En el que nuestro protagonista es nuevamente devuelto al mundo de los vivos y es obligado a reconocer que tiene un destino más alto, le guste o no. Además, aprende que no hay acto amable libre de intereses personales y castigos inherentes.
Toede se despertó con sensación de náuseas y un dolor sordo en la boca del estómago, señal de problemas digestivos: algo le recorría el cuerpo en la dirección equivocada.
No, lo que había tomado la dirección equivocada era él, garganta abajo por el esófago de Brinco Perezoso. ¿Había sido un sueño o…?
Se miró y vio que iba vestido con los pantalones grises de tela basta, la camisa y la chaqueta de brocado que llevaba cuando se enfrentó con Lengua Dorada. Un poco deteriorados después de la batalla pero todavía podían utilizarse. Desde luego, no parecía que sus ropas hubieran hecho un viaje por el sistema digestivo de ese engendro de dragón.
El combate con Lengua Dorada no había sido un sueño, sin embargo, ni tampoco el enfrentamiento con Brinco Perezoso. Recordaba retazos de realidad entre el remolino del vacío inmediato. «Me he muerto, otra vez», pensó Toede y puso mala cara al pensamiento con la esperanza de que se retirara amedrentado de su mente. Ya había muerto dos veces, en ambos casos a manos de dragones y otras criaturas emparentadas. Y algo o alguien le había devuelto la vida en las dos ocasiones.
En su mente palpitó una dolorosa señal de alarma y cerró los ojos para pensar mejor. Algo había ocurrido entre el momento en que fue engullido por las fauces del divino Profeta del Agua y su despertar en aquel paraje. Era como intentar atrapar los jirones de un sueño, hasta que de repente lo recordó todo con extraordinaria precisión.
Había estado en un plano metafísico, sobrenatural, donde había vuelto a ver a aquellas dos figuras etéreas: dos monstruos enormes de gran poder, los mismos que la vez anterior le prometieron que sería noble. Parecían descontentos de sus acciones, sobre todo el más grueso, cuyo perímetro parecía mayor que el del océano más anchuroso. Sus voces retumbaban como truenos, reverberando en su interior desde la cabeza a los pies.
Esa vez no le habían prometido nada. Sólo le habían ordenado «vivir noblemente» pero no le habían dicho que le fuera a ser concedido un título de nobleza. Su misión era vivir de la manera más noble que pudiera, le había dicho el otro, más alto que la montaña más elevada.
Luego se despertó y la puerta metafísica lo golpeó por detrás al cerrarse dejándolo fuera. Toede pensó que así debía de ser la vida de los clérigos, con la deidad de turno metiéndose continuamente en tu vida y dándote órdenes infames.
No entendía cómo pensaban que uno podía vivir noblemente si no era noble, a no ser que decidiera ir por ahí haciendo el bien, como los Caballeros de Solamnia y los de su jaez, pero Toede estaba convencido de que todos ésos habían nacido en cuna de plata.
Abrió los ojos. Volvía a estar en la orilla del arroyo, el mismo arroyo en el que se había despertado la vez anterior, y debajo del mismo arce. La primavera y buena parte del verano habían pasado durante su ausencia y ahora el paisaje era de un brillante tono amarillento. La brisa hacía caer las primeras hojas, que empezaban a alfombrar el suelo.
Bizqueó mirando el frondoso follaje del árbol y se preguntó si habría sido especialmente creado para molestarle. Quizá la próxima vez le enviaran provisto de un hacha para hacerse cargo de bellezas tan ofensivas.
No. De poco se olvida. Las personas nobles no amenazan a los árboles sólo porque no les guste su aspecto. Extendió el brazo y le dio unas palmaditas en el tronco.
—Eres un árbol muy bonito —dijo en voz alta sintiéndose imbécil. Según su experiencia, las personas nobles debían sentirse imbéciles continuamente.
Por encima de su cabeza se oyó un parloteo excitado. Levantó la vista y vio una ardilla, con la piel gris rojiza y una abundante cola, que se burlaba de él desde las ramas más altas. Su primer pensamiento fue lanzarle una piedra y dejar fuera de circulación al pequeño roedor rural, pero se detuvo a tiempo.
—Hola, señora ardilla. Perdone si la he molestado —dijo señalándola con dos dedos que en su imaginación eran una ballesta apuntada al corazón del animal.
