Capítulo 1

En el que se nos presenta oficialmente a nuestro protagonista, que regresa al mundo de los vivos y pronto empieza a arrepentirse.

Toede se despertó con un regusto a ceniza en la boca. ¿Se había vuelto a dormir borracho demasiado cerca de las ascuas de la chimenea? No, eso sucedió tiempo atrás, en otra vida y a medio continente de distancia, en una fría caverna con sus compañeros hobgoblins, antes de que apareciera el dragón, antes de que la suerte llamase a su puerta y le mostrara un futuro en el que disfrutaría de un gran poder. Habían pasado muchas cosas desde entonces.

Recordaba otro sueño, más cercano, entre las brumas de su reciente letargo. Unas figuras enormes e imponentes —gigantes o semidioses— avanzaban a grandes zancadas por el paisaje, hablándole. Estaba destinado a la grandeza. No, no era eso. A la nobleza, estaba destinado a la nobleza. El resto del sueño se deshacía en jirones inconexos, como suele ocurrir con los sueños, pero no le hacía falta más. Le gustaban los sueños que mostraban un futuro prometedor.

Pero ¿dónde estaba? Toede miró en torno a sí y vio que se encontraba sentado en las raíces de un cómodo arce, a la orilla de un riachuelo tranquilo y rumoroso. Por tres lados —norte, este y oeste—, se alzaban escarpadas colinas cubiertas de árboles, engalanadas con el verde brillante del follaje nuevo, pero el terreno del valle era llano, con algún que otro arbusto. El cielo era tan azul como los ojos de un paladín.

El arce estaba en plena floración y la suave brisa hacía caer delicadas flores amarillentas a su alrededor. Arrugó la nariz y estornudó con violencia, expulsando polvo por las narices.

«No hay duda», pensó dando un respingo, «estoy en el Abismo».

Se deslizó hasta la orilla del arroyo, se arrodilló y se echó agua en la cara para limpiarse los ojos de polvo y polen. Luego cogió agua con las manos y bebió. Tenía ese desagradable sabor limpio y fresco que siempre le provocaba náuseas pero, como solía decir su madre, cuando no hay pan, buenas son tortas.

Cuando la superficie del agua recuperó su tersura, miró hacia abajo y se vio el rostro: la débil barbilla se hundía bajo dos labios fofos que le iban de oreja a oreja; estaba tan pálido que a su lado un muerto parecería lleno de vida; los ojos, claros y redondos como platos (ahora con el contorno rojo), brillaban bajo la frente estrecha, de la que salían unas entradas que retrocedían hasta la nuca; a los lados, las orejas caídas le asomaban entre mechones de pelo grises y estropajosos. Toede sonrió y los afilados dientes triangulares destellaron alineados a la manera de los hobgoblins.

—Eres un mal bicho atractivo —se dijo Toede en voz alta.

Entonces, se fijó en sus ropas. Bajo la cota de malla, las ropas de vistosos colores, ahora raídas, apenas cubrían su figura, achaparrada y deforme. Llevaba hombreras, como las que lucen los Señores de los Dragones. La armadura se la habían hecho a medida, a partir de un traje que en su día perteneció a un enano evasor de impuestos.

Eran ropas de caza. ¿Había ido a cazar? De ser así, había perdido las armas por el camino.

Y entonces recordó la cacería, la última cacería.

De hecho, había sido idea de Groag. A Toede, señor de la ciudad de Flotsam, le aburría la vida de la corte hasta puntos insospechables. Nada conseguía despertar su interés, ni las fiestas, ni los espectáculos, ni siquiera los interrogatorios ocasionales a sospechosos de rebeldía. Groag era uno de los hobgoblins de la corte. Un pelotilla presumido y cobarde que tenía la habilidad de estar de acuerdo con cuanto Toede dijera. En una rara muestra de iniciativa, el hobgoblin sugirió ir de caza.

