En el que nuestro protagonista demuestra su habilidad para no hacer olas, transmitir seguridad a sus aliados e influenciar a los que se va encontrando, y en el que se beneficia de la tendencia del Mal a contratar esbirros con inteligencias indignas de tal nombre.
El puerto de Flotsam era un espejo ondulante y ahumado que reflejaba un cielo sin luna. En la superficie se podían ver las imágenes invertidas de Kiri-Jolith y otras constelaciones, pequeños diamantes que destellaban en la pulida negrura. Soplaba una ligera brisa procedente del mar, con un leve olor fétido provocado por residuos vertidos hacía unas horas por los habitantes de la ciudad. El vientecillo acre levantaba cabrillas que hacía avanzar delante de él. Media docena de barcos se balanceaban lentamente en los muelles. Por lo demás, la bahía estaba desierta.
Las aguas cercanas a la península se vieron agitadas por un tipo de ondas distintas cuando un par de pequeños bultos salieron del agua y se arrastraron hasta la playa. Con el cuerpo totalmente cubierto por unas ropas oscuras y ceñidas, parecían leones marinos.
Bueno, no totalmente. El símil de león marino que iba delante se volvió hacia su compañero y le susurró que dejara de holgazanear y cargara el material. El rostro del jefe, en nada parecido al de un león marino, destacó como un pálido espectro junto a la negrura de sus brillantes ropas y, de haber habido luna, se habría reflejado en él como en una placa de azogue. Su compañero gruñó y salió del agua arrastrando un pesado paquete negro.
—Vamos, Groag, muévete —dijo Toede.
Groag volvió a gruñir y dejó el paquete en la arena. Los tres bultos, el paquete y los dos hobgoblins, estaban envueltos en pieles impermeables. Los trajes de los hobgoblins constaban de botas tobilleras, pantalones ajustados, guantes y chaquetas de manga larga con capucha. Las chaquetas y los pantalones habían sido confeccionados para criaturas más grandes, por lo que se habían visto obligados a arremangarse las mangas y las perneras para que se ajustaran a sus cortas extremidades. Las pieles eran de foca y de thanois y al parecer (o eso les dijo el tabernero) habían sido especialmente tratadas para que no perdieran la elasticidad. El traje se cerraba en las muñecas, los tobillos y el cuello con tiras de cuero. El corte recordaba el estilo de los sastres gnomos pero la verdad era que procedía de una tribu aislada de pescadores que vivían hacia el sur, en la bahía de la Montaña de Hielo. Toede sólo había pedido un saco impermeable pero no tuvo nada que decir cuando el tabernero (él sabría sus razones) les ofreció los trajes enteros.
Toede desechó la idea de quemar Los Muelles a la primera oportunidad que tuviera tras recuperar el trono. Ese tabernero era demasiado ingenioso para no someterlo a una vigilancia gubernamental exhaustiva.
Groag, jadeante, se sentó en el paquete mientras Toede empezaba a quitarse las pieles tratadas con aceite y dejaba ver su sombría ropa interior, unos calzones oscuros y una camisa negra.
—Date prisa —imploró Toede saltando sobre un pie y sacudiendo el otro para quitarse una de las botas con aletas de thanoi.
Groag asintió con la cabeza pero sus movimientos fueron extremadamente lentos y no dejó de resoplar en todo el tiempo que tardó en quitarse el traje impermeable por la cabeza. Para cuando lo consiguió, Toede ya estaba desatando con sus gruesos dedos los nudos del paquete.
Primero sacó un saco de arpillera, seco a pesar de la reciente inmersión, y de allí extrajo una chaqueta de brocado y unos buenos calzones largos hasta el tobillo. Originalmente pensados para enanos mineros, estaban confeccionados con tela basta y quizá le quedaban un poco estrechos en la entrepierna pero, por lo demás, eran perfectos para un par de invasores hobgoblins. Con eso y un par de botas, Toede la foca quedó convertido en Toede el… Bueno, más parecía un minero o un mercader que cualquier otra cosa. Aparte de ser un hobgoblin, no ofrecía ninguna otra característica destacada.
De todos modos, a no ser que pudiera echar mano de algún encantamiento que le cambiara el cuerpo o le arreglara la cara, Toede tenía el mejor aspecto posible en su caso. Mientras Groag refunfuñaba poniéndose él también ropas secas, Toede se colocó la cadena y el medallón del aspirante a asesino alrededor del cuello, dejando que colgara por fuera de la camisa.
