En el que se desarrolla la batalla y los diversos miembros de la rebelión demuestran sus fuerzas y sus flaquezas, tanto físicas como éticas, y nuestro protagonista se encara con su antiguo aliado. Luego, el Abismo abre sus puertas.
Cuando el alba empezó a despuntar por el este en la borrascosa bahía, Toede tenía a los miembros de la Rebelión Aliada reunidos tras el último seto vivo, a unos cien metros del tramo derruido de la muralla del sur. No tenía ninguna duda de que los defensores de Flotsam habían visto a sus hombres (en realidad, gnolls y kenders), puesto que había un continuo movimiento de personas de una muralla a otra y entre las brechas, las dos puertas del sur habían sido apresuradamente cerradas y trabadas, y no se veían carros ni ningún otro tipo de vehículo en los caminos.
Tras las murallas, al otro lado de la ciudad, sobresalía «La Roca», y sobre ella, una nueva monstruosidad arquitectónica. Parecía salida de una antigua leyenda élfica, porque brillaba como rubí a la luz rojiza del alba. En el lugar que en otro tiempo ocupara la mansión de Toede, ahora había un castillo de proporciones clásicas, con chapiteles altos y delgados que parecían balancearse al viento como los borrachos en las plazas. Toede consideró la posibilidad de que los oscilantes chapiteles hubieran sido construidos como torres de vigilancia y se echó a reír al pensar en el cuerpo que deberían tener los pobres diablos a los que les tocara hacer allí la guardia.
Las nubes se abrieron un momento y un solo rayo de luz cruzó el cielo, se reflejó en el chapitel más alto e iluminó las tierras circundantes con la potencia de un faro.
Toede se tapó los ojos para protegerse de la intensidad del haz de luz rojiza y cuando volvió a mirar vio que al otro lado de la muralla crecía la confusión. Varios grupos de soldados se trasladaban a otra parte y otros se retiraban a posiciones mejor defendidas. Luego le llegaron los primeros gritos y vio columnas de humo que se elevaban a su izquierda, en los barrios del norte y del oeste.
Las tropas del necromante habían iniciado el asalto contra la zona mejor protegida de la ciudad, rodeada de sólidas murallas. Toede tuvo que admitir que estaba impresionado por la horda de muertos vivientes lanzada a un ataque suicida y decidió hacerse con algunos de aquellos extraños guerreros la próxima vez que tuviera que librar una guerra.
Y pensando en ataques suicidas, él debía encabezar el suyo. Espoleó el caballo de Bunniswot, un macho negro como el carbón llamado Humo, hacia el frente del seto y le hizo dar la vuelta para ponerse de cara a sus tropas.
Tenía medio centenar de buenas arengas aprendidas, palabras inspiradas que había oído proclamar a los Señores de los Dragones a fin de incitar a las aterradas tropas a la batalla: promesas de gloria, botín, progreso social, junto con todo tipo de amenazas. Pero en el momento en que se volvió y vio a los gnolls con las caras embadurnadas de pinturas de guerra y las inusuales expresiones sombrías de los kenders, las líneas de comunicación entre su mente y su boca se cortaron bruscamente, los recursos conversacionales se desvanecieron y las ideas parecieron dispersarse al viento.
Toede se quedó en blanco.
Allí estaba, contemplando las tropas a lomos del caballo y el silencio era tan completo que se habría oído caer un alfiler. Notaba la tensión de los gnolls, que parecían nadadores a punto de lanzarse a disputar una carrera, y la impaciencia reprimida de los kenders.
—¡Por…! —empezó a decir, y la voz se le quebró—. ¡Por la gloria y el buen gobierno!
Le contestaron con un sonoro «¡hurra!» colectivo y las tropas de gnolls saltaron por encima del seto. Los kenders se agacharon con los arcos colgados a la espalda e iniciaron una apresurada maniobra por el flanco derecho.
La formación de gnolls se dividió en dos partes frente a Toede y se reagrupó detrás de él. Rogate iba a la vanguardia, agitando una espada en una mano y un estandarte, verde torpemente pintado, en la otra. En la espalda, llevaba un arco y un carcaj lleno de flechas con plumas verdes. En el estandarte se leía el lema «CABALLEROS TOEDAICOS» junto al dibujo de una rana.