Y fueron a cazar: Groag, Toede y la mayor parte de su séquito, junto con algunos sirvientes humanos. En lugar de su montura habitual, Brinco Perezoso, Toede se llevó un caballo de guerra negro.

Un par de kenders eran la presa, recordó: Kronin y otro cuyo nombre empezaba por Tal…; cazadores furtivos. Había sido divertido perseguirlos a través de los bosques del sur de Flotsam. Los kenders eran una raza miserable, peligrosa, y si eran cazadores furtivos, más todavía. El grupo de Toede los había encadenado juntos, pero aun así, echaron a correr en círculos, subiendo colinas, metiéndose entre las zarzas y a través del bosque, hasta que, al fin, entraron en la cueva.

Una cueva. Este recuerdo le hizo reflexionar y frunció el ceño. ¿Qué había pasado después?

Los kenders estaban en la cueva. Entraron para obligarlos a salir y…

Y…

El recuerdo sacudió su memoria como si le hubieran asestado un mazazo: un dragón. Había un dragón en la cueva. Era una criatura fiera y salvaje, muy distinta de los animales domésticos que tenían los Señores de los Dragones. Creyendo que los kenders estaban dentro, azuzaron a los perros, que lo despertaron.

La guardia personal se dispersó ante el ataque del dragón. Toede intentó reunirlos, pero antes de que lo consiguiera, la bestia le cortó el paso. Se levantó sobre las patas traseras y de repente se vio envuelto en un fuego blanco que era su aliento y…

Y…

Y nada. Nada de nada. Oscuridad, negrura. Su memoria era un abismo insondable.

No. Estaba el sueño: aquellas figuras enormes e imponentes que le miraban hablándole en un lenguaje desconocido, un galimatías de origen divino. Recordaba el mensaje: «Vivirás como un noble». Luego se había despertado a la orilla de aquella ñoñería de riachuelo.

¿Qué había pasado? ¿Se había desmayado? ¿Quizás había perdido el sentido por la intensidad del calor, había caído boca abajo y el dragón le había pasado por encima? ¿Podía ser que se hubiera alejado del lugar sin darse cuenta? Quizá Groag, o cualquier otro criado fiel, viendo en peligro su sustento, le había arrastrado hasta un lugar seguro y se había ido en busca de ayuda.

Era posible. Pero ninguna de estas explicaciones acababa de convencerle. Notaba un vacío mental, un bloque negro y frío de tiempo perdido en el que no conseguía penetrar.

Toede estuvo pensándolo durante dos minutos enteros, demasiado tiempo para que un hobgoblin tuviera la mente ocupada en una actividad sin relación con la violencia. Bien, por el momento nada podía hacerse, caviló Toede. Probablemente se acordaría cuando menos le interesara.

Por otro lado, si Groag había ido en busca de ayuda, lo más fácil era que se hubiese perdido. Incluso para un hobgoblin, Groag era un puro desastre. Todas esas ropas chillonas, los anillos, las joyas y el rapé en su persona hacían el mismo efecto que hubieran hecho en un cerdo. Groag seguía siendo un hobgoblin debajo de todo eso. Si no fuera por su gran habilidad para arrastrarse y adular, Toede lo habría arrojado a Brinco Perezoso o a los tiburones mucho tiempo atrás.

Suspiró y miró hacia el cielo, todavía claro. Bajó la vista y se quedó mirando el arroyo. Los tiburones le habían hecho pensar en el mar. Todos los ríos iban a parar al mar. Si seguía su curso, llegaría hasta algún lugar semejante a la civilización.

Haciendo un esfuerzo, se puso en pie lentamente y echó a andar hacia el sur, siguiendo el terraplén cubierto de hierba que formaba la orilla del río; sólo se paraba de vez en cuando a patear las flores silvestres.

«Cerca del mar está mi trono», pensó Toede, en la innoble Flotsam, una ciudad-estado de bandidos, piratas y jugadores; de humanos, kenders y razas menos refinadas; un centro de corrupción y pillaje: su hogar, la primera piedra de lo que ya imaginaba como el Imperio del Gran Toede.