Luego sacó un par de espadas cortas, cuatro dagas (del tipo apropiado para lanzarlas) y una ballesta con su caja de proyectiles, y por último, dos mochilas pequeñas. Una de ellas tintineó siniestramente al levantarla. Ésa la dejó con todo cuidado sobre la arena. La otra la dejó caer y al topar con el suelo dejó escapar una nube de polvo negro. Toede respiró por la boca agitando las manos para dispersarla.
Groag, que no estaba prestando atención, estornudó y se atragantó.
—¿Cómo es que conocíais este camino para evitar la Puerta de la Roca?
Toede empezó a guardar en el saco los trajes impermeables, la bolsa de piel aceitada, las cuerdas y las cañas que habían utilizado para respirar bajo el agua.
—Cuando era gobernador de Flotsam —dijo Toede en sonoro susurro—, pensé mucho en la manera en que mis enemigos podían burlar la vigilancia y asesinarme mientras dormía. Ésta era la ruta más indicada.
Dicho esto, metió en el saco dos piedras de buen tamaño.
—¿Sabíais que existía este camino —preguntó Groag tendiéndole la última prenda impermeable— y no hicisteis nada?
—Claro que hice algo. Le dije a todo el mundo que había llenado la bahía de tiburones.
A Groag se le pusieron los ojos como platos.
—Hay tiburones… —Groag se quedó callado ante la mirada de Toede, que esperaba a que se diera cuenta del matiz.
»Oh, le dijisteis a todo el mundo que habíais llenado la bahía de tiburones —repitió Groag asintiendo con la cabeza.
Toede sonrió. Si Solinari hubiera estado presente en el cielo, se habría reflejado en sus afilados dientes de lobo.
—Vete subiendo por el terraplén. Yo me ocupo de esto.
Groag empezó a trepar por el borde de la península hacia la zona habitada, mientras Toede levantaba el saco. Aún tenía el hombro un poco rígido pero el dolor lacerante había desaparecido. Hizo girar el saco sobre su cabeza y lo lanzó al agua, a unos siete metros de distancia. El saco lleno de ropas impermeables y piedras desapareció de inmediato dejando un rastro de ondas concéntricas como única huella de su paso. Toede volvió a sonreír.
La sonrisa se le heló en los labios al ver que una enorme aleta triangular, tan alta como él mismo, asomaba a la superficie dejando una afilada estela tras de sí. Fue directa hasta el punto en que el saco se había hundido en el agua y se sumergió.
Toede se frotó el cuello.
—Ojalá te atragantes —dijo, y volviéndose, siguió a Groag cuesta arriba.
***
La península de Flotsam, conocida en aquel tiempo como la «Roca», sobresalía de la costa sur como un incisivo torcido de la mandíbula de un dragón. Los acantilados del lado del mar la protegían de las terribles tormentas del Mar Sangriento. Tenía unos doscientos metros de ancho y era la morada de los comerciantes ricos, el lugar de reposo de los viajeros acaudalados y, por supuesto, la sede de los gobernantes. La Roca estaba separada del resto de la ciudad —de la Ciudad Baja, una denominación que obedecía a razones económicas más que geográficas— por una fortificación construida en el cuello de la península y a la que estaba destinada una nutrida guarnición. Esa barrera se conocía (en un alarde de imaginación) como la muralla de «La Roca» y el único paso era la llamada (con otro alarde de imaginación) puerta de «La Roca».
Lo primero que notó Toede al llegar al borde superior del acantilado fue que muchos de los edificios más grandes habían sido transformados en cuarteles. Las repisas en las que antaño figuraban los nombres de las tabernas ahora estaban vacías, las macetas de flores habían desaparecido y las ventanas de los pisos bajos estaban tapiadas o protegidas con barrotes. Las mesas y sillas de hierro forjado de los cafés al aire libre habían desaparecido. En su lugar, había un patio de instrucción, más inhóspito si cabe a medianoche, cuando todos los soldados están en sus puestos o durmiendo.
Toede sonrió. Era evidente que después de convencer a los Señores de los Dragones locales de que dejaran la ciudad a su cuidado, Lengua Dorada había tenido que reclutar a su propia gente para mantener el orden. Que las tropas fueran nuevas suponía una ventaja para el hobgoblin, ya que no era probable que ningún soldado reconociera al difunto lord Toede, ni por su cara ni por sus acciones.
