Capítulo 2

En el que nuestro protagonista y su fiel sirviente tienen la oportunidad de reencontrarse y descubrir por qué no se han echado terriblemente en falta. Sin embargo, surge una oportunidad antes de que su encuentro acabe en asesinato.

Groag se despertó con la sensación de tener la cabeza llena de abejas; la cara y las manos le hormigueaban por la impresión. Debía de haber sido una insolación, pensó, haciendo un esfuerzo por recuperar totalmente la conciencia. El exceso de trabajo, las muchas penalidades y el dolor, sí, ésa era la única explicación racional.

El mundo real volvió a aparecer ante su vista y descubrió que le habían llevado de vuelta a su cabaña y habían pasado sus cadenas por el perno de hierro clavado en una gran roca situada en el centro de la cabaña. Podía moverse por la habitación con relativa facilidad pero le era imposible salir, como siempre.

Era muy temprano, como pudo comprobar por la inclinación de la luz que entraba entre los barrotes de la puerta y que iluminaba al otro ocupante de su tugurio, igualmente cargado de cadenas y grilletes, y bien atado a la enorme piedra. Toede puso mala cara y dijo:

—Bien, te lo agradezco en el alma.

A Groag se le volvieron a nublar los ojos y la oscuridad lo reclamó. Al momento siguiente, se caía de espaldas.

Toede suspiró y fue a buscar el cubo de agua y el cacillo que había junto a la puerta. Se acercó torpemente a su postrado compañero y llenó el cacillo de agua helada del pantano. Se quedó parado un momento como si sopesara las consecuencias de lo que se proponía hacer. Finalmente, bebió del cacillo, lo dejó a un lado y vació el cubo sobre su compañero.

Groag despertó sobresaltado, escupiendo y maldiciendo a un tiempo.

—Ya es hora de despertarse —dijo Toede con voz melosa—. Intenta mantenerte consciente un rato.

—¡Estáis vivo! —barbotó Groag.

—Tan observador como siempre —repuso Toede—. Ya veo por qué los furtivos te retienen para que les vigiles el bosque. Llevas una hora desmayado ¿sabías? E inconsciente no eres muy divertido ni de mucha ayuda.

—Pero si estáis muerto —dijo Groag—. Se supone que estáis muerto.

—¡Muerto! —exclamó Toede con cara de perro—. ¿Te parece que estoy muerto?

—Bueno, ahora no —contestó Groag al parecer dolido y avergonzado—. Pero lo estabais y lo estáis. ¿Sois uno de esos muertos vivientes que tiene el necromante?

—Mi querido Groag —dijo Toede en su mejor tono de está-a-punto-de-caer-el-hacha—, ya tenemos bastantes problemas tal como están las cosas. No es el mejor momento para que delires a mi costa.

—No deliro. —Groag sacudió la cabezota—. Bueno, sí que me parece que deliro, pero porque estáis aquí y yo ¡os vi morir!

—¿Parezco muerto? —repitió Toede un poco confuso por la vehemencia con que hablaba Groag.

—Bueno, ahora no —dijo Groag—, pero… —y no acabó la frase.

Se hizo el silencio entre los dos hobgoblins. Al cabo del poco, Toede suspiró y dijo:

—Supongamos por un momento que tus fantasías con ciertas. ¿Cómo he muerto?

—Estaban esos kenders… —empezó a decir Groag.

—Recuerdo a los kenders —le interrumpió Toede.

—Y estaba ese dragón… —continuó Groag.

—Recuerdo al dragón —añadió Toede.

—El dragón os echó el aliento y ¡derritió la grasa de vuestros huesos! —acabó Groag.

—Ya —replicó Toede poniéndose en pie. Se puso a pasear por la cabaña haciendo rechinar los grilletes. Al llegar cerca de la entrada, se volvió y señaló a Groag como si fuera el fiscal de un tribunal—. Ahí es donde nuestros recuerdos se apartan. ¿Qué dices que viste?

—La grasa de vuestros huesos derretida —repitió Groag en voz más baja.

—La grasa —dijo Toede.

—Sí —asintió Groag.