Trujamán se acercó a lomos de uno de los pequeños caballos de los kenders.
—Magnífico discurso —comentó con sequedad—. Quedará para la posteridad.
—¿Ya se ha escabullido Bunniswot? —preguntó haciendo caso omiso de la crítica.
Trujamán se encogió de hombros y dijo:
—Imagino que sí. ¿Nos sumamos a la batalla?
Toede hizo una mueca de disgusto y tiró de la rienda para que Humo se diera la vuelta.
—Bien. Manteneos a una distancia prudencial detrás del grueso de las tropas y no os alejéis. No quiero tener que explicar a Charka por qué os he dejado morir.
El hobgoblin hundió los talones en los costados del caballo y Humo salió a un trote rápido y desacompasado detrás de los vociferantes gnolls.
Habían recorrido la mitad de la distancia que les separaba de las murallas cuando el enemigo respondió con la primera lluvia de proyectiles. Toede había dado instrucciones a Charka para que los gnolls levantaran los pesados escudos sobre sus cabezas, ya que las flechas tendrían que describir un pronunciado arco a esa distancia. Los que lo recordaron sobrevivieron a la primera andanada pero uno de cada diez gnolls cayó al suelo y no se levantó.
Siguieron corriendo hasta llegar a cuarenta metros de las murallas. Toede pudo discernir los colores de los uniformes enemigos, combinaciones que nunca habían figurado en las libreas de sus ejércitos ni en las de sus sucesores. Tal como había imaginado, eran mercenarios. Había una primera línea de lanceros, sonrientes y dispuestos al ataque, y una segunda línea de arqueros. Sobre las murallas había guardas de la ciudad y algunos hombres armados con ballestas, pero la mayoría parecían haberse retirado al ver la horda de gnolls.
Los kenders, más rápidos que los gnolls, avanzaban describiendo un amplio arco hacia la derecha y ya habían empezado a lanzar piedras contra los arqueros. Aunque la milicia abandonara los puestos en las murallas, los mercenarios eran guerreros disciplinados y no se dispersaron ante la lluvia de guijarros. El grueso de los arqueros cambió de objetivo y apuntó hacia los kenders y el resto disparó directamente contra los gnolls.
Los kenders se dispersaron bajo la descarga cerrada. Enseguida volverían a reagruparse pero se había perdido un tiempo precioso. El efecto sobre los gnolls fue más pronunciado, ya que muchas de las criaturas del pantano olvidaron levantar el escudo sobre la cabeza y de nuevo se vieron diezmados.
Lo peor, sin embargo, fue que la carga se detuvo a treinta metros de las murallas y los gnolls sobrevivientes se refugiaron tras los escudos, entre sus camaradas heridos o agonizantes, o en el primer arbusto que encontraron. Toede gritaba incitándoles a seguir pero no le oían y los arqueros mercenarios volvieron a su primer objetivo, remachando la debilitada ofensiva gnoll.
Toede advirtió la presencia de alguien a su lado.
—Ah… —oyó que empezaba a decir Trujamán.
—Nos van a hacer pedazos —le interrumpió—. Preparaos para…
La siguiente palabra iba a ser «correr», o quizás «huir», o incluso «rendiros», pero en ese momento el caballo relinchó y levantó las patas delanteras, con lo que Toede estuvo a punto de caerse de espaldas, y luego salió desbocado hacia adelante, directamente hacia la línea de arqueros.
Toede desenvainó la espada y se inclinó hacia el cuello del animal buscando la única protección de que disponía. Había adelantado a la vanguardia y avanzaba solo por el campo.
A sus espaldas, Toede oyó el rugido de los gnolls que, recuperando la valentía, se levantaban dispuestos a seguir a su adalid en su ataque espontáneo. Enseguida se les unió un coro de voces infantiles y los kenders cargaron tras ellos.
Toede se dio la vuelta en la silla e hizo gestos a los kenders para que se quedaran donde estaban. Sin nadie que les cubriera, los harían pedazos. Entonces se dio cuenta de que Humo estaba herido; le salía un reguero de sangre del costado.
