Prólogo

En el que todavía no encontramos a nuestro protagonista pero asistimos a una apuesta en tierras muy lejanas.

La faz del Abismo era el semblante de su diosa. Takhisis era la tierra y la tierra reflejaba sus estados de ánimo. Una leve sonrisa complacida devenía un terremoto; cuando fruncía el ceño, surgían nuevas montañas; un repentino acceso de cólera daba lugar a una tormenta de sangre y criaturas muertas que recorrían los surcos de su cara formando torrentes.

Y sin embargo, la faz de la diosa estaba habitada: seres vivos la recorrían arrastrándose, escarbando o hincando las garras, como los piojos y la sarna por la piel de los viajeros veteranos. Allí merodeaban los demonios, los tanar’ris se bañaban en la sangre de sus víctimas, los yugolots cabrioleaban con regocijada intensidad. Los lunanegra pasaban en vuelo rasante a la caza de las almas que se elevaran del suelo y el terreno se reventaba al paso de los cadáveres bala, que con sus caparazones de color blanco hueso rompían la tierra desde abajo. Los pindizzers giraban a velocidad de vértigo en una danza salvaje, los maulladores afilaban sus mandíbulas en forma de tijera, y los eloda, ciegos, perseguían a los condenados siguiendo el hedor de sus almas.

Allí estaba el Abismo en todo su mortífero esplendor. Para dos observadores que contemplaban el tempestuoso paisaje, aquello era su hogar.

Dichos observadores habrían debido estar tramando alguna estratagema para pervertir almas o algún plan para destruir Krynn pero hasta los demonios del escalafón más bajo se toman sus descansos de cinco minutos, alargan las comidas y gandulean en las sobremesas confiando en que sus amos no los necesiten (o que, por lo menos, no los echen en falta). Si esos observadores hubieran sido un par de peones enanos, de humanos ociosos o de kenders buscadores, no les habríamos dado más importancia, pero ni eran enanos ni kenders, ni siquiera eran humanos; eran abisales, la raza escogida de Takhisis, las criaturas más viciosas y malignas entre todas las que estaban a su servicio. Por una parte, parecían lagartos, por lo alargado de sus cabezas, dotadas de colmillos y parecidas a las de los cocodrilos, y por las gruesas alas semejantes a las de los murciélagos; pero en la postura erguida y la inteligencia que brillaba en sus ojos se parecían a los humanos. Su piel negra y escamosa exudaba sangre, que al tocar el suelo chisporroteaba. Contemplaban el Abismo como sirvientes delante de la mansión de su amo, con temor respetuoso y una buena dosis de orgullo personal. De no ser por ellos, ¿quién se cuidaría de que todo estuviera cuidado y en orden, de reparar las posibles grietas y todo lo demás?

Uno de los abisales era muy alto y delgado, resultado de las muchas veces que había sido torturado en el potro. Tenía que encorvarse, hincando sus largos nudillos en el suelo, para que su susurrante hilo de voz llegara a los oídos del otro. Era uno de los Abades del Desgobierno y su misión consistía en viajar al mundo de Krynn para dar malos consejos y difundir verdades terribles. Debería haber estado en Taladas, introduciéndose en los sueños de un contador corrupto la noche antes de una inspección sorpresa, asegurando a dicho contador de monedas que su sistema de estafa era perfecto y nadie le descubriría nunca, así que ¿por qué no coger un poco más?

Pero el Abad había decidido tomarse un descanso, el equivalente de lo que para los humanos es salir al pasillo a echar un trago con los compañeros. La espigada criatura reptil observó el pandemónium a su alrededor y dejó escapar un suspiro complacido mientras se estiraba como un gato, irguiéndose cuan largo era.

—Otro día en el paraíso —dijo.

