Capítulo 18

En el que nuestro protagonista encuentra a alguien que está peor que él y lleva así bastante más tiempo, hace un pacto infernal y traspasa las defensas enemigas.

Toede echó a andar hacia el sur en la oscuridad, hacia el rumor de agua corriente. Una parte de su mente todavía daba vueltas al abandono de Groag. Mientras la segunda parte temía que un maligno muerto viviente se le viniera encima y le atacara, la primera planeaba distintas maneras de tortuosa venganza contra Groag, que se había puesto por delante de Brinco Perezoso en la lista de individuos que más-probable-era-encontrar-algún-día-como-misterioso-relleno-de-pastel-de-carne.

La tercera se preguntaba con gran curiosidad cómo era posible que una cascada se encendiera y se apagara, más aún cuando el pasadizo empezó a elevarse a medida que avanzaba hacia el sur y el terreno se iba haciendo más firme y (relativamente) seco.

La explicación más lógica era que la cascada fuera provocada por algún mecanismo antiguo, que todavía funcionara después de tanto tiempo y que llenara un depósito hasta cierto nivel, tras lo cual se obturara la salida y se abriera el desagüe. Eso indicaba la posibilidad de una entrada escondida, o incluso de una salida subterránea que quizá diera a la base de la meseta.

También debía considerar la temible posibilidad de que allí abajo hubiera algo (o varios algos) vivo después de tanto tiempo y que la caída de agua fuera el resultado de alguna de sus actividades, como la utilización de un medio de transporte con canales y compuertas.

Menos lógico pero más probable era que la cascada resultara ser algo que Toede no hubiera visto nunca antes. La idea de que fuera algo nuevo entretuvo una parte de su mente, mientras las otras se ponían de mal humor, se preocupaban o planeaban venganzas horribles.

Finalmente, la causa de la cascada resultó ser todo lo que había pensado. El pasadizo se ensanchaba e iba a dar a una estancia amplia, en penumbra y con el techo abovedado. El interior de la bóveda estaba decorado con un mosaico de teselas plateadas y azules, muchas de ellas caídas. La iluminación de la sala procedía de una gran piedra clara incrustada en el techo. Sin duda, en otro tiempo su brillo debió de ser tan potente como el de la piedra de luz de Bunniswot pero con el tiempo había disminuido hasta un tenue reflejo ambarino.

La sala era circular y en las paredes redondas había más relieves y estatuas tan extrañas como las que Toede había visto en el piso superior. El suelo también tenía forma de cuenco, como si fuera un reflejo del techo, y estaba lleno de barro blando de color negro.

En el centro de la balsa de barro, estaba la criatura infernal de Bunniswot, el ser que habían visto tallado en la pared interior del templo. Estaba encajado entre dos rodillos, el anterior a la altura de lo que deberían ser las patas delanteras y el otro, sobre el lugar donde estarían las patas traseras. Tenía la cabeza, semejante a un morro lobuno sin mandíbula inferior, apoyada sobre uno de los rodillos. Los ojos eran dos cuencas hexagonales talladas en granates o en alguna otra piedra de color sangre.

La criatura demoníaca medía unos siete metros de largo y el rodillo delantero tenía unos cinco metros. El color rojo brillante de su cuerpo destacaba contra el barro oscuro con el lustre del hierro recién colado. Hacía rodar los dos cilindros frenéticamente pero no conseguía avanzar ni un milímetro sobre el denso lodo. El resultado de sus esfuerzos era una lenta rotación del suelo en dirección contraria a las agujas del reloj y la aplicación de una nueva y uniforme capa de barro sobre las estatuas. El rumor de la aspersión de barro era lo que Toede había confundido con una cascada.

El pasillo que le había conducido hasta allí desembocaba un poco por encima del nivel al que llegaba el barro. Había una escalerilla que descendía y a partir del primer peldaño, todo tenía una gruesa costra de barro. Toede echó un vistazo a la sala. Podría haber ciento cuarenta puertas allí pero, de ser así, estaban todas bajo el nivel del lodo.

