Capítulo 20

En el que nuestro protagonista decide desafiar las convenciones y no ir a ninguna parte ni participar en nada. No es que eso le sirva de nada, pero es la intención lo que cuenta.

Toede se despertó con la sensación de que le había pasado una apisonadora por encima. ¿Había estado en una fiesta la noche anterior? No, eso fue con los gnolls, hacía ya unas cuantas noches, y después sucedieron todo tipo de cosas desagradables. El último recuerdo claro que conservaba era el de ser empujado por una fuerza arrolladora que le lanzó contra las ventanas de la mansión y le brindó una estupenda, aunque breve, vista del Mar Sangriento desde una vertiginosa altura.

Miró a su alrededor y vio que volvía a estar en la orilla del mismo arroyo que las veces anteriores, bajo el mismo arce, a unos cuantos días de camino hacia el sur desde Flotsam. Los árboles estaban rozagantes de hojas nuevas que interceptaban el sol y teñían el agua de una miríada de tonos verdosos y ambarinos. Unas cuantas moscas zumbaban perezosamente y, un poco más a la izquierda, un tordo llamaba a su pareja con un canto gutural.

—Ya lo entiendo —dijo Toede—. Es una estrategia para hacerme pagar por mis pecados. Durante el resto de la eternidad, me enviarán aquí a sufrir y a morir una y otra vez.

Se estremeció pero los rincones más oscuros de su mente de hobgoblin no podían por menos que admirar la inteligencia diabólica que había tramado un castigo tan elegante y cruel. ¡Pudiera ser que llegara el día en que tuviera la oportunidad de aplicárselo a algún otro!

Escudriñó el horizonte y se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, convencido de que algo iba a saltar de entre los arbustos dispuesto a estrangularle, o de que aparecería un ejército de gnolls en la distancia. Algo iba a ocurrir; no sabía qué.

El tordo cantó un poco más y luego se alejó volando. Se levantó un viento frío que sacudió las ramas de los sauces y los arces. El rumor de las hojas agitadas por la brisa era muy similar al de las olas rompiendo en la playa. No ocurría nada.

Toede encogió las piernas y se las abrazó con fuerza, balanceándose levemente mientras se concentraba en sus pensamientos. Había vuelto y no le extrañaría que hubieran pasado seis meses desde su última estancia en el mundo. La pregunta, sin embargo, era: ¿qué iba a hacer esta vez con su vida recuperada?

«Vive noblemente» le habían vuelto a decir las voces —la del ser fantasmal ancho como un mar y su compañero alto como una montaña—, y no habían añadido nada más. «Muchas gracias. Creo que esta vez —reflexionó Toede— me concentraré en la primera palabra y dejaré que lo otro progrese a su propio ritmo».

La primera vez fue río abajo y al llegar al pantano, giró hacia la derecha, encontró un montón de kenders y problemas, y murió poco después.

La segunda vez fue río abajo y al llegar al pantano, giró hacia la izquierda, encontró un montón de gnolls, investigadores y problemas, y murió poco después.

Así que esta vez, quizá debería ir río arriba, hacia las montañas, buscar una cueva y esconderse allí durante unos cuantos años, hasta que estuviera seguro de que no quedaba nadie con deseos de capturarle, seducirle o tenderle emboscadas.

Claro que también podía quedarse donde estaba, lo que tenía la ventaja añadida de no tener que viajar y en la probable circunstancia de que muriera y fuera nuevamente devuelto a la vida, no habría perdido nada.

