PRÓLOGO

A través de las ventanas de ópalo de la majestuosa torre se oyó el rugir de los truenos, los cuales hicieron vibrar sus delicados marcos como la vara medicinal de los santones de la tribu.

Un instante de claridad iluminó las secas llanuras del norte de la ciudad, mientras una tormenta implacable caía sobre el lejano puerto de Karthay y sobre los bosques que bordeaban la bahía de Istar. Allí, en la ciudad, más allá del Templo del Príncipe de los Sacerdotes, el cielo del atardecer se iba haciendo cada vez más plomizo y cargado de electricidad, y los brillantes cristales de ópalo de las ventanas se oscurecieron hasta alcanzar un azul profundo.

Desde la ventana de la torre, abierta al aire frío e intenso del exterior, el hombre vestido de blanco podía predecir, por el penetrante olor de la humedad del aire y el frenético movimiento de las nubes negras, que la tormenta avanzaba rápidamente. El individuo regresó a su atril, donde un libro viejo y quebradizo descansaba abierto junto una vela apagada; bajo él asomaba otro libro, éste nuevo y a medio copiar. En aquel instante, la habitación se oscureció de repente, y una violenta ráfaga de viento sacudió las delicadas páginas del manuscrito, que se agitaron violentamente, víctimas de su fuerza.

Sin que nadie lo viese, el hombre cerró la ventana y encendió la vela mientras buscaba, con sus profundos ojos verdes, el cerrojo de la puerta para cerciorarse de que ésta seguía bien cerrada. El libro, una colección de profecías druidas que durante un milenio había permanecido oculta en manos de los elfos lucanestis más sabios, tenía un valor incalculable. El texto había llegado secretamente a Istar durante la caída de Silvanesti septentrional y, a lo largo de muchos años, estuvo escondido en lo más recóndito de la biblioteca de un vinatero.

El Príncipe de los Sacerdotes había prohibido la posesión de ese antiguo y ajado libro, y también de otros parecidos. De hecho, aquéllos que osaban copiarlos se arriesgaban a ser encarcelados o a algo mucho peor, ya que en aquel momento se estaba atravesando por uno de los períodos más severos que se recordaban. Era el segundo año del Edicto del Control del Pensamiento.

En el exterior de la torre, se oyó el rugir del aire, y un grupo de palomas de color pardo que se paseaban por el jardín levantaron el vuelo súbitamente. La tormenta se acercaba, pronto cubriría toda la ciudad y descargaría su furia sobre las polvorientas calles de piedra y los callejones de adoquines. Las carretas, los peatones, los toldos de los puestos del mercado, las barracas…, todo, desde los centinelas de la muralla norte de la ciudad hasta los estibadores de los muelles situados más al sur, quedarían totalmente calados.

«Se está desplazando hacia el sur», pensó el hombre.

Pero antes de que las montañas la absorbiesen y lograsen sofocarla, la tormenta gravitó durante algún tiempo sobre el lago. Todo parecía indicar que las llanuras y el desierto que se extendían más allá de las montañas iban a quedarse otra vez sin disfrutar del dulce contacto de la lluvia. En esta ocasión, tampoco había agua para ellos, y quizá no la habría por mucho tiempo, tal vez meses o incluso años.

Otro rayo zigzagueó por el cielo del norte, trazando una irregular línea blanca, como si se tratase de un defecto evidente sobre la superficie de una oscura gema. El hombre sintió escalofríos y regresó a su viejo libro. En medio de la oscuridad de la habitación, aquel individuo comenzó a copiar las enmarañadas líneas escritas en el antiguo alfabeto élfico y a traducirlas a un lenguaje más comprensible, reemprendiendo así la profecía que había estado copiando durante la noche. Se trataba de un texto que anunciaba sucesos alarmantes y que contenía pasajes verdaderamente inquietantes.

El hombre mojó la pluma en la tinta y acomodó la mano.

«En aquella época, en el mundo —escribió—, cuando los dioses del Mal todavía permanecían encerrados en el inmenso vacío del Abismo, las leyendas de Istar afirmaban que toda la maldad sería eliminada para siempre de la faz de la tierra y que una gran ola de bondad y luz invadiría el continente tras la coronación del Príncipe de los Sacerdotes. Todo el Krynn civilizado, dice la leyenda, aguardará en la antesala de una época dorada, llena de celebraciones y canciones, y la música más sutil de la ley y el ritual.

»Dicen que será la Era de Istar, la cual será alabada y exaltada durante mil años de historias.

»Naturalmente, las leyendas son erróneas. Se equivocan acerca de la ley, la celebración, el ritual y la canción, y también en lo que se refiere a la propia era, la cual será recordada por los historiadores como la Era de la Oscuridad…».