Se dio la vuelta para marcharse.

—¡Tú! ¿Tú vivo? —se oyó una voz profunda detrás de él.

Toede hizo una mueca impresionado por la profundidad de la voz. La parte de su mente que se había estado preocupando de la cascada ahora se preguntaba cuánto tardaría en inspeccionar el otro extremo del túnel. Las otras partes de su mente, las que habían estado discutiendo cuál de los dos, Brinco Perezoso o Groag, era más merecedor de una defenestración, se dieron cuenta de que algo desagradable ocurría en el mundo real.

—¿Cóm…? —La voz se le quebró—. ¿Cómo?

—¿Tú vivo? —repitió la criatura. Toede se dio cuenta entonces de que tenía una especie de boca, situada bajo el morro, sobre el rodillo principal—. ¿Respiras?

—Sí, estoy vivo —dijo Toede.

Iba a añadir «¿y tú?», pero la respuesta hizo reaccionar a la criatura que con un poderoso bramido se puso a dar vueltas a los rodillos con mayor potencia y furia que antes, con lo que giraba más rápido en torno al centro de la estancia. Toede se retiró hacia el pasadizo cuando vio que se aproximaba la cortina de barro.

La criatura dejó sus vanos esfuerzos y se detuvo casi frente a Toede.

—Maldición —dijo el nativo del Abismo—. Maldición y conejos podridos.

«¿Conejos podridos?», pensó Toede pero, en cambio, preguntó:

—¿A qué viene ese jaleo?

—Lo siento, reacción natural —dijo la bestia metálica—. Tú estás vivo y lo primero que hago cuando encuentro a alguien vivo es intentar abatirlo.

—Eso debe de hacerte muy popular en las fiestas —dijo en un tono más seco que cualquier otra cosa que hubiera en aquel lugar.

La bestia se quedó mirando a Toede y luego dejó escapar un largo silbido apreciativo.

—Había oído que los ogros habíais experimentado un gran declive —dijo—, pero no creía que hubierais caído tan bajo.

—No soy un ogro —dijo Toede cruzándose de brazos.

—No me digas que eres un humano. Ni siquiera ellos son tan feos.

—Un hobgoblin —repuso Toede poniéndose a la defensiva.

—Nunca he oído hablar de ellos —dijo la bestia—. Deben de ser nuevos. Yo soy un juggernaut. Puedes llamarme Jug o Jugger si quieres.

—¿Es ése tu verdadero nombre? —preguntó Toede.

—Es lo más cercano a lo verdadero que la mayoría de la gente es capaz de pronunciar —replicó la criatura—. Mi verdadero nombre es Crystityckol’k’kq’q.

La catarata de consonantes lastimó los oídos de Toede. El nombre del juggernaut sonaba como una carretilla de palancas bajando por una escalera.

—Quédate con Jugger —dijo el monstruoso engendro del Abismo—. Mis antepasados, los auténticos profesionales, tenían nombres que rompían el cristal a cincuenta pasos de distancia, pero eso era en los viejos tiempos, antes de que los oportunistas tomaran el Abismo por asalto, elegantes criaturas con nombres facilones: Castlebaum, Bliriper, Muranitlar y esa nueva mocosa, Judith. ¿Qué clase de nombres son ésos?, pregunto, y ellos responden: «Nombres que pueden pronunciarse; nadie quiere tener tratos con un demonio cuyo nombre es impronunciable». Bribones presumidos.

—Perdonad que os interrumpa —dijo Toede— pero ¿es éste vuestro templo?

Toede tuvo la impresión de que los ojos de la bestia se nublaban y luego, de repente, se fijaron en él.

—¿Templo? —gritó—. ¡Es mi tumba! —Y se echó a reír.

Toede notó que el suelo vibraba y tuvo que esperar tres minutos antes de que la risa de la bestia infernal llamada Jugger disminuyera.

—¡Buf! —dijo la criatura—. Me ha sentado bien. No me había reído así desde hace una vida de elfo. ¡Que si es mi templo! ¡Ja, ja!

