En el que se desarrolla la batalla entre nuestro protagonista y su odiado enemigo, se llega a una especie de resolución final, tiene lugar una especie de revelación y se sirve una especie de comida.
O, mejor dicho, Lengua Dorada hincó la garra en el lugar donde habría estado el corazón de Toede si el hobgoblin realmente hubiera estado sentado en el trono. En cambio, Lengua Dorada atravesó con la garra el espejo que Toede y Groag habían colocado en el trono.
La superficie de cristal del espejo se agrietó en forma de telaraña y salieron volando pequeñas astillas en todas direcciones. El soporte de metal tampoco resistió el embate y tres de las garras perforaron el acero. Lengua Dorada pronunció un juramento e intentó sacudirse el espejo de la mano. Su piel escamosa lucía una fina blonda hecha de pequeños cortes pero no eran más que rasguños que manaban sangre y pronto cicatrizarían.
Detrás de él, se oyó un largo silbido burlón. Toede salió de su escondrijo entre los cadáveres con la ballesta bajo el brazo. Tenía el aspecto de los nobles rurales que se entretienen cazando conejos. La colocación del espejo en el trono para crear la ilusión de que estaba allí sentado era un viejo truco, más adecuado para el espectáculo de una compañía de cómicos de la legua que para ninguna otra cosa, pero había dado resultado.
Toede se reía viendo cómo Lengua Dorada se esforzaba en liberarse del espejo. Eso puso aún más furioso al draconiano, que empezó a sacar humo por los ollares. Toede levantó la ballesta y…
Lengua Dorada desapareció con el leve chasquido de una pompa de jabón al romperse.
Toede vaciló. Lengua Dorada se había trasladado por arte de magia, o…
El marco del espejo, todavía en el trono, se movía levemente, como si una mano invisible intentara deshacerse de él, que era justo lo que estaba ocurriendo.
Toede apuntó a la tambaleante placa y disparó.
Lengua Dorada reapareció cuando la flecha le alcanzó y movió su piel escamosa. Ahora era él quien se reía.
—¿Flechas, pequeño goblin? Necesitarás algo más contundente para horadar mi piel.
Se agachó a coger la saeta y observó que acababa en un amplio cono invertido, con la parte más gruesa en la parte delantera. Era una flecha para pájaros, de las que usan los cazadores para derribar las aves sin destrozarlas. La punta estaba untada con una sustancia pegajosa que le había dejado una marca del tamaño de una moneda en el pecho. Sin pensárselo dos veces, Lengua Dorada se la tocó. Parecía resina.
—No sólo flechas —oyó gritar a Toede desde detrás de las puertas de hierro, donde se había refugiado—. Me he tomado la libertad de darles una capa de un veneno de contacto muy potente, capaz de penetrar incluso a través de tu gruesa piel, sobre todo si tienes algún corte… —La voz se le quebró en una risa burlona.
Lengua Dorada se miró la mano, donde se apreciaba un fino trabajo de taracea sangrienta, obra del espejo roto. Le pareció que la estancia se derrumbaba sobre él pero enseguida reaccionó. La sugestión era tan letal como la realidad en los combates. Dile a un guerrero que está envenenado y actuará como si lo estuviera. Hizo un inventario mental de los venenos que había en la casa y calculó que tendría tiempo suficiente para encontrar las fórmulas mágicas oportunas con las que curarse.
Tenía tiempo de sobra pero antes le retorcería la cabeza a Toede hasta separársela de los hombros y se la entregaría a los arrapiezos faroleros para que jugaran a la pelota.
De todos modos, se sentía un poco mareado y decidió no arriesgarse. Se envolvió en la capa y murmuró unas palabras trasladándose de allí, cerca del trono, y de vuelta aquí, junto al pozo y en las inmediaciones de la puerta. Vaciló y tardó unos segundos en reaparecer.
Rápidamente, dio un paso atrás viendo venir una flecha que rebotó en algún lugar detrás de él, en la oscuridad. Volvió a avanzar pero cuando llegó al salón principal, Toede ya tenía otro proyectil preparado en la ballesta. De la gruesa cabeza de la saeta goteaba una sustancia esponjosa y transparente.
El draconiano levantó las manos.
—¿Hablamos? —propuso sonriendo y sus afilados dientes brillaban con tonos escarlatas a la luz de las antorchas.
—Habla —respondió Toede manteniendo la flecha apuntada hacia el pecho de Lengua Dorada, a unos cinco metros de distancia.
—¿A qué debo el placer de tu visita? —preguntó Lengua Dorada en tono meloso. La parte trasera de su mente se enroscaba como una serpiente dispuesta a atacar.
