sesenta y uno. Era una auténtica chatarra de vehículo, originalmente verde pero ahora descolorido hasta quedarse de un blanco glauco, con vetas y manchones de óxido que hacían que el costado visible pareciera una tira de beicon rancio.
Archy era un admirador compulsivo de los deportivos americanos de alta gama del periodo de diez años posterior a su nacimiento en 1968, un periodo en el que, desde su punto de vista —un punto de vista expuesto a menudo tras el mostrador de Brokeland Records e ilustrado con incontables ejemplos, notas a pie de página orales y neologismos— se correspondía precisamente con el momento de gama más alta de la historia de la música negra de América. Su coche, que tenía aparcado en la entrada, era un El Camino de 1974, del mismo color que los copos de caramelo de mantequilla, cuidado con amor y maestría por él y por Sixto «Eddie» Cantor, que era quien le enseñaba Elcaminología a Stallings en el taller Carrocerías y Tuneados Motor City. Archy era autor de la todavía no escrita Guía de campo de los cochazos de la era del funk, y por esa razón, aun si no hubiera crecido siendo el hermano mayor virtual de aquel Toronado en concreto, habría sido capaz, gracias a su insignia de Gran Turismo en el capó y a su tubo de escape doble, de identificar el año del modelo de aquel espécimen caído en desgracia que se aproximaba a su casa. De las bandas laterales de cromo solo quedaban las sujeciones de plástico, y el capó solo se aguantaba cerrado gracias a un cordel de nailon deshilachado y atado a la rejilla, a la que se le habían caído varias varillas, dejando al desafortunado vehículo con una sonrisa de bobo llena de huecos entre los dientes a lo Leon Spinks. En el asiento de atrás le pareció ver la Samsonite de plástico azul que su abuela solía llevar en el Tren de la Diversión que iba a Reno. Por la ventanilla trasera del lado derecho asomaba una lámpara halógena de pie estilo art-déco del mismo tipo que había hecho que se le incendiara la casa a Lionel Hampton.
—Oh, no —dijo Archy, viendo que aquel iba a ser uno de esos días en los que convenía recordar, tal como había dicho Marco Aurelio, o tal vez Willie Hutch, que los asuntos del cuerpo son como un río y los del alma son como sueños y vapor; y que la vida es una guerra y un peregrinar, y que la fama después de la muerte no es más que olvido—. Podéis pasar todos de largo.
Vio que no era Luther quien iba al volante. Al timón de aquella nave estelar ruinosa de los años setenta podía ir cualquiera de una tropa de pringados y marcianos de proporciones cósmicas, pero un instinto amargo guio los pensamientos de Archy hacia Valletta Moore.
Y no podía fallar. Se oyó el lamento compungido de las bisagras de la portezuela, que sonó como si se estuviera abriendo la puerta de una cripta llena de muertos vengativos, y del coche salió Valletta Moore. Huesos grandes, bien proporcionada, en el lado fatídico de la cincuentena, cintura alta, pechos altos y una cara que era un triángulo felino. Los ojos del mismo tono castaño que una botella de cerveza y la piel luminosa del color de los copos de caramelo de mantequilla, como si la acabara de pintar el aerógrafo de Sixto Cantor. Por lo menos debía de hacer diez u once años de la última vez que Archy la había visto.
—Oh, oh. Peligro.
—Sé que te acuerdas de mí —dijo ella.
—Me acuerdo de que antes no estabas tan guapa.
—«Peligro» —lo citó Valletta, negando con la cabeza y bajando sobre su mirada de ojos de color ámbar unas gafas de sol bulbosas con la montura de plástico blanca—. Creo que sé dónde aprendiste a decir esas cosas.
Mientras Archy la miraba, y captaba su perfume, su memoria le dispensó una rápida mano de imágenes como naipes, de las cuales el as era sin duda alguna el espectáculo grandioso y suave de Valletta Moore en 1978, afeitándose las piernas en el apartamento del padre de Archy en El Cerrito, vislumbrado a través de la puerta entreabierta del cuarto de baño. Con el esbelto pie derecho plantado en el suelo y el otro arqueado sobre el borde reluciente de la bañera, inclinada como si fuera un relojero sobre la tarea de pintarse con la maquinilla una tira de color marrón en el interior untado de espuma blanca de su larga pierna izquierda, con el pelo envuelto en una toalla pero su cuerpo musculoso desnudo e imponente como una bandera. La arquitectura del culo de Valletta era algo más profundo que un simple recuerdo para Archy, algo que se situaba casi más allá de la memoria, un arquetipo, el patrón eterno de todos los culos, incorporado a la estructura misma de la realidad.
—Valletta —dijo, pensando que todavía era atractiva y luego abandonando todo raciocinio y haciendo caso omiso de su sentido arácnido durante el tiempo suficiente como para dejar que ella lo abrazara, sintiendo la piel del hombro de ella, que el top le dejaba al desnudo, fría contra el hombro de él, y estaba clarísimo que la mujer emitía el mismo aroma cargado a velas eróticas y a incienso de sándalo que en 1978, aunque ahora se le superponía el hedor a cigarrillos y ese olor a puré de patatas instantáneo que uno encontraba en el interior de un Toronado ruinoso—. Joder.
Fue al separarse de ella cuando Archy le vio la línea tensa de los labios. Valletta miró a un lado y al otro. Estaba preocupada, escondiéndose, huyendo: buscando refugio en Archy. En el fondo de su vientre sensible, los neurotransmisores de él registraron con un cosquilleo de temor el hecho de que su padre debía de andar metido en alguna clase de problemas. Se imaginó ya que tal vez aquellos problemas tuvieran algo que ver con Chandler Flowers, que había sido el mejor amigo de su padre en los viejos tiempos. Con el hecho de que hoy Flowers hubiera entrado en la tienda y hubiera preguntado, precisamente, «¿Anda por aquí tu padre?». Se suponía que Luther andaba por algún lado de West Hollywood, aunque no se podía decir que Archy buscara nunca información o noticias sobre el paradero, la ubicación, el estado o la situación de su padre.
—Caray, mira que hacía tiempo, Valletta —dijo ahora en tono jovial, decidido a fingir que creía que ella simplemente estaba pasando por la calle Sesenta y dos al volante del coche de Luther cuando lo había visto por casualidad en el porche de su casa y había decidido pararse a saludar. Como si ella hubiera sido capaz de ver a través de noventa kilos y treinta años y reconocer al adolescente en cuyos sueños ella todavía figuraba de forma breve pero intensa—. Tengo que irme volando, porque, ya sabes, me esperan en la tienda, pero eh…
—Archy, no, no, un momento, espera…
—Que tengas un buen día, ¿vale? No, en serio. Lo siento. Pero que tengas un día excelente.
Cuando él era un chaval, había un caballero llamado Joseph Charles que solía pasarse el día plantado en la esquina de Oregon y Grove con las manos enfundadas en unos guantes de color amarillo chillón. Haciendo señas a todos los coches que pasaban y dedicándoles a sus conductores, independientemente de su raza, color o receptividad, un saludo genuino y de corazón. El señor Charles tenía unos modales atrevidos y risueños aunque una pizca formales, que sugerían cierta impersonalidad, siempre dentro de lo amable. No es que tuviera intención de saludarte a ti en concreto; simplemente se dedicaba a recordarte que, igual que todos los humanos, tú participabas de esa noble capacidad para recibir saludos que compartía toda la humanidad. Y eran los modales del señor Charles los que Archy solía adoptar en presencia de las mujeres cuando notaba que ellas podían estar a punto de plantearle alguna clase de problema. De manera que ahora le dio un apretón cariñoso en el hombro a Valletta y empezó a alejarse de ella. En su corazón ya sabía que no iba a ir a ninguna parte. Igual que muchos hijos abandonados, estaba convencido de tener una deuda misteriosa e imposible hacia el hombre del que, en verdad, él debería ser el eterno acreedor.
—Archy, se trata de tu padre —dijo ella, tendiéndole aquel pagaré imposible de abonar—. Se trata de Luther.
Ella se levantó las gafas de sol para mirarlo y lo impactó con sendas descargas de fuego de color marrón amarillento, con el shock del amargo resultado del tiempo y la corrupción. Tenía las pestañas embadurnadas de telarañas de rímel.
—Ah, ¿sí?
Valletta volvió a vigilar las sombras y los movimientos de ambos lados de la calle y barrió con su paranoia aquella callecita plácida como un estanque y construida alrededor de un parque infantil en miniatura que algún desconocido sin experiencia con los niños había embutido, como si fuera un huevo de Pascua, en una isleta de hierba situada en el medio de la calle Sesenta y uno. Archy se preguntó si Valletta no andaría fumada o colocada de algo que la estaba llevando a actuar como si fuera un personaje de Pynchon. La última vez que él no había podido evitar oír noticias de Luther, lo que le había llegado era una crónica grandiosa y conmovedora de limpieza, abstinencia y redención. A Luther le había tocado un juez del sur que se acordaba de Strutter y que, como nunca había sido hijo suyo, se había mostrado dispuesto a darle una oportunidad a Luther Stallings y transferirlo a un procedimiento judicial por estupefacientes. Después de aquello, supuestamente, Luther se había dedicado a enmendarse ante 17.512 personas de dos continentes distintos. De todo eso ya hacía por lo menos un año, y la forma en que Archy le había consentido a su padre que se enmendara con él había consistido en obligarlo a hacerle la promesa plena, sobria y limpia por teléfono de que iba a dejar a Archy en paz de una puta vez y hasta el final de los tiempos.
—¿Podemos entrar? —le preguntó ella, con un suspiro de impaciencia, y a él se le ocurrió a la desesperada que tal vez solo tuviera ganas de mear—. ¿En tu casa?
—No —dijo Archy, sin intentar ya encandilarla ni caerle bien; empezando a vaciarse de la profunda nostalgia del apartamento de El Cerrito en 1978 mientras recordaba cómo Luther y Valletta lo solían dejar allí completamente solo toda la noche, sin nada que ver por televisión más que a Wolfman Jack y una película en que un muñeco diabólico con dientes de tiburón mordía a Karen Black en los tobillos. Lo único que a él le interesaba ya era en qué clase de problemas de pega estaba Luther intentando pringarlo esta vez y cuánto le iban a costar en sangre y tesoros—. Di lo que tengas que decir y ya está. No es broma, Valletta, es verdad que he de irme.
—Mmm… veo que no has cambiado nada —dijo ella, encendiendo sendos diodos gélidos en el interior de aquellos ojos que, en verano de 1977, no solo habían mirado fijamente el alma de Archy, sino también el alma de toda la juventud negra de América, tanto desde las portadas de Jet y Sepia como desde el esplendor de plumas, pieles y cuero de la luchadora de kung-fu Candygirl Clark, su personaje en una de las últimas películas blaxploitation de aquella época, Strutter anda suelto, que ella había coprotagonizado junto con un esbelto, nervudo y hermoso Luther Stallings, en su papel más famoso—. Todavía vas por ahí con la cara de repelente y el culo prieto, mirando a todo el mundo con asco, sobre todo a tu padre y a su amiga.
—¿O sea que todavía sois amigos?
—Hemos vuelto a juntarnos. Ya sabes lo que se suele decir de las terceras veces.
Archy había conseguido perderse la segunda intersección casi fatídica entre Luther y Valletta gracias a calcular astutamente el momento de iniciar su servicio en el Ejército americano para que coincidiera con la trempera geopolítica de Saddam Hussein.
—Entonces, ¿vuelve a andar por aquí?
Ella se lo quedó mirando con desprecio, desafiándolo, negándose a revelar nada si él la iba a obligar a quedarse en la puñetera acera.
—Y ahora apareces tú. Y dices que te manda Luther, ¿verdad? ¿Y exactamente qué es lo que esperas averiguar viniendo aquí?
—Luther no sabe nada de esto. Si se enterara de que he venido aquí… —Se mordisqueó la patilla de las gafas de sol, dando la impresión de que se estaba imaginando la furia de Luther—. Él conoce tus sentimientos y los quiere respetar.
—Entonces no quieres dinero.
—La verdad —dijo ella— es que sí. Te acepto lo que tú me quieras dar. Necesitamos alejarnos lo más posible de aquí y quedarnos bien lejos.
A Archy no le costó un gran esfuerzo endurecer el corazón contra su padre; la arcilla ya estaba más que cocida, durante mucho tiempo y a fuego lento. Rabia, resentimiento, burla y asco, el hijo de Luther los tenía siempre a mano en el bolsillo de su alma igual que llevaba siempre su ejemplar de las Meditaciones en el del pantalón. De manera que el mero hecho de que en ese momento le costara algún esfuerzo debía de ser testimonio de algo, de alguna insensatez peculiar que caracterizaba a los hijos de los padres hundidos. Treinta y seis años de aquella mierda y Archy todavía estaba dispuesto a dejarse decepcionar por aquel hombre.
—No te voy a preguntar por qué —dijo Archy—. Porque, si tú no me lo cuentas, entonces yo no lo sabré.
—Archy, no te lo puedo contar aquí.
—Por mí genial, Valletta.
—Tu padre… Luther… —Ensayó las palabras durante un par de segundos, frunciendo los labios y dándose golpecitos pensativos en ellos con el puño derecho. Por fin se rindió—. Ya lleva trece meses de abstinencia total.
—Ajá. Me alegro por él.
—Y ahora, pues mira, tiene varios frentes abiertos.
—No lo dudo —dijo Archy, pensando que era la expresión perfecta para describir la relación que tenía siempre Luther Stallings con el futuro: una serie de vacíos que se le abrían enfrente y en los que en cualquier momento corría el peligro de precipitarse—. Oportunidades de inversión, ¿verdad que sí?
Ella recurrió una vez más a sus rayos ópticos, pero o bien esta vez Archy estaba preparado o bien el efecto había empezado a atenuarse. De manera que se volvió a bajar las gafas de sol.
—Déjame que lo adivine —dijo Archy—. Porque estoy teniendo premoniciones.
Chan y Luther desengancharon una gruesa cadena que unía dos pilares y dejaron el Toronado en un remanso de oscuridad total que había al fondo de un aparcamiento de grava. Subieron entre crujidos una ladera bañada en efluvios de eucalipto, con Chan llevando la escopeta, hasta un mirador que antaño habían frecuentado para planear sus conquistas del mundo. Nada más llegar, Chan se dio la vuelta y arrojó el arma por los aires. La escopeta salió rotando hacia la noche como las aspas un helicóptero y descendió zumbando hasta caer con un ruido metálico y hueco en algún lugar del bosque que tenían detrás. Luego se sentaron en su banco, apostados codo con codo en las alturas de Oakland. Contemplando las calles y los puentes y las carreteras, con las luces bordadas como puntadas en los retales oscuros de agua y cielo.
Con el objeto de potenciar su leyenda de pistolero frío como el hielo, en la cual la pureza tenía que constituir un componente crucial, el Sepulturero jamás bebía y casi nunca fumaba. Luther le pasó un paquete de cigarrillos Kool y el Sepulturero cogió uno y lo encendió. Luther se sacó una botella de licor de menta Rumple Minze del bolsillo de la chaqueta. El Sepulturero renunció a lo poco que quedaba ya de su leyenda a cambio de la posibilidad de consuelo que le ofrecía la botella de licor.
—Se ha agarrado la muñeca y se ha quedado ahí sentado mirándosela —dijo Chan, secándose los labios—. La carne y la sangre. Un muñón. Sin perder para nada la calma, con el puño de la chaqueta destrozado por el disparo. Con un amasijo donde antes tenía la mano, mirándoselo.
—Popcorn Hughes —dijo Luther en tono de admiración.
—Necesito esconderme, Luther.
—¿Dónde? —El temor le infló un globo bien tenso en la caja torácica a Luther. Apenas consiguió reunir el aplomo para que le salieran las siguientes palabras—. ¿En Los Ángeles?
Porque aquella era la solución obvia: pasar por casa de la madre de Luther a recoger la maleta de lona y las tres cajas de Berkeley Farms que ya estaban preparadas para la partida. Llegar por la mañana a Los Ángeles y que Chan se comprara allí lo que le hiciera falta. Encontrar algún piso franco destartalado donde Chan pudiera esconderse. Y despedirse. Emprender la farsa de tomar caminos separados y poner rumbo a destinos separados, únicamente hasta que saliera mal el siguiente de los planes de su amigo, hasta que a Chan le tocara afrontar una vez más el hecho de que su fe en sí mismo estaba descaminada, de que su inteligencia estaba destinada a no obtener nunca recompensa porque no podía sustituir a la suerte y tampoco servía de defensa contra la gigantesca, y hasta hostil, indiferencia que el mundo mostraba hacia los productos del intelecto de un hombre negro. Igual que el partido al que se había unido demasiado tarde y demasiado joven, Chan era un cheque sin reclamar, una serie de fotos separadas por el tiempo de una promesa en el proceso de romperse. Era un rey del espacio finito, atrapado en una cáscara de nuez. Y Luther ya estaba harto. Lamentaba todo tiempo que había desperdiciado desde la llamada de su agente sintiéndose culpable y teniéndole lástima a Chan.
