En el que nuestro protagonista vuelve a su casa, descubre la naturaleza de lo que ha estado durmiendo en su cama y le tiende una trampa. Como premio al sufrido lector, echaremos una ojeada a la mente de Lengua Dorada antes de la batalla final.
—¿Qué sabes de los auraks? —preguntó Toede a Groag en cuanto les dejaron solos en el salón de entrada de la mansión.
Toede había dado instrucciones a los dos guardas para que vigilaran la puerta por fuera hasta la llegada de Lengua Dorada. Las ventanas estaban cerradas y en el interior reinaba la oscuridad más absoluta. Eso no molestaba a los hobgoblins, ya que las sombras rojas les permitían verlo todo con sus sensibles ojos, pero los humanos, cuya visión era más limitada, se sentían incómodos, temerosos de que en cualquier momento les saltara encima algún monstruo, así que se mostraron bien dispuestos a retirarse a los puestos que les acababan de asignar.
La mansión de Toede era una construcción tosca e informe. Con sus imponentes muros, era más fácil tomarla por el mausoleo de un gigante que por una estructura mínimamente habitable.
El edificio central tenía dos pisos y estaba distribuido en dos alas cuadradas que salían de los lados del salón principal. A la derecha, estaba la tesorería (una vez dentro, Toede observó que Lengua Dorada por lo menos había tenido el buen sentido de cambiar la cerradura de las gruesas puertas de cobre). A la izquierda, estaba la cocina y las dependencias del servicio. Enfrente de la entrada estaban las grandes puertas de hierro forjado que conducían al salón de audiencias. A los lados de la puerta, dos escaleras de caracol iban a dar a una galería y a un pasillo del piso superior, donde se hallaban las estancias privadas. En los buenos tiempos, el edificio bullía con la animación de los festines, los jolgorios y las peleas de los hobgoblins.
No era ése el ambiente que reinaba en la tibia y fétida oscuridad de la nueva administración. Lengua Dorada había dejado que la casa perdiera todo su encanto.
Groag miró a su alrededor dejando que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad mientras pensaba en la pregunta que le había hecho Toede.
—Sé que los auraks son criaturas desagradables —dijo por fin.
—Y que lo digas —repuso Toede—. Cabeza de dragón, cuerpo de hombre, alma de demonio; cola corta y garras largas; y con la piel del color de las monedas viejas. Y Lengua Dorada debe de ser el más feo de todos. Mira a ver si encuentras alguna antorcha en esta tumba.
Toede le cogió las dos mochilas (por fin) y subió por la escalera de la derecha, saltando los escalones de dos en dos y hablando al mismo tiempo.
—Será mejor que nos demos prisa. Imagino que Lengua Dorada vendrá corriendo en cuanto reciba el mensaje.
—¿No puede volar? —preguntó Groag gritando desde el piso de abajo. La acústica del lugar era perfecta; la voz de Groag parecía venir de todas las direcciones a la vez. Era una estancia especialmente buena para pronunciar largos discursos y proclamas, una de las razones por las que Toede la requisó para su uso.
—Gracias a la Reina Oscura, no —contestó Toede—. Los auraks corren bastante rápido y son capaces de desaparecer de un lugar y aparecer en otro que esté cerca. Pueden hacerse invisibles a los ojos humanos y cambiar de forma. De las manos les salen bolas de fuego arrojadizas o algo parecido. Escupen ácido por la boca, saben utilizar la magia y son inmunes a la mayoría de los encantamientos. Y son capaces de controlar las mentes de los demás, pero de eso ya te debes haber dado cuenta en el desfile de esta tarde. Cuídate de no mirarle a los ojos, ¿de acuerdo?
Mientras así hablaba, Toede llegó al descansillo situado justo encima de las puertas de hierro que daban a su antiguo salón de audiencias. Desató y abrió las dos mochilas aguantando la respiración para no inhalar el polvo negro que salía de una de ellas. La mayoría de los cucuruchos de papel que contenían el polvo negro se habían roto y Toede se aseguró de rasgar los demás.
