En el que nuestro protagonista descubre que el tiempo no ha pasado en vano para él en su ciudad, toma plena conciencia de su muerte, de la naturaleza voluble de los gobernados y de la naturaleza de la oposición.
En realidad, tardaron tres días en llegar a Flotsam a causa, en primer lugar, de un error de cálculo de Groag respecto a la dirección que debían tomar y, en segundo lugar, debido a la necesaria huida de una partida de cazadores kender. Los vieron en la distancia, armados con lanzas y montados en sus caballos de caza dorados y negros. Toede no llegó a reconocer a los kenders ni a los perros pero consideró que el valor allí no tenía lugar y era mejor evitarles.
El hecho es que si los hobgoblins hubieran tomado la dirección correcta desde el principio, los kenders, que salieron hacia Flotsam de inmediato, habrían atrapado a su presa, pero como Toede y Groag se desorientaron, a las patrullas kender les dio tiempo de ir a Flotsam y volver antes de que ellos consiguiesen siquiera aproximarse.
La segunda noche la pasaron en una casa de campo abandonada en la que no habían vivido humanos desde antes de la Guerra de la Lanza. No encontraron más comida que las lagartijas que Groag hizo salir de debajo de una cama desvencijada, pero en cambio había varias capas largas de la talla de los humanos que rápidamente adaptaron a la suya con la ayuda de unos cuchillos oxidados pero todavía en buen uso abandonados en un cajón atascado. Durante la guerra, Toede había conocido, vivido y soportado peores cosas.
Pero Toede no podía dormir porque a su lado Groag roncaba como si tocase una rapsodia con una sierra. Contempló la posibilidad de hacerlo callar con una almohada pero su posible utilidad en el futuro detuvo su mano.
Por otra parte, allí no había almohadas.
El largo paseo le había dado oportunidad de pensar en lo que Groag había dicho. Al parecer había desaparecido durante seis meses. La armadura estaba abollada y las ropas, chamuscadas, olían como si hiciera seis meses que no se las cambiara. Quizás había estado muerto. O le habían conservado en frío durante ese período, que a todos los efectos era exactamente lo mismo. Pero ¿cómo?, y ¿para qué?
Para volver y vivir como un noble. Observando las nubes que pasaban por delante de la delgada porción visible de Lunitari, Toede pensó en los fantasmagóricos gigantes y la promesa que le habían hecho en sueños. Sería tratado como un noble. Bueno, estaba claro que no de momento, en aquella casa de campo ruinosa, pero esperaba que las cosas cambiaran al llegar a la civilización, cuando llegaran a Flotsam.
Y cuando llegaran a Flotsam ¿qué? Seguro que cuando Lengua Dorada se viera frente a frente con el gran señor de Flotsam en persona, tendría que dejarle el puesto. Aunque, teniendo en cuenta que Toede no era un verdadero Señor del Dragón, oficialmente reconocido, alguien podría poner en duda su derecho a gobernar. Al hobgoblin no se le escapaban los peligros de la falta de nobleza.
Quizá tuviera que llamar en su ayuda a los Señores de los Dragones y al mismo ejército de dragones, todavía acuartelado en la zona norte de la ciudad.
Ah, pero, siendo draconiano, Lengua Dorada siempre había tenido buena mano con los grandes reptiles. Era muy posible que hubiera algunas discusiones sangrientas en los cuarteles pero Toede tenía en Brinco Perezoso a un dragón de su parte (excepcional), así que finalmente Lengua Dorada sería expulsado.
Quizá después de todo eso los Señores de los Dragones le concedieran un verdadero título de carácter permanente y Flotsam como su feudo. Su propio ducado. Quizá fuera ése el significado del sueño.
Ducado de Flotsam. Duque de Flotsam. Sonaba bien, pensó apoyándose en el alféizar de la ventana.
Todavía estaba redactando su discurso de aceptación y ordenando la primera serie de merecidas ejecuciones cuando Groag lo sacudió para despertarlo. Estaba amaneciendo y en la distancia se oían ladridos de perros.
Había llegado el momento de ponerse en marcha, pensó Toede, a fin de reclamar su derecho al trono.
