Un chico blanco iba con los pies plantados en su monopatín, con la mano apoyada en el hombro de un chico negro que lo remolcaba pedaleando en una bicicleta sin frenos y de una sola velocidad. Madrugada oscura de agosto, en plena parte baja de la ciudad. Susurro de neumáticos. Rotación granular de ruedas de monopatín contra el asfalto. Verano de Berkeley con su olor a anciana, a nueve estilos distintos de jazmín y a meada de gato macho.

El chico negro se incorporó y soltó el manillar. El chico blanco desenganchó los vagones de su pequeño tren. Cruzando los brazos, el chico negro se agarró los bajos de la camiseta y se la pasó por encima de la cabeza. Se la dejó así, sin quitársela, sin prisa de ninguna clase, mientras rodaban hacia la luz menguante de la siguiente farola. Tal vez al cabo de un momento el chico negro se terminara de quitar la camiseta de un tirón y se la dejara colgada del bolsillo de atrás como si fuera un estandarte. Entonces el chico blanco se impulsaría con el pie, se echaría hacia delante y estiraría el brazo para sentir bajo la palma de la mano el chispazo de la piel negra desnuda. Pero de momento el chaval del monopatín se limitó a deslizarse plácidamente detrás de aquel ciego temerario, en su estela.

Cara de pan, colosal y colocadillo, Archy Stallings estaba a cargo del mostrador principal de Brokeland Records, con un bebé al azar en brazos, ataviado con aquel conjunto de traje de pana color habano y jersey de cuello de cisne de color calabaza chillón que reforzaba su célebre aunque no desfavorable parecido con Gamera, la tortuga gigante voladora mutante del cine japonés. Tenía al niño cogido con el brazo izquierdo mientras con la mano derecha libre se dedicaba a repasar el contenido de la octava de las quince cajas de la herencia del difunto Benezra, unos discos, los de la caja 8, entre los cuales predominaba lo que más le gustaba a Archy: la carne más tierna del jazz, salada y llena de vetas de funk. El Electric Byrd (Blue Note, 1970). Johnny Hammond. Los dos primeros discos en solitario de Melvin Sparks. El Wa-Tu-Wa-Zui de Charles Kynard (Prestige, 1971). Mientras hacía el inventario de todo, Archy escuchaba, cerrando ocasionalmente los ojos con fuerza, la edición cuadrafónica en perfecto estado del Fingers de Airto (CTI, 1972) que les había legado el muerto y que ahora sonaba en el fiel Quadaptor de la tienda, un trasto maravilloso que Nat Jaffe había sacado con sus propias manos de un contenedor de basura y que había restaurado Archy, ex electricista de helicópteros del ejército y titular del treinta y siete y medio por ciento —la última vez se había molestado en comprobarlo— de una diplomatura en ingeniería eléctrica por la San Francisco State University.

La ciencia de catalogar con una sola mano: coges un disco de la caja y extraes la funda de papel de la carátula. Introduces con cuidado los dedos en la funda. Sacas el vinilo con las yemas de los dedos sin tocar nada más que la etiqueta. Inclinas el disco bajo la luz matinal que se cuela por el cristal del ventanal. Esa luz reveladora y compensada del este de la bahía, detallista y compasiva, siempre dispuesta a contarte la verdad sobre el estado de un disco. (Aunque Nat Jaffe aseguraba que el secreto no estaba en la luz sino en la ventana, una enorme y robusta lámina de cristal de Pittsburgh vacunada contra toda clase de engaños durante el periodo de sesenta y pico años durante el cual el local que en la actualidad albergaba Brokeland Records había sido conocido como la Barbería de Spencer).

Archy se meció, con los ojos cerrados, disfrutando del peso del bebé, del olor a grasa que venía de la línea de bajos de Ringo Thielmann y del recuerdo de cómo Elsabet Getachew lo había mirado desde abajo mientras se la chupaba el día anterior en el comedor privado del restaurante etíope Reina de Saba. Recordando el arco catenario del labio superior de ella y cómo la punta de su lengua le había tocado aires de Addis Abeba en la cuerda del mi de su polla. Meciéndose, bailando, disfrutando de aquella mañana de sábado, justo antes de que las botas del vecindario entraran por su puerta dejando un rastro de malas noticias, como si se pudiera pasar el día entero así, o la eternidad.

—Pobre Bob Benezra —le dijo Archy al bebé al azar—. Yo no lo conocía, pero siento mucho que tuviera que dejar atrás todos estos discos tan maravillosos. Por eso no me queda más remedio que ser ateo, por cosas como esta, Rolando; mira todos estos vinilos tan estupendos de los que el pobre se ha tenido que separar. —El bebé ya tenía edad para empezar a conocer el percal, la cruda realidad las cosas que importaban de la vida y la muerte—. ¿Qué clase de paraíso es uno al que no te puedes llevar tus discos?

El bebé, entendiendo tal vez que la pregunta era puramente retórica, no hizo intento alguno de contestarla.

Nat Jaffe se presentó al trabajo de un humor sombrío, tal como le pasaba aproximadamente cinco veces de cada once, o bueno, seamos generosos, cuatro veces de cada nueve. Su mal humor era un casco espacial que llevaba bien encajado y que tenía al pobre Nat atrapado dentro sin forma de saber si la atmósfera era respirable y sin indicador que le dijera cuándo se le iba a terminar el oxígeno. Descorrió el cerrojo, dejando que las llaves tintinearan contra la puerta, haciéndolo todo con una sola mano por culpa de la caja de discos que llevaba debajo del brazo izquierdo. Nat entró con ímpetu y la cabeza gacha, tarareando para sí mismo; tarareando los interesantes cambios de acorde de una canción pop contemporánea por lo demás cutre; tarareando una carta enfadada al descuidado propietario del salón de manicuras que había a dos manzanas de allí, o bien al redactor jefe del Oakland Tribune, cuya página de cartas al director él adornaba a menudo con sus enfados; tarareando los primeros fragmentos de una nueva teoría de las interrelaciones entre la bossa nova y la nouvelle vague; tarareando a pesar de que no estaba haciendo ningún ruido, y es que a Nathaniel Jaffe siempre le resonaba algo en sus profundidades, hasta cuando dormía.

Cerró la puerta con llave desde dentro, dejó la caja en el mostrador y colgó su sombrero de fieltro a rayas grises sobre fondo marengo de uno de los nueve ganchos dobles de acero que también databan de la época de la Barbería de Spencer. Se pasó un dedo por el pelo oscuro, todavía más ensortijado que el de Archy y cada vez más ralo sobre la frente. Se volvió, enderezándose la corbata —ancha como era moda entre los enrollados de los cincuenta, negra con motas plateadas— y tomando nota del estado de la caja 8. Rotando la cabeza varias veces sobre las articulaciones del cuello como si en aquel crujido de huesos y de tensión residiera la esperanza de librarse de lo que fuera que le estaba haciendo tararear.

Caminó hacia la trastienda y desapareció al otro lado de la cortina de cuentas, en la que el hijo de Nat, Julie, había pintado laboriosamente la imagen de Miles Davis disfrazado de santo mexicano, con el corazón sufriente de san Miles al descubierto, envuelto en un enredo de alambre de púas. La semblanza no era perfecta, estaba claro, y a Archy le recordaba más a Mookie Wilson, pero no podía ser fácil pintar un retrato sobre un millar de cuentas de un centímetro de ancho, y poca gente que no fuera Julius Jaffe se plantearía el mero hecho de hacerlo, ya no digamos llegar a intentarlo. Un minuto más tarde, Archy oyó que alguien tiraba de la cadena y después un ataque de tos irritada; a continuación el padre de Julie volvió a salir a la tienda, listo para quemar un día más.

—¿De quién es ese bebé? —dijo.

—¿Qué bebé?

Nat descorrió el cerrojo de la puerta principal y le dio la vuelta al letrero para informar al mundo de que Brokeland ya estaba abierta. Le dio a su cráneo otra vuelta por lo alto de su columna vertebral, tarareó un poco más y volvió a toser. Se giró hacia su socio con una expresión de malicia casi radiante.

—Estamos complemente jodidos —le dijo.

—Por pura estadística, es más que probable —dijo Archy—. Pero, en este caso, ¿de qué manera?

—Vengo de ver a Singletary.

Su casero, el señor Garnet Singletary, el Rey del Oropel, vendía parrillas, anillos de oro y cuerda por metros a tres puertas de Brokeland. Era propietario de la manzana entera, junto con una docena larga de otras propiedades desperdigadas por todo West Oakland. Locales comerciales, almacenes. Singletary era un pez gordo de la información que hacía su ruta migratoria por el vecindario, recogiendo todos los cotilleos y filtrándolos con sus incansables barbas de ballena para obtener los nutrientes necesarios. Jamás había sacado a relucir un solo dólar entre las cubetas de discos de Brokeland, pero aun así era cliente habitual, y se pasaba por allí día sí y día no para hacerles sus habituales auditorías. Para revisar el balance de verdad y trolas del flujo local.

—Ah, ¿sí? —dijo Archy—. ¿Y qué te ha dicho Singletary?

—Ha dicho que estamos jodidos. Pero, en serio, ¿por qué tienes un bebé en brazos?

Archy miró a Rolando English, un jovencito de color moreno oxidado provisto de una boca dulce y de unos buclecillos suaves y castaños sudorosos y pegados al costado de la cabeza, enfundado en un pijama azul de cuerpo entero y envuelto en una manta amarilla de algodón. Archy levantó a Rolando English y oyó un chapoteo satisfactorio en su interior. La madre de Rolando English, Aisha, era hija del Rey del Oropel. Archy se había ofrecido para cuidarle a Rolando durante la mañana, quizá ir a buscar algunas cosas que el bebé necesitaba y tal. La mujer de Archy estaba esperando su primer hijo, y a Archy se le había ocurrido que, dada la inminencia de su paternidad, tal vez podría ensayar un poco antes del 1 de octubre, que era cuando su mujer salía de cuentas, y tal vez mitigar el shock de encontrarse a sí mismo, con treinta y seis años, convertido en padre en prácticas. De manera que él y Rolando habían hecho una excursión a pie hasta el Walgreens, y a Archy no le había molestado nada la caminata con la mañana de agosto tan preciosa que estaba haciendo. Archy había gastado treinta dólares del dinero que le había dado Aisha en pañales, toallitas, leche en polvo, biberones y un paquete de tetinas Nuk (Aisha le había hecho una lista). A continuación se habían sentado los dos en el banco de la parada del autobús que había delante del Walgreens, le habían cambiado un pañal muy apestoso a Rolando English y por fin se habían comido un tentempié: Archy se había zampado una bolsa de rosquillas glaseadas de la Federación Unida de Rosquillas y Rolando English había aceptado conformarse con un traguito de Gerber Good Start.

—Este es Rolando —dijo Archy—. Me lo ha prestado Aisha English. De momento no hace gran cosa, pero es mono. A ver, Nat, deduzco por dos o tres de tus declaraciones previas que estamos jodidos de alguna manera.

—Me he encontrado con Singletary.

—Y te ha dado cierta información.

Nat le dio la vuelta a la caja de discos que había traído consigo, unos treinta y cinco o cuarenta discos metidos en una caja de plátanos Chiquita, y se puso a ojearlos ociosamente. Al principio, Archy supuso que Nat se los habría traído de casa, procedentes de su propia colección o bien discos de la tienda que se había llevado a casa para estudiarlos con más atención, puesto que los límites entre las respectivas reservas privadas de los propietarios y las existencias de la tienda se respetaban con gran meticulosidad. Archy vio que no eran más que malas hierbas. Un disco de Juice Newton, uno bastante malo de la última época de los Commodores, un disco de Navidad de los Osos Amorosos. Basura, fruta tirada a la acera, los posos amargos que quedaban después de que una familia vendiera sus pertenencias. Las discotecas que se quedaban huérfanas siempre llamaban a los dos socios desde el destino al que hubieran sido abandonadas, emitiendo una señal de ayuda que solo podían oír Nat y Archy. «El tío es capaz de ir a la Antártida —había dicho una vez de su marido Aviva Roth-Jaffe—, y volver con una caja de discos de setenta y ocho revoluciones». Ahora, al mismo tiempo esperanzado y carente de esperanza, Nat se dedicó a hurgar en su último alijo, cada uno de cuyos discos tenía el potencial de ser algo magnífico, aunque las posibilidades de que así fuera se dividían por diez a medida que se iba reafirmando el mal gusto de quien los había tirado a la basura.

—Andy Gibb —dijo Nat, sin molestarse siquiera en cargar las palabras de desprecio, simplemente dejando caer unas comillas fantasmales a ambos lados del nombre, como si fuera un conocido alias. Sacó una copia de After Dark (RSO, 1980) y la sostuvo en alto para que Rolando English la examinara—. ¿Te gusta Andy Gibb, Rolando?

Rolando English pareció contemplar el último álbum publicado por el menor de los hermanos Gibb con mayor apertura de miras que su interlocutor.

—Estoy de acuerdo contigo en que es mono —dijo Nat en un tono que implicaba que no pensaba ir más allá de eso, como si él y Archy hubieran estado discutiendo al respecto, algo que Archy no recordaba que hubiera sucedido—. Dámelo.

Archy le pasó el bebé a Nat, notando un calambre en el hombro solo después de soltarlo. Nat cogió al bebé con ambas manos por debajo de los brazos, rodeándole el cuerpo entero, y lo levantó hasta tenerlo cara a cara. Rolando English se las apañó para mantener la cabeza en alto y sostenerle la mirada a Nat con el mismo aire de estar dispuesto a perdonarle la vida a alguien, a Andy Gibb, a Nat Jaffe o a quien fuera. El tarareo de Nat se volvió suave como una nana mientras se escrutaban el uno al otro. El pequeño Rolando tenía un tacto agradable y sólido, como un montón de calcetines enrollados y embutidos dentro de un calcetín más grande, denso y soñoliento, nada que ver con esos bebés escuálidos y parecidos a polluelos que uno se encuentra de vez en cuando.

—Yo antes tenía un bebé —recordó Nat, en tono elegiaco.

—Me acuerdo.

Aquello fue en la época en que se habían conocido, tocando en una boda en aquel club de naturistas que había en Joaquin Miller. Archy, que acababa de volver del Golfo, había llegado en el último minuto para sustituir al bajista que tenía Nat por entonces. Ahora aquel bebé Julius, tenía quince años, y Archy opinaba que seguía siendo el mismo frikazo encantador de siempre. Oía armonías secretas, escribía poesía en Klingon y se pintaba caras de Jack Skellington en las uñas. Solía ir al parvulario con leotardo y tutú, volvía a casa y se ponía a ver Color Me, Barbra. Ya con tres o cuatro años tenía propensión a soltar peroratas igual que su padre. A contarte que la tortilla a la francesa no venía de Francia ni el chocolate suizo de Suiza. Ya mostraba cierta tendencia a enredarse con el protocolo de las preguntas. Últimamente, sin embargo, parecía pasarse mucho tiempo transmitiendo mensajes en algún código secreto adolescente, que solo los padres podían descifrar, y diseñado para sacarlos de sus casillas.

—Los bebés molan —dijo Nat—. Pueden dar besos esquimales. —Nat y Rolando se pusieron a ello, nariz con nariz, con el bebé allí suspendido y echándole paciencia—. Sí, Rolando es buen tipo.

—Eso me ha parecido.

—Tiene buen control de la cabeza.

—¿Verdad que sí? —dijo Archy.

—Por eso lo llamamos Harry Cabeza-Control, ¿verdad? Claro que sí. Harry Cabeza-Control. Está para comérselo.

—Supongo. La verdad es que no como muchos bebés.

Nat examinó a Archy de la misma manera en que Archy había examinado la cara A de la copia que había tenido el difunto Bob Benezra del Kulu Sé Mama (Impulse!, 1967) en busca de razones para reducirle el valor.

—¿Y qué? ¿Estás ensayando? ¿Es la idea?

—Esa era la idea.

—¿Y cómo te está yendo?

Archy se encogió de hombros, adoptando un aire de heroísmo modesto como el que adoptas cuando alguien te pregunta cómo demonios te las has apañado para salvar a cien huérfanos atrapados en un avión de carga en llamas que estaba a punto de colisionar con un asteroide. Mientras se hacía el modesto con Nat, Archy supo —sintió, igual que había sentido aquel dolor con forma de niño en el brazo izquierdo— que ni su capacidad ni su voluntad de cuidar a Rolando English durante una hora, un día o una semana, tenían nada en absoluto que ver con su voluntad o capacidad para ser el padre del niño inminente que ahora estaba recibiendo los últimos ajustes del sistema respiratorio y endocrino en el laboratorio a oscuras del útero de su mujer.

Limpiar un culo, untar un pezón de crema Carnation o limpiar vómito de leche con un trapo de cocina, todo aquello no eran más que tareas y procedimientos, una serie de pasos, igual que el resto de las cosas de la vida. Deberes que cumplimentar, momentos de tedio que dejar atrás, cambios que soportar. Como poner tu raciocinio a trabajar para desentrañar un compás complicado de On the Corner (Columbia, 1972) o uno de los pasajes menos inteligibles de las Meditaciones (Archy estaba leyendo a Marco Aurelio por nonagésimo tercera vez), o tal vez examinar con una sola mano el contenido de una caja de discos interesantes, y casi sin darte cuenta ya había llegado la hora de la siesta, mamá estaba en casa y tú eras libre de regresar a tus asuntos. Era como estar en el ejército: el secreto era tener cuidado, encontrar un sitio fresco y seco donde aposentar la mente y esperar a que todo se acabara. El problema, por supuesto (se dio cuenta, experimentando toda la presión de un pánico que llevaba meses flirteando con él, sobre todo a las tres de la mañana, cuando lo despertaban los incansables movimientos en la cama de su mujer embarazada, un pánico que la sesión de práctica con Rolando English había intentado aliviar, al parecer, en vano), era que aquello nunca se iba a acabar. Nunca se llegaba al final de ser padre, daba igual dónde aposentaras la mente o cuántos pasos de la serie siguieras. Ni siquiera si te morías. Daba igual que estuvieras vivo o muerto o a miles de kilómetros de distancia: siempre se te iba a exigir un trabajo que no era ni un procedimiento ni una serie de pasos, sino algo que exigía tu atención plena y constante sin pedirte necesariamente que hicieras, ejecutaras o dijeras nada de nada. El padre de Archy los había abandonado a él y a su madre cuando Archy no era mucho mayor que Ronaldo English, y aunque durante unos años, durante el breve auge de su carrera, Luther Stallings había seguido yendo a verlos, pagando con puntualidad su manutención y llevando a Archy a ver partidos de los Athletics, al Parque Great America de Marriott y a sitios por el estilo, había algo más que se requería del viejo Luther pero que nunca se materializaba, una parte de él que nunca aparecía, aun cuando Archy lo tenía al lado. La paternidad imponía una obligación que iba más allá del dinero, de la presencia corporal o del tiempo, una presencia que no era ni física ni se podía medir con relojes: abierta, eterna e invisible, como el compromiso que tenía la gravedad con las estrellas.

—Sí —dijo Nat. Por un segundo el cable que tenía dentro se distendió—. Los bebés son monos. Luego crecen, dejan de ducharse y se hacen pajas en los calcetines.

Una sombra se materializó en el cristal de la puerta y al cabo de un momento entró S. S. Mirchandani, con aspecto acongojado. Y el tipo tenía una cara perfecta para la congoja: los ojos caídos, los carrillos caídos y una barba parecida a un manchón de tinta derramada donde se acumulaban las lamentaciones.

—Caballeros —dijo, con aquella forma siempre elegiaca y meticulosa que tenía de pronunciar el inglés estándar, reminiscencia de una época mejor y más civilizada—, están ustedes jodidos.

—Me lo dice todo el mundo —dijo Archy—. ¿Qué ha pasado?

—Dogpile —dijo el señor Mirchandani.