—Ésta es mi casa y has ocupado mi puesto —dijo Toede—. ¿Qué más quieres que te diga?
—Entonces, ¿no se trata más que de una cuestión de jerarquía? —preguntó el draconiano—. Pero, amigo mío, yo sólo te guardaba el puesto. Ha sido una regencia, por así decirlo. Revisa los documentos y lo verás. Nunca te he creído muerto. —La parte trasera de la mente del draconiano alcanzó la del hobgoblin, a la que susurró hipnóticamente: «Soy tu amigo. Baja el arma y deja que me acerque».
—Estaba muerto —dijo Toede mirándole a los ojos—, pero he vuelto a… a… —Su palabras perdían coherencia a medida que los efectos de las habilidades mentales de Lengua Dorada empezaban a infiltrarse en su mente—. Para ser nombrado noble —dijo sacudiéndose la súbita modorra.
—Entonces, deja que te ayude —dijo el draconiano dando un paso adelante y luego otro, hacia el centro de la estancia, cada vez más cerca del pequeño hobgoblin. Lengua Dorada notaba la energía que le hormigueaba en las palmas de las manos. Le achicharraría la carne a esa criatura infecta y luego haría una silla con los huesos—. Podría intervenir y arreglar el asunto con los Señores de los Dragones. No será difícil reunir a la comisión de ascensos. Podemos hacerlo mañana a primera hora.
La ballesta empezó a descender y Lengua Dorada dio otro paso adelante. Toede sacudió la cabeza como si estuviera borracho, intentando librarse de las abejas que parecían haberse instalado en la parte trasera de su cabeza.
—Mañana, no —farfulló—. Ahora.
No se supo si la orden era intencionada, accidental o producto de los esfuerzos del subconsciente de Toede por escapar al control mental de Lengua Dorada, pero el caso es que funcionó. Groag había estado observando todo el proceso desde arriba con el interés de un adolescente viendo a una serpiente hipnotizar a un pájaro, pero cuando Toede dijo «ahora», su compañero reaccionó al punto e hizo lo que le había ordenado.
Lanzó la primera mochila, la del polvo, desde la galería hacia donde estaba el draconiano.
Cayó como si fuera un cometa gris, dejando una estela de partículas negras. No golpeó al draconiano. Aterrizó a sus pies y se produjo una erupción en forma de una gran bola negra de granitos que revoloteaban en el aire y se adherían a la piel.
Era una nube de una potente especia picante; pimienta para ser exactos.
Lengua Dorada se vio atrapado en la polvareda abrasiva y estornudó, si puede considerarse un mero estornudo el acto de intentar expulsar los propios pulmones por las narices. Probó a disipar la nube agitando las manos y sólo consiguió aumentar su malestar, porque el polvo le alcanzó los ojos y los ollares.
Toede estaba lo bastante alejado para evitar el grueso de la explosión pero aun así empezaron a llorarle los ojos, lo que le devolvió bruscamente al mundo real. Maldiciéndose a sí mismo por haber bajado la guardia, disparó hacia la turbulenta forma del hombre-lagarto. A esa distancia era fácil dar en el blanco y Toede acertó al draconiano en la cara. Quedaban dos flechas en la caja y Toede empezó a retirarse hacia la derecha, subiendo por la escalera de caracol.
Cuando la nube empezó a desvanecerse, Toede advirtió que Lengua Dorada ya estaba preparando el ataque. Unas luces palpitantes le bailaban en torno a las yemas de los dedos y tenía los infernales ojos fijos en él.
—Vas a morir —dijo Lengua Dorada atropellándose con las palabras.
Toede miró por encima de la cabeza de Lengua Dorada y gritó:
—¡Otra vez!
Groag lanzó la segunda mochila, la que contenía las ampollas, desde la galería.
Lengua Dorada se dio la vuelta y gritó:
—¡Otra vez no!
Probablemente se refería a que no le engañaría dos veces con el mismo truco pero no da tiempo a pronunciar frases demasiado largas en el tiempo que se tarda en lanzar una mochila desde una galería hasta que llega al suelo. De todos modos, en ese breve lapso, Lengua Dorada tuvo tiempo de lanzar las bolas de energía verde que había concentrado en sus palmas, en principio destinadas a lord Toede pero aplicadas en el último momento a otro asunto más urgente: el bulto de nocivas especias que se le venía encima.
Lo que no había calculado, sin embargo, es que el segundo paquete no contenía especias sino botellitas de aceite, combustible de primera calidad para quinqués.
El bulto prendió y el aceite que se empezaba a derramar por detrás formó una cola roja a juego con la estela negra del cometa de pimienta. El paquete se estrelló un poco más atrás y hacia la derecha del draconiano pero, igual que en el caso de la pimienta, la precisión no era lo más importante. Con el impacto se rompió el resto de las ampollas y el aceite ardiendo saltó en todas direcciones.
