Capítulo 5

En el que nuestro protagonista se da cuenta de que su reputación y su posición social se han visto gravemente mermadas, considera la naturaleza de la vida y exige ser tomado en serio.

Para cuando el anochecer se hubo apoderado totalmente de Flotsam y los golfillos que hacían el oficio de faroleros saltaban de poste en poste encendiendo los quinqués con sus largas varas rematadas por una mecha, Toede y Groag ya se habían retirado a la sala común de una taberna de mala muerte cercana a la muralla sur.

La taberna se llamaba Los Muelles y había visto tiempos mejores, Toede apostaba a que antes de que él naciera. Las escaleras exteriores y el porche se caían a trozos; los muros de piedra estaban sucios y el polvo de la ciudad emborronaba los muchos letreros y dibujos que los cubrían. El interior también dejaba bastante que desear. Los desconchones y agujeros de las paredes de yeso y madera dejaban constancia de las constantes pendencias. Los artistas aficionados no habían desaprovechado el interior; tan sólo habían cambiado la pintura por las navajas, con las que habían grabado nuevos dibujos en el polvoriento mobiliario de madera.

Con todo, el dueño, un fornido caballero condecorado con cicatrices de guerra, no les había escupido cuando le pidieron una habitación. Eso bastó para situar al campeón de la decadencia por delante de los últimos tres lugares que habían visitado. Al parecer, Lengua Dorada había publicado algún decreto aconsejando dispensar ese trato a todo el que no fuera humano, o por lo menos a los que tuvieran un aspecto similar al de Toede.

Era más que evidente que Lengua Dorada tenía a la ciudad dominada por el terror. Si el disidente del desfile podía tomarse como ejemplo, las opciones se reducían a morir o creer en la sagrada persona de Brinco Perezoso, el Profeta del Agua.

El Profeta del Agua: Toede repetía el nombre dándole vueltas en la boca como si fuera una oblea de sal. Había conseguido recomponer la historia completa trabando conversación con los pocos extraños que se habían dignado a dirigirle la palabra.

Los humanos que se había encontrado en Flotsam podían clasificarse en tres categorías. Los más abundantes eran los que huían al ver que Toede se les acercaba, talmente como si vieran a un lunático desnudo que esgrimiera una daga manchada de sangre y les sonriera con avidez. De ésos no consiguió nada. Algunos parecían reconocerle y entonces corrían aún más rápido, agarrando con fuerza sus medallones mientras se escabullían.

La actitud del segundo grupo era todavía más insultante. Trataban a Toede y a Groag como si algún hechicero chalado les hubiera hecho objeto de un repentino encantamiento por el cual fueran invisibles. Fijaban los ojos en algún punto un poco más a la izquierda o a la derecha de los hobgoblins y pasaban por su lado aparentando no percibir su existencia. Toede intentó que las caras se le grabaran en la memoria para una futura venganza pero tuvo que abandonar la idea cuando el incidente se hubo repetido más de una docena de veces, aparte del hecho de que para un hobgoblin todos los humanos parecen iguales.

Sin embargo, en la ciudad quedaban algunos capaces de arriesgarse a ser vistos hablando con un hobgoblin. Eran mendigos, marineros, vagos y otros ejemplares de la misma calaña, más un puñado de sirvientes no humanos que trabajaban acarreando fardos y barriendo las calles. Ésos hablaban con cualquiera. De hecho, unos cuantos parecían estar hablando solos cuando Toede les abordó.

Un sirviente goblin tuerto que se afanaba con una escoba de paja le contó que la noticia de la muerte de lord Toede se había extendido por la ciudad como las ascuas prenden en los arbustos muertos mojados por la lluvia, saltando lentamente de boca en boca y de taberna en taberna y siendo acogida con brindis y leves sonrisas.

Un ogro que llevaba una carga de metal oxidado a los muelles le dijo que al principio nadie se lo creía. La gente pensaba que formaba parte de un plan del gobernador para descubrir a los disidentes pero cuando hubo pasado una semana sin que Toede apareciera, todo el mundo se convenció de que, fuera cual fuera la causa, Toede no volvería.

Una mujer con rasgos de elfo marino le relató los carnavales que se celebraron, unas fiestas que duraron una semana y acabaron con una serie de altercados sangrientos entre los habitantes de la ciudad y el destacamento local del ejército de los dragones. Fue entonces cuando Lengua Dorada, el «leal» delegado de Toede para las relaciones con los ejércitos de los Señores de los Dragones, intervino para calmar los ánimos y anunciar las revelaciones que se le habían hecho.