Antes, en su juventud, había vivido en los campamentos de las cavernas, entre peleas y violencia salvaje. Había sobrevivido gracias a su astucia, enfrentando entre sí a sus rivales hasta que todo el mundo lo consideró el candidato natural a jefe de la tribu… después de que su madre muriera.

Toede aminoró la marcha. Pobre madre. Todavía recordaba el día que llegó el enviado de los Señores de los Dragones. Buscaban carnaza para las guerras contra los reinos de humanos menos numerosos. Su madre no quiso tener nada que ver. «Los hobgoblins viven libres y mueren libres», repetía una y otra vez, como si fuese algo importante. El enviado dijo que esperaría la respuesta hasta el alba. Toede, su madre y el resto de la tribu discutieron toda la noche. Él quería aceptar la propuesta, pero su madre se negaba con obstinación. Por fin, resolvieron su desacuerdo a la manera tradicional de los hobgoblins.

Toede cerró los ojos y recordó a su madre, de pie en aquella caverna vieja y sucia; el cuchillo con mango de hueso le sobresalía del palpitante seno derecho. Sus ojos porcinos se abrieron desmesuradamente y con la boca llena de sangre procedente del pulmón perforado, balbuceó una maldición. Después cayó de espaldas.

Abrió los ojos y soltó una carcajada. Media docena de ranas asustadas saltaron al riachuelo. ¡Qué cara había puesto! ¡Para morirse de risa!

Por supuesto, la tribu entró al servicio de los Señores de los Dragones, con la condición de que el mismo Toede recibiría formación militar para dirigir a sus guerreros en el combate. El resultado fue que la tribu entera fue sacrificada en alguna batalla olvidada y Toede se arrastró por los pasillos del poder hasta instalarse en un rango seguro, detrás de las líneas de combate. Un poco de adulación y algún que otro asesinato de personajes clave y pronto ocupó un lugar predominante en la cadena de mando.

Fue entonces cuando observó que la mayoría de los humanos que habían triunfado en la vida eran como los hobgoblins en las mismas circunstancias: se rodeaban de servidores sin ambiciones o sin capacidad para sustituirles. Cultivó las mismas cualidades políticas que tan útiles le habían sido en la tribu y las aplicó tan bien que llegó a ser el ayudante de campo de un Señor del Dragón, el viejo Vermenardo.

Toede suspiró al recordarlo. Aquéllos sí que fueron buenos tiempos: un asesinato de vez en cuando, alguna que otra labor de espía, un poco de caza de esclavos; bueno, esa actividad en particular no había resultado tan provechosa como creyó. Sólo que le hubieran proporcionado ayudantes un poco más eficaces, quizás habría conseguido retener a los esclavos de Solace: Riverwind, Goldmoon y aquel jovenzuelo de piel dorada, Raistlin. Si no se le hubieran escapado, las cosas podían haber tomado un rumbo muy distinto. ¡En fin!

Por lo menos, Vermenardo había tenido la decencia de morir en combate con dichos iluminados. Tras un informe cuidadosamente redactado y un recorrido tranquilo por las tierras conquistadas y arrasadas por el fuego, Toede se trasladó a Flotsam, su nuevo destino.

Era lo único que los Señores de los Dragones podían hacer con alguien de su talento. No podían, de repente, ponerlo al frente de un cuerpo del ejército, ni pedirle que dirigiera un batallón. Lo «intentaron», hacia el final de la guerra, asignándole brevemente el alto mando de un ejército de dragones, pero no fue más que un interludio.

De todos modos, el verdadero trabajo lo realizaban subordinados humanos (los mismos que también morían verdaderamente), y en pocos días, los Señores de los Dragones le encontraron el sustituto adecuado. Toede era más útil lejos de la guerra y Flotsam era un lugar lo bastante tranquilo y apartado como para que no supusiera un riesgo excesivo dejarlo a cargo de la ciudad.

