Capítulo 3

En el que nuestro protagonista y su fiel compañero van a coger bayas e intentan renunciar al estilo de vida de los kenders; en el proceso, descubren los pros y los contras de tirarse desde un puente e intentar nadar en aguas rápidas.

El nombre completo de la kender era Taywin Kroninsdau, o por lo menos eso es lo que le pareció oír a Toede cuando se le presentó formalmente e hizo referencia a Kronin. Por fortuna, ni Kronin ni Talorin estaban allí para descubrir su verdadera identidad y Toede confiaba en que nadie le hubiera oído identificarse cuando empezó a lanzar gritos. Taywin parecía perfectamente dispuesta a llamarle señor Sotobosque. Si los kenders supieran a quién habían capturado, podrían intentar pedir un rescate. Y el pedernal de escamas que era Lengua Dorada probablemente preferiría dejar que se pudriera allí antes que desprenderse de una astilla de acero.

Taywin Kroninsdau le dedicó un alegre gesto de saludo con la cabeza (era del tipo de kender que todo lo hace alegremente) cuando Toede se presentó como señor Sotobosque y no dio señales de dudar de sus palabras.

La cabaña estaba vigilada por un kender apostado en la puerta, un guarda adormilado que parecía perezoso incluso comparado con otros kenders y que los acompañaría durante el paseo. Les habían alargado un poco las cadenas que les unían los pies, de manera que pudieran avanzar aunque fuera a pasos cortos, y les pusieron otra cadena de unos tres metros que les impedía separarse.

Taywin, con la gran cesta en la mano, abría la comitiva. Los dos hobgoblins encadenados se veían obligados a avanzar saltando para seguir su paso. La retaguardia la formaban el guarda kender, visiblemente divertido y armado con una lanza de aspecto amenazador y un mastín de color miel y con el morro muy peludo. Taywin les había presentado al guarda, al que llamó Miles, e hizo que él y Toede se dieran la mano. El perro fue excluido de las presentaciones.

Las bayas que buscaban colgaban de unas zarzas bajas y densas que poblaban las márgenes de un riachuelo por el que debía desaguarse el lago que Toede había visto el día anterior (y que le había obligado a desviarse hacia el territorio de los kenders). La corriente de agua no era tan caudalosa que pudiera considerarse un río, pero la fuerza con la que bajaba tampoco hacía adecuado el nombre de arroyo. Era un torrente de agua espumosa de unos seis metros de ancho, que caía por atronadoras cascadas y formaba remolinos que hacían que el agua se remontara hasta un metro por encima de la superficie. En el aire flotaban millones de gotitas de agua en suspensión, como si hubiera niebla, y gracias a la humedad constante, las zarzas daban frutos durante todos los meses cálidos.

Toede aún se reconcomía de indignación ante lo abyecto de su situación. Tardó sus buenos diez minutos en dejar a un lado los planes de futura venganza contra la raza kender para volver al presente y sopesar las posibilidades de escapar. El río le parecía demasiado revuelto para un nadador encadenado pero podría hacer perder el rastro a una partida de perros. El agua en suspensión no dejaba ver en la distancia e impediría que los alcanzaran con flechas en cuanto se alejaran unos treinta metros y el fragor del agua obligaría a los posibles supervivientes a arrastrarse en busca de ayuda porque nadie oiría sus quejas.

La muchacha no era un gran problema y el guarda no parecía muy despierto. Toede pensó que tendría que deshacerse de él con rapidez sin dar tiempo a que el perro reaccionara. Luego, sólo quedaría el problema de Groag.

Toede suspiró: en todo plan había algún punto débil. Los habían sacado de la cabaña antes de que hubiera tomado ninguna decisión respecto a cómo escapar, así que tendría que actuar y confiar en que Groag reaccionara. Era más probable que otra gran montaña cayera sobre el mar de Istar, se dijo Toede con amargura mientras avanzaba taciturno dando saltos. El ancho del sendero no dejaba pasar a más de una criatura a la vez y en algunos sitios era condenadamente resbaladizo, incluso sin el impedimento de las cadenas.

«Señor de Flotsam, señor de Flotsam, señor de Flotsam», repetía para sus adentros como si fuera un mantra que pudiera conjurar la pesadilla.