Un predicador callejero le contó que Lengua Dorada anunció que Brinco Perezoso, una criatura única y divina, había sido enviada por los dioses verdaderos para que condujera a Flotsam hacia la grandeza. Toede había sido su primer discípulo y Valido pero la codicia se apoderó de él y quiso guardarse el poder y la sabiduría para él solo. Lengua Dorada, habiendo sabido comprender la verdadera naturaleza de Brinco Perezoso, el Profeta del Agua, compartió sus revelaciones con toda la población e hizo maravillas en la ciudad durante los pocos meses de su reinado.

Lengua Dorada había cumplido su promesa de actuar como Segundo Valido y portavoz (ya que el difunto y nada llorado Toede había sido el primero) del divino Brinco Perezoso. Reconstruyó la muralla de la ciudad, le dijo un mendigo. Expulsó a toda esa gentuza de hobgoblins y kenders que antes infestaban la ciudad, le contó otro. Los dragones verdes y sus conductores fueron enviados tierra adentro y Flotsam recuperó cierta autonomía, le aseguró un tercero. Más o menos en esa época aparecieron los medallones. El divino Brinco Perezoso había curado enfermos. El divino Brinco Perezoso había expulsado a los tiburones del puerto de Flotsam. El divino Brinco Perezoso era un agente de los hombres insectos de Nuitari.

Toede los escuchó a todos y luego separó el grano de la paja. Brinco Perezoso tenía tanta inteligencia como un saco de lampreas y era incapaz de comunicar una teología que supusiera una complejidad superior a su deseo de comida. El antiguo gobernador en principio pensó que le habían regalado aquella bestia para burlarse de él, como una caricatura de las elegantes monturas de los Señores de los Dragones. Si Brinco Perezoso era un servidor de los grandes dioses, él era rey de los kenders.

Lengua Dorada había demostrado ser muy astuto en política y tan rastrero como siempre, pensó Toede. Lengua Dorada habría tenido dificultades para continuar el ilustre (y al parecer tergiversado) reinado de Toede. Así que el draconiano había resucitado una historia de antes de la guerra y había fundado su propia iglesia, de la que era un mero portavoz.

Dale a la gente unos cuantos huesos que roer y unos milagros con los que maravillarse y tienes el puesto asegurado para toda la vida.

Los dos hobgoblins habían deambulado de taberna en taberna buscando habitación o, por lo menos, que les dirigieran la palabra, hasta llegar a Los Muelles.

Toede miró a su alrededor. En la sala había un bárbaro borracho estirado en un banco cercano, roncando suavemente; un trío de jugadores de domino que colocaban perezosamente las fichas dando ocasionales golpecitos sobre la mesa; un viejo que fumaba en pipa leía absorto un grueso tomo; un grupo de marineros animado con unas cervezas charlaba y mentía; y un clérigo con la cabeza cubierta con una capucha y el cuerpo envuelto en una raída y voluminosa túnica, adorador de algún dios olvidado, se apoyaba en una pared. La moza de la taberna había desaparecido al poco de la llegada de los hobgoblins y no había vuelto a presentarse por allí. Y por último, estaban ellos, un par de hobgoblins sucios y harapientos, con una apariencia muy poco apropiada y, por supuesto, nada sugerente de nobleza.

Toede suspiró. Las buenas noticias eran que no era probable que la situación empeorara y las malas, que de momento tampoco parecía que fuera a mejorar.

El hobgoblin más menudo se había esfumado hacía cosa de quince minutos, abandonando a Toede a las miradas glaciales de los otros huéspedes y a sus negros pensamientos. Envuelto en la andrajosa capa, Toede alimentaba su mal humor. Si recrearse en la aflicción tuviera algún sonido, podría decirse que la saboreaba ruidosamente pero, dado que era una actividad (en esencia) silenciosa y el único signo externo eran las arrugas en la seca piel de la frente, podríamos decir que el ceño se le fruncía patentemente. En eso, apareció Groag sonriendo y con una cerveza en cada mano.

—¿De dónde las has sacado? —preguntó Toede en tono desabrido.

—Van con las habitaciones —contestó Groag encaramándose al banco que había enfrente del antiguo gobernador. A ninguno de los dos le llegaban las piernas al suelo pero mientras que las de Groag se balanceaban adelante y atrás, las de Toede colgaban inmóviles como dos pedazos de carne muerta.

—¿Hemos acertado el día en que el amo deja el seso en la puerta —preguntó desdeñoso Toede— o es que te has olvidado de que no tenemos un céntimo?

Groag volvió a encogerse de hombros al estilo kender. Toede deseó que su compañero perdiera de una vez esa costumbre, y rápido.