Lo que a los kenders les pareció ver, sin embargo, fue que el general de la Rebelión Aliada les hacía señas de que le siguieran agitando la espada, que brillaba a la luz del alba. Los que sobrevivieron a la batalla se harían lenguas del arrojo del hobgoblin.
Estaba ya junto a las líneas enemigas, con los gnolls pisándole los talones y los arqueros a unos pasos delante de él, cuando Humo pisó en un hoyo. La inercia le hizo dar una vuelta de campana y Toede salió disparado por encima de su cabeza.
Y por encima de las cabezas de los lanceros de la línea del frente. Los arqueros dispararon una nueva tanda de flechas contra los gnolls (y contra la montura de Toede, que se retorcía de dolor con el cuerpo acribillado de flechas). Los que estaban más cerca de Toede dejaron caer los arcos y sacaron las espadas, armas cortas y anchas capaces de sacar las tripas a un cerdo de un solo mandoble.
Entonces les cayó una lluvia de piedras y dos de cada diez arqueros cayeron víctimas de las flechas de los kenders. El resto retrocedió unos pasos y Toede se escabulló entre los cadáveres aprovechando la confusión. Sintió un dolor lacerante en el hombro —el mismo que Rogate le había herido hacía un año— pero por lo demás, estaba ileso. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y comprobó que su arma secreta seguía intacta. Casi todos los arqueros habían abandonado los arcos y atacaban con las espadas a los gnolls que habían conseguido romper la barrera de lanceros.
Aun así, los mercenarios de Groag aguantaban y Toede se preguntó qué les habría prometido a cambio de sus servicios.
Un mercenario especialmente fornido arremetió contra Toede y encontró la muerte en forma de sablazo en los tobillos, tras lo cual, el hobgoblin giró en redondo y hundió el sable en el pecho de otro. Por lo visto eran mejores con el arco que con la espada y, para acabarlo de arreglar, llevaban armaduras ligeras.
Se oyeron gritos, esta vez de gargantas humanas, y Toede vio que entraban en combate tropas de refresco, o por lo menos tropas que aún no se habían enfrentado al ejército de kenders y gnolls. Muchos de ellos estaban ensangrentados. Por su expresión se habría dicho que venían de luchar contra muertos vivientes y estaban deseosos de enfrentarse a contrincantes de carne y hueso que tuvieran la decencia de morirse una sola vez.
Poco a poco, la tropa de mercenarios recobró posiciones y empezó a hacer retroceder al ejército de gnolls y kenders, obligándoles a alejarse de las murallas. Toede se encontró atrapado en el lado contrario.
Y entonces apareció la ballena muerta y todo cambió.
Era incluso más grande de lo que Toede la recordaba. Casi toda la piel se le había caído y la carne podrida había adquirido un repugnante color amarillo verdoso. Por un costado le asomaban las costillas y su enorme ojo era una pústula que chorreaba secreciones blanquecinas.
Surgió entre las arenas de la playa, donde los hombres de Toede la habían enterrado hacía años, y dio un salto de unos doscientos metros en el aire, describiendo un arco en dirección al campo de batalla. No llegó a salvar la distancia, pero el cadáver de ballena volante tuvo tres consecuencias:
Algunos gnolls (no todos, pero suficientes) se quedaron boquiabiertos ante la descomunal masa voladora de carne de cetáceo.
Algunos humanos (no todos, pero suficientes) se dieron la vuelta para ver qué era lo que miraban los gnolls con tal mezcla de fascinación y terror.
Algunos kenders (no todos, pero suficientes) aprovecharon que los humanos se habían vuelto de espaldas.
La línea de lanceros se desmoronó por una docena de puntos, donde los humanos fueron abatidos, ya fuera porque les hundieron una daga directamente en el pecho o porque les cortaron los tendones de Aquiles y cayeron al suelo con el cuello desprotegido (y al alcance de las espadas de los kenders).
Toede cayó al suelo arrastrado por uno de aquellos humanos. Se debatió con el cadáver sin saber que estaba muerto hasta que por fin se lo sacó de encima. Se levantó y descubrió que estaba solo en la brecha de la muralla. Bueno, solo no estaba pero entre los que le rodeaban era el único que no estaba muerto o lo bastante muerto como para engañar a un observador poco atento. No reconoció el cadáver de nadie, aparte del de Humo, del que salían dos docenas de flechas formando dos ramilletes, y cuyos ojos abiertos le miraban acusadoramente.