El terreno se fue haciendo menos abrupto a medida que se acercaban a las suaves colinas que rodeaban Flotsam y, un poco más allá, a la bahía donde se erigía la ciudad. Por fin llegaron a terreno conocido para Toede. Se aproximaron por el sudeste, arrastrándose por los promontorios que flanqueaban la ciudad por aquel lado. Toede notó que habían deforestado el terreno; el bosque bajo y los animales salvajes habían sido sustituidos por campos de cebada y trigo y cuadros de hortalizas. Los campos eran de color marrón tierra, moteados por los primeros brotes verdes de la primavera. Recordó que la última vez que había cabalgado por tierras cultivadas, los campos estaban dorados y a punto para la cosecha, y las ramas de los árboles pendían cargadas de fruta. Le pareció que había pasado una vida entera desde entonces. Cuando coronaron el último cerro, desde el que ya se divisaba la ciudad, Toede se preguntó qué más había cambiado.
Los dos viajeros, con los pies llagados, se detuvieron a contemplar Flotsam, que se extendía ante ellos como un borracho acurrucado en una acera. Una nube gris envolvía la ciudad: la suma de las exhalaciones, los humos, los vapores, los gases y las fogatas de sus habitantes, que ni siquiera la continua brisa procedente de la bahía sangrienta conseguía disminuir. A pesar de la distancia, el sutil hedor de la mezcla de piratas, mercaderes, artesanos, intermediarios, viajeros, aventureros, soldados, artistas, bárbaros y clérigos le cosquilleó en las narices.
Toede dejó escapar un suspiro de satisfacción. Al fin y al cabo, nada había cambiado, excepto…
—Groag —dijo Toede frunciendo el ceño—, ¿quién decidió reparar la muralla?
La muralla de la ciudad, un estorbo de tres metros de altura para el avance de los ejércitos más que un verdadero obstáculo para un ataque concentrado, había sido restaurada. El muro seguía la línea de sus cimientos originales formando un alargado y serpenteante recinto que cobijaba el puerto desde el extremo sur hasta la punta norte. Frente a ellos se alzaba la puerta del suroeste, flanqueada por torreones de unos nueve metros de diámetro. Una pequeña comitiva de furgones se alineaba esperando a que los guardas le dieran paso. Toede forzó la vista y vislumbró colas semejantes en la puerta sudeste, a su izquierda, y en la puerta norte, al otro lado de la ciudad.
—Eh, Lengua Dorada —maulló su compañero imaginando (correctamente) que era el mejor candidato a culpable de cualquier despropósito cometido durante la ausencia de Toede.
—Grrr… —gruñó—. Si Lengua Dorada es ahora el amo, esto demuestra hasta dónde llega su tontería. ¿Para qué preocuparse de los muros cuando se tiene una escuadrilla de dragones acampada dentro de la ciudad? Una muestra más del carácter derrochador de los draconianos. No tienen el mínimo sentido de la sutilidad.
—Bueno, ahora que lo decís… —aventuró Groag en el más servil de los tonos.
Toede arqueó una ceja, dando a entender con ese inveterado gesto suyo que sabía que el adulador que tenía delante se disponía a darle malas noticias. Groag mantuvo la vista fija en un punto a cinco centímetros de las botas de Toede.
—Creo recordar haber oído a la señorita Taywin, la hija de Kronin, que el ejército de dragones se había… hum… trasladado. Hacia la costa Escabrosa, cerca del territorio de los ogros. Sólo dijeron que se iban porque allí había mejores oportunidades de trabajo y todo eso, pero los kenders se reían y se daban codazos unos a otros en las costillas, así que me pareció que el problema era que el ejército dentro de la ciudad daba muchos quebraderos de cabeza, por los rebeldes, los sabotajes, las deserciones y… todo eso.
Toede gruñó más fuerte y Groag se retiró un par de pasos. Finalmente, el gruñido se articuló en palabras.
—¿Me estás diciendo que en Flotsam ya no hay ningún ejército de dragones?
Groag asintió con la cabeza y luego se encogió de hombros de la manera más irritante, casi como si fuera un kender, y dijo:
—Eso es lo que oí decir, por lo menos.
—Final del plan A —murmuró Toede. Y luego, levantando la voz, le dijo a Groag—: ¿Hay algo más que debas decirme acerca de mis dominios que todavía no sepa?