—El puto Dogpile —ratificó Nat, tarareando otra vez.

—Empiezan las obras dentro de un mes.

—¿Un mes? —dijo Archy.

—¡El mes que viene! Eso he oído. Nuestro amigo el señor Singletary ha estado hablando con la abuela del señor Gibson Goode.

—El puto Gibson Goode —dijo Nat.

Seis meses antes de aquella mañana, en una conferencia de prensa con el alcalde a su lado, Gibson «G Bad» Goode, ex quarterback destacado en la liga de los Pittsburgh Steelers, presidente de Dogpile Recordings y Dogpile Films y director de la Fundación Goode, además del quinto hombre negro más rico de América, había volado a Oakland en una aeronave personalizada de color rojo y negro, rebosante de planes para abrir un segundo «Garito» de Dogpile en el enclave donde mucho tiempo atrás había estado el antiguo supermercado Golden State de Telegraph Avenue, a dos manzanas al sur de Brokeland Records. Todavía más grande que su gigantesco predecesor en Culver City, el Garito de Oakland incluiría un multicine de diez salas, una zona de restaurantes, un salón de máquinas de videojuegos y una galería con veinte locales comerciales encabezada por una tienda Dogpile de tres plantas, una de música, otra de vídeo y la tercera para todo lo demás (libros, principalmente). Igual que la tienda Dogpile de Fox Hills, el nuevo buque insignia de Oakland ofrecería una abundante selección de música y vídeo de interés general, pero iba a estar especializada en cultura afroamericana, «con su enorme diversidad», como Goode había explicado en la conferencia de prensa. Goode tenía unos bolsillos profundos, y sus anhelos imperiales iban de la mano con la conciencia social; la finalidad principal de abrir un Garito no era ganar dinero, sino reactivar de un plumazo el corazón comercial de un vecindario negro que había quedado aislado durante los días de gloria de la construcción de carreteras en California. Nadie lo había mencionado en la rueda de prensa, pero a juzgar por cómo funcionaba el Garito de Los Ángeles, se podía deducir que la nueva tienda no solo vendería discos compactos a precios muy rebajados, sino que también ofrecería al público una amplia selección de artículos de segunda mano y descatalogados; entre ellos, vinilos antiguos de jazz, funk, blues y soul.

—No tiene ni los permisos ni nada de eso —señaló Archy—. Mi colega Chan Flowers lo tiene completamente pillado con los impactos medioambientales, los estudios de tráfico y todos esos rollos.

El propietario y director de la funeraria Flowers e Hijos, que estaba justo en la acera de enfrente de la ubicación de Telegraph propuesta para la tienda Dogpile, también era concejal por Oakland. Y, a diferencia de Singletary, el concejal Chandler B. Flowers era coleccionista de discos, de los que se gastaban un dineral, y aunque los dos socios no entendían del todo las razones por las que había manifestado su oposición al plan de Dogpile, llevaban tiempo contando con esa oposición y aferrándose a lo que prometía.

—Parece ser que algo ha hecho cambiar de opinión al concejal —dijo S. S. Mirchandani, en su mejor imitación de James Mason: malicioso y cansado, vermut en mano.

—Oh —dijo Archy.

En todo West Oakland no había nadie más duro de pelar ni más motivado que Chandler Flowers, de manera que lo que fuera que le hubiera hecho cambiar de opinión no tenía pinta de haber sido la intimidación.

—No sé, señor Mirchandani. El colega tiene una elección a la vuelta de la esquina —dijo Archy—. A duras penas pasó las primarias. Tal vez esté intentando agitar a su base de votantes, animarlos un poco. Inyectar energía a la comunidad. Contagiarse de la buena estrella de Gibson Goode.

—Por supuesto —dijo el señor Mirchandani, con una mirada que decía «ni de coña»—. Estoy seguro de que hay una explicación inocente.

Sobornos, estaba insinuando. Una buena mordida. Cualquiera que, como el señor Mirchandani, se las apañara para recibir un flujo constante de primos y sobrinas que llegaban en avión del Punjab para hacer camas en sus moteles y lavar coches en sus gasolineras sin meterse en líos con las autoridades del otro lado, tenía todos los números de acabar pensando en aquellos términos. A Archy le costaba bastante imaginarse a Flowers —aquel hombre obstinado, de voz suave y sempiternamente correcto, que llevaba siendo un héroe del vecindario desde la época de Lionel Wilson— aceptando sobornos de un ex quarterback fanfarrón, pero es que Archy tenía tendencia a compensar su actitud hipercrítica hacia el estado de los discos de vinilo juzgando a los seres humanos con demasiada benevolencia.

—En cualquier caso, ya es demasiado tarde, ¿verdad? —dijo Archy—. La venta no se concretó. El banco se echó atrás. Goode se quedó sin financiación o algo parecido, ¿verdad?

—La verdad es que yo no entiendo de fútbol americano —dijo S. S. Mirchandani—. Pero me han contado que cuando era jugador, Gibson Goode era bastante famoso por algo que se conoce como «protagonizar escapatorias».

—Por sus carreras ofensivas —dijo Nat—. Durante una temporada, era casi imposible placarlo.

Archy le cogió el bebé a Nat Jaffe.

—G Bad era un cabrón escurridizo —admitió.

El señor Nostalgia, cuarenta y cuatro años, bigote de morsa, gafas de abuelita, camisa hawaiana Reyn Spooner extraextragrande (palmeras, juncos espigados y coches con paneles de madera y tablas de surf en el techo), estaba de pie detrás del mosaico fosforescente de su mesa de expositor de quinientos dólares, situado a un pasillo de cemento pulido y tres mesas de distancia de la zona de las firmas, debajo de una pancarta de vinilo de dos metros y medio que decía EL VECINDARIO DEL SEÑOR NOSTALGIA, masticando una gominola Swedish Fish, incapaz de creer lo que estaba pasando ante sus putas narices.

—¡Eh! —dijo levantando la voz cuando se acercaron a su mesa los matones: dos guardias blancos de seguridad entrados en carnes con blazers de poliéster azul y un tipo negro descomunal, el segurata privado de Gibson Goode, el diámetro de cuyos brazos planteaba un duro desafío a las mangas de su camiseta negra—. ¡Un poco de respeto, por favor!

—Eso mismo, joder —dijo el hombre al que estaban sacando del recinto, y, ahora que los tenía más cerca, el señor Nostalgia vio que se trataba realmente de él.

Treinta años más viejo, con diez kilos de menos y tal vez cuarenta vatios menos de intensidad: pero era él. Con un chándal rojo que le quedaba pequeño y le dejaba al desnudo los tobillos y las muñecas. Con la cinturilla de la chaqueta subida en la espalda, bajo un logotipo serigrafiado de color amarillo que mostraba un par de puños en alto rodeados por la inscripción INSTITUTO BRUCE LEE DE OAKLAND, CA. Larguirucho y de espaldas anchas, con aquellos pasos elásticos que lo hacían plegarse y desplegarse al andar. Haciendo un despliegue teatral de dignidad que al señor Nostalgia le pareció, si no convincente, por lo menos conmovedor. Todo el mundo estaba mirando a aquel hombre, todos aquellos tipos con panzas cerveceras, pelo en la espalda y caras de color blanco lechoso, con procesos de alopecia y hojas otoñales cayéndoles en los corazones. Apartando la vista de las cubetas llenas de números antiguos de Inside Sport y de las toallas promocionales de los Pittsburgh Steelers enmarcadas y provistas de placas de bronce que garantizaban que la firma nudosa hecha con rotulador permanente negro sobre la tela de toalla amarilla era la de Rocky Bleier o Lynn Swann. Levantando la cabeza de las mesas cubiertas de cromos de estreno en la liga de sus ídolos de juventud (Pete Maravich, Robin Yount, Bobby Orr), de cheques cancelados extendidos sobre cuentas bancarias tiempo atrás desaparecidas de gente como Ted Williams o Joe Namath; de paquetes de celofán sin abrir de cromos de béisbol Topps del 71, con sus frágiles bordes negros tan prístinos como los recuerdos, y de cromos de baloncesto Fleer del 86, en cada uno de los cuales existía la posibilidad de encontrar a un Jordan novato. Todos estaban mirando cómo echaban a patadas a aquel hombretón negro de pelo canoso al que recordaban a medias, una cara sacada de sus años mozos. «Es el tipo que estaba en la cola de autógrafos. Estaba hablando con Gibson Goode y le ha levantado la voz. Ah, sí, es aquel tipo, ¿cómo se llamaba?» Había que reconocerle al pobre desgraciado que estaba manteniendo la cabeza bien alta. La misma barbilla —estaba claro que era él— con el hoyuelo a lo Kirk Douglas. Los mismos ojos claros. Las mismas manos, joder, que parecían dos árboles arrancados del suelo.

—Considérense afortunados, caballeros —les dijo el señor Nostalgia en voz bien alta cuando pasaron a toda prisa junto a su mesa—. Ese hombre podría matarlos con un solo dedo si le diera la gana.

—Maravilloso —dijo el más joven de los matones, con una cabeza afeitada que parecía el testículo de una estrella del porno—. Siempre y cuando primero compre una entrada.

Al señor Nostalgia no le gustaba armar líos. Le gustaba fumar cannabis con receta, mirar programas de la tele sobre la Segunda Guerra Mundial, comer gominolas Swedish Fish y escuchar a los Grateful Dead, o bien llevar a cabo cualquier combinación o grupo de actividades de esa lista. Estaba muy claro que no le gustaba la autoridad, siendo como era hijo de un superviviente de dos campos de concentración y de una participante en la marcha a Washington, y eso hacía que fuera incapaz de conservar ningún trabajo que le exigiera responder ante un jefe. Por enorme que fuera su diámetro, sin embargo, el señor Nostalgia no llegaba al metro setenta, con sandalias, y no estaba muy en forma para pelear. Su tuviera que basar un estilo propio de kung-fu en una sola maniobra de confianza, seguramente debería ser la Cochinilla. Pero el señor Nostalgia evitaba las rencillas, las riñas, las peleas de bar y los enfrentamientos, tanto foráneos como domésticos. Deploraba toda violencia que no hubiera tenido lugar en 1944 y ahora fueran simples imágenes televisivas en blanco y negro. Era un comerciante con buena reputación y muchos años a sus espaldas que les había apoquinado una suma cuantiosa a los organizadores de la Feria de Deportes y Cromos del Este de la Bahía, y una buena parte de aquella suma había ido a pagar la protección y la tranquilidad que aquellos gorilas con blazers azules deberían proporcionar; al menos, en teoría. Y la tranquilidad, seamos claros, no era solo un bello concepto; era una ambición encomiable, la meta de todas las religiones y la promesa de todas las aseguradoras. Pero el señor Nostalgia, tal como le explicaría más adelante a su mujer (que prefería comerse un cuenco de puré de virus Ébola que asistir a otra feria de cromos), estaba profundamente escandalizado por el tratamiento atroz al que estaba siendo sometido un héroe de su juventud, sin más razón que el haber conseguido colarse en plan ninja en el recinto del Centro de Convenciones sin entrada. Y así pues, aquella mañana de sábado en el Kaiser Center, el señor Nostalgia se sorprendió a sí mismo.

Salió de detrás de las rampas de su vecindario, tan repleto como un bufet de Las Vegas de aquellos productos selectos de naturaleza no deportiva que se habían convertido en su especialidad profesional, entre ellos un juego completo de cromos de la serie Getting Together de Bobby Sherman, de 1971, incluyendo el número 54, que era dificilísimo de encontrar. Nostalgia se desplazaba por medio de un deslizamiento majestuoso que había provocado que por lo menos un observador poco caritativo comentara en cierta ocasión, al verlo pasar ataviado con una de sus camisas floreadas, que daba la impresión de que a la Cabalgata de la Rosa de Pasadena se le había perdido una carroza.

—Un momento, dejadme que le compre una entrada —dijo levantando la voz y dirigiéndose a aquella escolta de seguridad que ya se alejaba.

El guardaespaldas de Gibson Goode echó un vistazo de medio segundo por encima del hombro, como si se estuviera asegurando de que no acababa de pisar una mierda. Los matones de los blazers azules siguieron caminando.

—¡Eh, colega! —dijo el señor Nostalgia—. ¡Venga! ¡Eh, venga, chavales! ¡Pero si es Luther Stallings!

Fue Stallings quien se detuvo primero, atrincherándose, escurriéndose de sus captores y girándose para hacer frente a su redentor. Su sonrisa familiar —con su encanto mermado por las manchas y las piezas dentales ausentes por culpa de la droga o los dentistas de la cárcel o tal vez simplemente por esa clase de pobreza que te lleva a colarte para no pagar una entrada de ocho dólares— le provocó al señor Nostalgia una punzada de dolor por debajo del esternón.

—Gracias, buen hombre —dijo Stallings. Ostentoso, fardando ante los gorilas—. Mi querido amigo…

El señor Nostalgia le informó de su apellido verdadero, que era largo, judío y cómico, el típico nombre de queso o de pan amargo. Stallings lo repitió a la perfección y sin un asomo de la burla que el apellido solía inspirar.

—Este amigo mío —explicó Stallings, quitándose de encima a los matones igual que un escapista se quita una camisa de fuerza— se ha ofrecido amablemente a suministrarme el importe de la entrada.

Con un ligero ascenso de la entonación al final, casi poniéndole un interrogante. Para asegurarse de que lo había entendido bien.

—Por supuesto —dijo el señor Nostalgia. Recordaba haber estado apoltronado en una butaca Herculon grasienta del cine Carson Twin, una tarde de sábado de hacía treinta años, con un elefante de alegría sentado encima del pecho, mirando una película con casi todos los actores del reparto negros (los del público también eran casi todos negros) titulada Night Man. Enamorado de todo lo que veía en aquella película. La chica del peinado afro plateado. Las peleas a puñetazo limpio. La banda sonora de música funk. Una persecución protagonizada por un Saab Sonett verde de 1972 conducido a toda velocidad por unas calles que era fácil de ver que eran las de Carson, California. Las herramientas, los aparejos y los explosivos que llevaban los ladrones de bancos. Y, por encima de todo, la estrella de la película, aquel tipo de miembros flexibles, callado y taciturno como los típicos héroes interpretados por Steve McQueen y tan dispuesto como este a tener un aspecto ridículo, que era otra forma de llamar al encanto. Y encima, algo imposible de disputar en 1973, maestro de Kung-fu—. Es todo un honor.

Los matones se acercaron al señor Nostalgia, poniéndolo en su punto de mira, examinando el pase verde de expositor y válido para dos días que llevaba colgado de un cordón alrededor del cuello. Con unas caras que se apagaron y perdieron parte de su chulería aburrida mientras intentaban recordar si su manual oficial de matones decía algo sobre aquella clase de situaciones.

—Estaba acosando al señor Goode —contestó el guardaespaldas de Goode, interviniendo para inyectarle moral al departamento de seguratas—. Si le compras una entrada —le dijo al señor Nostalgia—, lo va a seguir acosando.

—¿Acosando? —respondió Luther Stallings, con incredulidad exagerada. Inocente de cualquier crimen del que hubiera sido acusado alguna vez o del que fuera a ser acusado en el futuro—. ¿Cómo voy a acosar yo a ese hombre? Solo quiero estar con él, disfrutar de mis treinta segundos a sus pies, hacer cola como todo el mundo. En cuanto me dé un autógrafo, me largo.

—Un autógrafo del señor Goode te va a costar cuarenta y cinco dólares —señaló el guardaespaldas. Pese a su contorno poderoso, su altura y su monstruosidad generalizada, tenía una voz amable y paciente, era básicamente un tipo que cobraba para aguantar a idiotas. Para mantener un perímetro libre de idiotas alrededor de G Bad sin hacer que su jefe pareciera un gilipollas—. ¿Cómo los vas a pagar si no tienes ni ocho?

—Colega, eh —dijo Stallings, antes de acordarse del apellido exacto, ofreciendo otro vislumbre doloroso, o por lo menos doloroso para el señor Nostalgia, de aquella sonrisa que parecía una talla en marfil. Fuera lo que fuera que el tipo había estado haciendo, aparte del mero hecho de envejecer, para haberse consumido de una forma tan brutal, para haberse descarnado de aquella manera, no parecía que le hubiera afectado a la memoria; o tal vez es que ya había dejado de hacerlo—. Me estaba, ejem, preguntando —esta vez lo dijo todo entre interrogantes— si tal vez podría convencerlo a usted para que me echara una mano…

El señor Nostalgia dio un paso atrás, una maniobra involuntaria arraigada durante años de tratar con la horda de mangantes, listillos, gorrones y pequeños sablistas que poblaban el mundo de las ferias de cromos igual que los gorgojos pueblan la harina. Pensando que había más de treinta y siete dólares de diferencia entre pagarle la entrada al tipo, lo cual era un gesto de respeto, y desembolsarle la pasta para que se comprara nada más y nada menos que un autógrafo de Gibson Goode. El señor Nostalgia intentó recordar si alguna vez había visto u oído hablar de algún famoso (por olvidado que se encontrara) que estuviera dispuesto a hacer cola para pagar por el autógrafo de otro famoso. ¿Por qué lo quería Stallings? ¿Dónde iba a pedirle a G Bad que se lo firmara? No parecía que llevara encima ningún artículo obviamente autografiable, ni un libro, ni una fotografía, ni una camiseta, ni siquiera un programa, una servilleta de papel o un post-it. «Solo quiero estar con él». ¿Y para qué? El señor Nostalgia no habría prosperado en su oficio sin tener todo el tiempo el oído afinado para captar las zalamerías de los estafadores y mangantes, y estaba claro que ahora Luther Stallings estaba emitiendo verdaderos bocinazos en esa frecuencia; algo tramaba, todo formaba parte de una estrategia. Y, de hecho, ya había echado aquella estrategia por tierra cuando por alguna razón el señor Nostalgia había sentido la necesidad de abandonar la seguridad de su vecindario y meter las narices donde no lo llamaban. El señor Nostalgia se imaginó perfectamente a su mujer emitiendo el único juicio que hacía falta emitir sobre aquel asunto, una más de la serie interminable de variaciones sobre el tema único de su mujer: «Pero ¿en qué demonios estabas pensando?» Pero el título del señor Nostalgia no era únicamente honorífico; su apodo profesional era su ADN. Acordándose del peso de aquel elefante de felicidad que se le había sentado encima, aquella tarde de sábado de 1974 en el Carson Twin, decidió creer en la sinceridad de Luther Stallings. A fin de cuentas, se podían querer cosas todavía más extrañas y todavía menos habituales que el autógrafo de un quarterback en un trozo de cinta de máquina registradora o en un pedazo de bolsa de papel.

—Tal vez puedo hacer más que eso —dijo el señor Nostalgia.

Se metió la mano en el bolsillo de los vaqueros cortos y sacó un sobre marrón doblado y empapado de sudor. Dentro había las otras dos acreditaciones verdes con cordones que le correspondían por su nivel de participación en el evento. Sacó una de ellas y se abrió paso por entre el parapeto de matones. Luther Stallings inclinó la cabeza, revelando una calva en la coronilla estilo Nelson Mandela, y el señor Nostalgia le puso la acreditación alrededor del cuello, como si fuera el Mago de Oz confiriéndole valor al León.

—Hoy el señor Stallings trabaja para mí —dijo.

—Eso mismo —dijo Stallings al instante, dando no solo impresión de sinceridad sino también de impaciencia, como si llevara días esperando poder ayudar en la caseta del señor Nostalgia. Su mirada se había posado fugazmente sobre la acreditación mientras el señor Nostalgia se la colgaba y entonces dijo, avispado como nadie—: En el Vecindario del Señor Nostalgia.

—¿Haciendo qué? —dijo el mayor de los dos gorilas.

—Está firmando autógrafos en mi caseta —dijo el señor Nostalgia—. Tengo una serie completa de Maestros del kung-fu y otra parcial, a la que solo le falta Bruce Lee. Y tengo unas cuantas cosas más que el señor Stallings ha aceptado amablemente autografiar. Un cartel de Black Eye, estoy bastante seguro.