—O bien —dijo, intentando ser de ayuda—, mmm, en Chicago hay muchos Panteras, ¿verdad?
Chan no dijo nada.
—Pues Marruecos. O España.
—España —dijo Chan. Luther pudo oír la sonrisa pequeña y dura que le arrugaba la cara a su amigo—. Buena idea. Irme a España. Trabajar de toronado.
—¿Por qué no? Todos los negros revolucionarios se han estado yendo a Marruecos. A España. A París. Tú has estado trabajando para ellos. Ahora tienen que hacerse cargo de ti.
—¿Quiénes?
—El partido.
—Luther, si yo tuviera la influencia necesaria para irme tan lejos de aquí… No habría tenido que impresionar a nadie con la idiotez que acabo de intentar.
En algún lugar de por allí cerca, recordó Luther, si subías más por el camino que iba por detrás de las mesas de picnic, te encontrabas con una pirámide de piedras que había edificado algún viejo poeta loco y barbudo en la época en que Oakland no era más que un cenagal, unos establos y un hotel para vaqueros. En la escuela los llevaban allí de excursión, para que vieran la pequeña granja blanca del poeta y una estatua grande y bulbosa de él montado en un caballo de aspecto mongoloide. Una pirámide de piedras y, más allá, una plataforma también de piedra que el tipo había construido con la intención de usarla para su propia pira funeraria. Allí, bajo el sol de la canícula, día tras día, el hombre se había dedicado a amontonar piedras como si fueran los versos de uno de sus aburridos poemas. Soñando, durante todo el tiempo que se había pasado apilando piedras, con que una noche cualquiera aquellos gángsters del viejo Oakland, aquellos asesinos de indios puteros, ladrones y usurpadores de tierras, adictos al opio y saqueadores, levantarían la vista hacia allí y se maravillarían ante el espectáculo de un poeta en llamas. Su plan se había quedado en nada, por lo que Luther recordaba. Pero, a fin de cuentas, esa era la tendencia general que mostraban los planes.
—Si tú eres un idiota —dijo Luther—, entonces, ¿qué soy yo?
Era una pregunta que jamás podría obtener respuesta, de manera que Luther pasó rápidamente a la siguiente:
—¿Por qué iba a querer yo estropear lo bien que me van las cosas haciéndote de chófer mientras tú vas matando gente por West Oakland? —le dijo—. Dímelo, anda. ¿Para que los gángsters marxistas puedan aplastar a los gángsters lacayos del capitalismo y quitarles las drogas y los ingresos?
—Pues márchate —dijo Chan—. Tú no estás metido en esto. Dedícate a lo tuyo.
Antes de que Luther pudiera empezar a fingir que no se estaba planteando aceptar aquella generosa sugerencia, acertó a ver un destello de luz de luna, como la carne reluciente de debajo de una uña, con el rabillo del ojo. Chan estaba sopesando una pistola. Sin duda la habría cogido, igual que la escopeta, del arsenal del partido que Chan tenía el deber oficial de mantener inventariado, en secreto y listo para el combate. Una pistola del 45, preciosa y probablemente nueva. A Luther se le encogió el estómago al ver cómo Chan se la pasaba de una mano a otra y comprobaba su peso como si fuera un grueso tomo que contuviera una voluminosa respuesta.
—¿Qué vas a hacer con eso?
—Volver a intentarlo —dijo Chan por fin—. Enterarme de a qué hospital han llevado a Popcorn. —Se afianzó bien la pistola en la mano—. Y hacerlo bien a la segunda.
—Tal vez deberías hablar primero con alguien. Tal vez Huey ya esté satisfecho con lo que has hecho para joder a Popcorn.
La niebla empezó a desdibujar las vistas de Oakland que se extendían por debajo de ellos. El silencio se aglutinó alrededor de los amigos hasta que dio la sensación de ser algo profundo. Las brasas de sus cigarrillos centelleaban y crepitaban. La niebla susurraba como el gas de un refresco.
—¿Te acuerdas de lo que tu tío Oogie solía hacer para tu cumpleaños y para las navidades? —dijo Chan por fin—. Se ponía en plan: «Sí, mmm… escucha, te iba a comprar un rifle de aire comprimido». —Su imitación del balbuceo con acento sureño de Oogie era impecable—. Y esperaba que le estuvieras agradecido como si te lo hubiera regalado. Y ahora se supone que yo tengo que decirle: «Ah, sí, Huey, es que iba a matar a Popcorn Hughes para ti, pero mira…».
—¿Por qué no?
—¿Por qué no? —dijo Chan, dándole una entonación aguda e infantil—. Para ti es fácil decirlo. Pero dime otra cosa. Cuando tú llegues al plató de la película, ¿te vas a olvidar de tus diálogos? ¿Le vas a decir al director: «Ah, sí, yo quería memorizar todo eso, pero mira…»?
—No.
—Ah, ¿no?
—¡No!
—Entonces, ¿por qué quieres que lo haga yo?
—Vamos, pues —dijo Luther—. Vamos allá.
—¿Adónde?
—Pues, mmm… salgamos de aquí. Vente conmigo. A Los Ángeles. Y te escondes allí. En San Pedro. O en Long Beach. —Intentó reunir o fingir algo de entusiasmo por su propuesta—. Sí, en Ensenada.
Estaba demasiado oscuro para que Chan viera lo que faltaba en los ojos de Luther y demasiado oscuro para que Luther viera que el otro no lo veía.
Chan se puso de pie y se guardó la pistola del 45 en el bolsillo de los pantalones. El arma traqueteó contra los cartuchos sobrantes de la escopeta.
—Esta mañana, cuando me he levantado —dijo—, estaba lleno de buenas intenciones. Quería demostrar mi valía ante el Sirviente Supremo del Pueblo, quitarle un estorbo importante de delante. Progresar y ascender y tal vez dentro de un año estar dirigiendo la célula de Oakland. Luego echarles un ojo a los libros de contabilidad. Ver qué clase de problemas puede haber, si hay despilfarras y esas cosas. Darle al asunto un poco más de estructura, un poco más de disciplina. Ahora, en cambio, ya no. Ni hablar. Ahora solo tengo que arreglar lo que he hecho. Pero tú puedes irte. Márchate, Luther, y disfruta de lo bien que te van las cosas.
Se le quebró la voz, y de aquella fractura emergió la voz del chaval que había sido hasta hacía poco. Ferozmente tímido y aficionado a los libros, absorbiendo sin saturarse, en beneficio de sus hermanas y su hermanito pequeño, el flujo interminable del veneno del señor Flowers padre. Al recordar a aquel chaval ya desaparecido, Luther lamentó, sin renunciar por completo a ellos, los pensamientos desleales que acababa de tener. Rodeó con el brazo los hombros de profesor de su amigo.
—La cosa ya se ha torcido demasiado, Chan —le dijo—. Es imposible que la puedas arreglar.
—Probablemente tengas razón.
—Tienes que marcharte. Venga. Vente a Los Ángeles y te escondes. Hasta que pase el chaparrón.
—Te agradezco el gesto, Luther —dijo Chan—. Pero ya te he causado suficientes problemas.
—Pues ve a otra parte.
—¿Adónde?
—A donde sea que te pueda llevar un autobús.
—Tal vez sí —dijo Chan, para finiquitar la conversación.
Cuando se terminaron el licor de menta, se levantaron y dejaron tras de sí el sitio donde un soñador olvidado del sueño de California había planeado que el fuego hiciera de notario de su gloria. Dieron media vuelta y volvieron caminando y deslizándose cuesta abajo hasta el coche. Después de conducir en silencio hasta la parte baja de la ciudad, la cúpula azul de la estación de autobuses se elevó ante ellos como si fuera una promesa de aventuras. Cuando llegaron, había un coche patrulla de la policía de Oakland aparcado a un lado de la calle, pero, antes de que ellos tuvieran tiempo de cancelar el plan de la estación de autobuses, un policía salió caminando tranquilamente de la estación, se volvió a meter en su coche y se largó.
Luther tenía trescientos dólares en la billetera, lo que le quedaba de su adelanto. Se los dio a Chan.
—Ten, pues —le dijo.
Se quedaron plantados el uno frente al otro detrás del Toronado. Los faros traseros del coche eran unas rendijas tan estrechas como los ojos de la máscara de Batman, que ahora clavaban en ellos una mirada ceñuda y escéptica. Los amigos intercambiaron un par de palmadas de despedida. Se turnaron para apretarse al otro brevemente contra el pecho. Chan le soltó un par de trolas de despedida, diciéndole que iba a coger un bus al norte con rumbo a Alaska, o tal vez irse al sur a trabajar en la pesca de gambas en el golfo de México. Pero todo era humo. Chan nunca había sido capaz de dejar comida en el plato, ni un problema matemático sin solucionar, ni un coño abierto sin follar. No iba a entrar en la estación de autobuses ni mucho menos a coger un autobús para el norte. En cuanto Luther se marchara, se ocuparía de terminar, por el puro hecho de terminarlo, el jaleo que había empezado.
—En serio —le dijo Luther—. ¿Qué vas a hacer?
—No te hace falta saberlo, Luther. Pero una cosa sí te digo: haga lo que haga, cuando termine, podré caminar con la cabeza bien alta.
—Eso lo sé.
—Tú encárgate de hacer lo mismo por aquí. Compórtate con dignidad, coño. Haz lo que tengas que hacer.
—Sí.
—¿Lo prometes?
—Sí.
Luther intentó no mostrar su impaciencia, su ansia por librarse de Chandler Bankwell Flowers III y de su taza de ambición cuajada. Por librarse de Oakland y de Berkeley y de todos los tontos que los poblaban. De todas las promesas rotas y todas las piras que nunca llegaban a encenderse.
—Ahora estás teniendo buena suerte —dijo Chan—. La buena suerte está bien. Pero no es más que eso, ¿entiendes? No sustituye para nada el hacer lo que uno tiene que hacer.
Luther asintió y dijo:
—Sin duda, sin duda.
Estaba pensando en los anuncios que solía haber en las páginas de Ebony y de Esquire para vender aquel largo y bajo cocodrilo sonriente de 1970, con su eslogan en la parte superior de la página: ¿VERDAD QUE ESTARÍA BIEN TENER UNA MÁQUINA PARA ESCAPARSE?
—Sé lo que significa —dijo Luther.
—¿Eh? —dijo Chan—. ¿El qué?
—Puedo definir «toronado».
Chan frunció el ceño, recordó y lo frunció todavía más.
—Pues hazlo —dijo.
Luther negó con la cabeza.
—No te hace falta saberlo —dijo.
Luego se ató el cinturón de su máquina para escaparse y puso rumbo a la Nimitz Freeway, a San José y a Los Ángeles: al mundo y a la fortuna que lo esperaban.
Más tarde Luther se enteró de que a Popcorn Hughes lo habían matado a última hora de aquella misma madrugada en su cama del Summit Hospital. El único sospechoso era el mismo hombre negro sin identificar que los testigos del primer ataque en el Bit o’ Honey Lounge habían contado que llevaba una máscara que, según el consenso general, pretendía parecerse a la que llevaba la Pantera Negra de los tebeos de Marvel, el primer super-héroe negro.
Nunca se atrapó al asesino. El Toronado se recalentó en la Grapevine al norte de Lebec y hubo que remolcarlo a través de la frontera del condado de Los Ángeles.
—Está buscando inversores —dijo Archy a modo de conjetura.
Valletta fingió que examinaba alguna escena o detalle situados a lo lejos, más allá del parque infantil, más allá de Berkeley, más allá del monte Lassen, sin decir nada, negando infinitesimalmente con la cabeza, con las comisuras de la boca torcidas hacia abajo en un gesto que tal vez transmitiera su desaprobación de Archy, de Luther, de ella misma o de alguna combinación de todos los anteriores, con los brazos furiosamente cruzados por debajo de los pechos: incapaz de creerse, en última instancia, el hecho de estar formando parte del último plan de engañifa de Luther, o el hecho de que Archy se negara a formar parte de él, o tal vez el hecho de que el mundo nunca hubiera apreciado y nunca fuera a apreciar la genialidad de Luther Stallings.
—¿Todavía está hablando de esa condenada película?
—¿A ti qué te parece?
Ella hurgó en su bolso y sacó lo que parecía ser el estuche de una colección de tres DVD titulada La trilogía de Strutter. La portada consistía en el primer plano de un apuesto Luther Stallings en 1973, con su mentón alargado, su nariz romana y su afro con aspecto de halo, en el papel del maestro del robo Willie Strutter, y prometía versiones restauradas o digitales de tres películas: Strutter, Strutter anda suelto y Strutter y sus patadas de la vieja escuela. Sin embargo, se trataba de un voluminoso estuche vacío, sin discos en el interior, y cuando uno lo examinaba más de cerca resultaba que había sido minuciosamente elaborado a partir del estuche de cartón de una «Colección completa de Regreso al futuro» sobre cuyas viñetas alguien había pegado ilustraciones hechas por ordenador nítidas pero toscamente compuestas a base de corta-y-pega, una impostura mínima pero necesaria, puesto que, por lo que Archy sabía —y sabía mucho, demasiado—, no existía ninguna película titulada Strutter y sus patadas de la vieja escuela.
—Strutter 3. Ah, ¿sí? ¡Anda, si la va a escribir, dirigir y protagonizar! ¡Triple amenaza! La va a hacer deprisa, con poco dinero y en plan macarra, como en los viejos tiempos. Vieja escuela. Y tú vas a ser su protagonista femenina. ¿Es esa la historia que él te ha mandado para que me cuentes, Valletta?
Movido por ineludibles impulsos de caballerosidad y, lo que es peor, sintiendo lástima por aquella mujer, una de las muchas que habían hecho audiciones durante su infancia para el papel de Nueva Madre de Archy, Archy luchó por evitar que el tono de burla se infiltrara en su voz mientras llevaba a cabo todas aquellas especulaciones expertas acerca de la estrategia de Luther: expresiones como «triple amenaza» y «deprisa, con poco dinero y en plan macarra» llevaban años integrando el formulario de argucias de su padre. Pero no lo consiguió del todo. Lo único más lamentable que el plan de mierda que Luther había urdido a fin de sacarle los cuartos a Archy, para una película que no tenía la menor intención de hacer, era el hecho de que Luther creyera que su hijo le iba a volver a dar algo alguna vez.
—Y te va a dar un pedazo de papel a ti, ¿verdad, Valletta? A lo mejor al final resulta que Candygirl no murió…
Detectó un temblor en los músculos de la mejilla de la mujer. Ella se aferró a su silencio, mirando cómo las banderas tibetanas que colgaban del porche de la casa de los Sanderson, al otro lado del parque, elevaban sus oraciones al azar.
—Estamos en fase de preproducción —dijo ella por fin. Desafiante, manteniendo la mentira.
—Ah, entonces, ¿tenéis guión?
—No, pero tu padre ya tiene toda la historia. Me la ha contado entera, hasta el último personaje, hasta el último plano, hasta el último minuto de tiempo de pantalla, me la ha contado de diez formas distintas y quinientas veces. Y Archy, va a ser buenísima.
—A ver si me la imagino: Strutter sale de su retiro para un último trabajo y para cobrarse su venganza. Es más o menos así, ¿no?
—¿Quieres que te cuente la historia?
Archy cerró los ojos, anticipando la tediosa locura de la historia que estaban a punto de venderle, una especie de batiburrillo incoherente de Ocean’s Eleven, Matrix y El justiciero de la ciudad, que era la película favorita de su padre, entremezclado con una gruesa veta extraída de la historia de cualesquiera líos chungos en los que su padre y la señora se hubieran metido con su casero, con Hacienda o con el dentista. Pero Valletta volvió a guardar silencio, y cuando él abrió los ojos se encontró con que tenía una lágrima suspendida en la mejilla, un charquito minúsculo y solitario de indignación o bien de vergüenza. Sintió que le daba un vuelco el estómago e hizo una nueva extracción de su reserva interminable de culpa desencaminada. Se sacó la billetera y llevó a cabo un triste inventario de sus contenidos.
—No —dijo ella, apartando con la mano los billetes que emergieron, cuatro billetes nuevos de veinte, uno descolorido de cinco y dos blandos y arrugados de un dólar—. No, da igual. Guárdate tu dinero. No he venido para sacarte la pasta. Ya sé que tú no te crees que…
—Pero sí que me lo…
—Y tampoco he venido para venderte esa chorrada de película que los dos sabemos que no va a hacer nunca.
—De acuerdo.
—Sé que si te dijera que tu padre anda metido en líos por las drogas, tú no lo querrías ayudar de ninguna manera, pasara lo que pasara, y como yo también me metí en el programa, hace catorce meses y nueve días de abstinencia total, respeto esa posición, y él también la respeta. Lo que te quiero preguntar es lo siguiente: ¿y si él estuviera metido en otra clase de líos que no tuvieran nada que ver con las drogas? ¿Sería posible que tu quisieras ayudarlo en ese caso?
—¿Qué ha hecho?