Toede intervino antes de que Jugger empezara otra ronda de risas y recuerdos.

—¿Sois la criatura de las leyendas, la que los ogros, los primeros ogros, derrotaron?

—¡Atraparon pero no derrotaron! —bramó la criatura del Abismo—. Todavía estoy aquí, esperando a completar la cuota. —Hizo una pausa y luego añadió—: Seiscientos cincuenta y uno.

—Ya —dijo Toede con la precaución normal en alguien enfrentado con ese tipo de arenas movedizas dialécticas—. ¿Por qué seiscientos cincuenta y uno?

—¡Ya tengo todos ésos! —dijo el juggernaut sonriendo de orgullo—. Mi cuota son mil exactos. No puedo volver hasta que no la complete. Tú serías el seiscientos cincuenta y dos si consiguiera soltarme. Y después sólo me quedarían trescientos cuarenta y ocho.

—¿Así que no os podéis soltar?

—Estoy preso entre los ejes —gruñó la criatura—. Y no tengo apoyo para empujarlos.

—Bueno —dijo Toede pensando en la mejor manera de conducir la conversación hacia sus propias esperanzas de escapar—, la verdad es que hicieron un buen trabajo construyendo el templo, decorándolo y enterrándolo.

—Por el dragón de cinco cabezas, pequeño compañero viviente, no podían evitarlo —dijo el juggernaut—. Eran ogros. Todo lo que hacían era hermoso y magnífico. Ni siquiera su basura era fea. Ésa es una de las razones por las que me mandaron aquí. —Volvió a reírse entre dientes y añadió—: Acabé con trescientos cincuenta de ellos antes de que me inmovilizaran de esta manera.

Toede observaba atentamente el perímetro de la estancia buscando el más leve indicio de la existencia de otra salida. El juggernaut se dio cuenta y dijo:

—Es mejor que no te hagas ilusiones de encontrar una salida. No hay ninguna. El pasadizo que tienes detrás lleva a un agujero cerrado por una roca maciza. Y aquí no hay ningún bicho viviente, ni siquiera peces ciegos. A no ser que excaves un túnel, estás atrapado. Aquí sólo estamos tú y yo.

—Maravilloso —dijo Toede y se sentó en el primer escalón embarrado dejando a un lado la cuerda y el fardo de la comida—. Me parece que intentas decirme que, dado que no tengo salida, debería entrar en el barro y sacrificarme a ti.

—Te ahorraría tiempo y problemas, pequeño amigo viviente —dijo el juggernaut—. Me gusta la compañía como a cualquier otro habitante del pozo de la Reina Oscura y me gustaría saber qué ha ocurrido en los últimos tiempos por ahí arriba, pero por encima de todo eso, quiero mis seiscientos cincuenta y dos.

Toede se echó hacia atrás en actitud pensativa.

—Morir de hambre es muy desagradable, tanto que al final deseas la muerte más que cualquier otra cosa. —Jugger suspiró—. En cambio, yo soy rápido. Ni siquiera lo notarías. La muerte no es tan horrible ¿sabes?

—Lo sé —dijo Toede—. Ya he pasado por eso.

Jugó con la idea de tirarse por su propia voluntad bajo el rodillo del juggernaut y quizá resucitar en cualquier otro sitio por tercera vez. «Con la suerte que tengo seguro que volvería justo aquí», pensó, «trescientas cuarenta y ocho veces seguidas».

—¿Te has muerto alguna vez? —preguntó el juggernaut con curiosidad.

—Un par de ellas hasta el día de hoy —contestó Toede—. Y tienes razón, aunque hasta llegar a ella se sufre mucho, lo que es el paso de la vida a la muerte no es especialmente doloroso.

El juggernaut lanzó un silbido muy parecido al que hacen las teteras cuando el agua rompe a hervir, sólo que en este caso la tetera era del tamaño de un carro de heno.