Maestros del kung-fu —repitió Stallings, apañándoselas para que no pareciera que no tenía absolutamente ni idea de a qué se estaba refiriendo el señor Nostalgia.

—Donruss, 1976, una serie difícil de encontrar.

Cuatro miradas perplejas buscaron alguna explicación en las manos del señor Nostalgia.

—¡Señores, por favor! —dijo el señor Nostalgia con un movimiento circular de las manos que abarcaba todo el recinto lleno de ecos que los rodeaba—. ¿Cromos de coleccionar? ¿Rectangulitos de cartón? ¿Manchados de chicle? De esos que te metes entre los rayos de la rueda de la bici y hacen un ruido como de Harley-Davidson…

—Joder, ¿en serio? —Stallings no se pudo refrenar—. ¿Maestros del kung-fu? ¿Y hay un cromo de Luther Stallings?

—Naturalmente —dijo el señor Nostalgia.

—Luther Stallings. —El mayor de los dos matones de los blazers azules, un tipo de pelo lacio y oscuro, provisto de ese cráneo con forma de maceta y ese mentón triangular que es habitual entre rusos o polacos, más o menos de la edad del señor Nostalgia, repitió el nombre con expresión pensativa. Arrugó un lado de la cara como si se estuviera encajando un monóculo en la cuenca del ojo izquierdo—. Ah, vale. ¿Cómo se llamaba aquella? Strutter. ¿En serio, eres tú?

—Mi primer papel —dijo Stallings, aferrándose a aquella oportunidad inesperada de pavonearse. Encantado. Colocando una de aquellas manazas que parecían astas de reno sobre el señor Nostalgia para comunicarle que estaba encantado: haciendo lo que seguramente hacía mejor. Devolviendo a aquellos matones a los roles que les correspondían como integrantes de los Irregulares de Luther Stallings—. Un año después de ganar el título.

—¿Título de qué? ¿De kung-fu?

—Por entonces, de kung-fu no había. Era de kárate. En Manila. Campeón del mundo.

—Campeón del mundo y un cuerno —dijo el guardaespaldas de Goode—. No me lo trago.

Stallings no le hizo ningún caso. El señor Nostalgia, que ahora se sentía puñeteramente satisfecho de sí mismo, intentó hacer lo mismo.

—¿Hemos terminado aquí, caballeros? —les preguntó Stallings a los tipos de los blazers.

Los guardias de seguridad de los blazers azules miraron en busca de aprobación al guardaespaldas, que negó con la cabeza, contrariado.

—Fíjate en lo que te digo, Luther —dijo el guardaespaldas—. Como tires ni que sea una pelotilla cerca del señor Goode, te vas a enterar de quién soy, capullo. Y no voy a tener piedad.

A continuación se dio la vuelta y, con un deje condescendiente en los andares, regresó a la mesa de los autógrafos donde su jefe, con el pelo de la cabeza casi rapado al cero, ataviado con un polo negro que lucía la huella de una pezuña roja allí donde tendría que haber ido el cocodrilo, y sin más armas que un rotulador de plata líquida y una cara sonrisa, estaba sentado viéndoselas con una cola impresionantemente larga de cazadores de autógrafos. Camisetas de fútbol americano gastadas por el uso, pelotas de fútbol americano gastadas por el uso, cromos y gorras: solo hoy iba a vender entre nueve y diez mil.

—Vale, lo que tú quieras —dijo Stallings, como si Gibson Goode le importara un pimiento.

Y, caminando con unos aires sorprendentemente chulescos, siguió al señor Nostalgia hasta su puesto. Daba la impresión de que acababa de salvarse él solo de que los seguratas lo echaran del edificio. El señor Nostalgia reconoció objetivamente que tendría que estar molesto, pero de alguna manera aquella actitud solo conseguía que Stallings le diera todavía más lástima.

—Caray, pero mira esto.

Stallings recorrió la mesa con la mirada, contemplando los paquetes sin desprecintar de Garbage Pail Kids y de Fiebre del sábado noche, la caja sin abrir de cromos de Dune de Fleer y los juegos de mesa de Daktari, Gentle Ben, Mork & Mindy, el despertador de Batman que hablaba y las maquetas comercializadas por Aurora de Spindrift y de Seaview con los precintos originales.

—Hasta tienen cromos del Alf ese, ¿eh? —dijo. La voz con que hizo aquella observación, igual que su expresión mientras lo contemplaba todo, le sonó cargada de tristeza al señor Nostalgia, incluso desamparada. No era el desdén que la señora Nostalgia siempre mostraba hacia sus mercancías, sino algo más parecido a la decepción.

—Antes hacían cromos de todas las series de éxito —dijo el señor Nostalgia, preguntándose cuándo iba Stallings a pedirle los cuarenta y cinco dólares—. Esa colección en concreto no tiene demasiado interés.

Aunque al señor Nostalgia le encantaban las cosas que vendía, no se hacía la ilusión de que tuvieran ningún valor intrínseco. Solo valían lo que uno quisiera pagar por ellas; la pequeña parte de todo lo que uno había perdido en la vida y ahora creyera que algo le podía devolver. Su valor solo guardaba relación con la sensación de plenitud personal, de perfección del alma, que te inundaba cuando por fin llenabas el último espacio en blanco de tu lista. Pero el señor Nostalgia nunca había visto que sus cromos no deportivos pudieran decepcionar tan marcadamente a nadie.

Alf, sí, me acuerdo de esa serie —dijo Stallings—. Está muy bien. Los problemas crecen, Mork & Mindy, ajá. ¿Y dónde andan los Maestros del kung-fu?

El señor Nostalgia caminó hasta una cubeta que había guardado aquella mañana debajo de la mesa, después de instalarse, y se puso a rebuscar en su interior. Al cabo de un minuto de hurgar en la cubeta, encontró la colección incompleta, la que no tenía los cromos de Lee ni de Norris.

—La serie tiene cincuenta y dos cromos —dijo—. Usted es el número, no sé, el doce, creo.

Stallings ojeó los cromos, cuya imaginería recreaba, bordeados por dibujos de bambú y rotulados con esas falsas letras chinas que hay en los menús de la comida para llevar, a una mezcla bastante indiscriminada de practicantes reales y ficticios (Takayuki Kubota, Shang-Chi) de una docena de formas distintas de artes marciales además de la que le daba nombre a la serie, entre ellas el bartitsu (Sherlock Holmes) y el savate (Conde Baruzi). Por fin Stallings encontró su cromo. Se quedó mirando la ilustración y soltó un ruido con la nariz parecido a un soplido. El cromo consistía en una mala reproducción de un fotograma a color de una de sus películas. Un joven Luther Stallings, con pijama rojo de kung-fu, volaba por el fotograma en dirección a una hilera de espadachines chinos, con los pies por delante y casi en horizontal.

—Carajo —dijo Stallings—. No me acuerdo de qué película es.

—Quédeselo —dijo el señor Nostalgia—. Quédese la colección entera. Es un regalo que le hago, por todas las alegrías que me ha dado su trabajo a lo largo de los años.

—¿Cuánto te pagan por esto?

—Bueno, la serie entera, como he dicho, cuesta mucho de encontrar. Yo pido cinco, pero lo más seguro es que me acaben dando tres. Puede que llegara a siete quinientos si tuviera el de Bruce Lee y el de Chuck Norris.

—¿Chuck Norris? Ah, sí. Yo peleé con ese cabrón. Tres veces.

—¿En serio?

—Le di una buena paliza en Taipei.

El señor Nostalgia pensó que podía comprobarlo más tarde, si quería desprecintar un rinconcito nuevo de su corazón enterrado bajo las hojas.

—Adelante —dijo—. Quédeselo.

—Sí, ejem, gracias. Eres muy amable. Pero bueno, no te ofendas, es que ya estoy hasta arriba, ya me entiendes, de cosas del pasado que me toca llevar a todas partes.

—Ah, no, claro…

—Es que no quiero añadir más trastos.

—Lo entiendo perfectamente. —Tengo que poder moverme.

—Claro.

—Ir ligero de equipaje.

—Por supuesto.

—¿Cuánto…? —dijo Luther Stallings, bajando la voz hasta casi susurrar. Tragó saliva y empezó otra vez, esta vez más alto—. ¿Cuánto te dan por mi cromo solo?

—Oh, mmm… —dijo el señor Nostalgia, entendiendo la finalidad de la pregunta un microsegundo o dos demasiado tarde para inventarse la mentira que le iba a tener que contar—. Cien. Noventa o cien pavos.

—No jodas.

—Unos noventa.

—Ajá. Pues mira. Dame solo ese cromo. Luther Stallings en… voy a tener que arriesgarme y decir que fue en Enter the Panther.

—Tiene que serlo.

El señor Nostalgia volvió a percibir la jugada, la que Luther Stallings estaba intentando hacerle a él, y, de alguna manera, también a Gibson Goode.

—Y te lo voy a firmar, ¿vale? —Ya llegaba—. Y luego te lo voy a cambiar por cuarenta y cinco pavos.

—Vale —dijo el señor Nostalgia, sintiéndose incomprensiblemente acongojado, aplastado incluso, por el peso paquidérmico de una pena que de repente los englobó a él y a Stallings y a todos los solitarios que se paseaban por aquel recinto entre el moho y el polvo de las cubetas.

Al señor Nostalgia el mundo de las ferias de cromos siempre le había parecido una auténtica fraternidad, una liga de solitarios unidos por su búsqueda de las glorias perdidas de un mundo desaparecido. Ahora aquella visión le pareció, en el mejor de los casos, castillos en el aire, y en el peor, una simple falsedad. El pasado no se podía recuperar, la liga de solitarios era una ficción, y perseguir el pasado no era más que un intento condenado al fracaso de hacerle una triquiñuela a la mortalidad.

—Si eso es lo que quieres… —dijo el señor Nostalgia.

En principio no le parecía mal multiplicar los cinco dólares que valía el cromo de Stallings por tres o cuatro. Pero mientras le prestaba a Stallings su pluma de oro Cross, que le habían regalado sus abuelos por su bar mitzvá y que era la que él usaba cuando quería que le firmaran algo para su colección personal, deseó no haber salido nunca de detrás de la mesa, y haber dejado que los guardias de seguridad pasaran llevándose a Luther Stallings por delante del Vecindario del Señor Nostalgia y que lo sacaran del Kaiser Center.

Durante la media hora siguiente se limitó a echarle un par de vistazos a Stallings mientras este se ponía en el final de la cola de los autógrafos de Gibson Goode y a continuación la cola avanzaba despacio, a razón de un solitario detrás de otro. Mientras le estaba vendiendo un cromo de chicle de Lobezno de 1936 por quinientos cincuenta dólares a un dentista de Danville, el señor Nostalgia echó un vistazo por casualidad y vio que Luther Stallings llegaba nuevamente al frente de la fila. El guardaespaldas se puso de pie con aspecto de estar listo, tal como había prometido, para suspender la administración de piedad, pero, después de un apagón parcial de su sonrisa, Gibson Goode extendió un brazo hacia el guardaespaldas y lo apartó suavemente, poniéndole la palma de la mano en el pecho; negando aparatosamente con la cabeza, el hombretón se echó atrás. Goode y Stallings intercambiaron unas palabras, en voz baja, tranquilamente. Al señor Nostalgia, que ahora estaba leyendo sus labios y sus gestos y a veces captaba una palabra o una frase suelta, le pareció que la conversación se reducía a que Gibson Goode decía que no repetidas veces, con educación fría, mientras que Luther Stallings intentaba pensar en formas nuevas de convencer a Goode para que dijera que sí.

La gente que estaba en la cola detrás de Luther Stallings no parecía dispuesta a soportar mucho más de aquello. Entre ellos empezaron a circular rumores del arrebato que había tenido antes Stallings y que había estado a punto de provocar que lo echaran. Se propagaron los gemidos y las protestas. Alguien manifestó en voz alta el deseo colectivo de que Stallings «acabara de una vez».

Stallings no hizo caso de nada.

—¿Se lo has preguntado? —dijo, levantando la voz igual que había hecho una hora antes, cuando los tipos de los blazers azules fueron a ver si tenía ganas de que lo pusieran en la calle—. ¿Le has preguntado por Popcorn? —Ahora hablaba lo bastante fuerte como para que lo oyera el señor Nostalgia y también todo el mundo que anduviera cerca—. Pues yo te lo puedo entregar. Yo lo metí. Ya lo sabes.

Las expresiones de impaciencia, que ya predominaban por la cola, dieron paso a las burlas abiertas. Stallings se volvió hacia la multitud, intentando hacerla callar con su ceño fruncido, y le dijo algo en tono cortante a un tipo vestido con camisa hawaiana que estaba a dos personas por detrás de él en la cola.

—No, ¡a la mierda te vas tú! —le respondió el tipo.

Abriéndose paso hasta la zona de los autógrafos, agitando los brazos para agarrar a Stallings en una especie de estilo libre de agresividad, aparecieron los dos tipos de los blazers azules. Cojón Afeitado y Soviético. Agarraron con malos modos a Stallings de los brazos, con las caras agarrotadas como si estuvieran aguantando un mal olor, y se los doblaron hacia atrás en dirección a su espinazo.

Dos segundos más tarde, ni uno más, Cojón Afeitado y Soviético estaban tumbados de espaldas en el suelo de cemento pintado del recinto. El señor Nostalgia no sabía a ciencia cierta cuál había recibido la patada en la cabeza y cuál el puñetazo en el abdomen, ni tampoco si Luther Stallings se había llegado a mover mucho. Mientras los dos tipos se desplomaban de espaldas, la cola de cazadores de autógrafos dio un bandazo y se deshizo. Una turbulencia humana trastornó todas las colas circundantes de gente que esperaba para ver a Chris Mullin y a Shawn Green.

—Cabrón —dijo Stallings, volviéndose hacia Gibson Goode, con su polo y sus mocasines sin calcetines—. ¡Quiero mis veinticinco mil pavos!

Es posible que Gibson Goode —por ser quien era, supuso el señor Nostalgia— no tuviera otra alternativa: tal como le obligaba su leyenda, mantuvo la calma. Siguió guardando silencio y le volvió a poner la mano en el pecho a su guardaespaldas. Sin intimidarse. Sin dejar de sonreír. Sacó la cartera, la abrió y contó diez billetes, pim-pam. Los deslizó hasta el otro lado de la mesa de los autógrafos. Luther Stallings los examinó, cabizbajo, respirando agitadamente. El dinero se quedó allí, suscitando comentarios de la cola, diez cromos repetidos de la jugosa serie coleccionable de los presidentes muertos. Luther negó con la cabeza una vez. Por fin estiró el brazo para coger el dinero. Resignado —resignado mucho tiempo atrás, pensó el señor Nostalgia— a hacer cosas que sabía que iba a lamentar. Cuando pasó por delante de la mesa del señor Nostalgia, sin darle ni las gracias, todavía no había conseguido volver a levantar la cabeza.

Solo más tarde, cuando una voz por megafonía ya estaba echando a los rezagados del recinto y las luces se estaban apagando en la zona de los autógrafos, se dio cuenta el señor Nostalgia de que Luther Stallings se había largado con su pluma de oro.

Una noche de sábado de agosto de 1973, un Toronado del 70 de color verde cocodrilo se detuvo delante del Bit o’ Honey Lounge emitiendo su ronroneo de cocodrilo. La sonrisa cromada del coche era tan ancha y cautivadora como el horizonte del oeste.

—Define «toronado» —dijo el hombre que iba en el asiento del pasajero.

Detrás de sus gafas de montura gruesa, el tipo tenía unos ojos adormilados, pese a que se burlaba del sueño y se mostraba severo con la somnolencia ajena. En contra de los dictados de las tendencias políticas, se ponía brillantina en el pelo largo, consiguiendo un lustre ondulado del grosor de una capa de barniz. Se llamaba Chandler Bankwell Flowers III. Su abuelo, su padre y sus tíos habían trabajado todos en la funeraria, todos hombres sobrios y ceremoniosos, y él habitaba en una zona flotante pero permanente de rebelión hacia ellos. De los diecinueve meses que acababa de pasar a bordo del Bon Homme Richard, a Chan Flowers le habían quedado una adicción a las anfetaminas y un tatuaje del Fantasma Tuffy en la parte interna del antebrazo izquierdo. El arma que llevaba enfundada en una bolsa de basura de plástico en un costado de la pierna derecha era una escopeta de corredera Mossberg 500.

—¿Que lo «defina»? —dijo el conductor, Luther Stallings, sin dedicarle su plena atención al asunto.

Su mirada de ojos verdes con vetas doradas no paraba de buscar excusas para visitar el retrovisor.

—En serio, ¿qué quiere decir? ¿Cuál es la definición de la palabra «toronado»? Dímelo.

—Dímelo tú —dijo Luther, más atento ahora.

—No, te lo pregunto.

—Sí, pero ¿qué me estás preguntando en realidad?

—Toro-na-do. —Chan tañó la «r» como si fuera una cuerda de la guitarra de Ricky Ricardo—. Eres tú quien conduce este coche. Quien habla de él. Quien está enamorado de él. Y ni siquiera sabes qué quiere decir.

Luther masajeó la funda de cuero del volante como si estuviera buscando un quiste. Le echó otro vistazo al espejo y a continuación se inclinó hacia delante para mirar más allá de Chan, en dirección a la entrada del Bit o’ Honey. Chan era bajo, fornido y de piel oscura, mientras que Luther Stallings era alargado, tenía la piel clara y el mentón de astronauta. Había servido el tiempo mínimo en el ejército, donde se había dedicado básicamente a partir tablones con la mano como integrante de un equipo de demostraciones de combate sin armas. Iba vestido como si fuera a un baile, con pantalones ajustados de tela a cuadros acampanados y suéter de felpa de manga corta. Llevaba un vigoroso peinado afro recién atusado.

—Creo que es español —dijo Luther—. Una expresión bastante común, se puede traducir de forma aproximada como «chúpame la polla».

—El lenguaje vulgar —dijo Chan, echando mano de su rico patrimonio de máximas edificantes. De más jóvenes, siempre lo había avergonzado aquella rígida gramática de empleado de pompas fúnebres que su viejo le había inculcado a golpes. Durante la fase de matón revolucionario por la que estaba pasando ahora, sin embargo, Chan alardeaba de hablar con corrección y hasta llevaba una azucena en la solapa de su gabán de cuero negro—. Siempre es el primer y último refugio de quien no tiene nada que decir.

Luther apartó la vista del espejo para mirar a Chan.

—Toronado —dijo, empleando el imperativo.

—No lo sabes, ¿verdad? —dijo Chan—. Admítelo. Conduces este vehículo, pagaste tres mil dólares por él, en metálico, y no te habrías enterado si un toronado fuera un tipo de cepillo que se usa para limpiar las tazas de los retretes mexicanos.

—No me importa lo que…

—Juanita, deprisa, trae el toronado, que tengo diarrea…

—¡Quiere decir «torero»! —dijo Luther, mordiendo el anzuelo pese a su dilatada experiencia, pese a que necesitaba mantener un ojo en el retrovisor y el otro en la puerta de vinilo tachonada de diamantes del club, pese a que quería estar a cien años y a mil kilómetros respectivamente de aquella noche y de aquel lugar—. Uno que torea.

—En español —sugirió Chan en tono burlonamente solícito.

Luther se encogió de hombros. Cuando Chan estaba nervioso, se aburría, y cuando se aburría se ponía a buscar líos, cualquier clase de lío, solo para romper el tedio. Pero todavía no se habían acabado los interrogatorios. Chan estaba enfadado con Luther y trataba de esconderlo. Llevaba días intentando contener su enojo, igual que el muchacho espartano de la leyenda, que tenía un zorro escondido debajo de la camisa pero prefería que se le comiera los intestinos a admitir que lo estaba ocultando.