El sol asomaba entre las nubes cuando Taywin se detuvo en el lugar que le pareció apropiado. Miró hacia atrás y Toede le dedicó una amplia sonrisa, dispuesto a hacer sombra al tímido Groag. Si juego bien mis cartas, se dijo Toede, no sabrán ni de dónde les ha venido el golpe. En el rostro de Taywin se dibujó una sonrisa que brilló al sol en respuesta a la de Toede, pero éste no se dio cuenta, pues tenía los ojos fijos en la llave que le colgaba del cuello.

—Parece un sitio agradable y ya deben de estar maduras. Señor Groag, señor Sotobosque, pueden empezar por aquí. He traído unas cestitas… —dijo al tiempo que sacaba varias cestas pequeñas del canasto.

—Enseguida —dijo Toede con una sonrisa, y metiendo los brazos hasta los codos en el zarzal cargado de bayas que tenía más cerca, cerró los dedos en torno a un grueso racimo. La sonrisa se le heló en la cara cuando la zarza le atrapó como si fuera una rueda dentada. Dio un grito y retiró las manos llenas de arañazos.

—Oh, lo siento, señor Sotobosque —dijo Taywin—. Imaginé que sabía lo de las espinas. Todas las bayas tienen espinas.

—Claro, las espinas —dijo Toede apretando los dientes—. Por supuesto que lo sabía; no ha sido más que una distracción momentánea. Hacía mucho tiempo que no tenía el placer de salir al campo. —Se llevó un nudillo ensangrentado a la boca y se lo chupó.

—Ya, claro —repuso Taywin Kroninsdau sonriendo de nuevo—. Los guantes están en la canasta grande, junto con las cestitas para las bayas. Ah, y a juzgar por el señor Groag, los hobgoblins y los kenders no tenemos los mismos gustos. A nosotros nos gustan las que no están verdes.

—Las que no están verdes —masculló Toede, que todavía tenía los dientes apretados—. Lo recordaré.

Los tres se pusieron a la faena: Toede y Groag juntos, y Taywin un poco más allá, mientras el guarda y el perro vigilaban a los dos hobgoblins. Estuvieron cogiendo bayas durante lo que a Toede le pareció media eternidad pero que en realidad no debió de ser más de unos tres cuartos de hora, para cuando cada hobgoblin había llenado media cesta y Taywin una entera.

—Bueno, chicos, será mejor que os deis prisa. ¿Qué os parece si os leo un poco de poesía? —preguntó sonriente.

—Que me parta un rayo —murmuró Toede en una plegaria a los dioses del mal.

—¿Cómo decís? —preguntó Taywin parpadeando.

—He dicho «vaya patán que es este payo». Me refería a Groag. Ha hecho una mueca cuando has dicho lo de la poesía.

—Señor Groag, pensaba que os gustaba mi poesía —dijo Taywin haciendo pucheros.

—Pero sí que me gustaba. Bueno, no, no me gustaba pero me gusta. —Groag se quedó callado sin acabar de explicarse al ver que la kender sacaba un librito del bolsillo. Toede se volvió hacia las zarzas reprimiendo una sonrisa.

La voz de Taywin era sonora y clara, y no contribuía en nada a mejorar la calidad de los versos. Por fortuna para la sensibilidad de Taywin, era normal que los hobgoblins odiaran todo tipo de versos que no fueran pareados obscenos, así que despreciaban con el mismo entusiasmo la buena y la mala poesía.

Taywin declamaba en su tono de voz más «serio», bajando varios octavos su tono normal hasta alcanzar lo que sería una voz humana aguda.

El caballero se balanceaba en su montura

a través de los campos de helechos y robustos ramajes

llevando en ristre su espada de gran hermosura

para enfrentarse al peligro con gran coraje.

Groag y Toede cogían bayas el uno junto al otro, un poco apartados de la kender.

—No he hecho ninguna mueca —susurró Groag enfadado.

—Forma parte del plan; no te preocupes más —murmuró Toede en respuesta.

Derrotó a temibles y oscuros caballeros

y demostró su voluntad de luchar y luchar

y se ganó el corazón de los pueblos enteros

con su valor generoso y sin par.

—No me parece que sea tan horrible —continuó Groag.

—No sabrías lo que es malo aunque se te metiera por las narices y criara —dijo Toede.