—He estado prisionero de los kenders durante una buena temporada, mi señor —repuso Groag repitiendo el ridículo encogimiento de hombros—. Si me enteré de que el ejército de dragones había trasladado su base fue porque los kenders celebraron una gran fiesta cuando ocurrió. Al parecer, se sentían responsables del traslado. Me acuerdo muy bien de la fiesta: tuve que rellenar doce gansos y luego había dos ciervos enteros…
Toede agitó las manos intentando evitar que le recitara todo el menú.
—¿Los cuarteles están vacíos, entonces?
—Bueno, seguramente los utilizan como almacenes y cosas así.
—Pero el resto de la ciudad sigue como entonces. ¿No habrá templos de Habbakuk o de Mishakal? ¿No habrán dejado que esos dioses y sus hipócritas hechiceros se instalen en las inmediaciones?
Groag levantó la vista, visiblemente molesto.
—Aparte de no sé qué culto estúpido en el que según los kenders se había involucrado Lengua Dorada, no. Pienso que no —dijo remarcando la palabra «pienso» como si implicara un verdadero proceso de reflexión y análisis.
—¿Y mi lujosa mansión sigue en pie?
—Supongo —murmuró Groag.
—¿Y no han tirado al mar la roca sobre la que se erigía?
—Lo ignoro, oh sabio y gran señor —repuso—. La próxima vez que me capturen ¿debo contratar de antemano a un bardo que me visite y me ponga al corriente? —El rostro de Groag se tensó un momento y luego volvió a su estado normal de confusión—. Mi señor, debéis entender que no tengo información de última hora.
Toede sonrió y por una vez no era una sonrisa maliciosa. Era la primera muestra de carácter que daba Groag desde que le encontrara en el campamento kender. Toede había temido que su compañero se hubiera disuelto en un mundo de gansos rellenos y poesía, pero Groag parecía estar recuperando sus viejas maneras ahora que volvía a disfrutar de su ejemplar presencia.
Eso estaba mejor. Si Lengua Dorada se mostraba poco dispuesto a hacerse a un lado, Toede podría necesitar a alguien con el valor suficiente para meter un cuchillo entre las costillas del draconiano. De momento y hasta que pudiera calibrar el apoyo popular a su causa, disponía de un ejército de uno, y ese uno, Groag, tendría que servir.
Groag volvió a sonreír incómodo, como si no estuviera seguro de si Toede se reía de él o con él, pero viendo que no recibía ningún desaire de su superior, se relajó.
Toede contempló su ciudad, tan hedionda como siempre pero envuelta en un nuevo manto de piedra. Incluso así, era su casa.
—Bueno, ¿a qué esperamos? —dijo—. Vamos a decirle a Lengua Dorada que su señor ha vuelto.
***
Flotsam había sido construida alrededor de un puerto de aguas profundas en la orilla oeste de la bahía Sangrienta, que recibía ese nombre por el color rojizo de sus playas y la proximidad del gran Mar Sangriento (de un color carmesí mucho más intenso). La ciudad se erigió aprovechando las ruinas de la antigua Istar (y de otras construcciones anteriores al Cataclismo ahora cubiertas por el mar escarlata) que habían llegado flotando hasta las nuevas playas. El nombre de la ciudad (Restos Flotantes) se refería tanto a los desechos que originalmente sirvieron para construir las casas como a la naturaleza de su población, una mezcolanza de vagos, refugiados, aspirantes a guerreros, luchadores cobardes, mercenarios sin jefe, mercaderes, piratas y todo tipo de intermediarios.
En casi toda la ciudad reinaba un batiburrillo de estilos encajados a la fuerza con el primer material de construcción que se encontraba disponible. La excepción más notable era la zona este, donde una lengua de tierra montañosa se adentraba en el mar formando el dique de seguridad del puerto de Flotsam. Allí, en «La Roca», estaban las casas más bonitas, las posadas más elegantes, las mejores tabernas y, por supuesto, un poco más elevada que el resto de construcciones, la resplandeciente mansión del gobernador Toede.