—La palabra española —dijo Chan con precisión mordaz— es «torero».

A continuación se inclinó para sacar un puñado de cartuchos del calibre doce de una caja que tenía entre los pies y se los guardó en el bolsillo de su blazer de tweed. Su pelo untado de brillantina emitía un olor deprimente a flores dejadas demasiado tiempo en un jarrón y tan pútridas como la misma envidia.

—Entonces, ejem… «tornado» —se aventuró Luther.

Se trataba de una sugerencia tan ridícula que Chan, a quien habitualmente no le faltaban nunca expresiones de desprecio, solo pudo dedicarle una sonrisilla mientras negaba con la cabeza. A Luther le vinieron ganas de señalar que era él, el ignorante, quien acababa de desembolsar treinta y dos billetes de cien dólares por aquel coche precioso y de nombre enigmático, mientras que el profesor Flowers seguía siendo un usuario habitual de la red de autobuses.

—Chan, pedazo de capullo tocapelotas… —empezó a decir, pero se detuvo.

De otro bolsillo del blazer de tweed, que tenía parches en los codos, Chan sacó un par de guantes de satén, de color azul oscuro tirando a morado. Eran unos guantes de pésima calidad, con las costuras reventadas, a los que les habían añadido unas aletas de pez puntiagudas. El Halloween anterior, el hermano pequeño de Chan, Marcel, había muerto atropellado por un coche mientras iba de casa en casa pidiendo golosinas disfrazado de Batman. Unos negros borrachos a bordo de un Rambler American y un niño que se había bajado de la acera y que había tenido la cara demasiado pequeña para poder ver por los agujeros de los ojos de la máscara. Chan tenía unas manos diminutas, pero aun así los guantes le venían muy prietos y cuando se los puso las costuras se abrieron un poco más.

Cuando Luther vio que Chan se ponía aquellos guantes morados de justiciero, no supo qué decir. Echó otro vistazo por el retrovisor: Telegraph Avenue de noche, un temblor submarino de luz y sombras. Chan metió la mano en la bolsa de basura y sacó una máscara con orejas de murciélago de plástico endeble troquelado. Se pasó la goma elástica por la nuca y se aparcó aquella cara prestada en la coronilla.

—Muy bien —dijo por fin Luther, que había sido el segundo chaval más listo de la clase desde su nacimiento en 1955 hasta el día de 1971 en que habían echado a Chan—, dime qué quiere decir.

Del Bit o’ Honey Lounge salió una chica cuyas partes cruciales estaban proyectadas sobre un seductor eje horizontal, igual que el coche. Llevaba unos vaqueros blancos ajustados cuyas perneras acampanadas ondeaban como banderas. Los pies, encajados en los estribos de unas bamboleantes sandalias de plataforma. Mientras pasaba tranquilamente junto al coche, se sacó de la cintura de los vaqueros los bajos de su camisa a cuadros de manga corta y se los anudó por debajo de los pechos.

—Es el momento —dijo Luther. Pisó el embrague y llevó una mano a la palanca de cambios—. Si vas a ir, ve ahora.

Chan se cubrió la cara con la máscara y Luther vio que la había pintado toda, borrando con pintura de color negro mate la línea que marcaba el borde inferior de la capucha de Batman y rociando de pintura el heroico hoyuelo moldeado de la barbilla. Por detrás de la máscara, a Chan le brillaban los ojos como si fueran órganos dejados al descubierto por sendas incisiones.

—Acción selvática —dijo Chan con la voz amortiguada por la máscara—. Ah, y por cierto. —Abrió con el hombro la portezuela del pasajero y salió dando un brinco del coche. La escopeta que llevaba en la bolsa de basura le colgaba del costado como si fuera una herramienta común y corriente—. «Toronado» no quiere decir nada.

Chan introdujo el brazo derecho en la obertura de la bolsa de basura y con la mano izquierda agarró la manecilla metálica de la puerta tapizada del club. Abrió la puerta de golpe y extendió el brazo derecho a un lado. La bolsa de basura salió volando, revelando el arma antidisturbios que Chan había sacado aquella tarde del arsenal del sótano de un piso franco que los Panteras tenían en East Oakland. Se oyó una ráfaga de instrumentos de viento, un barullo de gente seguido de un mamporro y por fin la puerta se cerró con una exhalación detrás de Chan. La bolsa de basura fue atrapada por un garfio térmico y se puso a dar vueltas en el aire, recibiendo pullas y tirones de manos invisibles.

Luther bajó el volumen del ocho pistas del salpicadero. Silencio urbano, el suspiro de un autobús lejano, la marea de la interestatal y Grover Washington Jr. encendiendo sutiles e intrincadas fogatas a lo largo de su versión de «Trouble Man». Más allá de eso, nada. Luther notó que su atención no solo divagaba, sino que directamente emigraba, en busca de oportunidades en otros lugares. Se alejaba por la autopista de la costa, al volante de su hermoso deportivo de gama alta verde, rumbo a Los Ángeles, la capital del resto de su vida. En un plano filmado desde un helicóptero, se vio a sí mismo cruzando un puente con arcos, con el océano y el amanecer y el final de la noche desplegados a su alrededor.

Oyó el petardeo de una serie de armas de fuego disparándose a la vez. La puerta del Bit o’ Honey se volvió a abrir de golpe, dejando escapar una rociada de instrumentos de viento y gritos. Chan salió correteando. Se metió en el coche y cerró la portezuela. En el zapato izquierdo tenía una salpicadura de sangre que parecía una pluma de colores vivos. La escopeta emitía un olor dulzón e infernal, a electricidad y a tocino salado chisporroteante.

Luther puso la primera marcha, pisando a fondo el acelerador, apoyando todo su peso en él, e igual que el ángel trompetista que se veía desde la Warren Freeway, posado en la punta del templo mormón, cabalgando también la misma rotación salvaje del mundo. Todo lo que Detroit podía fabricar en materia de gruñidos salió del motor de 450. Se encontraron con una serie mareante de semáforos en verde hasta llegar a Claremont Avenue. Dos días antes, Luther y el Toronado habían experimentado un caso claro de amor a primera vista en un negocio de coches usados de Broadway. Ahora, mientras subían como una bala por Telegraph, Luther notó que se le enroscaba algo dentro de la barriga, casi como un estremecimiento de lujuria. Chan tiró la máscara de Halloween de su hermano por la ventanilla abierta y guardó la escopeta debajo del asiento. Se quitó los guantes e hizo el gesto de tirarlos también, pero a continuación pareció decidir que se los quedaría, el derecho ensangrentado y quemado por la pólvora, un poco más. Permaneció un rato así, con los guantes en la mano, como si fuera un duelista en busca de alguien a quien abofetear.

En el cruce con Claremont, como no los seguía nadie y no había ni rastro de los agentes de la ley, Luther paró el coche ante un semáforo en rojo. Un conductor como cualquier otro, con la ventanilla bajada, el codo doblado sobre el borde de la portezuela, disfrutando de una noche de verano como cualquier otra. En algún lugar de las inmediaciones, según le habían contado una vez, cubiertos por el tiempo y el cemento, se encontraban los cimientos del primer asentamiento humano en aquel rincón del mundo. Los indios miwok, sumidos en su ensoñación, viviendo a lo grande como osos, apilando sus conchas de ostra, inconscientes de la historia y de su desfile inminente de cabrones.

—¿Qué ha pasado? —le dijo Luther a Chan, afectando despreocupación. Solo entonces, después de plantear aquella pregunta espantosa, empezó a sentir algo parecido al miedo. Chan se limitó a subir el volumen de la música—. Chan, ¿lo has hecho?

Luther vio que Chan pugnaba por darle a la historia de lo que había sucedido dentro del Bit o’ Honey Lounge una forma que no lo enfureciera. Si había algo que Chandler Flowers odiara más que el hecho de que infravaloraran su inteligencia era dar muestras de falta de ella. El semáforo cambió al verde. Por razones misteriosas, y puesto que su compañero no le había dado órdenes en sentido contrario, Luther viró en dirección a la imagen que tenía en su mente de aquel ángel que tocaba su trompeta apocalíptica al oeste de todas las cosas. Pasó un minuto que Joe Beck y su guitarra se dedicaron a organizar de acuerdo con sus propias nociones del tiempo y su transcurso distorsionado. Por fin Flowers articuló, como si las estuviera sacando por una obertura muy estrecha, cinco palabras.

—Le he volado la mano.

—¿La derecha o la izquierda?

—La derecha.

—¿Él es diestro o zurdo?

—¿Por qué?

—¿Popcorn es diestro o zurdo?

—Me estás sugiriendo que si resulta que Popcorn Hugues es diestro, entonces yo habré cagado este trabajo un poco menos, ¿no? Porque por lo menos a Popcorn le quedará solo la mano que no usa.

Luther reflexionó mientras se alejaban retronando por Tunnel Road hacia el punto donde, de forma tan invisible como una decisión que se malogra, la calle se convertía en la Warren Freeway.

—No —admitió finalmente.

Después de aquello ya no volvieron a hablar. Luther siguió dándole vueltas a la cabeza. A las siete de la mañana del lunes se tenía que presentar en un plató de alquiler de Studio City para filmar sus primeras escenas de Strutter, una película de acción de bajo presupuesto en la que acababa de conseguir el papel protagonista. El dinero del adelanto que le habían pagado por aquel trabajo se lo había gastado en el coche que ahora conducía. Todavía le faltaba por cobrar diez de los grandes y después, quién sabía: secuelas, promociones, trabajos para la televisión, los papeles que Jim Brown estaba demasiado atareado para coger y hasta algún papel de coprotagonista con Burt Reynolds. Pero ahora, por culpa de algún maldito entrelazamiento de bravuconería, lealtad y la misma inconsciencia existencial que lo había ayudado a convertirse en campeón mundial de kárate de los pesos medios en 1972, Luther acababa de atar su futuro agradablemente poco claro como si fuera un saco lleno de gatitos al lastre de piedra de Chan Flowers.

Lo de aquella noche había salido mal, pero aun en el caso de que Popcorn, tal como estaba planeado, hubiera recibido una descarga fatal de plomo en el pecho y hubiera dejado escapar la vida en forma de charco de sangre bajo una mesa junto al escenario, la situación no habría sido mejor. Cierto, se habría plantado la semilla de la leyenda entre los Panteras que Chan Flowers confiaba en cultivar: la de Chan «Pompas Fúnebres» Flowers, asesino, y asesino de verdad, no solamente tipo duro de pega en una peli de serie B de bajo presupuesto. Cierto, se podría haber mitigado el disgusto que le causaba a Huey Newton la existencia prolongada de Popcorn Hughes. Pero, aun así, Luther Stallings no habría salido beneficiado de ninguna manera. El éxito de la misión habría supuesto simplemente un fracaso distinto, un marrón todavía más profundo que el que Luther estaba viviendo en ese momento.

Luther no tenía ideas políticas ni tampoco ningún sentimiento particular hacia los traficantes de droga como Popcorn ni hacia los Panteras Negras que les habían declarado la guerra. Le daba igual quién controlara la ciudad de Oakland o las calles de sus guetos. A Huey Newton, un tipo con chaqueta de cuero negra y sonrisa fácil, solo lo había visto una vez en la vida, soltando chorradas sobre la desalienación en una fiesta celebrada en una casa de la parte baja de Berkeley, y lo había identificado al instante como un simple estilista más del narcisismo gangsteril. Luther Stallings, futura estrella de la blaxploitation y de lo que viniera después, no tenía razón alguna para estar allí ni tampoco le importaba quién se llevara el gato al agua. Chan le había pedido que le hiciera de chófer y era lo que estaba haciendo. Pero ahora, en lugar de un asesinato, lo que veía cuando miraba por el retrovisor era el rastro de sangre de un atentado fallido. Y, entretanto, la imagen de aquel ángel dorado que tocaba un solo en lo alto del chapitel de los mormones seguía ejerciendo su extraña atracción sobre la imaginación de Luther.

—Gira a la izquierda —dijo Chan mientras abandonaban la carretera por la salida de Park Avenue.

Luther ya estaba a punto de quejarse de que girar a la izquierda los alejaría del templo cuando se dio cuenta de que no tenía ninguna razón real para querer ir a aquel lugar. El vago anhelo de ser de alguna manera testigo de la gloria del ángel Moroni se apagó en su interior, se deshizo como cenizas. Luther enfiló el Toronado por Joaquin Miller Road.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Necesito pensar —preguntó el chaval más listo de la clase. Se quedó contemplando la noche que fluía como un chaparrón al otro lado del parabrisas. Y añadió—: Cállate.

—Pero si no he dicho nada —dijo Luther, aunque lo cierto era que había estado dándole vueltas a alguna combinación de palabras del estilo de «¿No es un poco demasiado tarde para eso?».

—Sí, yo he estado una vez en la tienda Dogpile esa —estaba diciendo Moby—. La que hay en Los Ángeles.

Moby era uno de los clientes habituales del mediodía. Era abogado, una carrera bastante habitual entre los individuos con adicciones al cloruro de polivinilo de las de trescientos dólares al mes; la diferencia estribaba en que los clientes de Moby eran todos cetáceos. Su verdadero nombre era Mike Oberstein. Tal como indicaba su apodo, era considerablemente blanco y de talla extraextragrande. Llevaba el pelo más bien largo con raya en el medio y peinado hacia atrás sobre las orejas formando una especie de aletas de ballena. Moby trabajaba para una fundación con sede en el mismo edificio donde tenía su consulta la mujer de Archy, emprendiendo acciones legales contra Sea World en nombre del cuñado de Shamu y demandando a la marina por volver sordas a las ballenas gibosas. Y era un acumulador apasionado y derrochador de grabaciones de jazz de los años cincuenta y sesenta.

—Estaba bastante bien —añadió Moby.

—Ah, ¿sí? —dijo Nat, dándole un biberón a Rolando English, que estaba sentado y bien amarrado dentro de un cuco, junto a la caja registradora del mostrador. Archy se dio cuenta de que Nat no le quitaba la vista de encima al bebé para no verse obligado a matar a Mike Oberstein disparándole rayos gama con los ojos—. Pero ¿molaba?

Archy sabía —no podía evitar conocer todas las diatribas y sermones de su socio sobre el asunto— cómo le molestaba a Nat que Moby se esforzara tanto (para ser francos, lo más seguro es que ya ni siquiera se esforzara) por hablar como si fuera del barrio, de «por aquí», tal como habría dicho Moby, pese al hecho de que era un tipo blanco y completamente afable originario de alguna parte de Indiana.

—Molaba a saco —dijo Moby, tan acorazado detrás de su afabilidad y de su abrigo de piel imaginario estilo Super Fly que no solo era inmune a los rayos que Nat siempre le estaba mandando con los ojos, sino que lo más probable era que ni siquiera fuera consciente de ellos—. En serio. Encontré un vinilo increíble llamado, pilla esto, Nat, Jimmy Smith Live in Israel. Yo creía que era un mito. Llevaba buscándolo…, no sé, años.

Nat asintió, observando cómo el biberón se vaciaba imparablemente, mientras que con la imaginación, tal como Archy pudo deducir por el agarrotamiento de sus hombros, sacaba de su funda una copia en perfecto estado de Jimmy Smith Live in Israel (Isradisc, 1973) y la partía sobre su rodilla. Dos veces, rompiéndola en cuatro trozos. Luego se la daba a Moby sin decir palabra, sin ni siquiera necesidad de decirle: «Colega, a la mierda Dogpile. Y el puto dirigible de Dogpile».

—Yo lo que no entiendo, con todos los respetos, es por qué actuáis como si fuera una especie de invasión —dijo el Rey del Oropel— el que Dogpile venga a este vecindario.

Garnet Singletary, el abuelo del pequeño Rolando, estaba sentado junto a Moby frente al expositor de cristal que recorría casi la mitad de la pared sur de la tienda, en el extremo más alejado del escaparate, a fin de mantener cierta distancia entre sí mismo y el loro. Cincuenta y Ocho, el loro gris africano, estaba posado en el hombro de Cochise Jones, que ocupaba su habitual taburete del rincón contiguo al escaparate; el señor Jones, con la joroba empedernida que le había quedado de los cincuenta años que se había pasado experimentando frente al teclado de un Hammond B3. Las décadas de compañía aviar habían dejado un embrollo de marcas de garras sobre los hombros del traje de fantasía verde del señor Jones, como matorrales en aquel césped acolchado de poliéster. Incansable como un radiotelescopio, la cabeza del loro con su ojo avizor rastreaba el universo en busca de señales y mensajes invisibles. De vez en cuando, Cincuenta y Ocho, cuyas declaraciones solían ser musicales, imitaba el vibrato metálico del B3 de su propietario, entonaba un riff o un interludio al azar, el pájaro programando sus selecciones musicales con una arbitrariedad aparente en la que Singletary, que temía al pájaro a la vez que lo admiraba, aseguraba ver intenciones calculadoras e irónicas.

—Gibson Goode nació aquí —siguió diciendo Singletary al ver que ninguno de los dos socios le daba explicación alguna.

Singletary tenía cincuenta y bastantes años pero aparentaba treinta. El pelo le brotaba cuidadosamente de la cabeza en forma de unas microrrastas no más gruesas que los dedos de su nieto. Tenía una sonrisa fácil y cálida y unos ojos tan fríos como peniques al fondo de un pozo. Igual que los de Cincuenta y Ocho, aquellos ojos jamás se perdían nada, y se dedicaban a envolver en una niebla universal de conversaciones el vacío incesante de su vigilancia. Archy se preguntó si la intranquilidad que sentía Singletary en presencia del pájaro procedía del hecho de que reconocía en él a un rival o a un semejante.

—El tipo creció en Los Ángeles —dijo Singletary—, pero su abuela sigue viviendo en Rumford Plaza. Vosotros teníais el negocio en Atlanta, o en Nueva York, y el tipo apareció con su enorme dirigible negro, y yo entiendo que estéis un poco resentidos. Pero Gibson Goode es un producto semilocal. Es como si —en los ojos se le formó aquella sonrisa que anunciaba que estaba a punto de meterse con Nat— os juntamos a ti y a Archy. Medio de aquí y medio de fuera.

—Medio y medio —dijo Nat, tarareando para sus adentros, vertiendo el biberón dentro de Rolando English.

Estaba claro que el niño tenía buen apetito; a las once de la mañana ya se les habían acabado los biberones de Good Start y ahora le estaban dando una lata de leche en polvo Enfamil que habían mezclado con agua en el fregadero del cuarto de baño de Brokeland, una lata de Enfamil que S. S. Mirchandani había sacado de un estante recóndito, remoto y lleno de telarañas de la licorería Temescal, de la que era propietario. El cuco era cortesía del Rey del Oropel.

—Mira cómo zampa. —Cochise Jones miró cómo el contenido del biberón descendía por el cristal graduado como si fuera el mercurio de un termómetro en descenso. Concentrado, complacido, intrigado, como si hubiera apostado dinero sobre el resultado. El señor y la difunta señora Jones nunca habían tenido hijos—. Me está dando sed a mí.

—Sí, yo también tengo bastante sed —dijo el señor Mirchandani, y Archy sintió una punzada de temor expectante—. ¿Sabes, Nat?, en serio, tendríais que poner una máquina de café o alguna otra clase de expendedor de bebidas.

Archy se sumergió en los misterios más recónditos de la caja número 8. La hipotética máquina de café era un tema delicado: el más reciente de los muchos contenciosos entre los copropietarios de Brokeland había empezado con la pregunta de si, tal como Archy llevaba dos años insinuando de forma cada vez menos sutil, no habría llegado el momento de ofrecerle al cliente algo más que una oferta ilimitada de música y charla ociosa a granel. Porque la verdad era que ya estaban jodidos, con o sin Gibson Goode y el imperio de Dogpile. Le debían varios meses de alquiler a Singletary. Sus existencias se estaban resintiendo del hecho de que sus problemas de liquidez les impedían adquirir las mejores colecciones de música. Lo más seguro era que, si uno se planteaba el asunto de forma fría y racional, algo que no se podía decir que se le diera muy bien a ninguno de los dos socios, estuvieran en las últimas. Muchos de los otros emporios del disco usado del este de la bahía ya se habían ido a pique, habían cerrado o bien habían pasado a vender solo por internet, cerrando sus puertas y dejando de suministrar charla ociosa a granel. Brokeland Records era prácticamente el último de su especie, igual que el indio Ishi, el Chingachgook de El último mohicano o Martha la paloma migratoria.