Echó una ojeada a su alrededor con la mirada de un montañero aficionado que busca un lugar adecuado para descansar durante la noche. Los sauces que crecían junto al arroyo eran lo bastante flexibles para construir una estructura tosca, como la de los kenders, y le sería fácil arrancar la corteza de los arces y colocarla a modo de travesaños. Luego lo cubriría todo con matas de arbustos y hierbas, por lo menos hasta que reuniera fuerzas para cazar y despellejar algunos hurones, ratones o cualquier otro animal de pelo. (Nunca había desollado ningún animal salvaje pero no podía ser tan distinto de arrancarle la piel a un humano). Tendría que buscar bayas y otros comestibles. Quizás incluso podría hacer una incursión al campamento de los kenders, si es que seguían allí…

Se oyó el chasquido de una rama al partirse y uno de los arbustos que tenía detrás, hacia la derecha, se agitó breve y animadamente. Toede lo vio por el rabillo del ojo y de inmediato se puso de pie en actitud de alerta. Con un gesto automático, fue a coger la daga que llevaba en el cinturón. Cuando sus dedos se cerraron en el aire, se hizo el firme propósito de morir con una espada bien sujeta en la vaina, de manera que la próxima vez resucitara con un arma a su disposición.

El arbusto seguía agitándose y Toede vio que alguien o algo intentaba abrirse camino a través de los brezos. Divisó un brazo empuñando un alfanje que brilló al sol cuando lo descargó con fuerza sobre el arbusto que le impedía el paso.

Toede dejó escapar un reniego y agachándose para esconderse en la medida de lo posible, retrocedió. No sabía bien por qué, pero estaba seguro de que debería renunciar a sus planes de quedarse por allí y confiar en que nadie le molestara. En el mismo momento en que se hundía entre la maleza, la figura salió a campo abierto.

Toede se quedó inmóvil entre las hierbas altas, agazapado bajo un arbusto. Desde su escondrijo, apenas veía nada, pero el rumor que oía a su izquierda le indicaba que el intruso merodeaba por el claro donde había estado sentado hacía un momento.

Vio pasar un par de botas de piel grisácea y polvorienta, altas hasta la pantorrilla. Enfundados en ellas, las acompañaban un par de pantalones que en su día debieron ser azules pero cuyo color se había desvaído hasta quedar en un tono gris plomizo. No veía nada más. El humano (o el elfo, concedió Toede) le daba la espalda.

Las botas pasaron de largo por delante de su escondrijo y se detuvieron, luego dieron la vuelta y volvieron a pasar de largo. Otra vez se pararon a unos tres pasos de él y regresaron por tercera vez, con la salvedad de que frenaron justo frente al refugio de Toede.

Toede surgió de entre los arbustos con la cabeza gacha, los brazos juntos, extendidos hacia adelante, y las manos cerradas en dos gruesos puños, lanzándose sobre su perseguidor como si se tirara al agua, pero hacia arriba. Esperaba alcanzarle en el estómago (o quizá, un poco más abajo) y dejarle lo bastante aturdido como para emprender la huida o arrebatarle el arma y cambiar las tornas.

Lo que no esperaba era que su enemigo dejara escapar al primer contacto una nube esponjosa de polvo gris. Ni que su torso se derrumbara hacia atrás por la fuerza del impacto, dejando atrás las piernas, que se mantuvieron erectas unos segundos más, antes de desmoronarse lentamente, torciéndose un poco en la caída.

Toede, vencedor, quedó atónito junto al derrotado, tosiendo y estornudando por el polvo que flotaba en el aire brillando bajo el sol de primavera. Librar aquella batalla había tenido la misma emoción y exactamente los mismos resultados que dar una patada a un pedo de lobo.

Su descalabrado enemigo yacía boca arriba junto al río, en dos partes separadas. Toede miró la cara de su contrincante (o lo que quedaba de ella) y entendió por qué había opuesto tan poca resistencia.

El rostro de su aspirante a asesino se reducía a una máscara gris de piel seca, muy estirada sobre los amarillentos restos de un cráneo. Tenía la boca entreabierta y los dientes eran como estacas mal clavadas, todos torcidos.

Un muerto viviente. Ahí estaba, en pleno campo, rodeado de gnolls, kenders y vaya-usted-a-saber qué más, y en los primeros cinco minutos de su nueva vida ya se había tenido que enfrentar con un muerto viviente bien armado y pertrechado. «¿Qué he hecho para merecer esto?», se preguntó amargamente.

«Y lo que es más importante —añadió para sus adentros— ¿a quién se lo he hecho?».

