En el que nuestro protagonista persigue sus sueños, da su propia versión de las crónicas históricas y, a pesar de que el festín con los gnolls ha tocado a su fin, descubre un nuevo brebaje: «Toede en remojo».
—Todo esto no me acaba de convencer —dijo Bunniswot parándose a frotarse la pantorrilla izquierda por enésima vez. Se había herido en esa pierna en el primer derrumbamiento de tierra que provocaron y desde entonces la iba arrastrando y cojeando, como si quisiera dar pena por el simple hecho de ser el que cargaba con la mochila y las palas—. Volvamos al campamento a buscar refuerzos.
Toede sacudió la cabeza y se volvió hacia el humano, sorprendido al ver que se había hecho acompañar de alguien cuya desastrosa forma física superaba incluso la suya.
—Sí, podríamos volver —dijo el antiguo gobernador— y pedir ayuda a Trujamán. No obstante, quizá tengamos que explicarle por qué es más importante seguir una corazonada que ocuparse de los escritos eróticos de los ogros. —Bunniswot puso cara de espanto—. O —añadió Toede con malicia— quizá podamos confiar en que Charka envíe a algunos de sus guerreros a un territorio que no sólo es tabú sino que está bajo control de un conocido y peligroso necromante. Seguro que está dispuesto a perder a dos de sus guerreros confiándolos a un tal Sotobosque y a otro que se llama… ¿cómo tradujo tu nombre?
—Conejo empollón —contestó Bunniswot con un hilo de voz. Sus conversaciones con los gnolls no habían sido tan agradables como las de Trujamán.
Toede asintió con la cabeza y continuó:
—Si tengo razón, y por los poderes en los que creo estoy convencido de que así es, tendrás algo realmente importante que enseñar a Trujamán.
Dicho esto, siguió trepando sin molestarse en añadir que, si Groag se hubiera dignado dirigirle la palabra, sin duda habría elegido al pequeño hobgoblin como compañero en lugar de aquella desgracia de humano.
—Me parece mucho arriesgar por un sueño —dijo el joven investigador, gateando detrás de él—. No es muy profesional.
—No desprecies los sueños, niño —dijo Toede—. Raistlin soñó con el hundimiento de Istar antes de hacerse a la mar en el Perechon.
—¿De dónde habéis sacado eso? —preguntó Bunniswot en tono brusco; jadeante pero igualmente brusco.
—Del mismo Raistlin —mintió Toede dándose un cuarto de vuelta en dirección al sudoroso humano—. Estuvimos hablando esa misma mañana, antes de que subiera al barco en Flotsam. Fue la última vez que le vi, aunque todavía me llega alguna que otra carta, envíos mágicos y otras comunicaciones.
—Entonces, ¿le conocisteis? —A Bunniswot se le quebró la voz al preguntar—. ¿Conocisteis a Raistlin, a Caramon y a los Héroes de la Lanza?
—Como el que más —dijo Toede animándose con el tema al tiempo que se preguntaba hasta qué punto se arriesgaba a descubrir su personalidad—. Puede decirse que les di la señal de salida pero eso sería presumir. —Toede miró hacia el empinado tramo que tenía delante, tanto para evitar caerse como para asegurarse de que su rostro no traicionaba la verdad que se ocultaba tras sus palabras.
—¿Se lo habéis dicho a Trujamán? —preguntó Bunniswot, en un tono súbitamente menos despectivo y nasal, y más humano.
—¿Debería? —preguntó Toede girándose con una expresión de sorpresa bien ensayada.
—Deberíais —dijo Bunniswot que en ese momento llegó hasta donde estaba Toede—. Ya oísteis cómo les contaba la historia de la Guerra de la Lanza a los gnolls. Incluso reducida al lenguaje que podían entender, es un emocionante relato épico.
—Sí, supongo —dijo Toede encogiéndose de hombros—, para quien guste de esas cosas.
