Capítulo 6

En que nuestro protagonista es agredido por un agente de la oposición sin que antes hubieran sido debidamente presentados y decide llevar la guerra al terreno de su enemigo.

Empezó a crecer la oscuridad en el interior de Toede, una oscuridad que amenazaba con apoderarse de él, pero surgió algo más, un sentimiento de rabia, como una flor roja brillante en la negrura. No había llegado hasta allí para morir en una pocilga de taberna como cualquier… cualquier… cualquiera.

Toede se obligó a abrir los ojos y vio al «clérigo» humano. Una parte de su mente lo corrigió: «todo el mundo sabe que los clérigos no suelen usar espada, así que debe de ser un asesino, un guerrero o algo por el estilo. Un agente de Lengua Dorada».

La figura se aproximaba entre puntos de luz que bailaban a su alrededor. Él resto de personajes se había evaporado. El bárbaro seguía durmiendo en el banco pero los demás habían desaparecido al poco de que el proyectil de ballesta se introdujera en su brazo.

La mente de Toede trabajaba más rápido que su cuerpo. «Te va a matar», dijo una parte. «Busca un arma», dijo otra. «Corre», dijo una tercera. «Haz algo», insistió la primera.

El brazo izquierdo había dejado de enviar señales de pánico o por lo menos Toede se había vuelto inmune a ellas y la extremidad colgaba como un peso muerto. Dejó caer la mano derecha y sus dedos rozaron algo metálico que rodó un poco cuando lo empujó: la jarra de cerveza vacía.

Palpando la mesa para volver a encontrarla le pareció que tenía los dedos envueltos en vendajes. La figura humana que se erguía como un gigante frente a él levantó un brazo. «Se está riendo», dijo una parte de su mente. «La hoja de la espada va a pasar justo por mi cuello», dijo la segunda. «Creo que estamos de acuerdo en que debería hacer algo», se sumó la tercera con relativa rapidez.

«Necesito tiempo para ordenar mis pensamientos», repuso Toede (o, por lo menos, alguna parte de su mente). Por fin, sus dedos se cerraron sobre el asa de la jarra y las partes dispersas de su mente gritaron al unísono: «Golpea».

Toede adelantó el brazo describiendo un círculo con toda la fuerza que fue capaz de reunir. No apuntó y si hubiera estado al mismo nivel que su adversario, le habría estampado la jarra en la pantorrilla, justo en mitad de las grebas protectoras.

Sin embargo, Toede no estaba de pie en el suelo, sino arrodillado sobre la tabla de la mesa, así que el desesperado embate topó con el humano en una zona por debajo de la línea del cinturón, un espacio que no protegen hebillas, armaduras ni nada que no sea pura y simple tela.

El atacante humano lanzó un aullido pero Toede no pudo recrearse viendo las consecuencias de su acertado golpe porque la misma fuerza de la embestida le hizo caer de la mesa. El hombro herido bramó de dolor cuando aterrizó sobre el suelo de piedra. Frente a sus ojos aparecieron puntos danzantes de colores que nunca había visto en la naturaleza.

Intentó incorporarse pero pronto vio que no le quedaba más remedio que arrastrarse a tres patas si quería poner distancia entre su cuerpo y el vociferante humano. Cuando hubo recorrido tres metros (o tres kilómetros; no estaba muy seguro de las distancias), se atrevió a mirar atrás.

Groag («¡Groag!», exclamó su mente) estaba luchando con su atacante humano. Bueno, más que luchando, bailaba intentando mantener una bandeja de servir de buen tamaño entre su persona y el asesino.

Para la mente de Toede abrumada por el dolor, Groag tenía la gracia de un bailarín: con un movimiento ágil interponía la bandeja y paraba un golpe que le venía desde lo alto, golpeaba con el borde al asesino y dando un salto atrás evitaba un mandoble lateral que terminaba abriendo otro boquete en la pared de yeso.

Para un observador más objetivo (o menos lastimado), Groag era poco más que un torbellino que intentaba desesperadamente mantener a raya al atacante mientras buscaba refugio entre las mesas y los bancos. El rostro del pequeño hobgoblin estaba blanco como una sábana pero de momento no parecía haber sufrido daño.

El rostro del humano estaba contraído por el dolor y rojo de rabia pero por lo demás tampoco parecía impedido.