La ardilla chachareó un poco más y luego salió huyendo, evidentemente perpleja. Si alguien hubiera sido capaz de hablar con ella en los dos meses siguientes habría escuchado el relato de cómo vio a un hobgoblin borracho aparecer de la nada y hablar con dulzura a las flores y a los árboles. Por fortuna para la reputación de Toede, nadie entró en conversación con la ardilla y al cabo de ese tiempo, la memoria de la ardilla volvió a ocuparse de asuntos más importantes para ella, como recordar dónde había almacenado todas sus reservas de nueces.
Toede se puso en pie tambaleándose sobre sus inestables piernas y se bajó trastabillando hasta la orilla. Se echó agua en la cara y el estómago volvió a rebelársele. Se arrodilló asomando la cabeza sobre el arroyo pero no consiguió sacar nada. ¡Qué más daba! No había manera posible (por lo menos que Toede conociera) de vomitar noblemente.
Se sentó en el suelo y dedicó un largo rato a pensar qué haría a continuación. Lo más probable es que en Flotsam hubieran puesto precio a su cabeza, fuera cual fuera el gobierno que hubiera sustituido la fraudulenta teocracia de Lengua Dorada. Tampoco podía quedarse donde estaba: en esas colinas había kenders.
Jugó con la idea de retirarse de todo eso, como Groag, y conformarse con ser esclavo de algún amo indulgente. Al parecer, a Groag le sirvió para ser más maduro. «Adaptable» era la palabra que él había utilizado. Pensándolo bien, Toede habría dicho que su actitud era más bien «imitativa». Groag remedaba las maneras de sus superiores. Aun así, había resultado ser una buena cualidad para la supervivencia.
Sacudió la cabeza. Pobre Groag, ya no era más que un hobgoblin ahumado.
Toede hizo inventario. Lo que fuera que le había devuelto a la vida no había pensado en proveerle con algo de comida, herramientas o armas. Un descuido de lo más inoportuno por su parte, sobre todo teniendo en cuenta que por esos bosques merodeaban los kenders.
Pensar en los kenders inquietó a Toede. Era verdad que habían cogido a Groag como esclavo y habían intentado rehabilitarle, pero Groag no le había pegado un puñetazo en la cara a ningún guarda kender ni había intentado ahogar a la chiflada de la hija de Kronin. No creía que se alegraran mucho de verle y él no tenía con qué defenderse.
La falta de armas también le predisponía en contra de un retorno inmediato a Flotsam. Aunque no sabía quién había tomado el poder, podía apostar sin arriesgarse a que los nuevos poderes se mostrarían tan poco dispuestos como Lengua Dorada a cederle el trono. Sin un pequeño ejército que le respaldara, era muy poco probable que consiguiera pasar de las puertas.
Lo más prudente era poner distancia entre su persona y Flotsam, y mantenerse igualmente alejado de los kenders. Se iría a cualquier otra parte, a algún lugar cerca de Balifor, donde pudiera olvidarse de su pasado sin correr demasiados riesgos, o según y cómo, volvería a Solace. Allí no debía quedar nadie vivo que pudiera recordarle y si, durante el viaje, tenía la suerte de encontrar a una banda de hobgoblins del viejo estilo, a los que pudiera marear a base de promesas hasta convencerlos de tomar la ciudad, ¿qué mal habría en ello? Con un poco de buena voluntad podría considerarse una obra noble: ayudaría a su pueblo a abandonar la vida salvaje y conocer un mundo mejor.
Más contento, Toede echó a andar por un sendero que bordeaba el arroyo, teniendo buen cuidado de que no se le derramaran los pensamientos y atento al paisaje para no acabar metiéndose en el pantano.
Irse lejos era la mejor idea, reflexionó Toede, y quizás incluso ingresar en alguna orden virtuosa, como los Caballeros de Solamnia o la Torre de la Alta Hechicería. Aprendería, se relajaría, recuperaría fuerzas y luego tomaría algún poblado o ciudad pequeña en nombre del Bien. Eso le daría la oportunidad de demostrar su nobleza o, como mínimo, suficiente nobleza como para tener contentos a sus fantasmagóricos amos.