Cada vez que Archy sacaba el tema de probar algo nuevo, diversificar su oferta, mejorar su página web, o incluso vender café, bollos y chai, se encontraba una fuerte resistencia por parte de Nat. Y no solo resistencia; su socio terminaba la conversación y se encerraba en sí mismo, con esos modales exasperantes de Abraham el Patriarca que a veces adoptaba, actuando como si él y Archy no fueran un par de comerciantes de bienes usados que intentaban mantenerse a flote sino los guardianes de alguna grandeza de antaño que jamás debía contaminarse ni alterarse. Cuando en realidad (como pasa con todas las religiones, suponía Archy), lo que Nat sufría era una mezcla de desorden obsesivo-compulsivo y pánico existencial, un miedo desplazado a los cambios. Cualquier desvío de las pautas familiares del tráfico, cualquier aparición de nuevas marcas de agua y dibujitos en el papel moneda nacional, cualquier cambio en las normas del empaquetado de las materias reciclables, todo ello era anatema para Nat Jaffe. Los nuevos comienzos, las pizarras en blanco, los reinicios del sistema: anatema. Se oponía a ellos igual que se resisten a la corriente los islotes o los embrollos de ramas.

—¿Quieres un puto macchiato? —le había dicho a Archy hacía un par de días, arrojándole un álbum, uno no muy valioso, una simple copia de Stan Getz and J. J. Johnson at the Opera House (Verve, 1957), donde Getz tocaba con Johnson, Oscar Peterson, Ray Brown y Connie Kay—. ¡Pues aquí tienes tu puto macchiato!

En otras palabras, la espuma ligera y dulzona de un tipo blanco flotando sobre un fondo denso y oscuro de negros. El lanzamiento no había alcanzado a Archy, pero joder, un disco volador, le podría haber cortado la cabeza. Archy sintió que el mero recuerdo de aquello ya le irritaba. También le irritaba el hecho de que el señor Mirchandani hubiera mencionado lo de la máquina de café, por mucho que supiera que únicamente lo había dicho para echar una mano, para unirse al coro de quienes no querían ver la muerte de Brokeland. Saltaba a la vista que hoy Nat estaba hirviendo a fuego medio y que como mucho le faltaban un par de burbujas para hacer saltar las alarmas.

—Caballeros.

Era una voz suave, la voz de un hombre adiestrado para ver a los hombres y las mujeres en su punto más bajo y sin embargo sacarles lo más elevado. Adiestrado para la corrección, para mantener la discreción y el buen tono bajo aquel palio de remembranza y dolor que siempre flotaba por encima de Flowers e Hijos. Al oír aquella voz funeraria, el loro gris africano inclinó la cabeza en dirección a Singletary y se puso a emitir, sin fallar ni una nota, la lectura que hacía Cochise Jones del viejo espiritual de Mahalia Jackson «Trouble of the World», en el único álbum publicado por Jones en calidad de líder de banda, «Redbonin’» (CTI, 1973).

—Atención —dijo el señor Jones, pero, como de costumbre, Cincuenta y Ocho iba muy por delante de él.

A la sombra de un sombrero negro de ala ancha que le daba un aire a medio camino entre jefe del hampa y Henry Fonda en Érase una vez en el Oeste, ataviado con un traje de tres piezas de raya fina gris sobre fondo marengo y calzado con unos mocasines negros tan lustrados que ya emitían un halo perceptible, Chan Flowers entró en la tienda. Se deslizó en silencio al interior, tan ineludible como un último aviso de las autoridades del condado. Con la espalda recta, fornido y patizambo. Un modelo de probidad, una mano firme para reconfortar a los afligidos, un hombre sobrio —un hombre grave—, tan sólido como el pilar de una tumba. Con aquel sombrero de aires gangsteriles para hacerte saber que el concejal se dedicaba a la política al viejo estilo, ayudándose de una pala en las noches sin luna. Y con aquel toque de Tombstone, de sepulturero de western gótico, como si a veces, cuando brillaba la luna llena y Flowers e Hijos se encontraba vacía y a oscuras salvo por las luces de seguridad, Chan Flowers pudiera sentarse a horcajadas sobre un ataúd y cabalgarlo como si fuera un potro salvaje.

—Parece que hoy se ha reunido aquí el núcleo duro —dijo, evaluando rápidamente las caras que había ante el mostrador antes de posar una mirada interrogativa en Archy, con intención de preguntarle algo—. Esperad aquí fuera —les dijo a sus sobrinos.

Los dos sobrinos de Flowers se quedaron en la acera. Igual que todos los sobrinos de la nueva hornada de la familia Flowers, no parecía exactamente que llevaran puestos aquellos trajes negros de la talla incorrecta, sino más bien que los estaban ocupando temporalmente hasta que los trajes pudieran hacerse con unos residentes menos embarazosos. Tenían esa cara solemne de los bromistas que esperan el momento de gastarle a alguien una jugarreta. Uno de ellos sacó un libro de puzles matemáticos japoneses y se puso a trabajar en él con un lápiz gastado.

—¡Señor Jones! —dijo Flowers, empezando, con esa resolución propia de los políticos, a rellenar las casillas de aquel sudoku humano.

—Señoría… —dijo Cochise Jones.

Flowers tendió la mano para estrechar aquella mano de octava y media que tenía el señor Jones, con sus uñas que eran como teclas de marfil de piano.

—El honor es mío, ciertamente —dijo Flowers—, como siempre, por bañarme de segunda mano en el resplandor del legado que usted representa. El mismísimo inventor del estilo musical conocido como «estilo criollo de Brokeland». —El señor Jones también era, por lo que sabía Archy, la primera persona que había usado el término Brokeland para denominar a aquel vecindario, aquella falla irregular en la que se subsumían las placas urbanas de Berkeley y Oakland—. Hola, Cincuenta y Ocho.

Se hizo el silencio. El pájaro miró a Flowers.

—Di hola —dijo el señor Jones.

—Di hola, fanfarrón de tres al cuarto —dijo Cincuenta y Ocho.

Era la voz de Cochise Jones, aquel graznido inconfundible de fumador, pero mucho más cascarrabias de lo que Archy había oído ponerse nunca al señor Jones. Todo el mundo se rio menos Chan Flowers. Los ojos de Flowers se mantuvieron a distancia de la sonrisa de sus labios.

—Que no decaiga —le dijo Flowers a Cincuenta y Ocho—. Ya sabes que en un estante de mi almacén tengo un ataúd de lujo de madera de cerezo para mascotas, esperando para albergar tus restos.

Era cierto: Cochise Jones había hecho preparativos funerarios de una precisión egipcia tanto para él como para su compañero de soledades.

—Hermano Singletary. —Flowers lo señaló con un dedo delgado—. El Rey del Oropel. ¿Cómo está usted, señor?

—Concejal… —dijo Singletary, mirando a Flowers de la misma manera en que miraba a Cincuenta y Ocho, con una mezcla de curiosidad y disgusto, como si estuviera tocando con la lengua algo amargo situado en la comisura de su boca.

Los dos hombres, Singletary y Flowers, se habían peleado a menudo y de forma abierta a lo largo de los años, aunque siempre de forma civilizada. Pleitos, asuntos inmobiliarios, una larga guerra fría librada sobre un telón de fondo de dinero de reurbanizaciones y por medio de intermediarios y abogados. Los rumores que corrían por West Oakland localizaban el origen de las rencillas a finales de los años setenta, basándose en la leyenda de que Singletary se había casado con su mujer tras arrebatarla a una relación previa con Chan Flowers. Los rumores añadían el dato, poco fiable pero de alguna manera verosímil, de que la razón de que ella hubiera elegido irse con Singletary en vez de quedarse con Flowers era cierto olor a putrefacción imposible de erradicar de las manos del director de pompas fúnebres.

—Estoy bien —añadió Singletary—, a menos que venga usted a decirme lo contrario.

—Como ya sabrán —dijo Flowers, dirigiéndose un poco a la sala en general, con una voz modulada y cordial, pero no, a pesar de su retórica, rotunda. Fría y desapasionada, tan dispuesta a expresar decepción como halagos—, en la Biblia solo hubo un rey capaz de vestir el oropel. No lo llamaban con ese nombre, por supuesto. ¿Verdad que no, señor Oberstein? El rey Salomón, en su libro del Eclesiastés, ¿sabe usted qué expresión empleó para aludir a lo que ahora denominamos «oropel»?

—¿Incienso y mirra? —sugirió Moby.

—Lo llamó «vanidad» —dijo el Rey del Oropel—. Y yo no tengo nada en contra de ese nombre.

—Pues me alegro, porque no he venido aquí a buscar pelea —dijo Flowers—. Señor S. S. Mirchandani, puede que sea usted un recién llegado a estos lares, pero no pierde el tiempo.

—Concejal Flowers…

—Bien por usted, señor. Y señor Oberstein…

Flowers miró con el ceño fruncido al abogado de ballenas, buscando en vano la clase de sumario adecuado que le gustaba adjudicarle a cada individuo, un epitafio para cada lápida.

—«Un tío auténtico» —sugirió Nat.

—Sin duda —dijo Moby, con una sonrisa de oreja a oreja—. Lo más de lo más.

—Señor Jaffe —dijo por fin Flowers. Y apretó mucho los labios.

—Concejal…

A continuación se hizo un silencio, más profundo e incómodo todavía porque Archy se había olvidado de darle la vuelta al disco que había en el tocadiscos. Era muy, muy infrecuente ver a Flowers sin saber qué decir. ¿Acaso le pesaba la culpa en la conciencia por haber cambiado de opinión sobre el acuerdo de Dogpile? ¿Acaso había venido ahora, a la hora de comer, resuelto a dar la mala noticia en persona? ¿O bien estaba tan liado dirigiendo su propia estrategia de grandes vuelos, diseñando su línea defensiva, que se había olvidado de que podía encontrar cierta resistencia en el mostrador de Brokeland?

—Archy Stallings —dijo Flowers, y Archy, confundido, sabiendo que probablemente debería hacerse el frío y el hostil con Chan Flowers pero movido por el hábito de toda la vida de tratarlo con reverencia, renunció y le dio un apretón de manos y un abrazo de barrio al concejal.

—¿Anda por aquí tu padre? —dijo Flowers, sin llegar a susurrar pero prácticamente.

Archy se apartó, pero, antes de que pudiera hacer nada más que fruncir el ceño y poner cara perpleja, Flowers ya tenía su respuesta y estaba pasando al siguiente.

—Si no recuerdo mal —dijo, soltando a Archy—, me comentan que me ha dejado usted un mensaje, señor Jaffe. En mi despacho, hace poco. Se me ha ocurrido pasar a ver de qué se trata.

—Es probable —dijo Nat, todavía sin levantar la vista. A veces su tarareo proteico adoptaba la forma de una bronca arrojada en el contestador automático del concejal o, cuando era posible, directamente al oído de alguno de sus sobrinos, ayudantes, jefes de gabinete o secretarios de prensa, a los que Nat transmitía sus quejas sobre esto, aquello o lo de más allá, la recogida de basura, los mendigos o el hecho de que se estuvieran cometiendo atracos a plena luz del día—. Mmm… —Fingió que se esforzaba por recordar la razón de su llamada más reciente y a continuación fingió que se rendía—. No le puedo ayudar.

—Mmm… —repitió el concejal, y se hizo otro silencio.

«Tortuga incómoda», habría declarado Julie Jaffe de estar presente, formando una tortuga con las manos superpuestas y aleteando con los pulgares.

—¡Anda! Pero ¡miren esto! —Flowers se fijó en el bebé, que se había quedado dormido con el biberón en la boca. Su mirada se posó en Archy, llena de calidez genuina pero también de cálculos fallidos—. ¿Se trata del pequeño Stallings?

Flowers extendió la mano para darle un apretón estándar y Archy se la cogió con una sensación de temor, como si aquel fuera realmente su bebé y todas sus impotencias e incapacidades fueran a quedar al descubierto.

—Sé que parece imposible —dijo Flowers, aferrando la mano de Archy sin dejar de escrutar el local—, pero me acuerdo de cuando tú eras de ese tamaño. —Todo el mundo se rio solícita pero sinceramente al pensar que Archy pudiera haber sido tan pequeño—. Y ese niño se te parece un montón.

—Oh, no —dijo Archy—. No, este es el bebé de Aisha English, el nieto del señor Singletary. A mi mujer y a mí todavía nos falta un mes. Solo se lo estoy cuidando.

—Archy está practicando —dijo el señor Mirchandani.

—Nunca es pronto para empezar —dijo Flowers. Aunque bien provisto de sobrinos y sobrinas, desde pequeños retacos a hombres adultos que habían jugado al fútbol americano con Archy en el instituto, Flowers era soltero e, igual que el señor Jones, no tenía hijos—. O la cosa te puede pillar desprevenido.

—Tal vez yo debería empezar a practicar estar muerto —dijo Nat en voz demasiado alta, aunque Archy no estaba del todo seguro de si el exceso de volumen era deliberado o involuntario. Antes de que ninguno de los presentes tuviera la oportunidad de plantearse el significado de aquel comentario, Nat añadió—. Ah, sí, ya me acuerdo de por qué lo llamé, señor concejal. Era para pedirle que viniera usted a degollarme en persona.

Flowers se volvió, un poco cogido por sorpresa. Sonrió y negó con la cabeza.

—Hermano Nat, nunca me cansaré de tu deslumbrante ingenio —dijo—. Siempre es un placer.

—También tengo aquel disco de Sun Ra que estaba usted buscando —dijo Nat, echándole carbón al enfado y usando la sonrisa para alimentarlo con ráfagas nutritivas de aire—. Aunque, claro, tal vez quiera esperar y comprarlo en esa nueva tienda Dogpile que va a abrir usted. Me han dicho que su departamento de vinilos de segunda mano va a molar cantidad.

—Nat… —dijo Archy.

—Se admite la protesta —replicó Nat sin inmutarse—. Vuelve a avisarme dentro de veinte segundos, ¿vale?

—Ciertamente entiendo tu preocupación por el nivel de competencia que vas a tener que afrontar, hermano Nat —dijo Flowers, desplegando una empatía perfecta—. Pero vamos, colega. ¡Demuestra algo de fe en tu socio y en ti mismo! ¿Qué es esa actitud derrotista? Tal vez quieras plantearte la posibilidad de que tu ansiedad sea prematura.

—Nunca he experimentado una ansiedad que fuera prematura —dijo Nat, siempre dispuesto a seguir dando puñetazos pese a estar abrazado a su contrincante—. En mi experiencia, siempre se presenta justo a tiempo.

—Pues será solo esta vez —sugirió Flowers. Deseoso de salir de aquella, tirándose de las solapas de la chaqueta—. Pero es prematura.

—¿Me está diciendo que Gibson Goode, el quinto hombre negro… cómo era? —Nat se volvió con un crujido audible de las vértebras hacia Garnet Singletary, que se echó atrás, con una sonrisa tensa e imparcial; sin voluntad de ninguna clase o modalidad, dado que no era tonto, de enfrentarse abiertamente con su enemigo favorito de los viejos tiempos—. ¿El quinto…?

—Creo que leí en Black Enterprise que en la actualidad es el quinto afroamericano más rico —dijo Singletary con cautela—. No vi mi nombre en ningún lugar de la lista.

Los hombres que estaban en la tienda se volvieron a reír, contentos de que Singletary rompiera la tensión, aunque Archy estaba seguro de que todos se solidarizaban con Nat. Aquel lugar era parte de su vida, y eso incluía a Chan Flowers, que se había pasado años yendo cada semana a que le cortara el pelo Eddie Spencer y después no había perdido la costumbre de seguir pasando por allí.

—¿Me está diciendo usted, concejal, que Gibson Goode no tiene por fin luz verde, gracias a usted, para empezar a montar su Garito a dos manzanas de aquí, lo cual no solo me va a degollar a mí, sino también a este enorme ex bebé a quien usted quiere tanto? Porque lo que nosotros habíamos oído, y creo que hasta lo hemos oído de su propia boca, era que el señor Goode estaba teniendo problemas graves con algunos de sus amigos de la comisión de zonificación, y que debido a eso, «tal como están las cosas», creo recordar que fue la expresión que usted empleó, los bancos le estaban poniendo muchas trabas.

—Si os dije eso —dijo Flowers—, es porque os estaba informando de lo que yo sabía.

—¿Y qué ha cambiado? O se lo pregunto con otras palabras: ¿cuánto cambio ha hecho falta?

—Nat, aquí llega tu aviso —dijo Archy.

—Cuánta pasta ha hecho falta, ¿verdad, Moby?

—Yo… ¿Por qué me preguntas a mí? —dijo Moby.

—Joder, Nat —dijo Archy.

—Más le conviene tener cuidado con lo que dice, señor Jaffe —sugirió Flowers.

Lo dijo mirando a Archy. No exactamente apelando a él, ni tampoco planteando ninguna amenaza. Miró a Archy con los ojos muy abiertos y expresión interrogativa, como si tuviera ganas de preguntarle algo. Archy se preguntó si la verdadera razón de que ese día los estuviera visitando el concejal no sería aquella pregunta que Flowers no se sentía cómodo formulando delante de una multitud, en lugar de un recado que le había dejado por teléfono Nat en relación con un disco de Sun Ra.

—Yo fui una vez a Dogpile —dijo Nat. Le dedicó a una sonrisa a Moby—. El verano pasado Archy y yo fuimos a tocar en una boda en Fox Hills. Y de verdad, molaba cantidad. Tenían una copia magnífica de Nubian Lady de Roy Meriwether. Los precios eran más que competitivos. Y lo que es más, me metí en una discusión muy interesante, de cuarenta o cuarenta y cinco minutos, con el chico que llevaba el departamento de vinilos usados. Un chico joven, universitario, negro, bien parecido, que tenía pasión por Ornette Coleman. Y que se puso a contarme que básicamente Ornette Coleman había redescubierto el tono original de los cornetistas de Nueva Orleans y que básicamente había regresado a ese tono con el pensamiento, igual que Einstein cuando pensaba en los trenes que pasaban. Y aquello había cerrado el circuito. Fin de la historia. Un rollo ouroboros, la serpiente que se muerde la cola. Ahí se acabó el jazz tal como lo conocemos. No sé si estoy del todo de acuerdo, pero era un argumento interesante. Ah, y también me compré una copia más que decente de Out There.

—A mí no me gusta tanto la hipérbole como a mi socio, señor concejal —dijo Archy—. Ya lo sabe. Y me disculpo en nombre de Nat por su impertinencia, que espero que ya se haya acabado o bien lo voy a mandar de una patada hasta el puente de Carquinez. ¿Me oyes, Nat? Pero escuche, si se pone usted de lado de Gibson Goode, después de haber sido un buen cliente nuestro durante tanto tiempo, por no mencionar, ya sabe, el hecho de que nos haya bendecido con el ejemplo de venir aquí de vez en cuando a satisfacer algunas de sus necesidades musicales, entonces, con todos los respetos, disculpe usted, pero es verdad que nos está dando la espalda. O eso parece.

La mirada de Flowers se deslizó hasta el bebé dormido. Parecía que estuviera viendo al pequeño Archy y escuchando los ecos de algún llanto infantil de 1968.

—Confío sinceramente en que eso no sea cierto —dijo, regresando al presente—. Echaría mucho de menos este sitio, mucho. Pero la verdad es que un Garito Dogpile representaría un impulso enorme para la comunidad.