—Ella misma las escribe. Y diría que va mejorando.

—¿Quieres hacer el favor de olvidarte de la poesía durante un rato? —le espetó Toede en un susurro pero con la entonación del que grita, intentando expresar su rabia sin subir el volumen.

Aun así, Taywin se calló y el guarda se volvió hacia ellos con la lanza en posición de ataque. Toede agitó las cadenas haciéndoles gestos tranquilizadores con las manos.

—No pasa nada; me he tropezado con una raíz.

Taywin reanudó la declamación.

Y las gentes de aquellos derroteros

acudían a él para que fuera su amigo,

combatiera a los temibles y oscuros caballeros

y les ayudara a acabar con sus enemigos.

—¿Creéis que se refiere a nosotros cuando dice eso de «los temibles y oscuros caballeros»? —preguntó Groag dando un suspiro.

—Concentrémonos de momento en la manera de escapar —repuso Toede mordiéndose la lengua.

—¿Escapar? —repitió Groag sorprendido.

—Sí, escapar. Buscar una forma de vida que no implique arrastrar joyas tan pesadas —dijo, e hizo sonar las cadenas—. Tengo algo así como la mitad de un plan.

Y así el gran y poderoso noble

prosiguió su gran y sagrada misión

en pos de la lealtad y la flor doble

pasando por pruebas de gran emoción.

—¡Ya está! —exclamó Toede.

—¿Os habéis vuelto a pinchar? —preguntó Groag.

Toede le miró con odio.

—Ya tengo la otra parte del plan. Estáte preparado para moverte cuando te lo diga.

—Vale; cuando lo digáis, me muevo —convino Groag—. ¿Y mientras tanto?

—Date prisa con las bayas. No sé cuántos versos más soy capaz de aguantar.

Ya fuera por la esperanza de liberación o por la poesía de Taywin, lo cierto es que los hobgoblins acabaron de llenar las cestas en un tiempo récord. El sol ya estaba muy alto pero en el valle todavía se notaba la humedad de la niebla cuando acabaron.

Los cuatro se sentaron a almorzar bayas y unos bocadillos de ganso que había llevado la joven kender. Groag explicó con orgullo que había ayudado a moler el grano para hacer el pan. Toede notaba que la sonrisa se le resquebrajaba por momentos.

—Bueno, chicos, es hora de que os lleve de vuelta —dijo por fin Taywin—. Tengo otras cosas que hacer.

—¡Qué pena! Es todo tan… idílico —dijo Toede con la más amplia de las sonrisas. Groag le miró asustado. Cuanto más amable se mostraba su señor, peor solían acabar las cosas—. Estoy un poco aturdido con tantas novedades, señorita Taywin. Dígame, ¿estamos en el margen del este o del oeste?

—En el margen del oeste —repuso Taywin mientras recogía las cestas y los restos de comida, tras lo cual le entregó el paquete al guarda.

—¡Vaya! Bueno… ya volveremos otro día —dijo Toede dando un suspiro al tiempo que se ponía en pie.

Groag no tuvo más remedio que hacer lo propio.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Taywin arrugando levemente su tersa frente.

—¿No os lo ha dicho Groag? —contestó Toede fingiendo sorpresa ante un aparente sinsentido—. Las mejores bayas siempre crecen en el margen del este. Les da el sol de anochecer y se ponen mucho más rojas. Creo que había un refrán hobgoblin que lo decía, pero no lo recuerdo…

—Yo nunca he oído… —empezó a decir Groag, pero Toede se apresuró a interrumpirle.

—Quizás esperaba a decíroslo en otra ocasión. Siento haber estropeado la sorpresa. —Toede se volvió hacia su compañero y en sus ojos relampagueaba una amenaza terrorífica.

—Bueno, sí —dijo Groag enseguida—, claro. Iba a ser una sorpresa.

—Ya habrá ocasión la próxima vez —dijo Toede—. Además, no hay manera de cruzar el torrente.

Toede avanzó tres pasos y se volvió. Taywin seguía en el mismo sitio, pensando. Ver cómo un kender intentaba concentrarse le hizo pensar en un viejo barril de agua de lluvia a punto de explotar por el exceso de contenido.