Su compañero era de menor estatura y lucía una buena barriga. Su misión era ocuparse de las almas de los verdadera y justamente condenados, de los más malvados entre los malvados, tenerlas a raya y evitar cualquier posibilidad de que de las entrañas del Abismo le surgiera algún rival a su oscura ama. Takhisis era consciente del funesto peligro que representaría un ataque del mal contra el mal y no toleraba el más leve reto a su autoridad. Asegurarse de que no se produjera era la misión del gordo abisal, conocido como el Custodio de los Condenados. La importancia de su misión sólo era superada por el absoluto aburrimiento que ésta le suponía. El Custodio de los Condenados no se explayaba en sus quejas por el destino eterno que le había tocado en suerte, por el simple hecho de tener que permanecer siempre allí mientras su compañero disfrutaba viajando por todas partes y dando malos consejos o, por lo menos, no con demasiada frecuencia.

Ese día, se limitó a gruñir y señaló con la garra hacia un montículo cercano.

—Parece que tenemos un visitante.

El abisal más alto resopló dándole la razón. Una luz brillante se había manifestado a media altura de la pequeña elevación, como si una estrella resplandeciente hubiera caído a la superficie de la tierra. Su luminosidad creaba sombras muy definidas en los alrededores y las criaturas menores, poco acostumbradas a tanto fulgor, salieron huyendo de su pureza, metiéndose en los profundos túneles de sus madrigueras o dando tumbos colina abajo en busca de lugares más seguros.

En el centro del resplandor se veía la esplendorosa figura blanca y acerada de un mortal del tamaño de un humano que empuñaba una espada de cristal macizo.

—¿Un paladín? —aventuró el abisal más alto haciendo visera con los largos nudillos.

—Eso parece —repuso el otro entrecerrando los ojos—. Nadie los gana a poco sutiles.

—Asaltar las puertas del Abismo nunca lo es —dijo el otro—. Ahí llega el primer representante de nuestro equipo, un miembro de la infantería pesada.

La brillante luz se vio eclipsada durante un momento por la silueta de un demonio al ataque. Era un espécimen fornido, de la especie que hacía las veces de cancerberos; aquél, en concreto, tenía unos cuernos tan grandes que habrían avergonzado a cualquier minotauro.

Los observadores no vieron moverse al paladín; sólo percibieron el rastro brillante de la espada de cristal, que describió un arco a través del demonio a la velocidad de un relámpago. La criatura infernal, cortada por el centro, cayó en dos mitades idénticas.

—A ése le faltaban tablas —dijo el Abad, y su compañero gruñó dándole la razón.

Un segundo demonio ocupó el lugar del primero y encontró un destino muy similar, aunque esta vez el corte fue horizontal en lugar de vertical.

—Viene dispuesto a todo —dijo el Custodio rechoncho.

El más alto asintió pero ninguno de los dos hizo ningún ademán de acercarse a la batalla.

—Me apuesto algo a que no dura ni cinco minutos —dijo el Abad.

—Apuesto a que sí —dijo el abisal más bajo—. Tiene a su favor la armadura, la espada y la actitud. ¿Qué te parece una copa de sangre de santo contra una brisa del verano de un mortal?

El espigado camarada del Custodio asintió; su larga cabeza de cocodrilo hizo que el gesto de asentimiento pareciera una reverencia exagerada.

—Acepto la apuesta. Empieza la cuenta atrás.

Se acomodaron lo mejor que pudieron en un montón de rocas ardientes y se dispusieron a contemplar el desarrollo de la escaramuza. El Abad del Desgobierno contaba los segundos con los dedos: primero diez, luego diez más, diez más y así consecutivamente.

Al otro lado de la depresión del valle, las legiones del Abismo se lanzaban contra el intruso. Dos demonios más intentaron derrotarlo y, en recompensa a sus esfuerzos, acabaron con las piernas cortadas y la cabeza separada del cuerpo. Un yugolot corrió una suerte similar. Un abisal (no todos eran igual de vagos) intentó atacar lanzándose en picado desde atrás y quedó ensartado en la espada.