—Para la comunidad.

Oh, mierda, pensó Archy.

—¡Para la comunidad! —repitió Nat.

—Tranquilo, Nat —dijo Archy.

—Ah, claro. Me voy a tranquilizar. ¡Voy a estar tranquilo de cojones cuando esté viviendo en la calle y vendiéndome la sangre!

—Nat…

Tener que venderse la sangre siempre era la peor situación imaginable para Nat, el ejemplo que siempre les ponía a su hijo, a su mujer, a su socio y a cualquiera a quien necesitara convencer de la ruina financiera que lo acechaba y de las atrocidades a las que iba a tener que recurrir.

—¿Sabe, señor concejal?, no sé por qué, pero yo tenía la impresión de que este sitio… esto… —Nat dio un porrazo en el mostrador—. ¡Esto de aquí!… ¡Era una comunidad! Pero supongo que me equivocaba.

Nat metió la mano debajo del mostrador, sacó una copia de The Soul Vibrations of Man (Saturn Research, 1976) y la arrojó a la otra punta del local. Todos oyeron cómo se rompía, con un crujido como de leña en el fuego. Además de angustiarse por tener que recurrir a venderse la sangre, a Nat le gustaba arrojar álbumes, normalmente álbumes que no valieran nada. Por desgracia, el que acababa de tirar era valioso y difícil de encontrar.

—Puede usted pedirle a Gibson Goode y a la comunidad que le encuentren una copia en mono original precintada de The Soul Vibrations of Man. Porque nosotros cerramos. Ya mismo. En este momento. ¿Para qué retrasarlo? ¿Para qué prolongar el sufrimiento? Esta tienda cierra hoy mismo. Ya pueden marcharse todos, muchas gracias por su apoyo durante estos años. Adiós, caballeros.

Flowers empezó a decir algo, a quejarse ante Nat y a reprocharle la destrucción de aquella preciosidad de disco. Pero se lo pensó mejor. Clavó por última vez sus reflectores en Archy, dando la impresión de que veía alguna clase de respuesta en la inexpresividad de este.

—De acuerdo, pues. —Flowers se tocó el ala del sombrero con los dedos y les hizo una reverencia a los hombres del mostrador. Salió de la tienda y sus sobrinos ocuparon sus lugares respectivos, flanqueándolo—. Que tengan un buen día, señor Jones y señor Singletary.

—Adiós, caballeros —dijo Nat.

Los clientes se dieron la vuelta con cara de perplejidad, y el señor Mirchandani y Moby apelaron en silencio a Archy. Este se encogió de hombros.

—Lo siento, amigos —dijo.

Archy cogió en brazos a Rolando, que estaba roncando en su sillita, y le transfirió formalmente la custodia a su abuelo, como si fuera Inglaterra devolviendo Hong Kong entre trompetas lastimeras de despedida; sintió un dolor extraño en el pecho que parecía un precursor o posiblemente un recuerdo lejano de lágrimas. Los hombres se bajaron de sus taburetes y salieron desfilando a la calle.

El señor Jones se detuvo en la salida, enderezó aquella espalda perpetuamente encorvada ante un teclado fantasmal y se dio la vuelta. Le echó a Nat un vistazo donde se debatían la compasión y la burla. Se sacó la pipa y el tabaco del bolsillo del pantalón. Por fin, señalando con la caña de la pipa en dirección a Rolando mientras el Rey lo sacaba a la calle, el señor Jones señaló con la barbilla a Archy.

—Sigue practicando, Tortuga —dijo—. Le vas a coger el tranquillo.

—Eso espero, señor Jones.

—Tienes buen corazón. En el fondo. Y tener buen corazón es un ochenta y cinco por ciento de todo en la vida.

A Archy le bulleron las lágrimas por las canaletas de los ojos. Por lo general, siguiendo el ejemplo de Marco Aurelio, intentaba evitar la autocompasión, pero la verdad era que no le había pasado muy a menudo en la vida que la gente reconociera sus cualidades, su potencial como hombre. Su madre había muerto cuando él era pequeño y su padre no había tardado en largarse. Las tías que lo habían criado habían muerto sin alterar para nada su ignorancia de las cualidades de él. Su esposa, aunque no cabía duda de que lo quería, era la última de una larga serie de supuestos expertos —desde los mismos tiempos de sus tías, pasando por la época del instituto y del ejército— que habían infravalorado el precio y el buen estado del alma de Archy. El señor Jones era el único que siempre se había detenido para hacer descender una aguja sobre el largo surco en espiral donde estaba grabado Archy y para escuchar sus vibraciones. Incluso en la época en que su mujer todavía vivía y a él lo solicitaban en los clubes y en los estudios de grabación, la época en que había sido medio famoso, el señor Jones siempre había tenido tiempo para Tortuga Stallings.

—Gracias, señor Jones —dijo Archy.

—¿Cuál es el otro quince por ciento? —dijo Nat—. Solo por curiosidad.

—La cortesía —dijo el señor Jones sin dudarlo un momento—. Y mantener la cabeza fría.

Nat se sonrojó y no se atrevió a mirar al señor Jones a los ojos vidriosos.

—Mañana tenemos concierto —dijo el señor Jones—. Voy a necesitar mi Leslie, muchacho.

—Y lo tendrá —dijo Archy.

—Dijiste que estaría listo para el domingo.

—Y lo estará.

El loro pilotó al señor Jones hasta el exterior de la tienda y Nat cerró la puerta detrás de ellos. Corrió el cerrojo y le dio la vuelta al letrero para que dijera CERRADO.

—La «comunidad»… —murmuró. Dejó la mano sobre el cerrojo mientras tarareaba algo. A continuación lo descorrió, abrió la puerta de golpe, salió corriendo a la acera y se puso a gritar en la dirección por la que se había alejado el concejal Flowers—. ¡La comunidad lleva desde 1989 sin hacer un disco que valga la pena!

Nat entró otra vez —con zancadas furiosas— y volvió a correr el cerrojo. Rodeó el mostrador y se quedó de pie, jadeando, haciendo un esfuerzo por tranquilizarse, con los latidos furiosos del corazón palpitándole visiblemente en las sienes.

—Fíjate, Archy, es por esto que odio absolutamente a todo el mundo —dijo, como si hubiera alguna conexión entre aquellas palabras y lo que acababa de suceder, alguna secuencia de acontecimientos equivalente a la teoría de Ornette Coleman y los cornetistas perdidos de Storyville—. Es por eso que odio esta birria de vida que tengo.

Descolgó su sombrero del perchero, se lo caló sobre la cabeza y salió. Archy intentó sin éxito decidir si tenía que tomarse en serio o no alguna de las cosas que había dicho Nat. Estiró el brazo para coger la edición de Penguin de las Meditaciones que llevaba en el bolsillo del pantalón, pero no le hizo falta consultarla para saber lo que no era probable que Marco fuera a recomendarle: la clase de consuelo que uno podía encontrar en el calor y las especias de Etiopía, una salsa dulce y rancia en las yemas de los dedos.

Gwen Shanks se dirigía al norte por Telegraph Avenue, de camino a atender un parto en casa en las colinas de Berkeley, cuando se vio desviada de su curso por un ansia irrefrenable de adentrarse en la penumbra con aroma a comino del Reina de Saba. Endurecida por una vida entera de adiestramiento en el arte de reprimir sus impulsos, igual que Spock batallando contra esa locura septenial por aparearse conocida como pon farr, Gwen se había pasado hasta la última de las treinta y cuatro primeras semanas de embarazo resistiendo los anhelos y caprichos de los estrógenos y la progesterona, negándose todos los antojos, fuertemente atrincherada contra las subidas hormonales. A sus pacientes, Gwen les permitía de forma invariable y con ternura toda clase de rabietas, arrebatos y momentos de pánico. Aunque era comadrona de profesión, la verdadera vocación de su vida era el autocontrol. Hacía dos semanas, sin embargo, su marido se había pasado por las oficinas de Comadronas Asociadas de Berkeley llevándole, en un gesto satánico, una fatídica taza de poliestireno llena de algo llamado suff. Desde aquel día, a Gwen la había atormentado un anhelo casi diario de beber aquella infusión helada de semillas de sésamo que tenía un sabor tan agridulce como los remordimientos. Siendo como era cinturón negro de kung-fu estilo Wing Chun, Gwen se había pasado la mañana en el dojo del Instituto Bruce Lee haciendo ejercicios durante más de dos horas con su maestra, Irene Jew. Haciendo un esfuerzo consciente no solo para intensificar su lucha contra la falta de concentración, fuerza y rapidez que le había provocado el embarazo sino también, lo que era más importante, para recuperar cierta autodisciplina. Pero había fracasado. Ahora, aparcando en una zona amarilla y arriesgándose a llegar tarde, Gwen se rindió a su sed.

Estaba de pie frente a la caja registradora, esperando su cambio, y ya había dado su primer sorbo doloroso y feliz, cuando vio a su querido esposo sentado en un reservado en mitad de la pared sur, detrás de una cortina de ristras de cuentas de colores marrón y beige que se las apañaba, con su poca densidad, para dejar todo y nada a la imaginación. Archy Stallings, el rey de los perros, con sus gruesos dedos de Mingus reunidos en torno a un compuesto pegajoso de pan injera y en compañía de una joven zorra de cabeza alargada y piel castaña herrumbrosa y provista de esos ojos prodigiosamente enormes que tienen los mamíferos nocturnos. Elsabet Getachew, la Reina de Saba, enroscada a su lado de la mesa como una intención suave y siniestra. Delante de ella, Archy se quitó las gafas de carey y se puso a limpiar las lentes con un paño. Gwen no vio más que eso; y aunque no se podía calificar de inocente, para ser justos, tampoco era gran cosa. Más adelante no podría estar segura de cómo ni de por qué se le había ocurrido la idea de desfilar hasta el reservado cerrado con cortinas y vaciarle una taza de poliestireno llena de fría y deliciosa espuma de remordimientos sobre la cabeza a su querido esposo. «Idea» ni siquiera era el término adecuado; en aquel instante le había parecido que ella se definía a sí misma como la mujer que iba a hacer aquello, como el mar en el que aquel acto era el único pez.

Durante todo su embarazo, los ataques de fatiga se habían alternado con los arrebatos de exaltación corporal, pero ahora que desfilaba bamboleándose, con el peso del bebé perfectamente distribuido por la ingeniería de sus huesos, en dirección al quinto reservado empezando por el fondo del local, Gwen se sintió completamente indomable. Apartó las ristras de cuentas con una mano izquierda capaz de partir planchas de madera de pino y reducir bloques de hormigón a polvillo gris. Las ristras se partieron. Centenares de cuentas de color marrón y beige cayeron al suelo con un traqueteo para salir disparadas y tintineando y desparramándose en trayectorias espirales, trazando, como si fueran partículas en una cámara de niebla, un mapa del flujo de qigong que salía de la mano de aquella mujer cinturón negro.

De hecho, Gwen no creía en el qi ni tampoco en el noventa y siete por ciento de las afirmaciones sobre él que llevaba a cabo la gente del mundo del kung-fu, aquellas historias de gente que era capaz de levantar Hondas Acura y esquivar balas y partirles la cabeza a ejércitos enteros gracias a que podían controlar su flujo de magia. El noventa y siete por ciento venía a ser la medida del escepticismo que Gwen sentía hacia todo lo que la gente representaba, aseguraba o intentaba venderte. Y pese a la reputación que en los tiempos que corrían tenían las comadronas de ser brujas new age, armadas con cristales y discos compactos de gongs para generar el estado alfa y tinturas negras y azules de raíz de culebra, la mayoría de las comadronas se había formado en el escepticismo, y Gwen era una de las más escépticas. Pese a todo, ahora sintió algo que le discurría por dentro y a su alrededor, algo delimitado por aquellas cuentas voladoras. Y clavó una mirada iracunda en aquel cabrón que de alguna manera había conseguido ocultar su corpachón detrás del tres por ciento en que ella era ciega y meterse a hurtadillas en su vida.

En cuanto Gwen apareció junto al reservado, Archy pareció cobrar una conciencia repentina de toda la situación —la esposa, el descubrimiento, las cuentas, el suff de tamaño grande— con ese entendimiento instantáneo que es común a todos los hombres infieles. En el espacio de aquel único instante, los ojos se le abrieron como platos, disculpándose, protestando, mientras a su alrededor llovían las cuentas de madera y medio litro de bebida etíope helada le era volcado sobre la cabeza.

—Mierda —dijo mientras aquella sustancia del color de la leche le chorreaba por las gafas y por el costado de la nariz hasta metérsele por dentro del cuello de la camisa. No perdió los nervios, no levantó la voz, no se apartó de un salto y ni siquiera se sacudió para secarse como el perro que era. Se quedó allí sentado y chorreando, aguantando el castigo, como si aguantarlo constituyera una forma de indulgencia sumisa, el precio que había que pagar por tener una mujer que no solo estaba embarazada sino que al parecer también era demente—. Pero si solo estoy hablando con ella.

—Disculpadme —dijo Elsabet Getachew con su acento ronco, intentando escabullirse del reservado con la cabeza gacha.

Su pelo era una maraña gloriosa de zarcillos diseñados para atrapar a maridos ajenos. Emitía un olor violento a cocina, a frutos secos, a aceites y a puñados de azahar en polvo. Gwen se interpuso entre la fugitiva y su libertad, contenta de ser enorme e imposible de esquivar. Esperó a que la joven levantara la vista y la desafió a que la mirara a sus ojos de esposa: una muralla, una presa, el brazo de un gobierno. En los ojos de cabra montesa de Elsabet, Gwen vio culpa y sorna, pero, por encima de todo, desprecio.

De repente a Gwen se le encendieron las luces interiores. Se miró la barriga, la camiseta llena de bolas y dada de sí, las rodillas caídas de sus pantalones de CP Shades y las alpargatas negras raídas donde llevaba embutidos los pies. ¡Y por debajo de todo, el sujetador ridículo y las bragas geriátricas!

—No tienes excusa —le dijo Gwen con voz débil, y se hizo a un lado.

Elsabet Getachew se escabulló y desapareció cruzando otra cortina de cuentas que llevaba a la cocina. Aparte de la feliz pareja, en aquel momento había otros nueve seres humanos en el comedor, todos los cuales parecían estar disfrutando del espectáculo que estaba ofreciendo Gwen.

—¿Qué pasa? —preguntó Archy—. ¿Ya no se me permite relacionarme con los demás comerciantes del vecindario? ¿Mantener el diálogo? ¿Cómo se supone que vamos a mantener el crimen a raya si no intercambiamos ideas e información, eh? Dímelo.

—«Ideas e información» —citó ella—. Ajá. Ya veo.

—Siempre tienes que dar por sentado lo peor.

Él agarró una servilleta y se secó con ternura la frente primero y después las mejillas chorreantes. Negó con la cabeza.

—Me guío por las probabilidades, Archy —dijo ella—. Sigo las estadísticas.

Cierto, admitió Gwen mientras él salía detrás de ella por la puerta principal del restaurante y los dos se alejaban por Telegraph hasta el BMW descapotable negro de 1999 de ella: había dado la impresión de que Archy y Elsabet solo estaban «hablando». Y si era cierto que solo habían estado «hablando», entonces estaba claro que había sido un disparate completo el que a ella se le fuera la cabeza de aquella manera con su marido. Si la reunión había sido tan inocente como aparentaba, entonces estaba mal haber ido y haberle empapado a Archy el precioso jersey de color calabaza y el traje de tweed con un refresco procedente del Cuerno de África. Sí, ella sabía perfectamente que Archy almorzaba siempre en el Reina de Saba. Ella sabía que Elsabet Getachew trabajaba en el restaurante y que era sobrina del propietario, un buen tipo. Y no, ella no esperaba que su marido fuera maleducado con una mujer que era amiga y compañera suya de la Asociación de Comerciantes de Temescal.

—Es por la humillación —se oyó a sí misma decirle a su marido, invocando un concepto clave del código moral de su madre y haciendo gala de un parecido a esta tan grande que le provocó un escalofrío y un hormigueo de arañas por el pescuezo; casi dio la impresión de que podías darle la vuelta a la cámara y mostrar a Rod Serling allí plantado detrás de un bananero enmacetado y envuelto en una nube extraña de humo de cigarrillos.

Se le acercó mucho a fin de poder soltarle su discurso sin tener que levantar la voz.

—Llevo treinta y seis semanas haciendo esto —empezó—. Estoy cansada, estoy gorda, estoy llena de hormonas. Y tengo calor. Tengo tanto calor y estoy tan gorda que necesito llevar bragas pantalón para que no me rocen las piernas entre ellas cuando camino. Así que lo admito, sí, se me ha ido. Tal vez no tendría que haberte tirado mi bebida encima de la cabeza. Pero no sé —¿aquello lo estaba dictando la lógica o los estrógenos?, ¿acaso ella todavía podía distinguir entre ambas cosas?—, tal vez sí. Porque aunque estuvieras «solo hablando» con una chica tremendamente preciosa, Archy, es humillante. Estoy harta. Tengo que pasearme por mi ciudad, por el lugar donde vivo, y preguntarme si la próxima vez que pase por donde sea, no sé, por la farmacia para recoger un frasco de compresas medicinales Tucks, me voy a encontrar a mi marido montándoselo con la farmacéutica. —No se trataba de un ejemplo hipotético—. Es una vergüenza. Tengo demasiado orgullo para eso. —Ella se puso una mano sobre el esternón, sintiendo que sus siguientes palabras se avecinaban como si fueran un fuerte eructo. Bajó la voz hasta un susurro, como si el verse obligada a invocar el recuerdo de su tremendamente decorosa madre, la segunda mujer afroamericana que se había graduado en la facultad de medicina de Harvard, fuera la humillación más grande de todas—. Tengo demasiada autoestima.

—Demasiada —ratificó Archy.

—Júramelo, Archy —dijo ella—. Levanta la mano derecha y júrame por el alma de tu madre que no andas liado para nada con esa chica, Chewbacca o como se llame.

—Te lo juro —dijo Archy, pero sus palabras no llevaban adjunto ningún juramento que requiriera la condena de su difunta madre. No había levantado la mano.

—Levántala —dijo Gwen.

Archy levantó la mano derecha, como una bandera de rendición.

—Júramelo. Por el alma de tu madre, que no te crio para que hicieras esas cosas.

Antes de formar las palabras que se requerían, Archy vaciló y aquel medio segundo fue su perdición. Todas las protestas de Gwen a favor de la dignidad y todas sus invocaciones a la autoestima quedaron desperdigadas como hamacas por la cubierta de paseo de una embarcación bamboleante. Ella echó un vistazo a un lado de la calle y al otro, en busca de testigos, y le metió la mano en la entrepierna de los pantalones. La voluta superior de la hebilla del cinturón de él, una F dorada de Ferragamo, le hizo un arañazo en la muñeca. Los dedos de ella encontraron el grueso pedazo enroscado de manguera que había encogido dentro de la parte holgada de los calzoncillos. Los dedos se le quedaron enganchados un momento en una película de adhesivo corporal tan débil como el pegamento de un post-it. A continuación, Gwen extrajo de allí los dedos pegajosos, se los llevó a la nariz y los olisqueó de forma breve pero experta. Tenderetes de mercado, braseros humeantes, alforjas de lentejas. Todas las especias y hedores de Etiopía: cúrcuma, mantequilla quemada, la sal del mar Rojo.

—Hijo de puta —dijo Gwen, dándole la vuelta, como una célula que se vuelve cancerosa, al juramento que Archy no había querido hacer.