—Trujamán vendería a su abuela por tener una conversación con los viejos héroes o por hablar con gente que les conociera —dijo Bunniswot con una risita—. Mientras estuvimos en Flotsam, interpelaba a todo el que podía haberles conocido: mozos de bar, marineros y todo tipo de sinvergüenzas.
Toede recordó vagamente al tabernero de Los Muelles. Sí, no le costaba imaginárselo hilando relatos inverosímiles a cambio de unas cuantas monedas.
—Y pensar que alguien que estuvo allí, que conoció a Raistlin, ha estado con él en el campamento. —Bunniswot se echó a reír; era una risa fresca, una risa de camaradas que comparten un secreto—. ¿Y cómo eran? ¿Eran tal como se les describe en las crónicas?
—Bueno, sería presuntuoso por mi parte hablar como si hubiera sido su confidente —dijo Toede bajando la cabeza con aparente modestia.
Bunniswot picó el anzuelo con la rapidez de una trucha abalanzándose sobre un huevo de salmón.
—Habladme de Raistlin. Entre los del grupo, él es mi favorito: reservado, dominante y tan seguro de sí mismo.
—Raistlin, sí —dijo Toede—. Era mi amigo y uno no habla mal de los amigos que se van al más allá. —El hobgoblin suspiró—. Todavía recuerdo aquella última noche. Los dos estábamos muy pero que muy borrachos y se abandonó a una de sus largas llantinas.
El hobgoblin oyó que los pasos del humano se detenían.
—¿Llantina? ¿Raistlin? —dijo incrédula la voz detrás de él.
—Siento decir que así fue. —Toede se encogió de hombros—. Caramon había… Bueno, ya sabes que Caramon siempre tuvo mal carácter y a veces se ensañaba con Raistlin. Era una cuestión de celos, nada más. Raistlin le tenía miedo pero no podía decidirse a abandonarle. Le ofrecí mi casa pero… —Dejó que su voz se apagase.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Bunniswot—. Contradice todo lo que cuentan las crónicas. ¡Caramon quería a su hermano!
—Sí, claro —dijo Toede—, por eso se quedó con él. Y bueno, cuando se ponía de esa manera, Raistlin intervenía queriendo ayudar y… Oh, dioses, era realmente desagradable. Muy desagradable.
Toede se detuvo junto a un peñasco que tenía forma de gavilán o de alguna otra ave de presa y miró de soslayo a Bunniswot.
La expresión que mostraba la cara del joven investigador era impagable. Tenía los ojos del color, la forma y el tamaño de las monedas de acero acabadas de acuñar. Las cejas prácticamente le habían desaparecido bajo el desordenado y abundante flequillo y la mandíbula le colgaba como si estuviera suspendida de un hilo. Toede continuó, como si se sintiera molesto.
—¿Entiendes por qué no me gusta hablar de estas cosas? Esas personas eran héroes para ti, mientras que yo los veo sólo como eso: personas.
—Lo único que me ocurre es que me cuesta creerlo —dijo Bunniswot, al que obviamente no le costaba nada creérselo—. Pero ¿y los otros? ¿Qué me decís de Tanis?
—¿Tanis? Oh, él era la pieza clave del grupo; valiente, leal, noble, honesto. Claro que… a veces… —Toede hizo el gesto de llevarse un frasco a los labios.
—¿Bebía? —preguntó Bunniswot volviendo a esconder las cejas bajo el flequillo.
—Como una cuba —suspiró Toede—, pero desde entonces ha estado en tratamiento y creo que actualmente ha conseguido controlar su vicio. Todavía recuerdo a Riverwind y Goldmoon arrastrándole hasta el barco aquella mañana. Triste, muy triste. Quizá sea mejor que Trujamán nunca lo sepa. ¿Ya has descansado? Sigamos.
—Una más: Tika —dijo Bunniswot.
Toede fingió que se sonrojaba.