—Nunca había oído hablar de eso del margen del este —dijo finalmente la kender—, pero unos cien metros más abajo hay un tronco caído de lado a lado lo bastante ancho para hacer de puente. Podemos comprobarlo.

El guarda habló por primera vez y Toede supo por qué había permanecido callado: la voz todavía le estaba cambiando y se le quebraba.

—Mi señora, son prisioneros y…

—Oh, por Mishakal, Miles —dijo Taywin—. Será sólo un momento y papá vuelve esta tarde, así que tampoco tendrán mucho trabajo…

Los cinco (el perro en último lugar) avanzaron por la serpenteante orilla hasta el lugar donde había un viejo arce caído sobre el río, en un punto en el que se estrechaba el cauce. Había sido utilizado como puente y casi toda la corteza se había desprendido, dejando una viga recta y lisa entre las dos orillas de resbaladizas rocas.

La idea que tenía un kender de lo que era un paso «practicable» difería bastante de la de un hobgoblin o de la de cualquier otra criatura. La corriente de agua discurría con un ruido atronador a unos tres metros por abajo, comprimida entre las dos paredes de roca, y luego descendía por una pequeña cascada y formaba una serie de rápidos.

—¿Así que hay mejores bayas? —dijo Taywin cogiéndole la cesta del almuerzo al guarda.

—No me parece prudente llevar a los prisioneros a la otra orilla, mi señora —dijo el guarda sacudiendo la cabeza.

—Si me permitís el atrevimiento —intervino Toede—, el joven, quiero decir el guarda, tiene razón. En nuestras condiciones, no creo que consiguiéramos pasar por este tronco tan estrecho. —Levantó las manos para mostrar las cadenas y ladeó la cabeza hacia la joven.

Taywin miró los grilletes como si los viera por primera vez. Toede habría jurado que le salía humo por las orejas mientras su cerebro intentaba entender que dos hobgoblins encadenados no podían cruzar el río. Se llevó la mano a la llave que colgaba de su cuello como si fuera un fetiche sagrado y asintió con la cabeza.

—Está bien. Cruzaré yo y veré si las bayas son de verdad más dulces. Y la próxima vez vendremos con más guardas y haremos una gran recolecta.

Dicho esto, se dio la vuelta y echó a andar por el tronco con paso firme, sin que al parecer le afectara el hecho de que no había nada parecido a una barandilla y que la superficie estaba mojada y resbaladiza. Toede dejó escapar un suspiro cuando el guarda se le acercó.

—Es una chica muy despierta —dijo el kender con una sonrisa.

—Mucho —repuso Toede asintiendo con la cabeza—. Me he dado cuenta de que en toda la mañana no se ha puesto a mi alcance, como tú ahora.

El guarda kender estaba a punto de contestarle pero las palabras (y varios dientes) se le fueron cuello abajo por el golpe que le asestó Toede con los grilletes de hierro.

Se desplomó como un pedazo de sebo. Toede se agachó y cogió la lanza antes de que tocara el suelo. Luego le propinó una buena patada para rematar la faena y observó cómo el kender se encogía haciéndose una pequeña pelota dolorida.

El mastín gruñó y se ganó un duro golpe en el morro con el mango de la lanza. Retrocedió dos pasos, se agazapó y volvió a gruñir. Toede levantó la lanza para arrojarla contra él y el perro gimió y salió huyendo por el bosque.

El kender seguía en el suelo y escupía sangre. Groag miró estupefacto a Toede.

—¿Por qué habéis hecho eso?

—¿No te has dado cuenta? Estaba a punto de leernos un poema —replicó Toede y empezó a arrastrar a su compatriota hacia el tronco caído—. Vamos.

—No llegaremos muy lejos con esto —gimoteó el hobgoblin menor haciendo sonar las cadenas que unían sus grilletes.

Toede se volvió y le dedicó una severa mirada.

—Pero ella tiene la llave y somos dos. Y ahora, vamos.

Groag no dijo nada y siguió a su señor hasta la orilla del atronador arroyo.

El paso era realmente difícil en el centro del tronco, cada vez más resbaladizo, y Taywin había extendido los brazos para equilibrarse. Miró hacia atrás un momento y vio que Toede avanzaba centímetro a centímetro por el principio del madero. Ésa fue la primera pista de que algo iba mal. La segunda fue que sostenía la lanza con punta de sílex del guarda y la utilizaba para estabilizarse. La tercera fue la sonrisa de Toede, una amenazadora sonrisa de oreja a oreja.