Casi todo el aceite se derramó sobre las piedras sucias de sangre de la entrada y no tuvo gran efecto, pero una llamarada envolvió al draconiano y se sumó al efecto del veneno y del picor.
Lengua Dorada gritó algo en una lengua que Toede no supo reconocer pero que sin duda era un reniego. El draconiano cayó de hinojos e intentó librarse del fuego revolcándose en el suelo pero lo único que consiguió fue embadurnarse con más aceite para alimentar las llamas y frotar más pimienta en las heridas. Toede salió disparado escaleras arriba, hacia la galería en la que Groag le esperaba disfrutando del espectáculo.
—Tiene no sé qué de bello —dijo Groag observando la agonía del aurak.
—Tan bello como una daga en la oscuridad —replicó Toede cogiéndole de un brazo—. Tenemos que irnos de aquí antes de que…
Groag estaba deslumbrado.
—¡Oooh! El fuego se está volviendo verde.
Toede echó una ojeada rápida al piso de abajo y vio que las llamas rojas se estaban desvaneciendo y en su lugar surgían otras con un tono verdoso, como en las fraguas de cobre. Toede maldijo en voz alta y dijo:
—Eso significa que Lengua Dorada acaba de morir.
—Así que está muerto —dijo Groag sonriendo.
—Así que ahora está realmente furioso —repuso Toede asintiendo.
Groag miró hacia abajo y vio que la forma ardiente de Lengua Dorada emergía del suelo como una réplica de su antiguo ser. La carne de la cabeza se le había quemado completamente, dejando al descubierto un cráneo ennegrecido en torno al que danzaban pálidas llamitas verdes. La bestia inició el ascenso por la escalera de la derecha, dejando huellas de hollín negro a su paso.
De su garganta salía un único sonido quebrado: «Toede».
Subía deprisa. Toede cogió a Groag por el cuello de la camisa y le arrastró escaleras abajo por la escalinata de la derecha, pero sólo hasta la mitad porque entonces el cuello se desgarró y acabaron el descenso rodando sobre sí mismos hasta que el suelo los detuvo. Los restos de Lengua Dorada habían llegado a la galería y se encaminaban hacia la escalera opuesta. El salón de entrada era una verdadera ruina, humeante y ennegrecida, y todavía quedaban pequeños fuegos vacilantes sobre las manchas de aceite.
Toede se levantó y corrió hacia la doble puerta de hierro del salón de audiencias. Llegó allí y ya estaba cerrándolas cuando vio que Groag todavía estaba al pie de las escaleras, echado en el suelo e inmóvil. Los fantasmagóricos restos de Lengua Dorada descendían los últimos peldaños y refulgían con creciente intensidad. Las ropas de Groag humeaban por la proximidad del calor extremo.
Para sus adentros, Toede se despidió emocionado de su leal partidario pero no por eso pudo resistirse a lanzar un último sarcasmo a su enemigo.
—¡Lengua Dorada! —gritó—. ¡Te estás equivocando de goblin! ¡No es a él a quien tenías que achicharrar! ¡En la próxima vida, acuérdate de decir a tus amos que la pifiaste hasta el último momento!
Dicho esto, cerró dando un portazo y corrió el pasador de metal. En el último instante entrevió que el draconiano volaba o saltaba sobre el cuerpo de Groag y se abalanzaba contra las puertas dispuesto a abrirlas por la fuerza.
Los batientes se separaron más de diez centímetros y el pasador se agrietó por la fuerza del golpe. El ruido atronador resonó como una campana por todo Flotsam, despertando a más de uno que estaba durmiendo y avisando a los guardas que aún no habían sido alertados por el extraño espectáculo de luces que se desarrollaba en el interior de la mansión. A las puertas se había congregado una muchedumbre de habitantes que cogían con fuerza sus medallones preguntándose con qué clase de monstruo estarían luchando el divino Brinco Perezoso y su leal valido. Por supuesto, los guardas mejor informados estaban intentando reservar un pasaje en el siguiente barco que saliera del puerto.
En el interior de la mansión, las puertas volvieron a entreabrirse con un estruendo hueco y las bisagras cedieron un poco, separándose de las jambas. Toede sabía que en cualquier momento el draconiano alcanzaría el final de su espectral agonía y estallaría con una explosión de fuego sobrenatural. Y no parecía que la puerta fuera a resistir el tiempo suficiente para protegerlo del brutal estampido.