—Yo… eh… ya me he ocupado de eso, señor —contestó Groag—. He demostrado al amo de esta casa que no soy un desastre total en la cocina y me ha ofrecido intercambiar mis servicios por las habitaciones.

—Vamos, que te has buscado un trabajo —dijo Toede.

—Bueno —dijo Groag, al parecer dolido—, si vais a entrar en detalles técnicos…

Toede levantó la jarra y la cerveza se deslizó por su garganta como si fuera grasa ardiendo. Había ingerido la última comida (bistec tártaro de lagartija) antes de que entraran en la ciudad y el líquido fue directo a su estómago vacío. Pasó un dedo por el círculo que había dejado en la mesa el sudor de la jarra. Groag suspiró preparándose para otra explosión de ira al estilo hobgoblin pero Toede respondió con otro suspiro y dijo:

—¿Recuerdas los viejos tiempos, Groag? ¿Antes de que llegaran los Señores de los Dragones?

—Recuerdo el frío y las penalidades —dijo Groag con firmeza.

—Eran días llenos de vigor, estimulantes —le corrigió Toede.

—Violentos y primitivos —repuso Groag.

—Interesantes —replicó Toede sintiendo que la cerveza le calentaba el corazón— y dinámicos.

—Nefastos —dijo Groag—. Desagradables. Sangrientos.

—Salvajes, primitivos, estimulantes.

—Lo de estimulantes ya lo habíais dicho.

—Vale la pena repetirlo —dijo Toede dejando la jarra vacía en la mesa con un golpe que sonó a metal hueco—. La vida era un reto. ¿Qué ha sido de nuestro pueblo, reducido a servir como lacayos de otras razas, utilizado como carne de cañón en las guerras de dragones y ahora expulsados incluso de las ciudades? ¿Qué nos ha ocurrido?, te pregunto.

Groag se quedó callado haciendo girar la cerveza en la jarra sin beberla. Al cabo de un rato, dijo:

—Quizá lo que ha ocurrido se llame… Toede.

Toede le dedicó una dura y larga mirada. El pequeño hobgoblin no dejaba de sorprenderle. Había aceptado sumisamente que los kenders le dominaran, había aprendido a cocinar, se había buscado un trabajo y ahora, esto. Tenía la sensación de que en cualquier momento le saldrían alas y se iría volando.

Tal como estaban las cosas, lo único que fue capaz de proferir fue un asombrado:

—¿Cómo?

Groag se echó hacia adelante como si le fuera a confiar un gran secreto.

—No sólo vos. Los Toedes en general. Todos los jefecillos, chamanes, pequeños caudillos de los ogros y demás que se unieron a los ejércitos de dragones, abandonaron la inhóspita vida salvaje y descubrieron que las chimeneas y la carne asada tenían un gran atractivo.

»Por supuesto, los pensadores, como vos y yo —continuó Groag—, se mantuvieron alejados de los campos de batalla y dejaron que los guerreros lucharan y murieran. Los supervivientes hubieran podido ser grandes guerreros pero los amos a los que servíamos utilizaban nuestras fuerzas como fuerza de choque, carne de cañón que podía desperdiciarse, unidades con las que mantener ocupados a los lagartos de sus oponentes mientras el verdadero ejército acababa con la carne de cañón enemiga.

Groag suspiró y siguió diciendo:

—Nuestros mejores guerreros, los más valientes, acabaron en la máquina de picar carne. Los que los animaron a ir se reblandecieron y los que ocupamos puestos de más poder, vos, yo y vuestra guardia personal, nos reblandecimos aún más rápido que los demás.

Se echó hacia atrás con una leve sonrisa en los labios.

—Luego descubrimos que en las ciudades se aplicaba la misma ley sangrienta de la puñalada por la espalda que rige en nuestro rincón del mundo, pero sólo después de que todo se hubiera desmoronado para nosotros. —Bebió un largo sorbo de la jarra y preguntó—: ¿Otra?

Toede gruñó y su compañero se bajó del banco y fue, tambaleándose, hacia la trastienda. Toede pensó en pedir algo más sólido pero luego lo dejó correr.

Echó otra mirada a su alrededor, siguiendo una costumbre adquirida en los «oscuros viejos tiempos», como decía Groag. La sala común seguía siendo un modelo adormilado de taberna que había visto mejores tiempos. El viejo se había quedado traspuesto y la pipa apagada se le había caído sobre el regazo.

Cuando Groag volvió con otro par de jarras espumosas, Toede bebió un buen trago y notó que se le calentaba el cuerpo hasta las mismas yemas de los dedos. Miró a Groag y le preguntó:

—¿Desde cuándo te has vuelto tan listo?