—La verdad es que no me gusta hablar de Tika —dijo Toede—. No tengo nada en contra de ella pero nunca le gustaron las criaturas no humanas, ni siquiera los kenders. Y el hecho de que yo fuera un hobgoblin, bueno, hacía que saltaran chispas en cuanto me acercaba. Ésa es una de las razones por las que no llegué a unirme al grupo. —Suspiró profundamente—. Las historias que yo podría contar del tiempo que estuvieron en Flotsam… Pero no; el mundo necesita héroes y cuando se les presenta como hombres y mujeres normales, todo se derrumba. Se ganaron la merecida reputación que les honra y más vale limitarse a recordar los buenos momentos.
Toede echó a andar colina arriba, más allá del peñasco con forma de halcón, y recordó lo liviano que había resultado el viaje en el sueño. Le dolían las rodillas.
A pesar del dolor, Toede sonrió para sus adentros, con la esperanza sincera de que su recién estrenada nobleza no fuera incompatible con disfrutar mintiendo a aquel insignificante escribano cobista.
—¿Toede? —preguntó el escribano en cuestión.
—¿Sí? —contestó Toede malhumorado—. Esto… ¿qué pasa con Toede?
—El gobernador Toede —dijo Bunniswot—. Vos sois un hobgoblin y Toede gobernaba Flotsam en aquel tiempo. Seguro que le conocisteis. ¿Formabais parte de la guardia personal? ¿O del servicio de su casa?
Toede resopló amenazador.
—Los humanos tienen la extraña idea de que todos los no humanos se conocen. ¿Puedo presuponer que conocéis a Astinus de Palanthas sólo porque ambos sois investigadores humanos?
—Bueno, sé quién es —repuso Bunniswot dolido.
—Exactamente —dijo Toede—. Y yo sé quién era el gobernador. Y también sé lo que se dijo de él cuando desapareció. Según mi experiencia directa, aunque sea limitada, considero que el gobernador Toede era justo, razonable y racional, y que sus acciones fueron totalmente malinterpretadas por los bardos e investigadores que llegaron más tarde, empeñados en una disparatada clasificación de «buenos» y «malos» que conviniera a sus crónicas épicas.
—Lo siento —dijo Bunniswot—. No era mi intención molestaros.
—No es tanto que me hayáis molestado —resopló Toede— como que me habéis decepcionado. Sois un joven inteligente pero os habéis tragado todas las mentiras y las medias verdades que os han contado vuestros mayores, historias deformadas por una evidente retórica en favor de los humanos.
—Lo siento —repitió Bunniswot—. Si os sirve de consuelo, reconsiderando el pasado, el gobernador no parece haber sido el inútil que se dijo que era.
—¿Y eso? —le instó a continuar.
—Su sucesor fue un draconiano —explicó Bunniswot— que al parecer asesinaba a niños pequeños en sus cunas. Y su sucesor es la antigua montura de Toede, ese engendro de Brinco Perezoso, que se viste de ridículos brocados y ha fundado su propia orden de clérigos corruptos. Así que, en comparación, Toede casi parece haber sido un sabio benevolente.
—A eso me refiero —dijo Toede—. Nunca se aprecia lo bueno hasta que se pierde.
—Groag le conoció, creo —añadió el joven investigador—. Dijo que Toede había muerto pero que fue devuelto a la vida para luchar con Lengua Dorada, y que los dos, Toede y el draconiano, murieron en el combate. Groag lo presenció y dijo que Toede era un héroe. Así que tenéis razón, no le supieron entender.
Toede se volvió y sonrió.
—¿Groag dijo eso?
—Sí, al principio —contestó Bunniswot—, justo después de recuperarse de las quemaduras. Luego dejó de hablar de Toede. Me parece que… —Bunniswot hizo una pausa para recuperar el aliento—. Me parece que los clérigos de Brinco Perezoso le debieron de hacer una visita y le recomendaron que se callara.