Miró a su alrededor estudiando las posibilidades que le ofrecía el matadero de Lengua Dorada. No había nada parecido a una herramienta, un arma o una salida. Las ventanas estaban tapiadas y no había más comunicación que…
El pozo que se abría a sus pies. La piscina de Brinco Perezoso. Sabía que sería lo mismo que saltar a una escupidera gigante.
La puerta retumbó por tercera vez saliéndose de las bisagras y rompiéndose en pedazos que volaron hasta los rincones más alejados de la estancia. El cadáver animado de Lengua Dorada, una pira verde, entró tambaleándose en el salón de audiencias y la temperatura extrema levantó ampollas en la pintura de las paredes. Toede levantó un pie en el aire y notó que la oleada de calor le empujaba hacia atrás y caía en la hedionda oscuridad de la madriguera de Brinco Perezoso.
Aún no había llegado al agua cuando Lengua Dorada detonó en un estallido de luz, como un cohete pirotécnico. Toede vio su propia sombra sobre la superficie del agua y la onda expansiva de la explosión lo impelió contra ella.
El agua densa, casi sólida, del estanque de Brinco Perezoso se le metió en los ojos, la boca y la nariz y por un momento creyó que estaba sumergido en aceite hirviendo. Pero no, sólo había caído en una cloaca. Una forma enorme nadó por debajo de él y lo llevó hasta la superficie empujándole con el morro. Toede emergió atragantándose y lo primero que vio fue una lluvia de pavesas de colores danzando delante de sus ojos.
Un poco más arriba, la mansión estaba en llamas y el cubil quedaba iluminado por el resplandor rojizo. En el agua flotaban trozos de cuerpos y otros materiales menos agradables.
Haciendo un esfuerzo, Toede consiguió bracear unos metros hasta tocar pie y se arrastró hasta la orilla. La temperatura del aire, calentado por las grandes llamas del piso de arriba, era tan alta que quemaba al respirarlo.
Boqueando desesperado, Toede vio que lo observaban desde el agua. Una especie de rana del tamaño de una colina, con alas rudimentarias e inútiles a los lados, lo miraba con la mitad del cuerpo sumergida en el agua. El resplandor del fuego iluminaba su asquerosa carne amarillenta dándole una apariencia macabra.
—Brinco Perezoso —dijo Toede con una sonrisa cansada—. Sabía que no dejarías que me ahogara. Salgamos.
Pero el anfidragón siguió observando a su largamente desaparecido amo hobgoblin sin moverse de sitio.
—Vamos, engendro de dragón bastardo, tenemos que irnos antes de que el techo nos sepulte.
Toede intentó ponerse en pie pero descubrió que sus brazos se negaban a doblarse en la dirección adecuada. Estaba dolorido, agotado, casi muerto.
El anfidragón permanecía inerte, hasta que finalmente eructó una palabra:
—¿Por qué?
—¿Hablas? —preguntó Toede creyendo que la fuerza de la explosión del aurak le hacía ver visiones.
—A veces —contestó con otro eructo—. ¿Por qué?
—Yo… —boqueó Toede—. A mí me dijeron que sería nombrado noble, después de morir por primera vez. Lengua Dorada no estaba de acuerdo.
—Y… lo has matado —croó el anfidragón—. Has quemado… mi… casa.
—¡Nuestra casa! ¡Y fue él quien intentó matarme! —gritó Toede con la voz quebrada por el calor—. ¡Me envió un asesino!
—Él, no —croó Brinco Perezoso—. Yo… envié uno… a matarte.
Toede parpadeó para quitarse la inmundicia de los ojos.
—Brinco Perezoso —dijo—, pero si tú eres mi amigo.
—No amigo. Tú vives. Yo soy… una montura —repuso Brinco Perezoso en un tono casi desdeñoso. Entre bramidos la boca se le abría mostrando una hilera de dientes legamosos—. Tú mueres… Yo soy un dios. —El anfidragón dejó escapar una risa entrecortada—. ¿Tú… qué… elegirías?
Toede hizo un amago de huida pero sus piernas tampoco parecían responder.
—¡Yo tenía que ser nombrado noble! —gimió como quien da una excusa.
—Te nombro caballero… lord Toede —bramó Brinco Perezoso y lanzando la lengua como las serpientes lo golpeó en el pecho. Antes de que el hobgoblin pudiera protestar o siquiera gritar, el anfidragón lo atrapó en sus fauces. Toede sintió que la oscuridad lo envolvía con un dolor agudo, breve, exquisito, en el momento en que su cabeza se doblaba hacia atrás separándose del cuello.
—Bastardo, sí, tú lo has dicho —murmuró Brinco Perezoso hundiéndose lentamente en el estanque en busca del rincón más profundo y fresco, a cubierto de la ira del fuego.