Lo segundo que el difunto Toede advirtió fue que las calles tenían un aspecto dejado, hasta el punto de sorprender incluso a un Toede nada escrupuloso en esos temas. Quizá fuera una jugarreta de la memoria pero habría dicho que en otros tiempos «La Roca» había sido un lugar mucho más alegre.
Se quedó un poco perplejo hasta que se dio cuenta de lo que ocurría. Sí, eso era. Allí estaban las farolas, altas construcciones de hierro en las que podía colocarse un fardo de paja embreada que luego se prendía, pero la mayoría estaban vacías. Sólo daba luz una de cada tres. Las farolas de la Ciudad Baja estaban todas encendidas, en cambio. ¿Se habían cambiado las tornas y ahora tenían problemas económicos en «La Roca»?
Debajo de los chisporroteantes fuegos sostenidos en alto, se reunían pequeños grupos de hombres que hablaban en voz baja.
Toede sonrió. El problema de los humanos es que temían la oscuridad porque mermaba su visión; una razón más por la que los reinos humanos nunca podrían resistir un ataque decidido de los hobgoblins.
—¡Ssss! —siseó Groag desde una esquina en penumbra—. ¡Guardas!
—Ya los veo —dijo Toede en un tono de voz absolutamente normal—. Sal de ahí.
Silencio en las sombras. Toede, dispuesto a mostrarse paciente, se metió las manos en los bolsillos y dio un cuarto de vuelta sobre los talones pero no miró hacia la sombra en la que se escondía Groag.
—Si te ven esconderte, sabrán que estás tramando algo. Si vas directamente hacia ellos, lo primero que pensarán es «¿Qué quieren éstos ahora?» en lugar de «¿Qué están haciendo aquí?».
Dicho esto, Toede se fue hacia los dos guardas imitando el paso rápido e irritado de un hombre (o hobgoblin) con asuntos importantes que resolver.
Groag salió del callejón y lo siguió con sigilo pensando que Toede no se había ofrecido a coger ninguna de las dos mochilas. Los polvos que contenía una de ellas le hacían moquear. Maldijo para sus adentros y trotó tras el antiguo gobernador de Flotsam, quedándose, eso sí, en el lado más conveniente para una posible retirada.
Los guardas, que finalmente eran tres, estaban agrupados alrededor de una farola. Nadie esperaba que surgieran problemas en «La Roca» y Toede se lo hizo venir de manera que no tuvo que dirigirse a ellos hasta el último momento, cuando uno de ellos por fin reparó en su presencia.
—¡Vosotros! ¿Qué hacéis ahí holgazaneando? —Los interpeló en tono firme y dos de los guardas se pusieron firmes de inmediato, respondiendo automáticamente antes de saber quién, o qué, les hablaba así.
El que primero lo había visto empezó a decir:
—Pues verá… ¿Qué es lo que…?
Pero Toede ya se le había adelantado y gritaba:
—¡Tengo que encontrarme con Lengua Dorada sin más dilación!
—¿Qué es lo que…? —volvió a intentar preguntar el guarda, pero Toede volvió a interrumpirle.
—No tengo tiempo para tonterías. ¿No os habéis enterado? ¡Toede ha vuelto!
Los tres se le quedaron mirando mientras asimilaban la información. Al cabo de un momento, el primero sacudió la cabeza y dijo:
—¿Toede? ¿Os referís al gobernador Toede? Pero si está muerto.
—¡Más nos valiera! —repuso Toede llevándose devotamente la mano al medallón de Brinco Perezoso—. Pero me temo que la noticia no fue más que una astuta estratagema. Ahora ha vuelto. Lord Lengua Dorada y, de hecho, la ciudad de Flotsam entera están en grave peligro.
—Quisá tendríamo queí a buscá al zargento —dijo un humano con un acento del sur tan cerrado que se necesitaba una clave para entenderlo.
—Quisá —replicó Toede imitando el tono y el acento del humano—. Venga, moved el culo. Cada segundo que perdemos aumenta el peligro.
El primer guarda levantó las manos pidiendo calma.
—Esperad un momento… —empezó a decir.
Toede se cruzó de brazos y se puso a dar golpecitos con la bota en el suelo. Para entonces, Groag ya se les había unido.
—¿Sí?
—¿Quién sois vos? —preguntó el guarda recuperando la capacidad verbal.
—¿Quién te parezco que soy? —respondió Toede desdeñoso.