—Chico, no sé qué pensar. Si mato a uno que ya se ha muerto antes, ¿crearé confusión en los libros de cuentas? No sé si contarías para la cuota. —Dicho esto, la bestia se quedó en silencio durante un rato.

—¿Has estado aquí abajo desde que los ogros eran… ogros? —preguntó Toede.

—Sí —contestó Jugger—. Los primeros doscientos años después de que me metieran en este pozo, me puse realmente furioso. Primero pensé: Está bien, me hundiré hasta el fondo y poco a poco me abriré camino por debajo, pero el barro es tan denso que me mantiene a flote. Así que me dije: Esta bien, vaciaré la balsa de barro lanzándolo contra las paredes, y eso hice durante un par de cientos de años. Al principio el barro se acumula en los bordes, pero luego se seca y vuelve a caer dentro. Y aquí sigo.

—¿Has intentado esperar a que el barro se seque? —preguntó Toede.

—Durante cosa de mil años —contestó Jugger—. De hecho, más de una vez. La primera esperé un siglo sin moverme hasta que se formó una fina costra de barro pero entonces me moví y la capa se quebró. Luego esperé dos siglos y luego tres, pero la capa se rompía cada vez que hacía girar los rodillos. Así que la siguiente vez esperé mucho, mucho tiempo, pero entonces se produjo el «bum» y todo volvió a ser lodo líquido.

—¿El «bum»? —preguntó Toede.

—El bum, sí —repitió el juggernaut—. Sólo uno pero vaya uno. Hizo temblar la sala entera y todo el barro seco se quebró. Fue entonces cuando apareció el otro tipo.

—Otro tipo —dijo Toede con voz apagada.

—Un hechicero humano de Istar —dijo el juggernaut—. Parece ser que los dioses acabaron muy hartos de Istar y decidieron dejar caer una montaña encima. Él se teletransportó al azar y apareció aquí. Así es como aprendí la lengua moderna y supe que la muerte por inanición es una manera terrible de matarse a uno mismo.

—Él fue el seiscientos cincuenta y uno —dedujo Toede.

—Exacto, y desde entonces he vuelto a hacer girar los rodillos con la esperanza de generar el calor y la tracción suficiente para salir de aquí.

—¿Llevas dando vueltas a las ruedas más de trescientos cincuenta años?

—Eso creo —dijo el juggernaut y, poniéndose a la defensiva, añadió—: No salgo mucho, ¿sabes?

Toede se quedó en silencio, sopesando las opciones que tenía. Había salvado a Charka, aunque fuera porque tenía hambre, y luego se había arrepentido. Si ayudaba a Jugger, lo más seguro era que muriera, él y otros trescientos más.

Pero si entre esos trescientos estuvieran Groag, Charka o Brinco Perezoso…

—Te voy a ayudar —dijo Toede.

—¿Vas a qué? —preguntó el juggernaut.

—Voy a sacarte de aquí —dijo Toede—. Yo solo no puedo salir y tú, tampoco. —Cogió la cuerda y se fue hacia un lado del pasillo. Se agachó junto a algo que bien pudiera haber sido una estatua y se puso a golpear el barro, que cayó a trozos dejando al descubierto una especie de huevo tallado en piedra de color marrón claro. Toede ató un extremo de la cuerda alrededor.

—Debería advertirte, pequeño ser viviente —dijo Jugger—, que si entras en el barro y te acercas, podría intentar abatirte. Estoy hecho para eso. No puedo evitarlo.

—Me arriesgaré —dijo Toede y cogió el otro cabo de la cuerda.

Comprobó la firmeza de los peldaños embarrados con la punta del pie. Estaban resbaladizos pero no se desmoronarían, así que empezó a bajar.

—Hay tres cosas por las que deberías evitar hacerme picadillo en el lodo —continuó Toede introduciéndose lentamente en el fangal. Aguantaba su peso sin problemas, tal como esperaba. Al fin y al cabo, sostenía una máquina de matar, engendro del Abismo, hecha de hierro colado.