De inmediato surgió un sospechoso en su mente. El famoso necromante podía invocar a un muerto viviente, o a una docena, en el tiempo libre que le quedara entre la merienda y la cena, sin hacer el mínimo esfuerzo. De todas maneras, dicho necromante no podía saber exactamente dónde reaparecería, ni el mago de la muerte tenía ninguna razón especial para desearle la muerte.

Toede repasó mentalmente la lista de los que podrían querer verle reducido a arrastrar unos pies no muertos a través de pasillos en penumbra durante el resto de la eternidad y se angustió al comprobar lo larga que era esa lista.

O quizá fuera alguien que no tuviera nada que ver con todo aquello.

Podría haber sido un encuentro casual. ¿Quién le decía que aquel muerto viviente no se había aburrido de cumplir sus obligaciones diarias y se había ido a dar un paseo?

Toede sonrió pero su sonrisa estaba falta de alegría. Cogió la espada larga y la daga que todavía sujetaba el muerto viviente haciéndole saltar algunas falanges. La daga se la puso en el cinturón y la espada con la vaina se la echó al hombro, ya que si se la colgaba del cinturón, la punta dejaría una marca en la tierra blanda.

Hecho esto, se encaminó hacia el norte, arroyo arriba, preguntándose dónde podría encontrar algún rincón bien defendido que pudiera considerar su casa.

***

La ascensión fue relativamente fácil. Más arriba, el riachuelo se dividía en dos arroyos más pequeños, y luego, el arroyo de la derecha, en dos arroyuelos, y el arroyuelo de la derecha, en una serie de torrenteras que discurrían entre piedras.

Cuando el lecho del riachuelo se elevó por encima del valle, Toede miró hacia atrás y contempló su mundo. En dirección sur, se veía un paisaje moteado de verdes y azules claros de los brotes nuevos, entre los que se columbraban los colores de las flores silvestres. Más allá, estaba el maldito pantano, cubierto por una gruesa capa de niebla que desdibujaba sus contornos.

Toede reemprendió la escalada felicitándose por su astucia. Si alguien como el necromante lo perseguía, creería que había cogido el camino más fácil: río abajo.

La torrentera que Toede decidió seguir acababa en una fuente natural que manaba de una roca. La vegetación había ido perdiendo frondosidad con la altura y allí predominaba el suelo rocoso, en el que apenas crecía un puñado de árboles canijos y retorcidos. No era el mejor territorio para iniciar una nueva existencia, pero le proporcionaría cierta seguridad.

El destino, sin embargo, debía estar a su favor, porque en aquel momento divisó una cabaña semiderruida a mitad de camino entre la fuente y la cima de la colina. No era mucho más que un cuartucho de unos cinco metros con una parte excavada en la roca y un techo bajo que descendía hasta tocar el suelo en la inexistente pared del fondo.

Estaba abandonada. El reducido interior estaba lleno de basura: los restos podridos de un petate enmohecido, platos metálicos deslustrados y maderas infestadas de termitas. El aire estaba impregnado de olor a comida estropeada, descompuesta y evaporada. En un estante bajo, había un saco de harina abierto. Toede introdujo la daga y comprobó que se había solidificado en una especie de piedra calcárea.

Dedujo que debía de haber sido la casa de algún enano minero, a juzgar por el techo bajo y la cantidad de hierros oxidados que había por todas partes. Era probable que hubiera alguna excavación por las inmediaciones, o un pozo minero que acabaría en un derrumbamiento y unas botas de enano que sobresaldrían entre los escombros.

Sacó la basura al exterior (es decir, vació la choza), pero finalmente decidió que el petate todavía estaba en condiciones, después de ventilarlo, golpearlo contra una roca unas cuantas docenas de veces y alejarse de la nube de polvo que salió del interior, en cantidades suficientes para asfixiar a una momia.