Durante la guerra, Flotsam había sido refugio de rebeldes y Señores de los Dragones por igual, bajo la mirada supuestamente siempre vigilante del gobernador Toede. Hasta el día de la desgraciada cacería, Toede había gobernado combinando la zanahoria y el palo, dando beneficios a los que se regían por sus leyes y castigos a los que no lo hacían. Los jugadores pronto aprendieron qué podía hacerse y qué no podía hacerse dentro de la ciudad de Toede. Las caravanas de comerciantes procedentes de los territorios del interior hicieron de Flotsam su destino de preferencia para la distribución a las ciudades de la costa del Mar Sangriento y la ciudad atrajo a todo tipo de hombres y mujeres amantes del dinero fácil. En la corte de Toede abundaban esos personajes: sicofantes, inventores y aventureros a los que nunca faltaban palabras melosas, mapas mágicos e ideas maravillosas; para no extendernos, individuos ante los que Groag parecía un dechado de sabiduría y fortaleza.
La excepción era Lengua Dorada. Siempre había sido un tipo astuto, reflexionó Toede; ya entonces lo era: siempre en tratos con los Señores de los Dragones y sus ejércitos, siempre politiqueando, con sutilidad, siempre con extrema sutilidad, de manera que nunca había podido echarle en cara una traición o un acuerdo bajo mano. Pensó cómo le haría dimitir: hincándose de rodillas, por su voluntad o bajo una lluvia de espadas.
Sería mejor que se rindiera, decidió. Se imaginó a sí mismo entrando con porte majestuoso en el salón de recepciones, donde Lengua Dorada estaría firmando alguna proclama sin importancia. Se le caería la pluma de la mano como si fuera una bola de plomo y el rostro escamoso del draconiano expresaría primero sorpresa y luego ira y miedo, cuando en su mente de reptil se hicieran presentes las consecuencias de su mal gobierno. Cogería la primera alabarda que encontrara y, lanzando maldiciones, el despreciable sucesor de Toede podría intentar cargar contra él. Lengua Dorada apenas conseguiría dar tres pasos antes de que los leales guardas lo despedazaran y luego se arrodillaran como un solo hombre para rendir pleitesía a su señor: Toede, duque de Flotsam.
No, no es buena idea, pensó Toede. Era mejor que Lengua Dorada siguiera vivo, aunque fuera en coma. Era un aurak y esos draconianos tenían la molesta costumbre de morir explotando. Sí, permitiría que Lengua Dorada sobreviviera y ordenaría a la guardia de palacio que hiciera algunos experimentos con el cortesano traidor de corazón falso. Y los jefes de cocina, sí, ellos también podrían hacer experimentos.
Toede se rió entre dientes al imaginárselo. Groag le miró alarmado pero viendo que los ojos de su señor estaban ligeramente desenfocados, decidió que no era él el objeto de los pensamientos de Toede. El antiguo señor de la ciudad suspiró aliviado pasando junto a la caravana de furgones esperando el turno para pasar la inspección y entrar en la ciudadela. O por lo menos, eso era lo que pretendían.
Los guardas dejaban paso libre a los peatones, a través de una puerta pequeña situada a un lado de la principal. Sin embargo, cuando los hobgoblins intentaron pasar, los dos guardas que la flanqueaban bajaron las lanzas para impedirles el paso.
—¿Dónde vais, caras de rana? —les espetó el guardián de la derecha.
Toede levantó la vista sorprendido por la manera en que se le habían dirigido. Como era de esperar, el guarda era humano y tenía ese aspecto arenoso y deslavado que parece ser un requisito tácito de los servidores humanos de Takhisis. Tanto el que había hablado como su compañero le resultaban totalmente desconocidos. No era extraño, ya que en la guardia siempre había un gran movimiento de personal, pero de no ser nuevo, Toede le habría recordado. Tenía una cicatriz que le cruzaba la cara desde la sien derecha y a través de la nariz. La rugosa línea acababa en una explosión de granos infectados y pequeñas cicatrices en la mejilla izquierda. Parecía que alguien hubiera intentado grabarle un cometa en la cara. Tenía una mirada fría y sin brillo.
Toede le devolvió la mirada de odio y notó que la cara se le encendía de indignación.
—Tengo asuntos que resolver en el interior —contestó en tono firme e intentó apartar de un manotazo las lanzas, que, sin embargo, se mantuvieron firmes delante de él.
—Tú aquí no tienes nada que hacer, hobgob —repuso desdeñoso Cara-de-cometa.
