Capítulo 19

En el que la combinación del cerebro hobgoblin y la máquina engendro del Abismo demuestran ser más efectivas de lo que nadie habría sospechado y nuestro protagonista tiene la oportunidad de intervenir en la clasificación de futuros vivos y muertos, antes de unirse a uno de los grupos mencionados.

Bunniswot se pasó un trapo sucio por la frente y se apoyó en la pala. Después de la discusión, de la estúpida discusión que por desgracia demostró a los gnolls que Trujamán y todo el resto de investigadores no eran poderosos hechiceros, los gnolls habían desaparecido en el pantano, con toda seguridad para decidir cuál sería su próximo movimiento. La idea de que volverían dispuestos a derramar sangre había inspirado el pánico general. Una cosa era oír rumores de que iban a sufrir un ataque de humanoides y otra haberlos visto de cerca y saber que eran diabólicos asesinos deseosos de comer carne humana.

Trujamán se había ido al pantano a «convencerles de que fueran razonables» y se había llevado a un par de «muchachos» con él. El resto se había dispersado en grupos de dos o tres personas. Unos se habían internado en el pantano, otros habían decidido probar suerte con el necromante y se fueron hacia el oeste, y aun otros quisieron intentar alcanzar el camino principal antes de que los gnolls lo cerraran. Los caballos se habían esfumado al poco de producirse la discusión.

Bunniswot intentó organizar la defensa pero no tuvo ningún éxito. El único que le escuchó fue el otro hobgoblin, el cocinero, al que había pedido que fuera a buscar a su amigo, al visionario llamado Sotobosque.

El cocinero, sin embargo, no había regresado y era muy posible que también él le hubiera abandonado.

Decidió que lo más prudente era desenterrar los viejos manuscritos, conservar los calcos originales, quemar las notas en la hoguera e intentar volver a la civilización con los documentos originales. Aunque ahora no pudiera publicarse la traducción, quizá se presentara la oportunidad en el futuro. Con ese plan en mente, llevaba reexcavada casi la mitad de la zanja, que de momento medía unos tres metros de ancho y tenía un metro de profundidad, y había encendido una modesta fogata que ardía alegremente. Bunniswot echó otro leño al fuego.

Sudaba como no recordaba haberlo hecho en toda su vida y se preguntó si sería por el calor o por el miedo. El sol de finales de otoño era implacable. Se volvió a pasar el trapo e hizo una mueca al tocarse el lado de la cara tumefacto e hinchado de resultas del puñetazo de Charka. La nariz había dejado de sangrarle pero la inflamación del rostro le latía al mismo ritmo del corazón.

En ese momento los vio; salían del bosque en dirección al campamento, ahora desierto. Parecía haber el doble de gnolls que en la visita anterior y Bunniswot dedujo que habrían ido a buscar refuerzos por si finalmente los humanos resultaban ser poderosos hechiceros.

Los atacantes se abalanzaron sobre las tiendas vacías, desgarraron las lonas con las garras y lanzaron oscuras imprecaciones.

Entonces se fijaron en Bunniswot, al que de pronto no le pareció tan buena idea haberse quedado atrás.

Dio un paso atrás y luego otro más, y habría dado un tercero de no haber sido por el hecho de que el primero ya le había llevado al borde de la zanja y el segundo le hizo caer de espaldas sobre la tierra removida provocando que una lluvia de papeles cubiertos de tierra saliera por los aires.

Bunniswot levantó la vista y vio las siluetas de los gnolls a contraluz. El más grande llevaba el casco en forma de cráneo de Charka pero no era Charka. Sintió un breve consuelo que enseguida se disipó al ver que la punta de sílex de la lanza que llevaba el sustituto apuntaba directamente hacia su pecho.

Bunniswot pronunció a gritos lo que creía que serían sus últimas palabras, bien meditadas de antemano, pero el gnoll de la lanza no le prestaba atención.

De repente, se oyó un sonido de algo que avanzaba derribando sauces a gran velocidad, no muy lejos de allí, y un objeto con una sombra increíblemente grande pasó directamente por encima de la zanja en la que yacía el investigador.