Era la tercera vez en toda su vida que usaba aquella expresión, y la primera vez que la usaba sin sugerir unas recatadas comillas; después de aquello, ya no quedaba nada que decir. Gwen fue al lado del conductor del coche, sin hacer caso de una multa por mal aparcamiento en su sobre de color verde ácido que, durante su ausencia, alguien le había metido bajo el limpiaparabrisas izquierdo. Se colocó con cuidado en el espacio que quedaba entre el asiento y el volante. Y a continuación, ella y su dignidad apaleada se alejaron en el coche, con la multa golpeando el parabrisas y condenada a que el deseo de una taza de suff —a cambio de un sorbo acaramelado de la cual habría estado dispuesta a soportar cualquier otra afrenta a su autoestima o mancha en su orgullo— le siguiera ardiendo por dentro, sin saciar, durante muchos días.

La casa de Stonewall Road era una de aquellas casas estilo cañón de California que se habían construido a finales de los sesenta haciendo gala de un desprecio hacia la gravedad digno de un Laboratorio de Propulsión a Reacción, un conjunto de ángulos apoyados en finos postes que se proyectaban hacia el vacío verde. Desde la calle, lo único que se veía de ella eran el buzón y el garaje, mientras que la casa en sí permanecía escondida ladera abajo como si estuviera agazapada y esperando para abalanzarse encima de algún transeúnte. En medio de la entrada para coches, sobre un eterno charco adyacente de aceite de motor, estaba el coche de Aviva Roth-Jaffe, una ranchera Volvo cuya edad se podía medir en décadas. Tenía una matrícula con el fondo azul y unas letras doradas que decían HEK8. En algún momento de su existencia, una mano de pintura Earl Schreib de cien dólares había condenado a la ranchera a aproximarse al color de una rociada de pasta de dientes con flúor Crest.

Gwen se apoyó en el maletero de su coche y respiró hondo y despacio. Se sacudió de encima todos los recuerdos de la última media hora que aceptaron desprenderse de ella y apisonó el resto. Tenía trabajo por hacer, y cuando aquel trabajo se terminara, su marido seguiría allí, y seguiría siendo un perro, y seguiría llevando encima el olor del coño de otra mujer. Se echó al hombro la bolsa de deporte negra —una bolsa que contenía ropa de cama, guantes, medicinas y jeringas, fórceps y una máquina de ecografía portátil— y cargó con ella y consigo misma por la escalera llena de curvas que llevaba desde la calle hasta la puerta principal. La pendiente que quedaba a su espalda estaba cubierta de campanillas. De las escaleras de madera brotaban unos zarcillos de jazmín que parecían dedos. Una enorme enredadera de jazmines de Virginia con sus bocas amarillas de expresión decepcionada amenazaba con tragarse la casa de madera hasta la punta misma de su abrupto tejado de galpón. El aire de Stonewall Road olía a corteza de cedro, a eucalipto, a troncos de abeto ardiendo en una estufa de leña. Colgada de la rama más baja de un limonero meyer, una campanilla de viento buscaba sin prisa alguna melodía que tocar. Un adhesivo pegado a la luz piloto que había junto a la puerta principal les decía a los potenciales bomberos cuántos gatos (tres) tenían que arriesgar sus vidas para salvar. Del interior de la casa salían los berridos desolados y lastimeros de un animal presa del dolor.

—¿Hola? —dijo Gwen, levantando la voz y entrando por la puerta principal. Un buda pequeño y negro la saludó desde una mesilla que había junto a la puerta, donde estaba acompañado por una fotografía en la que aparecían Lydia Frankenthaler, productora de un documental galardonado con un Oscar sobre las olvidadas tribulaciones de las lesbianas en la Alemania nazi, el compañero de Lydia, Garth, y la hija que Lydia había tenido de su primer matrimonio, una criatura cuyo padre era negro y cuyo nombre Gwen había olvidado. Se trataba de un Buda chino, de los que se supone que traen dinero y suerte, con cara de bebé y panza de cerveza, que a Gwen le recordaba a su querido marido, con la única pero crucial diferencia de que a Archy Stallings le podías frotar la extensión continental del abdomen durante mucho tiempo sin atraer ningún flujo de dinero en tu dirección—. ¿Hay alguien aquí que esté teniendo un bebé?

—Aquí, Gwen —dijo Aviva.

Lydia y Garth, que trabajaba de abogado de gente pobre, estaban teniendo a su bebé en la sala de estar de su casa. Era una sala grande con el techo abovedado y separada del cañón únicamente por una pared de cristal reforzado. La chica —Arabia o Alabama, tenía un nombre geográfico— estaba sentada y maravillándose con cara inexpresiva del espectáculo de su madre desnuda y tumbada en el centro de la sala como si fuera un pedazo abstracto de escultura de mármol. Tenía apoyado en las piernas un cartón rectangular al que había pegado las tres páginas del plan de parto de su madre, y había usado cuatro colores distintos de rotulador para decorar los bordes del cartón con dibujos de flores y enredaderas y un feto de aspecto feliz etiquetado BELLA. Dos sofás bajos habían sido arrumbados a los lados de la sala para dejar sitio a una especie de bocadillo ancho y plano compuesto de una esterilla de tatami, una lámina de espuma de cartón como la que se usa para las hueveras y una cortina de ducha decorada con un autorretrato gigante de Frida Kahlo. Garth, un hombrecillo de huesos pequeños y espinillas flacas, con barba pelirroja y el pelo también pelirrojo al rape, yacía dormido en aquella cama improvisada.

—¡Estoy a nueve! —dijo Lydia a modo de saludo, enseñándoles, como si se tratara de una apostilla, sus nalgas abiertas y algo vellosas y la parte de atrás de sus piernas, mientras permanecía encogida en la postura de perro-boca-abajo y arañando el suelo con las dos manos—. El cuello uterino ya se ha borrado del todo.

—He estado intentando convencerla de que pruebe a empujar un poco —dijo Aviva. Acuclillada en el suelo junto a Lydia, se echó un poco hacia atrás para examinar a aquella imponente y pálida secundigrávida de edad avanzada. La miró con desaprobación, aunque solo Gwen lo podía captar, con los labios fruncidos hacia la izquierda como si estuviera refrenando un beso. Aviva iba descalza y llevaba un vestido holgado de algodón sobre unos pantalones pirata de nailon reforzado negro, con la espuma arremolinada de su pelo negro, salpicada de remolinos plateados, recogida hacia atrás y atada en forma de moño mal hecho. Tenía las uñas de los pies pintadas de un color cacao rojizo intenso como el de la piel de la Reina de Saba de Archy—. Pero lo único que mamá quiere es quedarse así haciendo el tonto.

—No quiero empujar —dijo Lydia. Un hilo de dolor le tiraba de la voz y se la cinchaba, una voz yóguica, invertida y atada con cuidado al ritmo de su respiración—. ¿Te parece bien, Gwen? ¿No me puedo quedar un rato más así? Es mucho más agradable.

Si Aviva decía que era hora de empujar un poco, entonces, en opinión de Gwen, es que era hora de empujar un poco. Una no llegaba a ser la Alice Waters de las comadronas dejando los gratinados demasiado rato en el horno.

—Bueno, tienes la gravedad a tu favor —probó a decir Gwen, menos inclinada que su socia a la paciencia o la cortesía pero dispuesta por lo menos a hacer un intento con una mujer desnuda de parto puesta del revés—. Pero si alguien ha parido alguna vez en esa especie de postura plegada en que te has puesto, Lydia, yo no me he enterado.

—Podría ser interesante —dijo Aviva—, ahora que lo mencionas. A lo mejor deberías intentarlo.

Sus palabras eran humorísticas, pero su tono seguía siendo de censura, o al menos eso le parecía a Gwen.

—Déjame lavarme las manos y tal, luego enciendo mi Doppler y vemos qué está pasando ahí dentro —dijo Gwen, dejando su bolsa sobre un sillón de cuero negro—. Hola, cariño. —Arcadia, se llamaba—. ¿A usted qué le parece todo esto, señorita Arcadia?

La chica se encogió de hombros, con los ojos muy abiertos y húmedos pero sin desesperar. Dejando de lado la jerga y las diosas lunares de tres nombres y las chorradas por el estilo, lo que estaban llevando a cabo en aquella sala era un asunto profundo y solemne, y nadie era tan capaz de percibir esto, en toda su insondabilidad, como una criatura. Ciertamente no el viejo Garth, repanchingado con un dedo del pie asomando del calcetín izquierdo y el letargo accionando los fuelles de su cuerpo escuálido.

—Da un poco de asco —dijo la niña, levantando el plan de parto como si lo estuviera usando para escudarse del asco de la situación. El Punto 7 de la lista estipulaba que el cordón umbilical no se cortara hasta que la placenta hubiera dejado de bombear sangre. El Punto 12 era alguna idiotez sobre el uso de luz artificial. Gwen no era dada a faltarles el respeto a los planes de parto bien hechos, pero siempre incluían abundantes ingenuidades y supercherías, y cuando las cosas se ponían de la manera en que siempre se acababan poniendo, muchos planes adquirían un aire retrospectivo de tonterías—. No te ofendas, mamá.

—No hace… —la cincha se iba estrechando— falta que… lo veas, cariño. Ya te lo he dicho.

—Quiero quedarme.

—El asco puede ser interesante —dijo Gwen—, ¿verdad?

Arcadia asintió.

Lydia bajó las caderas y se dejó caer sobre las rodillas, desplomándose como un castillo de arena; se quedó descansando así, a cuatro patas, con la cabeza caída y los ojos cerrados, como si estuviera a punto de imitar alguna conducta animal.

—Ahora voy a empujar —anunció. Y con la misma voz de azafata, añadió—: Que todo el mundo se calle, por favor.

Su tono fue extraño y alarmante, como el tañido de una copa de vino que tiene un defecto invisible, e hizo que Garth se incorporara de golpe hasta sentarse y se quedara mirando boquiabierto a Gwen, parpadeando y secándose los labios con la manga.

—¿Qué pasa? —dijo.

Desprendió la mirada de Gwen y echó un vistazo a su alrededor, pataleando para ascender desde las simas profundas de un sueño, buscando a su nuevo bebé y encontrando a su mujer, que ya no veía nada en absoluto.

—Todo va bien, cariño —dijo Aviva—. Lo que pasa es que vamos a necesitar a Frida Kahlo.

Gwen entró en la cocina para beber un vaso de agua y, en nombre de la asepsia, si no del orgullo, erradicar hasta el último efluvio de Elsabet Getachew de sus manos. «No tienes excusa»: una excelente línea de diálogo. Usó el par de guantes sin látex de su bolsa para estrangular el recuerdo de su vergüenza justo cuando estaba renaciendo. Al regresar a la sala de estar, vio que Frida Kahlo había sido velada con una toalla de baño de color naranja. Lydia estaba tumbada de espaldas, apoyada en un viejo almohadón a cuadros, con el abdomen pálido surcado por capilares como si fuera un globo ocular, emitiendo un tipo nuevo de gruñido que se fue convirtiendo lentamente en un chillido enérgico y por fin floreció en forma de un estallido de palabrotas que hizo reír a todo el mundo.

—Bravo —dijo Aviva—. Bravo.

Aunque Aviva había traído al mundo a un millar de bebés con sus manos firmes y expertas, ahora que llegaba el momento defirió la tarea a su socia, a las manos de virtuosa de Gwen Shanks, grotescamente grandes, fluidas como un par de moradores de las marismas y llenas de tendones que parecían los cables del Golden Gate Bridge.

Mientras Aviva le estaba cediendo el puesto a Gwen, intentó por medio de sus cejas poderosamente elocuentes comunicarle que le daba la impresión de que en aquella situación fallaba algo: algo que el plan de parto no preveía, algo que estaba desinflado y enroscado sobre sí mismo debajo de la silla de la niña. La aparente capacidad psíquica de Aviva para darse cuenta por adelantado de que algo podía salir mal, sobre todo en el contexto de un parto, no era el simple fruto estadístico de un pesimismo pertinaz. Escéptica como era, Gwen había visto a Aviva llevar a cabo demasiadas predicciones improbables pero correctas de desastres como para no hacerle caso. Gwen frunció el ceño, intentando ver o sentir qué era lo que Aviva había detectado, pero no lo consiguió. Para cuando se volvió hacia Lydia, ya no quedaba ni rastro del ceño fruncido.

—Muy bien —dijo—. Vamos a ver qué está haciendo la señorita Bella.

Gwen se agachó muy despacio y entre plegarias hasta el suelo y, una vez allí, vio que los labios interiores de Lydia Frankenthaler habían conformado un círculo de fuego. Un manchón de fluidos y pelo ya estaba presentando sus credenciales en aquel control de carretera: la avanzadilla de la inminente llegada de la embajadora de tierras lejanas.

—Estás yendo muy deprisa —dijo Gwen—. Ya veo la coronilla. Vamos allá. Oh, cielos.

—Lydia, cariño, ¿te acuerdas de que decías que no querías empujar? —dijo Aviva, colocándose al lado de Gwen—. Pues mira, ahora quiero que pares. Deja de empujar. Limítate a dejarla que ella…

—Está saliendo —dijo Gwen—. Cuidado. Hubo una oleada de líquido y piel, a continuación un suspiro vaginal y la niña salió despedida boca arriba hasta las manos anchas de Gwen. Tenía los ojillos abiertos, nublados y apagados, pero, en el instante antes de chillar, se le encendieron, y la criatura pareció contemplar a Gwen Shanks. El aire iba cargado de un fuerte olor a medio camino entre el sexo y la carnicería. El padre dijo «oh» y se acercó a Gwen para coger a la criatura que ella le estaba pasando. Arcadia se mantuvo apartada, simultáneamente horrorizada y excitada ante el color rojo del parto y la vida que se estaba encendiendo en las manos de su padre. Envolvieron con holgura al bebé en una manta de rayas y mientras Aviva le acariciaba el pelo a Lydia y la ayudaba a levantar la cabeza, Garth y Arcadia hicieron las presentaciones necesarias entre madre, bebé y pecho. Aquello dejó a Gwen, en cuclillas al otro extremo del cordón umbilical plateado, observando el abundante flujo de sangre que manaba de la vagina de Lydia en forma de lentos latidos, como agua saliendo de una esponja saturada.

A Gwen le hizo falta poner en juego toda su formación y su don innato para minimizar los desastres a fin de no pronunciar la palabra fatal «Mierda». Pero Aviva captó algo en su cara o en sus hombros, y cuando Gwen levantó la vista de la hemorragia que ya empezaba a formar un charquito rojo del tamaño de medio dólar sobre la cortina de ducha, su socia ya estaba viniendo a ver qué pasaba. Aviva se encorvó al lado de Gwen, como un arbitro de béisbol que se acerca al hombro del receptor para poder ver mejor la bola que se aproxima. Olía a mondas de limón y a sobaco de una manera que Gwen apenas captó, salvo en forma de presencia reconfortante. Se apostaron para esperar a la placenta. El clic-clic suave que emitía el bebé al mamar marcó el paso de varios minutos. Aviva estiró el brazo y dio un tironcito del cordón umbilical. Frunció el ceño. Hizo un ruidito apagado con la garganta y a continuación dijo:

—Mmm…

Su tono reventó la burbuja de felicidad familiar que había junto a la cabeza de Lydia. Garth levantó la vista, alerta.

—¿Va todo bien?

—Todo bien.

Gwen despegó las tiras de velero de su kit hipodérmico, lo desenrolló y buscó a tientas con la mano izquierda la ampolla de oxitocina.

—Ahora mismo —dijo Aviva—, la placenta está siendo un poco tímida, así que vamos a intentar animar al útero para que nos haga unas contracciones. Lydia, tú sigue amamantándola, es lo mejor que puedes hacer. ¿Qué tal está yendo eso?

—¡Se ha puesto a ello enseguida! —exclamó Lydia. En el mundo al que ella acababa de mudarse, todo era maravilloso—. Se ha enganchado muy bien al pezón. No para de chupar.

—Bien —dijo Gwen, practicando la rutina de la jeringa y la ampolla con una serie deliberada de golpecitos rituales, hundiendo toda la aguja en la boca de la ampolla, leyendo la historia del líquido y la gradación—. Sigue así. Y solo para asegurarnos de que todo va bien y vienen las contracciones, te vamos a dar un poco de Pitocin.

—¿Qué problema hay? —dijo Garth. Estiró el cuello para ver qué estaba pasando entre las piernas de su mujer. No es que hubiera un océano de sangre, pero sí que había la bastante como para horrorizar a un padre primerizo e inocente sumergido en un baño hormonal posparto de confianza en la bondad del mundo—. Oh, maldita sea. ¿La habéis cagado o qué?

Dijo la palabrota con frialdad pero también con una furia sincera que cogió a Gwen por sorpresa. Ella lo había tomado por el típico hombre blanco amablemente irresponsable de Berkeley, con pantalones de cordón en la cintura y sandalias Teva por encima de calcetines de excursionismo, entregado a una vida de apoyo sumiso a su mujer de la misma manera que algunos monjes se entregan a las obras del silencio. Gwen no sabía que Garth y Lydia habían discutido en repetidas ocasiones sobre la idea del parto en casa, ni que Garth se había tomado la insistencia de Lydia en tener su bebé en casa como el último de una serie de actos insensatos y extravagantes de anticonvencionalismo que incluían rechazar, hasta la fecha, tres propuestas distintas de matrimonio. Garth creía en los hospitales y en las vacunas y en la monogamia sancionada por el gobierno, y había absorbido de sus clientes pobres negros y latinos toda una serie de ideas poderosas sobre la soberanía de la mala suerte y la muerte. La vida tranquila, cómoda y satisfactoria que había tenido no le había traído ningún revés de la fortuna, de manera que en cualquier momento se esperaba —y hasta sentía que se merecía— el veloz revés compensador del infortunio universal.

—No pasa nada, papá —dijo Gwen—. No va a pasar nada.

—Ah, ¿no?

—Claro que no —insistió ella, pero solo porque lo podía hacer sin mala conciencia.

Aquella clase de hemorragia no era infrecuente; la oxitocina haría su efecto al cabo de un momento, el útero se contraería, el misterioso fardo de la placenta, aquel órgano condenado y transitorio, completaría su breve trayecto y todo se acabaría.

—Es que, o sea… —dijo Garth. Pareció cambiar de opinión y no decir las palabras que le habían pasado por la cabeza, a fin de no causar alarma, pero a continuación las dijo de todas maneras—. Es que eso tiene bastante mala pinta.

La mirada de Gwen voló hasta la niña, pero parecía que Arcadia había decidido no ser consciente de nada que no fuera el bebé que mamaba del pecho izquierdo de su madre y el tacto de la mano de su madre en la de ella.

—La mayor parte de eso son loquios —dijo Gwen—. Revestimiento, mucosa, nada malo. Es normal.

—La mayor parte —repitió Garth, con un tono al mismo tiempo inexpresivo y acusador.

—¿Por qué no vas corriendo a traernos unas toallas, papá? —le sugirió Aviva—. Y que sean muchas.

—Toallas —repitió Garth, aferrándose a la cuerda de su deseo de resultar útil.

—Eso mismo —dijo Gwen—. Venga, cariño. Ve a buscar hasta la última maldita toalla que encuentres. Y también compresas.

Gwen tenía provisiones de compresas más que suficientes en su bolsa, pero quería darle al hombre un misterio concreto en el que empantanarse, confiando en que lo mantuviera ocupado durante unos minutos. Cada vez que le pedía a Archy que le trajera un Tampax, él siempre ponía la misma cara, entre intimidada, como si estuviera haciendo frente a un concepto avanzado de teoría cósmica, y directamente atemorizada, como si el mero contacto con un tampón pudiera provocar que le creciera de forma espontánea una vagina.

Garth se alejó murmurando.

—Toallas y compresas.

Aviva llamó a Aryeh Bernstein.

—Perdona que te moleste —le dijo.

Le comunicó los detalles esenciales y luego escuchó lo que su tocólogo de emergencia tenía que decir sobre la placenta de Lydia Frankenthaler.

—Ya lo hemos hecho. Vale. Muy bien. De acuerdo, gracias, Aryeh. Espero no tener que hacerlo.

—¿Qué ha dicho?

—Dice que más oxitocina y masaje.