—¿Ése no era el Capellán del Dolor? —preguntó el observador rechoncho.

—Seguramente —dijo el más alto—. Es un pelotilla deseoso de llamar la atención y recibir méritos de guerra. Un minuto.

Dos yugolots más cayeron en rápida sucesión, junto con otro abisal, que cayó con las alas de color rojo sangre cercenadas. Un beshak en forma de gusano se enroscó alrededor de la pierna del paladín y estalló en un millón de fragmentos por la proximidad de tanta bondad.

—Dos minutos —dijo el Abad.

El suelo se reventó bajo los pies del paladín y las fauces quitinosas de un cadáver bala salieron a la superficie con la intención de tragárselo de un solo bocado. El resplandeciente paladín saltó sobre el hocico de la bestia e hincó la espada en el pedazo de carne en descomposición que era el cerebro de la criatura. El tiburón terrestre del mundo de los muertos vivientes se agitó en un repentino espasmo y murió de inmediato. El paladín se refugió tras la espalda almenada de la bestia al ver que salían más criaturas de todo tipo de guaridas.

—Me parece que flojea —dijo el Custodio con una nota de preocupación en la voz.

—Sólo es un poco de sangre que le ha manchado la armadura. Tres minutos —replicó el Abad.

Se vio levantarse una especie de ola negra en el momento en que un grupo masivo de criaturas retorcidas se lanzaban a un ataque combinado con el propósito de reducir al paladín. El humano, bien protegido por la armadura, eliminó la primera hilera de bestias, dio un paso atrás, estuvo a punto de perder el equilibrio, acabó con la siguiente hilera, volvió a retroceder, y así hasta que se encontró en el mismo centro del cuerpo del tiburón terrestre, rodeado de un número cada vez mayor de criaturas de los niveles más bajos.

—¿Qué hace que tengan tanto poder? —preguntó el observador más gordo, casi expresando admiración.

—El poder del Bien —masculló su compañero—. Cuatro minutos. Y ahí llega ella. Se acabó.

El abisal rechoncho siguió la mirada de su colega y divisó la flor carmesí que se formaba en el horizonte.

—Sigue contando —dijo hoscamente.

Antes de llegar a diez, la flor ya se había transformado en una gran criatura voladora, la figura de una doncella del infierno en todo su esplendor. Su carne era de refulgente plata, pulida por la sangre de sus enemigos, y parecía fundirse con su armadura de espejeantes llamaradas. En una de las manos en forma de garra sostenía una espada de ébano de un color tan oscuro que dañaba los ojos al mirarla. La melena carmesí le ondeaba tras la cabeza mientras descendía en picado al encuentro del paladín lanzando el alarido de los espectros que anuncian la muerte. Era la criatura más hermosa y terrible del Abismo.

—Judith —dijo él Custodio reprimiendo un escalofrío.

Judith pertenecía al cuerpo de Guardianes de la Paz, los guerreros de Takhisis en las Llanuras Abisales. También era el superior inmediato de los abisales que la observaban. Las dos criaturas se agazaparon entre las rocas, aunque era evidente que la atención de Judith se centraba en el intruso.

El paladín levantó la vista avisado del peligro por la súbita retirada de las hordas oscuras ante la llegada de Judith. Un oportuno movimiento de cabeza le permitió mantenerla sobre los hombros cuando la negra espada cortó el aire dejando un reguero de llamas color ébano donde unos segundos antes estaba su cuello.

Judith se elevó describiendo un círculo y el paladín empezó a brillar con mayor energía e intensidad.