Volvió a examinar con cautela la calle, los árboles y las casas colindantes.
—La verdad es que no lo sé —dijo ella—. Pero tengo una hipótesis.
—¿Una hipótesis? Yo tengo la hipótesis de que si el pelo se le estuviera quemando, yo no le mearía en la cabeza para apagárselo.
Ella se volvió a poner las gafas de sol.
—Pero no es más que una teoría —dijo Archy—. No tenemos por qué ponerla a prueba.
Ella asintió con la cabeza, mordiéndose el labio, y él vio que por debajo de la pintura de labios ya los tenía todos mordisqueados.
—Adelante, Valleta —dijo él, insistiendo en darle el dinero—. Si me prometes no contarme dónde está viviendo ni a qué se dedica ni lo hecho polvo que se lo ve, ni tampoco darme ninguna información de ninguna clase, para mí eso ya vale ochenta y siete pavos aquí mismo.
Ella se lo pensó. Su lengua emergió de entre sus labios y se dio una vuelta hambrienta por su boca. Por fin reunió el dinero con sus largos dedos y lo hizo desaparecer tan deprisa y tan completamente que podría haber estado haciendo una alusión al lapso de tiempo que era probable que aquel dinero aguantara dentro de su bolsillo. No quiso llevarse el estuche vacío de DVD.
—No, quédatelo. El tiene otros cinco iguales.
—Muy bien.
Cogió el estuche, como si fuera Jack cogiendo un puñado de alubias, ya sumido en ochenta y siete dólares de remordimientos por su propia estupidez.
—Tal vez tendría que visitarte otra vez la semana que viene —dijo Valletta, y una sonrisa a la que le faltaba un premolar de abajo hizo una valiente aparición en las regiones inferiores de su cara—. Te traigo unas cuantas cosas más de él que no quieras oír y a ver cuánto dinero puedo sacar.
—Muy graciosa —dijo Archy.
—No te preocupes, que no me volverás a ver.
—Valletta…
Ella echó a andar hacia el Toronado pero él la volvió a llamar.
—Venga —le dijo él—. Lo tienes que decir.
Durante el verano de 1978, el verano de Valletta, las tiendas de camisetas de todas las ciudades de América habían vendido una calcomanía para planchar sobre la ropa que mostraba a Valletta Moore vestida con un traje pantalón con estampado de cebra y patas de elefante, rodeada de las letras de oropel del latiguillo con el que ella sería asociada para siempre, y que había dicho por primera vez en Strutter anda suelto. Los parches en cuestión habían sido producidos por Roach, los reyes de las calcomanías de goma, que se habían repartido todos los beneficios, presumiblemente considerables, con los puntos de venta y los distribuidores de la película.
—¿Quieres que lo diga? —dijo ella, insegura, complacida.
—Creo que ochenta y siete dólares bien lo valen —dijo Archy.
Ella suspiró, cerró el puño una vez, como si fuera el cabezal de un martillo muy pesado, y dijo:
—Haz lo que tengas que hacer. —El puño se abrió a cámara lenta, con los dedos como pétalos de una flor—. Y móntatelo a lo grande.
Ella forcejeó con el acero de la portezuela del coche, resucitó el motor a base de paciencia y diplomacia y se alejó en medio de un chirrido de amortiguadores.
—Móntatelo a lo grande, Valletta —dijo Archy.
Julius Jaffe estaba releyendo sus memorias en progreso, cuyo título de trabajo era Confesiones de un maestro secreto del multiverso. Las había empezado a escribir hacía dos meses en una agenda Moleskine de quince centímetros, presa de un aburrimiento febril, intoxicado de H. P. Lovecraft y con la intención de producir un monumento épico a su soledad y al tedio espantoso que se provocaba a sí mismo. Solo durante la primera noche ya había producido treinta y dos páginas sin pautar. La primera página empezaba así:
Esta crónica de la tristeza está siendo escrita con sangre humana sobre pergamino hecho con los pellejos de marineros ahogados. Su infeliz autor —¡llora por mí, amigo, tú que disfrutas de comodidades!— está apostado junto a la ventana más alta de una torre atacada por las centellas, en un saliente de roca con forma de calavera situado junto a la locura rugiente de un mar polar. Encadenado por el tobillo a un camastro de hierro y royendo el muslo de una rata asada. Garabateando con una pluma desvencijada sobre una bañera puesta del revés, sin más iluminación que la llama grasienta que chisporrotea en una lámpara de sebo. ¡Prisionero de la mala fortuna, juguete del destino, instrumento desgraciado de unos dioses de la malicia que se regocijan en arrancarle las alas a la dorada mariposa de la felicidad humana! Despojado así de libertad y obligado a cargar con ese dudoso regalo que es el tiempo, me propongo aliviar las horas plomizas plasmando esta fiel crónica, las memorias de un rey en ruinas.
La noche después de escribir estas palabras, Titus Joyner había aparecido en el risco de la soledad de Julie, ondeando su garfio en el aire. Desde entonces Julie no había añadido ni una palabra a su crónica del aburrimiento. Ahora cerró la Moleskine y ciñó sus memorias con la pequeña cinta elástica, con el corazón constreñido por una tierna compasión hacia el adolescente que las había escrito en una época ya lejana.
Se oyó un portazo procedente de la entrada y el maestro secreto del multiverso dijo:
—Mierda.
—Titus —dijo Julie—. Es mi padre. Levántate.
Titus Joyner estaba tumbado boca arriba y tenía la cara tapada por una almohada que sujetaba con el brazo doblado. Así era como dormía: detrás de un escudo. Titus el oriundo de Tyler, que Julie se imaginaba como un trozo de la infinita Texas quemado por el sol y carente de horizonte, una ciudad nigromante del Día de los Muertos llena de prisioneros y rosas, donde a Titus lo había criado una severa abuela a quien todo el mundo llamaba Shy. En la imaginación de Julie, Shy iba toda vestida de negro y estaba iluminada por los relámpagos. Pero ahora su abuela estaba muerta y Titus había sido arrojado en manos del destino, reclamado como si fuera una gorra perdida por una tía suya de Oakland, una desconocida de un hogar de desconocidos.
—¡Colega! —dijo Julie en voz baja—. ¡T!
Julie cogió el reproductor de casetes de ocho pistas que Archy le había traído del mercadillo de intercambio de Alameda. Era de color verde tanque, estaba diseñado como si fuera una radio de campaña y tenía una correa de redecilla para que algún Soldado del Funk, suponía Julie, pudiera pasear su rollo marchoso por ahí. Sacó del aparato Innervisions (Motown, 1973), uno de los escasos casetes de ocho pistas de la pequeña colección que había conseguido reunir que Titus aceptaba escuchar, y metió, con un ruido seco y carnoso, Point of Know Return (Kirshner, 1977), consciente de cómo iba a irritar a su padre.
—¿Julie? ¿Estás ahí?
Un grupo de enigmáticas personas blancas de los setenta y del interior del país se pusieron a airear una serie de ideas curiosas sobre el rol del violín y del órgano en un contexto de rock and roll. Titus se apartó la almohada de la cabeza y se incorporó hasta sentarse. Despierto y mirando fijamente a Julie; luego, antes de que Julie fuera del todo consciente de ello, se levantó de la cama. En pelota picada, como decía Titus. Titus hizo una bola con toda su ropa y la cogió en brazos, a continuación fue hasta la ventana, se dio la vuelta y se quedó mirando un armario ropero estilo art-déco que había pertenecido a la bisabuela de Julie. El ropero se abrió con un chirrido de bisabuela y Titus se metió en él.
Julie aceptó aquella maniobra sin plantearse si era necesaria o deseable.
«Él lo sabía. Lo sabía mejor que tú y que yo. Se nota por los dibujos que hacía».
—Esconde la pipa de agua —dijo su padre—. Que subo.
Cogiendo aire con solemnidad, Julie activó su entrenamiento secreto de maestro. Iba a usar su Campo de Silencio, pensó, combinado con su Mueca de Irrevocabilidad Resonante. La puerta se abrió y su padre se asomó a su cuarto, con ojos luminosos y hundidos, con un corte del afeitado en la mejilla y vestido con uno de sus viejos trajes de enrollado de los cincuenta. Tenía aquella mirada escurridiza que se le ponía siempre que había hecho algo que probablemente no debería haber hecho. Julie se dio cuenta de que tal vez no fuera mal momento para confesar su más reciente ejemplo de mala conducta, o por lo menos para aludir a él. Y, sin embargo, había algo que le encantaba en el hecho de que Titus hubiera establecido aquella conspiración con el ropero.
Su padre se puso a olisquear teatralmente el aire de la habitación con objeto de esconder el hecho de que estaba olisqueando el aire de la habitación en busca de residuos moleculares de cannabis quemados.
—¿Estabas aquí sentado sin más? —le dijo.
Julius Lovecraft Jaffe (aunque en su pasaporte el segundo nombre, en virtud de uno de aquellos errores administrativos metafísicos que la realidad siempre estaba cometiendo sobre la verdadera naturaleza de su ser, constaba como «Lawrence») le devolvió la mirada con tranquilidad a su padre. Estaba sentado en su cama, con las piernas cruzadas y enfundadas en su pijama de una sola pieza de batik. No el pijama de una sola pieza de batik que tenía la escalera infinita de Escher serigrafiada en el pecho, sino el que tenía el galeón espacial navegando con rumbo a Tau Ceti a través de un mar de estrellas, comprado la primavera anterior en la sección de mujeres del Shark’s, donde se lo había encontrado con una etiqueta escrita a mano que decía, con caligrafía de arquitecto y empleando unos términos destinados a tocarle las fibras más sensibles del alma: KITSCH ESPACIAL MOLÓN DE LOS SETENTA. Ahora el Campo de Silencio latió sin pausa, espeso como un arroyo de sirope aniquilador. La Mueca abrió senderos al rojo reverberante en el aire que separaba a Julie de su padre.
—¿Qué es eso?
A su padre se le aglutinó la cara en torno a los ojos y se le ahuecaron las mejillas. Parecía un hombre con problemas del oído interno, entre desorientado y a punto de vomitar.
—Dios mío —dijo—. Dime que no estás escuchando a Kansas.
En Brokeland tenían una pequeña cubeta de rock progresivo, pero su contenido evitaba los pináculos y acantilados a favor de los densos matorrales británicos y los enjambres de diéresis alemanas. Como entraras en Brokeland con la intención de vender una copia de Point of Know Return o, por ejemplo, de Brain Salad Surgery (Manticore, 1973), iba a hacer falta una aspiradora Shop-Vac para recoger tus cenizas.
Julie se sacó la billetera del bolsillo de atrás de los vaqueros cortados. Era una billetera de plástico amarillo que tenía impresa una imagen ajada de Johnny Depp con un peinado de los años ochenta y la inscripción 21 JUMP STREET con letras de graffiti de pega. Abrió el monedero de la billetera, en el cual llevaba siempre una selección rotatoria de la amplia gama de tarjetas de visita que había impreso para sí mismo a principios del verano, justo antes de conocer a Titus. Desde entonces, una de aquellas tarjetas bien elegida le había ido de perlas más de una vez para no tener que conversar, sobre todo con sus padres. Ahora eligió una que decía:
JULIUS L. JAFFE
Comisario de arte
—Tengo que admitir —dijo su padre en un tono que sugería que no le costaba mucho admitirlo— que empiezo a estar hasta los cojones de estas putas tarjetas. —Se la devolvió a Julie, que la metió en la billetera y se guardó a Johnny Depp en el bolsillo de los pantalones cortos—. ¿Qué son esos zapatones?
Eran unas Air Jordan de la talla 45, en blanco sobre blanco sobre blanco. Parecían un par de maquetas de destructores imperiales pulcramente atracados en la cubierta de la Estrella de la Muerte. Julie se planteó afirmar eso mismo. Vio que iba a tener que deshacer el Campo de Silencio, por lo menos de forma temporal, y lanzar una Trampa de Engaño.
—Es ese proyecto artístico —dijo—. Ese del que te hablé.
Aquella estrategia, que la madre de Julie denominaba «de confusión», podía resultar sorprendentemente efectiva con su padre, que pasaba tanto tiempo perdido en sus tarareos que a menudo se perdía los acontecimientos del mundo real.
—Ah —dijo su padre.
No tenía ninguna buena razón para mentir; en el fondo, Julie lo sabía. Sus padres tenían que adivinar-barra-entender que Julie estaba medio interesado en la bisexualidad, o quizá era gay, o algo por el estilo. Que le faltaban veinticinco minutos para las gay en punto. Pero confesárselo le daba una pereza terrible; era demasiado difícil explicar lo de Titus. Por ejemplo, Titus era un hetero completamente en punto, con las dos manecillas en el doce, pero eso no le había impedido llevarse hasta el último billete y moneda de la virginidad de Julie durante las últimas dos semanas. Era una cuestión que iba mucho más allá de nimiedades como el sexo, el género o la raza. Julie tenía la sensación de que de pronto su vida, igual que los aminoácidos de la sopa primordial, había empezado a formar nudos y patrones y a complicarse. ¿Cómo confesar que se había estado escapando de casa todas las noches con el monopatín para juntarse con Titus, juntarse en sentido general pero también juntarse de forma literal, poniendo la mano en el hombro de Titus mientras ambos rodaban por las calles de la noche estival de South Berkeley y West Oakland y por las ramificaciones descabelladas del multiverso de sus imaginaciones mutuas? Titus prefería la calle a las cuatro paredes en cuyo interior le habían obligado a refugiarse un destino cruel y una tía chiflada de noventa años, mientras que Julie prefería por encima de todas las cosas sentir con la mano el tacto de los huesos y músculos del hombro de Titus, prefería por encima de todo el traqueteo de sus ruedas y el susurro en que se convertían a su paso todos los árboles, los coches aparcados y los postes de farolas.
—Es para ese proyecto que están haciendo en el Museo Infantil de Habitot —añadió Julie para darle verosimilitud a la cosa—. Las tengo que decorar.
Su padre asintió con expresión de entendido. Era la única forma en que sabía asentir.
—Entonces, ¿qué estás haciendo? —dijo—. ¿Jugar al Marvel?
De hecho, antes de que Titus se quedara dormido, los dos chicos se habían estado turnando ante el portátil de Julie, conectados al Marvel Team-Up Online. Puliendo a sus personajes más recientes, Desseo y la Respuesta Negra, haciéndolos correr con sus capas y sus auroras de energía por las calles atestadas de La bahía de Hammer, en la isla de Genosha.
—Afilándome los dientes —dijo Julie.
—Ajá. No estás fumando hierba.
—Solo crack. Y un poco de opio. Un poco así nada más. —Pellizcó una bolita imaginaria con los dedos—. Joder, papá.
—Porque sabes que si lo hicieras no pasaría nada.
—Sí, papá.
—O sea, no es que no pasara nada, pero si te estuvieras colocando, me gustaría que me lo dijeras, ¿vale?
—Vale.
—No creas que te tienes que esconder ni nada parecido.
—Ya lo pillo.
—Porque es entonces cuando uno empieza a hacer estupideces.
Julie dijo que tenía planeado continuar con su política de toda la vida de evitar las estupideces siempre que pudiera.
—Así pues —dijo su padre—, ¿qué haces ahí sentado sin más? ¿Regodearte en la autocompasión?
—No me hace falta la compasión de nadie —replicó Julie, viendo cómo las palabras se desplegaban por la página de su imaginación con la caligrafía florida que había adoptado mientras escribía con su estilográfica en la Moleskine—. Y mucho menos la mía.
Aquello le arrancó una sonrisa a su padre.
—¿Y tú por qué estás en casa a mediodía? —dijo Julie.
—Mmm… he pasado por casa —dijo su padre—. Supongo que debería regresar.
Cuanto más breves eran las justificaciones de su padre, más estúpida o embarazosa había sido su conducta. Ahora la mirada de su padre se paseó sin ver nada por millonésima vez por los dibujos que Julie había hecho y pegado con chinchetas al techo de listones: los retratos de asesinos proxenetas cibernéticos, los espadachines albinos y ciegos mitad gigante Jotun y el preciado dibujo del Doctor Extraño que Julie había hecho con ceras de colores y un rotulador Flair cuando tenía cinco o seis años. Un póster de Nausicaä y el cartel israelí de Pulp Fiction. La funda interior desplegable de un disco titulado Close to the Edge (Atlantic, 1972) con su mundo de cascadas frescas y enigmáticas que jamás dejaban de verter su azul verdoso en el infinito. Su padre, que no veía nada, que no entendía nada, siempre buscando la frase, la señal, el trozo de conversación que le diera alguna pista. Hacía poco, y de forma inesperada, el cable de fibra óptica que conectaba los continentes del Padre y el Hijo había sido segado por la punta de un ancla misteriosa que se arrastraba por el fondo del océano. Su padre estaba allí plantado en la puerta del desván, con las manos metidas en los bolsillos estilo años cuarenta de la americana del traje, amando a Julie con una cautela llena de vistazos cohibidos que el chico podía sentir y que sin embargo también le garantizaba su propia inutilidad, el hecho de que el amor no ocupaba más que una zona pequeña e improductiva de la Gran Inutilidad que parecía extenderse por toda la superficie de la vida de su padre.