El amenazante gnoll apenas tuvo tiempo de alzar la vista y contraer el rostro en lo que pareció una expresión de alarma antes de que pasara la sombra y la lanza del gnoll cayera de rebote en la zanja con la punta de sílex partida y la madera astillada.

—¡Seiscientos cincuenta y dos! —se oyó gritar a una voz profunda y atronadora que se imponía sobre el estruendo de los árboles caídos y los aullidos de los gnolls. Mezclada con la anterior, se percibía otra voz más aguda entre los silencios de la terrible cuenta. ¡Bum!—. ¡Seiscientos cincuenta y tres! —¡Bum!—. ¡Seiscientos cincuenta y cuatro! —¡Bum!—. Seiscientos cincuenta y… ¡espera! ¡Sólo lo hemos herido! —¡Bum!—. ¡Ahora, sí! ¡Seiscientos cincuenta y cinco!

Con mil precauciones, Bunniswot asomó los ojos por encima del borde de la zanja para observar la devastación en curso. El agente de la destrucción, en aquel momento segando vidas de gnolls a troche y moche, parecía una máquina de guerra de las que utilizan los ejércitos sitiadores para echar abajo las defensas del castillo local, aunque en aquélla en particular se echaban en falta las unidades del ejército que solían arrastrarlas y parecía moverse sola.

Bueno, no completamente sola. Encaramado al lomo, iba Sotobosque. Era suya la voz aguda que Bunniswot había escuchado acompañando los desvaríos de la otra, mucho más profunda. Sotobosque gritaba y hacía señas, y la gran máquina de asalto daba vueltas y aplastaba gnolls enemigos, abatía tiendas de campaña, derribaba árboles y lo destrozaba todo a su paso. Cada vez que alcanzaba a un gnoll se elevaba un grito al cielo, como si los dioses verdaderos llevaran las cuentas de la batalla.

El artefacto era efectivo pero no seleccionaba sus objetivos. Embistió un pilar y el relieve de antigüedad incalculable desapareció en una nube de polvo de piedra. Algunos se habían agazapado detrás de los pilares para protegerse mientras que sus congéneres más inteligentes habían salido disparados hacia el pantano en cuanto vieron aparecer a la criatura de color rojo fuego. La máquina de guerra avanzaba sobre los gnolls y las columnas como si fueran una sola cosa, aunque con mayor regocijo si cabía.

—¡Seiscientos sesenta! —bramó al atrapar bajo sus rodillos a un gnoll escondido detrás de un pilar y pulverizarlos a ambos.

Bunniswot estaba encantado de que Sotobosque no sólo hubiera conseguido salir del templo sino que, además, hubiera reclutado refuerzos, pero eso no quitaba que la destrucción de las columnas fuera un precio muy alto, más cuando al parecer ya habían huido todos los gnolls. El investigador pelirrojo se levantó como pudo y agitó los dos brazos al tiempo que gritaba diciendo a Sotobosque que dirigiera al monstruo hacia otra parte.

Cuando Sotobosque lo vio, se le iluminó la cara, si es que la combinación de sorpresa y miedo puede ser considerada una «iluminación» en términos humanoides. El hobgoblin no dijo nada pero gesticuló con los dedos extendidos y las palmas hacia abajo, subiendo y bajando las manos frenéticamente.

Hay veces en las que, bajo la presión de las circunstancias, un individuo es incapaz de entender una frase sencilla o una palabra escrita, o se queda confuso ante cuestiones tan simples como saber de qué lado se abre una puerta. Bunniswot se encontraba en una de esas situaciones. Observaba atontado las señas que le hacía el hobgoblin y no conseguía interpretar el sentido de esos movimientos… ¡ah! Debía de estarle diciendo que se agachara.

Para entonces, el artefacto ya se había dado la vuelta y miraba de frente al investigador medio enterrado. Bunniswot se dio cuenta entonces de que el terrible rostro de la parte del artefacto era el terrible rostro del templo.

Así pues, no era una máquina de guerra. La criatura hizo girar sus gigantescos rodillos y destrozó otros dos pilares en su avance hacia el aterrado investigador.

Bunniswot se desmayó y el desvanecimiento le salvó la vida, porque cayó hacia atrás. Si hubiera intentado caer de lado o hubiera perdido un segundo pensando qué hacer, habría sido demasiado tarde y el engendro del Abismo le habría despanzurrado.