—¿Desde cuándo Flotsam es una ciudad cerrada? —Toede se irguió cuanto pudo e intentó mirarle de arriba abajo. Vestido con sus mejores galas, montado en Brinco Perezoso y respaldado por una escuadra de guerreros armados con picas, siempre había surtido efecto. Respaldado únicamente por Groag y cubiertos por las capas raídas y mal cortadas, el efecto se vio muy disminuido.
—Sólo está cerrada a los de tu especie —replicó el guarda—, a no ser que tengáis un permiso especial del regente por voluntad del Profeta del Agua. —Toede notó que el otro guarda, que no había dicho una palabra, al oír el nombre del Profeta del Agua se llevaba la mano a un disco que le colgaba del cuello—. Así que id con viento fresco. Rápido.
—Perdonadme un momento —dijo Toede a Cara-de-cometa, y se dio la vuelta buscando a Groag, que ya se había retirado unos pasos—. ¿Profeta del Agua? ¿De qué habla? —susurró.
—No lo sé —contestó Groag, cuya confusión parecía ser sincera—. He estado fuera de circulación durante un tiempo ¿recordáis? Es probable que ese Profeta del Agua tenga algo que ver con el culto de que hablaban los kenders.
Toede volvió junto al guarda y vio que las lanzas ya no le impedían el paso; ahora le apuntaban directamente al pecho. Entrecerró los ojos y tocó la punta de la lanza demostrando el poco miedo que le inspiraba el arma.
—Vengo de un largo viaje, humano, y soy el primero en admitir que mi aspecto deja mucho que desear, pero ¿tenéis la más remota idea en esa cabeza vuestra de con quién estáis hablando?
Intentó apartar la lanza pero no consiguió que se moviera ni un milímetro. Toede puso mala cara y clavó la mirada en los ojos de Cara-de-cometa.
—Soy el gobernador Toede, el gobernador de Flotsam y Señor del gran anfidragón Brinco Perezoso. ¡Apártate o te hago pasar por la quilla en los muelles!
Por fin había conseguido que reaccionaran. El guarda mudo respiró hondo y apretó en la mano el pequeño disco. Cara-de-cometa, por su parte, pareció alegrarse ante la revelación.
—¿Ah, sí? —dijo sonriendo—. ¡Qué coincidencia! Resulta que en realidad yo soy Estru Brincabalde, sólo que acabo de enviar mi armadura a que la pulan. ¡Idos de una vez a vuestras guaridas, hobgobs!
Cara-de-cometa subrayó la orden con un fuerte golpe de lanza. Toede retrocedió unos pasos y Cara-de-cometa avanzó lanza en ristre y profiriendo insultos. Toede oyó unos pasos que se alejaban y supo que su ejército unipersonal se batía en retirada. Con toda la dignidad que fue capaz de reunir, se dio la vuelta y se alejó gritando:
—¡Me acordaré de ti cuando te lleve a juicio!
La única respuesta fue una sonora carcajada. Groag le estaba esperando detrás del último furgón, fuera de la vista de los guardas.
—¡No has sido de mucha ayuda! —gruñó Toede.
—¿Y ahora qué? —murmuró Groag.
—Esperaremos a que se haga de noche y entonces abres un agujero en las puertas royendo con los dientes —contestó Toede. Groag se puso pálido y Toede añadió—: Era una broma. Los dos sabemos que tu cabeza sería mucho más eficaz como ariete. Vamos a buscar otra puerta.
Había cosa de un kilómetro hasta la puerta del sureste y, además, tuvieron que dar un amplio rodeo a través de los campos. Hacia el norte, la muralla continuaba ininterrumpida e incluso Toede tuvo que admitir que Lengua Dorada había hecho un buen trabajo movilizando a la población para reparar la vieja estructura.
Cuando por fin divisaron la puerta del sureste, Toede se volvió hacia Groag y dijo:
—Bien. Ahora intentarás entrar. No digas mi nombre ni el tuyo. Si te ponen algún problema, lo dejas y te vienes.
—Pero ¿y vos que…? —preguntó Groag.
—Yo estaré preparando un plan de emergencia —contestó Toede amablemente y se fue hacia el final de la fila de carromatos, donde un carro tirado por bueyes y cargado hasta los topes de trigo esperaba su turno. El granjero, con una vara en la mano, estaba de pie junto a la yunta de bueyes y miraba con curiosidad a la pareja de hobgoblins. El resto de conductores y mozos hacían como si no les hubieran visto.