Con el tiempo quizá recibiera un título de nobleza, pensó; los humanos tenían la costumbre de distinguir a los que actuaban de manera noble o generosa, que siempre recibían todo tipo de recompensas. Pudiera ser que acudieran desde lugares muy lejanos para escuchar sus sabias palabras y pedirle consejo, porque un ser noble sin duda sería considerado sabio.
Lord Toede el sabio. San Toede el protector. Toede, el señor de todos los nobles. ¡Paf!
Toede había vuelto a encontrar la orilla del pantano a la manera que le era habitual. Mientras se limpiaba las botas de barro, observó que a unos treinta metros crecían espadañas en abundancia. A la izquierda, se elevaban las colinas que daban al campamento kender, un lugar por el que de momento no le convenía merodear.
Así que esta vez decidió desviarse hacia la derecha, cruzando el arroyo por un vado cercano. Al otro lado de la corriente, el terreno era más llano; las únicas elevaciones eran suaves montículos y lomas, salpicados de arces bermejos y divididos por otros riachuelos que desembocaban en el pantano. Un par de veces tuvo que retroceder porque el terreno se volvía cenagoso e impracticable.
El viaje estaba siendo más arduo de lo que Toede había esperado y el cansancio empezó a pasarle factura. Los muslos le dolían a rabiar, a lo que se sumaban las constantes quejas de su estómago, con lo que pronto dejó de soñar con un puesto destacado entre los santos de los anales humanos para imaginarse un lecho blando y un ganso asándose suspendido sobre una fogata. No había dormido desde la noche que se detuvieron en la casa de campo antes de llegar a Flotsam y su última «comida» había sido la repugnante poción que le curó el hombro desgarrado.
Pensativo, se tocó el hombro herido y comprobó que, si bien la carne se abultaba un poco formando una cicatriz en el lugar donde se había clavado el proyectil, estaba totalmente curado. De hecho, era la única parte de su cuerpo que no se quejaba del trato injusto que recibía.
Toede sabía procurarse comida en el bosque como el mejor de su especie pero la ciénaga estaba notablemente desierta de cualquier animal comestible, aparte de los gusanos y cochinillas que salían huyendo cuando pateaba alguna piedra. Consideró la posibilidad por un momento pero la descartó y siguió adelante. Reconoció unas zarzas de bayas pero vio que habían adquirido un tono grisáceo y estaban rodeadas de hojas secas. La experiencia previa no estaba resultando muy útil.
Finalmente, después de superar la tercera loma y el tercer fangal que había justo detrás de ella, se dejó caer en un trozo de suelo bastante seco rindiéndose al agotamiento. Las cochinillas empezaban a parecerle apetecibles. Por un momento, acarició la idea de dejarse morir de hambre e imaginó que se presentaba ante los dos espíritus tan grandes como los mares y las montañas, y argumentaba (con razón) que no había hecho daño a nadie durante su última estancia en Ansalon; ¿qué podía ser más noble que eso?
El estómago de Toede replicó con un leve gemido y el hobgoblin le dio unas palmaditas con su gordezuela mano.
—Cochinillas, de acuerdo —murmuró.
Entonces oyó otro gemido, pero ése no procedía de ninguna parte de su maltrecha anatomía.
Toede levantó la cabeza. Sonaba a su derecha, al final de la loma, procedente de una zona pantanosa especialmente poblada de arbustos. Era una serie continua de quejidos agudos, el lamento de algún animal.
En la mente de Toede al punto surgió la imagen de un cochinillo gigantesco cuyo único propósito en la vida era perderse en aquel tétrico pantano y encontrarse con alguna dificultad insalvable. Quizás hubiera caído en una trampa colocada hacía meses por algún kender olvidadizo que se dedicara a la caza furtiva, una trampa bien provista de nabos para atraer a los cerdos. Y ahora, agonizante, ese cerdito gemía pidiendo que alguien, quien fuera, acabara con su sufrimiento.
Toede se encaminó en la dirección de la que procedía el lamento, sin pensar en que si uno espera siempre lo mejor, siempre acaba decepcionado. Y una vez más iba a verse decepcionado; en primer lugar, porque tardaría un buen rato en localizar el origen del gemido y, en segundo lugar, por la naturaleza de dicho origen.
Era un perro, o algo parecido, hundido en el pantano. El pobre animal había quedado atrapado por la viscosa e inevitable atracción de las arenas movedizas. Toede pensó que el pantano debía de estar lleno de agujeros como ése, llenos de agua mezclada con tal cantidad de polvo y restos vegetales que bien podía parecer suelo firme, pero tan resbaladizos que constituían una trampa mortal.