Aguzó el oído y a lo lejos oyó gritos, ruidos de batalla y entrechocar de metales. Se oía por todas partes. La ciudad entera estaba en guerra, ya que el frente de batalla se había fragmentado en un centenar de escaramuzas libradas en callejuelas, plazas y comercios. Los kenders estaban en su elemento, con multitud de lugares entre los que jugar al escondite.
Los gnolls irían hacia la muralla de «La Roca», acompañados por Trujamán y el resto de dirigentes. Toede se abrió paso entre los cuerpos y se dirigió hacia la península, advirtiendo en el camino que ninguno de los mercenarios llevaba los medallones que había visto en su última encarnación.
Tuvo que retroceder un par de veces al encontrarse el camino bloqueado por focos de intenso combate y se detuvo a orientar a una unidad de ensangrentados kenders hacia un frente de combate adecuado, pero al fin lo consiguió. No tenía ni idea de cuánto tiempo había tardado pero allí estaba, en la puerta de entrada a «La Roca».
La muralla estaba desprotegida y las puertas, abiertas. Allí reinaba una calma relativa, ya que lo más encarnizado de la batalla se desarrollaba en otras zonas de la ciudad. Era evidente que los encargados de defender la entrada habían abandonado su puesto pero si habían huido aterrorizados por la ballena, se habían lanzado a defender otras zonas o le esperaban para tenderle una celada, eso no podía saberlo.
Toede se aproximó con precaución y vio aparecer una gran sombra al otro lado de las puertas. Era del tamaño de un gnoll pero tenía cabeza de toro y cargaba con una colosal hacha de doble filo.
Era un minotauro pero tenía la piel del color del papel que ha estado demasiado tiempo al sol y sus ojos tenían una mirada tan vacía como la de Humo o, para el caso, como la de la ballena muerta.
Toede suspiró y dio un paso adelante.
—Hola, Bob —dijo.
—Saludos, Toede —dijo el engendro no muerto de rasgos humanos y bovinos—. Parece que me esperabas.
—Sabía que aparecerías, antes o después —dijo Toede en tono despreocupado mientras se acercaba poco a poco. Echó el brazo hacia atrás y envainó la espada—. ¿Cuánto hace que lo tenías planeado, lo de unirte a los dos bandos?
—Desde antes de que volvieras —dijo el minotauro muerto encogiéndose de hombros—. Y aunque habría sido más fácil si te hubiera capturado antes de que te encontraran los kenders, la suerte me permitió sacar provecho de las circunstancias.
—Así que te apareciste a Groag —dijo Toede con una sonrisa— y te ofreciste a protegerle a cambio de…
—Los muertos —dijo el necromante—, igual que en tu caso. Y por supuesto, no tardarán en estar todos muertos.
—Así que querías Flotsam para ti, ¿eh? —dijo Toede, a menos de dos metros de su oponente.
—Para empezar —dijo el muerto viviente—. Los primeros muertos de esta contienda ya se estremecen a medida que sus huesos se yerguen y la carne responde a mis deseos. Serán mi nuevo ejército, matarán a los supervivientes y engrosarán aún más mis legiones. Luego, cuando tenga naves suficientes, lanzaré incursiones por toda la costa, hasta que reúna una pequeña nación de cadáveres de humanos, kenders, ogros, hobgoblins e incluso dragones, todos a mis órdenes.
Toede volvió a suspirar y se llevó la mano al pecho, como si quisiera calmar su desbocado corazón.
—Puestos a soñar, no hay razón para quedarse corto —dijo—. Tengo noticias para ti, necromante. ¡Murrurrurume! —La última palabra apenas había sido un susurro.
El minotauro no muerto ladeó la cabeza y dijo:
—¿Has dicho algo?
—He dicho… —Y Toede volvió a bajar la voz—. ¡Murrurrurume!
El minotauro esbozó una sonrisa e hincó una rodilla para oírle mejor, pero levantó el hacha para despedazar al hobgoblin en caso de que intentara alguna treta.