»En primer lugar, si muero, tienes uno más, pero si te ayudo a salir de aquí puedes completar la cuota y volver al lugar al que perteneces. Segundo, piensa un poco, si tienes una visita cada ciento cincuenta años, pasarán más de cien mil años antes de que vuelvas a ver el Abismo.

—Ciento dieciocho mil años y tres siglos —le corrigió el juggernaut y Toede notó un leve rastro de melancolía en la voz de la criatura.

—Bien. Y tercero, no sabes si mi muerte contaría en tu haber.

El hobgoblin ya nadaba por el lodo, arrastrando la maroma tras de sí y avanzando hacia el flanco del enorme monstruo carmesí, junto al rodillo delantero.

En una ocasión, una ballena embarrancó en una playa cerca de Flotsam y Toede, acompañado de una delegación de mercaderes, se acercó a investigar. Era un coloso negro que se alzaba frente a ellos cociéndose al sol. Las gaviotas habían empezado a picotearlo y su carne hedía terriblemente. Por último, Toede ordenó que una cuadrilla de prisioneros lo enterrara. Algo tan grande le hacía sentirse vulnerable y enclenque.

Tocar el enorme rodillo delantero, todavía pulido y brillante después de que hubieran transcurrido milenios, le provocó el mismo sentimiento.

—Voy a sumergirme —le dijo al juggernaut— para pasar la cuerda por debajo de uno de los extremos del rodillo. No te muevas.

Cogió aire y se hundió en el lodo, avanzando a tientas por el flanco de la criatura. El barro se iba haciendo más denso y duro a medida que se acercaba al fondo, pero al fin consiguió llegar hasta la parte inferior del rodillo. Pasó la cuerda por debajo y la sacó por la curva interior del cuerpo de la bestia.

El juggernaut seguía inmóvil pero Toede notaba una vibración que parecía ir en aumento a medida que trabajaba.

Finalmente, salió a la superficie, escupiendo barro y quitándose el denso barro de los ojos.

—¿Y ahora qué? —preguntó Jugger y Toede advirtió la impaciencia que le estrangulaba la voz.

—Voy a subir a bordo —dijo Toede. Cogió entre los dientes el extremo de la cuerda que pasaba por debajo del rodillo principal y trepó por el flanco de la bestia. Al escalar, el barro se le desprendía del cuerpo a trozos. Hizo una lazada alrededor del brazo que sostenía el rodillo delantero y se puso de pie encima de la cabeza de la criatura.

—Bien, necesito un poco de fuerza motriz —dijo Toede.

A punto estuvo de perder el equilibrio y caer cuando el juggernaut se abalanzó hacia adelante pero consiguió agarrarse a una ceja de hierro. Aun así, cayó de bruces y notó el sabor de la sangre en la boca.

—¡Suficiente! —bramó casi al instante, y Jugger se calmó.

La cuerda había dado dos vueltas al rodillo. Toede cogió el extremo y estiró de él hacia atrás hasta dejarlo caer delante del rodillo posterior. Mientras lo hacía, encontró un cráneo humano empotrado entre el cuerpo y la cavidad del rodillo. Sin duda, era el seiscientos cincuenta y uno.

—¡Otra vez! —gritó Toede, e inmediatamente añadió—. Detente. —La tracción de Jugger le había dado unos diez metros más de cuerda libre—. Tengo que volver a bajar para trabar las ruedas traseras. ¿Puedes dar marcha atrás?

Se deslizó al interior de la balsa de barro y repitió el proceso en el rodillo posterior, atándolo de manera que la cuerda se enrollara en él como en un huso o un torno. Luego, mugriento y agotado, volvió a subir al lomo de la criatura.

—¿Has acabado? —gruñó el juggernaut con una voz semejante a la de un dispositivo metálico calentando motores.

—Sí —contestó Toede dando tirones a las cuerdas para asegurarse de que estaban tensas—. Bien —dijo—, ahora quiero que empieces a mover los rodillos lentamente.