Aquella especie de perro había quedado atrapado y se debatía desesperado por mantener fuera del agua la cabeza cubierta de pelo amarillo oro y el morro. Tenía la piel manchada de barro hasta la mandíbula y Toede pensó que estaba dando los últimos coletazos. Se parecía a los mastines de los kenders, con algún rasgo diferencial que podía deberse a los cruces de razas. Tenía el morro más alargado, como el de las comadrejas, y las orejas, colocadas un poco más atrás, puntiagudas y tiesas. El cuello (la parte que se veía) era notablemente musculoso y describía una pronunciada curva.
Sus ojos tenían la mirada de perro más estúpida que Toede había visto en su vida, más incluso que la del más estúpido de sus lebreles. Le miraban con una mezcla de ruego (por favor, sácame de aquí), puro odio (¿cómo te atreves a no ahogarte conmigo?) y una brizna de esperanza (¿has traído algo de comer?). Mientras le miraba, la patética criatura dejó de esforzarse y se hundió un centímetro más en el cenagal.
Toede dejó escapar un reniego, no por la crueldad del destino que parecía haber condenado al animal a una muerte lenta, ni tampoco porque esperara una carne más apetitosa, sino porque la criatura estaba a unos cuatro metros de distancia en un pozo de barro casi circular. Ahí mismo había carne, casi muerta y a punto de ser comida, pero ¡fuera de su alcance!
El pozo de cieno estaba rodeado de sauces y otros árboles arbustivos, algunos de los cuales tenían ramas suficientemente crecidas para que un hobgoblin macho normal pudiera alcanzar al animal. Por desgracia, Toede no alcanzaba ni de lejos a un macho normal (por lo menos, en lo relativo a la altura) y le sería imposible agarrar, y menos aun alzar, al desesperado animal.
Toede se devanaba los sesos mientras el perro gemía pidiéndole ayuda.
—Estoy pensando —le dijo de malos modos como si esperara que el perro le entendiera y se muriera en silencio sin molestarle más.
El perro, sin embargo, siguió gimiendo.
—Claro, ya lo tengo —dijo y, dirigiéndose al perro, añadió—: No te vayas. Ahora mismo vuelvo.
Toede se alejó hacia el terreno más seco y elevado, y un minuto más tarde estaba de vuelta con dos trozos de madera: uno era un palo retorcido de aproximadamente un metro y medio de largo y el otro, un garrote truncado. Dejó el garrote en la base de un sauce joven y con el palo bien cogido entre los gruesos dedos, se encaramó por el arbolillo.
El sauce se arqueaba a medida que subía, primero sólo un poco, y luego cada vez más, hasta que el tronco quedó prácticamente paralelo a la superficie de barro. Toede estaba decidido a abandonar el plan en cuanto oyera el mínimo crujido pero el caso es que había elegido bien: el tronco era lo bastante flexible para doblarse y lo bastante fuerte para aguantar su peso.
Mientras avanzaba iba hablando al perro en el mismo tono que empleaba para dirigirse a sus propios lebreles cuando les sacaba de la perrera para salir de caza.
—Bueno, muchacho —todos los perros eran machos para Toede, a no ser que demostraran lo contrario pariendo cachorros—, voy a subirme aquí y me voy a afianzar. Luego te voy a alcanzar el palo y tú lo coges con la boca. Muérdelo y yo te arrastraré hasta la orilla, ¿de acuerdo? —A lo que añadió para sus adentros: «Y luego te voy a romper el cráneo antes de que recuperes las fuerzas». Parte de su mente ya imaginaba cómo se asaría la carne de perro sobre el fuego.
A todo esto, el perro permanecía inerte; ya no se debatía ni se hundía. La parte inferior de su hocico estaba sólo a un par de centímetros del cieno y había dejado de gemir o, dada su especie animal, de gañir. Seguía mirando tristemente a Toede con su mirada de perro estúpido.
—Bien, ya estoy bien afianzado —dijo Toede enroscando las piernas alrededor de la rama—. Ahora vas a morder el palo. Muerde el palo, muchacho. Venga, muérdelo. —Dio un silbido y chasqueó la lengua.