Se despertó sobresaltado en cuanto la pesada sombra pasó de nuevo sobre su cabeza. Una voz profunda vibró a través del suelo.

—¡Se me ha escapado! Espera que vuelvo.

Bunniswot sintió deseos de levantarse y salir corriendo pero se reprimió y, en cambio, se apretó contra el suelo, todo lo recto que pudo, intentando enterrarse entre la tierra dos veces removida de la zanja.

La sombra pasó una segunda vez, muy rápido, y una tercera, esa última por el lado. En cada ocasión, el investigador creyó que las paredes de la zanja se derrumbarían sobre él pero en todas ellas aguantaron y la sombra pasó y se fue.

Por último, la gran máquina rodó sobre la zanja y se detuvo, dejando a Bunniswot protegido del sol por su sombra. El investigador se obligó a permanecer inmóvil.

—¿Y ahora qué? —preguntó la voz de Sotobosque.

—Puedo aplastar la tierra hasta alcanzarle —dijo el artefacto con una voz tan grave que a Bunniswot le dio dentera.

—¿Cuánto tardarías? —preguntó Sotobosque.

—Mmm. —La bestia hizo un ruido que sonó similar al de las máquinas de los gnomos—. Si es tierra blanda, cosa de una semana. Si llueve, menos, pequeño amig… ¡eh! Toede.

«¿Toede?», se extrañó Bunniswot. «¿Como el gobernador Toede?».

—Suena aburrido —dijo Sotobosque/Toede, pero su voz sonaba más pensativa y preocupada que aburrida.

Bunniswot se preguntó cuál de los dos intentaba aplastarlo.

—¿Tienes alguna idea mejor? —gruñó el artefacto.

—Ajá —repuso el hobgoblin—. Hay un lugar donde podrías completar tu cuota en un solo día.

—¡Vamos, pues!

—Lo único que ocurre —añadió el hobgoblin— es que hay un individuo en especial que me gustaría que fuera el número mil. Es una rana particularmente grande y desagradable.

—No sé si contará —se oyó retumbar de nuevo—. Las ranas no hablan y eso es un requisito indispensable para que cuenten.

—Oh, ésta habla, planea estrategias y traiciona —dijo el hobgoblin—. Prométeme que la incluirás en la lista y te conduciré hasta Flotsam.

El artefacto refunfuñó un poco, diciendo algo acerca de un «pájaro en mano» aquí mismo y «ciento volando» en otro sitio. El hobgoblin se lanzó a darle explicaciones y palmaditas en el lomo mientras lo camelaba. De pronto, Bunniswot supo sin ninguna duda que era Toede, el legendario, virulento, peligroso y dos veces muerto Toede.

El artefacto se alejó rodando de la zanja y se volvió a oír el estrépito de los sauces y las columnas aplastadas.

Bunniswot se levantó poco a poco hasta quedar sentado, preparado para volver a tenderse a la mínima señal de que la máquina retrocedía, pero no, la bestia se abría camino hacia el norte asolando una amplia franja a su paso. Sobre el lomo iba montado Toede, que se dio la vuelta y se despidió agitando los brazos un momento antes de desaparecer entre la vegetación.

A Bunniswot le flaqueaban las rodillas. Tuvo que hacer varios intentos antes de conseguir organizar sus miembros para sentarse en el borde de la zanja. Le rodeaban las ruinas del campamento. Todo lo que los investigadores habían dejado atrás estaba aplastado, junto con una docena de cadáveres de gnoll bidimensionales e incrustados en el suelo. El artefacto había llevado a cabo una destrucción minuciosa, tanto que no parecía haber sobrevivido ni una sola columna.

«Podría haber muerto», se dijo.

«Pero te has salvado», se repuso a sí mismo.

«Te ha salvado el gobernador Toede», añadió.

Bunniswot volvió a mirar la desolación que le rodeaba. Finalmente, se levantó y se acercó al fuego. Le asestó varias patadas hasta que las ramas más grandes quedaron dispersas y pisoteó las ascuas hasta que se redujeron a cenizas.

Luego volvió a la zanja, cogió la pala, se metió el trapo en el bolsillo y se puso a desenterrar las últimas palabras de los ogros, la gran obra de su vida destinada al desprecio, la que podía haber sido su obra póstuma.