El hombre levantó la mirada del libro y se dio un suave masaje en las sienes. La página que venía a continuación estaba rota en varios pedazos, debido a la antigüedad del texto y al maltrato al que había sido sometido. A pesar de que él había intentado recomponer las páginas rotas con sumo cuidado y destreza, y también con la ayuda de la magia druida, algunos pasajes eran ya irrecuperables, especialmente aquéllos en los que se habían hecho anotaciones o los que se habían deteriorado irremediablemente con el paso del tiempo y la acción del polvo.

Polvo. Como la mayoría de los propios lucanestis. Aquel texto representaba un misterio igual que los elfos que lo habían escrito.

El hombre pasó la página resquebrajada con la respiración casi contenida, pero aun así, diminutas virutas de vitela se desprendieron del libro, y revolotearon alrededor del calor de la vela.

Para no dañar todavía más las ya deterioradas pero inestimables páginas del libro, el hombre levantó el brazo muy despacio y se enfrascó de nuevo en su lectura.

«… las leyendas están equivocadas por lo que se refiere a los dioses, aunque es cierto, la gran lanza del héroe Huma asestará un golpe casi mortal a la Reina de la Oscuridad…».

Rodeado de un gran silencio, el hombre se sintió absolutamente fascinado ante aquellas palabras. Para el autor del libro, el heroísmo de Huma, mil años atrás, representaba el futuro. El texto que tenía en su poder contaba más de mil años de antigüedad y, aun así, en aquel momento podía leerse como predicciones para el futuro.

«Y mandará a esa reina, Takhisis, la de los Muchos Nombres, al corazón del Abismo. Allí, ella y sus miserables secuaces permanecerán y deambularán penosamente en la oscuridad de las tinieblas, lejos del calor del mundo viviente al cual desean someter y gobernar.

»Takhisis para recuperar su poder…».

En aquel momento, el hombre susurró un tranquilo y silencioso juramento. La página del libro se despedazó un poco más y, de este modo, algunos fragmentos de aquel antiguo texto se perdieron para siempre y ciertos pasajes de la profecía con ellos.

«Tal vez, si echase mano de un hechizo más poderoso —pensó el hombre—, quizá todavía podría reconstruir…».

Pero para ello tendría que esperar hasta que los otros se marchasen para atender servicios religiosos. Si lo hiciese ahora, armaría demasiado ruido. Así que se encogió de hombros y continuó leyendo donde lo había dejado.

«… su cuerpo tendrá que estar formado por el polvo del planeta y de este modo podrá volver a introducirse en este mundo descorazonador. Pero hasta que llegue ese momento, Takhisis utilizará otras artimañas, menos insólitas, para irrumpir y permanecer en él por un rato, quizás una hora y, aunque esa estancia será corta, no dejará de ser muy tentadora para la diosa.

»Los rayos o el poderoso oleaje de una furiosa corriente de agua son dos de los recursos que Takhisis utilizará para lograr sus propósitos. Durante un rato, a veces un minuto, otros una hora, la diosa será capaz de canalizar su fuerza y espíritu, y transformarlos en una luz deslumbrante procedente del cielo o en el violento rugido de las aguas del oscuro Thon-Thalas. Por un instante, breve y glorioso, el mundo se rendirá ante ella, verde y vulnerable en todas sus dimensiones…

»A continuación, el mundo se desvanecerá y Takhisis regresará a Abthalom, su prisión en los oscuros torbellinos del Abismo colmados de chillidos.

»Luego, inesperadamente, en una noche del desierto, ya durante el reinado del último Príncipe de los Sacerdotes, comenzará a producirse el gran cambio. Todo empezará de esta forma: Takhisis surgirá de una tormenta y arrojará su poderosa luz sobre el sur de Istar, sobre un altiplano rojo, y la diosa disfrutará contemplando cómo el oscuro desierto queda expuesto al fuego y al poder, y cómo las repentinas lluvias torrenciales, las primeras en tres años, las últimas en el desierto de Istar, castigan las desoladas salinas que se expanden a los pies del Altiplano Rojo. Cuando la intensa luz azote el territorio de los cristales negros, ella apenas se dará cuenta de lo que sucede a su alrededor, hasta que la tormenta comience a amainar y se encuentre a sí misma gravitando, como una mota minúscula en el corazón de un cristal reluciente.

»¿Qué artimañas utilizará la malvada Takhisis para quedarse allí? ¿Cómo logrará permanecer? Es algo que no deja de ser un misterio para los druidas y para los sacerdotes. Aun así, sacando provecho de ese singular suceso, la Reina de la Oscuridad encontrará la forma de regresar al mundo.