—Voy —dijo Gwen.

Mientras Aviva preparaba otra inyección, Gwen le puso las manos sobre el vientre a Lydia y tanteó resueltamente en busca del útero duro y palpitante. Hundió los dedos en la carne arrugada del abdomen de Lydia y se la masajeó de forma desapasionada y con la misma ternura que un panadero. Los preceptos de su regla del noventa y siete por ciento le impedían creer en el poder místico de la visualización, pero eso no le impidió imaginarse con cada flexión de sus dedos que el útero de Lydia se estaba agarrotando, cerrándose, condensándose como si fuera un trozo de carbón dentro del puño de Superman hasta convertirse en un saludable diamante duro y resplandeciente.

Oyeron puertas de armario que se cerraban de golpe en algún cuarto de baño cercano con un aire frenético de comedia; a continuación se rompió un cristal y la niña dio un respingo. Es posible que Gwen también se llevara un sobresalto. Aviva se mantuvo firme y guio la segunda aguja hasta la vena de Lydia.

—Eh, Arcadia —dijo Gwen—, ¿cómo lo llevas?

—Bien.

—¿Estás cogiendo bien fuerte la mano de tu madre? —La niña asintió, despacio y alerta. A Gwen le repelió el falso tono risueño que notó que se le estaba infiltrando en la voz—. ¿Sabes lo que estoy haciendo?, le estoy haciendo un masaje al útero de tu madre. Estoy segura de que sabes lo que es el útero.

—Sí.

—Pues vaya, claro que lo sabes. Con lo lista que eres.

—Oh, oh. Gwen, mmm… —dijo Lydia, y se hundió todavía más en las profundidades del almohadón a cuadros, meciendo la cabeza como si fuera una flor con el tallo roto. Dejó caer un poco el brazo izquierdo con el que tenía al bebé encogido y se oyó un ruido de chupetón mientras la boquita se soltaba—. Oh, caray, no sé qué estáis haciendo.

—¿Algún cambio? —dijo Aviva.

—Alguno.

Gwen intentó no mirar a su socia mientras Aviva iba a buscar su bolso de mano, un bolso de cuero de imitación de color chillón que tenía estampada la inscripción crípticamente irónica SULACO, y abría las bolsas, lengüetas y tubos de un kit intravenoso. Gwen se agachó, con los brazos hundidos hasta el codo en la masa de repostería de la vida de aquella mujer, convencida de que todo iba a salir bien, de que todo se podía solucionar a base de hormonas y masajes y de mandar juiciosamente al marido en busca de Kotex y toallas de baño. También sabía que ella había recibido la maldición o bien la bendición de una especie de clarividencia inversa que constituía la contrapartida natural al pesimismo premonitorio de su socia. Gwen siempre plantaba cara, o bien era directamente inmune, a las señales claras de peligro o de fracaso. No porque fuera una optimista (que no lo era para nada) sino por lo personalmente que se tomaba el fracaso, cualquier fracaso, ya fuera de ella o del universo. Si un puente se hundía en las afueras de Bangalore, India, y un autobús lleno de niños se precipitaba fatídicamente al vacío, Gwen sentía una punzada del tamaño de un átomo pero aun así detectable de culpabilidad. Le habían enseñado con firmeza que una no podía atribuirse los éxitos a menos que estuviera dispuesta a aceptar las culpas de los fracasos, y un recurso útil que había desarrollado a lo largo de los años para evitar tener que hacer esto último era negarse —no de forma consciente, sino más bien por medio de cierta obstinación reflexiva— a admitir la posibilidad misma del fracaso. Y era precisamente esa posibilidad lo que iba a tener que aceptar si ahora levantaba la vista de sus manos frenéticas de panadero y veía a Aviva, con aquella lúgubre mirada calculadora suya, sosteniendo la bolsa centelleante de solución salina intravenosa, con la boca fruncida en una fina línea de derrota.

—No te quedes dormida, mamá —dijo Arcadia—. Ya viene papá con las toallas.

Gwen corría por el pasillo, con la sangre manando de un corte recién hecho en la mejilla izquierda, apuntalándose la barriga con el brazo, intentando seguirle el paso a Aviva, que a su vez estaba intentando seguirle el paso a la camilla con mástil para el suero en la que un equipo de dos enfermeras y el médico de urgencias que le había cerrado accidentalmente la puerta de la ambulancia en la cara a Gwen estaban transportando a toda velocidad a Lydia Frankenthaler a uno de los quirófanos de urgencias. El médico de urgencias abrió las puertas con un golpe del trasero y se metió en el quirófano, y la enfermera que no estaba empujando el mástil del suero se giró en dirección a las comadronas mientras las puertas se cerraban detrás de ella. Era una rubia flaca de ojos cenicientos y más o menos de la misma edad que Gwen, unos treinta y cinco años, con el pelo recogido en una coleta con una goma elástica y el logo de los Athletics de Oakland estampado por todo el uniforme hospitalario.

—Lo siento mucho —les dijo. Parecía sentirlo una pizca—. Van a tener que esperarse aquí.

Aquello era una sentencia que se les imponía, una condena y un destierro, aunque al principio Aviva pareció no darse por enterada, o mejor dicho, fingió que no se daba por enterada. Siendo como era la Alice Waters de las comadronas, llevaba mucho tiempo lidiando con éxito y frustración con los hospitales, y aunque por una pura cuestión de naturaleza era una de las personas más francas y directas que Gwen había conocido jamás, si la mandabas a batallar con otra enfermera, una empleada del mostrador de ingresos o, por encima de todo, un tocólogo, se revelaba como una auténtica experta en toda clase de artimañas y estrategias de persuasión. Era un talento que resultaba en alguna medida necesario prácticamente cada vez que se las veían con los hospitales o las compañías aseguradoras, y Gwen dependía de que Aviva se encargara con eficiencia de la parte política del trabajo, y le estaba agradecida por ello. Envidiaba el hecho de que a Aviva pareciera no costarle nada el comerse marrones, hacer la pelota y quedar bien. A Aviva lo único que parecía importarle era traer al mundo bebés, y estaba dispuesta a renunciar a todo lo que no fuera su expediente impecable de traerlos sanos y salvos. Se podía permitir, en opinión de Gwen, aquel lujo.

—No, no, claro, ya nos esperamos —dijo Aviva con voz jovial. Se contempló teatralmente a sí misma, la camisa blanca con su mapa de islas de sangre y la pintura descascarillada de la uña del dedo gordo de su pie. Con el mismo aire parcialmente fingido de desaprobación, examinó la mejilla de Gwen y sus pantalones de CP Shades dados de sí y con las rodillas caídas. Por fin Aviva asintió, admitiendo con una sonrisa el aura de suciedad y desorden que rodeaba a ambas socias—. Pero después de que nos lavemos y nos pongamos la ropa de quirófano, entonces no habrá problema, ¿verdad…? —Se acercó para leer la acreditación de la enfermera—. ¿Kirsten? Si se lo quieres preguntar al doctor Bernstein, estoy segura…

Gwen pudo ver que la enfermera estaba intentando determinar a quién le correspondía ser el cabrón en aquella situación, lo cual, por supuesto, era el propósito mismo de la estrategia de Aviva. A veces sucedía que aquella responsabilidad odiosa se podía delegar hasta el infinito, pero otras veces una tenía suerte y terminaba en manos de alguien lo bastante cansado u ocupado como para que le diera igual.

—Bernstein está en un atasco de tráfico —dijo Kirsten—. El asistente es el doctor Lazar. Se lo preguntaré. Entretanto, ¿por qué no se sientan ustedes un poco? —le dijo a Gwen—. A usted le irá bien sentarse.

—Siéntate tú, zorra. Es mi paciente la que puede que se esté desangrando ahí dentro.

—No, gracias —dijo Gwen—. Prefiero quedarme de pie.

La relación que tenía Gwen con la autoridad, con quienes la detentaban y con sus instrumentos, era —tenía que serlo— más complicada que la de su socia. Ella no era capaz de someter tan alegremente su orgullo y su autoestima a los dictados de la política hospitalaria, ni tampoco de reducir el oficio de comadrona, tal como hacía Aviva, a la operación fundamental de Traer Bebés Al Mundo. Sabía simularlo, eso sí, de la misma manera en que los violinistas saben imitar timbres. Había crecido en una familia de médicos, abogados, maestros y policías. Durante muchos años su padre había sido ayudante del fiscal de distrito de la ciudad de Washington D. C. y luego abogado del Departamento de Justicia. Las dos hermanas de su madre eran enfermeras. Su tío Louis había sido policía de uniforme en D. C. y luego policía de paisano y ahora era el jefe de seguridad de la Howard University, mientras que su hermano, Ernest, dirigía un laboratorio en la George Mason University. Los años que Gwen se había pasado siendo fastidiada por los representantes del sistema de los blancos le habían enseñado a sacar el mayor partido de la situación sin comprometerse a sí misma, a veces dejando caer un nombre, a veces mostrando un respeto que sentía de forma genuina o que por lo menos recordaba cómo simular. Principalmente haciendo sentir al médico o el agente de turno que ella entendía cómo era el trabajo de ellos.

—Pero gracias, en serio, Kirsten —añadió Gwen, intentando alcanzar la jovialidad como quien intenta alcanzar una nota pero no llega—. Te agradecemos que nos dediques tu tiempo. Sabemos que estás muy ocupada. —Sonrió—. Y mira, a lo mejor sí que me siento un momento.

Como si le estuviera haciendo un favor a Kirsten, Gwen se sentó trabajosamente en una de las sillas de plástico que había atornilladas a una pared cercana.

—Asegúrese de que alguien le mire esa mejilla —dijo la enfermera en un tono tenso que no expresaba tanto solicitud hacia la mejilla, pensó Gwen, como hacia su propio yo agotado de tanto servir a la población urbana.

—Oh, muchas gracias por tu interés —dijo Gwen. Esforzándose un poco más, deduciendo por la forma en que Aviva la estaba mirando que su simulación estaba empezando, como solía decir Aviva, a «hacer aguas»—. Ahora, por favor, cariño, ve a preguntarle al médico cuándo podemos ver a nuestra paciente.

Debió de ser el «cariño».

—Ya no es paciente de ustedes —dijo Kirsten.

Aquello no era técnicamente cierto. Como resultado de muchos años de trabajo duro y práctica eficiente, de la lenta evolución de las actitudes culturales del estamento médico y de los largos e incansables esfuerzos iniciados por su fundadora e integrante más veterana desde verano de 2004, Comadronas Asociadas de Berkeley había obtenido privilegios plenos en el Hospital General Chimes, entre ellos el derecho de asistir y atender al tratamiento de Lydia Frankenthaler, que seguía siendo paciente de ellas hasta el momento en que la misma Lydia decidiera que ya no lo era. Esta noche, sin embargo, Aviva y Gwen habían llegado en ambulancia, emitiendo cierto tufillo a problemas y rodeadas de una escolta innecesaria de policía que se las habían apañado para adquirir por el camino. Y como si fueran un par de botas de trabajo embadurnadas de mierda, ahora las estaban dejando en el porche.

—Esperaremos aquí —intervino Aviva con una mezcla perfecta de dulzura empalagosa y preocupación profesional, añadiéndole, como quien da un codazo en las costillas, una advertencia casi imperceptible a Gwen para que sellara todas las vías de agua y se callara la boca—. En cuanto hables con el asistente vienes a buscarnos, ¿vale, Kirsten?

Gwen siguió a Aviva al cuarto de baño, combatiendo el impulso de disculparse y deseosa de señalar el hecho de que, si eras blanca, aguantar broncas era una opción que podías tomar si querías; para una mujer negra, la única opción válida era no aguantarlas.

En silencio y frente a lavabos separados, se lavaron las manos y las caras y se lamentaron por la suerte de sus camisas. La reverberación del agua sobre la porcelana intensificaba el silencio. En el espejo, Gwen vio que su socia contemplaba las manchas de sangre con una emoción situada a medio camino entre el horror y el vacío, aparentando hasta el último de sus cuarenta y siete años de edad. Por fin sus miradas se encontraron en el espejo y aquella expresión de derrota desapareció al instante, sacada de allí a la fuerza, encapuchada y esposada, con rumbo al centro interno de detención al que Aviva Roth-Jaffe mandaba a aquella clase de sentimientos para que cumplieran sentencia de muerte.

—Ya sé —dijo Gwen—. He estado haciendo aguas.

—Y no solo eso —dijo Aviva, acercándose para examinar la herida que la puerta de ambulancia le había hecho a Gwen en la mejilla.

Ya había dejado de sangrar, pero cuando Aviva la tocó, una gota reciente se infló en el borde inferior del corte. El corte, del tamaño aproximado de un grano de granada, era de color rosa y tenía mala pinta. Iba a dejar cicatriz, y además Gwen era propensa a los queloides, de manera que durante el resto de su vida, pensó, iba a tener un recordatorio especial de aquel día tan maravilloso. Rememoró una vez más el tropezón y el destello que había visto al golpearse la cara con la esquina de acero.

—Te hace falta un punto —dijo Aviva. Se acercó para examinar el corte de Gwen—. Tal vez dos.

Fueron a la sala de urgencias y, al cabo de unos cuantos minutos más de risueña humildad por parte de Aviva, consiguieron que las llevaran a una sala de reconocimientos provistas de aguja, hilo de suturas y un hemostato. Cuando llegó el momento de la novocaína, Gwen se sentó encima de las manos y le dijo a Aviva que venga, que la cosiera.

—Un punto lo aguanto sin nada.

—Mejor que sean dos.

—Pues dos.

—Pero qué chuleta eres, joder.

—Me falta poco para echarme a llorar de todas maneras, o sea que casi mejor que me des una razón. —Gwen ahogó un gemido al notar la aguja—. Au, Aviva, ay.

Aviva dio un tirón del hilo con suavidad severa y con la respiración saliéndole de la nariz en forma de silbido diminuto. Gwen se concentró en el colgante que Aviva llevaba sujeto con un cordel de cuero alrededor de la garganta. Lo había hecho Julie Jaffe en una clase de vidrio a la flama en The Crucible y era encantador y enigmático, un pequeño planeta de cristal, una lágrima llena de mares alienígenas azules y continentes verdes y casquetes polares teñidos de azul helado. Desde que Gwen lo conocía, Julie había dibujado mapas de mundos, ya fuera sobre papel de periódico, papel pautado o en el resplandor fosforescente de la pantalla del ordenador. Gwen recordaba haberle preguntado en qué se había inspirado para hacer el mundo diminuto de cristal que le había regalado a ella el año anterior por Navidad, y ahora intentó obtener alivio —o por lo menos refugiarse del dolor de la aguja de sutura— en el recuerdo de lo que el chico le había contestado: «En vivir allí». Luego Aviva clavó la púa por segunda vez y fue entonces cuando Gwen rompió a llorar, sin hacer muchos aspavientos, eran una pareja de dientas discretas, las Comadronas Asociadas de Berkeley. Nada de sollozos. Nada de berridos de pena. Nada más que lágrimas que afloraban y se derramaban en silencio, escociéndole a Gwen en la brecha reciente de la herida. Si tenía que ser sincera, resultaba bastante agradable.

Ella permitió que las lágrimas le cayeran solo hasta el momento en que Aviva cortó el hilo del segundo punto, dejó el hemostato, se quitó los guantes y le dio un pañuelo de papel a Gwen. Gwen se secó los ojos y luego usó el pañuelo para sonarse la nariz con un buen trompetazo estridente.

—No nos van a dejar entrar —dijo Gwen con amargura.

—Supongo que no.

—¿Dónde está Bernstein?

—Estaba en la ciudad. Está viniendo.

—Tenemos que entrar como sea. Van a querer hacerle una histerectomía. Lo sé. Cuando lo único que hace falta es esperar un poco. Lazar. ¿Quién es Lazar?

—No lo conozco.

—Dime que no le va a pasar nada a Lydia.

—No le va a pasar nada.

—Me tendría que haber dado cuenta antes.

—No había nada de que darse cuenta hasta que te has dado cuenta. Te has dado cuenta de inmediato.

Gwen asintió, agachando la cabeza y arrugando el pañuelo de papel con el puño. Se puso de pie y echó a andar por la sala, a continuación se detuvo, se abrazó a ella misma y apoyó los brazos sobre la curva del abdomen abultado. Se sentó, se puso de pie, se volvió a sonar la nariz y volvió a echar a andar por la sala. Sabía perfectamente que no se podría haber hecho nada más, pero de alguna manera eso reforzaba el imperativo de culparse a sí misma. El que se sintiera inclinada a culpar también a otros no implicaba ninguna clase de disculpa de sí misma.

—¡No me puedo creer que no nos dejen entrar!

—Tranquilízate —dijo Aviva, con una voz queda que Gwen sabía que estaba destinada a comunicar el hecho de que ella hablaba demasiado fuerte. Pero Gwen se daba cuenta de que estaba poniendo nerviosa a Aviva y, por alguna razón, era un espectáculo que le gustaba. Por segunda vez en lo que iba de día, tuvo la sensación de estar cruzando los límites de una especie de cuarentena interior, adentrándose en una zona prohibida, en la fase desbocada del pon farr. Era la hora del enajenamiento. Y no estaría bien que Aviva la obligara a ir allí sola.

—Ya me he hartado de esto —dijo Gwen—. Aviva, no, en serio. Escúchame.

—Te oigo alto y claro, Gwen.

—Venga ya. Has trabajado como una bestia. Las dos nos hemos ganado el derecho a que nos traten mejor.

Se oyó un chirrido de zapatillas deportivas contra las baldosas del suelo. Las socias se volvieron, sobresaltadas, hacia la puerta de la sala de reconocimientos, donde acababa de aparecer un médico joven de cara rosada, con la cabeza afeitada casi al cero, dejándole únicamente un galón fantasmagórico de calvicie parcial. Con cara de palo, ya cansado de escucharlas antes incluso de que ellas abrieran la boca.

—Soy el doctor Lazar —dijo—. He podido realizar una extracción manual de la placenta. La señora Frankenthaler está estable, el tono uterino está bastante recuperado. He detenido la hemorragia. Se pondrá bien.

Las socias se quedaron completamente inmóviles, paladeando las noticias como gente sedienta que intenta decidir si acaba de sentir una gota de lluvia. Luego se abalanzaron la una sobre la otra y se abrazaron con fuerza, Gwen medio atontada por el alivio, embriagada, aferrándose a Aviva como si estuviera intentando que la sala dejara de dar vueltas.

El doctor Lazar examinó la celebración con sus ojos de platija y con una sonrisa malvada, como si fuera un tahúr con una mano de naipes que le va a reportar la victoria.

—¿Creen ustedes —les dijo, después de un intervalo que ni siquiera era lo bastante largo como para parecer decente—, no sé, cree alguna de ustedes que me podría explicar cómo se las han apañado para cagar este parto de tan mala manera?

—¿Cómo dice? —dijo Gwen, separándose de Aviva mientras el aturdimiento se le pasaba de golpe.

—Diez minutos más de quemar salvia o del vudú que sea que estaban practicando ustedes, y esa madre…

—¿Vudú? —dijo Gwen.

En lugar de hacer una mueca ante aquel claro ejemplo de que había dicho algo de lo que se iba a arrepentir, el doctor Lazar adoptó una pose gélida e inmóvil. Eso sí, se ruborizó hasta las puntas de las orejas.

—¿Saben qué? —dijo—, da igual.

Dio media vuelta y salió de la sala, y Gwen se fijó en que tenía un caramelo Skittle de color morado pegado al trasero de los pantalones del uniforme del quirófano. Por alguna razón, la imagen del caramelo aplastado y pegado al culo del médico le inspiró una pizca de compasión hacia aquel joven fatigado con sus ojos de pez y su lacra de alopecia, y esto, a su vez, la sacó de sus casillas.

—¡Gwen! —dijo Aviva, pero ya era demasiado tarde, y además, que se fuera al cuerno.