—De mis huesos —continuó Toede.

—Ajá —dijo Groag—. Sí.

—¿Derretida? —acabó Toede.

Groag se encogió de hombros. De la manera que lo ponía Toede parecía bastante absurdo.

—¿Estás seguro de que era la grasa de mis huesos lo que se derretía? —preguntó Toede con brusquedad.

—Bueno, llevaba vuestra armadura —dijo Groag poniéndose a la defensiva—. A la grasa, me refiero.

—¿Y de eso has deducido que estaba muerto? —preguntó Toede desdeñoso.

—Sí —repuso Groag frunciendo el ceño y los labios—. Me parece una deducción bastante normal y lógica.

Toede se lo quedó mirando fijamente mientras guardaba un silencio sepulcral.

—¿Os he dicho que vuestra armadura quedó allí? —añadió Groag.

Toede despreció el argumento con un gesto de la mano.

—Esto es lo que debe de haber ocurrido. Alguno de mis guardas me debe haber apartado del peligro. Eran hobgoblins leales y valientes. Por lo menos, uno de ellos lo era.

—Para entonces, ya habían huido todos —dijo quedamente Groag.

—Y ese valiente guarda solitario se expuso al ataque del dragón y dio la vida por mí —continuó el supremo.

—Sólo quedabais vos —dijo Groag.

—¿Así que huiste de allí sin comprobar quién era el que se había quedado con los huesos sin grasa? Hasta ahora que te he encontrado —acabó Toede haciendo un floreo con los grilletes al tiempo que sonreía. No esperaba que lo aplaudieran pero le habría gustado.

—Entonces, señor, ¿dónde habéis estado durante los últimos seis meses? —preguntó Groag asustado.

La sonrisa de Toede se torció y al momento siguiente desaparecía.

—¿Seis… meses?

—Han pasado seis meses desde la cacería en la que os… en la que alguien o algo que yo y todos los demás pensamos que erais vos murió —dijo Groag con los ojos muy abiertos—. Era un atardecer de otoño y ahora es un amanecer de primavera.

Toede se sentó con gran estrépito de cadenas.

—Se resuelve un misterio —murmuró— y surge otro que viene a ocupar su puesto. ¿Amnesia? ¿Algún tipo de efecto mágico? No creo que encontremos aquí las respuestas. Seis meses. ¿Y qué has estado haciendo estos seis meses?

Hizo hincapié en el tú para dejar claro que cualquier cosa que hubiera hecho Groag sería con toda probabilidad ridícula.

Groag puso cara de pena al recordar el presente.

—Bueno, después de que vos ¡ejem! de que quien fuera murió, salí corriendo con los demás y llevamos la noticia de ¡ejem! vuestra muerte a Flotsam.

—Lástima que no estoy muerto —rezongó Toede, pero empezaba a fallarle la voz. Enseguida añadió—: Supongo que debió provocar grandes muestras de dolor.

—La fies… eh, las ceremonias fúnebres duraron varios días —dijo Groag. Toede asintió con la cabeza mientras su compañero respiraba hondo antes de continuar—. Los kenders empezaron a hacer circular el relato de cómo os engañaron para que os metierais en la boca del dragón. No eran del todo mentira. —Al oír eso, Toede le dedicó una mirada salvaje y Groag se apresuró a añadir—: Para lo que puede esperarse de un kender, claro, con sus insinuaciones, indirectas, rumores y medias verdades. —Toede le hizo ademán de que siguiera—. Al final, me harté de oírles y en una de esas ataqué al kender que difundía las mentiras, Talorin, el amigo de Kronin. Lo perseguí por el bosque y… para mi desgracia, me perdí. No encontraba el camino de vuelta y estuve a punto de morir de hambre antes de que Talorin y otro kender, Taywin, la hija de Kronin, me rescataran… ¡eh!, me capturaran.

—Groag —dijo Toede sacudiendo la cabeza—, siempre has sido el más inútil de mis servidores. Eres capaz de perderte en un retrete.