Toede saludó con una profunda reverencia al granjero, que sonrió mostrando los pocos dientes que conservaba. Groag se encogió de hombros y se alejó hacia la puerta principal.
El segundo intento fue incluso peor que el primero, sin duda porque Groag ni siquiera tenía el desparpajo de Toede para el ataque verbal. Llegaron a decirle las partes de su cuerpo que perdería si volvía a tener la osadía de proyectar su sombra en la puerta. Humillado por las amenazas, Groag se retiró hacia el final de la caravana de furgones, donde encontró a Toede esperándole en agradable conversación con el granjero humano.
Toede miró a Groag con expresión radiante.
—¡Adentro! —dijo dando una palmada en el costado de la carreta cargada de grano.
Groag se quedó mirando fijamente a su señor hasta que éste empezó a señalarle la carreta haciendo gestos espasmódicos con la cabeza. Por fin, Groag subió de mala gana y Toede miró a su alrededor para ver si los observaban y lo siguió. Los dos hobgoblins se metieron entre el grano y el granjero volvió a su puesto junto a los bueyes.
La carreta desprendía un leve olor a podrido. Estaba claro que el trigo era el último de la cosecha de invierno. Se oyó un rumor de grano desplazándose y luego un murmullo de Groag:
—¿Y ahora qué?
Toede siseó para que se callara. En eso, la vara golpeó los lomos de los bueyes y la carreta se puso en movimiento entre chirridos que ahogaban casi cualquier otro ruido.
—El granjero nos ha reconocido, por lo menos como integrantes de la administración anterior. Ese tipo tiene más seso que dientes.
—¿Qué? —dijo Groag.
—Le he dicho que eres un antiguo y notable «hobgob» —explicó Toede desdeñoso en un susurro— que desea visitar a su pobre y santa madre. Esa historia lacrimógena junto con la promesa de una bolsa de monedas nos ha comprado el pasaje.
El carro se detuvo y los dos quedaron en silencio. Luego volvió a traquetear y Toede continuó:
—De hecho, creo que ha sido la promesa de las monedas lo que nos ha traído hasta aquí. Es un placer comprobar que algunas cosas no han cambiado en Flotsam. También le he sacado información. Por lo visto, nuestro regente Lengua Dorada ha fundado una especie de Iglesia. ¿Qué sabes del Profeta del Agua?
—Sólo el nombre —fue la respuesta.
Otra parada. Esta vez oyeron la voz de un guarda que interrogaba al granjero. No podían reconocer las palabras pero notaron que el grano se movía a su alrededor. Toede notó algo que no tuvo problemas en identificar como una lanza que se deslizaba junto a su pierna. Los guardas no eran ningunos imbéciles. Introducían las lanzas en el heno buscando posibles polizontes. La única cuestión era si pensaban en algo de la medida de un humano o de un hobgoblin. Al parecer, se trataba de lo primero porque la carreta no tardó en continuar su camino. Al cabo de unos veinte segundos, Toede volvió a hablar:
—Ya debemos estar a salvo. Bajemos.
—Me duelen todos los huesos —gimió Groag—. ¿No podemos quedarnos un rato quietos?
—Claro —susurró Toede en respuesta—. Sólo recuerda que hemos prometido al granjero una bolsa de monedas. ¿Qué te parece si pagas tú? Resulta que yo estoy sin blanca.
Hubo un silencio y luego:
—Entiendo. Tenemos que irnos.
Escarbaron abriéndose paso hasta el final del montón de grano y se dejaron caer de la carreta con todo sigilo para no alertar al conductor. Tenían de su parte el ambiente lóbrego que caracterizaba la vida en Flotsam, por lo menos en la parte baja de la ciudad. Podría haber un ejército de Señores de los Dragones a quince metros de distancia y nadie se daría cuenta. Si alguien los vio (y había varias criaturas en la calle que bien pudieron notar que el carro de trigo expulsaba a un par de hobgoblins) decidió guardárselo para él. Eso también formaba parte de la naturaleza de Flotsam.
Mientras se deslizaban entre las sombras de un callejón, Toede iba improvisando un plan.