—¿Ha pasado algo con Archy? —dijo Julie.
—¿Con Archy?
—Algo en la tienda.
—¿En la tienda?
—Estás contestando con otra pregunta.
—Lo siento.
—¿Qué has hecho?
—Nada, solo he perdido los papeles.
—Oh, papá.
—Con Chan Flowers. El concejal Flowers.
—Uau.
—Sí.
—¿Ese tío no da un poco de miedo?
—Siempre me lo ha parecido, sí.
—Es un tío chungo, ¿no?
—A veces da esa sensación.
—Pero compra muchos discos.
—Una combinación de conductas demasiado habitual.
—¿Y le has gritado?
—Pues la verdad es que lo he echado —dijo Nat—. Y luego he echado a todos los demás capullos que había en el local.
—Hostia, papá…
—Y luego he cerrado la tienda para siempre. ¿Qué te parece?
—¿Cómo? ¿Para siempre?
—He cerrado el negocio.
—¿Has cerrado la tienda?
—Me ha parecido realmente que no tenía opción.
—¿Para siempre?
—Estás contestando con una pregunta —dijo su padre—. Escucha, estoy bien. Ya se me ha pasado. Ahora me toca volver y pedirle perdón a Arch. Me disculparé con Flowers, con Moby con todo el que haga falta. Las disculpas no cuestan nada, Julie, y tienen una eficacia desproporcionada en relación con su coste. Mi padre solía decirme: «Tú llévalas en el bolsillo del pantalón como si fueran un fajo de billetes y repártelas a mansalva». Acuérdate de eso.
—Vale, muy bien.
—Me solía decir: «Son buenas para los negocios y hacen que el mundo sea mejor».
Estaba claro que su padre tenía un día de altos vuelos, ya estaba adoptando aquel tono como de Groucho Marx. Llevaba años tomando de forma intermitente diversas medicaciones cuyos nombres parecían nombres en clave de hechiceras o de asesinos ninja. Desastrosas desde la primera dosis o bien decepcionantes a largo plazo; todas acababan quedándose demasiado tiempo en la sangre de su padre sin conseguir siquiera ponerle una capa aislante a aquel cable al rojo vivo que tenía dentro. Sus estados de ánimo no seguían apenas ningún patrón ni rotación regular, salvo quizá cierta intensificación durante los meses de septiembre y febrero, pero si Julie había aprendido con el tiempo a vivir sin que lo afectaran los ataques impredecibles de la manía de su padre, también se había habituado a sus secuelas completamente predecibles, por conmovedoras que fueran, en forma de disculpas y remordimientos.
—Me disculparé —dijo Nat—. Y luego volveré a abrir la tienda como si todo hubiera sido, ya sabes, una simple pausa mental. Una falsa alarma. Que todo el mundo vuelva al trabajo.
—Todo el mundo menos Gibson Goode, ¿verdad?
—Qué más da —dijo su padre—. El tipo tiene derecho a vender lo que quiera y donde quiera. Que venga. Pero entretanto, tú anímate. Que todavía te quedan dos semanas del verano.
Con un tenue crepitar, el Campo de Silencio se volvió a activar entre ellos.
«Y lo intentó. Pero se murió antes de poder decírnoslo».
Su padre cerró la puerta. Julie escuchó los crujidos de su descenso por las intrincadas escaleras.
La puerta estrecha y provista de espejo del viejo ropero art-déco se abrió, revelando a la efigie articulada y encogida, semivestida con unos vaqueros planchados, de Titus Joyner.
—Qué pasa, colega —dijo Titus. Poco a poco y con cuidado salió del ropero y se volvió a ensamblar a sí mismo en el suelo del dormitorio de Julie, como un asesino a sueldo montando las piezas de su rifle. Parecía cansado. Olía igual que el vestuario de la YMCA—. Cinco minutos más —dijo.
Se tumbó en el suelo de la habitación de Julie, sobre las hebras enroscadas de una alfombra trenzada, y se desperezó. Cerró los ojos; su respiración se volvió solemne y los movimientos rítmicos de su pecho se ralentizaron. Tenía una capacidad prodigiosa para quedarse dormido de forma furtiva y en el acto. La cama que el destino le había asignado para que pasara las noches era una zona de peligro e insomnio oscuro. Si cerrabas los ojos en aquella casa carente de seguridad, te saqueaban las pesadillas y te violaban los sueños.
—Titus —dijo Julie—. Eh, T.
Nada: dormido. Julie desplegó la colcha de su cama y se la puso por encima a Titus. Era una antigüedad de los años ochenta, Michael Jackson con un traje espacial cutre y una tripulación abigarrada de robots y alienígenas. Julie se quedó mirando al chaval que tenía en el suelo de su cuarto, un chico misterioso caído del cielo igual que el meteorito de Wold Newton, aparentemente inerte y sin embargo atiborrado de la información mutagénica invisible de galaxias lejanas y explosiones estelares.
Julie estaba enamorado.
El título del curso que se impartía durante todo el programa de enriquecimiento estival nocturno del Centro para la Tercera Edad de Southside de la ciudad de Berkeley era «El sampleado como venganza: fuentes y alusiones en Kill Bill». Estaba programado para impartirse todos los lunes durante diez semanas hasta finales de agosto, en una sala polivalente de color beige provista de sillas y mesas plegables donde, en el pasado, Julie había estudiado confección de marionetas, escultura de arcilla e ikebana. Siempre era el más joven de la clase por una diferencia de varias décadas, de medios siglos, y estaba más contento allí entre los ancianos de lo que le parecía posible estarlo entre sus supuestos coetáneos.
Aquel primer lunes de junio, una semana después de graduarse de la Willard Middle School, Julie se había sentado en la primera fila de cinco sillas, en el centro exacto de la sala, a mitad de camino entre el proyector de vídeo y Peter van Eder, que Julie siempre se había imaginado, a juzgar por el tono irritado con que escribía en el Berkeley Daily Bugle, que sería un caballero calvo y rechoncho con gafas de aviador y corbata de punto de puntas cuadradas a quien se podía ver de vez en cuando en los cines California, aguantando con expresión adusta el estreno de El planeta de los simios (tal vez la decepción más grande de toda la vida de cinéfilo de Julie Jaffe, que era un fan loco de Tim Burton) o de Steamboy (otra birria trágica). Sin embargo, Van Eder resultó ser un joven huesudo que no podía haber terminado la universidad hacía mucho. Nuez de Adán grande, huesos de las muñecas grandes, un faldón de la camisa fuera y un pelo largo y correoso y salpicado de caspa o bien de ceniza de sus cigárrulos o de ambas cosas. En la barbilla tenía el esbozo apresurado a lápiz de una perilla.
Julie sacó de un bolso de mano de la Pan Am una barrita de pegamento y un cuaderno de color naranja chillón y páginas cuadriculadas. Dobló pulcramente y pegó al interior de la cubierta el temario de películas que Peter van Eder tenía intención de proyectar y comentar:
Lady Snowblood (1973) de Toshiya Fujita
The Doll Squad (1973) de Ted V. Mikels
El bueno, el feo y el malo (1966) de Sergio Leone
Female Convict Scorpion: Jailhouse 41 (1972) de Shunya Ito
Ghetto Hitman (1974) de Larry Cohen
La historia de Zatoichi (1962) de Kenji Misumi
Melodías de Broadway (1953) de Vincente Minnelli
La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick
36th Chamber of Shaolin (1978) de Gordon Liu
Coffy (1973) de Jack Hill
Julie examinó el temario mientras Van Eder esperaba a que llegaran los dos últimos alumnos de su lista, uno de los cuales, descubrió Julie con interés, era Randall Jones. El señor Jones había sido tanto profesor como alumno en el Centro para la Tercera Edad de Southside, y era a través de él como Julie se había enterado hacía unos años de la clase de confección de marionetas. El señor Jones, cuyos gustos en materia de cine tendían de forma pronunciada hacia los westerns y los policiales más violentos, era alumno habitual de los cursos de cine que impartía Peter Van Eder en el Centro de Southside.
A Julie le produjo vértigo su ignorancia de las películas elegidas por Van Eder, de las cuales solo había visto dos, la de Sergio Leone y Melodías de Broadway. A menos, y esto parecía lo más probable, que existiera otra película titulada Melodías de Broadway, puesto que la película así llamada que Julie había visto con sus abuelos maternos una Navidad en Coconut Creek, Florida, era un delicioso musical con Fred Astaire y Cyd Charisse, cuyos muslos despertaban anhelos vetustos y algo inquietantes en el abuelo Roth. Del resto de títulos y nombres de directores de la lista, había un par que le sonaban. La historia de Zatoichi. Y Kubrick, cómo no.
—¡Atención al pájaro! —dijo alguien.
Cochise Jones, ataviado con un traje de fantasía de tela descolorida de pata de gallo, entró en la sala polivalente con Cincuenta y Ocho gobernando la cubierta de popa de su hombro izquierdo, seguido de cerca por un chaval más o menos de la edad de Julie, tal vez nieto suyo, de piel clara y ojos claros, hombros anchos y caderas estrechas. Julie nunca le había conocido al señor Jones más familia que el pájaro. Cuando el señor Jones vio a Julie, frunció el ceño, con cara pensativa y vacilante, como si estuviera intentando decidir si le tenía que llevar al chaval para presentárselo.
—Este es un amigo de Cincuenta y Ocho —le explicó el señor Jones con cara seria, decidiendo al parecer que no les haría daño presentarlos—. También es fan del señor Tarantino. —Aunque pronunció el nombre más bien como «Tarantini».
—Hola —dijo Julie, enganchando un dedo en el orillo raído de sus vaqueros cortados hasta que dejó de circularle la sangre por la yema del dedo. Atrapado en su horca de hilo de algodón, el dedo índice se le infló y le latió y le dolió y en general se convirtió en sinécdoque del corazón de catorce años de su propietario, así como de aquel trastorno generalizado y global de su pecho pequeño y flaco que era su amor a Tarantino, al mundo o a la humanidad entera—. A mí también me gusta.
Titus Joyner asintió, vagamente divertido (como mucho) por el espectáculo que ofrecía Julius ataviado con sus vaqueros cortados y su camiseta sin mangas, con su reproductor portátil de ocho pistas en el suelo junto a sus pies enfundados en sandalias de plástico de color blanco traslúcido y aquel bolso de mano de color azul vivo que se parecía a los de las azafatas de la Luna de 2001. No dijo nada. Era un chaval delgado, de brazos y piernas largos y desgarbados, con la piel del color del café con leche de soja de Peet. Con un peinado afro pulcro y discreto que tenía cierto aire retro estudiado. Unos ojos cautelosos y burlones, de mirada fría salvo por un fantasma de socarronería, o tal vez fuera un destello de reconocimiento, como si su dueño creyera saber qué etiqueta le correspondía a Julie. Hoyuelo en la barbilla. La ropa pulcra e impoluta: vaqueros oscuros y camisa de botones de tela Oxford y manga corta. Nada elegante, aunque la camisa blanca impecable y la raya que llevaba planchada en la parte de delante de las perneras de los pantalones se las apañaban para darle cierto aire formal. En los pies llevaba aquellas zapas parecidas a destructores estelares imperiales.
—¿Qué tal? —dijo.
Julie se sacó de la billetera una tarjeta recién impresa y se la pasó al chaval. La tarjeta decía:
JULIUS L. JAFFE
Espadachín ronin a sueldo
El chaval mantuvo la misma expresión de sorna en la cara mientras examinaba la tarjeta, pero la examinó. Se la metió en el bolsillo de los vaqueros. Luego fue al fondo de la sala para repanchingarse en una butaca tapizada que había en un rincón.
—LO SIENTO, SEÑOR —dijo uno de los otros alumnos, un hombre con silla de ruedas que hablaba a través de una caja robótica. Julie había visto al tipo desplazarse a toda velocidad por Temescal, en las inmediaciones de Brokeland, con el cuerpo convertido en un juguete en manos de alguna enfermedad brutal. La voz le salía chisporroteando de su caja estilo Hawking—. SEÑOR, DISCULPE, PERO TENGO ALERGIA A LOS PÁJAROS.
—Alergia a los pájaros —dijo el señor Jones, con cara inexpresiva, sin entender cómo aquella afirmación lo podía afectar a él—. Pues lo siento mucho.
—Tal vez podría usted… ¿Puede el pájaro esperar fuera? —dijo Peter van Eder—. ¿O bien…?
Cincuenta y Ocho se hurgó educadamente en los plumones plateados que tenía en el pecho, al parecer sin sentirse ofendido por el giro que acababan de dar las cosas, pero el señor Jones, ya fuera porque le tenía muchas ganas a aquel curso, o bien porque le daba lástima Cincuenta y Ocho, pareció quedarse desolado.
—ES BASTANTE GRAVE —dijo el hombre de la silla de ruedas, con la torsión de su cuello provocándole, sin duda de forma injusta, una expresión soslayada y mendaz mientras lo decía, como si lo que le pasara en realidad era que le daban miedo los loros o bien tenía algo personal en contra de Cincuenta y Ocho—. LO SIENTO MUCHO.
El señor Jones suspiró. Aun en el caso de que él y Cincuenta y Ocho no hubieran sido inseparables, resultaba completamente impensable dejar a un pájaro de una especie rara y cara esperando en un pasillo. Se volvió hacia el chaval que estaba al fondo de la sala. El chaval se quedó mirando al tipo de la silla de ruedas con un horror abierto y lleno de admiración.
—¿Puedes volver a casa en autobús? —dijo el señor Jones.
El chaval compuso sus brazos y piernas y contestó con una fracción de asentimiento de la cabeza, a punto de ser abandonado en aquella sala llena de lisiados y viejos.
—Adiós, Cincuenta y Ocho —dijo Julie—. Adiós, señor Jones.
—ME SIENTO FATAL —dijo el tipo de la silla de ruedas, pero por culpa de la monotonía de su robovoz, resultaba difícil estar seguro de si se refería a los remordimientos que le producía la expulsión de Cincuenta y Ocho o bien al inicio de la anafilaxis.
—Ven, tarugo —le dijo el señor Jones al pájaro.
Van Eder le pasó un temario a Titus Joyner, que le dio las gracias en voz baja, llamándolo «señor» de forma automática. Luego el chaval posó la mirada en el temario y lo examinó. Frunció el ceño. Algo de lo que había escrito en la página lo afligió y lo llenó de indignación y confusión. Se estuvo retorciendo en las profundidades de su butaca hasta que no pudo aguantarse más.
—¿Melodías de Broadway? —dijo.
Su acento sureño entonó el título de la séptima película del temario con un desprecio tan absoluto que llevó a una de las profesoras de piano jubiladas lesbianas y comunistas de aspecto temiblemente monjil que integraban casi exclusivamente el alumnado de «El sampleado como venganza» a levantarse y empezar a repartir máscaras de oxígeno y tanques de aire, a fin de que el resto de ancianos y Julie pudieran seguir respirando y no se quedaran sin aire en los pulmones por culpa del vacío zumbante que siguió a aquel exabrupto procedente del fondo de la sala.
Peter Van Eder parpadeó y pareció ligeramente divertido.
—¿Tienes algún problema con Melodías de Broadway? —dijo.
—Es un musical —dijo Titus—. Y sale, o sea, Sid Caesar.
—Cyd Charisse —dijo Peter van Eder en tono áspero y sin inflexiones, igual que el antiguo profesor de esgrima de Julie, el señor DiBlasio, le habría corregido la postura a Julie con un golpe impaciente en las nalgas propinado con el lado plano de la espada.
El chaval asintió como si aquella corrección lo satisficiera. Cogió su copia del temario y lo sostuvo con los brazos extendidos en un despliegue de miopía que a Julie le pareció paródico.
—Gordon Liu —dijo lentamente y con un escéptico fruncimiento del ceño, pronunciando el nombre chino de tal manera que rimara con «canesú»—. Stanley Kubrick. Cyd Charisse.
Ni las señoras mayores —que eran siete y todas blancas— ni los tres caballeros ancianos (uno de los cuales era asiático americano y llevaba una gorra de los Athletics de Oakland) ni tampoco el tipo de la silla de ruedas parecían ver nada risible ni absurdo en la presencia de Fred Astaire y Cyd Charisse dentro de aquel inventario de violencia desatada y artes marciales. Al contrario, parecían escandalizados, y hasta ligeramente asqueados, por la falta de respeto que estaba mostrando el chico, ya fuera porque eran viejos o porque eran blancos o por ambas cosas. Julie estaba ciertamente escandalizado.