—Repítelo —le dijo enfadado.
—He dicho ¡toma perfume! —gritó Toede y sacó el frasco de Taywin de la chaqueta. Antes de que el minotauro pudiera reaccionar, roció la cara de la criatura no muerta.
El minotauro aulló al tiempo que el agua bendita, preparada por el clérigo kender, le derretía los restos de carne que le cubrían el rostro, dejando el cráneo al descubierto. La espada de Toede pareció volar por el aire cuando la empuñó y trazó una línea recta entre los hombros de la bestia, separándole la cabeza del cuerpo.
Toede sonrió pero la sonrisa se le heló en una mueca al ver que la criatura sin cabeza se erguía y levantaba el hacha.
—Precisamente tú —barbotó el cráneo del minotauro— deberías saber que la muerte no siempre pone fin al combate.
El muerto viviente descargó el hacha con fuerza e hizo saltar esquirlas del pavimento al tiempo que Toede saltaba hacia un lado. El minotauro seguía siendo peligroso aunque estuviera ciego.
«¿Ciego? No», se corrigió Toede. El cráneo del minotauro seguía enviando órdenes, aunque estuviera en cierta desventaja debido a la perspectiva terrestre.
Toede cogió carrerilla y dio una patada al cráneo, que salió rodando hasta el otro lado de la puerta. Confiaba en que eso provocara un tiempo de reacción más lento. Pero no debía de ser así, porque sintió que el costado le estallaba de dolor. El minotauro le había dado de pleno, pero no con el hacha, sino con una patada bien dirigida que le hizo volar cinco metros hasta topar con la muralla, cerca de la cabeza decapitada.
—Ya te tengo —borbotó el muerto viviente.
La vista se le nubló pero aun así pudo distinguir la sombra de la marioneta del necromante que se alzaba ante él. Oyó la risa del hechicero cuando el muerto viviente levantaba el hacha sobre los hombros sin cabeza pero entonces, el minotauro se puso rígido, dio tres sacudidas y cayó a los pies de Toede.
Cuatro flechas sobresalían de la espalda del minotauro. Rogate apareció en el campo de visión de Toede.
—¡Mi señor! —gritó—. ¿Estáis bien?
Toede asintió con la cabeza, se levantó dolorido y señaló el hacha caída.
—Acércame eso, ¿quieres?
Rogate le dio el hacha a Toede, que avanzó cojeando hasta donde gorgoteaba el cráneo del necromante. Al parecer, Bob el necromante había abandonado el cadáver porque no hubo más palabras mientras Toede reducía a astillas el cráneo.
Mientras tanto, Rogate se había puesto bien el arco y las flechas, y había recogido el desgarrado estandarte, en el que ya sólo se leía: «… ERÓ… T… ICOS».
—No podrás conquistar el mundo —dijo Toede a las astillas de cráneo—. Ni siquiera tienes tu propio libro. —Y volviéndose hacia Rogate le preguntó—: ¿Cómo va la batalla?
—Mejor de lo que se esperaba —contestó Rogate moviendo la cabeza—. Los kenders son excelentes en las emboscadas de casa a casa; Kronin dice que la ciudad es una «selva de piedra» y ya sabéis cómo las gastan en los bosques. Los gnolls están en cierta desventaja a causa del tamaño pero lo compensan con la fuerza. E incluso algunos nativos se nos han unido, aunque la mayoría están escondidos. Y han llegado noticias de que los soldados no muertos del necromante entran en combate con nuestras tropas pero debe de ser un malentendido.
Toede señaló el cuerpo del minotauro.
—No es ningún malentendido. El necromante está jugando a dos bandos y a favor sólo de sí mismo. Vuelve a la batalla y pasa la voz de que todos los cadáveres sean incinerados de inmediato, sean del lado que sean. E intenta que les llegue la noticia a los mercenarios humanos también. Quizá se les quiten las ganas de luchar si saben que la muerte les ha de comportar un contrato eterno como lacayos y muertos vivientes.
—¿Y vos, mi señor? —preguntó Rogate tras asentir gruñendo—. ¿Qué vais a hacer?
Toede echó a andar tambaleándose hacia el refulgente palacio que se erigía en el lugar que había ocupado su casa.