Groag no le hizo caso y continuó:

—Les rogué que me dejaran libre pero me encerraron aquí, en su campamento, y desde entonces he sido el prisionero más infernal que hayan tenido nunca. —Groag levantó sus cadenas y las sacudió para dar énfasis a sus palabras.

Toede se imaginó a Groag suplicando piedad, probando todos los trucos, prometiendo su fidelidad eterna, apelando a la compasión para salvar el pellejo. Sí, Groag no tenía inconveniente en arrastrarse: ya lo había hecho antes.

—¿Te han… torturado? —preguntó dudoso el señor supremo, pensando en sus distracciones favoritas al tiempo que se preguntaba si los kenders le igualarían.

—Peor —suspiró Groag—. Si sólo me hubieran torturado, habría sabido responder con el estoicismo propio de un hobgoblin.

Por lo menos durante los primeros cinco segundos, pensó Toede, pero no dijo nada.

—No, fueron mucho más crueles —continuó Groag—. Han intentado… intentado… —Su rostro se contrajo por la repugnancia que sentía—. ¡Rehabilitarme!

—¡No! —Toede hizo un esfuerzo por parecer sorprendido.

—¡Sí! —Las lágrimas empezaron a acumularse en las comisuras de sus ojos—. Me repitieron una y otra vez que no era culpa mía haber nacido con un cuerpo deforme y las maneras de un lobo sediento de sangre y otras cosas por el estilo. Y que debía aspirar a ser mejor.

—«Más parecido a ellos», supongo que quería decir —barbotó Toede.

—Y nunca me gritan —continuó Groag— pero me explican las cosas en voz muy alta cuando me equivoco. Y me dicen lo decepcionados que están cuando hago algo malo.

—¿Como arrancarle la cabeza a alguno de sus pequeños? —sugirió Toede sonriendo ante la idea.

—Bueno, más bien como olvidarme de dar la vuelta al ganso y dejar que se queme —dijo Groag con voz queda—. Me siento fatal cuando les decepciono. Lo siento.

Toede se limitó a sacudir la cabeza.

—Y de vez en cuando viene la hija de Kronin y vamos a… —Su voz bajó a niveles inaudibles.

—¿Sí? —le instó Toede.

—Vamos a…

—¿Sí?

—¡A coger bayas! —sollozó Groag cogiéndose la deforme cabeza entre las manos—. Y… y… ¡me lee poesía!

Toede formó las palabras «coger bayas» con los labios sin llegar a pronunciarlas y se acercó sin hacer ruido a su lloroso compañero. Le apoyó un pie en el hombro y empujó con firmeza haciéndole caer de espaldas.

—¡Bayas! ¡Poesía! ¡Gansos que se queman! —gritó—. ¡Eres la vergüenza de los humanoides del mal! ¡Piensa un poco! Cualquier otro miembro de la tribu se habría cortado las venas ante tamaña deshonra, o habría intentado escapar aunque fuera abriendo un túnel con los dientes. ¡Te has vuelto todavía más blando que cuando estabas en la corte! Bueno, yo no pienso seguir tu ejemplo. Pienso salir de aquí de la manera que sea.

Refunfuñando, Toede se fue hacia el otro lado de la cabaña, que, ya desde ese primer día de encarcelamiento, consideraba «su» lado. «Atrapado en un cabaña minúscula con un idiota que tiene la sangre de horchata y cree que estoy muerto», pensó airado. «Que estaba muerto. Y si estaba muerto, ¿cómo es que ahora estoy vivo?».

El frío agujero negro de su memoria no se disolvía. El calor del aliento del dragón le llenó la piel de ampollas; eso lo recordaba, y también, brevemente, las sombras de las fantasmagóricas figuras sobrenaturales que le prometían grandes cosas.

Toede se estremeció. Miró con furia a Groag, se encaramó a su asiento y concentró toda su ira en el otro hobgoblin. Cuando fue evidente que Groag no iba a arder ni a desaparecer de ninguna otra manera, Toede retomó la conversación diciendo:

—¿Y…?

—¿Y qué? —le instó Groag tímidamente.

—¿Y encargaron que me hicieran un monumento después… después de que pareciera que me había muerto? En Flotsam, me refiero. —Alguna parte del cerebro de Toede empezaba a jugar con la idea de la muerte aunque todavía se sentía incómodo.