—El mismo Tarantino ha explicado a menudo que sus películas hay que situarlas en el contexto del musical de la gran pantalla, con los estallidos de violencia ejerciendo la misma función narrativa que los números musicales —dijo Peter van Eider—. Como pasa con muchas películas de Minnelli, en Melodías de Broadway tenemos a un personaje femenino fuerte como los que ocupan el primer plano de la obra de Tarantino. Y lo más importante, y me estoy adelantando pero da igual, el mundo cerrado en sí mismo y autorreflexivo de los actores y bailarines que retrata la película prefigura con exactitud ese universo hermético y vacío de maestría física que encontramos en Kill Bill. Además, Melodías de Broadway es un exponente del virtuosismo técnico de Minnelli, que no solo ha reconocido como influencia Tarantino sino también Martin Scorsese. En otras palabras…
Van Eder sonrió, con una sonrisa rígida y genuina que de alguna manera resultaba más horrible por el hecho de ser genuina, en la que había entremezclados una familiaridad obsequiosa y el deseo de poner a aquel chaval en su sitio.
—… hay que respetar a Minnelli, hermano.
Julie quiso morirse de su propia blancura, ahogarse en la marea de la vergüenza que sentía en nombre de toda la gente blanca del mundo que no resultaba enrollada en absoluto cuando se ponía a intentar serlo. Titus Joyner miró a Ven Eder con cara de rencor. Frunció los labios y se puso a menearlos pensativamente de un lado a otro, vacilando tal vez entre reconocerle a Van Eder la sabiduría impartida o bien ofenderse por aquel horrible «hermano».
—Lady Snowblood —continuó Van Eider.
Se estuvo dirigiendo a la clase durante diez minutos, leyendo de una serie de tarjetas de apuntes de diez por quince con voz suave, estupefacta y cada vez más jadeante, como la de un astronauta suplicándole a una supercomputadora que abra la compuerta de una cámara estanca, que era la voz que, por razones desconocidas, Van Eder usaba para impartir información. Tocó los temas del lugar ambivalente de la mujer en la economía japonesa de posguerra, la historia feudal y los valores occidentales, la popularidad en Japón de tebeos como el Snowbird original, la literatura japonesa sobre venganzas, la tensión entre las necesidades individuales y las normas de la comunidad y otros por el estilo. Luego Van Eder encendió el proyector de vídeo, bajó la pantalla y apagó las luces.
Aprovechándose de la oscuridad repentina, Julie se volvió para mirar a Titus Joyner. El chaval se metió una mano en el bolsillo de la camisa y sacó unas gafas enormes, al mismo tiempo redondeadas y cuadradas, de un estilo a medio camino entre el primer Spike Lee y el Miles Davis de la portada de Get Up With It. Bajo la luz parpadeante de la lente del proyector, el chaval vio que Julie lo estaba mirando y una sonrisita le tiró como un anzuelo de la comisura de la boca. A continuación se volvió hacia la pantalla, y el disco se puso a girar dentro del proyector Panasonic, y el ventilador se puso a zumbar, y la banda sonora a crepitar, y los platillos a resonar, y Julie se pasó dos horas soñando con los ojos abiertos.
Era un Kill Bill de ensueño, angelical y atroz, todavía más hermoso, simple y siniestro. Más —conjeturó él— existencial. Por lo menos la Novia, Beatrix Kiddo, había conocido el amor y la felicidad, el compañerismo y la esperanza en el futuro. Hasta en su peor momento, cuando estaba en coma y la estaba violando un palurdo, llevaba el recuerdo dentro de sí, en el espacio vacío que había dejado el bebé que había perdido. Por su venganza rondaba el fantasma de la felicidad. Desde su nacimiento, Yuki Kashima —¡Meiko Kaji, tan delicada y tan macarra!— no había conocido nada más que la maldición de su misión sanguinaria e insensata. ¡Y qué combates con espadas! Criminales y picaros, maestros y alumnos, todos dando estocadas a diestro y siniestro, con sombrillas letales. ¡Y cuánta sangre! ¡Brazos cortados por los aires, sangre sobre la nieve recién caída, cortinas y cataratas de sangre!
Cuando las luces se encendieron al acabar la película, el cerebro antediluviano de Julie fue vagamente consciente de que Van Eder se estaba disculpando por haber excedido el tiempo asignado a su clase, del susurro de los papeles y del chirrido de las patas de las sillas. La biomasa designada como Julie Jaffe se puso de pie y sus sistemas automáticos se hicieron con el control y la propulsaron hacia un pasillo de color beige, sobre baldosas de linóleo de color beige y a través de un mundo de color beige, mientras que, en otro universo, su alma de viajero afilaba su katana y comía arroz con palillos y se hacía un tupido moño en su salvaje melena negra. Julie estaba a medio camino del patio cubierto de nieve donde tenía que librarse el combate existencialmente absurdo y hermoso entre Yuki y su enemigo final —a medio camino de las puertas de cristal del Centro para la Tercera Edad de Southside, que daban a una plaza de cemento con una fuente escultural— cuando oyó un extraño aullido detrás de sí, canino y bajo al principio y elevándose después hasta convertirse en un chillido de desafío japonés paródico.
Julie se volvió de golpe, justo a tiempo para ver al chaval, Titus, echándosele encima, con las gafas guardadas en el bolsillo de la camisa y los ojos en blanco en una mueca de entusiasmo homicida, dando una patada voladora en el aire mientras hacía girar una espada imaginaria sobre su cabeza.
—¡Hiiiya! —gritó, aterrizando a un palmo de distancia de Julie y bajando la espada como si quisiera rajarlo desde el cráneo hasta el coxis. Julie desenvainó y paró el golpe con un solo movimiento ágil y a continuación retrocedió en medio de una lluvia de chispas y dejó que el impulso demente del otro chaval lo lanzara hacia delante con un torpe tambaleo. Cuando el chaval pasó a su lado, Julie le asestó un golpe hacia abajo con el codo izquierdo (quedándose a un pelo de clavárselo en la rabadilla).
—¡Ya!
El otro chaval recobró el equilibrio y se volvió, y los dos intercambiaron una rápida serie de ataques y paradas, simulando con las bocas los choques y el golpeteo metálico del acero contra el acero mientras Titus se alejaba de las puertas de cristal del Centro para la Tercera Edad de Southside y se adentraba en la noche estival.
¡Ya!
¡Ya!
¡Yaaaya!
Mientras las señoras y los vejetes con gorras de béisbol pasaban junto a ellos arrastrando los pies, Julie y su oponente se dedicaron a atacar y esquivar golpes, a dar estocadas, hacer fintas y arremeter. Cruzaron como exhalaciones la ancha plaza iluminada con reflectores, con sus rectángulos de cemento desparramados al azar, brincando a diestro y siniestro y dando vueltas a la fuente del centro. Julie, que contaba en su haber reciente con dos decepcionantes años de lecciones de esgrima, tenía la ventaja de saber lo que se podía hacer con una espada si realmente se tenía una en la mano, mientras que Titus tenía la ventaja que siempre iba a tener: que todo había sido idea suya. Era él quien hacía que sucedieran las cosas, quien las impulsaba, quien se las tomaba en serio durante el tiempo suficiente y con la intensidad suficiente —y en público— para hacer que de alguna manera tuvieran lugar. Julie se puso a perseguirlo y Titus echó a correr entre risas. A continuación saltó al ancho borde de la fuente y cogió aire. Tres lámparas con revestimiento de cemento cruzaban el agua de la fuente, como piedras para cruzar un arroyo, hasta la escultura del centro, una enorme mano mutante de acero titulada Grupo de Baile II que intentaba agarrar el cielo nocturno desde el centro de la fuente. Titus trepó por la palma de acero de la mano abierta y se quedó allí plantado, sonriendo a Julie. En la lejanía de la calle Cuatro, el tren que iba a Sacramento lamentaba su propio paso. El aire olía al cloro de la fuente y a la hierba cortada del campo de fútbol que había al otro lado del Centro para la Tercera Edad de Southside.
—Tío, ¿cómo has dicho que te llamabas? —lo llamó Julie, aunque sabía que estaba rompiendo el hechizo—. ¿Eres el…? ¿El señor Jones es tu abuelo o algo parecido?
A modo de respuesta, Titus saltó desde la escultura al vacío, pasando por encima del agua turbia de la fuente y de los deseos desparramados en forma de peniques y monedas de diez centavos, haciendo girar su espada sobre la cabeza como las aspas de un helicóptero, con una pierna extendida hacia delante y otra hacia atrás en plan corredor de vallas, cubriendo un trayecto de dos metros en horizontal y uno y medio en vertical para aterrizar con una serie de primorosos pasos entrecortados sobre el borde de la fuente. Julie dejó de respirar.
—Soy Titus Joyner de Tyler, Texas —dijo—. Y he venido a desmembrar tu culo rosado de señor Spock marica con bicicleta rosa que lleva sandalias de plástico y canta canciones de Jethro Tull.
A Julie le dio un vuelco el corazón y luego sintió que lo engullía un extraño chisporroteo de asombro, como si fuera un cubito de hielo y alguien lo acabara de echar en un vaso de agua resplandeciente. La noche anterior, él y sus padres habían ido a casa de Archy y Gwen a comer tacos de pescado, que eran especialidad de la casa. Al cabo de un rato, Julie se había cansado de las conversaciones de la mesa y había salido a matar el rato con el reproductor de ocho pistas. En la pequeña parcela de hierba donde los niños del vecindario solían abandonar sus juguetes, Julie había encontrado una bicicleta de chica, rosa y con las empuñaduras del manillar blancas y los neumáticos también blancos. Vestido con una camiseta azul de la sección científica de Star Trek, con el cuello negro y la pequeña «A» voladora en la pechera izquierda, a la que le había cortado las mangas, Julie se había dedicado a dar vueltas y más vueltas con la bicicleta rosa al callejón sin salida, cantando a pleno pulmón a coro con el ocho pistas «Bungle in the Jungle» de Jethro Tull. No se había dado cuenta para nada de que estaba siendo observado por una fría inteligencia de otro mundo. Ahora Julie se quedó mirando boquiabierto cómo Titus Joyner bajaba su arma con fuerza y, tan profundamente interesado como intensamente avergonzado, le permitió que lo matara. Y murió.
—¿Me puedo quedar aquí?
Julie dio un respingo. Titus estaba inmóvil bajo el parapeto de la colcha, con los ojos cerrados, somnílocuo.
—Mmm… vale, sí —dijo Julie—. Mi padre se ha vuelto a la tienda y lo más seguro es que no llegue a casa hasta tarde. Creo que mi madre está en un parto, o sea que lo más seguro es que se pase fuera todo el día. Te puedes duchar. Y yo te podría… como tengo que lavar ropa, te podría lavar la ropa.
Julie, fingiendo un repentino florecer de autonomía y ganas de ayudar en la casa, llevaba dos semanas lavando en secreto la ropa de Titus junto con la suya. Titus solo tenía tres pantalones, cinco pares de calcetines y cinco calzoncillos, pero estaba obsesionado con ir siempre limpio y atildado. El mal aliento le producía un horror que bordeaba lo patológico, y se pasaba una hora adicional al día, por lo menos, acicalándose su discreto peinado afro.
—No, no —dijo Titus—. Me refiero a si me puedo quedar aquí.
—Te refieres a… ¿qué? ¿A si puedes, o sea, venirte a vivir con nosotros?
Desde el momento de su llegada en junio a bordo de un vuelo procedente de Dallas, Titus se había estado quedando, como decía él, en West Oakland, en una ubicación sin revelar; o por lo menos, en una ubicación que se negaba a revelarle a Julie. El señor Jones y Cincuenta y Ocho eran vecinos suyos, eso era lo único que sabía Julie. En la casa donde se alojaba vivían nueve personas en tres dormitorios, todos primos y parientes sin parentesco, todos alojados bajo el régimen furioso y desdeñado de la vetusta tía de Titus, que en realidad era su tía abuela, o tal vez incluso su tía bisabuela. No había nadie en aquella casa —que en la imaginación de Julie rebosaba de locos y psicóticos por todas las ventanas, como si fuera un manicomio de dibujos animados— que supiera o a quien le importara si Titus iba o venía, si fumaba crack o si estaba fabricando un maletín-bomba en el sótano. Y sin embargo, casi todos los días se presentaba delante de Julie con unos vaqueros planchados, una camiseta blanca impecable y una camisa desabotonada por encima, ya fuera la camisa de tela Oxford blanca o bien una de las dos camisas de manga corta a cuadros que tenía, una azul y negra y otra verde y negra. Y las deportivas parecidas a naves estelares y escrupulosamente cuidadas. A Julie lo conmovía misteriosamente aquella escrupulosidad, de manera que no se tomaba el ayudar a Titus como una tarea, sino como un honor. Una oferta de amor.
El casete de ocho pistas pasó al siguiente programa con un traqueteo estridente y Titus se incorporó hasta sentarse, sobresaltado y con los ojos muy abiertos. Se sacó las gafas del bolsillo y Julie se fijó por primera vez en la cinta aislante negra con que había reparado el puente que unía la mitad derecha y la izquierda de sus gafas de Spike Lee. La noche anterior Titus le había producido una impresión extraña al llegar a su cita en Frog Park, pero había estado demasiado oscuro para que Julie viera aquella señal de problemas.
—¿Qué ha pasado? —dijo Julie—. ¿Te has metido en una pelea? ¿Alguien te ha…? ¿Te han dicho que te tienes que marchar?
Titus parecía estar despierto, parpadeando, tragando saliva y secándose la boca con el dorso de la mano, pero su respuesta tardó un buen rato en emerger.
—No quiero hablar del tema —consiguió decir por fin, con una voz que era poco más que un susurro. Luego se quitó aquello de encima—. Quita de encima —se dijo a sí mismo.
Se levantó y fue a la cama de Julie, mirando a través de sus lentes, con expresión de burla, tanto de sí mismo como de Julie por su amabilidad.
—He visto cosas —dijo, poniéndose muy cerca de Julie, lo bastante como para que Julie oliera el aroma a naranja y clavos de la marca de desodorante que él también llevaba, y que al parecer había impregnado a Titus mientras forcejeaban a oscuras aquella madrugada—. Atacar naves en llamas más allá de Orión.
—He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Aquí no te puedes quedar.
—Diles que soy tu amigo imaginario —dijo Titus—. Eres hijo único, venga, hombre, seguro que tienes un amigo imaginario.
—Cuando era pequeño, sí.
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo se llamaba?
—Se llamaba Cherokee.
—Cherokee… ¿Y todavía vive aquí?
Antes de poder entender que la pregunta no era más que una broma, Julie echó un vistazo rápido al desván. Cuando tenía cuatro o cinco años y dormía en la habitación de al lado de sus padres, solía subir aquí arriba y conspirar con su compañero de juegos imaginario. Ahora de Cherokee ya no quedaba nada más que el latido seco y frío de unos dedos indios en la palma de su mano.
—Y segundo, vale, eso va primero, pero segundo, me lo prometiste, T.
—¿Qué te dije? —Titus le dio a la pregunta una entonación brusca y se volvió para examinar el planetario de pequeños mundos de cristal que Julie había fabricado en The Crucible a lo largo de los años y que ahora estaba en un plato sobre la cajonera. Intentaba ahora quitarle importancia al asunto, convencer a Julie de que cualquier cosa precipitada que pudiera haberle dicho era una simple broma, algo insincero y ya olvidado—. Lo único que te prometí —continuó— es que cuando sea un autor de primera fila en Hollywood te dejaré que me ayudes con los guiones. Me acuerdo de haberte prometido eso. No recuerdo ninguna otra promesa.
—Dijiste que irías… ya sabes. —Julie se oyó bajar mucho la voz—. Si yo te acompañaba.
Como si fuera Galactus, como si fuera un ser gigante y celestial que vivía fuera del tiempo, más viejo que las estrellas, Titus cogió un puñado de planetas, se los pasó entre los dedos y los dejó caer tintineando de vuelta en la bandeja.
—Cierto —dijo—. Pero hay un problema, colega. —Soltó una risa amarga y despectiva—. Me da miedo ella. El otro día la oí hablarle en voz baja a él desde el porche porque a él se le había caído una bolsa de basura por toda la acera. Me recuerda a un director de escuela que yo tuve en Texas, tiene esa misma forma de enfadarse en voz baja, en tono suave y razonable… Pero luego el cabrón te expulsaba tres días por tirar un lápiz.
—Sí —admitió Julie—. Ella se pone en plan Eastwood. —Y añadió—: ¿Vas allí muy a menudo?
—Lo he seguido a su casa un par de veces.
—¿Cómo? ¿Lo has estado espiando o qué?
—Mirando nada más.
Julie se imaginó a Titus pasando con su bicicleta por delante de la casa de Archy y Gwen al anochecer, se imaginó el porche destartalado con su cargamento de buganvillas, y cómo aquella vida que Titus no tenía permitido disfrutar o bien no se atrevía a hacerlo se limitaba a pasar de un lado para otro por la pantalla del enorme ventanal como si fuera una película que hubiera que memorizar plano a plano. Luego Titus se dio la vuelta y Julie se quedó pasmado al ver que tenía lágrimas en los ojos.