Luego se ocupó de la otra mochila, la que tintineaba con ruido de cristal. En el interior había una rejilla de madera ligera y en cada compartimento una botellita de cristal. Toede puso la rejilla de manera que las ampollas quedaran verticales y abrió cerca de la mitad. Le envolvió un penetrante olor almizclado.
—He oído decir que los Señores de los Dragones hacen a los draconianos a partir de huevos de dragones buenos —se oyó gritar a Groag por encima del ruido de armarios que se abrían y cerraban.
—Eso son mentiras y propaganda de kenders —replicó Toede—. Olvídate de eso. De todos modos, ya tenemos bastantes cosas en que pensar.
—Bolas de fuego, ácidos, magia, control mental. Bien —gritó Groag—. ¿Hay algo más de lo que deba preocuparme?
—No te quedes muy cerca de él si se muere. Se ponen realmente frenéticos cuando les matan.
—Buen chiste —repuso Groag—. ¡Eh! En la cocina he encontrado unas antorchas y un brasero encendido.
—No es un chiste —murmuró Toede poniendo fin a los preparativos, y levantando la voz, añadió—: Pon las antorchas en el salón principal y en la sala de audiencias. Quiero que sepa dónde estoy y no empiece a dar vueltas por ahí.
Del piso de abajo no le llegó más respuesta que el silencio.
—¿Groag?
—Creo que es mejor que bajéis —dijo Groag con la voz quebrada por el miedo.
Toede descendió por la escalera pero no sin antes cargar la ballesta con uno de los proyectiles especiales que guardaba en una caja separada, flotando en una sustancia grasienta, semejante a una secreción ulcerosa. Tuvo buen cuidado de ponerse guantes para cargar el arma. Pero en el piso de abajo no encontró contrincantes que le presentaran batalla, sino a Groag, con una antorcha en la mano, frente a las puertas de hierro abiertas que daban a la sala de audiencias.
—¡Cualquiera diría que se te ha helado la sangre en…! —empezó a decir Toede acercándose pero al llegar junto a él se quedó callado.
Sangre era lo que había por todas partes. La estancia se había convertido en un matadero, lleno de cuerpos retorcidos y desmembrados. Algunos habían quedado reducidos a unos cuantos huesos roídos, otros eran meros sacos de carne chorreante y aun había cadáveres casi enteros a los que sólo faltaba alguna porción menor de la anatomía. El hedor era suficiente para tumbar a cualquiera que no fuera un hobgoblin.
—No puedo decir que le envidie el decorador —murmuró Toede.
—Esto explica el miedo de los guardas —dijo Groag con voz queda.
—Y la ausencia de sirvientes —añadió Toede—; por lo menos, vivos. Veamos qué otros cambios ha hecho Lengua Dorada.
Toede cogió una antorcha y entró poniendo especial cuidado en no pisar los cadáveres más recientes. La mayoría eran humanos pero también había kenders, elfos y no pocos hobgoblins. A Toede no le costó imaginar cuál había sido el destino de sus leales partidarios y por qué la población parecía aclamar a Lengua Dorada con tanto entusiasmo. Sólo los rumores de la existencia de tal lugar habrían sido suficientes para inspirar la sumisión completa por el terror o la revolución inmediata.
—Parece un campo de batalla —dijo Groag.
—En los campos de batalla no suele haber tanta abundancia —repuso Toede—. ¡Ep! Esto está cambiado.
A sus pies se abría un amplio agujero cuadrado en el suelo de pizarra. Tenía unos cinco metros de ancho y estaba oscuro. Del interior, salían ruidos de agua.
—Es la rampa que da a la guarida de Brinco Perezoso —dijo Toede y, ladeando la cabeza, añadió con voz de maestra de párvulos—: ¡Brinco Perezoooso! ¿Estás ahí, muchacho? —y chascó la lengua varias veces.
