Interludio

En el que aprovechamos la actual condición de muerto de nuestro protagonista para visitar a los que hicieron una apuesta en tierras lejanas.

Mientras (si es que esa palabra significa algo en un lugar de tormento eterno), un par de criaturas aladas con aspecto de lagartos discutían la situación de Toede. Estaban cómodamente sentados en los escalones de carbón humeante que conducían a las criptas del Custodio. El encargado de las criptas gruñía expresando su descontento. Si en el Abismo hubiera papeletas de apuestas, las habría roto en pedazos y esparcido en el aire. Su compañero sonreía satisfecho mientras daba sorbos de una copa de oro, humeante, llena de un humor rojo.

—Ha dejado mucho que desear como experimento —suspiró el Custodio de los Condenados al cabo del rato.

—Un completo fracaso, estoy de acuerdo —repuso el Abad del Desgobierno y apuró el resto de sangre de santo—. Y ni siquiera ha sido un noble fracaso, si me permites la chanza. —Y señaló el cielo con la copa, como si hiciera un brindis—. Mira, ya vuelve.

En la negrura estigia que se extendía sobre sus cabezas había aparecido un borrón carmesí. El Custodio se encogió un poco contra la pared mientras que el Abad se limitó a bizquear ante la velocidad a la que se movía la forma de la doncella del infierno, que cruzó el aire emponzoñado como un cuchillo, dejando tornados gemelos de niebla negra a su paso. Su armadura seguía brillante, como acabada de pulir, y llevaba la espada negra enfundada en la vaina que le pendía del cinturón.

—Sí, es Judith —confirmó el Abad— y ha cogido a su presa.

La valedora de la justicia en el Abismo sostenía entre sus brazos nervudos el cuerpo inerte de un guerrero. Los jirones de la armadura se le despegaban del cuerpo como si fueran tiras de papel rasgado y dejaban ver una sangrienta masa pulposa de carne desgarrada.

Con la cabeza caída en un ángulo extraño, el paladín (no podía ser otro) no hacía el menor movimiento de oponer resistencia.

—Debe de estar muerto —opinó el Custodio.

—¿Qué te apuestas a que no? —replicó sonriendo el abisal más alto.

—¿Cómo podríamos comprobar una cosa o la otra? —preguntó desconfiado el más rechoncho.

El Abad del Desgobierno señaló hacia arriba con la cabeza.

—Por la manera en que se deshace de él. Si se limita a dejarlo caer o se lo come mientras vuela, es que está muerto. Si lo arroja con fuerza contra el suelo, es que antes quiere darle el golpe de gracia.

—¿Otra copa de sangre de santo? —preguntó el Custodio de los Condenados.

—Hecho. Prepárate a pagar —le advirtió el Abad—. Mira.

Judith pasó en vuelo rasante y los abisales le vieron el rostro contraído por la furia que la embargaba. Se acercó a menos de cien pasos de donde estaban ellos pero no se habría fijado en el par de gandules ni que hubieran tenido aureolas y alas con plumas.

Luego se elevó en vertical, describiendo un ángulo recto respecto al suelo. El Custodio gruñó y el Abad dejó escapar una risita. Los dos sabían qué ocurriría a continuación.

A unos treinta metros de altura, Judith se dio la vuelta y levantó el cuerpo del paladín sobre su cabeza. Cuando alcanzó el punto más alto, lo lanzó hacia abajo, estrellándolo contra el abrupto terreno.

Todavía se oyó un prolongado alarido, muy humano, antes de que el suelo temblara por el impacto.

—No ha estado mal —dijo el Abad dando golpecitos en la copa vacía—. ¿Te hace doble o nada acerca del tamaño del cráter que ha abierto?

La respuesta mascullada del Custodio fue inaudible incluso para los sensibles oídos de su compañero y, acto seguido, se precipitó escaleras abajo hacia la cripta. El Abad se apresuró a seguirle.

—Y hablando de apuestas… —dijo la espigada criatura sonriendo—. Creo que tendríamos que arreglar el pago de la anterior. Toede se ha revelado incapaz de demostrar la nobleza por la que tú habías apostado, así que ésa también la he ganado. Sólo tienes que dejarme las llaves de la cripta cuando te vayas.

El Custodio dejó de agitar los recipientes de almas y levantó una garra.