La doncella del infierno volteó la gran espada negra por encima de su cabeza, sujetándola con las dos manos, mientras volvía a lanzarse en picado. El paladín levantó la espada de cristal centelleante a fin de parar el golpe y desviarlo. Las hojas entrechocaron…

… y la espada del paladín estalló en un millón de fragmentos. Judith pasó en vuelo rasante por encima del terreno para coger impulso y volvió al ataque. El paladín titubeaba viendo cómo su propia sangre se mezclaba con los tonos más oscuros de su armadura perforada. Levantó la vista y sus ojos reflejaron miedo y desconcierto al ver regresar a Judith blandiendo su espada en un amplio arco que apuntaba a la parte alta de su casco. El Custodio vio cómo el paladín se llevaba la mano al cuello y…

… la espada atravesó su cuerpo en el instante en que el paladín se volvía brumoso como un banco de niebla que se desvanece al alba. Judith, ahora de pie en el mismo punto donde unos momentos antes el paladín se enfrentara a los ejércitos del Abismo, aulló de rabia. La tierra se estremeció con su alarido. Luego se vio otra flor carmesí y ella también desapareció.

—Diría que más que morir ha huido —dijo el Custodio—. ¿Cuánto tiempo?

—Siento decir que faltaban dos segundos —contestó el Abad enseñándole ocho de los diez dedos.

—Has contado despacio —repuso el otro poniendo mala cara.

—Puede ser, pero no lo has notado —replicó el larguirucho sonriendo—. Ahora ya ha pasado. Vamos, Judith se entretendrá persiguiendo al paladín durante un rato más. Aquí ya no hay nada interesante.

Los dos descendieron del pequeño montículo en dirección a las criptas del Custodio y dejaron atrás el campo de batalla. Los carroñeros del Abismo ya salían arrastrándose de sus cubiles, dispuestos a dar cuenta del festín sin escrúpulos acerca de su procedencia. Al Abad no le gustaban aquellos devoradores compulsivos y apretó el paso. El abisal rechoncho tuvo que correr para alcanzarle.

—¿Por qué hacen eso? —preguntó el Custodio jadeando—. ¿Para qué asaltan el Abismo?

Su compañero suspiró y aminoró el paso por un breve instante.

—Porque se ven a sí mismos como el Bien y a nosotros como el Mal. Somos opuestos y por eso nos atraemos.

—¿Qué es el Bien, entonces? —insistió el Custodio.

—Nuestro opuesto —dijo el otro pero entonces se detuvo, como si quisiera pensar mejor la pregunta—. Creo que sé por dónde vas. A nosotros no se nos ocurre asaltar el castillo de Paladine cada dos por tres. Quizá fuera mejor preguntarse: ¿qué tiene el Bien que provoca que los que lo poseen actúen de una manera tan absurda? Es probable que haya algo en la misma naturaleza de la bondad que inflija esa estupidez ciega.

—No sólo estupidez —dijo el abisal rechoncho—. Sus almas tienen un sabor picante. Se nota cuando mueren: en la electrificación del aire, en el regocijo del alma, en la nobleza del espíritu… —Su voz perdió fuerza cuando se dio cuenta de que su compañero le miraba sorprendido.

—La nobleza del espíritu —dijo el Abad del Desgobierno con una leve sonrisa que le animaba el rostro—. Entonces tu pregunta no es qué es el Bien sino qué es la nobleza.

—Bueno —repuso el Custodio y echó de nuevo a andar entre las primeras criptas de la zona que tenía a su cargo.

—O quizá no —dijo el Abad, y su compañero notó que se le encogía la voz—. Hay bondad en la nobleza y nobleza en la bondad. No pueden separarse.

—Disiento —replicó el Custodio—. Se puede tener la una y carecer de la otra. Estoy casi seguro.

—Hum. ¿Me estás proponiendo otra apuesta? —dijo el Abad al tiempo que llegaban a las puertas de latón ardiente del dominio del abisal rechoncho.

—Sólo es una idea, o un experimento si lo prefieres —dijo el Custodio pensando (sólo por un instante) en cómo reaccionaría Judith si se enterara de las constantes apuestas que se cruzaban entre sus subordinados—. Pero ya que lo dices, podríamos hacerlo más… interesante jugándonos alguna cosa.