***

No hubo muchas oportunidades de charlar durante el trayecto del campamento a Flotsam, no sólo porque no tenían muchos temas de interés en común, sino sobre todo por el hecho de que quien fuera que diseñara al juggernaut no había pensado que nadie quisiera montarlo. En consecuencia, carecía de todas las comodidades.

Toede descubrió que podía arreglárselas utilizando una técnica a la que llamó «sujetarse como si te fuera la vida» y que daba resultados bastante buenos. Iba dando indicaciones a gritos siempre que podía, intentando hacerse oír por encima del ruido que provocaba el paso de Jugger por el terreno. Una o dos veces Jugger tuvo que aminorar la marcha hasta velocidades razonables a fin de enterarse de la dirección que debía tomar pero en cuanto Toede decía algo o hacía algún gesto, el artefacto infernal volvía a salir disparado.

Empezaba a anochecer cuando llegaron a Flotsam. El total de Jugger ya iba por los seiscientos noventa y pico, aumentado por un puñado de campesinos, un par de elfos, uno o dos humanos extraviados que bien podrían haber formado parte del equipo de Trujamán, unos cuantos gnolls y dos criaturas que Toede creía que contaban pero que según Jugger eran muertos vivientes y por tanto «engañifas».

Al sobrepasar la cima de la última colina, Toede vio que los últimos rayos del sol iluminaban los campos dorados con una coloración carmesí. Un poco más allá, la ciudad abrazaba la costa, como si buscara consuelo en la bahía color sangre.

—Muros —refunfuñó Jugger con un gruñido.

El rodillo delantero de la criatura se alzó en el aire cuando el trasero topó el camino y, acto seguido, el juggernaut se lanzó hacia adelante. Era un torbellino borroso de color rojo del que salían las maldiciones de un hobgoblin.

Dos carros de heno y un viajero que empujaba una carreta atravesaron la puerta suroeste, lanzando astillas de los pesados portones de roble y de los dos guardas en todas direcciones. Ya era tarde y los comerciantes callejeros que se habían quedado hasta última hora para hacer una venta más o los ciudadanos que esperaban a cazar las ofertas que pudieran presentarse antes de cerrar, apenas tuvieron tiempo de levantar la vista sorprendidos un momento antes de que la máquina de guerra en movimiento pasara sobre ellos dejando un rastro de cuerpos aplastados, rejas rotas y piedras partidas. La cuenta de cadáveres de Jugger subió hasta las primeras decenas de los setecientos.

—¡Puerta! —aulló Toede—. ¡Puerta hacia el este!

Toede se refería a la puerta de «La Roca» que daba entrada a la península, pero el juggernaut giró bruscamente hacia la derecha (atravesando varias casas habitadas) y se dirigió hacia la puerta sudeste. Dado que Jugger era nuevo en la ciudad, el error era comprensible.

En consecuencia, Toede y su infernal artefacto avanzaron siguiendo el perímetro interior de los muros que Lengua Dorada había mandado reconstruir hacía casi un año, arrasando a su paso los contrafuertes y apoyos, para volver a introducirse en el corazón de la ciudad al tiempo que la muralla se derrumbaba a sus espaldas. Toede se preguntó si la criatura cosecharía todo el fruto de las muertes indirectas provocadas por el hundimiento de muros y construcciones, o sólo contarían en parte. Dada la política del Abismo, seguramente era todo o nada.

Los dos guardas de la puerta sudeste tuvieron tiempo de oír aproximarse el desastre. Uno de ellos abandonó el puesto pero el otro, el de la cicatriz facial en forma de cometa, se quedó pasmado y se convirtió en el setecientos sesenta y tres cuando el juggernaut atravesó la puerta y se encontró fuera de la ciudad.

Toede golpeó en la dura superficie del cuerpo de Jugger y aulló:

—No, vas en dirección contraria.

—Has dicho la puerta del este —retumbó.

—Norte y este —bramó Toede poniéndose rojo—. La puerta de la parte alta, ¡la que da a la península!