—Eh, no exactamente —contestó Groag.

—¿Una estatua, entonces? ¿Algo más modesto y digno?

—No, no fue una estatua… —repuso Groag.

—¿Una placa conmemorativa de mi largo y justo mandato?

—Me temo que no. —Groag se encogió de hombros.

—¿Alguna cosa que recordara mi… desaparición? —Toede notó que le volvía toda la rabia.

—Sí, una proclama… —empezó a decir Groag.

—Bueno, algo es algo —dijo calmándose un poco—. ¿Instituyendo un día de fiesta en mi honor?

—No exactamente —contestó Groag con un suspiro. Y antes de seguir, se concentró en un punto detrás del hombro izquierdo de Toede—. La proclama decía que todos los hobgoblins tenían prohibida la entrada en Flotsam ahora que estabais muerto —dijo de carrerilla.

Cerró los ojos esperando un nuevo estallido de cólera. Al cabo de un momento, los abrió y vio que Toede seguía allí sentado, tranquilo y al parecer absorto en sus pensamientos.

—¿Gobernador Toede? —le llamó en voz baja.

—¿Quién? —preguntó Toede sin la más mínima inflexión de voz.

—¿Quién qué? —le instó Groag temeroso.

—¿Quién hizo esa proclama? —contestó Toede desdeñoso—. ¿Quién va a morir por su temeridad y estupidez?

Groag se echó hacia atrás, justo lo necesario para no estar al alcance de la mano de Toede.

—Debió de ser Lengua Dorada, vuestro consejero draconiano. Creo que ahora se ha hecho devoto de no sé qué culto pero en aquel momento…

Toede apenas oyó nada más después del nombre de su adversario. Se había puesto en pie y vociferaba.

—¡Lengua Dorada! —gritó—. ¿Ese draconiano con un baño de oro barato ocupa mi puesto? ¿Mi trono? ¡Ese lagarto no tiene inteligencia política ni para atarse los zapatos sin antes consultar a los Señores de los Dragones! ¡No lo dudes: vamos a salir de aquí y vamos a poner en su sitio a esa baratija de escamas!

—Por favor, gobernador Toede —dijo Groag—, nos van a oír.

—Como que me llamo lord Toede, gran señor de Flotsam —gritó Toede haciendo caso omiso del ruego de Groag—. ¡Cuando coja a ese Lengua Dorada, voy a coger una pica bien larga con ganchos de espinas, se la voy a meter por la boca y luego se la voy a sacar para que se pueda ver los intestinos antes de que le arranque los ojos y los utilice para jugar a los bolos! Y luego, mientras se retuerce en su propia sangre, llamaré a la guardia de palacio para que practiquen con la lanza, y luego llamaré a un grupo de hobgoblins bailarines, y luego… y luego…

Sólo entonces se dio cuenta de que ya no estaban solos. Mientras vociferaba, alguien había abierto los cerrojos de la puerta de la cabaña y ahora, enmarcada por el sol de la mañana, le observaba una joven kender.

Era frágil y bonita a la manera infantil que caracteriza a los kenders, como si fueran niños que, tras escapar de sus casas, se hubieran mantenido jóvenes a base de cazar y pescar y vivir en campo abierto. Era casi tan alta como Toede y no debía de pesar ni la mitad; iba vestida con un elegante par de pantalones de piel y una amplia camisa de algodón desabrochada hasta el tercer botón. Llevaba las botas, hechas a medida, llenas de barro. Su cálida sonrisa le marcaba dos hoyuelos en las mejillas y el fino rostro quedaba enmarcado en un halo de pelo rojizo. A su lado tenía una gran cesta de mimbre.

Toede la odió nada más verla.

—Señor Groag, ya veo que se encuentra mejor —dijo con una voz semejante al gorjeo de un pájaro, que a Toede le sonó como el chirrido de las uñas de un gato desesperado por no caerse de un tejado de pizarra—. Y vuestro amigo tiene una buena voz, aunque parece un poco gruñón. ¿Querrá venir a coger bayas con nosotros?