—¿Qué ocurre? —gritó Taywin para hacerse oír por encima del ruido del agua—. ¡Vos no debéis pasar!

—¡El guarda se ha puesto enfermo! ¡Debe de haber comido bayas venenosas! ¡Será mejor que volváis! —gritó Toede en respuesta.

En el terraplén, detrás de Toede, el guarda se tocaba la boca y el estómago con evidentes signos de dolor. A unos tres pasos de Toede, Groag iba soltando cadena con expresión preocupada. Toede vio reflejarse la preocupación en el rostro de Taywin, que se tambaleó un poco sobre la resbaladiza superficie.

—¡Esperad! —gritó—. Tengo que dar la vuelta. Está peor de lo que parece.

Se dio un cuarto de vuelta y quedó mirando arroyo abajo, en dirección opuesta a Toede.

—Tomad, cogeos de mi mano —dijo Toede adelantando un brazo encadenado. Con la otra mano, a su espalda, asía firmemente la lanza como si fuera una daga. Groag le siguió dando un par de pasos temerosos sobre el madero.

—No, estáis moviendo el tronco —gritó Taywin—. Cuid…

Taywin no acabó la palabra; se limitó a lanzar un chillido inarticulado mientras caía de espaldas y la gran cesta salía volando hacia el otro lado y se perdía en los rápidos.

Toede saltó instintivamente a por la llave pero tenía las manos encadenadas la una a la otra, y una segunda cadena las unía a otra que le ataba los pies, que a su vez estaban encadenados a la serie de cadenas que llevaba Groag, que no saltó, por lo menos no por su propia voluntad. El resultado fue que las cadenas se tensaron y los brazos y las piernas se le quedaron detrás mientras lanzaba el cuerpo en dirección a la kender.

Se le cayó la lanza pero consiguió atrapar firmemente a Taywin cogiéndola entre los dientes por la camisa. En condiciones normales, habría sido una postura muy embarazosa para ambos pero en aquel momento las conveniencias no eran lo más prioritario.

Groag, como Toede había dicho más de una vez, no era el más brillante de los hobgoblins pero al ver lo que sucedía con la cadena que le unía al hobgoblin, supo de inmediato lo que le iba a ocurrir. Con la rapidez que había adquirido en los últimos meses de servidumbre, se tiró sobre el tronco y se agarró a él con todas sus fuerzas.

De todas maneras, Toede y Taywin cayeron al torrente y de inmediato se vieron arrastrados hacia el fondo. Toede seguía con los brazos y las piernas tendidos hacia atrás pero Taywin ya se había cogido a él y empezaba a abrirse camino hacia la orilla. En cuanto notó que se había agarrado bien a las cadenas, el hobgoblin sumergido separó las mandíbulas y soltó la camisa.

Lenta y penosamente, Taywin trepó hasta la roca donde estaba Groag. El hobgoblin la animaba desde la orilla y extendió la pierna a fin de facilitarle el último tramo.

Taywin se apartó el pelo enmarañado de la cara y escupió agua al tiempo que hacía un esfuerzo por coger aire.

—Os debo la vida a vosotros dos —dijo entre jadeos.

—No ha sido nada, yo… —empezó a decir Groag—. ¡Oh! ¡Toede! —y con esta exclamación se puso a recuperar frenéticamente la cadena que se había deslizado hacia las revueltas aguas y que era de suponer que todavía estaba unida a su antiguo señor.

—¿Toede? —dijo Taywin sacudiendo la cabeza empapada de agua—. Como el gobernador…

—¡Ya te tengo, rata! —gritó el guarda kender al tiempo que dejaba caer una piedra de buen tamaño y peso más que adecuado sobre la cabeza de Groag. El guarda tenía la boca cubierta de sangre seca y sus ojos hervían de deseo de venganza—. ¡Esto os enseñará a no jugar conmigo!

Groag soltó la cadena y se desasió del tronco. La fuerza del agua se llevó a Toede río abajo y a Groag detrás.

Taywin intentó sujetarle pero sus dedos se cerraron en el aire mientras el par de hobgoblins encadenados desaparecían en el torrente.