Primero hubo un silencio y luego, con una voz qué empezaba a mostrar las primeras trazas de sospecha:
—Pues la verdad es que parecéis un hobgoblin.
—¡E-xac-to! —bramó Toede señalando al guarda con el dedo—. ¿Y quién mejor para seguir la pista a otro hobgoblin? Lo he estado siguiendo durante meses, desde que lord Lengua Dorada tuvo la primera sospecha de que Toede había sobrevivido a su aparente, y sin duda preparado, accidente.
»Debo admitir que fue una puesta en escena brillante —continuó Toede—, sobre todo por la manera en que hizo creer a los kenders que el dragón era idea suya, cuando al final ha resultado que el dragón estaba preparado desde el principio y que Toede empujó a los kenders en esa dirección, de modo que pareciera que había quedado reducido a cenizas, que había desaparecido en una llamarada gloriosa sin dejar rastro.
Los tres guardas asintieron con expresión de entendimiento, como si la explicación correspondiera exactamente a lo que ellos habrían hecho de encontrarse en tal situación.
—Bueno —dijo Toede—, ¿dónde está Lengua Dorada?
Se produjo otro silencio.
—Eztá en la ciudá —contestó finalmente el guarda con acento del sur—. Ze fue hace un rato y me paice que entodavía no ha vuelto.
Toede reprimió una sonrisa tras el ceño fruncido y la mandíbula apretada.
—Y el sargento de que hablabais hace un momento ¿es el mando más alto que queda en «La Roca»?
Los tres asintieron al unísono.
—Llevadme a su presencia ahora mismo. A no ser… que prefiráis tener que explicar el retraso a lord Lengua Dorada.
Eso los puso en movimiento. El trío de guardas, más que contentos de poder pasar a un superior la responsabilidad que suponía tratar con aquel personaje chillón, odioso y al parecer importante, formaron una escolta oficial para acompañar a Toede y a Groag a la oficina del sargento.
En las calles por las que pasaban no vieron luz en ninguna ventana y sólo se encontraron con algún que otro puesto de guardia. A medio camino, Toede se volvió hacia Groag, que avanzaba pesadamente a su lado, y le susurró:
—¿Mis guardas también estaban tan nerviosos?
—¿Nerviosos? —preguntó inquieto.
—Atemorizados —dijo Toede—. Me ha parecido que casi se desmayan cuando he aludido a Lengua Dorada. ¿Me tenían tanto miedo los guardas cuando no estaba presente?
Groag dio tres pasos más en silencio y luego, poniendo la voz de dar malas noticias, dijo:
—En general, no, no demasiado. —Y para sus adentros añadió: «Aunque sólo fuera porque te consideraban un idiota y un culo de mona de marca mayor».
—Bien —dijo Toede—. Eso significa que los guardas no pondrán en duda las órdenes y es posible que el sargento, tampoco.
Resultó que el sargento que había quedado al mando era otro pelagatos al margen del círculo de influencia del gobierno local. Se veía a primera vista: era un funcionario sin ningún rasgo destacable, llevaba una cota de malla de no mucha más calidad que la de los guardas y estaba sentado en una oficina de mala muerte que en otro tiempo fue la entrada de una sala de fiestas. Sobre su mesa había una montaña de papeles y un cabo de vela que naufragaba en la palmatoria.
Era perfecto para las intenciones de Toede.
En cuanto los guardas abrieron las puertas, Toede se puso delante y se dirigió a aquella joya de autoridad local.
—Información sobre la situación de Toede, sargento —le espetó Toede en un tono que parecía indicar que se habían visto hacía un momento.
El sargento se levantó de la silla y parpadeó. Finalmente, las ruedas dentadas de su cerebro consiguieron embragarse y preguntó:
—¿Quién sois?
Toede le miró de la manera que suelen mirarse los humanos cuando están a punto de confiarse un gran secreto y dijo con voz firme:
—El dragón vuela a medianoche.
—¿Qué? —El sargento volvió a parpadear.
—He dicho «El dragón vuela a medianoche». —Toede tomó asiento al otro lado de la mesa del sargento y apoyó los codos en las rodillas. Le enseñó las palmas de las manos y movió los dedos dando a entender que esperaba una respuesta. Groag se colocó lo más cerca que pudo de la puerta, entre dos de los guardas.
—¿Qué es esto, un juego? —preguntó el sargento.