Al oír la pregunta, el rostro de Toede se puso del color de los tomates maduros.

—¡Su… amigo preferiría que lo desnudaran y lo echaran a los tigres salvajes a pasar un solo segundo más como esclavo de los kenders! Si tuviera las manos libres, te estiraría ese cuellecito de cazadora furtiva y lo dejaría tan largo que serviría para tender la ropa. ¿Cómo os atrevéis a retenerme?

Toede esperaba que la kender retrocediera como cualquier cortesano indeciso acobardado ante la ira de un superior pero la kender se mantuvo firme por mucho que Toede se acercara hasta donde le permitieron las cadenas y separara los brazos todo lo que pudo. La kender no pareció en absoluto intimidada; muy al contrario, le miraba con una leve sonrisa.

—Esa actitud no os servirá de nada —le reprendió alegremente la kender—. Vuestro compañero ha aprendido mucho desde que está con nosotros, ¿verdad, señor Groag?

Toede oyó un murmullo de asentimiento. Escupió y soltó una maldición.

—Yo no soy como el señor Groag. Soy un gran señor, tengo un gran poder y estoy destinado a grandezas aún mayores. ¿Tienes alguna idea, la más remota idea, de con quién… con quién…?

Toede vaciló. Estaba lo bastante cerca para examinar sus joyas con detalle y una parte de su mente ya había empezado a calcular su valor neto y sus posibles usos. Una en particular captó su atención y acto seguido empezó a enviar mensajes con la etiqueta de «urgente» a la parte ocupada en lanzar improperios. Finalmente, la sección denuestos leyó el mensaje y miró el dije que colgaba del cuello de la kender sujeto a una fina cadena de plata.

—Discúlpame un momento —dijo Toede con repentina calma y se volvió hacia su compañero, al que susurró—: Señor Groag, ¿no será por casualidad la hija de Kronin con quien estoy hablando? ¿La que te capturó?

Groag asintió con la cabeza y Toede continuó murmurando:

—¿Y es una llave lo que lleva aquí? —preguntó señalándose el esternón con cuidado de no hace ningún ruido con las cadenas.

Groag volvió a asentir.

—¿No será la llave que abre estos grilletes? —musitó entre dientes mientras se señalaba con todo disimulo las muñecas.

Groag hizo un nuevo gesto de asentimiento.

—Ajá —dijo Toede, y Groag vio a su antiguo amo sonreír tan ampliamente que pareció que la cara se le partía en dos. En el pasado, aquella sonrisa siempre había sido un mal augurio, así que por instinto empezó a alejarse de él.

Toede se volvió hacia la muchacha kender suavizando un tanto su sonrisa, de manera que su rostro expresaba un plácido regocijo.

—Debo pediros disculpas, mi querida kender. Últimamente he estado sometido a muchas presiones y a veces pierdo los estribos. Digo cosas que no pienso y, bueno, hiero los sentimientos de los demás. Lo siento. Lo siento de veras. Quizá lo único que necesito es un cambio de aires.

La sonrisa de la kender iluminó la cabaña. Toede sintió náuseas en el estómago con sólo verla. Apretó los dientes, reprimió las convulsiones de su garganta, y continuó:

—No os podéis imaginar lo mucho que disfruto cogiendo bayas. Soy un recolector experimentado aquí donde me veis. Y, si no es mucho pedir, ¿podríamos aderezarlo con un poco de poesía?

—Si queréis. —La kender sonreía verdaderamente complacida—. Aunque me parece que, siendo el primer día que salís, no deberíamos abusar.

—Claro, por supuesto —dijo Toede.

Groag sacudió la cabeza, preguntándose por enésima vez si Toede no estaría muerto y aquél era un extraño y desconcertante espíritu que se había instalado en su cuerpo.

La joven kender soltó la llave de la cadena de plata y se dispuso a soltar los grillos del cerrojo central. Cuando les dio la espalda, Groag observó cómo el rostro de Toede se ensombrecía y bajo el ceño fruncido danzaban dos relámpagos de ira. El único Toede presente era el que siempre había habitado ese cuerpo.