—¿Yo? —dijo con un suspiro—. Voy a acabar con esto de una vez por todas.
***
Las calles de «La Roca» estaban desiertas; los guardas habían acudido a los focos de lucha en la parte baja. Los ciudadanos estaban escondidos en los sótanos o habían huido tierra adentro. De vez en cuando, procedentes de la Ciudad Baja se oían gritos de hombres y gnolls enzarzados en la batalla o el estruendo de una casa que se derrumbaba, pero todo aquello parecía muy lejano; la brisa marina arrastraba los olores de la contienda hacia el interior, alejándolos de la mente de Toede.
El hobgoblin sintió que recuperaba las fuerzas a medida que recorría las calles. Tenía el hombro izquierdo inutilizado pero las punzadas habían sido reemplazadas por un dolor sordo mucho más soportable. Lo mismo podía decir del costado, aunque la lesión podría resultar permanente: cuando respiraba hondo notaba que una costilla suelta se deslizaba hacia su vecina. De todas maneras, podía andar y así lo hacía, con la espada en la mano útil y el hacha del minotauro en la otra.
De cerca, el palacio de Groag (por lo menos, eso se leía en las letras talladas en el friso de granito) parecía el resultado del encontronazo a medianoche de tres o cuatro estilos arquitectónicos en algún cruce de caminos sin señalizar. Habían sobrevivido algunos restos de la antigua fachada de piedra gris, ahora reforzados por una columnata de granito blanco al estilo clásico de Istar. También quedaban cristaleras de la época de Brinco Perezoso, ahora adornadas con un bosque de chapiteles en forma de aguja que parecían hacer la competencia a Silvanesti. Sobre el edificio central había una cúpula que parecía una enorme tortuga de cristal pegada al techo.
«Más feo que un pecado», pensó Toede. «Y una mejora, sin duda alguna».
Los amplios peldaños, reconstruidos después del fatídico paso de Jugger, eran de algún tipo de cemento teñido, pero el material debía ser defectuoso, porque ya habían empezado a resquebrajarse.
Las puertas seguían siendo las originales y Toede las empujó convencido de que la guardia de honor de Groag le esperaba al otro lado, pero no era así y nadie le impidió la entrada al salón de recepción.
Era una conseguida restauración de la estancia original, incluidas la galería y las escalinatas que flanqueaban las grandes puertas de hierro que daban paso a la Sala de Audiencias. Groag la debía haber mandado reconstruir.
Allí no había nadie, ni siquiera muertos vivientes.
Toede empujó las puertas de hierro (al parecer recuperadas de donde las hubieran escondido los clérigos de Brinco Perezoso). La Sala de Audiencias era muy similar a la que Toede presidiera en su tiempo. Los muebles eran por lo menos tan lujosos como habían sido. Destacaba una gran alfombra tejida a mano, situada en el centro, justo delante del trono. El único cambio importante era la gran cúpula de cristal, que proyectaba un amplio círculo de luz sobre la alfombra. La intensa luminosidad le hizo ver que ya era casi mediodía.
Al otro lado de la luz, había una pequeña figura subida en el trono.
—Hola, Toede —dijo una conocida voz aguda.
—Hola, Groag —dijo el antiguo gobernador—. ¿Cómo va la vida?
Se oyó un profundo suspiro entre las sombras y lord Groag se inclinó levemente hacia adelante. Toede vio que su antiguo lacayo tenía el rostro consumido por las preocupaciones, con la piel casi pegada al hueso, y los ojos inyectados en sangre. Toede se alegró enormemente viendo su mala apariencia.
—Hasta aquí hemos llegado —dijo Groag y le indicó con gestos cansados que se acercara—. Ven. Tenemos que discutir el siguiente paso.
Toede dio dos pasos hacia adelante y se detuvo en el borde de la alfombra tejida a mano. Aguantando el dolor, levantó el hacha que llevaba en la mano izquierda.
—En señal de buena voluntad, dejo aquí mi arma más peligrosa —dijo, y la tiró a la alfombra.
El hacha y la alfombra desaparecieron por el agujero que dejó la trampilla al abrirse. Toede las oyó caer al agua. Levantó una ceja y rodeó el pozo.