En ese momento el perro hizo algo muy impropio de tal nombre. Junto a la cabeza de la criatura, surgió un musculoso brazo con el pelaje cubierto de barro y se agarró con firmeza al palo que le tendía Toede a modo de pértiga improvisada.
Toede se asustó e inmediatamente lo dejó caer intentando deslizarse tronco abajo sin desenroscar las piernas. Pero aunque hubiera soltado el palo, la gigantesca criatura consiguió alzarse y coger una rama cercana del sauce doblado por el peso de Toede y poco a poco fue saliendo del agua avanzando milímetro a milímetro hasta la orilla. Toede retrocedía por el tronco a toda velocidad, con lo que hacía disminuir el peso que soportaba el sauce y de esa manera ayudaba a la criatura a salir del agua más aprisa. La cabeza de perro y el enorme cuello se insertaban en un colosal cuerpo humanoide, con un amplio y musculoso pecho. Cada uno de los brazos tenía el diámetro de una panza y media de Toede, cuya mente trabajaba febrilmente buscando criaturas cuya descripción concordara con su extraña apariencia.
Un gnoll. El perro que no se comportaba como un perro no era un perro sino un gnoll. Su cerebro revisó todo lo que sabía acerca de los humanoides con cabeza de hiena y recordó que se caracterizaban por su escasa inteligencia, su desagradable actitud y su apetito voraz. La mente de Toede se preguntó: «¿Cómo puede alguien llegar a ser tan estúpido como para creer que era un perro?». La mente de Toede bajó la cabeza avergonzada.
Por supuesto, Toede no escuchaba a su mente en ese momento, ni a su estómago ni a ningún otro órgano que no estuviera directamente relacionado con la urgencia de alejarse de aquella bestia, que en aquel momento gruñía irreconocibles maldiciones gnoll a medida que avanzaba hacia la orilla a fuerza de dar estirones al árbol y bracear. Toede se deslizó hacia abajo cosa de un metro más y luego saltó a tierra firme, o a lo que pensaba que era tierra firme, a muy poca distancia de donde había escondido el garrote.
Y hubiera sido tierra firme de haber tenido que sostener el peso de una pequeña criatura que caminara sobre ella, pero si la criatura saltaba desde la rama de un árbol a más de un metro de altura, la situación cambiaba de manera radical.
El barro seco cedió y se desmoronó hacia el cenagal, arrastrando al antiguo gobernador con él. Toede aulló al notar que perdía pie y la mitad inferior de su cuerpo quedaba sumergida en las sucias aguas.
«Si te pones nervioso, sólo conseguirás empeorar las cosas», dijo su mente, observación que fue recibida por una expresiva sarta de maldiciones por parte del resto del cuerpo, que braceaba, pateaba y se retorcía en todas direcciones en un intento desesperado de salir del lodazal y sólo conseguía hundirse cada vez más.
«No sé para qué digo nada», replicó ofendida su mente.
Toede extendió un brazo embarrado para cogerse a un matojo de hierbas altas que crecían en la orilla (presumiblemente) firme pero la planta se desprendió sin esfuerzo, raíces incluidas. Toede volvió a maldecir al notar que el cieno le llegaba al labio inferior.
En ese momento, un fuerte brazo, con bíceps tan gruesos que hacían un Toede y medio, le rodeó cuerpo y le izó a peso. El limo negro intentó retenerlo por un momento, estirándose con él, y luego volvió a su posición de reposo.
Toede notó que lo levantaban del suelo y, mientras agitaba inútilmente las piernas en el aire, el mundo se ponía del revés. Se le metió barro en los ojos pero cuando consiguió limpiárselos vio que estaba bien cogido en la mano de un gnoll igual de sucio que él.
El mundo volvió a girar y se encontró cara a morro con el monstruo mestizo. De sus fauces cargadas de barro caían largos hilos de saliva viscosa. Toede, con los brazos apretados contra los costados, observó que el pecho del gnoll se agitaba como si respirara hondo. ¿O se estaba riendo? El gnoll bien podía estar bendiciendo la mesa por lo que Toede entendía.
Abrió las fauces en un poderoso bostezo y Toede cerró los ojos preparándose para la siguiente vida, si es que había otra. «Por lo menos ha sido rápido», observó astutamente su mente mientras el resto del cuerpo la mandaba callar al unísono.