—A casa de mi tía no pienso volver, eso te lo aseguro —dijo Titus, y un deje genuino e inexpresivo de Texas se le infiltró en la voz. Se quitó las gafas para secarse las lágrimas con el dorso del brazo y las dos mitades se despegaron, la cinta negra cedió y las secciones de la montura rota cayeron ruidosamente al subsuelo de contrachapado del desván—. No pienso volver a esa casa ni loco.
Se quedaron así, separados por quince centímetros y una membrana diamantina del multiverso. Julie deseaba rodear a Titus con los brazos, consolarlo, pero no estaba seguro de que a Titus le fuera a sentar bien aquella manera de tocarlo. De hecho, sospechaba que Titus lo rechazaría. Julie solo lo podía suponer, con una intuición guiada, o incluso completamente informada, por una dudosa e histriónica panoplia de melodramas del gueto, series de policías y letras brutales de temas de rap, y también por el trauma más reciente que Titus había sufrido.
Julie se arrodilló, recogió los pedazos y se los llevó a la mesa de madera desnuda de pino, cuya superficie era un action painting de pintura Testors, chamuscada aquí y allá por las pistolas de encolar y por los elementos resplandecientes de los soldadores, marcada con una escritura cuneiforme ilegible de cicatrices de cúter, donde había tenido costumbre, durante los trances sin límites de su soledad, de ensamblar sus maquetas de vehículos AT-AT de La guerra de las galaxias y de Cazas Alados de Gundam, de adornar sus diminutos ejércitos metálicos de orcos y paladines y de invertir aquel principio sin usar y cada vez más infinitamente complejo de su vida interior, que era la única que tenía. Había tres estantes de plástico bien organizados de cajones para tornillos y clavos, y él hurgó en su interior hasta encontrar un tubo de cola de impacto, con la punta taponada de su pitorro eternamente atravesada, como la herida alegórica de alguna historia del rey Arturo, por la agujita de su tapón rojo. Apretó el tubo para sacar dos gotas y luego juntó las dos mitades de acrilonitrilo de las gafas de Titus con el pulso experto de un constructor de maquetas hasta que se mantuvieron unidas y no quedó ni una fisura visible. Luego se las devolvió a Titus, que probó con cautela la solidez de la unión. Sin sus gafas, se le veía una cara vulnerable y desnuda.
—En fin, son sin graduar —dijo.
—¿En serio?
—Tengo menos de media dioptría en un ojo. Solo las llevo para… mmm… parecer listo.
Se las volvió a poner y un aire blindado, sellado e inexpugnable volvió a adueñarse de los rasgos de su cara.
—Te puedes quedar esta noche —le dijo Julie, y, nada más decir las palabras, sintió una punzada de remordimiento, intuyendo la despedida que contenían. Si Titus aceptaba los términos que Julie estaba a punto de presentarle, el periodo de su amistad secreta tocaría a su fin. Después de ese día, el mundo descubriría la existencia de Titus Joyner, y, en cuanto la conociera, empezaría también a conocer a Julius Jaffe, o por lo menos a creer que lo conocía. Y sin embargo, él no se sentía listo en absoluto para conocerse a sí mismo ni tampoco para enfrentarse al mundo y a sus definiciones—. Después de eso, no sé, ya veremos.
—Mola —dijo Titus—. Joder, gracias.
—Vale, pero con una condición.
—No pienso ni probar el tempé ese. Esa mierda es asquerosa.
—La verdad es que no comemos mucho tempé —dijo Julie, ruborizándose al pensar en lo incorregiblemente berkelenianos que eran él y su familia—. Ni siquiera sé por qué lo teníamos en la nevera. Pero no, no es eso.
—¿Pues qué?
—Ya sabes.
—No —dijo Titus—. Ni hablar. No pienso…
—Tienes que hacerlo. O sea, aun en el caso de que mis padres te dejen quedarte, y no tengo ni idea de cómo se lo voy a explicar, me voy a tener que apoyar, ya sabes, en el hecho de que les mole la idea de que tengo un joven amigo afroamericano con problemas al que ellos puedan auxiliar o algo parecido. Pero no puedes seguir pasando con la bicicleta todo el tiempo por delante de su casa. Es triste.
Julie bajó al cuarto de baño para cepillarse los dientes y, extrañamente pudoroso, cambiarse de ropa. Cuando salió del cuarto de baño, se encontró con Titus sentado en el peldaño inferior del desván, completamente vestido, con la espalda erguida y las manos sobre las rodillas, como si estuviera esperando para comparecer ante un tribunal.
—¿Y si no le caigo bien? —dijo.
A Julie le vinieron ganas de apretujarse al lado de Titus, entre él y la pared de la escalera. De rodear al chico con el brazo, apoyarle la cabeza en el hombro y cogerle la mano. Si fuera la novia de Titus, sería la cosa más fácil del mundo.
—Ojalá fuera tu novia —dijo.
—Calla, maricón —dijo Titus en tono amable.
—Homofobia —dijo Julie. Se sentó al otro lado de Titus, donde había espacio suficiente para que compartieran la escalera sin tocarse—. Tú haz lo que yo te diga y todo irá bien.
Titus se secó la mejilla con el dorso de una mano y se sorbió una vez la nariz. Julie le ofreció un Kleenex. Titus lo descartó con un gesto de la mano.
—Como lágrimas en la puta lluvia —dijo.
De camino a abrir de par en par las puertas de Brokeland a los vientos de la condenación, Archy decidió dar un rodeo y pasar con el coche por el sitio donde había estado el antiguo supermercado Golden State, en la esquina de la Cuarenta y uno con Telegraph, de cuyas estanterías, siendo cachorro, había hurtado toda clase de artículos suculentos y deseables. La cadena Golden State, que era pequeña y solo existía en el área de la bahía, había sufrido algún tipo de implosión mientras Archy estaba en el golfo. El inmueble de la Cuarenta y uno había sido sembrado con la sal del fracaso, y desde entonces ningún negocio había echado raíces en aquel solar maldito. Ni la tienda de plantas de plástico. Ni la que vendía alfombras de fantasía, de esas que solían verse en venta por encima de las alambradas de los solares vacíos, alfombras con retratos de Malcolm X y alfombras de guerreros aztecas que sostenían en brazos a señoritas aztecas muertas en las hebras profundas de nailon de sus brazos.
Archy aparcó y salió del El Camino. Con el mismo espíritu de investigación que lo había llevado a coger prestado a Rolando (no había tenido oportunidad de contarle aquello a Gwen, de mostrarle lo capaz y voluntarioso que era, y ahora mismo, contárselo sería como tirar un centavo dentro de un parquímetro). Archy se aplicó al estudio de aquel bloque de fracaso extraído de la zona más amplia de vicisitudes que era su ciudad natal. Intentó ver el lugar con los ojos de un hombre de negocios exitoso como Gibson Goode que aparecía en las listas de hombres más ricos: como si fuera algo que, a diferencia de una planta de interior de plástico, se podía hacer que creciera. Examinó los escaparates entablados y la barrera de hierro oxidado que rodeaba el corral vacío de los carritos de supermercado. El círculo misteriosamente virginal de cemento blanco allí donde, en el nexo de todos los deseos terrenales, había habido un tiovivo en miniatura con caballitos de fibra de vidrio que funcionaba con monedas, cuyos caballitos giraban rechinando en sus órbitas diminutas de una forma que solo a un niño le podría haber parecido mágica. Mientras caminaba hacia la parte de atrás del edificio, hasta la zona de carga con sus persianas cerradas y precintada con cadenas, vio a un hombre rechoncho ataviado con un chándal de color turquesa y unas zapatillas de deporte que parecían aves tropicales, hablando en voz baja por un teléfono móvil. Unas enormes gafas de sol de plástico color turquesa le escondían al hombre la parte superior de la cara, pero la parte inferior compuso un mohín de preocupación.
—Hola —dijo el hombre en voz baja.
—Qué tal —dijo Archy, centrando su atención de experto en el bloque de hormigón completamente carente de interés y de rasgos propios que era la parte de atrás del edificio.
Se acarició la barbilla y asintió, como si estuviera confirmando algún rumor sobre la construcción del edificio, como si estuviera reparando en que la proporción entre la anchura y la altura de los bloques de hormigón replicaba una información que Dios había ocultado en las obras de Pitágoras o en las pulsaciones radiofónicas de las estrellas. Siguió caminando lentamente sin dedicarle un segundo vistazo al tipo de las zapatillas chillonas, bajando por la Cuarenta y uno en dirección a la carretera Veinticuatro como si tuviera algún asunto urgente que atender.
La calle Cuarenta y uno era todo cielo y cables y horizontes quebrados de tejados y, al igual que muchas calles que habían sido cortadas por la mitad por la construcción de la autopista Groove-Shafter, después de tantos años todavía tenía una atmósfera aturdida, como un hombre que ha recibido un golpe en la cabeza y baja tambaleándose sin sombrero desde Telegraph y se cae de narices en el paso elevado. Archy sintió que se le inflaba una burbuja de fracaso dentro del pecho. Entre la época de los tiovivos en miniatura y los paquetes de Ding Dongs robados frenéticamente y aquella tarde en el yermo del aparcamiento del Golden State parecía mediar un abismo infranqueable. Como si su historia no le perteneciera a él sino a otro hombre más digno de ella, un hombre que no la hubiera traicionado. Sintió, y no por primera vez en lo que iba de jornada, que llevaba sin tomar ni una sola decisión sabia en su vida personal ni profesional desde 1989, cuando había aceptado una invitación improvisada para tocar de forma puntual en un concierto de Funkadelic celebrado en el Warfield (Archy era por entonces miembro de una banda de tributo a Parliament-Funkadelic llamada Bop Gun), después de que Boogie Mosson quedara fuera de circulación por una intoxicación alimentaria. Y aquello tampoco había sido ninguna decisión tomada por él, puesto que una petición de George Clinton constituía una voz incuestionable y procedente de la cima de una montaña muy alta. Archy estaba cansado de Nat y estaba cansado de Gwen y de su embarazo, que amenazaba con revelar todas las simas insospechadas de la incapacidad de él. Estaba cansado de Brokeland, y de los negros, y de los blancos, y de todas sus conspiraciones y rencores, de sus fingimientos, sus chanchullos y sus corrupciones, Y sobre todo estaba cansado de ser un reducto solitario, un último superviviente, el último coco que colgaba de la última palmera del último atolón que se interponía en el avance de la ola enorme del capitalismo tardo-moderno, esperando a ser arrasado.
Siguió la Cuarenta y uno por donde esta se curvaba para desembocar en la Cuarenta y dos y a continuación giró a la derecha y se encontró a sí mismo, hablando de supervivientes solitarios y del trayecto fatal de la tsunami, delante de la pastelería de Neldam. Había un vejete con pelusa de barba, del tipo que en la infancia de Archy se conocía como vagabundo, sentado en un cajón de leche puesto del revés un poco más allá de la entrada, comiéndose con satisfacción evidente una bolsa de bollos en espiral.
—Muy buenos esos bollos —rememoró Archy.
El vagabundo dejó de masticar y miró a Archy con una expresión soñolienta pero de alguna forma astuta, probablemente intentando decidir si Archy estaba intentando gorronearle un bollo o sacárselo con amenazas.
—Este es mi almuerzo —dijo en tono de disculpa—. Y también mi desayuno.
—No tengo intención de estropearte el almuerzo, hermano —dijo Archy—. Yo siempre fui un forofo del Sueño de Nata.
Cuando era chaval, el Sueño de Nata de la Neldam —un pastel de chocolate blando, parcialmente glaseado con témpanos y tundras de nata montada— era un prodigio, un milagro, cinco dólares prohibitivos que las señoras rácanas pero golosas se gastaban una vez al año para celebrar la llegada al mundo de algún niño gordinflón sin padre y sin madre.
—Bueno, pues, entra y cómprate uno —dijo el vagabundo—. Parece que te hace falta.
—Pues igual sí —admitió Archy.
Entró en la pastelería, con sus expositores curvados y su pálida paleta de colores grises y rosados estilo años ochenta. Respiró muy hondo, y el olor del local, los fantasmas olfativos del limpiador Pine-Sol y del caramelo y de los sueños de nata desaparecidos largo tiempo atrás, lo llenaron de una sensación de pérdida tan poderosa que a punto estuvieron de tumbarlo. Los pasteles y las galletas de la Neldam no eran de primera clase, pero tenían cierta sinceridad anticuada, cierta forma humilde de ser fabulosos, que conmovía a Archy en aquella época en que todo lo bueno de la vida estaba o bien sintetizado en cubas de ciborgs transgénicos o bien cultivado a la sombra en huertitos diminutos por un colectivo budista de neopaganos ciegos y ex carmelitas. Y ahora también se comentaba que a la Neldam le quedaba poco para cerrar.
—Necesito un Sueño de Nata —le dijo a la mujer que estaba detrás del mostrador.
Se trataba de una filipina diminuta y de mirada dura que no tenía ni tiempo ni paciencia para la tristeza de él.
—¿Grande o pequeño? —le dijo.
—¿Son las únicas opciones que tengo? —dijo Archy.
Se comió la mitad del pastel enorme en el coche, usando un tenedor-cuchara del Vik’s Chaat, con manchas amarillas de cúrcuma, que había exhumado del estrato más profundo de su guantera. Se lo zampó a cucharadas enormes, emitiendo suspiros y exclamaciones de oso, y descubrió que el Sueño de Nata era, a diferencia de la mayoría de cosas del mundo, casi tan bueno como él lo recordaba. Aquel descubrimiento, junto con los ya esperados encantos del azúcar, la grasa y el chocolate, hizo que le reflotara el ánimo y lo armó del valor suficiente para hacer frente a su melancólico destino de comerciante con la inconsciencia de costumbre. Dejó para más tarde la mitad del pastel en su contenedor de cartón rosado, cubierto por una pila de periódicos sobre el asiento del pasajero, y se limpió la boca con el dorso de una multa por mal aparcamiento que, igual que el destino de Brokeland Records, había caído víctima del código moral Stallings de negligencia estudiada.
—En fin —se dijo a sí mismo.
El letrero de abierto-cerrado que colgaba de la puerta de Brokeland fue girado por tercera vez en lo que iba de día. Archy regresó a su puesto detrás del mostrador y se preparó para reanudar su inventario solitario de los restos musicales del difunto Benezra. Mientras lo hacía, fue consciente de que todos sus actos tenían cierto aire conmovedor de dedicación trágica, como las rutinas diligentes de un piquete condenado que realizaba su guardia en solitario mientras al otro lado de las colinas vecinas la horda de bárbaros ya montaba en sus caballos conquistadores. Luego la puerta de la tienda se abrió de golpe y entraron en Brokeland unas Adidas con pico de tucán, seguidas de su ocupante, que iba, como siempre, una fracción de segundo detrás y escorado tres grados a la izquierda.
—Mierda, Tortuga —dijo con amargura teatral aquel hombre de estructura en voladizo—. Has herido mis sentimientos.
Archy había estado presente, a finales de los setenta, mientras aquellos andares eran primero postulados y después laboriosamente diseñados para funcionar como variante pedestre de la Inclinación del Gángster que William DeVaughn mencionaba en su canción «Be Thankful for What You Got» (Roxbury 1974) a modo de condición previa necesaria para Ser un Enrollado.
—Ahí frotándote ese velero que tienes pegado a la barbilla. Con cara de estar pensando: «Cielos, qué ejemplo tan interesante de jerga urbana comercial, tengo que consultar mis apuntes». Como si no me estuvieras viendo.
—¡Kung-Fu! —dijo Archy, saliendo de detrás del mostrador para intercambiar un choque de puños y un abrazo con Walter Bankwell, el que había sido su mejor amigo desde el parvulario hasta el último año de la Oakland Tech, ahora cinco kilos más gordo y veinticinco centímetros cuadrados más calvo que la última vez que Archy lo había visto. Walter Bankwell era sobrino de Chan Flowers y de joven había pasado una temporada con los cadáveres. Conduciendo el coche fúnebre a toda pastilla, llevando un busca encima por si se daba algún caso de cadáver y despidiendo aquel olor que recordaba al agua de un jarrón de flores. De alguna manera, sin embargo, el chaval se las había apañado para deshacerse de su tío. Se había metido en el negocio musical y se había puesto a hacer de representante de una serie de sellos independientes de hip-hop que habían acabado todos cerrando. Había hecho de manager de una serie de raperos de talento limitado, uno de los cuales casi había llegado a ser grande, más o menos, en la zona metropolitana de Los Ángeles. Entretanto se había dedicado a meterse regularmente en líos con la policía, con Hacienda, con ejecutivos de discográficas y con las madres de las chicas a las que a sus clientes les gustaba tirarse. Y siempre, toda la vida, Walter se había movido en aquella proporción del cincuenta y uno por ciento listo / cuarenta y nueve por ciento estúpido. Hacía unos años la había cagado hasta el punto de llevarse una grave paliza por parte de un mañoso de Long Beach, que lo había mandado al hospital, a rehabilitación y fisioterapia. Aquel cuarenta y nueve por ciento de Walter le había acabado costando la visión de un ojo—. ¿Qué pasa, chaval?
—Bah, ya sabes.
—¿Trabajando?