—Tendría que ser algo más que una copa de sangre de santo para un… experimento… de tal calibre —le advirtió el Abad.

—Bueno, hace tiempo que me codicio la libertad de que disfrutas en el mundo de los vivos, aconsejando a los grandes y a sus segundos. Verdad es que les aconsejas mal pero igualmente gozas de libertad. —El Custodio no pudo reprimir un suspiro.

—Y yo siempre he envidiado tu puesto de honor como custodio de los condenados más malvados, la flor y nata por así decirlo —replicó sonriendo el larguirucho—. Pero ése es el precio de la condenación eterna. Nadie consigue lo que desea. ¿Cuál sería la naturaleza de ese «experimento»?

El Custodio abrió la puerta de su cripta. Desde allí, descendía por una escalera de antracita ardiente. Sin dudar un momento, empezó a bajar, mientras su compañero daba saltos buscando los escalones más fríos.

—Vamos a descubrir si se puede ser noble sin ser bueno —dijo el abisal rechoncho frotándose las curtidas palmas de las manos—. Tengo bajo mi custodia a los peores de los peores, a las criaturas más odiadas, condenadas a cinco o seis eternidades. Cogemos a uno, le devolvemos la vida y lo enviamos a Krynn con la orden de vivir noblemente. Luego vemos si lo consigue.

Habían llegado al nivel más bajo de la cripta, donde estaban encerrados los peores de todos. Los estantes de latón brillaban por el calor del suelo ardiente. Apiñados en los anaqueles que cubrían casi toda la estancia había jarras de hierro de oro blanco y de una pesada mezcla de cristal y plomo. Se oía el rumor de los lamentos de los condenados y el cristal ahumado a menudo se transparentaba lo bastante para dejar entrever el rostro de un mortal dando alaridos de dolor.

El pie del Abad hizo crujir una vasija rota. La recogió del suelo y le dio vueltas entre las manos. Tenía una inscripción en oro ardiente, compuesta de una sola palabra: RAISTLIN.

—¿Ya lo has intentado con éste? —preguntó el Abad poniendo los restos en un anaquel.

—Siempre hay alguno que elude su destino, por una u otra razón —repuso el Custodio negando con la cabeza—. Tengo otra vasija para lord Soth, pero sigue vacía. —Se encogió de hombros y señaló los anaqueles—. Pero tenemos una gran variedad donde escoger: asesinos, maníacos, sacerdotes ilusos, funcionarios mezquinos. Escoge el que quieras y veamos qué ocurre.

El Abad del Desgobierno se llevó la mano en forma de garra a los labios.

—Antes quiero dejarlo todo bien claro. Yo digo que la nobleza no puede existir sin la bondad y tú dices que se puede tener lo uno sin tener lo otro.

—Ésas son las premisas del experimento.

—El ganador se queda con el puesto, el poder y el trabajo del perdedor durante… pongamos… ¿un año de Krynn?

—Me parece un buen trato.

—¿Puedo escoger al pecador que vamos a redimir? —preguntó el Abad al tiempo que asentía.

—Hecho —dijo el Custodio y le enseñó las palmas de la mano en señal de acuerdo.

—Hecho —dijo el Abad y extendiendo su largo brazo revolvió entre las jarras y cogió una botella de hierro de uno de los estantes al rojo vivo. Era un recipiente pequeño; en el mundo de los mortales, habría sido adecuado para conservar encurtidos y de los más pequeños. Sin mirarlo, se lo lanzó a su compañero.

El lanzamiento se quedó corto y el Custodio tuvo que echarse hacia adelante para cogerlo. Le dio la vuelta en sus manos de garras cortas y le quitó el polvo.

TOEDE

El Custodio dejó escapar un silbido.

—Eres una rata asquerosa. Me lo has puesto bien difícil.