—Bien, a partir de ahora, el resto debería ser fácil. Buscamos a Lengua Dorada y le exigimos que me devuelva la ciudad. Le amenazamos con una revuelta popular o, si es necesario, con traer de vuelta al ejército de dragones. Tendrías que ser tú quien llevara el mensaje al Señor del Dragón pero creo que te recordarán. Lo primero es encontrar a Lengua Dorada.
Levantó la vista y vio que Groag miraba hacia el final de la callejuela. En el otro extremo se había reunido un grupo numeroso, de espaldas a los hobgoblins, que observaban algo que ocurría en la otra calle. Gritaban con el entusiasmo de los aficionados a las peleas de gallos.
Toede frunció el ceño y ambos avanzaron con sigilo por la calle sorteando basuras y desechos. Encontró unas grietas en las paredes cercanas al cruce y ayudándose de ellas se encaramaron por encima de las cabezas de humanos, bien pegados a los muros para evitar llamar la atención.
La multitud se agolpaba a ambos lados de una de las calles del mercado de Flotsam, donde normalmente se instalaban las casetas de los vendedores ambulantes y los mercaderes se dedicaban a sus negocios. ¿Se prepararía algún tipo de espectáculo o desfile?, se preguntó Toede. La muchedumbre gritaba exaltada. ¿Sería una ejecución pública?
Asomando la cabeza por la esquina, vieron la causa de la excitación popular. Una enorme carroza se aproximaba haciendo un ruido atronador con sus pesadas ruedas de madera maciza. Veinte mozos fornidos, entre hombres y ogros, todos ellos con el torso desnudo, sudaban esforzándose por moverlo hacia adelante tirando de sogas tan gruesas como las de las anclas de los barcos. Montado en la carroza, un capataz los animaba con el látigo. Junto a él, había un hombre vestido con túnicas sacerdotales al que Toede no reconoció y, un poco más atrás, Brinco Perezoso y Lengua Dorada.
—Tengo la impresión de que encontrar a Lengua Dorada no va a ser un problema —susurró Groag.
Toede se fijó primero en el draconiano, cuyas escamas brillaban como monedas antiguas al sol poniente. Su cabeza era muy similar a las de los dragones de talla humana, llena de pinchos, bigotes y dientes, entre los que resaltaban los taimados ojos rojos. Llevaba el cuerpo en su mayor parte cubierto por ropas similares a las del clérigo pero de corte y tejido claramente superiores: sobre la prenda inferior de brocado, un mandil carmesí le cubría desde el cuello hasta los tobillos, sujeto por un cíngulo de oro trenzado. Lengua Dorada hacía gestos a la multitud con sus delgados brazos acabados en garras, reconociendo su adoración y tocándose el medallón que le colgaba del cuello.
Brinco Perezoso ocupaba casi toda la superficie de la carroza y era el principal responsable de su gran peso. Era un enorme y pesado engendro, más cercano a una rana que a un dragón, excepto por las finas alas situadas en el tercio superior del lomo y por los ojos; Brinco Perezoso tenía ojos de dragón, el tipo de ojos que revelan una inteligencia maliciosa e independiente.
Toede pensó que tenía una expresión triste. Odiaba todo lo que fuera seco y las brisas marinas que alcanzaban las calles interiores no podían ser suficientes para que la siniestra mole se sintiera cómoda.
Ahora que estaban más cerca, oía la voz del clérigo, rota y destemplada por el esfuerzo de hacerse oír por encima de los gritos de la multitud.
—¡Grita tus alabanzas, oh, Flotsam! —aullaba—. Ensalza al gran Regente Lengua Dorada, Primer Valido y Sumo Sacerdote de la Fe del Divino Brinco Perezoso, Profeta del Agua. ¡Aclama su sabiduría y su extraordinario gobierno!
Canturreaba las palabras uniéndolas en una especie de letanía.
—¿Brinco Perezoso? —dijo Groag ahogando una risa—. ¿Brinco Perezoso es el Profeta del Agua?
—La tapadera del golpe de estado de Lengua Dorada —dijo Toede moviendo la cabeza apreciativamente—. No esperaba tanto de un draconiano. El que me ha decepcionado es Brinco Perezoso. Pero ¡veamos cómo reaccionan al ver aparecer al verdadero Señor de Flotsam!