Le dieron su propia montura, un híbrido de dragón y rana llamado Brinco Perezoso, y le asignaron un consejero draconiano, de nombre Lengua Dorada, aparte de las prebendas asociadas al puesto. En general, el puesto resultó ser agradablemente provechoso y descansado.

Luego, los dragones se pelearon entre ellos y de pronto fue muy importante aferrarse a lo que cada uno tenía. La decisión de quedarse entre bastidores y no ser el adalid de una guarnición de dragones en combate, ahora parecía producto de la más inspirada sabiduría. En poco tiempo, el adormilado puerto de mar fue un centro de piratería, pillaje y otros males que en aquellos días estuvieron en auge, y más que nunca necesitó un administrador eficaz.

Toede volvió a sonreír. Había sacado un buen pellizco, aunque a veces hubiera pasado apuros para conseguir que se recaudaran los impuestos y mantener a raya a la chusma humana, aparte de los kenders de las montañas: cazadores furtivos y ladrones.

Pensar en los kenders le devolvió a la realidad. Desaparecida su corte y la guardia personal, los kenders podían estar acechándole, esperando el mejor momento para tenderle una emboscada. De repente tuvo la penosa y aguda conciencia de que iba desarmado. Harían un buen negocio intercambiando al gobernador de Flotsam por un rescate.

Pero, no. «Vive como un noble», le habían dicho. Lord de Flotsam, así es como deberían llamarle. Con los ejércitos de dragones combatiendo entre ellos, nadie le pondría pegas. Le gustaba cómo sonaba; tenía ritmo. Lord de Flotsam. Lord de Flotsam. Lord de Flotsam.

Ya tenía su propia corte y su guardia personal, aunque la mayoría de sus componentes se habían dispersado a la vista del dragón. Toede dio un bufido. ¡Cobardes! Haría que los torturaran uno por uno o, mejor, que fueran azotados en público. A los nobles humanos les gustaba ese tipo de espectáculo y así demostraría que no tenía favoritismo por su propia raza.

Lord de Flotsam. Lord de Flotsam. Lord de Flot¡chof!.

El sobresalto del agua fría le sacó bruscamente de la ensoñación al tiempo que el suelo se abría bajo sus pies. Toede se había metido en una pequeña poza de agua. En aquel punto, el valle se ensanchaba, las orillas del riachuelo desaparecían y la corriente de agua se dispersaba en un amplio pantano, con numerosas pozas diseminadas. Una de esas pozas se había interpuesto en el camino de Toede, que había tenido la mala pata de caer en ella.

El agua, que a un humano de talla normal le habría llegado por la rodilla, a Toede le cubría hasta la cadera. Tenía las botas y los calzones empapados. Con un reniego y haciéndose el firme propósito de mantener su mente ocupada en asuntos más inmediatos, Toede salió de la poza con un estilo muy impropio de un noble y escudriñó el paisaje.

La hierba ganaba terreno y se hacía más lujuriante, con esporádicos grupos de espadañas, a medida que las pozas, progresivamente más juntas, formaban un pantano intransitable. Desde la perspectiva de Toede (sin duda, no muy elevada), no se divisaba el límite del pantano ni señal alguna de tierra firme. ¡Como para volver a fiarse de la teoría de que todos los ríos van a dar al mar! Con otro reniego, Toede se encaminó hacia la loma que tenía a su izquierda, siguiendo con toda precaución la orilla del pantano.

Esa tierra habría sido perfecta para Brinco Perezoso, pensó Toede, con otro súbito ataque de nostalgia sentimental. Echaba de menos a su montura, el gigantesco anfidragón que los Señores de los Dragones le habían asignado cuando lo enviaron de gobernador a Flotsam. Era una criatura gorda, lenta y llena de verrugas, una mezcla deforme de dragón y anfibio que había heredado lo peor de ambos grupos. Brinco Perezoso tenía una boca enorme, un apetito insaciable, una mente del tamaño de un guisante y una actitud perezosa. Como no es de extrañar, Brinco Perezoso y Toede enseguida descubrieron que tenían gustos comunes, y la bestia respondía bien a las órdenes de su amo, aunque limitara sus comentarios a uno o dos eructos profundos.