Walter se alejó un paso de Archy con su chándal deslumbrante y del mismo color verde enfermizo de los tubos luminiscentes, mientras a los lados de la cara le brotaba lentamente una sonrisa larga burlona.
—¿Qué? —dijo Archy.
—Igual que en los viejos tiempos, Tortuga Stallings, rondando por el supermercado Golden State. Imagino que llevas un Orange Crush de dos litros escondido en los pantalones y dos paquetes de Now and Laters.
Lo pronunció «Nihilators», tal como solían hacer.
—Ja —dijo Archy.
—He venido a inspeccionar a la competencia, supongo. Tengo que abrir ese Garito y necesito montar un departamento de vinilos de segunda mano el doble de grande que el que tenéis aquí.
—Eso no lo sabe nadie. Y en todo caso, es como comparar el tocino con la velocidad.
—Luego me verás salir por la puerta y te pondrás en plan: «Oh, mierda». Corre, Tortuga.
—Vete a la mierda, Walter. La última vez que me escapé de algo fue en 1991, en Kuwait, y fue de un murciélago que tenía la rabia.
—Te estoy tomando el pelo, hombre. Mira esto.
Walter metió la mano en uno de los bolsillos con cremallera de su chaqueta de chándal y sacó una cajita de tarjetas de visita, una bonita caja de hojalata de aspecto antiguo que tenía una piedra grande y blanca que te quería convencer de que era un diamante. Walter sacó una tarjeta y se la dio a Archy. Estaba impresa con tinta negra y roja, con el logotipo familiar de la pisada de una pezuña en medio tono por detrás del texto.
—«Relaciones con la comunidad» —leyó Archy—. «Grupo de Entretenimiento Dogpile». ¿Desde cuándo?
Walter se encogió de hombros.
—¿Desde antes de que tu tío cambiara de opinión…? —Aun antes de ver aparecer la sonrisita en el labio inferior de Walter, Archy se dio cuenta de que era una pregunta estúpida—. Ah, vale —dijo—. Ya entiendo.
—Quid pro quo —dijo Walter—. Tal como se suele decir. Una mano rasca a la otra.
—Walter el sobrinito —dijo Archy—. Ya lo empiezo a entender.
Un chaval rechoncho, de cara blanda, asmático, propenso a las fiebres, al que tenían que hospitalizar a menudo, supuestamente idéntico al único hermano de Chan Flowers, que había muerto, Walter siempre había sido el favorito de Chan, lo cual le permitía escabullirse cada vez que los demás sobrinos se metían en líos. Con todos los respetos para el cinismo en sí y para el señor Mirchandani, su profeta, a Archy le costaba creer que Flowers fuera a condenar Brokeland a cambio de una simple comisión ilegal. El concejal no olía a aquella clase concreta de corrupción. Pero si lo estaba haciendo para echarle una mano a su sobrino, que ya no era ningún chaval, llevaba los últimos diez años metiéndose en líos y solo tenía un ojo, tal vez sí que Archy podía imaginárselo.
—«Relaciones con la comunidad» —dijo Archy—. El señor Gibson Goode.
—Trabajo para G Bad.
—¿Y G Bad sabe que tienes una enfermedad congénita que te hace ser mentiroso de nacimiento?
—Vacaciones pagadas. Convenciones de empresa en Hawai. Seguro médico.
Walter intentaba que todo aquello pareciera normal y correcto, pero Archy lo conocía demasiado bien como para no captar el asombro casi desesperado que le iluminaba la cara. El hecho de que se avecinara algo así, un helicóptero provisto de un gancho que lo sacara de la espuma y los remolinos del agua helada… Un sueldo estable, beneficios extrasalariales… Archy se imaginó cómo sería volver a casa con aquellas cosas en la mochila, afrontar la cara de reproche que le pondría Gwen si él le llevara una noticia así, la ganancia del cincuenta por ciento en paz doméstica que obtendría si pudiera pasar de ser holgazán e infiel a ser meramente lo último. Una pila de monedas de cuarto de dólar para el parquímetro, que sacaran la aguja de la zona roja y la llevaran a la derecha del todo.
—Sí, tiene una pinta tremenda, Walter —dijo Archy—. Y te deseo lo mejor. Ahora lárgate de aquí, hostia.
—Tortuga…
—¿Hablas en serio? Esta es mi casa y tú vas y te presentas aquí trabajando para ese engendro comercial corporativo y expansionista.
—A ver, tranquilízate, Tortuga, joder. Ya lo pillo. Ya sé cuánto amor le tienes a esta antigua barbería, con todas sus telarañas y su polvo y su rollo Roger Corman. —Walter contempló las fundas descoloridas y expuestas en marcos de plexiglás, el viejo iBook Edición Almeja del color de las cápsulas de NyQuil que usaban para los inventarios, las cubetas que Archy y Nat habían construido ellos mismos, montándolas sobre ruedas para poder echarlas a un lado y hacer sitio a fin de alquilar Brokeland para aquellas famosas fiestas que ya casi nunca se organizaban. Las arcologías de arañas—. Pero te digo una cosa: Dogpile es una empresa cien por cien propiedad de negros. Cien por cien.
Como si fuera un genio invocado por aquella alusión, Nat entró en la tienda. Traía una caja de rosquillas de la Federación de Rosquillas de la puerta de al lado y tenía en la cara una perilla de azúcar en polvo. Se quedó mirando el espectáculo del chándal y las zapatillas de Walter y por fin pareció reconocer al viejo amigo de Archy con un saludo de la cabeza.
—Ah, sí, mmm… Nat, este es… ¿te acuerdas de Walter Bankwell? ¿Un amigo mío de los viejos tiempos? Walter, este es mi socio, Nat Jaffe. Walter está, ha venido en viaje de negocios y… eh…
—¿Cómo te va? —dijo Nat.
Hizo el gesto de estrecharle la mano, pero Walter levantó los brazos como si fueran un par de antenas absurdas formando ángulos extraños con su cuerpo. A continuación puso las manos en forma de palas, se agachó mucho y barrió el suelo que tenía detrás con un movimiento arqueado de la punta del pie. Debía de ser alguna clase de movimiento de kung-fu estilo grulla, pensó Archy.
Walter se incorporó.
—Hasta luego —le dijo a Archy, pero a Nat no le echó ni un vistazo.
Sus zapatillas salieron de la tienda seguidas al cabo de un momento de Walter, que ahora iba escorado a lo gángster ligeramente hacia la izquierda.
—Solíamos llamarlo Kung-Fu —le explicó Archy.
—¿Y solo ha pasado a saludar?
—Solo.
—Por los viejos tiempos.
—Anda que no hicimos locuras, ese y yo. Cuando yo tenía la edad de Julie.
—Tú todavía no tienes la edad de Julie —dijo Nat—. Julius Jaffe ya nació más viejo de lo que tú eres ahora.
—Eso no lo sé, jefe —dijo Archy.
Hablando del Rey de Roma, estaba plantado en la otra acera de la avenida, delante mismo de la funeraria, levantando el monopatín de un pisotón para cogerlo con la mano, moviéndose nerviosamente al lado de un jovenzuelo de cara solemne y montado en bicicleta al que Archy no conocía. Inspeccionando el local —Archy lo notaba en el centro de travesuras de su cerebro— para llevar a cabo alguna clase de atraco metafísico.
Nat se giró para ver lo que Archy estaba viendo.
—¿Al otro chaval lo conoces? —le preguntó.
Se lo veía perturbado; Archy tenía entendido que recientemente Julie había empezado a alborotarse un poco. Hasta ahora a Archy le había costado imaginarse a aquel chaval metido en ninguna clase de lío que no se pudiera arreglar tirando un puñado de dados de veinte caras.
—Pues no —dijo—. Desde aquí se parece un poco a mi primo pequeño Trevor, pero no. No es Trevor.
—Desde aquí, ¿sabes a quién se parece?
—¿Qué están haciendo los dos ahí plantados sin hacer nada?
—Tal vez estén planeando atracarnos.
—Ja —dijo Archy, experimentando, al oír aquel eco de la primera idea que le había venido a la cabeza, una ligera ansiedad al ver a Sal y Pimienta allí plantados, esperando a que alguien los desparramara—. ¿Es por eso por lo que has vuelto?
—No, Archy —dijo Nat—. No es por eso por lo que he vuelto.
Useless («Inútil»), de James Joyce. Aquel era el chiste que usaba Nat para descalificarse a sí mismo cuando se le olvidaba ir a la tintorería, cuando les desconectaban la línea telefónica porque él no se había acordado de pagar la factura o bien cuando no era capaz de encender un fuego o de hacer funcionar un motor. Un tipo sin talento alguno más que para dar propinas a camareras hastiadas y pasarles piruletas de estrangis a los bebés cuando sus padres no estaban mirando. Condenado a hacer gala de esa inutilidad característica del socialista de tercera generación, uno de los nietos solitarios de Eugene V. Debs, abandonado por la utopía y obligado a conseguir un salario. La historia de la paternidad entre los Jaffe constituía una verdadera crónica de la inutilidad, de la que Nat solo era el último capítulo: una serie de luftmenschen, ineptitudes y bancarrotas que se remontaban al mismísimo Gobernorato de Minsk. Plantado siempre como un memo en la puerta del dormitorio de Julie —«¡puto inútil!»—, ofreciendo su tradicional mezcla de bromas y bravuconadas, una vieja receta familiar. Viendo las desventuras, las dudas y la confusión en los ojos de su hijo y sin tener ni idea de qué hacer al respecto. Sabiendo que, a medida que el chaval creciera, cada uno de aquellos momentos presentaba el riesgo de ser el último. Algo a lo que él tendría que aferrarse para saborearlo, en lugar de permitir que se escabullera en forma de insinuaciones y comentarios ingeniosos.
Carpe diem. ¿Había consejo más útil que aquel?
Nat se acordaba de que, cuando había vuelto a su casa para asistir al funeral de su padre, unas semanas después de que él y Aviva empezaran a acostarse juntos, se había encontrado el viejo ejemplar de Ulysses en una caja de discos de diez pulgadas, sobre todo discos de música clásica y especialmente de Shostakovick. Aquel grueso tomo de tapa blanca editado a principios de los sesenta, con la «U» gorda y la «l» delgada, con el lomo arqueado, los bordes de ante y las páginas amarillas como el filtro de un cigarrillo fumado. Metido entre las páginas del pasaje favorito de su padre —la oración matinal del gato hambriento—, Nat había encontrado un recorte del Times-Dispatch, PROPIETARIO DE QUIOSCO DESBARATA ATRACO. Los hechos habían tenido lugar un domingo por la mañana de 1968 en Shockoe Bottom. El sospechoso, un hombre negro de veintipocos años, había pedido una copia de Bird Fancier que estaba en un estante de detrás del mostrador y había metido la mano en la caja registradora mientras el propietario estaba de espaldas. A un cliente que había intentado intervenir le había propinado un golpe con una pistola. A continuación el propietario del comercio, Julius Jaffe, de cuarenta años, había golpeado al atracador con una pesa (del Times-Dispatch) para aguantar periódicos. Luego había parado diligentemente a un coche de policía que pasaba. Y casi seguro que con su acción había impedido una violencia mayor, puesto que el sospechoso ya había cumplido condena en Powhatan por intento de asesinato y atraco con arma letal. Julius I no era de esas personas propensas a guardar recortes, no era de esos tipos que se dedican a admirarse a ellos mismos; aquella noticia de hacía quince años le venía de nuevo a Nat, que solo pudo sacar la conclusión de que, aunque su padre jamás lo había mencionado, aquel incidente había sido importante para él. Un punto elevado en una vida vivida al nivel del mar y propensa a las inundaciones.
Por entonces, cuando estaba en pleno proceso de llorar la muerte de su padre, el descubrimiento del recorte le había arrancado una sonrisa a Nat. Tres semanas antes, volviendo a casa desde el cine Telegraph Repertory, donde trabajaba de portero, Nat había interrumpido a un atracador que le estaba robando una billetera, un reloj y un pasador tibetano de plata a una joven que a Nat le sonaba por ser clienta habitual del cine, bastante aficionada, por lo visto, a la obra de Elliott Gould, a quien Nat siempre había pensado que él se parecía físicamente. Nat había actuado sin reflexionar, sin plan alguno y sin reservas, y su valor había sido recompensado con un golpe en el estómago y una noche en brazos de la joven, que se llamaba Aviva Roth. Mientras leía el viejo recorte —con lágrimas en los ojos al pensar que el incidente había significado tanto para el viejo Julius que lo tenía guardado entre las páginas favoritas de su libro favorito— a Nat no se le ocurrió, ni por un instante, que llegaría el día en que él también se acordaría de un momento de heroísmo inconsciente de hacía casi veinte años y se daría cuenta de que era lo único útil que había hecho en la vida.
—Primero de todo, vengo a disculparme —le dijo a Archy—. Lo siento. La he cagado.
—Ya veo.
Nat sabía que Archy iba a retrasar un poco el momento de aceptar sus disculpas. Las disculpas eran la otra cara de los berrinches de Nat, y le salían de los labios con tanta facilidad que la gente que lo rodeaba había aprendido a resistirse a ellas con tanta firmeza como se resistían a las pataletas que provocaban su necesidad. Solo había que atrincherarse en la casa de ladrillos y esperar a ver si Nat tenía planeado bajar por la chimenea. Lo hacía siempre.
—Por eso traigo las rosquillas —dijo.
—Se agradecen —dijo Archy.
Abrió la caja, examinó su contenido como si estuviera echando un primer vistazo a una caja de existencias nuevas, y es que, por supuesto, tal como Archy le explicaba a menudo a Nat, existía una profunda analogía espiritual, agujero incluido, entre las rosquillas y los discos de vinilo.
—En fin, que lo siento. He sido un capullo integral. Eso lo primero. Lo siento, lo siento y lo siento. Me voy a disculpar en persona. Con el señor Jones. Con Moby. Con todos.
En el último párrafo de aquel recorte del Times-Dispatch, se había informado, con cierta perplejidad periodística, de que después de desbaratar el atraco, alguien había oído que el quiosquero Jaffe se disculpaba con el atracador frustrado por haberle atizado con un lingote de plomo.
—Vale, vale —dijo Archy, agitando la mano con impaciencia—. Ya lo pillo. Disculpa aceptada. ¿Qué es lo segundo?
—Lo segundo —dijo Nat, y mientras se preparaba para anunciar el segundo punto de su agenda, este le hizo el enorme favor de ocurrírsele: una frase que su padre, que Dios lo tuviera en su seno, jamás había tenido el valor de articular en voz alta, por lo menos delante de Nat— es que no pienso perder esta tienda de los cojones.
—Bueno, de acuerdo.
—Porque no sé tú, pero yo tengo la sensación, Archy, de que si pierdo este sitio… no estoy seguro de tener otro.
—Te escucho.
—Te parece melodramático, ¿no?
—¿Melodramático tú? Ni hablar.
—Porque te lo digo completamente en serio —dijo Nat—. Mírame. ¿Para qué más sirvo, me entiendes? Si se derrite el hielo, ¿dónde vas a poner al pingüino?
—Una pregunta válida.
—¿Adónde voy a ir yo?
—Me estás hablando en un sentido espiritual, ¿no?
—Exacto.
—Además —replicó Archy, diciendo con las cejas: «Prepárate, porque me voy a meter contigo»— de a tu casa, ¿no? Con tu familia.
—Archy, yo quiero a mi mujer, y a mi hijo también. Ya lo sabes.
—Lo sé.
—Eres testigo.
—Lo soy.
—Pero esta tienda es mi mundo. Estos son mis discos, ¿sabes?
—Sí que lo sé, Nat. —Pese a todas las pullas y los asentimientos sarcásticos de Archy, Nat había notado que sus palabras tocaban tierra y cuajaban aquí y allá, como nieve sobre un terreno propicio. Cuando decidías entregar tu mitad del trabajo y de los bienes terrenales a una asociación con un hombre a quien le gustaba ir de moralmente superior, dar sermones y no cortarse un pelo, probablemente se debiera a que sabías que alguien tenía que hacerlo de vez en cuando y ese alguien no ibas a ser tú—. Esta tienda es nuestro mundo.
—¿Lo entiendes?
—Sí.
—Y es por eso que no me voy a quedar de brazos cruzados como un inútil —dijo Nat, después de asimilarlo todo: la sensación de estar atrapado bajo las ruedas del gigante Dogpile que había generado la noticia de Mirchandani; la amargura de su conversación con Julie; el recuerdo de la vida de su padre resumida en un punto de lectura—. Voy a luchar contra ellos.
—¿Contra Gibson Goode?
—Gibson Goode. Chan Flowers. Todos esos cabrones.
Archy sonrió, ni burlón ni del todo satisfecho. Con esa sonrisa que uno le dedica a algo, ya sea bueno o malo, que se presenta justo a tiempo.
—Y tú me vas a ayudar, ¿verdad, Arch? Si te prometo que no voy a hacer ninguna tontería ni perder los papeles… Si mantengo el tono constructivo y positivo… ¿Me ayudarás a pelear?