Las distintas partes de la mente de Toede celebraron una reunión rápida. «Corre», dijo una parte de su cerebro. «No, el humano acabará con Groag en cuestión de segundos y entonces estarás solo. Lucha», dijo otra. «No estás en condiciones de hacer nada aparte de morder a tu atacante en las pantorrillas. Busca ayuda», dijo la tercera.

El bárbaro dormido.

Toede esbozó una sonrisa dolorida y empezó a arrastrarse hacia el cuerpo inerte que seguía echado en el banco. Junto a él rodó una jarra de piedra.

Los bárbaros eran presas fáciles, pensó Toede, sobre todo si estaban borrachos o adormilados, y respiraban. Se les contaba en dos palabras una historia cualquiera sobre algún espíritu malvado que transformándose había tomado el aspecto del hermano de la reina y esos cabezas de chorlito atacaban el castillo de turno dejando un reguero de destrucción a su paso. El ejemplar que tenía delante, con el pecho desnudo, vestido con pieles de animales, bien provisto de dagas y durmiendo sobre la vaina que guardaba su enorme espada, sería un defensor perfecto. El hecho de que Toede sangrara y estuviera malherido contribuiría a que desdeñara el peligro que él mismo corría.

Toede llegó junto al bárbaro y se dio cuenta de que el agente de Lengua Dorada al parecer había pensado lo mismo que él pero mucho antes. Una segunda sonrisa le recorría el cuello y la sangre caía al suelo en pesados cuajarones.

El pánico hizo presa de él. Miró hacia atrás justo a tiempo para ver cómo el escudo improvisado de Groag salía disparado de entre sus manos y se estrellaba contra la pared de enfrente. «En menos de medio minuto —pensó Toede— perderé a mi ejército unipersonal. Y entonces, me tocará a mí».

El bárbaro estaba echado sobre su espada, así que Toede se apoderó de una daga que le colgaba del cinturón. La cogió por la hoja, como hacía siempre que lanzaba cuchillos.

Los estiletes con los que Toede había practicado en lo que ya parecía otra vida estaban equilibrados de manera que un hábil lanzamiento los hacía girar en el aire describiendo medio círculo, para que el extremo útil se hundiera en el blanco en el momento del impacto. Era una elegante forma de acabar con las discusiones semánticas pero requería que la daga estuviera especialmente pensada para dicho uso: ligera y delgada, bien equilibrada y con el peso justo para que atravesara un justillo de cuero.

Aquello era un cuchillo tosco, más apropiado para la lucha cuerpo a cuerpo que para lanzamientos refinados; consistía en un grueso trozo de metal mellado al que se le habían arrancado esquirlas para formar un filo, engastado en un improvisado mango de cuerno y atado con tiras de piel.

La jarra de piedra habría sido más útil pero Toede no tenía tiempo de ponerse a buscarla. Murmuró un juramento pidiendo ayuda a cualquier dios oscuro que estuviera escuchando y lanzó el cuchillo hacia el humano sin entretenerse a apuntar a ninguna parte en concreto. Con un poco de suerte, el humano se distraería el tiempo suficiente para que Groag encontrara un nuevo escudo.

El cuchillo abandonó la mano de Toede y voló con la gracia y la delicadeza mortal de un ladrillo. Giró en el aire, pero cuando finalmente se estabilizó, recorría el aire con el mango por delante y la hoja a rastras. ¡Glups!

Pero fue suficiente. El asesino se dio la vuelta, ya fuera porque el instinto le había dicho que algo se aproximaba o porque buscara a Toede, y el pesado mango le golpeó justo encima de la sien como si fuera el mencionado ladrillo. La cabeza del humano se vio impelida hacia atrás por el impacto y la hoja rebotó en el suelo.

El humano se tambaleó mientras sus ojos intentaban enfocar la figura de Toede y luego cayó lentamente, como si se deshinchara.

Toede se puso en pie con dificultades. Entretanto, Groag no dudó un segundo en sacar partido del lanzamiento de Toede y ya estaba aporreando la cabeza del humano con su recuperada bandeja-escudo-arma. Su víctima se agitó, levantó las manos en un intento de protegerse del ataque y por fin quedó inconsciente.