Toede dio un fuerte taconazo y se puso en pie gritando:
—¡Ojalá lo fuera! Tengo información urgente y resulta que han dejado al mando a un idiota que no conoce la contraseña. Disculpadme, ya sé que no es culpa vuestra, pero…
—¿Contraseña?
—Contraseña. La respuesta a «El dragón vuela a medianoche». Rápido, ¿dónde esta Lengua Dorada?
—Se fue a la ciudad, eh, a la Ciudad Baja, hace cosa de una hora. Se llevó al capitán con él. Había no sé qué alboroto…
—En Los Muelles, sí. Decidme, ¿qué más sabéis?
—Sólo que había algún problema —repuso el sargento.
—¿Problema? —bramó Toede—. Que Istar se encontrara en la diana de una partida de dardos cósmica sería un problema. Despertarse y encontrar una medusa en la cama sería un problema. ¡Toede ha vuelto y es más peligroso que nunca! ¡Eso no es un problema, es un anuncio de desastre!
—¿Toede? —repitió el sargento preguntándose en qué punto había perdido las riendas de la conversación—. ¿Ése no era el inepto al que sustituyó Lord Lengua Dorada?
Toede estuvo a punto de delatarse en su afán de defender su buen nombre pero se reprimió.
—Un inepto que ha resultado ser el más astuto de todos. Es un ser que posee un enorme poder de gran sutilidad. Por esa razón fue nombrado gobernador. Y al parecer está muy molesto por el hecho de que Lengua Dorada haya sometido a Brinco Perezoso, el Profeta del Agua. —Toede volvió a llevarse la mano al disco que le colgaba del cuello—. Esta misma tarde, ha acabado con todo un destacamento de la guardia ciudadana en el salón de Los Muelles.
»¡Toede posee grandes poderes mágicos! Se transforma a voluntad en un demonio de los infiernos, con enormes espolones asesinos en los codos y las rodillas. Destrozó a dentelladas a esos hombres como… como… —En la estancia se hizo el silencio, mientras todos (Groag incluido) se imaginaban al sanguinario Toede-demonio lanzando hombres por los aires como si fueran muñecos de trapo. Al poco, Toede pareció volver al presente y preguntó—: Decidme que por lo menos habéis sellado las puertas de la ciudad.
—No he recibido… —empezó a decir el sargento.
—¡La Reina Oscura nos asista! —aulló Toede—. ¿Tenéis algún deseo de morir esta noche? Disculpadme de nuevo; no es culpa vuestra si Lengua Dorada no confía en nadie. Los auraks son típicamente paranoicos, pero éste no es momento de precauciones de ese tipo. ¿Vive lord Lengua Dorada en mi… hum… en la gran mansión?
—Claro, con el divino Brinco Perezoso —contestó el sargento tocando su propio medallón.
—Bien, le esperaré allí. Quiero que alertéis a todo el contingente. Poned todos los hombres que podáis en las puertas principales y apostad vigías en todo el perímetro de la muralla. Toede podría haberla rodeado con su ejército, por lo que sabemos. Triplicad la guardia en las puertas de «La Roca» y en el puerto. Enviad un mensajero a Los Muelles con el encargo de traer a lord Lengua Dorada. ¿Ha quedado claro?
El sargento sacudió la cabeza.
—¿Con qué autoridad…?
—¡Con la autoridad conferida por lord Lengua Dorada! —contestó Toede dando otro fuerte taconazo—. No temáis, si mis órdenes resultaran inadecuadas, asumiré toda la responsabilidad.
Viendo la manera en que el rostro del humano se relajaba, Toede supo que había pulsado la tecla correcta. Evitar asumir personalmente la responsabilidad era tan atractivo para los humanos como para los hobgoblins. El sargento asintió e hizo una señal a dos de los guardas.
—Vosotros, escoltadles a la mansión. —Luego señaló al guarda que hablaba con acento del sur—. Tú vete a la taberna llamada Los Muelles —gritó—. Di a lord Lengua Dorada… ¿qué le dice? —preguntó volviéndose hacia Toede.
—Decidle… —empezó a decir Toede y estuvo a punto de sonreírse—. Decidle que un viejo amigo desea hablarle de un viejo enemigo, en su casa y cuando le convenga.
El sargento asintió con la cabeza y el guarda desapareció en la oscuridad.
Toede se rió para sus adentros. Aquello haría que el maldito lagarto viniera a la carrera.