—De acuerdo, espera un poco —tronó Jugger—. Voy para allá y de paso, recojo los restos…

El guarda que había huido corría siguiendo el tramo del sur y al poco fue una misma cosa con la muralla que le habían ordenado proteger. La muralla se pandeó hacia el interior y luego se deshizo en una cascada de mortero y piedras sueltas.

«Cuánto trabajo desperdiciado», pensó Toede, notando que les lanzaban unas flechas ridículas que ni siquiera dejaban marcas en la piel metálica de Jugger.

Finalmente se había organizado la resistencia. Consistía en una unidad de arqueros que tomaron posiciones tras una estatua de lord Brinco Perezoso. Su objetivo era el «conductor» del artefacto y disparaban protegidos por una hilera de lanceros muy nerviosos.

Toede se colocó de un salto en el cuello del juggernaut y gritó:

—¡Llévate la estatua por delante!

No vio cómo estallaba la figura de piedra pero oyó el estruendo, combinado con una lluvia de lanzas y la declaración de Jugger:

—¡Ochocientos cinco!

Toede cogió una de las lanzas y la utilizó para dirigir la máquina de matar golpeando uno u otro flanco según la dirección en que le interesaba que se moviera. Se había dado cuenta de que Jugger prestaba tan poca atención a los edificios como los humanos a las flores silvestres cuando pasean por el campo y si arrasaba demasiado pronto (o tarde) la esquina de algún edificio, él perecería debajo de una ducha de cascotes.

Otra unidad de arqueros y lanceros situada frente a la puerta de «La Roca» hizo subir el total hasta ochocientos cincuenta y algo, y a Toede empezó a preocuparle que Jugger completara la cuota antes de acabar con su enemigo particular. En tal caso, se encontraría solo en medio de toda aquella destrucción y rodeado de unos cuantos ciudadanos organizados y bastante enfadados.

La puerta de «La Roca» estaba hecha de material más antiguo y resistente que las murallas y Jugger casi puede decirse que aminoró la marcha mientras la puerta se reducía a migajas de piedra. El ejército ya se estaba movilizando pero la moral se evaporaba tan rápido como la movilización en cuanto los humanos de la parte alta vieron a sus compañeros de la avanzadilla reducidos a una pulpa roja y viscosa esparcida entre el empedrado.

Toede golpeó en el flanco derecho del artefacto y pusieron rumbo hacia la antigua mansión del gobernador. Subieron por la escalera principal (reduciéndola a una rampa de arena en el proceso). Entonces, sin previo aviso, una potente explosión hizo trastabillar a Jugger y lanzó a Toede contra el pavimento. Notó que le cedía algún tendón del tobillo pero consiguió apartarse arrastrándose, de manera que cuando Jugger se ladeó y cayó, Toede no estaba debajo.

En los oídos de Toede retumbó algo similar a un trueno. Se levantó con ayuda de la lanza para ver qué había ocurrido. Jugger estaba tumbado de lado, balanceándose atrás y adelante, y los grandes rodillos giraban inútilmente en el aire. Un reducido grupo de humanos vestidos con túnicas, reunidos junto al ala norte de la mansión, había sido el origen del efectivo ataque.

Hechiceros. Brinco Perezoso no tenía verdaderos poderes, así que, al estilo de los antiguos charlatanes y jefecillos del tiempo anterior a la guerra, había contratado a encantadores que recibían sus poderes de fuentes impuras. Era una pena, porque los verdaderos clérigos no solían tener la habilidad de crear y lanzar rayos mágicos.

Los hechiceros se acercaron lentamente hacia el ladeado y tambaleante juggernaut, protegidos por una hilera de lanceros que demostraron un valor excepcional manteniendo la formación. Algunos se felicitaban entre ellos a medida que se aproximaban, como si la escabechina que les rodeaba fuera el producto de un ejercicio de entrenamiento ordinario. Toede recordó una vez más a la ballena muerta en la playa, rodeada de diminutos curiosos que habían acudido a ver cómo se asaba al sol.

Ni los hechiceros ni los soldados se habían fijado todavía en Toede. Por su parte, él sí que había notado que el balanceo de Jugger en lugar de disminuir, aumentaba. El artefacto infernal se movía en arcos cada vez más amplios. Apoyándose en la lanza como si fuera un bastón, Toede subió dando saltos por las escaleras de la mansión, sabedor de lo que ocurriría a continuación.