Pero Toede había decidido llevarse un semental de guerra negro a la cacería (y los dioses oscuros sabrían dónde estaba ahora el maldito caballo). Si hubiera salido con Brinco Perezoso, quizás habría podido evitar el desastre. Confiaba en que los lacayos de su mansión se ocuparan de mantenerle bien alimentado. Brinco Perezoso se ponía realmente insufrible cuando tenía hambre.

El terreno se elevaba y Toede trepó por la colina. Aproximadamente hacia la mitad, los árboles empezaban a crecer muy juntos formando un bosque denso. Se volvió a mirar hacia abajo y vio que el lodazal al poco se convertía en un pantano que a su vez se transformaba en un verdadero lago, sin un solo indicio de la presencia de habitantes o de pasos a otras tierras. Dio un suspiro y siguió trepando, maldiciendo a sus cobardes servidores, al caballo huido, a los kenders cazadores furtivos, a Brinco Perezoso, a su madre, a Groag, a Vermenardo, a los esclavos y a todo el que se le pasó por la cabeza. Había llegado a la cima de la colina cuando su sensible olfato detectó un olor muy definido en la brisa.

Toede sufría todas las desventajas de un hobgoblin: la luz intensa le hería los ojos y los sonidos leves pasaban desapercibidos a sus oídos acostumbrados al fragor de la batalla; pero todos los hobgoblins conservaban un fino sentido del olfato y del gusto (aunque no del buen gusto) durante toda la vida adulta, sobre todo en lo relativo a la comida.

Y eso era lo que Toede olía en ese momento: un ganso; no, por la intensidad del olor eran varios gansos, asándose ensartados sobre una fogata en campo abierto (su educada nariz lo calculó por la cantidad de grasa que caía sobre los troncos del fuego). Había encontrado a alguien y lo mejor era que ese alguien había tenido el buen sentido de preparar comida.

El estómago de Toede rugió confirmándolo. Parecía que habían pasado siglos desde la última vez que comiera.

Toede se apresuró a seguir el rastro del olor colina abajo, avanzando con todo el sigilo de que era capaz. Que hubiera comida no significaba que sus propietarios fueran gente hospitalaria. Podría ser que se topara con sus acompañantes huidos o con… cazadores furtivos.

La vegetación de matorrales y hierbas era cada vez más densa, lo que ayudó a esconderse al pequeño gobernador hasta que estuvo prácticamente encima del campamento. Se acercó un poco más y luego se movió describiendo un círculo alrededor, en busca de un buen punto de observación. No quería que lo descubrieran hasta que no hubiera averiguado la verdadera naturaleza de sus ocupantes.

Eran cazadores furtivos, y kenders para acabar de fastidiarla. Había unas dos docenas de cabañas dispuestas más o menos en círculo alrededor de un fuego central. Las cabañas estaban hechas de ramas de sauce arqueadas para formar una especie de bóveda, cubierta con pieles y juncos. Se veían algunos kenders moviéndose de aquí para allá, ataviados al estilo propio de la especie: camisas y calzones de pieles teñidas y decoradas con pequeños apliques en forma de hojas y trocitos de metal. El fuego ardía en un hogar de piedra de buen tamaño, lo que indicaba que era un campamento regular. Media docena de gansos adobados con hierbas pendían de trípodes colocados sobre el fuego y las gotas de grasa que dejaban caer hacían chisporrotear las llamas. Una robusta kender reñía a una criatura lenta y voluminosa (comparada con ella, porque en realidad era de menor tamaño que Toede) que cargaba con leña para el fuego.