Algo oscuro y hediondo subió a la superficie del agua como un monstruo marino muerto formando remolinos en un mar negro. Aparecieron dos esferas de luz gemelas que dejaron en ridículo la luz de las antorchas. Se diría que eran accesos directos al Abismo.
—¿Me has añorado, Brinco Perezoso? —preguntó Toede.
La respuesta fue un profundo y entusiasmado eructo.
—Vendremos en-se-gui-da, en cuanto nos ocupemos de ese es-tú-pi-do de Lengua Dorada. ¿Vale, Brinqui?
Se oyó otro chapoteo y los fuegos gemelos se apagaron.
Groag se quedó mirando a su señor y repitió:
—¿Brinqui?
—Es evidente —dijo Toede aclarándose la garganta— que ese aurak lo ha estado maltratando. Seguro que sólo lo saca para exhibirlo. ¡Y con este olor!
—Lengua Dorada… —dijo Groag señalando el orificio con la cabeza— ¿ha abierto ese agujero en el suelo para desembarazarse de… —hizo un amplio gesto con la mano señalando los despojos sangrientos que les rodeaban— todo esto?
—¿Te parece que se ha desembarazado de algo? —dijo Toede sacudiendo la cabeza—. A los auraks les gusta matar. Ya lo has visto esta tarde. Es una de las costumbres que más caros los hacen a los ojos de los Señores de los Dragones. Y no se puede decir que tengan la manía de limpiar cuando han acabado de jugar con la comida. Pobre Brinco Perezoso, convertido en icono religioso y atrapado ahí abajo con toda esta comida aquí. —Suspiró y lanzó al agua lo que debía de haber sido una pierna. Se oyó un chasquido cuando entró en el agua y a continuación un ruidoso chapoteo de algo sumergido en el agua.
—Lo ves. Tiene hambre —comentó Toede—. Lengua Dorada no ha hecho el agujero. Se ha limitado a quitar la trampilla que yo había puesto. Era un buen truco para deshacerse de seguidores caídos en desgracia —dijo sin percibir la expresión de disgusto de Groag—. Les convocaba a una audiencia privada, accionaba la palanca y observaba la cara de sorpresa que ponían cuando notaban que el suelo cedía bajo sus pies.
Groag, el seguidor favorecido hasta el presente, miró a su alrededor.
—Imagino que es tarde para proponer que nos vayamos a cualquier otro sitio durante el resto de nuestra vida.
—No tienes nada que temer —mintió tranquilamente Toede cogiendo a su compañero por los hombros—. Lengua Dorada me buscará a mí en primer lugar y eso es precisamente lo que nos conviene. Todo lo que tienes que hacer es esconderte en la galería. Cuando grite «ahora», dejas caer la primera mochila. Y cuando grite «otra vez» lanzas la que tiene las botellas. ¿Entendido?
Groag asintió con la cabeza.
—Y luego sales corriendo —dijo Toede. Si el plan no surtía efecto, sería mejor que fueran dos los hobgoblins que corrieran por la ciudad. No calculaba que Groag pudiera sobrevivir mucho tiempo pero su cuerpo muerto podría distraer la búsqueda del cuerpo vivo de Toede.
Groag volvió a asentir.
—Bien. Y ahora ¿qué?
—Vamos a buscar un espejo al salón del piso de arriba. Luego echamos el pestillo de seguridad en la puerta principal y esperamos.
***
Lengua Dorada volvía solo de la Ciudad Baja, ya que iba más rápido sin la comitiva de quejosos humanos. El capitán acabaría sus días siendo un condumio bastante sabroso, decidió, por importunarle cuando estaba a punto de empezar la caza del ganso salvaje para llevarle a Los Muelles. Ahora ya era casi medianoche. El mensajero, aquel guarda del sur, sería un buen entrante antes del plato principal. No, primero el tabernero adulador, luego el mensajero y por último, el capitán.