»Oh, sí, la forma que adoptará será un poco frágil. Cuando el nuevo cuerpo de Takhisis se transforme en una serpiente, en un chacal y al final en una mujer, necesitará un año entero antes de que domine ese arte y pueda transformarse y adquirir diferentes identidades sin romperse o quebrarse. Pero incluso después de eso, las estancias de la diosa en el mundo serán breves, ya que antes de que ella pueda darse cuenta su cuerpo cristalino se deshará irremediablemente y formará un pequeño montículo de sal, de arena y polvo y, cuando esto ocurra, la diosa se verá obligada a regresar de nuevo a Abthalom, al reino de las tinieblas.

»Takhisis tendrá que esperar una nueva oportunidad en un lugar más amorfo. Un lugar formado de agua, del más lento transcurrir del tiempo, del conjuro de un poderoso sacerdote».

El hombre levantó los ojos del libro. ¿Agua? ¿Tiempo lento? ¿Conjuros? Sentía que le faltaba información para poder unir las piezas de aquella profecía.

Aquello de los cristales le intrigaba, podría intentar averiguar más cosas sobre ese tema. Enseguida, se sumergió de nuevo en la lectura.

«Pero después de doce años, Takhisis finalmente dominará su nuevo arte y podrá habitar en el interior de un reluciente cuerpo de cristal durante días, a veces semanas, convirtiéndose en un destello maligno capaz de adoptar la forma o el aspecto que a ella más le plazca: mujer, guerrero, víbora o dragón, sin que apenas pueda diferenciarse de una auténtica criatura de carne y hueso. Pero, estad al tanto de sus huellas, ya que el enorme peso de su sólido cuerpo hará que éstas sean demasiado profundas para su tamaño. Será en las regiones de Ansalon, donde abunda la arena, la sal y los cristales, donde la Reina de la Oscuridad se encontrará a sus anchas y donde se crecerá.

»En el mundo, Takhisis, unas veces zanjará rebeliones y otras las alentará. En ocasiones, destituirá a un rey para poner en su lugar a un duque de su confianza, y en otras desorientará a las caravanas que cruzan el desierto de Istar para que todos los viajeros fallezcan, víctimas de la dureza de la travesía y de la falta de agua.

»La diosa no podrá permanecer ni quedarse durante mucho tiempo en el mundo, pero la nueva aparición de la Reina de la Oscuridad será más poderosa y devastadora de lo que jamás se hubiera podido imaginar. Poco a poco, Takhisis logrará recuperar su influencia en Ergoth, en Thoradin y también en la corte del Príncipe de los Sacerdotes de Istar».

El hombre arqueó la ceja. Aquello significaba que ella irrumpiría en Istar.

«Y ¿por qué no?», pensó. En el fondo lo había estado esperando.

El hombre rastreó rápidamente su mente para recordar la última tormenta que había caído sobre el desierto istariano y sobre el Altiplano Rojo.

Realmente, ¿podían haber transcurrido veinte años?

«Quizás ella se encuentra ya aquí». Con una desconfianza creciente, el hombre pasó la página.

«Takhisis defenderá su nuevo poder celosamente, pero habrá otros dioses en el Abismo tan impacientes como ella por introducirse en el mundo y alterar el fluir de la historia a su antojo».

Un golpe seco en la puerta alarmó al hombre, quien con un movimiento rápido y desesperado cerró las páginas del viejo libro y lo escondió bajo su austera cama cubierta tan sólo por una manta.

«Estoy perplejo —pensó descorazonado—. Es increíble».

En su interior, el hombre se culpaba por el daño que, sin duda, había causado al delicado libro.

Un muchacho esperaba en el umbral de la puerta y permaneció allí respetuoso, casi como disculpándose. El hombre, después de escuchar las tediosas e interminables explicaciones del chico que acompañaba con profusión de gestos reverenciales, reconoció que echaba de menos a su otro sirviente, el mudo.

—El Príncipe de los Sacerdotes —dijo finalmente el muchacho, alzando las manos y clavando la mirada en el suelo—, solicita el placer de su compañía.

El hombre asintió con la cabeza, apagó la vela y siguió los pasos del muchacho. Mientras avanzaban por el frío pasillo alumbrado por antorchas, en su camino hacia la cámara del consejo y de los grandiosos y omnipresentes asuntos de Estado, se oyó un nuevo estallido de truenos que retumbaba sobre la ciudad. Entonces, un olor a ozono lo impregnó todo, y la primera tromba de agua descargó sobre el puerto.