Jugger lanzó un bramido e hizo girar los rodillos a la máxima potencia. El hobgoblin estuvo a punto de salir despedido hacia atrás cuando la bestia saltó hacia adelante.

La cuerda se tensó y aguantó pero no así la columna a la que estaba atada, que empezó a torcerse visiblemente, separándose de la pared con un rítmico sonido de piedras que se agrietaban.

Poco a poco, el juggernaut avanzaba por la fuerza de los rodillos que ahora actuaban como tornos, jalando de la cuerda. Toede gritaba pidiendo al juggernaut que aminorara la marcha si no quería romper algo, como por ejemplo, a él.

Si Jugger le oía, no le escuchaba, porque redobló su esfuerzo. La columna se torcía cada vez más y la cuerda empezaba a deshilacharse.

Todo dependía de cuál cediera antes.

La ganadora fue la columna, que se desprendió de la pared entre una cascada de piedras y mortero.

Toede lanzó un reniego pensando que habría que volver a empezar desde el principio. Sin embargo, el pilar inclinado cayó hacia adelante, justo enfrente del juggernaut. Toede oyó que los bloques de granito se desmenuzaban bajo el rodillo principal y se dio cuenta de que Jugger realmente se movía y salía de la balsa de lodo.

En ese momento, la punta de un látigo restalló sobre su cabeza. El extremo de la cuerda se había soltado del rodillo delantero y a punto estuvo de cortar la cabeza del hobgoblin en su apresurado recorrido hacia el rodillo posterior. El juggernaut, abandonada la charca de barro, molía las milenarias escaleras dejándolas reducidas a un fino polvo en su avance hacia la salida. Toede se agazapó detrás de las enormes cejas de la bestia.

—¿Estás bien, pequeño amigo viviente? —preguntó el juggernaut.

Toede asintió con la cabeza. Luego, dudando de que la criatura pudiera verlo, dijo:

—Sí. Ten cuidado, el pasadizo que viene ahora está inundado. ¡Uf!

Entraron en el túnel a toda máquina y el agua lo golpeó con fuerza. Si el juggernaut hubiera tenido suficiente espacio para coger velocidad seguramente habrían planeado sobre el agua, pero de todas maneras el agua se escurría entre los ejes y no impedía su avance.

Totalmente empapado, Toede asomó la cabeza por encima de las cejas de la criatura. Habían dejado atrás la zona inundada y ya casi habían llegado al otro extremo, que según Jugger los ogros…

Habían sellado con una gran roca.

Toede volvió a agazaparse y el juggernaut embistió la roca a la velocidad de un dragón marino y con mejores resultados. El impacto lanzó a Toede hacia adelante y la roca se deshizo como si fuera de arcilla. Las puntiagudas aristas del rostro lupino del juggernaut hicieron un formidable trabajo de arado, y tras una breve molienda de piedra, los dos salieron a la brillante luz de la tarde.

—¡Bieeeen! —gritó Jugger y dio varias vueltas sobre sí mismo observando el mundo exterior—. ¡Aquí afuera las cosas no se han conservado demasiado bien! Gracias, pequeño amigo viviente por sacarnos de ahí. ¿Sabes?, realmente tenía intención de hacerte gelatina, ahí abajo.

Toede le dio unas palmaditas en la cabeza.

—Quizás ésa sea una de las manifestaciones de la nobleza: la voluntad de hacer cosas estúpidas que no sirven a tus verdaderos intereses a cambio de alcanzar metas más lejanas.

—Si tú lo dices… —repuso el juggernaut, que ya avanzaba aplastando arbustos—. Pero dime: ¿dónde puedo encontrar otras criaturas vivientes con las que completar mi cuota, pequeño amigo viviente?

—Te acompaño —se ofreció Toede sonriendo—. Con un poco de suerte, todavía encontraremos a una en particular. Y deja de llamarme «pequeño amigo viviente». Estoy harto de que me pongan nombres largos. Me llamo Toede y no quiero bromas. Y ahora vamos hacia la ciudad, gira hacia el este y ¡ten cuidado con la coliiiiinaaaaa!