Los magos no vieron que el juggernaut probaba un método para enderezarse hasta que estuvieron a unos veinte pasos de distancia. De hecho, observaban el balanceo como un fenómeno interesante y no fueron ellos sino los lanceros quienes finalmente lo interpretaron correctamente. Empezaban a dispersarse presas del pánico cuando el último gran bandazo de la máquina hizo que los rodillos volvieran a entrar en contacto con el pavimento. Jugger recuperó el equilibrio lanzando un chorro de guijarros hacia atrás y arremetió contra la sorprendida multitud.

La mitad de los lanceros cayeron de inmediato bajo los enormes rodillos, y lo mismo ocurrió con algunos de los hechiceros más poderosos (e incautos). Uno de ellos extendió los brazos y empezó a elevarse en el aire pero la afilada mandíbula superior de Jugger lo atrapó y sólo la parte superior del torso pudo seguir elevándose, regándolo todo de sangre. Unos cuantos magos rezagados salieron corriendo con Jugger pisándoles los talones.

«Ya va por los novecientos», pensó Toede. Lo llamó a gritos pero no sirvió de nada. En algún momento, Jugger se daría cuenta de que nadie le golpeaba mostrándole el camino pero lo más seguro era que para entonces ya hubiera echado abajo unas cuantas construcciones más. Y si se topaba con los cuarteles, bueno, con eso se acabaría la maldición que gobernaba su presencia en ese plano de la realidad.

Toede subió cojeando por la escalera hasta llegar al portón doble de su mansión y por el camino recogió una daga que se había salvado del destino que había acabado con su dueño, que yacía aplastado en el suelo. Se colgó la daga del cinturón. Midió el ancho de la puerta y la longitud de la lanza y decidió abrir uno solo de los paneles gemelos que cerraban la entrada.

—¡He vuelto a casa, encanto! —gritó hacia el interior de la mansión.

Desde la puerta, podía ver las reformas que había hecho lord Brinco Perezoso. La parte posterior entera y su trono sagrado habían sucumbido a las llamas o bien habían sido destruidos y retirados.

No se veía más que un andamio de piedra forrado de placas de un extraño cristal transparente. El salón principal era una terraza, con una larga escalinata que conducía a un estanque, rodeado de arbustos y otras plantas. El sol ya se había puesto y el agua del estanque estaba tan negra como un pulpo dormido.

—Espero que tengas la cena preparada —continuó diciendo Toede. Vio que el agua se agitaba y se mantuvo en el quicio de la puerta, con la lanza entre las manos.

»No sé tú, pero a mí esta noche me gustaría comer ancas de rana —gritó con una sonrisa.

Eso hizo surgir de las profundidades la sombría mole de Brinco Perezoso, que asomó por el lado donde las escaleras se hundían en el agua.

—Has… vuelto —gruñó el anfidragón.

—No puedo decir que me guste lo que has hecho con la casa —dijo Toede sin inmutarse ante lo que sonó como una explosión detrás de él, hacia la izquierda.

—Tú has hecho… eso —gruñó.

—Sí, me he enfadado —dijo Toede sin dejar de sonreír—, pero lo retendré si te avienes a rendirte. Ahora mismo —rogando que Jugger no se desvaneciera en los próximos cinco minutos por lo menos.

—Te maté… una vez. Te mataré… otra vez —murmuró Brinco Perezoso, y lanzando la lengua hacia arriba y hacia delante, golpeó a Toede en pleno pecho.

Toede dispuso de un solo segundo después de la advertencia pero en aquella ocasión no estaba desprevenido y sacó todo el provecho posible de ese segundo. Hizo girar la lanza de manera que hiciera de barandilla de contención y apoyó los pies contra el dintel de la puerta. Aun así, cuando la punta de la lengua lo rodeó para intentar introducirlo una vez más en las fauces del anfidragón, a punto estuvo de arrancarle el brazo.

Apretó las mandíbulas dispuesto a soportar el dolor y con la mano libre, empuñó la daga.

—¡Do! —gritó Brinco Perezoso, que es como suena un «no» dicho con la lengua fuera y extendida unos cinco metros.

—Lo siento, Brinqui.