—Eres muy observador —dijo Toede, y ambos siguieron ascendiendo en silencio.
La pequeña meseta que habían escalado no era especialmente alta, pero sí lo bastante para que la descartaran los aventureros del sábado por la tarde. Al llegar a la cima, Toede se giró para contemplar el paisaje a sus pies. En su mayor parte estaba cubierto de una neblina otoñal, más densa en la zona de los pantanos. Los abedules tenían un color dorado y Toede divisó el humo que señalaba el lugar donde estaba asentado el campamento de los humanos. Más lejos, escondido tras varias colinas, había otra columnilla de humo, que Toede imaginó procedente del poblado kender. A su izquierda, se abría un amplio valle y, al otro lado de la depresión, se veía una ciudadela, oscura y brumosa, que destacaba contra la neblina blanca. Tenía forma de calavera y Toede no tuvo problemas en imaginar el propósito de la construcción.
—Así que hay un necromante —dijo al jadeante Bunniswot.
Habían crecido árboles sobre los montículos que en el sueño de Toede eran construcciones de ámbar y jade brillante. Lo que en un tiempo fue la vía principal, ahora era una masa de arbustos entre los que abundaban los helechos. Al final, vagamente discernible entre los arbustos muertos y amarronados, los árboles sin hojas y los sarmientos secos de las vides salvajes, había un promontorio más alto que el resto.
—Allí es donde vamos —dijo Toede—. En marcha.
Se metió entre los arbustos sin oír ni hacer caso de los lamentos y las quejas del investigador que seguía sus pasos.
***
Los dos exploradores avanzaron aprisa por entre los residuos vegetales de la meseta sin encontrar nada que decirse. Su conversación se limitaba a advertirse el uno al otro de las ramas bajas o de las piedras inestables. En algunos lugares, se veían las losas de piedra del antiguo pavimento, a veces durante metros, pero luego volvían a hundirse bajo otra maraña de brezos.
Finalmente, llegaron a la colina que según el sueño de Toede albergaba el templo enterrado. Era una loma relativamente libre de arbustos, en la que apenas crecía otra cosa que un musgo amarillento y enfermo.
Toede subió hasta aproximadamente la mitad, señaló una insignificante depresión en la tierra y ordenó:
—¡Cava aquí!
Bunniswot murmuró una serie de confusas maldiciones pero hincó en el suelo la pala más grande. La tierra no estaba dura, sin embargo, y al cabo de unas cuantas paladas el investigador desenterró una piedra tallada, más ancha que larga.
—¡Un peldaño! —exclamó Bunniswot encantado. Toede se limitó a encogerse de hombros viendo cómo el investigador se arrodillaba para examinarla—. No tiene ninguna inscripción pero el tipo de talla es idéntica a la del bosque de piedra. Sin embargo, esta ciudad está muy alejada de las columnas. ¿Por qué lo habían hecho así?
—Para tus piernas o para las mías —repuso Toede frunciendo el ceño—. Quizá tus protoogros tenían las extremidades más largas o más resistencia. Además, el vecindario ha cambiado mucho desde el tiempo en que esta zona estuvo habitada por última vez. Veamos qué más encontramos ¿te parece?
El entusiasmo de Bunniswot duró hasta el segundo escalón y parte del tercero. Empezó a cansarse de veras en el cuarto y si hubiera habido un quinto, habría insistido en que Toede le relevara con la pala.
Pero el caso es que encontró algo metálico. El investigador dedicó una sonrisa de oreja a oreja al hobgoblin.
—Una tierra fructífera —dijo y empezó a despejar la zona alrededor de la puerta, dejando al descubierto un cuadrado de unos sesenta centímetros de lado de hierro oxidado.
—Tendrás que ensanchar bastante el agujero —le hizo notar Toede con una sonrisa— porque la puerta se abre hacia afuera.