—Un diez en buena voluntad —dijo.
—Un diez en estupidez —repuso Groag en tono sombrío y volvió a esconderse en las sombras.
—¿Tiburones?
—Cocodrilos —dijo Groag—. Algo de imaginación sí que tengo.
«No mucha», pensó Toede, pero preguntó:
—¿Estamos solos?
—A extenderse la noticia de que los muertos vivientes atacaban por el norte y de que nuestro aliado el necromante nos había traicionado, los más leales entre los leales se han lanzado a la batalla mientras la mayoría se ha ido al puerto, pero el capitán debe hundirse con la nave.
—Eso son paparruchas inventadas por los que no son capitanes —dijo Toede—. Y el necromante no te ha traicionado a ti más que a cualquier otro. No está de parte de nadie, a no ser de sí mismo. Su proyecto es convertir Flotsam en una necrópolis, una ciudad de los muertos.
Groag se echó hacia adelante y por un momento Toede creyó que iba a tirarse al pozo pero, en cambio, el señor de la mansión se puso a sollozar balanceándose en el trono.
—¡Lo he intentado con todas mis fuerzas!
—A veces no es suficiente con esforzarse —repuso Toede con calma—. ¿Recuerdas lo mucho que me esforcé la primera vez y sólo conseguí que se rieran de mí y me insultaran? —Tres pasos más y estaría lo bastante cerca para acabar de una estocada con los gemidos de Groag de una vez por todas. Dos pasos. Un paso.
—¿Serviría de algo decir que lo siento? —preguntó Groag de repente.
—¿Qué? —preguntó Toede deteniendo el brazo por el momento.
—Siento haberte dejado en aquel agujero —dijo Groag entre sollozos— y haberme aprovechado de tu fama para apoderarme de la ciudad. Lo siento, de verdad. Estaba enfadado contigo por haberme abandonado y quería hacerte daño. Ansiaba hacerte daño. Y entonces apareció aquella visión, aquel ángel de color azul que me habló de mi destino. Pensé que por fin alguien reconocía mi capacidad. Pero luego, cuando ya estaba en el poder, apareció ese maldito libro y creí que esta vez habías vuelto antes y planeabas matarme. Rompí los pactos que había acordado, conspiré con el necromante y contraté mercenarios. Y ahora todo el mundo va a morir y es culpa mía.
Toede sintió lástima, lástima ante el espectáculo de un ser nacido para obedecer que había cometido el error de hacerse con el poder. Quizá fuera mejor dejarle vivir, dejar que se marchara, pero entonces Groag sería un enemigo vivo en lugar de un mártir muerto.
—Yo… —Titubeó por un momento y finalmente dijo—: No creo que todo sea culpa tuya.
—Supongo que quieres que te devuelva el trono —dijo Groag tras un momento de silencio.
Toede oyó chirriar las bisagras de hierro y miró hacia atrás por el rabillo del ojo.
—Mejor será dejar ese tema —dijo—, por lo menos hasta más tarde.
Las puertas se habían abierto de par en par y tras ellas había aparecido una docena de figuras que avanzaban arrastrando los pies: gnolls, humanos y kenders. Rogate no había conseguido hacer circular la advertencia con la suficiente celeridad. El encantamiento del necromante se extendía por toda la ciudad. Los muertos vivientes se habían multiplicado y estaban por todas partes.
Groag puso los ojos como platos al ver aproximarse a los delegados del necromante.
—Necesitaremos un milagro, lord Toede.
Toede levantó la espada preguntándose cuánto duraría en combate antes de que la costilla rota se le clavara en el pulmón.
—Se me han acabado, lord Groag —dijo—. Ojalá tuviera alguno a mano.
En ese momento cayó un rayo y apareció ella, flotando en una bola de luz brillante. Su piel era de plata espejeante y llevaba una espada tan negra que hacía daño a la vista. Tenía el pelo de color de la sangre iluminada por las llamas y sus ojos refulgían. Toede, Groag e incluso los muertos vivientes tuvieron que protegerse la vista de su terrible apariencia.
El mundo contuvo la respiración. Judith estaba en Ansalon.
—¿Cuándo vas a aprender a no decir cosas como ésa? —Toede oyó decir a Groag.