Antes de poder sacarle una respuesta a Archy —aunque bien mirado, tampoco le hacía falta ninguna respuesta— un ritmo de percusión se infiltró desde el exterior de la tienda, enredándose con el que Jack DeJohnette estaba marcando en el tocadiscos de la tienda; la puerta se abrió de sopetón y entraron los chavales, Julie y el otro. De Julie venían fuertes oleadas de alguna música muy recubierta de teclados Moog y provista de un compás complicado que parecía Return to Forever. El chaval ya no iba a ningún lado sin aquel puto ocho pistas, contoneándose a su ritmo por toda la ciudad con su afro lamentable y sus vaqueros de pata de elefante, como si fuera una especie de duendecillo soul judío. Todos los pesares de Nat y sus anhelos retrospectivos de conectar con su hijo se convirtieron de golpe en irritación. Estiró el brazo hacia el dial del ocho pistas y le bajó el volumen a cero.
—¿Qué es esto? —Nat se giró hacia el otro chaval—. ¿Tú quién eres?
—Muy bien —dijo Julie—. A ver. Papá.
Desde el momento en que había empezado a hablar —con dos o tres años— Julie siempre se había asegurado de comparecer ante el tribunal con sus argumentos perfectamente preparados. Con sus planes de negocios completamente formateados y pulidos. Intrigando, intrigando a más no poder, pero por lo menos mostrándote a las claras que estaba intrigando, que en realidad el hecho de que tú fueras consciente de sus maquinaciones era una parte, y tal vez el elemento crucial, de su plan.
—Este es Titus Joyner. Él y yo nos hemos conocido en mi clase de cine, ya sabes, «El sampleado como venganza», la clase sobre Tarantino, que por cierto es alucinante, esta semana nos ponen La naranja mecánica, que tal vez no sea tan grande como 2001 o El resplandor, pero tal vez esté en tercer puesto, imagino que estaréis de acuerdo.
Nat señaló que estaba dispuesto por lo menos a discutir sobre aquella cuestión —personalmente no le interesaba ningún podio donde no estuviera Barry Lyndon— pero a Archy le estaba pasando algo raro. Estaba mirando fijamente a Titus Joyner, sin parpadear y respirando por la boca. Con una especie de alarma exploratoria, habría dicho Nat, como si acabara de darse cuenta de que se había dejado la cartera en un taxi de una ciudad lejana y estuviera intentando acordarse de cuánto dinero tenía dentro.
—Sí —dijo Julie—. Así pues, volviendo al tema, Titus, di hola, Titus.
—Hola.
—¿Y qué os puedo contar? Titus acaba de mudarse a Oakland, no hace… mira, no hace ni dos meses, desde Texas. Tiene catorce años, es extremadamente inteligente y se porta bien. Juega muy bien al Marvel. Y tiene unos hábitos excelentes de higiene personal, tal como podéis ver.
Ciertamente, el chaval tenía todos los pliegues, los dobladillos y los bajos impecables. Sus uñas eran conchas impolutas.
—Estaba viviendo con su abuela Shy en Texas, pero Shy se murió y ahora vive en casa de una tía suya vieja, loca y, bueno, senil, donde cuando llegó ya había, ¿cuánta gente?, ¿catorce personas?
Se volvió hacia su amigo, que estaba mirando sin verla la famosa fotografía de grupo que había hecho Art Kane de los músicos de Harlem, con pinta de tener las orejas llenas de avispones a los que no quería irritar ni molestar.
—Nueve —repuso con voz queda.
—¡Nueve! —exclamó Julie, como si fuera un número todavía mayor y más indignante que catorce—. Está viviendo en condiciones peligrosas, insalubres y poco higiénicas, y no te sulfures conmigo, ¿vale, papá?, pero le he dicho que, en espera de que tú y mamá tengáis una intensa discusión familiar, él podría… o bueno, nosotros podríamos considerar, teniendo en cuenta que Titus es una persona genial, amable e inteligente, lleno de ideas creativas asombrosas y de una visión cinematográfica que siento la tentación de calificar de realmente innovadora…
—Resiste la tentación —dijo Nat—. Te lo suplico.
—Confiaba en que se pudiera quedar con nosotros. A menos que tal vez…
Julie se volvió hacia Archy. Hasta ese momento se había dejado llevar por una ráfaga de su propio entusiasmo, pero el valor o bien la labia parecieron fallarle cuando vio la expresión de la mirada de Archy, que Nat sintió que solo podía describir, intentando evitar la exageración, como «pánico en estado puro». El apellido Joyner hizo que por fin sonara un acorde de familiaridad en la memoria de Nat, un acorde en mi mayor, dotado de una belleza un poco extraña. Jamila Joyner, una chica a la que Archy había estado arrimado, o arrambado, durante el verano en que él y Nat se habían conocido. Justo después de volver de Kuwait. Una chica que le había durado lo bastante a Archy como para cansarlo y después se había vuelto a Oklahoma. O posiblemente, ahora que lo pensaba, a Texas.
—Bueno —dijo Nat—. Supongo que te tengo que felicitar.
Archy estaba plantado frente al ventanal de su casa como un capitán condenado en el puente de su nave espacial, contemplando la aproximación del BMW negro de su esposa como si este fuera un devorador de planetas. Acariciándose la barbilla, usando intrincadas tablas mentales de cosenos y de ángulos para decidir si la intensidad con que Gwen había reaccionado al asunto con Elsabet Getachew se iba a elevar al cuadrado o incluso al cubo cuando encima se enterara de la existencia de aquel hijo que había aparecido de la nada, o más bien de una nada que al parecer solo conocía Julie Jaffe. El resultado de los cálculos de Archy no fue nada halagüeño.
El BMW se paró frente a la casa y se quedó allí, con las luces encendidas y el calor del motor haciendo reverberar la atmósfera de encima de su capó, con un parabrisas que era una extensión gris azulada y resplandeciente de cielo reflejado. La luz del sol se estaba tomando todo el tiempo del mundo para convertirse en crepúsculo, y la calle a la hora de la cena parecía estar conteniendo la respiración, fragmentada en pedazos de sombras profundas y luz del sol, sin más movimiento que las pequeñas polillas blancas que daban sus puntadas floridas de bordado de estambre a las madreselvas. En el cajón de arena del diminuto parque infantil, docenas de vehículos y aparatos de juguete yacían descoloridos y volcados, ruinas de plástico de colores primarios causadas por algún cataclismo de niños pequeños.
Se abrió la portezuela del lado del conductor. Gwen agarró el marco con la mano izquierda y la portezuela en sí con la derecha y, sacando mandíbula, bajando la cabeza como para enfrentarse a una tarea desagradecida, se impulsó dando simultáneamente un tirón y un empujón, con la barriga por delante, hasta salir del coche y ponerse de pie. Se quedó allí unos segundos, reverberando como el mismo atardecer. Luego metió la mano en la parte de atrás del coche y sacó, no el rifle de asalto ni el lanzacohetes ni tal vez la cuchilla arrojadiza china que Archy se estaba temiendo, sino una botella de aluminio llena de agua y la correa de cuero de su bolsa de los partos. Tiró de la correa para intentar sacar la bolsa por el espacio que quedaba entre el respaldo del asiento del conductor y el marco de la puerta, pero se le quedó encallada. Tiró fuerte y por fin perdió el equilibro cuando algo —la correa, probablemente— se rompió. Cuando fue a mover el respaldo del asiento, se le cayeron las llaves del coche. Rebotaron una vez en el suelo y se metieron debajo del coche. Ella dejó la correa rota colgando y se apoyó contra el costado del coche con un despliegue de desesperación silenciosa.
Archy llevaba la última hora imaginándose un abanico de versiones posibles de la escena del retorno de Gwen, incorporando a aquellas fantasías de furia, reproche y reconciliación toda una serie de elementos procedentes de óperas italianas, de películas pornográficas de mediados de los años ochenta y de filmaciones de tornados que destrozaban Kansas a base de relámpagos y viento. Gwen perdía los nervios tan pocas veces, y con una sensación tan duradera de estarse traicionando a sí misma, que a Archy le costaba imaginarse si podía ir mucho más allá de los acontecimientos sin precedentes que habían tenido lugar aquella mañana. Pero a Archy no se le había ocurrido en absoluto que pudiera volver a casa y a su marido completamente derrotada.
Ella se quedó allí apoyada en el coche, mirando la correa rota de su bolsa de los partos como si sus hebras deshilachadas representaran en clave las intenciones generales que tenía el universo en relación con ella. Archy bajó sin hacer ruido el camino de entrada de su casa, con pasos suaves y cautelosos, notando el pavimento caliente bajo los pies desnudos. Dio por sentado que la tristeza y la fatiga anímica que atestiguaban los hombros caídos de Gwen, su cabeza gacha y toda su versión embarazada de El final de la senda de Fraser, que todo aquello servía para expresar lo mucho que le costaba regresar a los brazos infieles de él.
—Lo siento —dijo, olvidando todos los discursos y fórmulas que tenía planeados—. Gwen, yo… Uau. —Llegó al sitio donde podía verla de frente y le vio las manchas de sangre de la camisa. Las dos suturas con aspecto de antenas que tenía en la mejilla—. Hostia, mujer, ¿qué coño es eso? —Una barra de hierro, fría como el poste de una bandera en invierno, se le hundió en el pecho—. ¿Estás…?
—La sangre no es mía —dijo Gwen en tono amargo, como si quisiera sugerir que por derecho debería serlo. Ella levantó la cabeza y trató de mirarlo a los ojos pero no pareció capaz—. Yo… —Ahora sí que lo miró. Tenía aquellos ojos hermosos de india semínola, misteriosos y de párpados caídos, de un color a medio camino entre el té y la melaza. Se le llenaron rápidamente de lágrimas, como si se le hubiera roto de repente algún dique interior—. La he cagado, Archy.
Ella soltó la correa rota y se echó sobre él. Olor a hospital en el pelo, olor a trabajo duro y fracaso emanando del cuerpo y en algún lugar del medio, un toque misceláneo de incienso. Gwen se desplomó por completo sobre él, como si no tuviera huesos, esperando que él la aguantara, los ochenta y pico kilos que pesaba, barriga y manchas de sangre incluidas, y le echó los brazos alrededor de los hombros. Él decidió hacerlo. La agarró con los brazos como si a ella le acabara de fallar el paracaídas y ahora se estuvieran desplomando los dos juntos hacia el suelo a ciento cincuenta kilómetros por hora, a la merced del viento, los cables y la tela ondeante. Decidió en el acto estar a la altura del desafío de ser el sostén de la situación. Era un marido capaz de ser fiel. Era Superman agarrando la locomotora del tren que se estaba desplomando del puente.
—Todo va a ir bien —dijo él.
En cuanto le salieron las palabras de la boca, Archy se arrepintió de ellas. Aquel desplome o lo que fuera, no tenía nada que ver con él ni con su matrimonio. No era por él que Gwen había sacrificado su dignidad para volver a casa, sino por ella misma, porque necesitaba desplomarse y solo se podía permitir hacerlo en casa. De manera que allí estaba, ensangrentada y exhausta y hecha polvo, y Archy no tenía ninguna puta manera de saber si todo iba a ir bien.
—¿Se ha muerto alguien? —dijo él—. Gwen, cariño. ¿Un bebé? —Ella negó con la cabeza—. ¿Una madre?
—Nadie —dijo ella—. No se ha muerto nadie. El bebé y la madre están bien.
—¿Y tú estás bien?
Ella asintió con la cabeza. Él le puso una mano en la barriga, y como siempre, el contacto lo excitó sexualmente. Había algo exuberante en la curva de su barriga, algo que pedía que lo abrieran.
—¿El bebé?
Ella dejó de llorar de golpe, con un sollozo concluyente, como el último fotograma de película que se sale del rollo.
—El bebé está bien.
—Bueno, pues —dijo él, luchando para detener la erección, que había elegido un momento más inoportuno que de costumbre para desplegarse dentro de sus calzoncillos largos.
—No, Archy, escucha, no puedo… no estoy… Oh, Archy, la he cagado tantísimo…
Ella se dejó caer en el suelo y Archy se dejó caer con ella, el Hombre de Acero arrastrado por la caída del tren. Le dolían los brazos y le temblaban las rodillas. Gwen parecía estar ganando kilos y bebés y fluidos en el saco amniótico por segundos.
—Vamos adentro. Sí. Ponte de pie. No pasa nada.
Él la izó y ella se puso de pie, con las piernas recuperando su función, pero no pareció que pudiera llegar a más que a eso. Le apoyó la cabeza a Archy en el pecho y se quedó descansando. Él estaba pensando: «Me podría quedar así toda la noche hasta que los brazos se me desengancharan del cuerpo y se cayeran al suelo hechos pedazos», sin darse cuenta al principio de lo deliberadamente que Gwen le estaba pegando la cara a la pechera de la camisa, apoyándosela justo en la piel de debajo del cuello de la camisa, y después en el hueco de la garganta, dando bocanadas inquisitoriales de aire.
—¿Por qué hueles a velas? —le preguntó al fin.
Ella dio un paso atrás y se lo quedó mirando. Se sacó un puñado de servilletas de papel del bolsillo de la camisa manchada de sangre y se sonó la nariz.
—Es una larga historia —dijo él—. Ahora cuéntame qué ha pasado.
Ella negó con la cabeza.
—No quiero hablar del tema. He perdido los papeles. Ahora nos van a quitar los privilegios en el Chimes, y Aviva está cabreada conmigo, y lo más seguro es que tengamos que cerrar el negocio, y… y…
Titus Joyner, conduciendo su bicicleta sin frenos, apareció doblando el recodo de la Isla de los Juguetes Perdidos, con la superficie del pecho desnudo tan lustrosa como el aceite para motores. Llevaba el cuello de la camiseta alrededor de la cabeza y el resto colgando por detrás como si fuera un albornoz. A Archy el corazón le dio un vuelco y se le cayó de su estante. Había convencido a Nat y a los chavales de que de momento no hicieran nada, de que no dijeran nada a Aviva ni a nadie más, y mucho menos a Gwen. Archy no negaba que Titus fuera hijo suyo, tal como el chaval afirmaba, y ni siquiera lo cuestionaba en serio. Se acordaba de haber oído que Jamila estaba embarazada de una criatura que él había dado por sentado a medias que era suya, un supuesto a medias que no lo había llevado a protestar ni a emprender acción alguna cuando ella se había ido a tenerlo a Arkansas o a donde fuera. Siempre que Archy oía alguna canción popular de aquella época, de las que habían aportado una banda sonora, por así decirlo, a los aleteos ciegos de sus espermatozoides por el interior a oscuras de Jamila Joyner, se le escapaba como mucho un pensamiento nanomomentáneo acerca de aquella criatura. Pero hasta aquella tarde Titus jamás había representado para él otra cosa que un niñito gordo e imperturbable en edad de aprender a caminar, vestido con el esmoquin más pequeño del mundo, el que llevaba en la única foto de él que Archy había visto, hacía años, y que le había mandado la abuela de Texas junto con la noticia de que Jamila había muerto en un accidente de coche. Sin más comentarios, y sin pedirle para nada el cheque —por la cantidad de trescientos setenta y cinco dólares— que Archy le había mandado, por primera y última vez, a cambio de la foto y de la trágica noticia. Ese día en la tienda se había mantenido a distancia del chico, aunque se había cuidado de no mostrarse frío ni hostil. El abrazo que se habían dado había sido mecánico y Archy apenas lo había sentido en medio del torbellino de emociones que estaba experimentando. Ahora el chico pasó pedaleando a toda prisa, mirando hacia delante, con la cara inexpresiva, sin volver la vista ni hacia Archy ni hacia Gwen, ni a la derecha ni a la izquierda, con aquella camiseta que llevaba como si fuera un pañuelo anudado en la cabeza. Y, exactamente igual que Gibson Goode y que el inminente niñito gordo y estólido que Gwen tenía en la barriga, venía a estropearlo todo.
—¿Quién es ese? —dijo Gwen, mirando fijamente cómo Archy se quedaba mirando al chico que pasaba en bicicleta. A Archy se le debía de haber abierto un poco la mandíbula o bien se le debían de haber abierto mucho los ojos—. Archy, ¿qué pasa?
—Nada —dijo Archy. En el último momento, el chico se traicionó a sí mismo. Su mirada voló hacia Archy y se posó un momento en él antes de regresar al frente—. Yo… nada. No.
Miró cómo el chaval se alejaba y por fin se volvió para encarar la ruina de su mujer, sin saber muy bien qué hacer.
—Espera aquí —dijo.
Fue andando hasta el El Camino, que estaba aparcado en la entrada para coches, abrió la portezuela del pasajero y sacó aquella caja de la pastelería Neldam que más bien parecía un enorme portaaviones de color rosa.
—Por el amor de Dios —dijo Gwen, cogiendo aire de forma temblorosa, con la cara cautelosa pero iluminándosele de forma visible, por lo menos a los ojos expertos de Archy—, ¿qué es eso?
—Sueño de Nata —dijo Archy.