En circunstancias normales, Toede habría continuado su camino alrededor del campamento, buscando un sendero por el que alejarse y haciendo caso omiso de los rugidos de su estómago. Eso iba a hacer cuando la voluminosa criatura dejó caer la brazada de leña y pudo verle la cara. Era un rostro de hobgoblin: ¡era Groag!

Toede se quedó perplejo pero sólo por un momento. Le pareció que estaba más delgado y fuerte y que iba menos atildado de lo que recordaba pero no había duda de que era su lacayo y adulador principal. Tenía la misma cabeza llena de protuberancias, la misma barbilla hundida y los mismos ojillos brillantes que eran comunes a Toede y a todos los hobgoblins, pero además tenía esa nariz chata que parecía que la habían aplastado con una piedra y la misma pelambrera negra cortada al estilo paje a la altura de las orejas. De sus elegantes ropas no quedaba ni rastro; ahora iba vestido con ropas de piel raídas y remendadas que parecían haber sido confeccionadas con los restos de trajes gastados de los kenders.

El hobgoblin era más bajo que Toede y, en otros tiempos, estaba más gordo, pero su presencia al lado de la kender, del tamaño de un niño, hacía que pareciera un ogro junto a un humano. Groag asentía humildemente oyendo la regañina de la cocinera kender, que le reconvenía sobre algún detalle de la leña. Hasta entonces Toede no había visto los grilletes que le rodeaban los tobillos y las muñecas, ni las gruesas cadenas que los unían.

En el corazón de Toede hubo una explosión de furia. Si alguien tenía derecho a aherrojar a sus sirvientes era él, pero nunca una pandilla de piojosos kenders cazadores furtivos. Era una falta de respeto inaudita. Volvería al anochecer y liberaría a su compañero. Además, también a él le convenía porque Groag probablemente sabría cuál era la mejor ruta para salir de esas tierras pantanosas.

Antes, sin embargo, debía advertir a Groag de su presencia, pensó Toede, a fin de que se preparara para la huida. Con cuidado de no dejarse ver demasiado, Toede intentó hacer señas a su lacayo. Por suerte, la cocinera kender estaba de espaldas y no había ningún otro nativo a la vista. Toede agitó los brazos para captar la atención de Groag.

Groag le miró en cuanto empezó a mover los brazos y sus porcinos ojos de hobgoblin se abrieron como platos. Toede se llevó un dedo a los labios y representó con las manos el sol que se ponía, luego se señaló a sí mismo y a Groag, y simuló, con los dedos, la señal de andar para comunicarle que escaparían.

Toede confiaba en que si repetía los gestos una o dos veces, Groag asentiría con un leve gesto de cabeza para expresar su conformidad o, en el peor de los casos, pondría cara de no entender.

Lo que Toede no se esperaba era que Groag pusiera los ojos en blanco y se cayera de espaldas desmayado haciendo volar la leña menuda en todas direcciones; pero eso fue exactamente lo que sucedió.

Toede se agazapó entre los arbustos sin saber a ciencia cierta si había renegado en voz alta al ver la reacción de Groag. ¡De todas las estupideces que uno podía hacer, él había elegido desmayarse al primer aviso de rescate! Ahora ya no había nada que hacer, excepto salir de allí a toda prisa y volver más adelante, a poder ser acompañado de una guarnición del ejército y de Brinco Perezoso.

Empezó a retirarse lentamente, poniendo buen cuidado en que hubiera el máximo de vegetación entre su persona y el fuego (y la cocinera que gritaba pidiendo que la ayudaran con el hobgoblin desmayado). Pensaba que ya estaba en zona segura cuando notó la afilada punta de una daga expertamente colocada entre las argollas de su cota de malla.

—No pensaríais —dijo una voz aguda, sin duda perteneciente a un kender— dejarnos sin saludar a vuestro amigo.

La presión de la daga en sus costillas aumentó y Toede volvió a maldecir. Luego levantó las manos en señal de rendición y echó a andar lentamente de vuelta al campamento.