O los tres a la vez, pensó sonriendo, mientras agitaba una mano para abrirse paso entre los guardas apostados en la puerta de «La Roca». Los guardas le saludaron dando un paso atrás, ya que ni siquiera a ellos se les escapaba que lord Lengua Dorada no estaba de muy buen humor. De hecho, daba la impresión de que le salía humo del morro de dragón y sus puños cerrados irradiaban energía.
Tenía que ser Toede, pensó Lengua Dorada. Ningún otro se habría molestado en imitar al antiguo gobernador. Y dado que la mayoría de los componentes de su antigua corte ahora formaba parte de su «colección», quedaban pocas criaturas que conocieran lo bastante bien la ciudad como para eso. Esa verruga andante probablemente había horadado un pasadizo secreto en «La Roca» con ese único propósito. El alboroto de Los Muelles no había sido más que una maniobra de distracción.
Sólo Toede tenía suficientes narices para apoderarse de su propia mansión y enviarle recado citándole allí. «Un viejo amigo», sin duda.
Si Toede estaba en la mansión, existía la posibilidad de que el hobgoblin reclutara a Brinco Perezoso como aliado. Lengua Dorada nunca había tenido un especial cariño al anfidragón, a pesar de su evidente utilidad. Quizás había llegado la hora de añadir algunas especias venenosas a la siguiente comida de la bestia. Ya nadie necesitaba seguir viendo al hediondo dragón-rana para venerar al «Profeta del Agua». Probablemente sería incluso mejor para la fe que los creyentes tuvieran que utilizar un poco más la imaginación.
En la puerta principal de la mansión había dos guardas que al verle desaparecieron rápida y silenciosamente. Las persianas estaban cerradas pero aun así vio que alguien había encendido antorchas o quinqués. Empujó la puerta doble cogiendo un pomo con cada mano.
Las hojas cedieron un par de centímetros y se trabaron. Lengua Dorada vio que el pestillo de seguridad estaba echado.
¿Quién estaba allí? Toede. Le habían asegurado que esa bestia menuda estaba muerta pero de alguna manera, como las monedas falsas, había vuelto a la superficie.
Lengua Dorada pensó en tirar la puerta abajo a viva fuerza pero se reprimió. Esos estallidos de rabia eran vulgares y no había razón para destrozar su propia guarida. Había medios más sutiles.
Se envolvió en la capa y murmuró unas palabras, trasladándose instantáneamente de aquí, a un lado de la puerta, a allí, al otro lado. Lo hizo en lo que se tarda en dar un suspiro y acto seguido adoptó una posición de ataque en la entrada principal.
Miró a su alrededor. En el salón había antorchas encendidas que proyectaban sombras escarlatas sobre el suelo manchado de sangre. Husmeó el aire: no, no había fuerzas mágicas extrañas; tampoco había ilusiones visuales o figuras invisibles.
Las puertas de hierro que daban a sus aposentos privados estaban abiertas de par en par. Allí había menos luz: un par de braseros colocados junto a la rampa que daba al estercolero de Brinco Perezoso. Al otro lado del pozo, estaba el viejo trono colocado sobre un estrado, y sentado en el trono estaba…
… Toede, sonriendo satisfecho de sí mismo.
—Adelante —le llamó la achaparrada criatura—. Ten cuidado con el boquete. Y gracias por mantener mi casa caliente.
Lengua Dorada hizo una mueca al oír las palabras de Toede, que reverberaron entre las paredes del salón. Le tentó la idea de aplastarle la cabeza como si fuera un melón podrido, hincando las garras de los pulgares en los andrajos que tenía por ojos, pero todo tiene su lugar y su momento y primero tenía que engañar y atrapar a su presa.
Se envolvió en la capa y volvió a murmurar unas palabras trasladándose de inmediato de aquí, en el quicio de la puerta, a allí, justo delante del estrado. Lo hizo en un suspiro y nada más aparecer en el otro punto, se abalanzó sobre Toede y le hincó una garra en el corazón.