Toede habría saltado al suelo y se habría abierto paso entre la multitud de no ser porque de pronto voló una piedra por los aires y fue a dar al salmodiante clérigo humano en pleno rostro. El humano se dejó caer de rodillas con la cara llena de sangre y escupiendo dientes.
—¡Falso profeta! —se oyó gritar acompañando a la piedra—. ¡Falso dios!
Toede se quedó inmóvil y comentó en voz queda:
—Problemas en el paraíso.
Lengua Dorada no pareció impresionado en lo más mínimo.
—Que el que así habla dé un paso adelante y se muestre en público.
El que había lanzado la piedra no hizo nada parecido pero sus conciudadanos no dudaron en apartarse de él para dejarle al descubierto. Era un hombre alto con la cara roja y Toede se preguntó en qué proporción su valentía era consecuencia del aguardiente.
—Le conozco. Era vuestro cocinero —murmuró Groag al oído de Toede.
Toede asintió como si él también hubiera reconocido al humano. Sus ojos iban del atacante a Lengua Dorada y viceversa.
—Da un paso adelante —dijo el draconiano con voz fría y calmada.
El humano se quedó inmóvil, con la vista fija en los adoquines que había frente a la carroza, y repitió en voz más baja:
—Falso profeta.
—Da un paso adelante —insistió Lengua Dorada—. Mira el rostro de los profetas verdaderos.
El humano no se movió ni apartó los ojos del suelo.
—¡Míranos! —aulló Lengua Dorada y levantó los brazos. De sus garras salieron dos bolas gemelas de fuego verde que explotaron una a cada lado del humano.
De pronto, el humano levantó la vista, la fijó en el rostro del draconiano y quedó de nuevo inmóvil, como un insecto atrapado en el hielo o en una gota de ámbar.
—Da un paso adelante —dijo Lengua Dorada.
El humano dio un paso lento y tambaleante, como si sus piernas fueran nuevas y aún no supiera cómo usarlas. Su rostro, con la mirada todavía fija en el de Lengua Dorada, se retorcía de dolor.
—Arrodíllate —le ordenó Lengua Dorada con total tranquilidad.
El humano perdió el equilibrio y cayó de hinojos golpeándose las rodillas contra el pavimento.
—Inclínate —dijo Lengua Dorada—. Toca el suelo con la cabeza en honor al Profeta del Agua.
El humano dio un fuerte cabezazo contra los adoquines. Junto a Toede, Groag hizo una mueca.
—Otra vez —dijo Lengua Dorada.
El humano volvió a agacharse y el brutal cabezazo resonó en toda la calle. Ya nadie gritaba. La multitud contenía la respiración.
—Otra vez, más rápido.
Esta vez el humano se echó hacia adelante con tanta fuerza que se oyó un crujido cuando golpeó el suelo con la cabeza. La levantó y volvió a darse, aporreándose la cara contra la mancha roja que empezaba a formarse delante de él. A la sexta repetición, toda su cara era una herida sangrante y a la duodécima, era un trozo de carne roja irreconocible.
Después de la vigésimo primera, el hombre se golpeó la cabeza y sólo pudo levantarla unos centímetros antes de volver a darse contra el suelo al desplomarse por entero.
—Ése es el destino de los que dudan del Profeta del Agua —proclamó Lengua Dorada.
Hizo un gesto al capataz y éste utilizó el látigo sobre las espaldas de los esclavos, que reemprendieron la marcha con un gemido. La carroza pasó por encima del humano ensangrentado y una rueda le partió una pierna.
La multitud gritó pero a Toede le pareció advertir que su entusiasmo era un poco más forzado. Luego se agolparon tras la carroza, los primeros con la intención de desvalijar al caído, y los siguientes, de desvalijar a los desvalijadores.
Toede se apoyó en la pared. Lengua Dorada era de reflejos más rápidos de lo que recordaba, y también más cruel. Su mal genio, sin embargo, seguía siendo el mismo.
Miró a su compañero. Groag estaba más pálido de lo normal y su piel tenía un tono verdoso. Las manos le temblaban ligeramente mientras se apartaba el pelo de la cara.
—¿Alguna idea? —preguntó Toede.
—Creo —dijo Groag con voz insegura— que esto no va a ser tan fácil como creéis.
—Creo —dijo Toede poniendo mala cara— que tienes razón.