Bunniswot le dio la vuelta a la pala y empujó firmemente con el revés contra la barrera de hierro. La presión hizo que se derrumbara y el ruido de la placa al chocar contra las losas resonó en la oscuridad que reinaba en el interior del recinto. Salió una fuerte corriente de aire que olía a humedad y a podredumbre, y tanto el humano como el hobgoblin se quedaron ahí parados, tosiendo a causa de los vapores.
—Es la primera vez que os equivocáis —dijo Bunniswot alegremente.
Toede se limitó a fruncir el ceño y asomó la cabeza por el agujero. Parecía la boca del Abismo. Desde la entrada no se veía ningún muro que cerrara la estancia.
—Está muy oscuro —dijo Bunniswot, y luego añadió—: No hemos traído antorchas.
—Yo no las necesito —repuso el hobgoblin—. Mi pueblo cazaba de noche cuando el tuyo todavía estaba intentando inventar las calzas. Pero aquí…
Toede se metió la mano en el bolsillo, sacó la gema de Trujamán, la guardó en el otro bolsillo y sacó la cajita que contenía la piedra de luz mágica.
—Mi piedra —dijo Bunniswot—. No me la habíais devuelto —añadió con cierta brusquedad.
—No me la habíais pedido —replicó Toede distraído observando el templo desde la entrada—. Pero no pasa nada, ya sé que has estado muy ocupado.
Aunque era verdad que los hobgoblins como Toede no necesitaban demasiada luz para ver, ésta les ayudaba a distinguir los colores y, a la claridad que proporcionaba la piedra, vio que el suelo estaba compuesto de cuadrados morados y amarillos que se perdían en la oscuridad.
—Creo que será mejor que entremos —dijo Toede.
—Pasad delante —dijo Bunniswot—, vos que sois más pequeño.
—Las crónicas dirán que sir Bunniswot fue el primero en penetrar en el mayor templo descubierto desde la Guerra de la Lanza —dijo Toede—. Por favor, mis motivos son nobles —añadió dirigiéndose a cualquier ser que pudiera estar escuchándoles.
El investigador no podía discutir ese último punto, así que, cogiendo la piedra de luz, asomó la cabeza por la pequeña abertura y poco a poco arrastró su cuerpo a través del agujero. Viendo que no se oían gritos de dolor ni ruidos de hachas que volaran por el aire, Toede introdujo la pala más grande y luego entró él mismo.
Bunniswot no se había alejado mucho de la puerta. Se había quedado observando el dintel y las baldosas que la puerta de hierro había roto al caer.
—Teníais razón —dijo con la parte investigadora de su mente trabajando a marchas forzadas—. La puerta estaba construida para abrirse hacia afuera, pero los clavos estaban oxidados y el golpe ha hecho saltar las bisagras.
El aire estaba cargado de humedad y en la oscuridad se oía un ruido distante de agua. «Debe de ser una filtración o una fuente natural», pensó Toede.
Se agachó y recogió unos fragmentos de baldosa. Eran piezas cuadradas, de unos treinta centímetros de lado y del grosor de una uña. Las moradas eran de lapislázuli, laminado tan finamente que el enano más hábil quedaría maravillado. Las amarillas eran de oro batido y aún más delgadas. Toede sostuvo una de las piezas moradas junto a la entrada. La luz se filtraba a través de la piedra y proyectaba ondulantes sombras moradas sobre su rostro.
El embaldosado se extendía hacia la oscuridad. Bunniswot gritó y el eco le devolvió un sonido claro y diáfano. Por tanto, había un pared al otro lado, más allá de donde penetraba su vista.
El humano y el hobgoblin intercambiaron miradas y echaron a andar por el vestíbulo.
El pasillo de entrada estaba flanqueado de estatuas e inscripciones. Las figuras eran humanoides y de simetría bilateral; es decir, el lado izquierdo de cada imagen entrevista era una imagen especular del lado derecho. Algunas tenían cabezas y brazos bien definidos pero otras semejaban agua o fuego atrapado en un instante y convertido en piedra.