Para cuando la barraca superó el límite mínimo de habitabilidad, el sol ya acariciaba el horizonte y el estómago de Toede rugía. Se sentó en el porche de su nueva casa (en realidad, un trozo de suelo polvoriento) y mordisqueó su cena (el último trozo de carne ahumada que tenía un aspecto semicomestible). Por la mañana tendría que salir a buscar bayas y quizá colocara algún cepo (aunque el dispositivo que se cerrara atrapando la presa quizá fuera su propia mandíbula) y darse una vuelta para conocer a los vecinos.

El sol acabó de retirarse dejando una franja de fuego rojo a lo largo del horizonte. En la lejanía se oyó el aullido de un lobo o de un perro salvaje. El ambiente se estaba enfriando y Toede pensó en encender fuego pero no sabía quién más podía vivir en la zona y de momento no tenía ninguna necesidad de anunciar su presencia.

Se levantó, suspiró y se apoyó en el dintel de la entrada desprovista de puerta, arrancándole un alarmante crujido. La franja rojiza se fue desvaneciendo y las estrellas empezaban a aparecer sobre su cabeza.

—Quizá —dijo hablando solo— sea ésta la respuesta. Ni Flotsam ni Balifor. Ni kenders, ni gnolls, ni investigadores. Quizá.

Se tendió sobre el petate, boca arriba y con las manos en la nuca, y consideró sus posibilidades. Podría ser eso lo que las fantasmales figuras le planteaban: la disyuntiva entre viajar y morir o permanecer en un lugar y erigir un pequeño señorío particular. No le disgustaba la perspectiva y quizá resultara ser una buena estrategia. Aunque a la semana acabara aburrido hasta no poder más, habría conseguido sobrevivir tres días más que la vez anterior.

Volvió a oírse el aullido del lobo y el último pensamiento que tuvo Toede fue que tendría que construir una puerta en condiciones. Asignó a dicho propósito un puesto en la mitad superior de la lista de quehaceres más o menos urgentes.

***

Toede se despertó al oír un profundo gruñido. Abrió los ojos y vio a un enorme mastín negro y lanudo husmeándole la cara. Construir la puerta estaba en el primer lugar de la lista de cosas urgentes. El animal era negro como el carbón y tenía los ojos de color verde pálido. Era enorme aun sin tener en cuenta la circunstancia de que Toede estaba echado en el suelo y veía sus babeantes mandíbulas desde abajo. El mastín lo olió y volvió a gruñir.

Sin dejar de mirarle a los ojos, Toede deslizó la mano por el petate hasta encontrar la empuñadura de la daga del muerto viviente.

En silencio y con un movimiento rápido, colocó el arma entre su persona y el perro. El animal no era la primera vez que veía un arma, porque se retiró unos pasos. Toede se levantó y lentamente extendió el otro brazo hasta sacar la espada de la vaina. Así armado, avanzó hacia el perro.

El animal retrocedió unos pasos más. Desde su posición, Toede no veía ninguna otra bestia y dedujo que era un perro perdido o solitario. Avanzó dos pasos más y el perro salió de la cabaña, a la luz de la luna.

Iluminado, la criatura pareció encogerse y ofrecer un aspecto menos amenazador. Realmente era un perro, un mastín enorme, negro como el carbón y sucio de barro. Arqueó el lomo, extendió las patas delanteras y movió la cola, mientras dejaba que la lengua le colgara por el lado izquierdo de la boca y dejaba escapar un gemido.

Toede sonrió acordándose de su primer encuentro con Charka y su convicción de que era un perro. Si este perro era un perro, podría serle útil para cazar. Y si no, siempre serviría para cocinar una buena cena si la necesidad apretaba.

Se colgó la daga del cinturón y sin soltar la espada traspasó el dintel y extendió el brazo para acariciar al animal al tiempo que movía la lengua produciendo chasquidos cariñosos.

—¡Ya te tengo, rata! —gritó una voz que le era remotamente conocida y sintió que la nuca le estallaba de dolor.

El suelo pareció elevarse muy rápido (ayudado por el hecho de que el perro se apartó de un salto) y sintió que la oscuridad lo engullía, pero no sin antes oír una voz más conocida, que decía:

—Oh, me parece que le has hecho daño.