—No soy listo, señor —contestó Groag esbozando una sonrisa—; me a-dap-to. Cuando estaba en la vieja tribu, seguía las viejas costumbres. Cuando me uní a vos y a vuestra corte, adopté las nuevas formas. Cuando me capturaron los kenders, me hice a su forma de vida. Ahora vuelvo a estar con vos. —Y volvió a encogerse de hombros—. Siempre nos queda el consuelo de que mientras nosotros nos hemos dedicado a jugar a ser humanos, nuestros parientes más salvajes han seguido criando aguerridos hobgoblins. Así que todavía hay esperanza para la raza, si no para nosotros.

Toede se quedó callado un momento. La sangre se le agolpaba en las sienes con la energía de dragones rampantes.

—Ésa es la solución, por supuesto.

—¿Cómo? —preguntó Groag, confuso.

—Nuestros hermanos salvajes —dijo Toede—. Volvamos a nuestra tierra, reclutemos una horda bien nutrida, nos los traemos aquí y tomamos la ciudad por la fuerza. Lengua Dorada nunca nos la entregará de buen grado. Por el Abismo y Takhisis, ni siquiera sabe que estoy en la ciudad. Nadie me reconoce y ¡los guardas ni siquiera me dejarán acercarme!

—Tranquilizaos, señor. Estáis gritando —le advirtió Groag.

—¡Y más que gritaré! —aulló Toede poniéndose de pie en el banco—. ¡Quiero que me presten atención, que se den cuenta de con quién están hablando! ¡No soy el «Valido» de un falso dios en cuyo nombre uno tenga que llevarse la mano al gaznate en señal de reverencia!

Todas las cabezas se volvieron queriendo ver qué pasaba. El viejo sabio se despertó con un ronquido y separó la cabeza del libro. Los jugadores de dominó detuvieron el juego y el clérigo encapuchado se levantó de su asiento y se detuvo un momento junto al bárbaro dormido.

El tabernero asomó la cabeza y frunció el ceño. Groag sonrió tímidamente a su nuevo jefe y dio un tirón de la túnica de Toede, pero era tan inútil como intentar interponer una puerta a un vendaval.

—¡Ciudadanos de Flotsam! —gritó Toede subiéndose a la mesa, con lo que adquirió la altura de un humano—. ¡Vuelvo a mi ciudad y me encuentro que ha sido esclavizada con engaños respecto a mi muerte! ¡Engaños difundidos por un falso profeta y su manipulador draconiano! ¡Decid al mundo que Toede ha vuelto y pide que alguien le preste atención!

La sala quedó en silencio y sus ocupantes, petrificados. Pero al cabo de un momento, uno de los jugadores de dominó le dio un codazo a su compañero y éste colocó otra ficha. El viejo recogió la pipa caída en su regazo y volvió a su libro. El resto volvió cada uno a su respectiva jarra.

El rostro de Toede adquirió un tono rosado casi humano.

—¿No me oís? —gritó—. ¡Soy Toede, vuestro legítimo gobernador! ¡Echemos abajo las puertas y acabemos con el impostor! ¡Abajo Lengua Dorada! ¡Haced correr la noticia de que Toede ha vuelto!

De nuevo obtuvo el silencio por respuesta, seguido del ruido de las fichas de dominó y de las conversaciones retomadas. El rostro de Toede adquirió un tono aún más rojo.

—¿Es que a nadie le importa? ¿Nadie piensa escucharme? —vociferó.

El silencio que siguió a la diatriba fue roto por un ruido seco y Toede notó que un dolor punzante le atravesaba el hombro izquierdo. Se cogió el brazo y vio que un cilindro de metal pulido y emplumado le sobresalía del brazo. En ese mismo punto, una mancha de sangre se ensanchaba por momentos en la túnica raída.

Un proyectil de ballesta, dijo una parte de su mente.

Has caído de rodillas, dijo otra parte.

Alguien te está hablando, dijo una tercera; será mejor que prestes atención.

—Hobgoblin —dijo el clérigo encapuchado dejando a un lado la ballesta para empuñar una espada—, te arresto en nombre de mi señor Lengua Dorada y del divino Brinco Perezoso, Profeta del Agua, benditas sean sus personas. Te acuso de insurrección, herejía, blasfemia y —el humano sonrió— imitación del Primer Valido, el difundo lord Toede. Te declaro culpable de todos estos crímenes y la sentencia es la muerte.

Toede oyó que Groag decía con una voz que parecía surgir de las profundidades de la tierra:

—¿No queríais que alguien os escuchara?