—¡Les está bien empleado! —murmuró el guarda palpándose la mandíbula hinchada.

La respuesta de Taywin fue absolutamente impropia de una dama (y es mejor no hacerla constar, ya que nos distraería del núcleo de esta historia, que acaba de irse precipitadamente río abajo).

El pequeño salto de agua que había bajo el tronco era poco más que un bache; a partir de ahí, el cauce se estrechaba todavía, formaba un par de remolinos e iba a parar a un amplio pozo donde el agua apenas se remansaba. La cabeza de Groag asomó un momento, volvió a hundirse y emergió una vez más. Braceaba desesperado pero con las cadenas le costaba un triunfo mantenerse a flote.

Notó un tirón de la cadena que le unía al otro.

—¿Toede? —llamó y con la distracción se hundió un poco y sorbió un buen trago de agua. Escupió y braceó con más ímpetu. No oyó nada en respuesta pero no estaba seguro de si se debía al atronador ruido del agua o era el resultado del golpe que le había asestado Miles.

El gobernador Toede asomó la cabeza a un metro de distancia sacando agua por las narices como si fuera un atomizador. Su rostro expresaba cólera y un poco de miedo.

—¿Estáis bien? —farfulló Groag ganándose otro buen trago de agua fresca de río.

Toede levantó una de sus aherrojadas muñecas y señaló un punto de la orilla un poco más arriba.

—¿Contracorriente? —dijo Groag intentando sacudir la cabeza—. Es mejor que intentemos ganar la orilla un poco más abajo.

Toede volvió a señalar hacia el mismo punto, al parecer desesperado.

—Si vamos río abajo, el río nos ayud… —La voz de Groag perdió volumen al darse cuenta de que ni siquiera él se oía. Él ruido del agua era cada vez más fuerte, como si cayera desde un punto muy alto a otro punto muy bajo.

De pronto, se le hizo evidente por qué Toede quería nadar contracorriente y se puso a bracear como un poseso. A ninguno de los dos se le escapaba que las orillas del río pasaban a toda velocidad por su lado mientras el rugido de las aguas aumentaba por momentos, hasta que reverberó en sus mismos huesos.

La corriente saltaba sobre una elevada barrera de duro esquisto y ganaba velocidad en un paso estrecho, de apenas cinco brazos de anchura. La fuerza del agua era tanta que se elevaba un par de metros en el aire antes de que la gravedad hiciera su trabajo y la obligara a caer formando una cascada blanca teñida de los colores del arco iris en que las gotas descomponían el sol de primera hora de la tarde. A la misma distancia fueron lanzadas dos figuras humanoides unidas por un trozo de cadena. Una de ellas, la más pequeña, chillaba con toda la potencia de sus reducidos pulmones.

La cascada iba a dar a un gran remanso de agua verde oscura. El ruido que hicieron las dos figuras al caer fue inaudible y las ondas que se formaron en la superficie desaparecieron al llegar a la orilla.

Al cabo de un rato, los dos hobgoblins salían del agua gateando y todavía encadenados, por lo que se veían obligados a avanzar moviendo poco a poco los brazos y las piernas. Los dos estaban ensangrentados y magullados pero aún respiraban. A Toede le salía agua por las narices y Groag jadeaba y maldecía abriendo mucho la boca para coger aire.

—Ahora sí que estamos aviados —farfulló Groag—. No podemos correr. Apenas podemos andar. Todos los kenders del lugar deben querer nuestros lomos para el desayuno y con razón. La muchacha a la que atacasteis era la hija del jefe de los kenders y va a pedir que expongan nuestras cabezas en una pica en cuanto el guarda le cuente que nuestra intención no era rescatarla y no podemos movernos con todo este hierro encima y ¿se puede saber a qué viene esa maldita sonrisa?

Ciertamente, durante toda la invectiva de Groag, Toede no había dejado de mirarle con una sonrisa beatífica propia de un felino digiriendo un canario. Cuando Groag acabó de gritarle, se puso serio un momento y luego sacó la lengua.

Sobre la pálida superficie rosada había una llave, la misma que hasta hacía poco colgaba del cuello de Taywin Kroninsdau.

Toede sostuvo la llave en el aire y soltó una risa cansada.

—Espero que no quieras descansar —dijo—. Quiero estar en Flotsam antes del anochecer.