—Un momento. Si no se saca ninguna conclusión definitiva de un experimento, más vale considerarlo fallido.

—¿Experimento? —preguntó el Abad con una nueva sonrisa—. Y yo que pensaba que era una simple apuesta.

—Podríamos decir —continuó el Custodio sin prestar atención a su compañero— que al captar la atención del draconiano, Toede ha salvado a su compañero Groag de una muerte segura.

—O que esperaba que al chocar contra la fría puerta de hierro, la figura candente del draconiano explotaría —replicó el otro con rudeza—. Objeción desechada. Deja las llaves junto a la puerta.

—Ha salvado a su compañero en más de una ocasión —insistió el Custodio.

—Normalmente, en interés propio. Además, eso no es nobleza sino lealtad —repuso el más alto— y no entra en los términos de la apuesta. Nadie reconoció en ningún momento, ni siquiera su antiguo compañero, el más leve brillo de nobleza en el corazón del sujeto que nos ocupa. Y antes de que saques a relucir a Brinco Perezoso, tú sabes tan bien como yo que fue un comentario irónico, dentro de los límites de semejante criatura. De hecho, si algo ha conseguido Toede en su… segunda aparición ha sido aumentar su mala reputación.

El Custodio frunció el ceño y siguió buscando la botella apropiada en el siguiente anaquel, apartando recipientes que contenían la última esencia de pecadores, asesinos y burócratas.

—Mentiría —continuó el Abad del Desgobierno— si dijera que no me placen los resultados del fracaso de Toede. Me agrada ver cómo otra pequeña metrópoli ha sucumbido al caos por la avaricia de unos pocos. Pero tú también deberías alegrarte —añadió señalando hacia el estante en el que relucía una vasija nueva, brillante como una moneda antigua, en cuyo interior se retorcía entre las llamas eternas, en su caso verdes, un draconiano cautivo—. Tienes una pieza nueva para tu colección —dijo haciendo una mueca.

El Custodio de los Condenados se aclaró la garganta.

—El problema… —empezó y se detuvo—. El problema es que la orden inicial no era clara. «Vive noblemente», le dijimos, lo que al parecer era una orden demasiado ambigua para nuestro sujeto. Ya viste lo rápido que la interpretó como una promesa o una garantía de que cuando volviera a su antigua sinecura, todo se arreglaría para él y se le concedería cuanto deseara. Confiaba en ser tratado como un noble y no hizo el menor esfuerzo por poner algo de su parte.

—Tengo la impresión de que intentas desdecirte de la apuesta —dijo el Abad.

—No se trata de la apuesta —repuso el más gordo—. Me interesa el experimento. Las instrucciones que dimos eran imperfectas y los resultados obtenidos son igualmente imperfectos. ¿Qué hacen los mortales ante un fracaso?

—Se retiran a la taberna local y se emborrachan —dijo el más alto—. Por cierto, ¿has encontrado ya esa sangre de santo?

—No —dijo el Custodio, corrigiendo su respuesta, pero no su petición, ya que al mismo tiempo le entregó un pequeño frasco tallado en un rubí—. Los humanos hacen de tripas corazón y vuelven a intentarlo.

—Edos don o domos —murmuró el Abad con el tapón entre los dientes. Lo escupió y repitió—: Ésos son los gnomos. Los humanos prefieren emborracharse después de un fracaso, ya sea una batalla perdida o un ternero muerto.

El Custodio no estaba dispuesto a cambiar de tema.

—De la misma manera —dijo—, podemos pensar que nuestro agente mortal quizás haya aprendido algo de la experiencia anterior y, si le damos instrucciones más precisas, es posible que demuestre que la nobleza tiene cabida en su endurecido corazón.

—Creo que no me gustan los derroteros por los que va esta conversación —musitó el Abad apoyándose en el muro ardiente.

—Me gustaría hacer el experimento una vez más —dijo el Custodio.

—No tengo ningún interés en arriesgar mis ganancias en un nuevo plan —replicó el más alto.

—¿Doble o nada? —se apresuró a proponer el Custodio.

El abisal más alto se relamió los labios pensando en la propuesta y finalmente levantó la copa en señal de asentimiento.

—Quizá tu argumento tenga algún mérito, sobre todo en lo que concierne al doble o nada. ¿Cuándo empezamos?