Toede miró a su alrededor. Tanto los soldados como los marineros habían desaparecido en la noche, junto con el viejo y los jugadores de dominó. El tabernero de la cicatriz en la cara reapareció en cuanto cesó el ruido, con una expresión que no conseguía decidirse entre el horror de lo ocurrido y el temor de lo que podía ocurrir.

—¡Traedme a un curandero! —le susurró Toede.

El tabernero se llevó una mano al cuello y Toede supuso que llevaba un medallón redondo debajo de la camisa.

—Era un agente de Lengua Dorada, el valido del Profeta del Agua.

—Lengua Dorada es el Segundo Valido —gruñó amenazador—. Yo soy el primero y he vuelto para hacer caer mi venganza sobre los que utilizan al divino Brinco Perezoso como si fuera un títere. Traedme un curandero, una poción, un emplasto, algo que restañe la sangre y cierre la herida. Lo que tengáis, pero rápido.

Toede siguió despotricando pero sus palabras no admiten ser reproducidas y la mayoría fueron dichas a espaldas del tabernero, que ya se apresuraba a salir de la habitación. Toede se acercó cojeando hacia donde estaba Groag, con la espalda apoyada en la pared y la bandeja de servir cogida con las dos manos, jadeando y con los diminutos ojos porcinos que parecían querer salírsele de las órbitas por el esfuerzo.

—¿Os había dicho alguien —dijo Groag boqueando para coger aire— que sois una compañía peligrosa?

—Nadie que haya sobrevivido —murmuró Toede—. Me alegro de ver que después de todo no has perdido tu naturaleza «salvaje». ¿Está vivo?

—Ajá —jadeó Groag—. ¿Creéis que tengo la fuerza necesaria para matar a un humano con una bandeja de servir? Probad vos, a ver si lo conseguís. Me encantará verlo.

Toede hizo rodar sobre sí mismo al humano hasta ponerlo boca arriba. Tenía el pelo negro, abundante y rizado, y la barba enmarcaba un rostro por lo demás anodino. Otro desconocido. ¿Lengua Dorada se había procurado sus propios agentes o el problema era que en los buenos tiempos él nunca prestó atención a los humanos? El rostro de Toede se contrajo en una mueca de contrariedad y dolor a un tiempo. Le abrió la camisa al extraño y encontró un medallón en forma de moneda, éste en concreto tan grande como la uña del pulgar de un gigante de las colinas.

Era el primero que veía de cerca y se lo arrancó del cuello. La cadena era de oro de primera calidad, así como el engarce. El disco estaba hecho de alguna aleación de bronce o de cobre y parecía salido de un molde para estampar en grandes cantidades. Tenía una cara lisa y en la otra se veía la sonriente faz de Brinco Perezoso. Por la expresión beatífica del anfidragón, la criatura acababa de comerse un rebaño entero de bueyes. Parecía estar más gordo que nunca. Toede dudaba que Lengua Dorada sacara alguna vez a la bestia a correr por el campo.

Gruñó y se guardó el símbolo en el bolsillo. Groag se enjugó el sudor de la frente y dijo:

—Es un fanático de Brinco Perezoso y Lengua Dorada.

—¿Un fanático?

—¿No lo habéis oído gritar mientras peleaba? —preguntó Groag.

—Estaba ocupado sangrando. —Toede se dio cuenta de que tenía los dedos cada vez más pegajosos.

—Gritaba diciendo que era el mensajero del Profeta del Agua —dijo Groag señalando al hombre inconsciente con la cabeza— y que había sido enviado para acabar con el impostor del valido (con vos). Lo repetía una y otra vez.

—Un desechable —gruñó Toede.

—¿Qué decís? —preguntó Groag.

—Alguien debe de haber informado a Lengua Dorada de mi presencia en la ciudad —contestó Toede poniendo mala cara— o de la de alguien que dice ser yo, probablemente alguno de los guardas de la puerta, y ha enviado a un asesino. No ha escogido al mejor, por supuesto, o habría pasado por ser un paranoico. Se trata de una maniobra de distracción para la que envía a un guerrero desechable.

Groag vio que la cara de Toede se contraía en una bola prieta y de inmediato perdió todo deseo de que su señor compartiera sus pensamientos con él. En eso volvió el tabernero con dos pequeñas ampollas y una tira de cuero curtido.