—¿Son éstos tus protoogros? —preguntó Toede.
—Sí y no —contestó Bunniswot—. Creo que sus esculturas, aparte de los relieves de las columnas, representan la «verdadera forma» de los individuos. En el templo original, las piedras debieron de estar teñidas con pigmentos de colores y algunas debían de irradiar luz mágica.
Toede gruñó al tiempo que dudaba de la cordura de tales seres, si es que de verdad eran los antepasados de los ogros. Había escuchado historias peores pero no deseaba conocer personalmente a los modelos de algunas de las estatuas, sobre todo los que habían sido representados mediante ruedas de pinchos.
El pasillo desembocaba en una gran estancia cuyas paredes laterales se perdían en la oscuridad, a derecha e izquierda. El embaldosado del suelo conducía a un coloso tallado en roca viva, en el corazón de la colina. Tenía más de diez metros de alto y la parte superior se inclinaba hacia adelante, como si se abalanzara sobre los que lo miraban desde abajo. La figura no tenía nada de abstracto. Representaba la cabeza amenazante de un chacal o coyote. Los ojos eran huecos hexagonales, en lugar de circulares, que en otro tiempo debieron alojar luces o fuegos. La cabeza de chacal sólo tenía la mandíbula superior, con la hilera de dientes marfileños tallados en piedra. En donde debiera haber estado la mandíbula inferior, había un enorme cilindro horizontal, parecido a los rodillos de los panaderos.
Los dos exploradores se detuvieron y levantaron la mirada hacia la monstruosidad. Se alzaba imponente frente a ellos, impidiéndoles ver el techo.
Al cabo de un rato, Bunniswot dijo:
—¿Os acordáis de las leyendas de que os hablé, las que nos condujeron hasta aquí?
—Ajá —dijo Toede notando súbitamente la frialdad del aire.
—Esas leyendas contaban que los protoogros habían luchado con un monstruoso engendro del Abismo y lo habían derrotado y atrapado.
Toede recordó su propio sueño, en el que los ogros enterraban el templo.
—¿Creéis que esta figura conmemora la batalla?
—Ajá —contestó Bunniswot—. O bien advierte de que éste es el lugar donde está atrapado el monstruo.
Bunniswot, con la luz en la mano, retrocedió dos pasos, por si acaso, y Toede avanzó dos pasos para examinar la talla desde más cerca.
Hacía varios cientos de años, las vigas de madera sobre las que se apoyaba el antiguo suelo se habían podrido, de manera que sólo quedaban fragmentos que sostuvieran los paneles de la superficie. Las baldosas de piedra y oro, finas como hojas de papel, tapaban ahora pozos profundos y escondidas galerías subterráneas.
Toede pisó en uno de esos lugares, en el punto de unión de cuatro baldosas sin soporte, que se quebraron inmediatamente bajo su modesto peso.
El hobgoblin cayó hacia adelante agitando los brazos como un molinillo en un desesperado intento de agarrarse a algo sólido y lanzó un grito que tanto pudo ser una maldición como una petición de ayuda, o quizás ambas cosas.
El investigador gritó algo en respuesta y se adelantó hacia él, pero Toede ya había desaparecido. Bunniswot contó hasta tres antes de oír el impacto, un potente chasquido de agua. El sonido resonó y se amplió rebotando en las paredes hasta estallar en los oídos del investigador como un castillo hundiéndose en el mar.
El estruendo fue disminuyendo hasta que por fin sólo se oyó el silencio.
Bunniswot se tendió en el suelo y avanzó arrastrándose hasta el borde del agujero, palpando con el máximo cuidado la frágil superficie antes de apoyar su peso, hasta asomarse al vacío.
—¿Hola? —preguntó tímidamente, temeroso de que no hubiera respuesta.