Mientras el tabernero de la cicatriz en la cara le extraía el proyectil del brazo, Toede se sentó y mordió el cuero con fuerza. Tras los párpados apretados, veía estallar silenciosos relámpagos de dolor. Por un momento, casi hubiera preferido que la oscuridad volviera a apoderarse de él pero no le fue concedida esa medida de gracia.

Luego notó que le ponían una de las ampollas en los labios y un jarabe repugnantemente dulce se deslizó poco a poco por su garganta. Los colores se desvanecieron y la oscuridad se retiró. La segunda ampolla de poción curativa bajó por su esófago y el penetrante olor le provocó nauseas. Por un momento, no pudo evitar pensar que iba a morir por ingestión de jarabe de repostería.

Abrió los ojos y se tocó el brazo herido. La tela todavía estaba pegajosa de sangre pero el dolor había remitido. Palpándola, notó el pequeño cráter abierto donde se había clavado el proyectil.

El tabernero se puso en pie y dijo solemnemente:

—Es hora de que os marchéis.

—Necesitaremos algunas cosas —repuso Toede.

—Es hora de que os marchéis —repitió el tabernero.

—Habéis servido bien al valido —declamó Toede, sabedor de la efectividad de ese tipo de discurso—, pero pensad en la mente tortuosa de mi enemigo, el falso valido de Brinco Perezoso, el antivalido. Sus servidores no tardarán en presentarse, avisados por vuestros clientes. Cuando descubran que nos habéis ayudado, os torturarán y quizás os maten, y sin duda harán que el fuego destruya vuestra taberna. Nos habéis tratado con amabilidad y no puedo permitir que os ocurra ningún daño. Por tanto, reunid rápidamente las cosas que os pida y luego os encerraremos en vuestra propia bodega, si así lo deseáis, y nos iremos. De esa manera, los agentes del falso valido os considerarán una víctima.

Toede no dijo que, si volviera a estar al mando de Flotsam, habría hecho incendiar la taberna hasta los cimientos como medida de precaución, sin importarle la culpabilidad o la inocencia del tabernero. No tenía sentido preocupar al tabernero.

El humano se apresuró a asentir con la cabeza y Toede recitó la lista de lo que necesitaba. El humano dijo que tenía de todo aquello y se fue a buscarlo.

Su buena disposición y su prontitud sorprendieron a Toede, que pensaba haber pedido cosas que requería tiempo reunir o que podían obligar al tabernero a dejar el local, oportunidad que habrían aprovechado para desvalijarlo. Se le ocurrió que quizá tuviera buenas razones para no querer abandonar la taberna y protegerla de un posible incendio. Lo anotó mentalmente a fin de comprobarlo en el futuro.

Groag había recuperado el aliento y estaba arrodillado junto al cuerpo del asaltante humano cuya respiración seguía siendo sibilante pero se había regularizado.

—No tardará en despertarse. ¿Queréis que le mate?

—No —contestó Toede—. Tengo una idea mejor.

Recogió la daga del bárbaro muerto y tocó la punta con el dedo. Tal como esperaba, tenía la punta bien afilada.

Se agachó juntó a la postrada forma humana y le acabó de abrir la camisa, dejando al descubierto el pecho y el vientre. Hecho esto, utilizó el cuchillo para trazarle dos líneas en la carne del pecho, no tan profundas que le cortaran los músculos o le perforaran ningún órgano, pero lo suficiente para rasgarle y separarle la piel. La primera línea iba de un pezón al otro y la segunda, desde el centro de la primera pasando por el esternón hasta el ombligo (que tenía salido, como advirtió Toede divertido).

Se echó atrás para contemplar el resultado y oyó los pesados andares del tabernero cargado con los encargos. Al ver la obra de arte de Toede, el tabernero dejó escapar un silbido.

El asaltante tenía una «te» carmesí grabada en el pecho.

—¿Dijo que era un mensajero, no? —dijo Toede a Groag—. Pues ya tiene un mensaje que llevar de vuelta a su señor. —Luego, dirigiéndose al tabernero añadió—: Podéis aseguraros de que no muera desangrado administrándole una de vuestras pociones. Así tendrá una deuda de gratitud con vos y no sospechará que nos habéis ayudado.

El tabernero asintió y dijo con voz temblorosa:

—Debierais…

—Lo sé —dijo Toede—. Bien, ¿cuál es el camino más corto al puerto?